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Cuestiones Teológicas

versión impresa ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.39 no.92 Bogotá jul./dic. 2012

 

ESBOZOS DEL REINO DE DIOS:
HACIA UN LENGUAJE TEOLÓGICO SOLIDARIO CON LA HISTORIA

Outlining the Kindgdom of God:
Toward a Solidarity Theological Language Responsible to History

Raúl Zegarra*


* Magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Miembro del Círculo Latinoamericano de Fenomenología.
Correo electrónico: zegmed@gmail.com

Artículo recibido el 23 de febrero de 2012 y aprobado para su publicación el 28 de junio de 2012.


Resumen

El artículo plantea la concordancia de los proyectos teológicos de Gustavo Gutiérrez y Jhon D. Caputo. El fondo común de la historicidad permite así, según el autor, el diálogo entre la teología de la liberación y la teología del evento. En tal sentido, se retoma el problema clásico de la teología de la liberación: poner en relación la fe y la existencia humana, la fe y la realidad social o, en otras palabras, la relación entre el Reino de Dios y su construcción en nuestro mundo.

Palabras clave: Liberación, Evento, Don, Reino de Dios, Sagrada Anarquía.


Abstract

This article states the concordance of the theological projects drawn by Gustavo Gutiérrez and Jhon D. Caputo. Their common background of historicity allows, according to the author, the dialogue between the Liberation Theology and the Theology of the Event. In this sense, we retake the classical problem of the Liberation Theology: to match faith with human existence, faith with social reality, in other words, the relationship between the Kingdom of God and its building in our world.

Key words: Liberation, Event, Gift, Kingdom of God, Holy Anarchy.


I

La filosofía de la religión es un área compleja de las múltiples ramas de la filosofía. Es compleja, entre otras razones, por el tipo de fenómenos que estudia. Se trata de un tipo de discurso cuyos referentes son lejanamente palpables, cuyos objetos, en la mayoría de casos, son sólo conjeturales, aunque para el creyente puedan resultar genuinamente transparentes: hablar de Dios, de experiencias místicas, del lenguaje de la plegaria, del final de los tiempos, etc., es sin duda difícil, y lo es a pesar de los esfuerzos que Jean-Luc Marion y otros han emprendido a través de los años. La noción de fenómeno saturado, por ejemplo, resulta aquí muy iluminadora, mas no dispersa del todo las dificultades tanto teóricas como prácticas que la religión suscita.

El de la filosofía de la religión y el de una teología que no sea una mera recitación de verdades, es, pues, un ejercicio complejo, y lo es aún más porque en el contexto de nuestra época el discurso religioso ha dejado de ser hegemónico. No sucede, como antes, que los supuestos de la religión eran compartidos por todos1; no hay ya una suerte de sentido común religioso. El sentido común de nuestra época es, más bien, secular. Las razones de ese proceso de secularización han sido estudiadas con minucia por importantes historiadores y filósofos como Harold Berman (1974, 1996), Charles Taylor (2007), Harvey Cox (1968), Gianni Vattimo (2002, 2004), entre muchos otros, y no es tarea nuestra hacer un recuento de dicho tránsito epocal. Mi exposición, por ende, asume el factum de que vivimos en una época secularizada y de que es ese el contexto en que nos movemos quienes nos dedicamos a la filosofía de la religión. Junto a este primer elemento, sostengo otro como segundo punto de partida, a saber: que si bien el contexto de nuestra época es secular, aún existe un cierto temperamento, una cierta vocación y actitud religiosa entre buena parte de los seres humanos. Algo que puede interpretarse a través de más de una matriz conceptual, claro. La clásica búsqueda de sentido cuidadosamente estudiada por la fenomenología de la vida y el lenguaje ordinarios en la monumental Blessed the Rage for Order de David Tracy (1996) es quizá una de las constataciones mejor logradas de la permanencia de la mencionada inquietud religiosa. Ahora bien, esto no supone formas doctrinales de religión, ni un corpus establecido de creencias muy delimitadas; pienso más en cierta actitud solemne frente a determinadas cosas que se consideran sagradas, formas de meditación que procuran algún tipo de diálogo trascendente y, en general, las llamadas situaciones-límite que la fenomenología ha estudiado en más de una ocasión y que nos confrontan con las preguntas-límite por el sentido último de las cosas.

Esos son, pues, mis dos puntos de partida. Podemos discutirlos, por supuesto, pero no me dedicaré a argumentarlos en tan breve espacio. En este contexto, más bien, propongo tratar de responder algunas preguntas que tienen que ver, sobre todo, con pensar cómo es posible hablar de Dios y de los supuestos de la religión cristiana en un mundo como el que muy básicamente acabo de describir. Podríamos plantear el asunto a través de dos preguntas deliberadamente generales como: ¿cuál es el futuro de la religión?, y ¿cuál es el futuro de la filosofía de la religión? Todo esto, además, dentro del contexto de nuestra discusión presente en torno al giro teológico de la filosofía.

