1. Introducción
A todas luces resulta de gran utilidad, para el estudioso de la historia del pensamiento, contar con los esquemas conceptuales y argumentativos que permitan observar, de manera panorámica, de qué manera está construida una posición, en este caso filosófica. Este trabajo pretende esquematizar, si bien limitadamente, el andamiaje conceptual indispensable del que se sirven los platónicos medios para proponer una ética. Se trata de una ética sustentada en una visión metafísica del universo en la que los principios se reducen a tres: Dios, las Ideas y la materia. A partir de ahí, suelen presentar una antropología filosófica de cuño platónico, de acuerdo con la cual el hombre está compuesto por el alma y el cuerpo, siendo esencialmente alma. El alma, a su vez, está compuesta por tres partes fundamentales: la racional, la concupiscible y la irascible (sin prestar mayor atención a las partes absolutamente irracionales del alma, que están íntimamente vinculadas a la corporeidad y que, por ende, no pueden participar de la razón. Cf. Finamore, 2010 ). A los platónicos medios les interesa la perfección o purificación del alma, por lo que su ética se encamina a promover las virtudes morales, sin descuidar, en el ideal del sabio, a las dianoéticas. Así pues, el artículo expone, primero, los rasgos generales de la metafísica de los platónicos medios, después plantea cuál es la antropología filosófica que se desprende de ellos, para finalmente dar cuenta de la manera en que este nutrido grupo de pensadores antiguos entiende las virtudes morales, muy vinculadas, como dicta la tradición platónica y aristotelizante, a las dianoéticas.
2. La metafísica medioplatónica
Aunque resulta imposible esquematizar de manera plena los puntos esenciales de lo que puede denominarse la “filosofía medioplatónica”, por la evidente razón de que no todos los representantes de esta escuela comparten la totalidad de los puntos de vista en torno a los distintos temas que abarca la filosofía,1 sí es posible obtener un plexo de lo que podría llamarse el andamiaje conceptual de esta filosofía, que se sitúa a medio camino entre la Academia antigua y el neoplatonismo. Interesa para este trabajo el andamiaje conceptual de la ética medioplatónica, subrayando, de entrada, que en temas metafísicos los medioplatónicos destacan por clarificar que los tres principios en los que se sustenta la filosofía de Platón son: Dios, las Ideas y la materia.2 Apuleyo en su De Platone es lucidísimo al asegurar que Dios y las Ideas trascienden a la materia, de suerte que, así, se contraponen a las escuelas helenísticas tradicionales de su tiempo (estoicismo y epicureísmo) (Fletcher, 2014). En el caso de Dios, se trata de un ser único, inconmensurable, padre y artífice de todo, feliz, procurador, etcétera (Cf. Apuleyo, De Platone, I, 5, 191).3 La materia, entendida como principio, es decir, la materia prima, es indeterminada y, por ende, está a la espera de recibir sus términos (determinaciones) (Cf. Vimercati, 2007), los cuales se deben al influjo ejemplar de las Ideas, pues estas son exempla rerum (las Ideas, en cuanto principios, son incorpóreas y simples).
Desde el punto de vista histórico-metafísico, lo más destacable del platonismo medio estriba en que la doctrina de las Ideas platónica experimenta un giro de resonancias mayúsculas con la propuesta, de raigambre filoniana, de que las Formas tienen el carácter de criaturas. Lo único que efectivamente está más allá de cualquier mezcla es Dios; las Ideas, aun en su pureza, son criatura de Dios, pues requieren, para ser, de la mente del Creador, como se desprende en la filosofía religiosa de Filón alejandrino (Radice, 1984).4 Pero una idea análoga se encuentra en Plutarco. El Dios único de Plutarco está más allá de cualquier mezcla, mientras que el primer intermediario de Dios es el Logos, centro ontológico de las Ideas, el cual, asumiendo un papel demiúrgico, da orden al universo, el cual, siguiendo la terminología egipcia de la que se sirve el Queroneo, es Horus el joven (o mundo sensible de la tradición platónica), reflejo e imagen de Horus el viejo (el mundo inteligible).5 Uno de los méritos de Alcínoo estriba precisamente en plasmar, en