Desde finales de los años 1990, y sobre todo a principios de los años 2000, con las sucesivas crisis económicas, el declive progresivo del trabajo asalariado y el endurecimiento de las políticas migratorias, se desarrollan en Francia, y asimismo en Europa, nuevas formas de economía popular: callejeras, mercantiles, cuyo control, a menudo, escapa del poder del Estado y en donde prevalecen las relaciones cara a cara y la alteridad compartida.
Entre ellas, los mercados parisinos de productos encontrados en la basura1, que desde los noventa no dejan de crecer, se revelan paradigmáticos, tanto por los procesos de precarización en sus orígenes de dichas economías como por su potencial socializador. De hecho, si las trayectorias y situaciones de sus vendedores pueden en parte diferir -son hombres o mujeres, jóvenes o mayores, nacionales o inmigrantes, de África, de China o de Rumania, antiguos inmigrantes o recién llegados, indocumentados y/o sin techo, desempleados o jubilados cuya pensión no basta para ganarse la vida-, todos encuentran en el mercado un medio tanto para satisfacer sus necesidades materiales como para socializarse. Espacios de resocialización para los que han perdido sus lazos laborales, amistosos y/o familiares, puertas de entrada a la ciudad para los recién llegados, estos mercados constituyen eminentes lugares de socialidad2, entendida como el resultado múltiple y dinámico de procesos, ellos también múltiples, de socialización.
¿Qué tipos específicos de socialidad se pueden encontrar en dichos lugares? ¿Cuáles son las formas de sus relaciones sociales y cuáles son sus contenidos prácticos y discursivos? ¿Cómo se imbrican en ellas lo social y lo económico y cómo se articula en ellas la multiplicidad de las identidades sociales?
Basándonos en unos cinco años de trabajo de campo etnográfico (2009-2014)3, nuestra hipótesis es la siguiente: así como otros mercados actuales -mercados callejeros de Francia y Europa-, los mercados de pulgas informales de París están dando lugar a nuevas formas de socialidad, populares, mercantiles y cosmopolitas, estructuradas no tanto por el espacio del barrio sino más bien por el mercado como territorio mundializado.
Para desarrollar dicha hipótesis, empezaremos por contextualizar y definir lo que entendemos por esas nuevas economías populares. De ahí, nos enfocaremos en las formas de socialidad características de las plazas de mercado en general y de los mercados de pulgas parisinos en particular, para finalmente demostrar cómo estas últimas constituyen socialidades alternativas típicas de nuevos procesos de (re)socialización desde abajo.
La generalización del "trabajo al lado"4
Desde las crisis petroleras de 1973 y 1979, y con ellas, el fin de los llamados años dorados, el declive progresivo del trabajo asalariado estuvo acompañado en Europa, y sobre todo en Francia, al menos de dos procesos: en primer lugar, al nivel de las políticas sociales, una individualización del acompañamiento (Bresson 2008), aparejado con una "demanda paradójica" de autonomía dirigida a las personas situadas en situación de dependencia (Duvoux 2009); en segundo lugar, y al nivel de las sociedades, una descalificación de esas mismas personas, etiquetadas como dependientes (Paugam 1991).
Como respuesta a esas dinámicas, vemos desarrollarse unas formas novedosas o recompuestas de economía, generalmente mercantil, poco lucrativa y no declarada, siempre no asalariada. Pensemos, por ejemplo, en la multiplicación de los sitios en internet de venta/compra y préstamo de bienes y servicios entre particulares, o en el crecimiento de los mercados de pulgas y ventas de garaje. Asistimos, entonces, a la generalización y reconfiguración del "trabajo al lado" del trabajo formal, que hasta los años 1990 solía ser exclusivo de los obreros (Weber 1989), y que, combinado con el trabajo asalariado y/o la ayuda social, permite, a la vez, llegar a fin de mes y distinguirse de la figura descalificada del dependiente.
Ese último punto es aún más notable en el caso de los vendedores de los mercados de pulgas informales, dado que forman parte de los que más se asemejan a la figura del dependiente: desempleados, beneficiarios de las ayudas sociales (renta de inserción, ayuda a la vivienda, por lo menos a la salud, en el caso de los indocumentados). "No somos mendigos, somos trabajadores", suelen afirmar ellos. Primeras víctimas de la precarización, con acceso limitado, si no nulo, al mercado laboral oficial, estos vendedores desarrollan, en reacción, unas economías alternativas, que, a semejanza de otras formas de economía popular, callejeras, mercantiles e informales, que hoy van siempre multiplicándose en las calles europeas (Péraldi 2002), les brindan dinero, dignidad y, como se verá, socialización.
Economías populares actuales e integración cosmopolita
El concepto "economía popular", elaborado en América Latina (Razeto 1984; Corragio 1995; Núñez 1995), permite no sólo romper la perspectiva normativa de la "economía informal" sino también, precisamente, tomar en cuenta sus dimensiones tanto materiales como inmateriales (Sarria Icaza y Tiriba 2006).
