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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.14 no.26 Medellín ene./jun. 2017

https://doi.org/10.17230/co-herencia.14.26.14 

Reseñas artísticas

Notas sobre el instante, la memoria y el gesto en la obra de María Teresa Cano

Notes about the instant, memory and gestures in Maria Teresa Cano’s work

Jorge Lopera Gómez* 

1Universidad EAFIT, Colombia, jorge.escenario@gmail.com.


Si nuestro corazón fuera suficientemente vasto para amar la vida en el detalle, veríamos que todos los instantes son a la vez donadores y expoliadores, y que una novedad joven o trágica, repentina siempre, no deja de ejemplificar la discontinuidad esencial del tiempo.

Gaston Bachelard ([1932] 2000, p. 13)

En su célebre texto Después del fin del arte, el filósofo norteamericano Arthur Danto dejó una consigna para quienes operan desde los terrenos de la historia y la teoría del arte contemporáneo: la década del setenta, tan turbulenta para las manifestaciones estéticas, constituye un periodo tan oscuro como el siglo x, así que necesita ser revisada para comprender la transición histórica desde el modernismo al arte posthistórico (Danto, 1999, p. 34). La afirmación de Danto, que se refiere a los acontecimientos que tuvieron lugar especialmente en el hemisferio norte (Estados Unidos y Europa), bien podría ser extrapolada a la historia del arte de América Latina a fin de develar los cambios suscitados por la neovanguardia desde finales de la década del sesenta (Aguilar y Lopera, 2017, p. 15).

Para el caso colombiano, este momento histórico ha suscitado el interés de investigadores durante al menos la última década. Trabajos como los de Imelda Ramírez (2012), Carmen María Jaramillo (2012), María Mercedes Herrera (2011), Efrén Giraldo (2010) o Carlos Arturo Fernández (2006), solo por mencionar algunos, son una muestra de que la realidad presente del arte aún debe buscar en estas décadas huellas que permitan una comprensión más amplia de los fenómenos estéticos en el país. En las líneas que siguen intentaremos revisar uno de los casos que han quedado al margen dentro de estos estudios; se trata de la obra de la artista antioqueña María Teresa Cano, una de las pioneras en el arte participativo en la ciudad y, probablemente, en el país. Su consistente trabajo, desarrollado durante las últimas cuatro décadas, ha tenido salidas múltiples acudiendo a estrategias de representación que se mueven fácilmente entre el uso de acciones participativas, el desarrollo de piezas objetuales, los territorios de la imagen o las intervenciones urbanas.

Podríamos decir, de antemano, que la obra de Cano es resultado del desbordamiento que sufrieron los géneros artísticos durante la década del setenta, lo cual en nuestro contexto y en el caso particular de la plástica estuvo mediado por un proceso de experimentación exacerbada en el que los artistas buscaron otras maneras de concretar su obra, dejando de lado los cánones heredados de la modernidad estética. Cabe señalar que esta experimentación tuvo un mayor despliegue en ciudades como Cali, Barranquilla o Medellín, que por aquel entonces apenas comenzaban a establecer un sistema artístico con espacios de exhibición, proyectos editoriales, programas de formación académica e instituciones culturales. En esta medida, el escenario institucional de entonces, de reciente configuración, permitió que la periferia constituyera un campo de experimentación permanente, una cuestión escasamente atendida por la historia del arte en Colombia y de una importancia preeminente para abordar el trabajo de Cano.

En su trabajo es posible advertir la apertura a diálogos con otras disciplinas, el uso de medios no convencionales y el papel del tiempo como elemento constitutivo, características que asimismo sirven para comprender la emergencia del arte contemporáneo en el país. Sus obras “otorgan nuevos sentidos a categorías siempre presentes en la historia del arte, tales como el tiempo, el espacio o el cuerpo” (Aguilar y Lopera, 2017, p. 15), mientras aluden a las experiencias de la vida cotidiana, al espacio doméstico y a la memoria, en clave contemporánea. Si bien el arte ha tratado de ser testigo de las condiciones sociales, históricas, políticas y culturales del contexto en el que se produce, y si bien en las décadas del ochenta y el noventa Colombia vivió con mayor intensidad el conflicto armado, es necesario mencionar que el trabajo de María Teresa Cano en ningún momento recurre a la política o a las situaciones de fondo en la historia reciente del país. Su obra, por el contrario, muestra el contexto desde otro lugar de enunciación: el que compete a las situaciones de la vida cotidiana y a la dimensión del instante que ellas convocan. Ante este interés, que bien podría emparentarse con el trabajo de otros artistas de Medellín, como Adolfo Bernal, Jorge Ortiz o Juan Camilo Uribe, la obra de Cano se inscribe en un espacio en donde el arte es asumido como práctica vital. Este rasgo difiere significativamente del panorama latinoamericano de la época, pues como puede constatarse en el proyecto Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina, realizado por la Red Conceptualismos del Sur y presentado en 2012 en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, muchos de los creadores de la región encontraron en el arte una herramienta de carácter político para interpelar la realidad social que vivían los países del centro y sur del continente. Esta diferenciación es importante en la medida en que las estrategias de representación, derivadas de la neovanguardia, fueron comunes en muchos artistas del continente y, sin embargo, encarnaron discursos que se sitúan en lugares distintos. En este punto cabría añadir que sobre el conceptualismo latinoamericano (en el que puede inscribirse la obra de María Teresa Cano) se han realizado numerosos trabajos que indagan acerca de las relaciones entre el arte y la política, pero pocos han pensado el papel que el juego, la lúdica y el azar tuvieron en producciones artísticas que hacen parte de esta misma corriente y que, por lo general, han estado al margen de los relatos oficiales de la historia del arte.

