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Suma de Negocios

versión impresa ISSN 2215-910Xversión On-line ISSN 2027-5692

suma neg. vol.1 no.2 Bogotá jul./dic. 2010  Epub 30-Nov-2010

 

Artículo de investigación

Elementos de contexto de la política migratoria para trabajadores extranjeros no comunitarios en España

Rocío Bedoya1  * 

1 Abogada. Candidata a Doctor en Políticas Públicas, Universidad Complutense de Madrid. Docente Investigadora, Universidad de Antioquía, Facultad de Derecho.


Resumen

La política migratoria es considerada un objetivo primordial en España, por eso el análisis las directrices en trabajadores extranjeros no comunitarios es el tema de este artículo. Objetivo: identificar los elementos de contexto de la política migratoria. Metodología: Se trata de la revisión analítica de las políticas y sistematización de la literatura sobre el tema de la política migratoria para trabajadores extranjeros no comunitarios en España. Los resultados muestran que los efectos de la inmigración en países de democracias liberales y el estado de bienestar han sido profundos, y el contexto de globalización y neoliberalismo hace que prime la lógica del mercado por encima de los derechos humanos.

Palabras clave: Globalización; políticas públicas; migración

Abstract

Immigration Policy is considered a primary objective in Spain; therefore, the analysis of the foreign worker law and directives is the topic of this paper. Objective: To identify the elements of context of Immigration Policy. Methodology: an analytical survey of policies and a systematic review on literature about the topic of immigration policy for non-communitarian foreign labor in Spain. The results show that the effects of immigration in liberal democracies and the welfare state have been profound, and the globalization and neoliberalism context determine that the markets logic dictates above the human rights rationale.

Key words: Globalization; public policy; and migration

Introducción

La inserción de España a la normalidad de la Europa Occidental después de finalizada la dictadura franquista se dio en el marco de la larga década de gobierno del PSOE en cabeza de Felipe González (1982-1996). Era el momento en que en el capitalismo mundial se imponía el neoliberalismo de la mano de los gobiernos de Reagan en EE.UU. y Thatcher en el Reino Unido.

En efecto, tras el largo ciclo de crecimiento económico de la posguerra regulado por los acuerdos de la Conferencia de Bretton Woods (1944), la revisión propiciada por las doctrinas económicas de Friedrich Hayek y Milton Friedman suponían un abandono del keynesianismo que presidió la recuperación económica mundial después de la gran crisis de 1929 y el retorno al liberalismo económico del siglo XIX cuando el emergente capitalismo industrial izaba la bandera del “laissez faire”. A ese liberalismo renovado en las condiciones del final del siglo XX se le llamó neoliberalismo.

La Transición en España (1975-1982) ocurre al final del largo ciclo de crecimiento económico mundial de la posguerra que estalla con la crisis mundial del petróleo en 1973 y en medio del agotamiento del desarrollismo emprendido al final del franquismo cuyo modelo, apoyado en el capital de la oligarquía financiera y en el Estado, terminó desbordado por la inflación y el paro (Aguilera de Prat, 2001). Por ello los pactos políticos de la Transición, la Ley para la Reforma Política (1976), las elecciones a las Cortes (1977) y la Constitución de 1978, debieron ser complementados con un acuerdo para manejar la crisis económica, que se conoció como los Pactos de la Moncloa (1977).

Las metas explícitas de este Pacto eran la contención de la inflación, la reducción del gasto público, el control monetario, la moderación salarial, la restricción del crédito y la mayor presión fiscal (Aguilera de Prat, 2001). Se trataba de una liberalización de la economía mediante políticas de austeridad y consecuentemente un Estatuto de los Trabajadores y mayor contribución financiera del Estado a la seguridad social. Sin embargo, la nueva crisis económica mundial de 1979 limitó el efecto de los pactos al control de la inflación porque el paro seguía subiendo, y dejaba en evidencia las carencias energéticas y tecnológicas de la modernización capitalista española.

Además, el contexto de la Unión Europea en el que España ingresa en 1986 significa la inclusión en el mercado común europeo y en las políticas neoliberales de internacionalización económica, libre circulación de capitales, financiarización y terciarización de la economía, deslocalización de la producción industrial y desregulación laboral (Gómez, 2003). El despliegue socialdemócrata del Estado de Bienestar durante el gobierno del PSOE ocurre en momentos en que el ascenso del neoliberalismo a doctrina y política hegemónica del capitalismo ha empezado a poner en cuestión los avances de protección social que el modelo de Estado de Bienestar europeo había logrado durante las tres décadas posteriores al desastre de la Segunda Guerra Mundial.

En el mercado de trabajo, la crisis del paro que había lastrado la economía de la transición sólo empezó a resolverse a finales de los ochenta cuando los efectos de las políticas monetaristas y de la reconversión de la economía hacia una plataforma de servicios por parte del gobierno socialista, fueron moderados por los fondos de cohesión europeos que van a permitir un extraordinario desarrollo de la infraestructura. Sin embargo, el trabajo asalariado, en las nuevas condiciones de la economía neoliberal ha sufrido una profunda transformación, no sólo en términos de temporalidad de los contratos y estabilidad en el empleo, sino en cuanto al cambio en la calidad del trabajo provocado por las nuevas tecnologías.

Si bien la expansión económica en España apoyada en el creciente proceso de internacionalización logró absorber la masa de trabajadores expulsados por la migración interna e incluso permitió la repatriación de los miles que durante el franquismo habían emigrado en busca de trabajo al norte de Europa, las nuevas realidades creadas tanto por la crisis que el Consenso de Washington ocasionó en las economías latinoamericanas, las hambrunas de África, como por el derrumbe de las viejas economías socialistas en los países de Europa Oriental, llevaron a la eclosión durante la década de los noventa de las grandes migraciones de trabajadores desde el subdesarrollo y la marginación, hacia los países desarrollados.