Ahora bien, ¿qué tienen de novedoso dichas economías si tanto se parecen a las que desde hace décadas y siglos se encuentran en los llamados países del Sur, así como a las que en la época preindustrial solían formar parte del paisaje socioeconómico común de Europa, cuando los vendedores ambulantes ocupaban todavía las calles de las ciudades? A nuestro juicio, son tres las principales características que confieren su novedad a esas economías. En primer lugar, al nivel de Francia, son comprendidas y tratadas como informales -opuestas al sector formal y reprimidas por ello-, lo que solamente empezaron a ser en la segunda mitad del siglo XX (Duclos 2015). En segundo lugar, al nivel europeo, forman espacios privilegiados de integración de las clases populares, mientras que hasta la década de los ochenta, y la progresiva desindustrialización, era casi sólo el barrio, y junto con él, la fábrica, los que integraban estas clases sociales. En fin, en tercer lugar, y al nivel mundial, esa integración se basa en procesos inéditos de socialización que hacen vincularse de una manera singular a individuos procedentes de distintas esferas sociales, nacionales y/o étnicas.
Esas economías vienen asimismo interrogando al Estado, no sólo porque, al no ser declaradas y sujetas a impuestos, escapan de su control; ni sólo porque desafían su pretensión de Estado de bienestar de satisfacer las necesidades de todos sus súbditos; sino también porque, en cuanto territorios mundializados de integración cosmopolita, cuestionan las pertenencias nacionales y locales, y las identidades conexas, de su lógica integradora.
Las plazas de mercado, espacios de reconfiguración social
Lejos de deber entenderse como al lado de y menos aún como opuestas a lo económico, las socializaciones características de las economías estudiadas sólo se pueden entender respecto a su imbricación con lo económico.
Imbricación de lo social y de lo económico
Esta imbricación se basa en dos rupturas críticas. La primera tiene que ver con la perspectiva economicista que tiende a reducir los mundos económicos a determinantes meramente económicos, lo que, como lo afirma Michèle De la Pradelle, "lleva a confundir con la realidad las abstracciones operativas necesarias para la producción del saber económico" (De la Pradelle 1996, 10). Con ella y, en general, con la antropología económica, argumentamos que las realidades económicas siempre son a la vez el resultado de dinámicas económicas y sociales. La segunda ruptura crítica, relacionada con la primera, se refiere, por su parte, a ese conjunto de dicotomías ordinarias que oponen el afecto y el interés privado, la esfera de lo íntimo y la del mercado. De acuerdo con Florence Weber y Viviana Zelizer, pensamos que hay que romper esa dicotomía para pensar, al contrario, la interrelación primera de las dos lógicas, mercantil y afectiva, y los procesos sociales por los cuales se intenta distinguirlas (Weber 2000; Zelizer 2001), entendidas entonces esas distinciones como construcciones sociales.
No se trata de que exista, por un lado, lo social, y por el otro, lo económico. Tampoco se trata de que sea sólo lo económico lo que dé su forma específica a las socialidades de mercado, como suelen afirmarlo tanto la mayoría de los economistas como ciertos antropólogos (Manry y Péraldi 2004, 57). Dicho de otra manera, no es sólo el mercado el que hace sociedad, sino también la sociedad la que hace mercado. Las plazas de mercado deben, así, considerarse como sitios de producción de socialidades singulares, singulares tanto por su carácter mercantil como respecto al contexto social, siempre particular, en el seno del cual estas toman forma.
Intercambio mercantil y reconfiguración de las pertenencias comunitarias
Difiriendo pues según los contextos, esas socialidades de las plazas de mercado parecen, sin embargo, compartir el hecho de romper, por lo menos en parte, las identidades sociales usualmente vigentes.
Ya lo señalaba la economía política clásica, ya sea para celebrarlo (Smith 1996 [1776]) o para denunciarlo como ilusión perversa (Marx 1976 [1867]). "El intercambio de mercancías empieza en donde acaban las comunidades", dice Karl Marx (Marx 1976 [1867], 79). Si no fuera de las comunidades, las socialidades de las plazas de mercado parecen, en efecto, proceder de unas reconfiguraciones de las pertenencias comunitarias, así como todavía hoy siguen afirmándolo numerosos antropólogos. Ya sea en el mercado local del pueblito francés de Carpentras (De la Pradelle 1996), en el barrio mercantil de Barbès en París (Lallement 2010), en el mercado fronterizo de Ventimiglia en Italia (Hily y Rinaudo 2002) o en las redes económicas de los migrantes del Mediterráneo (Tarrius 2002), cada vez se constata lo mismo: por una parte, el mercado hace vincular los individuos por encima de las fronteras sociales; por la otra, esa vinculación adquiere, en el mercado, una forma distinta de la que toma por lo general.