Acciones participativas: hacia una poética del instante y las prácticas vitales

Los inicios del trabajo de María Teresa Cano en el campo artístico colombiano pueden situarse con precisión en octubre de 1981. Con motivo de su participación en la primera versión del Salón Arturo y Rebeca Rabinovich,1 organizado por el recién fundado Museo de Arte Moderno de Medellín, la artista presentó una obra desafiante para la crítica de aquel entonces. Bajo el título Yo servida a la mesa (1981), dispuso sobre una mesa longitudinal una serie de platos con preparaciones de comida que tenían, unos, la forma de su rostro completo, otros, su nariz y su boca. La pieza fue pensada como una acción participativa en la que los asistentes a la inauguración del Salón se comerían los bocados de atún, gelatina, natilla y torta que la artista había preparado, de modo que la obra, antes que ser un objeto perdurable, tenía una duración fijada por el tiempo que tardarían los comensales en devorar el banquete. El acto de comer simbólicamente a la artista implicaba una reflexión acerca de la permanencia del cuerpo, la memoria que puede dejarse en el otro y la muerte como destino definitivo de la existencia humana (Aguilar y Lopera, 2017, p. 138).

Cabe anotar que en aquel momento Cano apenas cursaba el segundo semestre de la carrera de Artes Plásticas en la Universidad de Antioquia y, pese a ello, obtuvo el primer premio del certamen, lo que significó su ingreso prematuro al campo artístico colombiano. Si revisamos esta obra a la luz de la historia del arte reciente, podríamos afirmar que su carácter lúdico y participativo pone de presente un quiebre de total relevancia, toda vez que durante la década del setenta la escena artística de Medellín estuvo marcada por el trabajo de la denominada generación urbana, en la que artistas como John Castles, Rodrigo Callejas, Marta Elena Vélez, Álvaro Marín, Ronny Vayda, Hugo Zapata o Germán Botero se encargaron de hacer visible en otras ciudades del país la producción que estaba teniendo lugar en la región. El trabajo de estos artistas aún conservaba ciertos valores estéticos pertenecientes al modernismo de las décadas anteriores, ante lo cual Yo servida a la mesa hacía evidente un punto de inflexión en los lenguajes artísticos. Tanto la elección de una acción participativa en cuanto estrategia de representación como el uso de la comida eran inéditos en los territorios de la plástica nacional.

A Yo servida a la mesa le siguieron otras obras en las que Cano continuó la exploración de aquél binomio con resultados bastante relevantes. En este contexto podemos citar dos trabajos poco conocidos: Un sueño para niños (1982) y Menú (1986). Para el primero, tan solo un año después de su participación en el Salón Rabinovich, la artista fue invitada a realizar una exposición en la Galería de la Oficina, en Medellín, fundada y dirigida por el curador Alberto Sierra. Allí, eligió desdibujar de nuevo los límites entre el formato expositivo, los estatutos de la representación y la creación colectiva. Cano decidió instalar en la galería un gran número de bolsas con algodón de azúcar que serían tomadas por el público infantil invitado durante la inauguración de la exposición.

