Querido Lector,
¿Apertura, conflictos, procesos electorales? Son unas cuantas palabras enunciadas en tono emocional y sin estar seguidos ni de un verbo ni de un complemento como para figurar apenas la atmósfera que nos rodea y el horizonte que mediáticamente se nos impone, de algún modo. En verdad se requiere apelar a muchos otros términos para asentar el escenario contemporáneo en el cual somos unos actores con diferentes roles. Una vez más, si deseamos alimentar nuestra inquietud filosófica de cara a la supuesta salida de la pandemia cuyos efectos no han sido del todo medidos y, sobre todo, pensados reflexivamente -para nombrar apenas una de las representaciones colectivas conformando una suerte de actualidad- convendría recordar esa otra apertura que es propia, en filosofía, de la modernidad, toda vez que se asume que los modos de ser contemporáneos y la apetencia por la pos-modernidad no son sino prolongaciones de la ya nombrada modernidad. El afán por acudir a unos términos novedosos enunciados con cierta suficiencia encubre a menudo una realidad y unos valores inscritos en un pasado más o menos reciente que algunos - ¿acaso la mayoría? - no dudan en calificar de obsoleto. ¿No es el eugenismo una pasión sufrida, propia de nuestros tiempos? Mas, sabemos, querido Lector, por vivirlo en carne propia que los acontecimientos demuestran, de facto, que al no presenciar el final feliz de la Historia se da en sí misma un retorno de lo trágico. Lo trágicamente humano fue el objeto de una vivencia inscrita en el pensamiento desde su emergencia helena con el logos e, incluso, desde la correlación que tejían los mitos con las acciones heroicas. La constitución humana en su honda manifestación trágica nunca dejó de ser y se avivó en el suelo arenoso de la Modernidad. Si bien ésta posee una faz sombría -los monstruos que engendran una razón desenfrenada ha sido y sigue siendo un tema de predilección de intelectuales y artistas- contiene, al mismo tiempo, unos contornos luminosos y, por ello, no menos inquietantes o asombrosos.
Propongamos tres ejes o tres columnas de ese edificio moderno descubierto e inacabado, querido Lector. Apelar a una metáfora es indicador que se goza de una facultad imaginativa y creadora, a la vez que es revelador paradójicamente de una insuficiencia, la probabilidad de apuntar al misterio de la vida, a ese indecible de la existencia (y del pensamiento) - por ejemplo, a la sensibilidad viva haciéndose presente en el momento mismo de la viveza del dolor o del placer- sin lograr expresarlos a plenitud. He ahí un ejercicio y una tarea conocidos de los filósofos, la de apropiarse de esa facultad que convoca a nuestra humanidad, la del lenguaje y de su expresiva modalidad en nuestras lenguas maternas para forzar sus límites en pro de concordar con el dinamismo vital que no deja de ser objeto de asombro; cualidad propia, ésta del asombro, del modo de ser del filósofo, si uno atiende a un famoso postulado platónico. En esta difícil tarea donde se recomponen la realidad humana, la mundana y la natural y donde los artificios y los engaños de todo tipo son usados para mantener la idea (¿falsa?) que tenemos alguna suerte de dominio sobre nosotros mismos y nuestro entorno, ¿quién sabe si los artistas y los poetas no superan en su obrar al academismo de los filósofos? Es bien sabido, sin embargo, que algunos poetas son altamente filósofos y que algunos filósofos son unos esplendidos artistas… En esto, los caminos recorridos por el filosofar de cara a su historicidad y su historia son múltiples y cruzados; la razón profunda de ello consiste en que la filosofía no tiene un objeto predeterminado a su deseo y a su reflexión: ella es libre -al igual, por otra parte, que su disciplina gemela, la historia- y su discursividad y sus prácticas (anímicas y somáticas) no son reguladas de antemano. Si se quiere, digamos, que es crítica en tanto que se cultiva una facultad de juzgar a distancia de sí misma y, a la vez, hacia sí misma; esto es lo propio de ser uno un ser reflexivo y de reflexión y lo que nos hace audazmente y débilmente humanos.
Decíamos, al instante, la figuración de esos sustentos de la Modernidad. Por un lado, está la potencia de autodeterminarse - ¡la potencia no siempre se actualiza, incluso podríamos afirmar que raramente se efectúa a cabalidad! -, por lo menos en relación con la fijación intelectual de un principio de autoridad, y de tener la osadía de pensar por sí mismo. Este heroísmo del pensamiento que, generalmente, se asienta con el cogito cartesiano es revolucionario. Entre otras cosas, la revolución supone la suplantación de un primer escenario (de pensamiento, cultural, político, etc.) por otro (nuevo) y supone, también, que ese escenario primero, ahora devuelto a un pasado, era conocido y vivido. La liberación del pasado no es, de hecho, completa aniquilación de ese último; sobreviven siempre algunos de sus elementos, aunque sea de un modo inconsciente. Por lo que la afirmación perentoria del presente, de que uno está adscrito en el presente de la modernidad y que es, además, el actor de ésta misma, implica figurar -aunque sea sobre el modo de la adversidad y de la antinomia- precisamente esa alteridad pasada; una alteridad a menudo ficcional, que lo deseamos o no, si se considera que el recuerdo de lo ya vivido (y quizás pensado) difiere de la sensibilidad de lo vivido en el momento en que fue vivido. ¿No se decía que una experiencia es, desde un umbral primero, una triste experiencia? Lo acontecido en su manifestación asombrosa es tan sorpresivo que se requiere de la repetición, es decir, de la duplicación de esta experiencia primera para ser dicha, pensada y, hasta cierto punto, ser gozada a plenitud: un goce retrospectivo, si se quiere, pero que por su naturaleza misma tendrá forzosamente el sabor de la nostalgia. Y a menudo se revisita al pasado, como se suele decir muy impropiamente; entienden que se revisitan los acontecimientos, los autores, sus sistemas de pensamiento e incluso se lanzó como un deber imperativo, jamás justificado, en medio de la pandemia que uno tenía que re-inventarse. Que todo ello, más allá de una pseudo-docta opinión y no menos vulgar, sirva de insipiente demostración con el fin de revelar que el pasado no es tan estático como uno creyera y que, si estamos atravesados a veces por un sentimiento de nostalgia, que nos remite a un pasado que no forzosamente conocimos, es por lo que, siendo modernos, no nos libramos del todo del ayer. Digámoslo de otra manera, desde un tiempo concebido linealmente el presente desborda en un porvenir (¿progresista?) y, por ende, se proyecta sobre lo que se piensa como pasado. Entre memoria, olvido y anticipación presumida de unas acciones arrojadas a un futuro más o menos lejano, se entrevé el frenesí creativo e incierto de nuestra condición de hombre moderno. Dado que se abre el campo de unas acciones y pensamientos abigarrados, la confrontación filosófica de metodologías diversas será sino requerida, por lo menos inevitable.