Porque en el mercado los intereses individuales pueden converger mientras difieren, por lo general, según las pertenencias sociales, y porque la puesta en equivalencia de los bienes y del dinero tiende a hacer equivalentes a sus propietarios, las plazas de mercado se vuelven lugares de producción de socialidades singulares, unas veces armoniosas (Tarrius 2002), otras veces igualitarias (De la Pradelle 1996; Lallement 2010), siempre sociohistóricas, es decir, dependientes del contexto, del tiempo y del espacio en los cuales se desarrollan.
¿Cuáles son, entonces, las socialidades propias de los mercados de pulgas informales de París y de qué tipos específicos de reconfiguración social provienen estas?
Hacia formas alternativas, plurales y populares de socialidad: los mercados de pulgas informales de París
La socialización desde abajo como alternativa
Mi marido casi no me daba nada para la casa, la comida, los niños, así que cuando nació mi segundo hijo, es cuando empecé a venir aquí, a recuperar y vender. Al principio, era duro. Tenía mucha vergüenza, vergüenza y miedo también. Pero cuando ya no tienes para dar de comer a tus propios hijos, no lo piensas dos veces. Ahora, es diferente. Me gusta estar aquí, hablar con los colegas y con los clientes. A fuerza de venir, una y otra vez, conoces gente, más y más, y es un placer volver a encontrarlos. El mercado crea lazos. (María, 50 años)
Al igual que María, todos los vendedores encontrados invocan esa doble motivación para estar en el mercado: tanto económica como de socialización. "Ver gente", "hablar", "conocer gente nueva"; como ya lo mencionamos, el mercado forma para sus actores un espacio privilegiado de socialización. Mientras que María encuentra en él un medio para salir del encierro en el cual la mantiene su marido, el mercado es para el joven romaní Alexandru el único sitio donde puede relacionarse con los llamados autóctonos, quienes en los demás espacios públicos se alejan de él por, supuestamente, ser un carterista, según el estereotipo con frecuencia atribuido a los romaníes. Por su parte, Adama, inmigrante camerunés de 60 años, después de haber perdido su empleo, a su mujer y hasta su techo unos veinte años atrás, es conocido de todos en el mercado. Como él dice, está "aquí como en casa".
Ahora bien, si esas socializaciones resultan centrales en la vida de sus actores, no es sólo porque vienen a llenar socializaciones impedidas (María, Alexandru) y/o perdidas (Adama), sino también porque, dentro de sus trayectorias, se inscriben en oposición a otras socializaciones, pasadas o presentes, y siempre vividas en términos negativos.
"Antes, con mi marido, no tenía el derecho de ir a ningún lado ni de hablar con nadie". En el mercado, María empieza a salir de casa. Aprende, poco a poco, a hablar con la gente. Con el tiempo, se siente más y más fuerte, hasta tal punto que se divorcia de su marido. En Rumanía, Alexandru, trabajando como obrero, no tenía lo suficiente para mantener a su familia. En el mercado, en Francia, puede ganar diez veces más de lo que ganaba allá. La Señora Xie, de 41 años, llegó del norte de China a principios del 2000. Trabajó primero como ama de llaves para los chinos del sur -implantados en Francia antes de los del norte-, quienes la explotaban: la encerraban en casa, la hacían trabajar día y noche pagándole muy poco. En 2007, la recuperación y la venta le permiten salir de esa relación. Directa en el caso de la Señora Xie, esa oposición entre explotación y venta en el mercado es, en muchos casos, más bien indirecta, es decir, interpretación retrospectiva. Para los que, como Adama, han tenido durante algún tiempo un empleo asalariado, la llegada al mercado es interpretada, primero, como una caída. "Lo había perdido todo. Era la última solución". Pero con el tiempo, con las socializaciones y con el hábito, la interpretación cambia: "Aquí nadie está para decirme qué hacer o cómo hacerlo. Hago mi trabajo y me dejan en paz".
"Paz", "libertad", "autonomía", a pesar de la diversidad de sus trayectorias, todas las personas encontradas consideran el mercado como puerta de salida de la dependencia, del marido, del patrón y/o de los amigos, familiares e instituciones con los cuales se encuentran en situación de asistencia. Asimismo, repiten: "No somos mendigos, somos trabajadores". En un contexto de retorno de la caridad y frente a las dominaciones, maritales (María), laborales (Señora Xie, Alexandru, Adama), de clase, étnicas (Alexandru, Señora Xie) y/o de género (María, Señora Xie), "el orgullo de ser desligado", antes exclusivo de los obreros (Verret 1996 [1988]), se está generalizando a unas clases populares que, si bien algunas tienen herencias obreras (Alexandru, María), otras no las tienen (Adama es hijo de ricos comerciantes; la Señora Xie es hija de funcionarios), y que, al presente, no se definen como tales: unas clases populares que así, pues, se extienden a otros territorios e historias sociales.