términos filosóficos, que las Ideas no son otra cosa que Pensamientos de Dios: la intelección o νόησις de Dios es la Idea, mientras que, en el hombre, piensa el filósofo de Esmirna, las Ideas son “inteligibles primeros”, en relación a la materia son μέτρον, en relación al mundo sensible son παράδειγμα y en relación a sí mismas son οὐσία o substancia. El primer Dios de Alcínoo es inmóvil y mueve como objeto de deseo, a la usanza peripatética, por lo que no se encuentra contaminado, de ninguna manera, por cualquier multiplicidad, más allá de que es Pensamiento del pensamiento o fundamento ontológico de las Ideas o Formas: “Que Dios sea un intelecto o una entidad pensante, es porque está dotado de pensamientos, y estos son eternos e inmutables; si es así, las Ideas existen (Εἲτε γὰρ νοῦς θεὸς ὑπάρχει εἲτε νοερόν, ἔστιν αὐτῷ νοήματα, καὶ ταῦτα αἰώνιά τε καὶ ἄτρεπτα• εἰ δὲ τοῦτο, εἰσίν αἱ ἰδέαι)” (Alcínoo, Didaskalikòs, IX, 3, 32-33).6
Máximo de Tiro hace prevalecer que el hombre posee dos instrumentos para conocer, que son el intelecto y los sentidos. Hay notables diferencias entre uno y otros, pues el primero es simple y los otros múltiples, aquél se dirige a la unidad y estos a la diversidad; el intelecto se decanta por lo inteligible, mientras que los segundos por lo sensible. Pero, lo que es más importante para la metafísica medioplatónica, el intelecto, a través de la razón, se dirige hacia lo que es estable, sólido, siempre igual: se trata de la parte de la realidad que es más real, precisamente. Sirviéndose de la metáfora del navegante, tan querida por los platónicos, hace ver que el hombre que se ha habituado al mundo sensible es como aquel que tiene los pies sobre una barca, sometido al oleaje. Si se sirve de la filosofía, y concretamente la razón, hace uso de la dialéctica, alcanza tierra firme, que son las Ideas, y su fundamento último, que es Dios (Reydams-Schils, 2019). Al principio le parece confuso y pierde el equilibrio, pero, conforme se habitúa cae en la cuenta de que se trata de la parte más sólida y estable de lo real. Aun con todo, el hombre es capaz de inteligir algo de Dios y de señalarlo con su limitado lenguaje: por ello la herramienta no es otra que el lenguaje apofático, fincado en la convicción de que Dios es visible para los ojos del intelecto, la parte más elevada del hombre.7
Ahora bien, al menos ya desde Antíoco de Ascalón, se observa una recuperación del tema de la verdad como móvil de la existencia humana (Polito, 2012; Puglia, 2000),8 frente al escepticismo de la Cuarta Academia (representada por Filón de Larisa) y Carnéades. Es necesario recuperar el criterio para dirimir entre lo verdadero y lo falso, diluido y perdido en el escepticismo con su negación de la verdad y con la posición de Carnéades inclinada hacia lo verosímil y probable (Cicerón, Disputaciones académicas, II, 29),9 para poder sustentar la tesis moral de que el hombre, en última instancia, está llamado a la sabiduría moral, a la prudencia. La visión de Antíoco, quien ya se sirve en buena medida del concepto de ὁρμή, es que el hombre requiere actualizar sus diversas potencias, tanto corpóreas como anímicas, para alcanzar el bien supremo, o sea, la felicidad (Bonazzi, 2009; Tsouni, 2019). De ahí que ya se pueda hablar en él, como ha sucedido en el Filebo de Platón, de una vida mixta; sólo que la primacía se halla en el desarrollo moral, sede de la vita beata, como le llama Cicerón. Si se dieran, además de la vida beata o feliz que se debe a los actos que voluntariamente el hombre actualiza en sí en dirección a la virtud, los bienes de la fortuna o los bienes externos, se hablaría de una vita beatissima (Cf. Cicerón, De finibus, V, 24, 71).10 Pero también el autor del Didaskalikòs se pliega a esta tesis, buscando poner de realce que la razón humana, cuando se decanta por las Ideas, lo hace por los inteligibles primeros, sobre los cuales es posible hallar certeza (esto significa que posee el hombre mentis oculis, como dice Apuleyo, De Platone, I, 6, 193):11 la verdad intrínseca de los inteligibles primeros produce subjetivamente la certeza, a diferencia de la sola δόξα a la que está dirigida la razón cuando se refiere a las entidades sensibles.
