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Historia Caribe

versión impresa ISSN 0122-8803

Hist. Caribe vol.17 no.40 Barranquilla ene./jun. 2022  Epub 27-Oct-2022

https://doi.org/10.15648/hc.40.2022.3208 

Artículo de investigación científica

El puñal en la garganta del opresor. Intelectuales y violencia política en la Colombia actual*

The dagger at the throat of the oppressor. Intellectuals and political violence in Colombia today

O punhal na garganta do opressor. Intelectuais e violência política na Colômbia atual

Le poignard dans la gorge de l'opresseur. Intellectuels et violence politique dans la Colombie de nos jours

ISIDRO VANEGAS-USECHE** 

** Historiador y profesor en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Correo electrónico: isidrovanegas@yahoo.fr. Entre sus temas de interés están Historia política. ID ORCID: http://orcid.org/0000-0002-3779-2537.


Resumen

Este artículo reconstruye el lugar que una parte de los intelectuales colombianos, los que podrían denominarse como progresistas, le dieron a la violencia como instrumento de acción política, en el periodo comprendido entre 1985 y la actualidad. Constata cómo entre ellos disminuyeron los apologistas de la violencia como agente creador de un nuevo orden, pero cómo esa actitud no dio lugar a un rechazo absoluto de ella, pues pasó a ser justificada como garante de unos cambios, imprescindibles, que por la vía normal supuestamente no eran posibles.

Palabras claves: Colombia; intelectuales; violencia; guerrillas; memoria

Abstract

This article rebuilds the place that a group of Colombian intellectuals, who could be called progressives, gave to violence the meaning of a political action instrument, between 1985 and the present time. It confirms how, among that group, the apologists for violence as a creative agent of a new order decreased. However, it also presents how that attitude did not lead to an absolute rejection of violence, since it gave grounds as a guarantor of some essential changes, which that were supposedly not possible through the usual channels.

Keywords: Colombia; intellectuals; violence; guerrillas; memory

Resumo

Este artigo reconstrói o lugar que uma parte dos intelectuais colombianos, aqueles que poderiam ser chamados de progressistas, deram à violência um instrumento de ação política, no período entre 1985 e o presente. Esta incidência constata-se por como entre eles diminuíram os apologistas da violência como agente criador de uma nova ordem, mas como essa atitude não teve uma rejeição absoluta, foi justificada como garantidora de algumas mudanças essenciais, que por meios normais supostamente não eram possíveis.

Keywords: Colômbia; intelectuais; violência; guerrilhas; memória

Résumé

Cet article reconstruit le lieu où, une partie des intellectuels colombiens, ceux qu'on pourrait qualifier comme de progresssistes, ont employé la violence comme instrument d'action politique pendant la période comprise entre 1985 jusqu'à nos jours. Il découvre aussi, comment entre eux-mêmes, ont diminué les apologistes de la violence en tant qu'agent créateur d'un nouvel ordre; mais comme cette attitude n'a pas été absolument refusée, elle fût justifiée comme garante des quelques changements indispensables qui n'étaient pas possiblles, apparemment, par la voie normale.

Mots clés: Colombie; intellectuels; violence; guérrillas; mémoire

INTRODUCCIÓN

Toda idea falsa termina en sangre, escribió Albert Camus. Pero se trata,

siempre, de la sangre de los demás. Eso explica que algunos de nuestros pensadores

se sientan a gusto diciendo cualquier tontería.

En 1985 los dirigentes de un grupo disidente de las FARC asesinaron en la población de Tacueyó a 164 de sus militantes. La casi totalidad. Antes de hacerlos ultimar a puñaladas, o a garrotazos, o ahorcándolos, los torturaron hasta hacerlos confesar que eran agentes infiltrados de las Fuerzas Armadas o de la CIA. Eduardo Pizarro, hermano de uno de los artífices de aquellas atrocidades, sacó una conclusión categórica: en Tacueyó "murió la guerrilla como proyecto histórico"1. No obstante, los intelectuales de izquierda mantuvieron vivas sus ilusiones en la violencia revolucionaria, y el mismo Pizarro, cinco años después, publicó un libro encomiástico de las FARC en el que no hacía ningún esfuerzo por tomar distancia de la narrativa del partido que se ufanaba de dirigir aquella guerrilla, avalando su guerra, y omitiendo por ende sus crueldades, como producto de la necesidad2.