Esas socializaciones, alternativas y populares, son las que llamamos socializaciones desde abajo, haciéndonos eco de la expresión hoy canónica de Alejandro Portes: "la globalización desde abajo". En su artículo de 1996, Alejandro Portes considera la manera en que los de abajo, emprendedores migrantes transnacionales, se apropian de los medios y de las estrategias de la globalización de arriba para sacar ventaja de ello. Este fenómeno difiere del nuestro: mientras que la globalización desde abajo se inscribe en la estela de su homóloga de arriba, la socialización desde abajo, al contrario, se opone a la suya, a las socializaciones excluyentes del mercado laboral, a las dependientes de la asistencia o a las desiguales del empleo asalariado. Coinciden, sin embargo, por ser ambos "reacciones discretas aunque potencialmente potentes" a tipos de procesos macroestructurales (Portes 1996, 151). Coinciden ante todo en cuanto al enfoque que preside su pensamiento: procuran dar visibilidad y potencialidad a procesos que, por estar "abajo", generalmente no son considerados. Considerar asimismo las socializaciones desde abajo es aquí considerar su potencial alternativo, el cual se vuelve efectivo por medio de formas específicas de socialidad que vienen ejemplificándose de manera exacerbada en las socialidades de las economías populares actuales.
Entre la red y la comunidad, socialidades plurales y populares
En los mercados de pulgas informales de París, esas socialidades están constituidas por dos tipos de lazos, aparentemente contradictorios: por un lado, la red, y por el otro, el parentesco.
Desde la perspectiva, hoy canónica, de Max Granovetter, las redes socioeconómicas se destacan por estar compuestas de "lazos débiles", es decir, raros, aunque reiterados y bajos en intensidad, pero que tienen la fuerza de recorrer grandes distancias sociales (Granovetter 2000 [1973]). Entre el recién llegado vendedor romaní y su cliente magrebí, entre el rico anticuario y su vendedor informal, entre vendedores también, antiguos y jóvenes, hombres y mujeres, de herencias culturales y sociales diferentes, que de vez en cuando, en la plaza del mercado, intercambian palabras, se prestan o se dan o se compran cosas, son asimismo las redes las que hacen vincularse individuos y grupos, generacionales, étnicos y de clase, ordinariamente distanciados. Incluso, son las redes, aunque de forma ligeramente distinta, las que relacionan personas de pertenencias sociales comunes, quienes de manera regular realizan intercambios entre sí mientras generalmente mantienen las distancias. Entre familias, en el caso de los romaníes, entre individuos y grupos afines en todos los demás casos, a pesar de los frecuentes contactos e intercambios, prevalece la desconfianza, es decir, la sospecha de que el otro pueda buscar su interés en detrimento del suyo. Ocultación de información, distancias espaciales y afectivas tienden así pues a estructurar los lazos, sean estos inter- o intracomunitarios, para darles su forma de red: lazos débiles, aunque reiterados, y que hacen vincular individuos distanciados y/o distantes.
"Cada uno por su cuenta" suelen decir los vendedores para explicar las distancias mantenidas y las informaciones ocultas. Limitando en parte las solidaridades, el "cada uno por su cuenta" no implica, sin embargo, una ausencia de solidaridad. A pesar de las distancias, los individuos intercambian palabras y bienes -lo que justamente sustenta sus redes-, y en ciertas ocasiones -cuando, por ejemplo, se ven amenazados por un mismo peligro o cuando el uno tiene significativamente más que el otro- se ayudan entre sí. En un contexto de competencia extrema -donde las ganancias se vuelven vitales y varían constantemente, según el clima, la Policía, los objetos encontrados, el número de clientes o de vendedores-, el "cada uno por su cuenta" permite más bien controlar "los celos" y los conflictos latentes. Permite, en fin de cuentas, mantener al grupo como grupo.
Es ahí, en ese punto, donde la fuerza centrífuga de la red encuentra la fuerza centrípeta del grupo, que viene ubicándose el segundo tipo de lazo constitutivo de las socialidades del mercado: el parentesco. Parentesco, primero, en el caso de los romaníes, ese parentesco es, por lo general, un parentesco práctico: que sin cumplir con los tres criterios normalmente reunidos para formar el parentesco, es decir, la sangre, el nombre y el cotidiano, no deja por ello de basarse tanto en el sentimiento de parentesco como en sus prácticas asociadas (Weber 2005).