Ese inmenso “ejército industrial de reserva”1 caracteriza la fuerza de trabajo complementaria de la globalización de la economía y permite que el inmenso despliegue del capital financiero, la transformación del capitalismo productivo en especulativo, la transnacionalización y deslocalización de la producción bajo el control de las empresas y economías del primer mundo, se nutran de la llamada flexibilización laboral mediante la cual se abandona la política keynesiana del pleno empleo y se asume la segmentación del mercado laboral, la desregulación y precarización del trabajo y de los salarios:

En España este nuevo enfoque teórico alcanzó pronto una alta popularidad. En los años setenta y principios de los ochenta dominó el diagnóstico de que el excesivo nivel de los salarios reales era el causante de la crisis de empleo. Se argumentaba que las presiones salariales de la transición política habían provocado la aparición del paro masivo. Posteriormente, el diagnóstico se desplazó hacia la cuestión de la rigidez laboral, debido a una legislación laboral excesivamente garantista, heredada del pasado, que había visto agravados sus defectos a partir de la legalización de los sindicatos; la implantación de estos últimos en las empresas habría recortado la antigua discrecionalidad empresarial en la aplicación de las normas. (Recio, 1998).

La aparición del fenómeno de la inmigración laboral desde mediados de los ochenta, especialmente de trabajadores no cualificados de los países en desarrollo, introduce una variable de progresiva importancia en el mercado laboral español que lleva a que por primera vez el Estado legisle al respecto. En efecto, la Ley de Derechos y Libertades de los Extranjeros en España del 1 de julio de 1985, impulsada por el gobierno del PSOE, buscaba asumir una política de inmigración asimilable a la de Unión Europea, de carácter claramente restrictivo, al punto de que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional parte del articulado. Al vincular el estatuto de residencia temporal a un contrato de trabajo también temporal, la ley favorecía la precariedad y la ilegalidad y al mismo tiempo evidenciaba el papel que la inmigración empezaba a jugar en el mercado de trabajo español como suplemento de los trabajos rechazados por los autóctonos y de los espacios dejados por el ingreso de la mujer española al mundo del trabajo. En una economía en crecimiento y un país en expansión y tránsito del tercer al primer mundo, el peso de la fuerza laboral inmigrante, expulsada de sus países de origen por el modelo neoliberal, empezaba a desempeñar un importante factor de crecimiento y cada vez más también de equilibrio demográfico (Casey, 1999).

En 1986 España ingresa a la Comunidad Económica Europea que en el marco del Acuerdo de Shengen (14 de junio de 1985) había creado un espacio europeo de mercado, sin límites al movimiento de bienes y servicios, y en 1993 al Mercado Único Europeo y Tratado de Maastricht que implican la libre circulación de personas y servicios en la Unión Europea, mientras que la legislación para los inmigrantes extracomunitarios privilegia una política de flujos de trabajadores ocasionales con un sentido restrictivo y de orden público. Casey señala que “la Ley de Extranjería dejó sin efecto el principio de equiparación de los derechos de los iberoamericanos, el que facilitaba su residencia en España, pero la ley y el Código Civil implican un tratamiento preferencial a favor de ellos y de otros pueblos con afinidades históricas a España… concediéndoles preferencias en la concesión de permisos de residencia y de trabajo” (Casey, 1999, 323).

Esto manifestaba las nuevas realidades de la transformación de España en un país de inmigrantes al ritmo de su inclusión en el primer mundo de mano de la Comunidad Económica Europea y de un modelo de desarrollo neoliberal con acento monetarista y de favorecimiento del gran capital transnacional. Consecuentemente las prioridades desde el punto de vista laboral estaban en la desregulación del mercado de trabajo y en la utilización del ejército industrial de reserva que constituyen los inmigrantes para forzar la desregulación y llenar los vacíos del trabajo precario y de baja calificación desdeñado por los trabajadores autóctonos. Aunque, de otro lado se fue abriendo camino a la inmigración calificada a través de contingentes en el sector salud.

Una vez consolidada la transición democrática, la expansión económica de los años setenta y ochenta, y la integración en la UE, España se reafirma como parte del mundo industrializado, relativamente rica y políticamente estable en comparación con los países vecinos de la orilla sur del Mediterráneo, del África Subsahariana, el Este de Europa y de América Latina. El crecimiento económico de España de los últimos 25 años -que en gran parte se ha desarrollado sobre la base de una fuerte inmigración interna y emigración externa- y su extendida economía sumergida, ha creado un mercado laboral que hasta el primer trimestre de 2008 dio cabida a la inmigración extranjera. Este mercado laboral y la situación geográfica de puente y de zona tapón entre Europa y África, ha desembocado en una creciente presencia de inmigrantes “...España comparte esta nueva realidad de aumento y “tercer mundialización” de la inmigración con los otros países de la Europa meridional (Italia, Grecia y, en menor grado, Portugal) y, como estos países, lleva un retraso de unos 30 años respecto a los países del norte de Europa que, desde los años cincuenta, han asentado su recuperación y expansión económica de posguerra sobre la base de mano de obra inmigrante (OCDE, 1994; Colectivo Ioé, 1987; Castles y Miller, 1993, Casey, 1999; 318).

La “tercer mundialización” de la inmigración a la que se refiere Casey expresa en realidad varios fenómenos: el efecto de la globalización neoliberal de la economía que concentra el desarrollo y la riqueza en los países del primer mundo, sedes de las empresas transnacionales y del capital transnacional, empobreciendo las economías de los países subdesarrollados y precarizando el nivel de vida de sus poblaciones que buscan una salida en la emigración; el efecto de la desregulación del mercado laboral, política de empresas y gobiernos que encuentra en la abundancia de mano de obra inmigrante un argumento frente a las reivindicaciones laborales de los trabajadores; el efecto de la segmentación del mercado laboral que, pese a los relativos niveles de paro, sigue manteniendo puestos de trabajo que la población autóctona rechaza.