3. El hombre como habitante de dos mundos
Como ha destacado Apuleyo en el De Platone, el hombre es un ser terrestre compuesto de alma y cuerpo, en donde el alma tiene por tarea dominar al cuerpo: alma y cuerpo están entreverados, pero es más corpórea el alma irascible-concupiscible que la racional (pues esta última puede elevarse hasta las Ideas y Dios, ciertamente). Ahora bien, la razón tiene por cometido velar por el bien del todo, por el bien del hombre en su conjunto, buscando el equilibrio entre sus partes, lo cual significa que haya predominio de la parte racional por encima de la irascible-concupiscible. En consecuencia, existe un vínculo indisoluble entre la verdad y la vida virtuosa que se debe a la razón y que no sólo es puesta de relieve por Antíoco, sino por otros autores como Filón de Alejandría (Dillon, 2008; Reydams-Schils, 2008), Plutarco (Cf. Xenophontos, 2016), Alcínoo y Máximo de Tiro. Como apunta atinadamente Apuleyo, la parte rectora del alma es la razón, pero no cualquiera, sino la recta razón, que es la que está iluminada por el conocimiento, por la verdad, que funge definitivamente como ley moral,12 como guía de los actos particulares del hombre, de su habituarse y, en definitiva, de la vida humana en su conjunto, que es la vida de un hombre sabio si,13 en lo general, se conduce de acuerdo con las pautas del conocimiento genuino.14
Plutarco de hecho llega a visualizar a la filosofía como el complejo de los esfuerzos humanos por acceder a la verdad; además, Dios es la verdad, por ende, la filosofía es el conjunto de actos, tanto teoréticos como prácticos, por los que el hombre accede a la verdad.15 Ya desde la sola contemplación del cosmos, piensa Plutarco, es posible constatar el orden con el cual está conformado el universo en su totalidad; por ello, desde el punto de vista práctico, la manera en que el ser humano, que no deja de ser un microcosmos, se ordena a sí mismo, es mediante la virtud, auténtica sujetadora y limitadora de la parte irracional del hombre. Mediante suaves admoniciones, la virtud encauza la vida pasional del hombre, y de esta manera el individuo humano es capaz de ordenarse a sí, que es lo que, ya desde Eudoro alejandrino (Bonazzi, 2007a; Bonazzi, 2007b) y, sobre todo, con Plutarco, se entiende por imitatio Dei (en el cristianismo esta doctrina se entiende como imitatio Christi, lo cual consiste en hacer concordar las propias acciones con el modelo de Cristo).16 Una razón análoga se encuentra en Alcínoo: mientras que la razón humana, que se manifiesta sobre todo en el acto del juicio, es el punto de intermediación entre el aspecto contemplativo y práctico, este último requiere de aquél para sustentarse, lo cual equivale a decir que se requiere de la verdad, de la genuina ciencia, para sustentar las propias acciones. El conocimiento del Bien, sobre todo, es el que permite dirimir entre los bienes que tienen carácter de solos medios y el que constituye el fin último del hombre, que es el fin del alma racional. Conocer el Bien último permite orientar la propia actividad de acuerdo con Él, que es lo mismo que orientar los actos virtuosamente puesto que se dirigen al Bien “más precioso y grande” (Cf. Alcínoo, Didaskalikòs, XXVI-XXVII), dado que el ser humano, gracias al alma racional, es artífice de su propio destino.
4. La ética de la virtud medioplatónica
Siguiendo la pauta de Alcínoo, las acciones van disponiendo al agente moral hacia la virtud y el vicio, lo cual significa que el agente se va disponiendo a sí mismo hacia su meta o bien se aleja de ella (Didaskalikòs, XXXII, 5),17 y esto de manera libre (Radice, 2008).18 La virtud de la prudencia, como ya había enseñado la ética de Aristóteles tiempo atrás, tiene componentes tanto teóricos como prácticos, por lo cual es una ciencia (no exacta o matemática), análoga a la que practica el estratega con sus soldados. Estos últimos no conocen directamente el fin (los movimientos pasionales, puede decirse, están enfocados a sus objetos particulares), sino que este es conocido por el estratega, por quien posee la ciencia, que en este caso es el prudente. En efecto, el prudente conoce el fin y, por ello, guía a las pasiones en busca del objetivo último del todo. Resulta curioso cómo ya desde la ética medioplatónica aparece claramente caracterizada la vida interior como una suerte de lucha, análoga a como se interpreta en la especulación práctica de los Padres de la Iglesia, sobre todo en san Gregorio Niseno. No es que las pasiones desaparezcan, sino que deben mediarse siguiendo la pauta del Bien último, fin del hombre. Máximo de Tiro destaca claramente que el equilibrio que se busca con la virtud no es igualitario, sino más bien proporcional; así como en la ciudad se distingue la parte gobernante de la gobernada, así, también es diferente el alma del cuerpo, de manera que debe darse preeminencia a aquélla sobre éste (Cf. Máximo de Tiro, Disertaciones, VII, 1).19 Alcínoo mismo recalca, mediante finos análisis psicológico- morales, que hay también que apasionarse ante ciertos objetos o circunstancias, como en el caso de quien se entristece por la muerte de los progenitores; no es correcto ser insensible ante la muerte de aquéllos, pero tampoco es conveniente la hipersensibilidad, sino que hay que apasionarse moderadamente. Calvisio Tauro ya lo destacaba en alguno de sus fragmentos, pues no es lo mismo la impasibilidad (άοργησία) que la insensibilidad (αναλγησία; αναίσθητος): si uno no tiene el espíritu embotado, se afecciona convenientemente, de acuerdo con el objeto con el que está tratando.20 El sabio no carece de afectos, sino que se afecciona conveniente o equilibradamente, y esto depende de aquello a lo que se enfrenta.