II

Aunque estas preguntas son deliberadamente generales, el filósofo tiene que, casi por obligación moral, hacer delimitaciones. Por ese motivo, propongo examinar estos asuntos a la luz de algunas de las ideas de dos de los autores que han captado con más fuerza mi interés en los últimos años: Gustavo Gutiérrez y John D. Caputo. La elección, allende mi propio gusto, no es en absoluto caprichosa, pues me parece que ambos intelectuales han pensado el fenómeno de la religión y de la teología en el contexto contemporáneo con una finura que merece atención. Añádase a esto, de otro lado, que se trata de proyectos filosóficos y teológicos que a mi juicio resultan muy afines, proyectos que tratan a través de diferentes modos de expresión un mismo problema, a saber: cómo hacer un discurso sobre Dios que sea capaz de atender a las demandas de nuestro tiempo, un hablar de Dios solidario con la historia.

Para hacer eso, sin duda, hay que trazar un método. Caputo y Gutiérrez lo saben bien y ambos han empezado sus propios proyectos poniendo los cimientos para un trabajo como el que venimos proponiendo. Quisiera hacer una exposición muy breve de las aproximaciones metodológicas de ambos con la finalidad de ir respondiendo al menos parcialmente las preguntas que hemos abierto.

Nuestra metodología es nuestra espiritualidad

Iniciemos, entonces, hablando de Gustavo Gutiérrez. Muchas son las razones por las cuales este teólogo peruano ha sido tan influyente desde el momento de su famosa Teología de la liberación; sin embargo, por razones de extensión y de pertinencia, sólo quisiera concentrarme en un par de asuntos centrales. Primero, quisiera que prestemos atención a lo que supone hablar de la teología como la inteligencia de la fe y, segundo, me gustaría que notemos la relevancia de la distinción hecha por Gutiérrez entre los conceptos de acto primero y acto segundo y la relación de estos con los lenguajes de la contemplación y la profecía.

Casi al inicio de la obra que acabamos de mencionar, Gustavo Gutiérrez (2003) sostiene que:

    [...] la reflexión teológica -inteligencia de la fe- surge espontánea e ineludiblemente en el creyente, en todos aquellos que han acogido el don de la palabra de Dios. La teología es, en efecto, inherente a una vida de fe que busque ser auténtica y plena, y, por tanto, a la puesta en común de esa fe en la comunidad eclesial. En todo creyente, más aún, en toda comunidad cristiana, hay pues un esbozo de teología, de esfuerzo de inteligencia de la fe. Algo así como una pre-comprensión de una fe hecha vida, gesto, actitud concreta. Es sobre esta base, y sólo gracias a ella, que puede levantarse el edificio de la teología, en el sentido preciso y técnico del término. No es únicamente un punto de partida. Es el suelo en el que la reflexión teológica hunde tenaz y permanentemente sus raíces y extrae su vigor (p. 6; cf. 2005, p. 67).

El primer rasgo que me parece digno de resaltar es que Gutiérrez, en un movimiento conceptual importante y singular en el marco de la tradición que lo precedió, prefiere hablar de teología como inteligencia de la fe. Nos encontramos ante una sugerencia del todo relevante porque ella supone una comprensión de la labor teológica que, sin desestimar su entramado teórico, concentra su atención en la experiencia concreta del creyente, a partir de la cual emerge la fe y sin la cual toda teología en el sentido técnico del término resulta carente de raíces. No se trata, pues, de un mero inicio cronológico para la investigación: se trata del punto de partida de la experiencia como condición de posibilidad de toda reflexión ulterior. Este tema me parece fundamental y quisiera detenerme en él por un momento.

La centralidad del asunto, en lo que a la filosofía de la religión y a la teología atañe, radica en una cuestión de énfasis, un énfasis que en otro lugar he denominado "pragmático". Mi tesis es que, sin renunciar a la teoría ni a un lenguaje sobre Dios, Gutiérrez empezó a proponer desde los años setenta una forma peculiar de concebir ambas cuestiones teniendo como eje un modo renovado de hacer teología. Una teología comprometida con las vivencias de hombres y mujeres de este mundo. Atenta a sus demandas y, en el caso de América Latina, atenta a su pobreza. La teología de la liberación fue un modo creativo y honesto de responder a las demandas teóricas y prácticas de una época. Su relevancia, me parece, se mantiene porque la injusticia y la desigualdad persisten; pero, sobre todo, porque la opción preferencial por el pobre no es una moda teológica, sino uno de los más profundos mensajes revelados por el Dios de la Biblia. Aprender a estar al lado de la gente y comprender que tal vocación es una exigencia cristiana, sobre todo cuando el hermano sufre de hambre de pan tan urgentemente como de hambre de Dios, ha sido uno de los grandes aportes de la teología de Gutiérrez. Este es un ejercicio teológico, además, que nos aleja del dogmatismo y de propuestas teológicas concentradas más en la recitación de verdades irreflexivamente aceptadas y en el enjuiciamiento de sus desviaciones que en los sufrimientos y alegrías de los hijos de Dios. Este primer movimiento, entonces, constituye un paso relevante en la comprensión del fenómeno que nos ocupa.