Como en el trabajo anterior, la duración de la pieza estuvo condicionada por el tiempo de desarrollo del evento, cuyo inicio de manera atípica había sido fijado para las 4:00 p. m. La obra conjugaba dos elementos determinantes para la experiencia estética: de un lado, la instalación con las bolsas de algodón de azúcar, que generaba una atmósfera rosada gracias al reflejo producido en las paredes blancas, y, por otro lado, el gesto de los niños, quienes al llegar tomaban efusivamente los paquetes del dulce comestible. El carácter efímero de la obra nos recuerda la cuestión del instante, aquella que bellamente el filósofo francés Gaston Bachelard (2000) ha descrito como una realidad que se suspende entre dos nadas. Para el análisis que nos atañe, esta suspensión estuvo acentuada por el juego y el azar derivados de la interacción entre los niños y demás visitantes con la instalación.

Ante esto último se hace necesario señalar que las acciones participativas generan un desplazamiento en la figura del creador, una figura que, como sabemos, estuvo anclada a lo largo de la historia del arte de manera singular. Las acciones participativas suponen para el régimen autoral una suerte de límite difuso, por cuanto la realización y la concreción de la pieza solo es posible si el público interviene para dar lugar al despliegue estético de la idea del artista. Para la teórica Claire Bishop, en el arte participativo:

el artista es concebido menos como un productor individual de objetos discretos que como un colaborador y productor de situaciones; la obra de arte, como un producto finito, portátil, mercantilizable, es reconcebida como un proyecto continuo o de largo plazo con un inicio y fin inciertos, mientras que la audiencia, previamente concebida como el ‘observador’ o ‘espectador’, es ahora reposicionada como coproductora o participante. (2016, p. 13)

Menú (1986), por su parte, es el resultado de una invitación que recibe la artista para realizar una exposición durante un mes en la sala de arte de la Biblioteca Pública Piloto, en Medellín. Sin perder de vista las aproximaciones que había hecho al problema del tiempo y el espacio en sus dos acciones anteriores, decidió llevar a cabo una serie de eventos -en total cuatroen el espacio expositivo, uno por semana. De esta manera el lugar solo podía ser visitado durante el desarrollo de las actividades convocadas por Cano, pues el resto de la semana el espectador encontraba el espacio vacío o cerrado. Los cuatro eventos se titularon: Ron con pasas, Batido de nieve, (é!@#!) y En conserva. En el primero de ellos una mesa longitudinal se ubicó de las puertas de la sala hacia afuera, mientras que en ese mismo hall de acceso había un vendedor de helados de ron con pasas y un mesero. Con la galería vacía y el público reunido alrededor de la mesa y del vendedor, la acción consistió en entregarle helado a los asistentes, algo que, aunque desconcertante para todos en principio (incluso para el vendedor mismo), luego se convirtió en una experiencia que privilegió el intercambio y la reunión alrededor de la comida. Para el segundo evento la artista decidió llenar el piso de la galería con pequeñas bolitas de Icopor que al ser impulsadas por cuatro ventiladores, uno en cada esquina de la sala, harían que los espectadores estuvieran inmersos en un “batido de nieve”. No obstante, debido al azar al que están sometidas este tipo de acciones, la idea inicial no se concretó porque la corriente de aire generada por los ventiladores fue insuficiente para levantar y agitar las pequeñas bolitas del piso, lo que dio lugar a algo mejor: el público mismo comenzó a jugar con los ventiladores y con el Icopor. Podríamos decir ya en este punto que la experimentación, la participación y la apropiación del espacio han sido para Cano intereses primordiales desde el inicio de su carrera, asuntos que además han estado atravesados por el uso de la comida y la actitud lúdica de los participantes. En el tercer evento, el título ininteligible respondía al posible enfado de los asistentes al ver que la acción participativa propuesta por la artista consistía únicamente en tomarles una fotografía al llegar a la cita. El cuarto evento, finalmente, proponía una exposición con el registro de cada una de las acciones.

Las tres obras de María Teresa Cano descritas hasta aquí exceden los límites que comúnmente se asocian con el objeto artístico, a saber: su objetualidad definida, portátil y mercantilizable. Las exploraciones sobre un formato inédito en el arte colombiano sitúan a Cano como un referente incuestionable de las acciones participati- vas en este contexto. Su figura se asemeja más a la de un productor de situaciones que intenta dislocar la experiencia del formato expositivo sin dejar de lado el carácter reflexivo que supone la práctica artística. Podríamos decir que tanto el encuentro con el otro como la hospitalidad que subyace al uso de la comida son necesariamente lugares de llegada en su trabajo.