En el fondo se asiste a una transformación global de la economía de mercado capitalista. Ya no se trata sólo de la imposición del modelo neoliberal con el cual el mundo desarrollado respondió a la crisis de los setenta mediante la ideologización del mercado, la demonización del Estado y la utilización de los organismos internacionales (FMI, BM, OMC) para imponer la liberalización económica, sino del fenómeno de la Globalización que irrumpe con el derrumbe del mundo socialista a comienzos de los noventa y la extensión del mercado capitalista a todos los países del mundo.

La Globalización se beneficia para su expansión del terremoto geoestratégico que significó la caída del muro de Berlín, pero en realidad el proceso de globalización de la economía se estaba gestando con la revolución tecnológica, de la información y de las comunicaciones que conformaron en los años noventa la llamada sociedad de la información. Ciertamente este es el reino de las empresas transnacionales y de la euforia del capital financiero desvinculado de la economía productiva real que estimuló el neoliberalismo, pero la transformación productiva, la expansión del comercio a escala planetaria y la incorporación a la corriente del comercio mundial de poblaciones y economías antes aisladas en la autarquía o en el atraso productivo, va a crear una nueva y radical realidad económica y social y a prefigurar el mundo del siglo XXI (Touraine, 2001). La revolución tecnológica, científica y de la información que está en la base de la globalización transforma a su vez la base del sistema económico relegando las formas productivas tradicionales agrícola, manufacturera e industrial con lo que afecta de forma profunda el mundo del trabajo.

Porque, como dice Touraine, el efecto perverso de la globalización neoliberal es el aumento de las desigualdades sociales. No sólo por la destrucción de las formas tradicionales de sociedad y de sociedades premodernas frente al avasallamiento de la onda globalizadora sin programas de protección y transición, sino en cuanto la nueva segmentación del mercado de trabajo crea en todas las sociedades, aún en las sociedades desarrolladas, franjas de miseria, precariedad, desempleo y exclusión social. En uno y otro caso las migraciones masivas de la última década hacia los países desarrollados del norte del planeta representan la prueba ácida de las contradicciones de la globalización.

En 1991 el Congreso de Diputados discute la situación de los inmigrantes en España como resultado de la presión social de sindicatos, iglesias y organizaciones no gubernamentales (ONG), consagra una nueva regularización extraordinaria de inmigrantes y aprueba la Proposición no de Ley del 9 de Abril con el propósito de canalizar y organizar los flujos migratorios en función de las necesidades de mano de obra de la economía española y de la capacidad de absorción de la sociedad. Esto dará paso a una evolución en la adecuación de las instituciones que por primera vez empiezan a hablar de la integración de los inmigrantes desde el Ministerio de Asuntos Sociales, pero al mismo tiempo se instaura en 1993 el sistema de cupos anuales de trabajadores extranjeros que inaugura los llamados Contingentes de trabajadores extranjeros no comunitarios, lo que nos permite constatar que, en efecto, las categorías de peones agrícolas, trabajadores de la construcción, empleados de hogar y de servicios, constituyen el segmento del mercado de trabajo que preferentemente debía cubrir la población inmigrante no especializada. Además, que las preferencias de origen de la migración están entre los iberoamericanos, filipinos y magrebíes (Casey, 1999, 327).

Esta política española no hace más que seguir la experiencia de los países del norte de Europa frente a la inmigración ya que, como se dijo anteriormente, hasta fines de los 70 fue un país de emigrantes. En efecto, Alemania, Francia, Bélgica, Suiza, Italia e Inglaterra fundamentalmente desarrollaron durante la posguerra una vigorosa legislación para regular el flujo de mano de obra extranjera para la reconstrucción financiada por el Plan Marshall, legislación que sería asumida primero por la Comunidad Económica Europea y luego por la Unión Europea (González y Merino, 2006).

Alemania especialmente, con la que el gobierno español firmó convenios de emigración laboral en los años 60 y 70, desarrolló un modelo que influyó posteriormente en el adoptado por el conjunto de la Unión Europea y, por supuesto, por España. Este modelo alemán distingue diversas categorías de trabajadores extranjeros: los temporales, en el marco de acuerdos bilaterales entre empresas por periodos de 3 años y que permitió, por ejemplo, la contratación de 43.000 trabajadores en el año 2000. En segundo lugar los trabajadores temporeros, con permisos de 3 a 6 meses al año para la agricultura y la hostelería y que permitió en el mismo año 2000 el ingreso de 246.000 extranjeros; los fronterizos, con residencia principal y permanente en su país de origen y cuyos permisos de trabajo no están sometidos a cuotas; los trabajadores invitados, con contratos de 12 a 18 meses para extranjeros de entre 18 a 40 años de edad que, mediante acuerdos bilaterales con los países de origen, quieren adquirir o perfeccionar su formación profesional en Alemania para después crear su propia empresa en su país de origen, están también adscritos a cuotas anuales. Finalmente, en el 2000 Alemania creó la Tarjeta verde para técnicos del sector informático originarios de países del Este subdesarrollados, que preveía el ingreso entre 2000 y 2001 de 20.000 trabajadores (Nair, 2006, 289).

La lógica, por supuesto, está determinada por las necesidades del mercado laboral y las posibilidades de cubrir la demanda con la fuerza de trabajo nativa, por lo que la mano de obra inmigrante adquiere un carácter suplementario. Inicialmente el desplazamiento de trabajadores ocurrió dentro de las fronteras de la misma Europa con origen en países como Italia, España, Portugal, Grecia y Turquía, o incluso desde los viejos dominios coloniales, con lo que empieza a configurarse un mercado no sólo suplementario sino segmentado del que hacían parte también los millones de refugiados de la guerra. Esa segmentación va a consagrarse en la legislación comunitaria de la UE cuando ante la creación del mercado único de bienes, capitales y trabajadores, las fronteras del acuerdo Shengen excluyen al trabajador extracomunitario.