Después de haber perdido su empleo y su techo, Martin encuentra a Junior y Sarakole, quienes le enseñan cómo vivir en la calle, recuperar y vender. A cambio, Martin comparte con ellos parte de su paga de despido. "Me salvaron", dice, "ahora son ellos mi nueva familia. Sarakole es el padre que nunca tuve. Junior es un hermano". "Somos una familia", dice Juan, otro vendedor, acerca de sus compañeros y compañeras de venta. "Entre nosotros, lo compartimos todo". "Todo", en el caso de Juan, quiere decir la comida, la bebida, el cuidado, las historias de vida, y a veces el dinero. En otros casos frecuentes, en el caso, por ejemplo, de la Señora Xie y del Señor Chang, significa aún más: hasta la vivienda y la totalidad del dinero ganado. Y mientras a Sarakole, Martin lo llama "papá", el Señor Chang y la Señora Xie se llaman entre sí "mujer" y "marido", a pesar de estar ambos casados en China.
Asimismo, concentrado en los grupos afines, ese parentesco práctico puede, sin embargo, en ciertas ocasiones, sobrepasar sus fronteras. Cuando en el 2012, por graves razones médicas, Adama tuvo que quedarse varios meses en el hospital, decenas de vendedores y clientes del mercado -algunos cercanos, otros más lejanos- lo visitaron, brindándole el cuidado, el consuelo, la atención que, por estar ausentes, no le brindaban sus parientes. Poco antes, en el 2010, cuando falleció Hafid, un antiguo vendedor, se recogió entre todos los vendedores del mercado, el dinero de los funerales, que, por sí sola, su familia no puede procurarse.
"El mercado es como una gran familia", suelen decir los vendedores y sus clientes habituales. Abarcando ahí al mercado entero, contrastando fuertemente con los lazos débiles de la red, el vocabulario alto del parentesco se arraiga en al menos dos dinámicas esenciales: el interés económico compartido que regula los conflictos; el conocimiento mutuo característico de esos mercados, donde vendedores y clientes, a fuerza de venir, llegan a conocerse casi todos entre sí.
Las redes socioeconómicas y la competencia extrema, el interés compartido y el conocimiento mutuo vienen asimismo dándoles su forma a las socialidades, a medio camino entre esas dos formas ideal-típicas weberianas de socialidad: la sociedad de mercado, puro resultado del encuentro racional de los intereses privados (Weber 1995b [1921], 410-416); y la comunidad de vecindad enlazada por la proximidad y constituida por prácticas internas de solidaridad, pero que quedan siempre abiertas al exterior (Weber 1995a [1921], 85-90). Entre la distancia y la proximidad, entre la red y la comunidad, esas socialidades forman, en resumen, una comunidad plural, que cultiva su pluralidad (fuerza centrífuga) al mismo tiempo que alimenta el sentimiento de pertenencia común (fuerza centrípeta).
Alimentando todavía más dicho sentimiento, al interés compartido y al interconociminento viene a añadirse la compartición de dos figuras sociales que tienden más y más a caracterizar a las clases populares de hoy: el pobre, por un lado, y por el otro, el extranjero, figuras que, como se verá, no sólo se imponen a esas socialidades sino que, dentro de ellas, se elaboran y se re-crean.
A contracorriente de los estigmas, reconfiguración cosmopolita de las identidades
¿Cómo se elaboran entonces esas figuras sociales constitutivas de lo popular? Más generalmente, ¿cómo se reconfiguran las identidades y de qué manera dicha reconfiguración define -ya no sólo negativamente, en cuanto desvinculación, sino también positivamente- el carácter alternativo de las socialidades en cuestión? Para responder esas preguntas, vamos a centrarnos en tres componentes fundamentales de esas socialidades: el intercambio mercantil, la risa como modo de socialización y la alteridad como característica universalmente compartida.
El intercambio mercantil como lugar de encuentro
"Eso es un verdadero intercambio", afirma Pedro, vendedor, acerca del intercambio mercantil, "en donde puedes negociar, hablar con el cliente en pie de igualdad".
Dispositivo igualitario en general (De la Pradelle 1996, 245; Fontaine 2008, 261), el mercado cobra ahí su sentido igualitario, en comparación con esas otras situaciones (asistencias individuales e institucionales, dominaciones de clase, étnicas y de género) en las que sus actores han y/o siguen experimentando la desigualdad: desigualdad a la vez material y simbólica, desigualdad, en especial, del poder de la palabra. Así pues, en comparación, el intercambio mercantil se vuelve un espacio de rescate del poder: poder de "negociar", es decir, de participar en la decisión de lo que, dentro de la relación, es o no aceptable; y poder de "hablar", el cual, en el caso de María, como en el de todos, ha de entenderse como sinónimo de autoafirmación. "Antes, con mi marido, no tenía el derecho de ir a ningún lado ni de hablar con nadie", recuerda María. "El mercado, poco a poco, me ha permitido ya no tener tanto miedo, hablar con la gente. Porque aquí es un lugar en donde tienes que hablar, para vender y regatear. Y eso, poco a poco, te da confianza en ti misma, te hace más fuerte".