Pasemos ahora al segundo punto sobre el que quisiera llamar la atención. Gutiérrez, además de lo ya mencionado, desarrolla una distinción teórica valiosa entre lo que él llama el acto primero y el acto segundo. Veamos el siguiente pasaje:

    [...] a Dios, en primer lugar, se le contempla al mismo tiempo que se pone en práctica su voluntad, su Reino; solamente después se le piensa. En categorías que nos son conocidas, contemplar y practicar es en conjunto lo que llamamos acto primero; hacer teología es acto segundo. Es necesario situarse en un primer momento en el terreno de la mística y de la práctica, sólo posteriormente puede haber un discurso auténtico y respetuoso acerca de Dios. Hacer teología sin la mediación de la contemplación y la práctica sería estar fuera de las exigencias del Dios de la Biblia. El misterio de Dios vive en la contemplación y vive en la práctica de su designio sobre la historia humana, únicamente en segunda instancia esa vida podrá animar un razonamiento apropiado, un hablar pertinente. En efecto, la teología es -tomando el doble significado del término griego logos: razón y palabra- palabra razonada, razonamiento hecho palabra. Podemos decir por todo eso que el momento inicial es el silencio; la etapa siguiente es el hablar (Gutiérrez, 2004, p. 16-17).

¿Por qué es relevante este fragmento? En primer lugar, porque se establece una relación de antecedencia por parte de la contemplación y la práctica en relación con el pensamiento. Primero se contempla y se practica el amor de Dios, luego se elabora teóricamente al respecto. Importa, igualmente, mostrar que Gutiérrez es muy cuidadoso en no separar las dos situaciones que constituyen el acto primero: se contempla y se practica, se trata de procesos indesligables. Es interesante también notar el uso enfático del condicional por parte del autor: "sólo posteriormente puede haber un discurso auténtico y respetuoso acerca de Dios". Esta relación de precedencia es muy significativa porque establece una cierta ontología que delimita ámbitos definidos de la experiencia de fe. Sólo a partir de las experiencias concretas de diálogo íntimo con Dios y de la puesta en práctica de su mensaje es posible articular después un discurso teórico capaz de pensar esas experiencias, expresarlas a través de un razonamiento apropiado, volverlas materia de debate académico, inspiración para el trabajo del Magisterio, etc. Finalmente, el misterio de Dios vive en la contemplación y en la práctica: la teología es sólo un intento de inteligirlas a través de la palabra razonada. Por eso podemos hablar del silencio. Y si bien la práctica ya es un modo de hablar, en el fondo no es más que el testimonio activo de la contemplación vivida en el silencio interior; la palabra, en el sentido en que aquí sugerimos, viene después.

Ahora bien, a esta distinción se añade otra que se encuentra en directa relación y que tiene que ver con la búsqueda de un modo apropiado para hablar de Dios, el gran tema del libro de Job y el pretexto bíblico del cual se vale Gutiérrez en Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente para la postulación de los lenguajes de la profecía y de la contemplación. La historia de Job nos ha de resultar conocida a todos, por lo que no conviene retomar aquí la narrativa bíblica; corresponde sí, situarnos teológicamente: el desafío de este libro veterotestamentario es el de lograr desarrollar un lenguaje que pueda dar cuenta del amor de Dios en el contexto del sufrimiento inmerecido, del sufrimiento del inocente. La tesis de Gutiérrez es que este lenguaje sobre Dios va tomando forma a través del libro en la medida en que Job se va abriendo al misterio de un Dios que lo sobrepasa. Como recordarán, el libro narra la protesta de Job ante un sufrimiento que sabe injusto. Se rebela contra la teología de sus amigos, que pretende encasillar su dolor en explicaciones frías y desencarnadas. Job persiste en su lucha hasta que es encarado por Dios mismo quien le hace patente la inmensidad del misterio de su voluntad y la pequeñez de las demandas de su criatura; y sin embargo, Dios dice de Job que "ha hablado bien". Ha hecho bien en señalar el sufrimiento injusto contra el que se tiene que luchar, protestando, pero nunca perdiendo la fe. Para Gutiérrez, el diálogo con Dios y el progresivo desarrollo de la fe de Job lleva a la configuración de un lenguaje doble para hablar de Dios, para hacer teología.