En la creación de la nueva Europa va a aparecer un déficit de democracia y una contradicción con las normas internacionales de Derechos Humanos. Contradictoriamente, la libertad de movimiento del trabajador comunitario, la construcción de identidad y de ciudadanía comunitaria, crea en la figura del extracomunitario, alguien racial y culturalmente diferente, no sujeto de derechos, sino miembro de una categoría especial cuya identidad, garantías y derechos tendrán que ser reclamados ya no desde la lógica del mercado sino desde las luchas sociales y desde el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos.

En efecto, así como el Tribunal Constitucional español dejó sin vigencia ocho artículos de la Ley de extranjería de 1985 por evidente contradicción con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y con la Convención de Ginebra de 1951 sobre protección de los refugiados, el Consejo Constitucional francés y el Tribunal Constitucional alemán denunciaron en 1993 el incumplimiento del Tratado de Shengen con estos mismos Convenios y además con la Convención Europea de Derechos Humanos. (González y Merino, 2006, 102). El propósito económico de un mercado único europeo, y político de superar el periodo de las guerras intraeuropeas con la creación de una unidad política supranacional a través de la Unión Europea, va a estar lastrado por la racionalidad del mercado capitalista en el que priman el interés del capital sobre el trabajo y el cálculo de la ganancia sobre la solidaridad, y por los visos de racismo y xenofobia que laten detrás de la definición de la ciudadanía comunitaria con exclusión de los trabajadores extracomunitarios como ciudadanos de segunda clase.

La modificación del reglamento de la Ley de Extranjería en 1996 y el nuevo proceso de Regularización de inmigrantes del mismo año, incluso la Ley de Asilo de 1994, son la manifestación del progresivo crecimiento de la inmigración extracomunitaria en España y, al mismo tiempo, del movimiento intelectual, social y asociativo que asume frente a esta nueva realidad un compromiso reivindicativo. A los actores estatal, empresarial, sindical y al inmigrante precarizado, ilegal o “sin papeles”, se une el actor sociedad civil implicado en un acercamiento más democrático y humano al problema. De allí que las medidas restrictivas con que fundamentalmente se había abordado el tema de la inmigración en la década del ochenta, se complementen ahora con el reconocimiento del fenómeno social y las políticas de control de flujos migratorios, integración, extensión de derechos, reagrupación familiar y asilo.

Una política pública de control de flujos migratorios debe incluir la integración de los inmigrantes, la cual parte del reconocimiento de un fenómeno social de largo plazo y masivo, del debate abierto desde entonces sobre las formas de integración, si asimilación, si multiculturalidad, si interculturalidad, de la extensión de derechos laborales, de salud, de educación, de vivienda, de las formas de inclusión en los beneficios del Estado de bienestar. El derecho a la reagrupación familiar significa una apuesta por una migración del tipo poblamiento, con el reconocimiento de derechos sociales, más no todavía políticos.

La Ley de asilo (1994), en aplicación de la Convención de Ginebra de 1951 sobre protección a los refugiados, se corresponde con el debate que en la Unión Europea se originó con el cierre de fronteras en el momento de las grandes oleadas migratorias producidas por los efectos del Consenso de Washington sobre las economías de América Latina, la debacle de los países socialistas de Europa oriental y por los millones de refugiados de la guerra de los Balcanes. El control de la inmigración irregular en un espacio económico único sin fronteras condujo a la restricción de la protección de los refugiados y a la limitación del derecho de asilo por medio de instrumentos jurídicos claramente contradictorios con el derecho internacional de los refugiados y con los derechos humanos.

Con frecuencia los gobiernos y algunos sectores de la población identificaron al refugiado o al peticionario de asilo como inmigrante económico y endurecieron los controles fronterizos. A pesar de que inicialmente la política de asilo se mantuvo como potestad soberana de los Estados, a partir de la Convención de Dublin de 1991 y del Tratado de Amsterdam de 1997 la Unión Europea comunitariza la cuestión del refugio y asilo con lo que la óptica para abordar el fenómeno ya no será humanitaria sino de mercado de trabajo. (Martín y Pérez, 2002).

Los últimos años del siglo XX y primeros del XXI contemplan el auge de la migración globalizada. Ésta se menciona no solamente por el fenómeno masivo de la inmigración a los países desarrollados sino por el carácter de esta inmigración que manifiesta las contradicciones de la globalización neoliberal.

En primer lugar, es una emigración forzada desde sus países de origen debido al subdesarrollo y la pobreza que la globalización neoliberal no sólo no ha resuelto, sino que ha profundizado dado su carácter asimétrico. Al contrario, son tres las crisis a las que la economía de mercado capitalista neoliberal ha llevado a la humanidad desde finales del siglo pasado, a saber, la pobreza, el hambre extrema y las epidemias en grandes regiones del mundo, el agotamiento de las condiciones naturales para la vida o crisis medioambiental, y la violencia y las guerras que son la expresión además de los reordenamientos geoestratégicos globales. La expulsión de masas de emigrantes desde los países subdesarrollados a las economías del primer mundo produjo el efecto contradictorio de la redistribución de parte de la renta mundial, vía remesas de los trabajadores a sus familias en los países de origen. Actualmente, para la mayoría de las economías de los países subdesarrollados las remesas constituyen parte importante de los ingresos anuales, aunque con evidente afectación a partir del segundo trimestre de 2008 que es cuando estalla la actual crisis económica mundial.

En segundo lugar, en su gran mayoría, la emigración forzada de los países de origen produce en los países de destino la “inmigración ilegal“, categoría política construida legalmente por los países desarrollados (Medina Martin, 2008) y que en la Europa comunitaria está consagrada desde el Acuerdo Shengen. Contradictoriamente el fenómeno de la inmigración masiva desde los países pobres a los del norte desarrollado y la legislación restrictiva de éstos, pone en cuestión los paradigmas del mundo occidental, a saber, el respeto por los derechos humanos universales y las prerrogativas de la soberanía del Estado-nación. En el caso de la Unión Europea ya señalamos los problemas de la legislación migratoria con las declaraciones y convenciones de Derechos Humanos. Lo mismo podemos decir frente al concepto de ciudadanía que supuestamente emana de la soberanía de los estados pero que, subsumida ésta en el marco económico de la globalización del mercado y las finanzas, y político de la Unión Europea, aparece en últimas condicionada por su adscripción al mercado. De esta manera el inmigrante ilegal es el no-ciudadano en cuanto su relación con el mercado de trabajo es subsidiaria. Grave contradicción entre la economía de mercado y la sociedad política que se resuelve con el control policial de las fronteras y la progresiva criminalización de la inmigración no sujeta a los flujos organizados de cupos o contingentes.