De hecho, en esos mercados, como en los bazares en general (Geertz 2003 [1979]), casi todas las mercancías se vuelven objetos de regateo: se discute, se argumenta el valor de la cosa, se intenta seducir al otro e influir en él para hacer subir o bajar el precio. Se experimenta el poder de la palabra en cuanto medio de negociación y también medio de encuentro. Porque si la negociación implica una relación de fuerza y, por lo tanto, limita la proximidad -mantener la distancia, tanto corporal como actitudinal, permite mantener la fuerza-, no la bloquea necesariamente. Contra la concepción economicista del intercambio mercantil, frío y anónimo, este no impide el encuentro. Incluso puede facilitarlo. Por una parte, porque la negociación, por buscar en fin de cuentas el acuerdo mutuo, no es pura relación antagónica. Se ubica más bien a medio camino entre la alianza y el conflicto (Geertz 2003 [1979]; Weber 2000, 99). Por otra parte, porque instituye esa igualdad de poder necesaria para el encuentro, entendido el encuentro en el sentido fuerte del término: cuyos protagonistas se puedan exponer y comprender entre sí en sus singularidades.
Para justificar ante su cliente los daños del objeto regateado, Alexandru le explica sus condiciones de vida: el trabajo duro, la falta de sueño, en el campamento, la ausencia del agua y de la electricidad, que le impiden revisar y reparar su mercancía. La cliente de Yan encuentra sobre su puesto un antiguo disco que les hace recordar a los dos sus respectivas juventudes. Los objetos se vuelven así, pues, soportes de las historias biográficas, e incluso, a veces, meros soportes-pretextos. El cliente de Alexandru ya no desea más el objeto, abandonado sobre la tela al suelo, pero los dos hombres siguen hablando. El disco está comprado, Yan y su cliente continúan sus cuentos. El intercambio mercantil se vuelve intercambio total: de bienes y palabras, de valores y normas, de memorias y también de identidades. "¿Sabes tú por qué hablo francés mientras los demás romaníes no hablan?", le pregunta Alexandru a su cliente atento. "Es porque cuando era niño, viajábamos con mi papá por toda Europa, y yo siempre aprendía muy rápido. Nunca fui a la escuela. Si conozco tantas cosas, es porque tengo yo muy buena memoria". Su cliente le cuenta a Yan las veladas de baile de sus 20 años. A cambio, Yan recuerda los viajes de su juventud, pobres en dinero pero ricos en felicidad, las noches al aire libre, en Grecia, en Portugal.
Mientras que en la mayoría de los demás espacios públicos, la gente se aleja, de Alexandru por ser romaní y supuesto carterista, de Yan por manifiestamente ser pobre y a menudo estar alcoholizado, en el mercado, al contrario, acuden a ellos. El estatus de vendedor favorece el contacto, mientras que el intercambio mercantil facilita el encuentro. Dicho de otra manera, la puesta en equivalencia de los bienes, del dinero y de sus propietarios, característica del mercado en general, abre ahí un espacio de afirmación de identidades (Yan, el aventurero; Alexandru, el conocedor) a contracorriente de los estigmas, atributos descalificadores (Goffman 1975, 10) que, por otra parte, constriñen y restringen las identidades de sus actores.
La risa como puesta del mundo al revés
Tanto en esos encuentros como en las demás relaciones sociales de la plaza del mercado, la risa desempeña un papel esencial. Más que mero elemento, la risa debe entenderse ahí como forma de socialidad en sí, con su ethos correspondiente: sus cosmovisiones y prácticas conexas. "Es la forma de ser aquí", me explica Juan-Luis, un antiguo vendedor. "Aquí te ríes, así es, de todos los asuntos y con todo el mundo. Tuvimos que enseñarles a estos jóvenes". Juan-Luis me señala, frente a nosotros, un grupo de vendedores un poco más jóvenes que él. "¿Enseñarles?", pregunto. "Pues sí. Al principio, quedaban así, todo serio, todo quieto. Con nosotros aprendieron, poco a poco, supieron. Ahora sí saben. Saben reírse como se debe".
Bromear con los clientes, bromear entre sí y con los desconocidos, la risa es, en efecto, generalizada. ¿Medio para pacificar los conflictos latentes, tal y como lo afirma la antropología clásica (Radcliffe-Brown 1952)? Quizás en ciertos casos, pero no en todos. Además de ser parcial, ese análisis funcionalista no toma en cuenta el potencial, al contrario, subversivo de la risa. Si bien la risa puede ofrecer un tiempo de tregua frente a la realidad dura -"aquí no estamos para molestarnos", suelen decir los vendedores-, esa tregua, por lo tanto, no implica ocultar la dureza. Viene más bien a enfrentarla. Como lo dice Freud, aunque en otro contexto epistémico: "el humor no resigna, desafía" (Freud 1970 [1905]).
