La crisis ecológica actual genera serias afectaciones a la homeostasia del planeta y, por ende, a la comunidad biótica que lo constituye; esto, si lo entendemos como un planeta caracterizado por Vida1… constituido por la Vida. En cuanto a la población humana, las afectaciones son tales que ponen en riesgo la existencia misma de la especie humana y, por ahora, mientras existimos, son más graves en tanto más excluidos sean los grupos de personas. Como lo afirman autores como Riechmann 1 o De Sousa Santos 2, la crisis ambiental es en realidad una crisis civilizatoria; es la demostración del “agotamiento de un estilo de desarrollo ecológicamente predatorio, socialmente perverso y políticamente injusto” 3.
En este marco global de fenómenos planetarios de interconexión para unos y de aislamiento para otros, de hiperconsumismo de unos y de no satisfacción de necesidades básicas de otros, de oportunidades de vida para unos y de limitaciones para otros, de participación y reconocimiento de unos y de exclusión de otros, de acumulación para unos y de carencia para otros; es donde tenemos el reto de formar profesionales capaces de contribuir -desde su quehacer- a la transformación de la sociedad en pro de lograr modelos de vida ecológicamente homeostáticos, socialmente virtuosos y políticamente justos.
La Vida como fenómeno planetario -una de cuyas expresiones somos los Homo sapiens-, además de ser un fenómeno de alta improbabilidad, es frágil -sobre todo la eucariota- y se ve amenazada por la gran capacidad de transformación del soporte y de las relaciones ecosistemáticas que tiene una de sus especies, justamente la humana. Como era de esperarse, estas grandes transformaciones generadas por los humanos han tenido graves consecuencias como la contaminación y degradación del suelo, la deforestación y desertización, la contaminación del aire, la falta de acceso al agua y su contaminación, el incremento global de la temperatura media del planeta a niveles peligrosos, la alteración de la capa de ozono, la hecatombe de la biodiversidad, la alteración genética de las especies, la sobreexplotación de los bienes naturales y, en la especie humana, la profundización de las brechas sociales y económicas, que llevan al despojo y la infelicidad de muchos.
Aunque estos fenómenos planetarios indiscutiblemente afectan a la totalidad de sus componentes bióticos -incluidos los humanos-, es claro que la capacidad de algunos humanos de protegerse de los cambios ambientales mediante el desarrollo o la aplicación de tecnologías es muy superior al de las otras especies; es más, es muy superior al de las mayorías de los humanos del planeta; esto, porque esa capacidad tecnológica de protección va de la mano del poder económico y político de algunos -los menos- y se deriva, también, del afán de crecimiento económico desmedido y ad infinitum.
Pero ellos -los menos- no son todos, no se puede olvidar el alto porcentaje de la población humana que no tiene esta solvencia económica; es más, que no tiene satisfechas al menos sus necesidades básicas; por su parte, las economías extractivas de minerales e hidrocarburos -como la colombiana-, generan ingresos con altos costos sociales y ambientales como el desplazamiento de poblaciones, la exclusión de comunidades, la alteración de fuentes hídricas y las afecciones irreversibles al suelo y a la biodiversidad; es decir, riqueza para unos y carencias para otros -los más-.
Pues bien, este panorama de pobreza y obscena riqueza, de exclusión, injusticia, brechas sociales y económicas y alteraciones ecosistémicas, configura el soporte de la “determinación social de la salud” 4 y la Vida (del buen vivir) y, por ende, de la determinación de la enfermedad de los humanos -y de todas las demás especies-. Entre otros, la ilusión del crecimiento económico infinito, el afán de acumulación de capital propio del sistema actual, la dictadura del mercado derivada del modelo neoliberal y la hiper-corporativización transnacional de los recursos encaminadas al lucro cueste lo que cueste, son los verdaderos responsables de lo que cotidianamente ve el profesional de la salud cuando se enfrenta, por ejemplo, a un niño desnutrido, a una gestante sin controles prenatales, a un brote de dengue.
A pesar de los años transcurridos desde la publicación de la Carta de Ottawa para la promoción de la salud 5, desde la mirada de la determinación social de la salud y la Vida, hoy en día cobran gran importancia y vigencia las condiciones y requisitos para la salud expresados en la misma, a saber: la paz, la educación, la vivienda, la alimentación, la renta, un ecosistema estable, la justicia social y la equidad.
La formación en torno a la salud implica ir mucho más allá de la simple enunciación de factores de riesgo y de considerar los determinantes sociales de la enfermedad -posición hegemónica-; es más, requiere ir más allá de listar y recomendar estilos de vida saludables. Una formación en salud obligaría a reconocer la multidimensionalidad del concepto y su imbricación de aspectos sociales, económicos, políticos, culturales, biológicos y ecológico-ambientales; exigiría la formación de un profesional de la salud alfabetizado en aspectos políticos, sociológicos, ecológico-ambientales y económicos.
En el plano de lo teórico-conceptual, la formación de los profesionales en salud debe incluir la salud y la enfermedad; aquella entendida desde su multidimensionalidad e interdisciplinariedad y esta, desde la expresión singular en cada individuo, siempre bajo una perspectiva ética de reconocimiento del Otro. En el plano de lo práctico, esta formación debe involucrar al individuo y a las colectividades, con o sin procesos patológicos, para lo cual es indispensable impactar los currículos con el significado y las implicaciones de los indicadores sociodemográficos, económicos, ecológico-ambientales y epidemiológicos del país y la región.
El profesional de la salud, y en general todos los profesionales, deben interiorizar que el presente es cambiable en el futuro inmediato y que cambiarlo exige conocerlo y analizarlo desde la máxima cantidad de perspectivas posibles. Develar críticamente la historia, analizar las circunstancias del presente y soñar con un planeta homeostático y biodiverso y con una especie humana en paz y con justicia social tiene que ser posible.
Finalmente, y a manera de colofón, las complejas situaciones presentes en esta primera quinta parte del siglo XXI obligan la formación de profesionales defensores de la Vida y de los derechos de los sintientes -entre ellos los humanos-, sensibles ante la situación ecológico-ambiental y comprometidos con su aporte al bienestar de los habitantes del planeta presentes y futuros.