En tercer lugar, la migración globalizada es un fenómeno social transnacional de la economía de mercado capitalista. En cuanto emigración forzada e inmigración ilegal, refleja la sumisión de la fuerza del trabajo a las necesidades del capital y el papel del Estado en la regulación de este proceso. Pero como fenómeno social transnacional es prueba del constante intercambio de recursos sociales, económicos, culturales y políticos que engendra la globalización junto con la configuración de redes transnacionales mediante la intensificación y expansión de los circuitos de circulación de bienes, servicios y cultura que conectan a todas las regiones del planeta. Incluso no se puede soslayar la transformación en la estructura social de los países desarrollados que la migración masiva de pobres del sur2 o “extracomunitarios” si se habla de la Unión Europea, produce al romper la hegemonía cultural y racial de las sociedades del primer mundo. Ello ha llevado a Sami Nair a hablar de la nueva configuración de las sociedades de acogida de la inmigración masiva de comienzos del siglo XXI: la de una sociedad multiétnica y mestiza (Sami Nair, 2006, 17). Solo que, contradictoriamente, para el capital transnacional la restricción a la libre movilidad de los trabajadores es condición necesaria para preservar el equilibrio de la oferta y la demanda del mercado de trabajo.

La Reforma de la Ley de extranjería con la Ley Orgánica 8 de 2000, que revirtió los avances de la Ley 4 del mismo año (11 de enero) expedida durante el gobierno del PSOE (Rojo, 2000, 231), y los procesos de regularización de 2000 y 2001 durante el gobierno del Partido Popular significaron un endurecimiento de la política migratoria y un tratamiento policivo a la inmigración ilegal favoreciendo solamente la política de contingentes anuales mediante negociación de Convenios con países emisores como Colombia, Ecuador, República Dominicana, Marruecos, Polonia y Rumania.

En el caso colombiano, por ejemplo, el “Acuerdo entre España y Colombia Relativo a la Regulación y Ordenación de los Flujos Migratorios Laborales” firmado el 21 de mayo de 2001 reconoce como trabajadores migrantes “a los ciudadanos colombianos autorizados a ejercer una actividad remunerada por cuenta ajena en el territorio español, quienes gozarán de todos los derechos y garantías reconocidos en el ordenamiento jurídico laboral español”, y punto seguido presenta el programa de contingentes como “ofertas de empleo” para sectores laborales y zonas geográficas precisas, con contratos de trabajo, Seguridad Social y derecho a la reagrupación de su núcleo familiar. Así misma diferencia al “trabajador de temporada” para campañas cortas y convenios colectivos “con el compromiso de regreso a Colombia al término del permiso de trabajo”. Es un intento de ordenación de flujos laborales que no olvida “una mayor coordinación en la lucha contra la inmigración irregular, la explotación y la violación de los derechos sociales, el fraude documental y, especialmente, el tráfico ilícito de seres humanos”.

En el momento de este Acuerdo Colombia sufría puntualmente los efectos de la profunda recesión económica de 1999, las consecuencias de la crisis cafetera sobrevenida con la ruptura de los pactos internacionales del comercio cafetero, la debacle del sistema productivo interno ocasionado por la agresiva “apertura económica” neoliberal de comienzos de la década del noventa y, estructuralmente, los resultados del “Consenso de Washington”. Unidos a la violencia y al agravamiento de la guerra interna, el desempleo y la miseria de amplias capas de la población, encontraron una válvula de escape en la emigración masiva que expulsó desde los años ochenta y noventa a un 10% de la población del país, más de cuatro millones de colombianos, hacia el primer mundo, fundamentalmente a Estados Unidos y, en Europa, a España a la que migraron, legal y, sobre todo, ilegalmente, más de medio millón de trabajadores colombianos.

En la práctica esta estrategia de los cupos se utilizó sobre todo para regularizar trabajadores inmigrantes ilegales porque a pesar de la regularización de más de 300.000 inmigrantes, otro tanto permanecía en la ilegalidad, además de que la llegada de inmigrantes de manera irregular se fue masificando a comienzos de la década. En 2002, por ejemplo, la cuota de oferta de trabajo se cifró en 32.000 a pesar de que la demanda de los empleadores contemplaba 126.000. “La gestión poco eficaz del sistema de cuotas anuales, además de no cubrir de forma organizada la demanda del mercado de trabajo español, llevó a una mayor presión hacia la vía irregular de entrada, es decir, a una mayor presencia de irregulares que el endurecimiento de la política migratoria no logró frenar” (González Martínez, 2006, 153).

A finales de 2003 se calculaban 800.000 inmigrantes irregulares empadronados y cuando el gobierno Socialista en 2005 puso en marcha un nuevo proceso de regulación que benefició a cerca de 700.000 personas, aún se estimaba en más de 1.000.000 los trabajadores inmigrantes que quedaron por fuera del proceso.

El Reglamento de Extranjería de 2005 del gobierno socialista español reconoció el fenómeno de la enorme bolsa de inmigrantes indocumentados y lo enfrentó mediante la mayor regularización masiva y la legalización de la economía sumergida. Al ser el texto legal el fruto de una consulta con los agentes sociales, las organizaciones sindicales, los empresarios, las comunidades autónomas, ayuntamientos, ONG y organizaciones de inmigrantes, se trata, en palabras de Sami Nair, “del proceso más democrático y progresista experimentado en Europa en los últimos años” (Sami Nair, 2006, 132).