En suma, para cerrar momentáneamente ese punto, si bien existen en la Modernidad un lirismo y un heroísmo en el hecho de atreverse a pensar sin someterse servilmente al argumento de autoridad, esta libertad tiene un precio y encierra una obligación de responsabilidad de los actos cometidos. En ese voluntarismo moderno, suerte de ascesis que compite con el arte de vivir bien de los antiguos, se ofrece la posibilidad de cambiar el mundo o de ordenarse a sí mismo; en todo caso, la filosofía se asume como una aventura lanzada a unos horizontes improbables y sin promesa de llegar a buen puerto. En segundo lugar -ese ordenamiento es aquí puramente formal y discursivo, mas no demostrativo- la modernidad es etimológicamente el modo de ser de hoy y en esa modalidad, la modernidad es, sin juego de palabras, lo que es relativo a la moda, entendida como lo que emerge o lo que es provocado: es el acontecer de lo nuevo y, por consiguiente, de lo original. De paso, esa celebración de la originalidad acentuará el culto a la singularidad de la persona con sus derivaciones que ha podido juzgar, Lector, en esos tiempos inciertos: un individualismo incrementado por el consumismo con una pérdida de los intereses públicos en pro de los privados. No obstante, lo efímero que deriva de un modo de ser al día de hoy y de abrazar el instante, fugaz por naturaleza, añadido al deseo de eternidad, contribuye a embellecer la existencia y a mantener esa propensión a encarar la vida y darle un símil de sentido mientras se derrumban los antaños valores morales, religiosos, políticos y estéticos.
Finalmente -una vez más, no se trata aquí de una conclusión argumentativa sino de un procedimiento meramente expositivo tendiendo, en lo posible, a una improbable neutralidad- es preciso entender ese llamado a la moda como una lejana recurrencia a los valores heraclíteos del devenir, es decir del dinamismo propio de la vida cuya presencia se da en la superficie de los cuerpos, de la piel, del rostro, en suma desde el parecer de ese otro y de mi persona sin lo cual no somos ambos plenamente, independiente de los afectos propios y de los ajenos que manifestamos en la alteridad nuestra. Usted lo sabe de sobra, quien nos acompaña en ese esfuerzo editorial, el contenido de un escrito -esto vale para todo el campo de las disciplinas relativas a las Bellas Artes- no es nada sin su ejecución formal; de hecho, en la estilización del pensamiento que cada vez se hace más escaso en el mundo académico -lo cual podría interpretarse como un mal de la época donde todo parece ser un asunto de mercantilización- la forma lo es todo en tanto que es expresividad fundamental y en rigor de un pensamiento en devenir, a la par como lo es el propio filosofar. Olvidarlo o renunciar a ello es renunciar a ser moderno, es abandonar el riesgo y las tormentas que acompañan toda conquista, la del hombre sobre el hombre en pro de una optimización de lo mejor de la vida, para abandonarse a la calma del reino de unas ideologías sufridas, feliz y dócilmente.
Lo está percibiendo, Lector, si acudimos perentoriamente a esa noción de modernidad es porque los tiempos que hemos vivido últimamente lo requieren con urgencia. ¿Si estamos abiertos a lo humanamente posible, en tanto que modernos, estaremos a la altura de los desafíos geo-políticos, sociales, culturales, naturales? En el cruce generacional no olvidamos lo que nuestros ancestros pudieron realizar y cómo pudieron enfrentar o no los desafíos de su época; de esos éxitos y de esos fracasos, alimentemos nuestros deseos y seamos audaces e inventivos en este continente latinoamericano que tanta potencialidad encierra y que, lamentablemente no puede expresarse a menudo sobre su propio suelo y bajo su propio sol. Que la filosofía sirva de apoyo y de jovial compañía en ese noble propósito y en medio de esos embates, sabemos que la lectura de los Clásicos es grandemente útil y deseamos que la conformación de los artículos de este número en correspondencia con otros en algo sirva a ese interés y a una loable curiosidad para el filosofar.
¡Se cuida y resista a las intemperies de los malos vientos, querido Lector, hasta nuestro próximo encuentro!