La doctrina de la ὁρμή es recuperada por Eudoro de Alejandría, presumiblemente discípulo de Antíoco. Este impulso tiene que ser, piensa Eudoro, ordenado y moderado (Eudoro de Alejandría, Testimonianze e frammenti, f. 23, 14),21 y por ello es objeto de la ética. Ya este autor distingue varios estratos en la reflexión ética, destacando que se trata, en substancia, de una reflexión sobre el valor; pero este no se da de manera separada y, sobre todo, no es arbitrario, sino que se halla en el plexo del impulso y la acción, como mediador, si es posible decirlo así. Efectivamente, en la acción, que es el acto externo mediante el cual el agente modifica voluntariamente un estado de cosas del mundo subsistente, se puede visualizar cuál es el impulso que lo motiva, pero este impulso puede ser racional o irracional, y esto depende de los títulos que se encuentren en el objeto, que no es otro que sus valores propios (por eso la ética patrística, en boca de san Basilio magno y san Gregorio de Nisa subraya la unidad entre pensamiento, palabra y obra). De esta manera, la ética medioplatónica comienza a distenderse como una postura moral según la cual hay algo objetivo que permite anclar o dar sustento a la acción y, puesto que esta última depende de la ὁρμή, puede ser esta última justificable o no racionalmente. Y no hay que olvidar que la razón, o mejor, la racionalidad, es la posición que permite visualizar al objeto en sí y, por ende, el punto de vista común para todas las entidades racionales. De ahí que la razón tenga, para la ética medioplatónica, una función indispensable. En Calvisio Tauro también puede verse plasmada una teoría análoga, pero menos completa, con su defensa de la razón frente a la sensibilidad, pues lo propio de aquélla, en cuanto virtud, es la impasibilidad; la insensibilidad no es, por ningún motivo, fuente de evaluación moral, sino el dominio de la pasión a partir de la razón (Dillon, 1996).
Alcínoo destaca sobre todo por poner de realce la antigua doctrina de que las virtudes se reclaman entre sí, o sea, que están inter-vinculadas, pues tienen como fuente primaria a la razón, lo divino en el hombre. Efectivamente, en el capítulo IV de su obra principal, este filósofo distingue entre el uso de la razón que se dirige a los inteligibles primeros, de donde brota la ciencia, y la razón que se aplica a las cosas sensibles, pues, como se dijo, el hombre es un habitante de dos mundos. La razón, cuando se decanta hacia el ámbito inteligible, busca lo verdadero y lo no verdadero (“τὸ ἀληθὲς καὶ τὸ μὴ”), pero cuando se refiere a la acción, dado que tiene una noción de lo bello y lo bueno (“καλοῦ καὶ ἀγαθοῦ”), juzga las acciones que son bellas y buenas (Didaskalikòs, IV, 8). Entonces, no se trata de cualquier razón, sino de la recta ratio (ὀρθὸς λόγος) (Didaskalikòs, IV, 8), genuino vértice del virtuosismo, pues, como lo hace ver el autor del Didaskalikòs, la templanza hace que el apetito y el instinto se sometan dócilmente a la razón, que es la parte hegemónica del ser humano, su parte divina. La valentía es la que mantiene firme al agente moral en relación a su opinión sobre la norma moral; lo mantiene en conformidad con ella, en definitiva. La justicia es la consonancia entre las tres partes del alma, a saber, entre la parte racional, la concupiscible y la irascible, dando a cada una la porción del bien que le corresponde, y subordinando todas al Bien último, a la felicidad divina. El hombre prudente es, para Alcínoo, la denominación hacia aquel que logra efectuar el engranaje armónico, pues al ser una virtud teórico-práctica, no pierde de vista el Bien más precioso y excelso hacia el que se dirige, como a su fin definitivo, la vida humana.