Más allá del control del flujo migratorio, la legalización de la economía sumergida tuvo el efecto de penalizar la explotación laboral de los inmigrantes ilegales, beneficiar los ingresos públicos con el pago de impuestos y cotizaciones a la seguridad social y evidenciar el aporte de la población inmigrante al crecimiento del PIB. Según Guillermo de la Dehesa, dicho aporte al PIB anual por habitante entre 1997-2005 ha sido de 0.7%, “es decir un tercio de su crecimiento total de dicho periodo”. Más todavía, en el periodo 2001-2005 en el que la inmigración ha aumentado más rápidamente, su aportación anual ha sido del 1,6% sobre un crecimiento del PIB del 3,1% “es decir, ha conseguido aportar el 51,6% del crecimiento anual total del PIB en este periodo”. Antes de que estallara la crisis financiera mundial (2008) y con ella la crisis económica que transformó el contexto positivo en que se desarrollaba la inmigración, De la Dehesa señaló:

En definitiva, los inmigrantes han alargado la fase expansiva del ciclo unos años más, mejorado la convergencia del PIB por habitante con la Unión Europea, retrasando casi una década el problema de financiación de las pensiones y moderado el aterrizaje de la burbuja de la vivienda, pero también, han acrecentado el abultado déficit corriente de la economía española (De la Dehesa, 2007).

El revés de ese déficit son las remesas de los inmigrantes a sus países de origen que significan, como se dijo más arriba, un mecanismo no planificado de redistribución parcial de la renta mundial del capitalismo globalizado que es, por esencia, asimétrico en la distribución de la riqueza. Según el Banco Mundial en 2004 se exportaron por concepto de remesas del primer al “Tercer Mundo” 100.000 millones de Euros. La Unión Europea fue la primera fuente de remesas, seguida por Estados Unidos, siendo España la quinta economía fuente de remesas que, por ejemplo, giró en ese mismo año 4.189 millones de Euros al exterior enviados por los inmigrantes.

El Banco de España ha señalado el crecimiento anual de las remesas españolas desde los 2.844 millones de Euros de 2002 hasta los 8.445 millones de 2007 cuando empieza la crisis. El 65% de esas remesas de inmigrantes con origen en España se dirigen a América Latina, principalmente a Bolivia, Ecuador y Colombia, donde representaron un crecimiento del PIB en 2008 del 10%, 4% y 2% respectivamente. La actual crisis financiera y económica mundial que para España ha significado un aumento del desempleo del 8% en 2007 al 14% en abril de 2009 para la población de trabajadores inmigrantes la suma de casi 500 mil desempleados ha visto caer en picada el volumen de las remesas y anuncia el retorno de muchos a sus países de origen con los sueños rotos.

Y para los países de origen de los migrantes, el retorno a la realidad de que las remesas de sus trabajadores en el exterior no pueden ocultar ni remediar el impacto negativo del modelo económico vigente a nivel mundial. Las remesas, enviadas por los trabajadores inmigrantes y, en el caso de América Latina, principalmente por las mujeres (en 2006 el 60,3%), se utilizaron por sus familias para salud, educación y vivienda y para el consumo fundamentalmente. El “migrante colectivo” que, por ejemplo, en México, aprendiendo de la experiencia de una emigración de décadas a EE.UU., participa con sus remesas en planes de desarrollo social con sus comunidades de origen, todavía no se asienta en los países andinos. El codesarrollo es un concepto en construcción y las políticas públicas de los Estados en materia de emigración y remesas apenas existen. (García Zamora, 2005).

Después del atentado a las Torres gemelas de Nueva York en Septiembre de 2001 y la consecuente guerra al terrorismo de la administración Bush en la que fue comprometida también la llamada comunidad internacional, la política migratoria de la Unión Europea recuperó el carácter de “Europa Fortaleza” y, frente a una migración por poblamiento privilegió la migración laboral regulada. El tema de la seguridad, del control de fronteras, de la cooperación policial y judicial, de la persecución al temido inmigrante ilegal se equiparó al mismo grado de “enemigo” de la lucha contra el narcotráfico, la criminalidad y el terrorismo.

Ello ocurrió al mismo tiempo que la política migratoria de los países europeos se iba comunitarizando, es decir, que al calor de la construcción del “espacio de libertad, seguridad y justicia” los países signatarios fueron cediendo parte de su soberanía como estados-nación en beneficio de una institución supranacional que fundamentalmente se encarga de garantizar las condiciones del mercado único y su competitividad. Para ella, por tanto, los inmigrantes constituyen una variable del mercado de trabajo, sometida al juego de la oferta y la demanda, una mano de obra flexible, barata y adaptable a las necesidades de la competitividad.

Después del Convenio Shenguen (1985) y del Tratado de Maastricht (1993), los pasos más importantes en esta dirección de la supranacionalización de la política migratoria fueron el Tratado de Amsterdam (1997) y el Consejo Europeo de Tampere (1999) donde se fijan orientaciones generales para una política común de inmigración. La protección de las fronteras de la UE, el control de los flujos migratorios, las normas para la concesión de visados, las limitaciones a la reagrupación familiar, restricciones para el refugio y asilo, y las políticas de integración. En todos estos campos la política comunitaria ha avanzado durante la última década en sentido restrictivo.

En primer lugar, creando un cinturón de seguridad en los países del Este que sirvan de complemento al papel que por el sur cumplen los países de la Europa meridional como países tapón de la ola migratoria sobre la Europa central. Para ello la Comisión Europea ha creado la figura de “Terceros países seguros”, distintos a los de origen y destino de los migrantes, para subcontratar el control y la represión de inmigrantes y refugiados en campos de internamiento situados por fuera de las fronteras de Europa. La isla de Malta, Lampedusa, Marruecos, Polonia, Rumania (Sami Nair, 2006, 153), por ejemplo, han construido varios de estos centros3 que, por lo demás, reproducen los “centros de acogida” que existen desde hace tiempo en la misma Europa, pero lo novedoso es la política de la Unión Europea de deslocalización y externalización de esos centros de acuerdo con las Convenciones de Londres y Dublin (1990).