De un lado, Job descubre en medio de su miseria que su dolor no es individual; Job se da cuenta de que el dolor y la injusticia que padece laceran también a los pobres. Ello ilumina el rol del creyente, pues este debe intentar aliviar al hermano caído con su ayuda y solidaridad. De otro lado, al confrontarse con sus amigos, Job descubre también cómo es que debe entenderse la justicia: esta ha de ser colocada en "el horizonte ancho, exigente y libre de la gratuidad del amor de Dios", en el horizonte del misterio de un Dios cuyos designios nos sobrepasan y que, a pesar del justo clamor de Job, no le responde al son de sus exigencias: no le explica por qué sufre, sino que le enseña a redimensionar su dolor. Se trata, como se ha dicho, de dos lenguajes: el profético y el de la contemplación. Dos lenguajes que, esto no debe perderse de vista, deben encontrar su correlato en la vida, una vida en la que el creyente debe aprender a descubrir el rostro de Dios en el hermano que sufre miseria, abandono y despojo.

Ahora bien, estas consideraciones que bien podríamos llamar metodológicas configuran un modo de hacer teología, un modo de hablar de Dios. El mismo se nos muestra sugerente, además, porque es mucho más que un método: se trata, como indica Gutiérrez, también de una espiritualidad. Así, la espiritualidad de la liberación constituye un acceso fundamental para pensar el problema de Dios y de la religión en el mundo contemporáneo tal como lo hemos delineado en el inicio. Su movimiento pragmático hacia la experiencia, su preocupación por las vivencias comunitarias de la fe, su atención prioritaria sobre el acto primero y la indesligable relación entre acción profética y contemplación conforman un entramado sólidamente articulado que, contra el dogmatismo y los proyectos teológicos distanciados de este mundo, permite una experiencia religiosa más libre, más abierta y sobre todo, más comprometida. Si el giro teológico de la filosofía supone una apertura fenomenológica a una dimensión que excede y trastoca la experiencia, haría bien el filósofo en dejarse remecer por la fuerza de la revelación cristiana, y en particular, por la invitación al compromiso con quienes más sufren en el horizonte inmenso y misterioso del amor gratuito de Dios.

Una teología del evento

Me interesa ahora retomar algunas ideas de un pensador que encuentro, a pesar de las superficiales distancias, en gran sintonía con las tesis de Gutiérrez mencionadas hace un momento. Me refiero a John D. Caputo, unos de los filósofos de la religión más importantes del presente y cuyos aportes a la teología empiezan a tornarse cada vez más significativos. Probablemente, su obra más importante en torno al tema que nos ocupa es The Weakness of God (2006) de la cual me dispongo a examinar algunas consideraciones centrales en las líneas que siguen. Quiero referirme, básicamente, a una cuestión alrededor de la cual giran el resto de los argumentos del autor: la naturaleza de lo que Caputo llama el evento. ¿A qué llamamos Dios cuando hablamos de lo divino?, podría ser la pregunta. Está claro que la precisión de la misma es determinante para el curso de nuestra exposición, pero no sólo para ella: se trata de una pregunta capital para el sentido mismo de la filosofía de la religión.

En esa línea, Caputo (2006) distingue entre dos nociones cardinales, a saber: las de nombre y evento. Los nombres, nos dice,

    contienen eventos a los cuales les dan cierta estabilidad al guarecerlos en una suerte de unidad nominal. Los eventos, en cambio, son incontenibles: hacen patente que, finalmente, ningún nombre es capaz de captar la totalidad de un evento. El evento es por su naturaleza móvil, nunca descansa (p. 2).

El nombre sólo enuncia o, mejor, anuncia un evento por venir, una posibilidad futura. El nombre esboza lo que el evento terminará por inundar y trascender: lo importante, entonces, no es el nombre, sino lo que este anuncia, lo que sugiere sin capacidad de asir con claridad. Por eso Caputo sostiene que conviene una comprensión poética del mismo: una aproximación que no pretenda explicarlo sin más, sino que se deje impactar por lo inefable de este (p. 4). El evento, además, es algo que adviene, que nos acaece, que supera nuestro horizonte de expectativa: no se trata de un eslabón dentro de la cadena causal. "Es una irrupción, un exceso, un regalo más allá de la economía de las causas" (p. 4). Y, en ese sentido, "se trata de una promesa, un llamado, una solicitud que requiere respuesta, una oración por ser escuchada, esperanza por ser colmada" (p. 5).