En otras palabras, la ὁρμή en cuanto tal, y las pasiones en general, no tienen carácter de buenas o malas por sí mismas; lo bueno y lo malo viene a ser impreso por la razón, en cuanto es capaz de moldearlas (virtud) o no (vicio). Si el impulso es desenfrenado, entonces da origen a los actos morales malos y, por ende, al vicio; si el impulso es aprovechado para efectuar actos morales buenos, entonces conduce con mayor ahínco a la virtud. Esta tesis atraviesa los puntos neurálgicos de la ética de Plutarco, pero también está claramente presente en Alcínoo. En efecto, la razón puede aprovechar el impulso sensible, y de hecho se puede definir como un impulso noble y duradero hacia el bien; por ende, puesto que la medida en las pasiones es lo mejor, y lo mejor es el término medio entre el exceso y el defecto, las virtudes son términos medios porque moderan a las pasiones (Alcínoo, Didaskalikòs, XXX, 6).22 Una calca puede verse en la posición de Apuleyo, para quien cada parte del alma cultiva alguna virtud, aunque, como se ha dicho, se reclamen unas a otras. La razón resulta ser sede de la sabiduría y la prudencia, mientras que la parte irascible requiere moldearse a través de la fortitudo, la cual mantiene firme al alma en la búsqueda del bien, la parte concupiscible de la temperantia (o abstinentia), pues el placer sensible, que es también un bien, ha de obtenerse armoniosamente. La justicia, finalmente, se encuentra en las tres partes del alma y, como dice Apuleyo, es el conocimiento y causa de que cada parte se someta a efectuar su función mediante la razón y la mesura o proporción (De Platone, II, 7, 229). Aunque la virtud de la justicia sea universal desde la perspectiva medioplatónica (Donini, 2001), ésta cambia por su objeto: se llama fidelitas si se dirige a la ley, benivolentia si se refiere al bien de uno mismo, iustitia al bien del otro y pietas si se dirige hacia la Divinidad.
Las virtudes morales, como dice Eudoro alejandrino, son precisamente, en su ejercicio, la felicidad, pues no hacen sino imitar o seguir a Dios mismo. Esta doctrina es seguida por muchos pensadores antiguos, y puede verse atestiguada en filósofos y teólogos de primer orden como Filón de Alejandría, Plutarco y Alcínoo.23 La vida moral es análoga a la vida del filósofo, que se encuentra en una constante prueba en pos del progreso moral (προκοπή), como han acentuado Plutarco y Apuleyo. En efecto, la vida moral está en constante movimiento, y este último puede ser de ascenso, progreso, o de descenso (Roskam, 2005). Como aconseja Plutarco mismo, es preciso volver sobre uno mismo, como pedía el socratismo,24 para visualizar el carácter que cada uno posee y trabajar, mediante las propias acciones, en pos de la virtud moral. El dinamismo de la vida moral exige que en todo momento se ponga atención al cumplimiento del bien a través de la propia actividad: significa, como dice Boys-Stones, traer valores divinos a lo que los seres humanos hacemos, pues todo bien o valor se deriva del Bien (2018). En concreto, considerando que la vida humana está sometida al constante vaivén que cambia la circunstancia en la que se encuentra, y que las pasiones se distienden hacia los diversos objetos con los que convive el hombre, se entiende que la virtud moral tiene por cometido el sometimiento, mas no la desaparición, de las pasiones, que son precisamente los vínculos afectivos irracionales que el hombre establece con los objetos que le rodean. Es importante recalcar que no se trata de una supresión o cancelación de las pasiones; por el contrario, se trata de una sujeción y, en cierto modo, de un aprovechamiento de las energías que implican los impulsos sensibles. Siguiendo la metáfora de los corceles de cuño platónica, los caballos han de ser dirigidos por la razón, el auriga, y la manera en que lo hace es a través de las riendas, que representan precisamente a las virtudes morales. La virtud moral viene a modelar a las pasiones, y en ello radica su naturaleza. Pero este auriga no es la razón sin más, sino la recta ratio, pues es de ella donde las virtudes morales brotan como de un vértice, siendo denominado este hombre recto con el nombre de prudente. El prudente es quien obra adecuadamente porque sigue la norma moral: la recta razón es tal porque está informada por la norma proporcional (que no es otra cosa que otro nombre para la verdad, pues la razón aprehende lo inteligible), la cual permite evitar precisamente los excesos viciosos. La razón iluminada por la verdad es guía indispensable para el desarrollo moral, pues es la razón que apresa algo estable y lo aplica a lo contingente o, como diría Alcínoo, a lo conjetural, que es precisamente el carácter específico de la vida humana en el mundo sensible.