De hecho, si en el mercado se puede "reír de todo", como dice Juan-Luis, sin embargo, la risa tiende ahí a centrarse en dos objetos privilegiados: por un lado, la pobreza, y por el otro, la extranjería. Vendedores y clientes se ríen entre sí de esos atributos habitualmente descalificadores de los que supuestamente, según el punto de vista dominante, no tendrían por qué reírse. Por encima de las fronteras entre lo serio y lo cómico, lo grave y lo irrisorio, así como Bakhtine lo analiza acerca del carnaval, ponen en burla al mundo para ponerlo al revés, usando con ese fin los medios privilegiados de la máscara y de la parodia (Bakhtine 1962).
"Yo, cuando me muera", dice con una sonrisa el anciano Carlo a sus compañeros de venta, ancianos y católicos como él, "donaré a la Iglesia la totalidad de mi fortuna"; y porque Carlo no tiene fortuna, todos estallan en carcajadas. Juan-Luis, de padres congoleños y de piel negra, ve llegar a Malik, vendedor magrebí: "¡Aquí estás tú! Justamente estábamos hablando de ustedes: ¡ustedes los árabes, los incivilizados!" -"¡¿Somos nosotros los incivilizados?!"- "En su país, no hay ni luz ni agua". -"Pues en el de ustedes, ¡los más inteligentes son los burros y los camellos!"-. Un primo de Alexandru actúa como si fuera un individuo sospechoso; "¡Carterista! ¡Carterista!", gritan sus familiares, señalándolo con el dedo y riéndose ruidosamente. No sólo se burlan de los estereotipos que, en otros espacios, tienden a desacreditarlos, caricaturizándolos hasta ponerlos en ridículo, sino que además invierten los papeles: entre ricos y pobres, colonizados y colonizadores, autóctonos e inmigrantes. Asimismo, travistiéndose, manifiestan la contingencia del orden establecido (Butler 2005 [1990], 261) abriendo "la posibilidad de otra estructura de vida" (Bakhtine 1982 [1965], 57).
La alteridad universalizada: hacia la construcción de un cosmopolitismo igualitario
Ahora bien, las identidades no son solamente objetos de risa. También son serias cuestiones para los actores de los mercados de pulgas. De manera algo esquemática y sin embargo esclarecedora, digamos que la deconstrucción de las identidades operada por la risa solicita su reconstrucción. Ya lo vimos, en parte, con las autoafirmaciones identitarias del intercambio mercantil. Lo vamos a ver ahora, y por último, de forma más general, en los encuentros de todo tipo, ya sean mercantiles o no, de la plaza del mercado, partiendo de ese pilar primero de las socialidades estudiadas: el de las etnicidades.
De hecho, las etnicidades constituyen en el mercado elementos ineludibles de las relaciones sociales: "chinos", "africanos", "franceses", "romaníes", "magrebíes", dicen los actores para designarse los unos a los otros, o "blancos" y "negros", y, en ese caso específico, el pasado colonial hace encontrarse el vocabulario de la etnicidad con el de la raza. No necesariamente de uso discriminatorio -y es donde se ubica la autonomía relativa del nivel microsocial en cuanto al macrosocial-, esas categorías desempeñan ahí un papel ante todo descriptivo: permiten designarse y reconocerse. Si pueden en ciertos casos sustentar discriminaciones, entre grupos e individuos en situación de competencia, estas últimas no son del todo sistémicas -tal y como lo son en muchos otros contextos-, ya que, como vimos antes, el interés compartido, el conocimiento mutuo y el intercambio mercantil favorecen el encuentro. En el encuentro, también las etnicidades son elementos centrales pero de manera distinta: no es tanto la pertenencia a un grupo de referencia la que marca la diferencia, sino más bien el lugar de procedencia.
Alexandru y su cliente siguen hablando juntos mientras el objeto descansa sobre el suelo. Alexandru viene de Bucarest, en Rumania. Su cliente, de Marruecos, del campo de Marruecos. El cliente de Adama también viene de Marruecos, de la ciudad de Marrakech. Adama viene de Duala. Esas definiciones de sí mismo y del otro según los lugares de procedencia no son, por lo tanto, obras de los únicos no nacionales. Los franceses también se autodefinen como inmigrantes o hijos de inmigrantes, ya sea de adentro o bien de afuera de las fronteras de Francia. Estamos Pablo, Yasmina, ambos vendedores, y yo, conociéndonos. Los padres de Yasmina vienen de Argel, en Argelia; el padre de Pablo, de Argelia también, de un pueblo cerca de Oran, y su madre, del Oise, distrito norteño francés. "¿Y tú?", me pregunta Yasmina. "Pues mis padres viven en el sur de Francia pero yo viví en diferentes lugares". "¡Debes de tener orígenes! Exclama Yasmina". "Bueno, tenía un bisabuelo corso, un ancestro armenio, creo. Pero es lejano...". "¡Pero normalmente, cada uno viene de algún sitio!", insiste Yasmina. "Los franceses siempre son de tal o tal región. Unos son bretones, otros normandos...".