Teniendo en cuenta lo dicho, ¿qué implicaría hacer teología desde esta perspectiva? Pues si la teología es hacer un discurso sobre Dios, como propone Gutiérrez, diremos que haremos uno sobre el nombre de Dios. Lo que significa hacer hermenéutica del evento que se recrea en el nombre. Ahora, no se trata de una reflexión respecto del sentido semántico relativo al nombre, no es ese "significado" el que inquiere nuestro ejercicio hermenéutico: lo que examinaremos será lo que el nombre promete, aquello que invoca, aquello por lo que oramos. En ese sentido, podemos hablar de la teología como un ejercicio de deconstrucción del nombre de Dios: "deconstruir el nombre condicionado para liberar el evento que no tiene condiciones" (Caputo, 2006, p. 5)2. Luego, el nombre de Dios viene primero; pensar teológicamente emerge como una respuesta al modo en que este nombre irrumpe en nuestra vida. Como ya lo había dicho Gutiérrez, la teología es siempre acto segundo. Nótese, sin embargo, aunque esto el algo que el tiempo no me permite desarrollar, que el acto segundo es también determinante, pues la fuerza incontenible del evento es equívoca y sus consecuencias pueden ser también devastadoras. Es por eso que en otro contexto he hablado, a partir de las herramientas del pragmatismo, de la necesidad de un lenguaje teológico minimalista y de otro maximalista3, en sintonía con el aporte, en clave ética, de Michael Walzer (1996). Podemos decir, brevemente, que el lenguaje de la teología del evento es maximalista; un lenguaje que, más bien, acote ese modo de expresión estableciendo criterios teológicos mínimos de racionalidad que nos prevengan del fundamentalismo y la violencia, sería uno minimalista.

Retomemos ahora el hilo de la exposición. El modo en que hemos descrito el quehacer teológico configura un sentido de teología que bien podríamos llamar débil. Opuesta, así, a una teología robusta y fuerte que es la que casi siempre ha preponderado en la tradición. Pero lo que me parece interesante aquí es notar que no sólo se trata de una aproximación metodológica, sino de una experiencia profundamente evangélica que podemos denominar con San Pablo la de la debilidad de Dios: "porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Cor 1, 25). Este es un tema, dicho sea de paso, también desarrollado por Gutiérrez en su estudio sobre el libro de Job. Meditemos sobre esto a la luz de lo que hemos venido diciendo.

Si el nombre de Dios implica un evento que es más una llamada que una causalidad, más una provocación que la presencia de una entidad determinada; si son así las cosas, la idea de un Dios como el ser más perfecto en el orden de la presencia, que preside todo el orden de lo que es y de lo que se manifiesta debe ponerse en cuestión. Si entendemos las cosas de un modo distinto, dejaremos de preocuparnos por la existencia de una entidad sobrenatural que coincide con ese nombre y con las características usualmente adjudicadas a la misma. Si el nombre de Dios es principalmente lo que nos transmite un evento que lo trasciende, la preocupación del creyente deberá estar en tratar de responder a ese llamado, a esa provocación implicada en el nombre. Luego, nótese el movimiento, nos concierne responder al nombre de Dios: a nosotros nos compete responderle, no a Él. "El nombre de Dios es más algo que nos llama que una entidad identificable que nosotros podemos llamar, designar" (Caputo, 2006, p. 10)4.

No obstante, como advierte Caputo, no hay que desestimar la intensidad existencial de la teología del evento. La modestia de la propuesta en términos epistemológicos no implica en absoluto carencia alguna de pasión ni de vínculos con la existencia (p. 11). Todo lo contrario, este ejercicio hermenéutico de explicitación de pre-juicios5 relativos a nuestra concepción de lo divino lo que hace patente es la fuerza que implica el nombre de Dios cuando se entiende en términos de un evento sagrado que irrumpe en lo humano. Este movimiento conceptual del nombre hacia el evento es fundamental, ya que el mismo no sólo supone una transformación del modo de hacer teología, sino que implica también el consecuente cambio de ciertas prácticas religiosas, se trata, nuevamente, de un método que configura una espiritualidad.

Así concebidas las cosas, entonces el poder de Dios debe entenderse como vocativo. Se trata de un impotente poder de provocación, un poder de solicitud, de llamado. Por lo mismo, se trata de un poder impotente desde los cánones de lo convencional: no tiene el respaldo de las armas ni de la fuerza y nada impide que simplemente nos demos la vuelta y hagamos caso omiso a su llamada (Caputo, 2006, p. 13). No tiene la fuerza para coaccionar ni para volver hechos sus llamados: es un poder impotente; no se trata aquí de la imagen ordinaria de poder como fuerza6. Esta es la debilidad de Dios, en esto radica el sentido de la sentencia de Pablo. Nótese, sin embargo, que con esto no se pretende sostener que Dios no intervenga en la historia, nada más lejos de mis propósitos: lo que se hace es resituar tal intervención. Los milagros, por ejemplo, estudiados con sutileza por Caputo, constituyen una buena vía para comprender mejor este punto. Sucede lo mismo con las parábolas, como lo ha señalado antes y muy precisamente Roberto J. Walton.

III

Quisiera terminar planteando algunas ideas finales que se coligen de lo dicho hasta aquí. El tema que he elegido para organizar estos comentarios de cierre es el del Reino de Dios, un tópico de importancia central para los proyectos teológicos de Gutiérrez y Caputo.