Sólo cabe apuntar, por último, el tema de la purificación (κάθαρσις). Se trata de una preocupación constante entre los filósofos antiguos y medievales que proviene, al menos, desde los pitagóricos (Zeller & Mondolfo, 1967).25 En el caso de los medioplatónicos, Alcínoo resplandece por la claridad con que lo afirma: “Podremos llegar a volvernos semejantes a Dios si disponemos de una naturaleza adecuada, de costumbres, de una educación y una práctica de vida conforme a la ley (ἀσκήσει τῇ κατὰ νόμον), y, sobre todo, si usamos la razón (καὶ τὸ κυριώτατον λόγῳ), la enseñanza y la tradición de las doctrinas […] La preparación y purificación preliminar del demonio que está en nosotros (Προτέλεια δὲ καὶ προκαθάρσια τοῦ ἐν ἡμῖν δαίμονος), si quiere ser iniciado en los conocimientos más altos, deberá pasar a través de la música, la aritmética, la astronomía y la geometría; deberemos cuidar del cuerpo con la ayuda de la gimnasia” (Alcínoo, Didaskalikòs, XXVIII, 4). De esta manera, la vida a la que apunta Alcínoo, y con él varios platónicos medios,26 es a la vida de purificación del cuerpo y, sobre todo, del alma, que es lo que hegemónicamente es el hombre. Esta purificación no es otra cosa que el ideal del sabio al que se encamina la moralidad humana, puesto que, para preparar al hombre para conseguir la sabiduría, es preciso que el alma también adquiera purificación, la cual se adquiere mediante la práctica de la virtud moral, vinculada, como se ha dicho, con el conocimiento, con la verdad, fundamento último de la acción moralmente buena.
5. Conclusión
Aun cuando los platónicos medios mantienen diferencias entre sí, grosso modo comparten algunas tesis comunes susceptibles de esquematización argumental. Nos parece que los puntos anteriores son convergentes entre los diversos representantes del Mittelplatonismus, como se ha venido a denominar a este nutrido grupo de filósofos. Es cierto que hay otros más que convendría agregar aquí, como Cayo, Ático y Celso, pero las pocas o nulas referencias a cuestiones morales vuelven difícil su exposición. Ahora bien, parece que este grupo de filósofos convergen en su visión metafísica del cosmos, cuyos principios, según hemos visto, son Dios, las Ideas y la materia (esta última sometida a severa crítica, en cuanto los neoplatónicos vienen a caracterizarla con distintas valoraciones, sea como el último residuo del Uno y casi como principio del mal, como en Plotino, o como última irradiación del Alma, pero sin connotaciones negativas, como en Proclo). El Principio supremo, las Ideas, como arquetipos de las cosas, y la materia, que constituye al mundo sensible, son los principios explicativos últimos de la realidad, esto es, de Dios, el mundo inteligible y el mundo sensible. La antropología filosófica que se deriva de estos principios metafísicos llevan a plantear que el hombre, aun siendo esencialmente su alma, es también cuerpo, por lo cual lo conciben como habitante de los dos mundos anteriormente indicados. Pero, siendo el hombre propiamente su alma, prestan atención sobre todo a ella. El alma humana está compuesta de tres partes, a saber, la racional (que es la fundamental y la que lo vincula estrechamente al mundo inteligible), la concupiscible y la irascible. La parte racional, al estar vinculada al mundo inteligible, es capaz de aprehender la verdad, las Ideas (de aquí la importancia ideal del sabio, que se decanta por las virtudes dianoéticas), y es con base en ellas que la vida moral florece a través de las virtudes morales, las cuales conducen a la perfección y, en este mismo orden, a la purificación, llevada a cabo mediante la práctica de la vida conforme a la ley, condición indispensable para alcanzar la sabiduría.