Ese último ejemplo demuestra dos características esenciales de esas definiciones de los lugares de procedencia: su carácter sistemático ("cada uno viene de algún sitio") y su necesaria singularidad. Aquí, como siempre, el incumplimiento de la regla por parte del investigador aclara la regla (Malinowski 2000 [1922], 64): yo no suelo definirme por un lugar específico de procedencia; sin embargo, debo hacerlo. Francia, el sitio que me define de hecho si no me defino por ninguno, no basta. Es demasiado general: en el mercado, muchos, empezando ahí por Yasmina y Pablo, también nacieron y/o crecieron en Francia. Es al mismo tiempo demasiado mayoritario, según la definición no numérica sino sociológica formalizada primero por Louis Wirth: el grupo mayoritario es el grupo sociocultural que, en una sociedad determinada, tiene el estatus social más alto, al mismo tiempo que se beneficia de mayores privilegios (Wirth 1945). Y porque el grupo mayoritario, en cuanto grupo de referencia, no se particulariza, ya que encarna la norma (Guillaumin 1972), en el mercado, "ser de Francia" no puede definir a nadie. Hay que particularizarse, hacerse parte específica del todo, al mismo tiempo que singularizarse, hacerse parte única. Los padres de Yasmina vienen de Argelia como el padre de Pablo, pero mientras que los primeros son de la capital, el segundo creció en un pueblo del oeste. Un día, Adama encuentra a Raúl, vendedor recién llegado. Los dos son de Camerún, los dos son de Duala, del mismo barrio de Duala, pero Adama vivió al norte de la plaza central del barrio, mientras que Raúl creció al este.
Singularizarse por los sitios de procedencia en el momento de encontrarse es un acto social sin duda muy común. Sin embargo, su significado cambia según los contextos. En el ahí estudiado, popular y minoritario, en donde la lógica jerárquica de clase cruza la étnica, es ante todo una manera de resignificar, horizontalizándolas, tanto las etnicidades en particular como las identidades en general, definiéndose, ubicándose sobre la esfera plana de la Tierra.
Este fenómeno es probablemente tanto más sobresaliente en los mercados de pulgas cuanto que las singularizaciones de los individuos encuentran en ellos las de los objetos. Con sus objetos únicos, muchos de ellos antiguos y/o extranjeros, de lugares y tiempos ajenos, los mercados de pulgas forman, para sus visitantes habituales, "un mundo aparte": un mundo en sí único, hecho por las miles de unicidades de sus cosas y personas, reflejo en suma de la humanidad en toda su alteridad (Duclos 2015). Esa alteridad generalizada -que viene enfrentándose a las alteridades, estas particulares, de las figuras sociales descalificadoras del pobre y del extranjero- es la que sustenta, en definitiva, esa "otra estructura de vida" que tratan de crear los actores del mercado, es decir: una forma de socialidad cosmopolita en la que todos los individuos puedan ser por igual tanto miembros plenos como miembros singulares de la humanidad.
Conclusión. Socialización desde abajo e integración horizontal
Así, pues, con el desmantelamiento del sujeto obrero, el declive del trabajo asalariado y el aumento de los flujos migratorios aparejado con el endurecimiento de las políticas migratorias, las nuevas economías populares de Europa tienden a constituirse como centralidades socializadoras, en donde se elaboran nuevas formas de socialidad, populares, mercantiles y cosmopolitas, características de lo que llamamos la socialización desde abajo.
Los mercados de pulgas informales de París aquí estudiados aclaran el fenómeno de manera peculiar, a la vez que exacerbada. Porque sus socializaciones vienen abiertamente oponiéndose a otras socializaciones, excluyentes o dependientes, siempre desiguales, y porque, en ellas, la singularización de los individuos encuentra la de los objetos para generalizar mejor las alteridades, se hacen más prominentes tanto el carácter alternativo de las socializaciones desde abajo como su potencial horizontalizador.
Ciertamente, dicho potencial encuentra límites: las lógicas jerárquicas, de clase, étnicas y de género, en otras muchas de sus esferas sociales, siguen coaccionando los actores de esas socializaciones, mientras sus economías, informalizadas, se ven reprimidas por la autoridad pública. Esto no quiere decir que no tengan efecto. Las socializaciones desde abajo son constitutivas de las subjetividades de las clases populares. Además, dan pistas para pensar otras formas de integración distintas a las dominantes, sustituyendo las particularidades jerarquizadas, las singularidades de la alteridad generalizada, y el territorio inmóvil y homogéneo como base de pertenencia diferenciada, la pertenencia universal al territorio mundializado.