La preocupación por hablar de Dios lleva inevitablemente a preguntarse por las características de lo que es de Dios, lo que habitualmente se conoce como su Reino. Cómo sea un mundo configurado según las características del Dios del que hemos tratado de hablar es una cuestión determinante para el discurso religioso.

En este contexto, Caputo gusta hablar del Reino de Dios a partir del concepto de sagrada anarquía. Para él, el Reino de Dios es el auge de la contradicción y del más sagrado y santo caos: amor al enemigo, últimos que se vuelven primeros, subversión del orden jerárquico establecido, reconstitución de lo sagrado, muerte de Dios, etc. Este es el Reino que resultaba necedad a los gentiles, la locura de la cruz. Es esta la racionalidad detrás del evento. En ese sentido, y siguiendo lo dicho en el apartado anterior, afirma Caputo (2006):

    el Reino de Dios pertenece a la esfera de la invitación, de la invocación, a la poética de la proclamación, del kerygma. El Reino es proclamado en narrativas cuya verdad no es mesurada por los estándares de la exactitud historiográfica, de la verdad como correspondencia o adaequatio, para el Reino, el significado de la verdad es facere veritatem. La verdad del evento es un hecho, algo que hacer, que traducir en la carne de la existencia. Estar en la verdad significa ser transformado por un llamado, el haber sido convertido, el haber recibido un nuevo corazón (p. 16)7.

La sagrada anarquía del Reino de Dios, implica, entonces, una profunda transformación respecto de nuestras formas convencionales de comprenderlo. Es lo que en la tradición cristológica se conoce con el término de "signo de contradicción": el que es del Reino subvierte el mundo. Hay que tener cuidado, sin embargo, pues no se trata de un llamado a la anarquía en el sentido convencional. Enmarcar el Reino de Dios en el concepto de una sagrada anarquía sólo tiene sentido si se lee el asunto de un modo comprehensivo y si se tienen en cuenta las anotaciones previas en relación al nombre y al evento.

Todo esto, me parece, para volver a Gutiérrez, se pone en gran sintonía con muchas de las más importantes preocupaciones de la teología de la liberación. Si uno lee la obra de Gutiérrez con cuidado, notará que no hay en ella un interés meramente sociopolítico. Gutiérrez, en cambio, ha querido siempre ir más allá. El problema de la salvación cristiana y del advenimiento del Reino de Dios ha sido, por tanto, fundamental. Se trata de un cambio profundo en el corazón del ser humano que echa sus raíces en la tierra, pero que extiende las manos hacia el cielo. Por eso afirma Gutiérrez que su teología no supone ningún horizontalismo que elimine el carácter genuino del encuentro con Dios. Contemplación y profecía deben ir de la mano. No en vano David Tracy (1996), seguramente el teólogo de habla inglesa más importante del siglo XX, y por abierta influencia de Gutiérrez, reconoce que una teología capaz de dar nombre al presente ha de ser una que sea a la vez mística y profética.

En ese sentido, el problema de la teología de la liberación ha sido siempre un problema clásico, a saber: cómo poner en relación la fe y la existencia humana, la fe y la realidad social o, en otras palabras, la relación entre el Reino de Dios y la construcción de este en nuestro mundo (Gutiérrez, 2003, p. 120). Se trata, además, de una cuestión interesante y compleja en la cada vez más sólidamente sedimentada edad secular en la que nos encontramos. Construir el Reino en este mundo es una demanda muy antigua de la cristiandad; no obstante, la novedad de la teología de la liberación ha consistido en hacerlo con la mirada atenta a la experiencia de Dios de la gente que en el contexto de nuestro continente, además, conserva la fe en medio de una pobreza e inequidad escandalosas, como nos lo ha recordado con energía el doctor Vargas Guillén (2011, p. 63-81). Una teología comprometida ha de beber en el propio pozo de la gente, atender a las experiencias de Dios que hombres y mujeres viven y de las cuales dan testimonio en su fe y esperanza infatigables. Ello ha supuesto un notorio cambio de énfasis del discurso teológico, un cambio que, con otras categorías, está implicado también en la deconstrucción del nombre de Dios planteada por Caputo. La finalidad ha sido común: aprender a vivir a partir de la eclosión de sentido que supone contemplar el evento transformador del Dios que se revela y se hace carne. Liberado el evento, se liberan también sus consecuencias: la opción preferencial por el pobre, el perdón, la esperanza, la apertura de corazón, en suma, la gratuidad del amor y la subversión del orden establecido que esta implica. En palabras de Caputo, se despliega la sagrada anarquía. No en vano Caputo me dijo alguna vez que él concebía su propio proyecto teológico como una versión posmoderna de las mismas preocupaciones de la teología de Gutiérrez, autor por el cual, además, Caputo guarda profundo respeto y admiración. En el fondo, se trata de proyectos que se unen porque responden a una sola demanda: la de ver el rostro de Dios en medio de la historia y de la gente; la de tratar -como hacían Marie-Dominique Chenu, la escuela de Le Saulchoir y la nouvelle theologie- de hacer que surja una fe solidaria con la historia.