Huellas de lo íntimo y prácticas del cuerpo en el espacio doméstico

Si bien en las líneas precedentes nos hemos centrado solo en algunas de las acciones participativas, vale la pena señalar que la producción artística de María Teresa Cano no se limita al uso de esta estrategia. De hecho, ha alternado hábilmente en su trabajo el uso de intervenciones efímeras con el desarrollo de piezas objetuales en las que la fotografía, la instalación, el objeto escultórico o la aproximación bidimensional ocupan un lugar preponderante. Mientras en las acciones es latente el uso del tiempo y el espacio como soporte, en varias piezas de corte objetual puede hallarse otro denominador común, aquel que involucra el cuerpo, las huellas y la memoria (Aguilar y Lopera, 2017, p. 167). Obras que dan cuenta de ello son Calor de hogar (1983), Distancias (1990) o Metáforas bélicas (1996). En las tres la imagen es resultado de un gesto corporal sobre la superficie. En ellas podemos advertir que ese gesto ha quedado como rastro de un cuerpo ausente -tanto el de la artista como el del objeto que media en la acción generadora del indicio-. Se trata de vestigios que elaboran un campo discursivo en el que confluyen asuntos relativos a lo doméstico, la condición femenina y la permanencia. La profesora mexicana Elsa Muñiz ha señalado con respecto al cuerpo y su representación que

el cuerpo es un fenómeno discursivo cuyo significado e interpretación sólo puede ser evocada desde una mirada transdisciplinaria que reconozca la historicidad de las condiciones de lo corporal y sus expresiones tanto en las representaciones como en las prácticas corporales. (Muñiz, 2015, p. 10)

Si en las acciones participativas el cuerpo estaba presente desde su materialidad misma como activador de la obra de arte, en las piezas objetuales es su inmaterialidad la que acude al horizonte discursivo que propone la obra. Su rastro, su vestigio, su huella no solo dan cuenta de que la superficie estuvo en contacto con un cuerpo, sino que, además, la imagen de ese cuerpo proyecta los valores sociales y simbólicos que subyacen a la experiencia personal de la artista. La corporalidad es reconocida allí en términos culturales, en la medida en que da cuenta de los modos en los que se practica el cuerpo (Aguilar y Lopera, 2017, p. 171). Una de las obras más significativas al respecto, tanto por su desarrollo temprano como por lo que implica a la luz del arte conceptual colombiano, es Calor de hogar (1983). Aún como estudiante de Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia, María Teresa Cano decide realizar una acción que es tanto un gesto sutil como una afirmación social: marcar con una plancha caliente la superficie de una tela. En esta pieza es evidente que el campo discursivo al que alude sitúa en el centro de la reflexión el rol que la mujer ha tenido en la sociedad antioqueña. El acto de habla, si tomamos como uno de esos conceptos viajeros en las humanidades2 esta expresión usada en la teoría del lenguaje, remite a la condición femenina de la artista en una sociedad conservadora así como a una de las prácticas del cuerpo realizadas en el espacio doméstico. Por otra parte, la elección de la plancha para referirse al “calor del hogar”, el gesto que subyace a la imagen final y la importancia del título para la comprensión de la obra constituyen una potencia semántica que inscribe de lleno la obra en los territorios del lenguaje. Cabe recordar que esta condición ha sido constante en el arte, al menos desde que el giro lingüístico fue llevado al campo de la plástica en el conceptualismo de finales de la década del sesenta (Aguilar y Lopera, 2017, p. 171).

El papel del lenguaje en las obras de María Teresa Cano no ha ocupado un lugar menor. Tanto en los títulos como en varias de las obras mismas, la artista ha recurrido a la potencia del texto poético para ampliar el horizonte de comprensión de la obra. Un trabajo que también enuncia la ausencia del cuerpo y que recurre al uso del lenguaje es Distancias (1990). En él se cita un fragmento del texto La muerte de Ivan Ilich, de León Tolstói, que se presenta al espectador como una invitación para articular posibles lecturas de la obra en función de los demás componentes presentes. Esta instalación, realizada en el marco de la exposición homónima en la galería del Centro Colombo Americano de Medellín, incluía, además del texto de Tolstói, una serie de elementos que establecían un diálogo entre el cuerpo ausente y la muerte:

La obra estaba compuesta por una mesa de comedor, una serie de imágenes ubicadas en la pared, un gesto de escritura en gran formato, un fragmento del texto La muerte de Ivan Ilich de León Tolstói y una muñeca intervenida por la artista. La mesa estaba ubicada sobre un tapete de talco en el que podían advertirse las huellas de quienes otrora hubieran estado sentados. Sobre ella, un mantel rojo con una serigrafía mostraba figuras de color blanco de los platos y los cubiertos dejados una vez terminado el banquete. Aunque no se sabe lo ocurrido, las pisadas en el talco y el movimiento de los cubiertos constituyen una acción que pertenece a un tiempo pasado. Sin duda alguna, la ausencia que refuerzan todos los elementos de la instalación, y en particular el texto de Tolstói, muestra la idea de la muerte como significante central de la obra, algo no menos dramático si se tiene en cuenta el detalle sutil de la muñeca que toca el tambor como anunciando la llegada de lo inevitable. (Aguilar y Lopera, 2017, p. 173)