Además, el cierre de las fronteras europeas a la inmigración está reforzado por la creación del FRONTEX, “Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores de los Estados Miembros de la Unión Europea”, órgano policial descentralizado de la UE según el Reglamento de la Comisión Europea (CE) de octubre de 2004, cuyo objetivo es el control fronterizo de las rutas de inmigración clandestina a Europa, bien sea por tierra o por mar, mediante operaciones pomposamente llamadas Poseidón (ruta de los Balcanes), Nautilus (en el Mediterráneo central) o Hera (mar y costa noroccidental de África en el Atlántico), para las cuales el Parlamento Europeo aprobó en 2008 un presupuesto global de 70 millones de euros (CEAR, 2008, 45-46). Al respecto es pertinente la anotación del CEAR: “La mayor parte de las personas que intentan llegar a Europa y son interceptadas por el FRONTEX escapan de la miseria, la persecución, la tortura, la guerra o la injusticia y proceden de países que ocupan cada año los últimos lugares en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas”.

En cuanto al asilo, la Comisión Europea expidió en 2007 el “Libro Verde sobre el Futuro Sistema Europeo Común de Asilo” que pretende crear para el 2010 en la UE “un espacio único de protección de los refugiados basado en la plena e inclusiva aplicación del Convenio de Ginebra” (CEAR, 2008). En realidad, a lo que se está asistiendo es a la crisis del derecho de refugio y asilo en la UE alimentado por la obsesión de control de la “inmigración ilegal” y manifestada en las sucesivas Directivas de la CE (9 de 2003, 83 de 2004, 85 de 2005) que no siempre están en concordancia con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. La ACNUR considera, por ejemplo, que la determinación del estatuto del refugiado (Directiva 83 del 2004) como el procedimiento para su concesión (Directiva 85 de 2005) no respetan en su integridad los estándares internacionales sobre la protección del derecho de asilo y alerta sobre la disminución de las garantías jurídicas para los solicitantes de refugio y asilo. Además, la política de deslocalización del asilo trasladando los procedimientos de concesión a los “terceros países seguros”, asumida por la Comisión Europea desde 2002 y oficializada en 2004, es otra modalidad de la externalización señalada más arriba.

En realidad, la política de criminalización de los migrantes mediante leyes migratorias restrictivas, que en la práctica derogan normas del Derecho Internacional de obligado cumplimiento, impide el acceso a la protección y el reconocimiento de los derechos de los solicitantes de asilo y los refugiados y promociona los prejuicios contra estos colectivos. Ello explica la caída en picada de las cifras de concesión del estatuto de refugiado y del derecho de asilo en la Unión Europea durante la última década. La creación prevista por el Libro Verde de una Oficina Europea de Apoyo al Asilo y la ampliación del Fondo Europeo para los Refugiados (FER), siempre que impliquen la mayor adhesión de los Estados a la Convención de Ginebra, la supervisión del Parlamento Europeo, el apoyo de la ACNUR, la participación de la sociedad civil a través de las ONG especializadas y la garantía de inclusión de los países de origen en proyectos de paz y desarrollo que eviten las emigraciones masivas, pueden ofrecer una alternativa.

Sin embargo, para Sami Nair “el estatuto de los refugiados (Convención de Ginebra) está desnaturalizado. El asilo ha dejado de concebirse como un derecho individual y subjetivo para pasar a ser una oferta del país de acogida. Se halla instrumentalizado con vistas al control y gestión de los flujos migratorios” (Sami Nair, 2006).

Con referencia a las políticas de integración, la política de la UE frente a los inmigrantes refleja un déficit de ciudadanía. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial la política de inmigración ha sido en Europa víctima de un liberalismo salvaje y dominada por las fuerzas del mercado, pero el fin de la expansión económica en los setenta, la lucha de los mismos inmigrantes y de la sociedad civil por el reconocimiento de sus derechos y la aparición de manifestaciones peligrosas de racismo y xenofobia, llevaron a los poderes públicos a plantearse la necesidad y las condiciones de la integración.

El debate sobre la integración de los inmigrantes en la sociedad de acogida tiene que ver, en primer lugar, con el tema identitario. Se trata de dilucidar dos cuestiones: cuáles son los elementos de identidad de dicha sociedad, y cuál es el modelo de integración que mejor se corresponde con las características de la inmigración, con las necesidades del país de acogida y con el respeto de los derechos humanos y del derecho internacional. En cuanto a lo primero es evidente que los procesos de migraciones masivas durante todo el siglo XX a los países de mayor desarrollo y en Europa particularmente después de la Segunda Guerra Mundial, han dado por resultado sociedades multiétnicas que no pueden exigir la “pureza de la raza” como señal de identidad, así lo reivindiquen sectores reaccionarios que encuentran en el racismo razones para la integralidad. La misma Alemania, desde los años noventa dejó de lado el “Ius sanguinis” por el más moderno y democrático “Ius soli” como criterio de concesión de la nacionalidad a los no nacidos en ella (Sami Nair, 2006, 101).

A la diversidad étnica se corresponde la diversidad cultural, aunque es en este plano donde deben reconocerse los mayores elementos de identidad de un país. La cultura es al mismo tiempo elemento de identidad y de diferencia en cuanto que son razones históricas y culturales las que cimentan en los estados-nación la identidad cultural, pero el reconocimiento de la convivencia con otras culturas en el marco del proceso de repoblación debido a las inmigraciones masivas que afectan el tejido demográfico de los países desarrollados es un signo de las sociedades de la posmodernidad. Por ello hoy se habla del “carácter crecientemente multicultural de nuestras democracias” (CEAR, 2008) favorecido por el proceso de globalización y por la necesidad de profundizar en el pluralismo como valor de las sociedades. Frente a esta realidad, desde los sectores de la derecha europea el discurso del “racismo cultural” apela a la xenofobia y agita con relativo éxito en Francia, Austria, Italia y aún en España el rechazo al inmigrante como rechazo al diferente.