Dicho todo esto, entonces, ¿cómo queda situada la religión?, ¿cuáles son las condiciones de una filosofía que de ella se ocupa, sobre todo en el contexto del llamado giro teológico? Se trata de una respuesta compleja. Como siempre dice Gutiérrez con ese humor agudo que lo caracteriza, hacer predicciones siempre es difícil, sobre todo cuando son sobre el futuro. Algunas consideraciones, a modo de esbozos, sin embargo, pueden plantearse.

En primer lugar, me parece que no podemos pensar la religión sin una preocupación seria por los hombres y mujeres de fe. Hacerlo supondría un ejercicio desconectado que, en absoluto, implicaría el fin de la experiencia humana de la creencia, pero sí, probablemente el cada vez mayor descrédito de un discurso religioso que olvida la carne de la existencia, uno que ve las cosas desde la cúpula de un convento, como pretendiendo ser ingenuo arquitecto de una fe que desconoce. Para no caer en este vicio, creo que las herramientas teóricas ofrecidas por Gutiérrez y Caputo son fundamentales. Por un lado, poner énfasis en la deconstrucción y en la hermenéutica del evento; por el otro, hacer una inteligencia de la fe, no una teoría sobre cómo deba ser la fe: reconocer la preeminencia de la contemplación y la acción frente a la construcción teórica. Aquí, como siempre decía William James contra las críticas simplistas a su pragmatismo, no se pretende excluir la teoría, pero sí resituarla y orientarla hacia la transformación de la vida.

En segundo lugar, conviene, como sugiere Charles Taylor (2007), notar que no estamos más en un momento histórico en el cual el discurso religioso es el privilegiado, al menos no en sus modos de manifestación más convencionales e institucionales. En ese sentido, la religión, particularmente la cristiana, se ha convertido en una opción entre tantas otras y, a partir del reconocimiento de ese hecho, la filosofía de la religión está obligada a hacerse preguntas importantes. Esas preguntas, me parece, deben estar concentradas en temas que nuestros autores han tocado con particular inteligencia: la pobreza, el sufrimiento injusto, la apertura al don, la ampliación de nuestros paradigmas de racionalidad, la flexibilización de nuestra sensibilidad religiosa, entre otros. Escuchar lo que Caputo y Gutiérrez tienen que decir a este respecto representa una opción urgente, ya que resituar el discurso teológico nos permite recontextualizar sus alcances en nuestro tiempo secularizado y, así, redirigir la mirada hacia problemas que hace pocos siglos no eran relevantes.

Finalmente, hay un elemento más que tiene que ver con la permanencia de lo religioso, aún encontrándonos en una edad secular. Es lo que Tracy ha llamado el desencanto con el desencantamiento del mundo. Una suerte de movimiento dialéctico de superación en el cual el clima escéptico y excesivamente racionalista de la modernidad se muestra aporético, conduciendo a una muy fuerte demanda de sentido para la vida más allá de las coordenadas solamente racionales y científicas. De ahí la relevancia de las narraciones, de las historias, de la poesía y del arte como modos de develación de la verdad. Frente a esta demanda ineluctable existe el legítimo derecho de ocuparse de otras materias tanto teórica como prácticamente, pero lo cierto es que algunas personas deben también pensar la problemática religiosa. Muchas cosas podrán pasar, pero las demandas religiosas de los seres humanos, con sus múltiples transformaciones, parecen permanecer. En ese sentido, aprender a hablar de Dios, sea lo que esto signifique, es un tarea importante y difícilmente eludible. Creo que la teología del evento de Caputo nos ofrece una muy trabajada y pertinente entrada para hacerlo. Y si tenemos en cuenta que la propia teología del evento es concebida por su autor como una teología de la liberación8, creo que la remisión a Gutiérrez se hace también necesaria. Y si todo esto es así, si Caputo mismo nos conduce a Gutiérrez, quizá convenga terminar esta presentación citando aquello que el mismo Gutiérrez (2005), con gran belleza, nos recuerda en las líneas finales de Teología de la liberación:

Hay que cuidarse de no caer en la autosatisfacción intelectual, en un tipo de triunfalismo hecho de eruditas y avanzadas "nuevas" visiones del cristianismo. Lo único realmente nuevo es acoger día a día el don del Espíritu que nos hace amar en nuestras opciones concretas por construir una verdadera fraternidad humana, en nuestras iniciativas históricas por subvertir un orden de injusticia, con la plenitud con que Cristo nos amó. [...], podemos decir que todas las teologías políticas, de la esperanza, de la revolución, de la liberación, no valen un gesto auténtico de solidaridad con las clases sociales expoliadas. No valen un acto de fe, de caridad y de esperanza comprometido -de una manera u otra- en una participación activa por liberar al ser humano de todo lo que lo deshumaniza y le impide vivir según la voluntad del Padre (p. 434).