Además de Tolstói, Juana de Ibarbourou y Séneca también se dan cita en otras de las obras de Cano. Recurrir al texto como un instrumento que amplía, reafirma o condensa el sentido de la obra es una operación solo posible gracias a la transacción disciplinar entre el arte y la literatura. Si bien este vínculo ha estado presente desde Grecia a través de formas de intermedialidad, como la écfrasis, cabe anotar que en el panorama del arte contemporáneo el uso de textos como parte fundamental de la propuesta estética, o incluso como soporte mismo de las obras, tuvo desde la década del sesenta una eclosión que se debió, probablemente, al giro lingüístico en las humanidades. El lugar del lenguaje y el papel que pudo tener el giro lingüístico en el arte contemporáneo en Colombia es un tema que aún requiere atención por parte de investigadores, teóricos e historiadores interesados en develar la configuración de un posible conceptualismo en el país. Por lo pronto, podríamos decir que el trabajo de María Teresa Cano es uno de esos vestigios que dan cuenta de la inscripción del lenguaje en el arte nacional.

Conclusiones

El trabajo de María Teresa Cano demuestra el desbordamiento de los géneros artísticos durante la década del ochenta, y supone un punto de partida ineludible para considerar la construcción de un nuevo relato de las artes en el país. Bajo estos intereses resulta indispensable que la lectura de trabajos similares recurra a una perspectiva plural desde el conocimiento humanístico, capaz de extrapolar conceptos propios de otras disciplinas para echar luz sobre nuevas problemáticas en los campos de la estética, la historia del arte y los estudios visuales. Esta apuesta conlleva necesariamente dos situaciones acaso previsibles: en primer término, la capacidad de ampliar el horizonte de comprensión sobre el trabajo de artistas poco explorados que, dadas sus concepciones alrededor de la práctica artística, requieren miradas que integren múltiples categorías de análisis para identificar puntos de ruptura con la modernidad plástica; y en segundo término, la aparición de microhistorias capaces de recuperar acontecimientos que se han mantenido al margen de los relatos oficiales. Bajo esta perspectiva, resulta imperativa la lectura de trabajos que son claves para comprender la producción actual del arte y, en particular, de aquellos que tuvieron lugar durante la segunda mitad del siglo xx. El linde de la historia, como lo señaló Danto, constituye un periodo de perfecta entropía estética, que lejos de enunciar el fin del arte marcó un cambio significativo en los modos de producción, distribución y consumo artístico, tal y como puede advertirse en la obra de María Teresa Cano, donde el instante, la memoria y el gesto emergen como características definitivas de una obra rica en medios y posibilidades discursivas

María Teresa Cano. Autorretrato. 1982. Impresión con limón. 28 x 21 cm. Cortesía de la artista.

Referencias

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Ramírez González, I. (2012). Debates críticos en los umbrales del arte contemporáneo. El arte de los años setenta y la fundación del Museo de Arte Moderno de Medellín. Medellín: Fondo Editorial Universidad eafit. [ Links ]

1El Salón Arturo y Rebeca Rabinovich fue un evento anual organizado por el Museo de Arte Moderno de Medellín entre 1981 y 2001. Cada versión del Salón otorgaba un premio y servía además como una forma de nutrir la colección del naciente museo. Lo que resulta de vital importancia es que el Salón estaba dirigido de manera exclusiva a artistas jóvenes, un hecho determinante para impulsar a las nuevas generaciones no solo en la capital antioqueña, sino también en el resto del país (Lopera y Palacio, 2016, p. 46).

2La académica holandesa Mieke Bal se ha referido a la idea de conceptos viajeros en las humanidades como una metodología viable para ampliar el espectro de los estudios humanísticos a través de diálogos entre diferentes disciplinas. Esto, como se sabe, abre nuevas perspectivas en la construcción de conocimiento y ha sido objeto de discusión en los estudios sobre la interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad durante los últimos años. En el caso de las obras de arte, los vínculos con los estudios del lenguaje han estado presentes al menos desde las últimas tres décadas, y no resulta exagerado emparentar las producciones de los artistas con los actos de habla, por cuanto encarnan discursos que se insertan en contextos claramente sociales.

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