Los modelos de integración responden a estas lógicas en conflicto, desde el llamado “chovinismo de la prosperidad” que insiste en la asimilación, sin más, a la cultura y costumbres del país receptor y propone “contratos de integración” obligatorios para los inmigrantes, hasta el multiculturalismo que entiende la integración como “un proceso social de carácter global que abarca a todos los aspectos sociales (culturales, económicos, jurídicos, políticos), lo que supone que se habla de un proceso a largo plazo que, por su carácter bidireccional, incide en todos los sujetos implicados en la relación: no sólo en los inmigrantes, sino también en los ciudadanos y en las instituciones del país receptor” (CEAR, 2008).

En esa dirección el “Índice de Políticas de Integración de Inmigrantes” 2007, elaborado por la Comunidad Europea y el British Council, valora la capacidad de integración de las políticas migratorias de los estados miembro, con arreglo a seis criterios: acceso al mercado laboral, reagrupación familiar, residencia de larga duración, participación política, acceso a la nacionalidad, no discriminación” (De Lucas, 2008, 178).

Sin embargo la crisis económica mundial desde finales de 2007 no solamente ha golpeado fuertemente las condiciones de vida y trabajo de los inmigrantes sino que ha propiciado un endurecimiento sin precedentes de las normativas europeas con respecto a la inmigración. La aprobación, en junio de 2008, por el Parlamento Europeo de la Directiva de Retorno, llamada popularmente la “Directiva de la vergüenza” llevó a la esquizofrenia la normativa de la UE contra la inmigración ilegal. El “contrato de inmigración” de la Francia de Zarkosy, o la criminalización de la inmigración ilegal del gobierno Berlusconi, tienen su correlato en esta Directiva que permite la detención administrativa de hasta por 18 meses y la expulsión del territorio europeo por cinco años de los inmigrantes no regularizados. Todos los países de la UE deben homologar sus normas a esta Directiva en 2010. Europa, como “espacio de libertad, seguridad y justicia”, expulsa del paraíso a los parias del mundo.

Zygmunt Bauman, en un lúcido ensayo sociológico sobre las consecuencias humanas de la globalización lo ha expresado con claridad: “La combinación actual de la eliminación de visas de ingreso y el refuerzo de los controles de inmigración tienen profundo significado simbólico; podría considerarse la metáfora de una nueva estratificación emergente. Pone al desnudo el hecho de que el “acceso a la movilidad global” se ha convertido en el más elevado de todos los factores de estratificación”… “Emancipado del espacio, el capital ya no necesita una mano de obra itinerante (mientras que su vanguardia más emancipada, basada en la más avanzada tecnología, prácticamente no necesita mano de obra alguna, sea móvil o inmóvil). Y así, la presión para derribar las últimas barreras al movimiento libre del dinero, y de las mercancías, y de la información que sirve para ganarlo, va de la mano con la presión para abrir nuevos fosos y erigir nuevos muros (llamados indistintamente leyes de “inmigración” o de “nacionalidad”) para impedir el desplazamiento de aquellos que, en consecuencia, se ven espiritual o físicamente desarraigados”… “La localización forzada vela por la selectividad natural de las consecuencias de la globalización” (Bauman, 2004, 103).

En definitiva, la inmigración masiva de trabajadores del mundo en desarrollo a los países desarrollados en el contexto de la globalización de principios del siglo XXI ha adquirido una profunda dimensión política. La magnitud de las cifras migratorias y del movimiento económico asociado a éstas, el impacto cultural, social y demográfico en las sociedades de acogida, la importancia macroeconómica de las remesas para los países de origen ha colocado en la agenda internacional el tema de la inmigración. Ella no sólo incide en las relaciones políticas entre los países, sino que define en mucho el carácter de las relaciones entre el norte desarrollado, y el sur y este subdesarrollados.

Además, los efectos de la inmigración en la esfera política del mundo desarrollado han afectado profundamente las bases políticas de las democracias liberales. El déficit de democracia, el déficit de derechos humanos y el déficit de ciudadanía con que se han tramitado las leyes y convenios de control de la inmigración cuestionan las nociones básicas del Estado de derecho como la soberanía, la igualdad ante la ley y la garantía de los derechos humanos, económicos, sociales y culturales.

Finalmente, el drástico cierre del programa de Contingentes para 2009, como una de las medidas complementarias del paquete anticrisis que incluye la millonaria operación de salvamento estatal para el capital financiero en bancarrota y las medidas de emergencia de los gobiernos frente al espectacular crecimiento del desempleo en la Unión Europea, pronostica la extensión reforzada de la crisis a los países subdesarrollados que perderán con la disminución drástica de las remesas varios puntos porcentuales del PIB anual. La crisis de las exportaciones y la baja en los mercados internacionales del precio de sus productos agrícolas y materias primas, complementan el oscuro panorama de la realidad de la globalización neoliberal.

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1Este concepto proviene del análisis marxista del capitalismo industrial del siglo XIX, para referirse a las grandes masas de trabajadores expulsados del campo y convertidos en proletarios para la producción industrial. La semejanza de la expulsión de migrantes al final del siglo XX y comienzos del XXI de los países pobres al primer mundo desarrollado, convierte a los inmigrantes en un ejército industrial de reserva para el mercado de trabajo en los países ricos.

2Al referirse a los pobres del sur, se trasciende el concepto geográfico para afirmar la radical realidad del subdesarrollo de los países del África, Asia, América Latina y Europa Oriental.

3Ver el impresionante “Mapa de los campos de extranjeros en Europa y en los países del Mediterráneo”. www.migreurop.org

*Autor de correspondencia: Martha Cecilia Miker Palafox, correo electrónico: mmiker@colef.mx

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