Pie de página

1Sin embargo, esta afirmación merece también cuestionamientos, como nos recuerda Antony Black (1996): "La historia popular ha exagerado especialmente la uniformidad del mundo católico y la hegemonía de la Iglesia. El pensamiento y la práctica religiosa variaban de un lugar a otro" (p. 2, p. 47-48).
2Consideraciones similares son desarrolladas por Gutiérrez, 2004, p. 11 ss.
3Cf. Zegarra, 2011. Una versión ampliada del mismo artículo puede encontrarse en Zegarra, 2012 (en prensa). Esta misma cuestión, aunque con matices hermenéuticos y en clave abiertamente bíblica, puede encontrarse en Ricoeur, P. "Manifestación y proclamación" (cf. Ricoeur, 1990, p. 73-98).
4Esto, obviamente, necesita añadidos. Si Dios se revela, hay claramente una dinámica de "respuesta" de su parte; pero esta no está enmarcada, y eso es lo fundamental, en el ánimo de una revelación conceptual que cierre disputas acerca de quién es el Dios verdadero o qué es la verdad. Si algo nos dice Dios de sí mismo es, justamente, que es un evento que trasciende toda categoría humana. En palabras de Luis Fernando Crespo (1991), se trata de una revelación "misteriosa no en el sentido de esotérica e inalcanzable, sino en el sentido paulino de misterio escondido de Dios que se revela en Jesucristo, dándose a conocer para nuestra salvación y no para satisfacer una curiosidad sobre su naturaleza. En la revelación, Dios no busca tanto decirnos alguna verdad o doctrina hasta entonces inasequible y desconocida: se dice a Sí mismo, se comunica Él mismo, se revela como Bondad salvadora y amor a los hombres (Tit 2, 11)" (p. 22-23).
5Insisto aquí, como lo hace también Gadamer, en que es fundamental rehabilitar el significado de "prejuicio". Lo entiendo en este contexto del mismo modo en que él lo hace: "un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes" (Gadamer, 2005, p. 337).
6A este respecto, conviene revisar el capítulo "'Lazarus, Come Out': Rebirth and Resurrection", en el cual Caputo se detiene sobre uno de los temas que parecerían contradecir este punto, a saber, el de los milagros. El argumento central de Caputo (2006, p. 238 y ss.) radica en no tener una interpretación literal de los acontecimientos milagrosos del texto bíblico. Se trata, sin embargo, de una precisión más fina de lo que podría pensarse. Caputo no niega la posibilidad de tales acontecimientos; de hecho, esta está incorporada en lo que él llama "la pasión por lo imposible" que es uno de sus tópicos centrales y una de las cuestiones básicas implicadas en la creencia. Lo que Caputo afirma es que no hay que dejarnos engañar por una interpretación literal del texto que vea en la mera curación o resurrección el centro del milagro. Por eso distingue los milagros de meros actos de magia. El acto mágico, según indica, es cerrado en sí mismo: curada la persona, el fin de la acción ha sido alcanzado. El milagro, en cambio, esconde un evento mayor. La curación o la resurrección relatada en la Biblia es mucho más que un hecho extraño: tiene un significado narrativo, supone esperanza, transformación del corazón, etc. El riesgo, en resumen y como siempre, está en entificar el evento.
7Puede verse la sintonía de esta postura con el siguiente pasaje de Gutiérrez (2003): "Hacer la verdad como dice el evangelio adquiere así una significación precisa y concreta: la importancia de actuar en la existencia cristiana. La fe en un Dios que nos ama y que nos llama al don de la comunión plena con Él y de la fraternidad entre nosotros, no sólo no es ajena a la transformación del mundo sino que conduce necesariamente a la construcción de esa fraternidad y de esa comunión en la historia. Es más, únicamente haciendo esta verdad se verificará, literalmente hablado, nuestra fe. De ahí el uso reciente de término, que choca todavía a algunas sensibilidades, de ortopraxis. No se pretende con ello negar el sentido que puede tener una ortodoxia entendida como una proclamación y una reflexión sobre las afirmaciones consideradas verdaderas. Lo que se busca es equilibrar, e incluso rechazar, el primado y casi exclusividad de lo doctrinal en la vida cristiana; y, sobre todo, el esmero -muchas veces obsesivo- en procurar una ortodoxia que no es, a menudo, sino una fideddad a una tradición caduca o a una interpretación discutible. Más positivamente, lo que se quiere es hacer valer la importancia del comportamiento concreto, del gesto, de la acción, de la praxis en la vida cristiana" (p. 15).
8Cf. Caputo, 2006, p. 340; especialmente la nota 25 de "A Concluding Prayer".

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