En los últimos treinta años, tanto los intelectuales de izquierda como los progresistas, le perdieron afecto a la violencia política, pero, como lo deja entrever el caso de Eduardo Pizarro, no se trató de un desapego súbito ni categórico. Por el contrario, estuvo lleno de equívocos y de sinuosidades, de modo que aún hoy en el campo de los creadores de representaciones abundan las ilusiones acerca de las virtudes de la fuerza en las luchas políticas.

Una precisión es de rigor. Resultaría más bien estéril el examen del papel que los intelectuales colombianos, en general, le asignaron a la violencia política. Tal indistinción impediría comprender los desacuerdos y las tensiones que tuvieron lugar en torno a esa cuestión. Pese a que ciertos intelectuales progresistas piensan que solo a ellos les conviene esa denominación -"la derecha carece de intelectuales y está sobrada de agitadores", dijo un columnista-3, y aunque sin duda predominaron durante el periodo de estudio, han existido intelectuales con otras simpatías políticas. En este texto, los intelectuales progresistas son aquellos que en la escena pública se presentan como adversarios del poder, o al menos como sus críticos constantes. En contraposición implícita con quienes suponen adalides del statu quo, los intelectuales progresistas militan por cambios de cierta profundidad en la sociedad, basados en la convicción de que el pasado nacional es básicamente un fracaso.

En su reseña del libro de Eduardo Pizarro sobre las FARC, el sociólogo Fernando Cubides anotó que "la teoría nunca es tan inocente". Podría afirmarse, asimismo, que los intelectuales nunca son inocentes. De serlo, no serían intelectuales, esto es, actores de una escena en la que intervienen buscando llevar la opinión pública en el sentido de sus propias convicciones.

1. EL ANTAGONISTA Y SU CRUELDAD

Los intelectuales progresistas fueron escrupulosos en el inventario y la condena de las diversas formas de violencia que ejecutaron tanto agentes e instituciones del Estado como organizaciones e individuos particulares en contra de quienes suponían miembros o simpatizantes de las guerrillas y la izquierda. Proyecto bárbaro por la naturaleza de los actos de crueldad, lo fue también por su extensión.

Antonio Caballero, al igual que numerosos periodistas y académicos, denunció el asesinato de cientos de militantes y líderes de la Unión Patriótica, movimiento político surgido en 1985 de las negociaciones entre el gobierno y la guerrilla de las FARC.4 Otro columnista de prensa y escritor, Alfredo Molano, fue una de las muchas voces que rechazó la desaparición forzada de personas, por ser un crimen monstruoso que en 2008 había superado las quince mil víctimas, sin contar las familias, que quedaban en la agonía5 Óscar Collazos formó parte de quienes repudiaron los "falsos positivos", aquellos miles de asesinatos de civiles con que fueron agrandados los éxitos operativos de las Fuerzas Armadas, por tratarse, dijo, de una conspiración criminal y una monstruosidad6. León Valencia censuró con dureza los tribunales que la extrema derecha formó para asesinar a quienes consideraban aliados de la guerrilla7. Estas formas de violencia contra los grupos de izquierda y los movimientos sociales están lejos de agotar el repertorio de atentados contra la dignidad humana cometidos por agentes empeñados en el aplastamiento de quienes percibieron como enemigos del orden social. Tal violencia llevó en 1990 a Estanislao Zuleta a declarar que la democracia colombiana estaba "habitada por el terror en toda la trama de sus relaciones y en todo el territorio nacional". Citó el amedrentamiento y la brutalidad ejercida contra los periodistas, los miembros de la Unión Patriótica, los sindicalistas, los profesores y los intelectuales. Aludió a las desapariciones forzadas, las torturas, los asesinatos de la llamada limpieza social. Hizo este cuadro de los responsables: "terratenientes, narcotraficantes, bananeros, etc., [que] se combinan con sectores de las Fuerzas Armadas, para suprimir a quienes amenazan sus intereses"8.

En la medida que protegía intereses, la violencia política repudiada por los intelectuales progresistas aparecía a los ojos de muchos de ellos como el designio de una clase social en contra del resto de la sociedad. La violencia fue generada por la oligarquía tradicional, afirmó Orlando Fals Borda.9 Y Alejandro Reyes planteó que las guerrillas habían surgido debido a que "la clase dirigente, a la vez terrateniente", había exterminado "toda forma de organización y protesta legítima del campesinado" y había bloqueado "las reformas sociales, forzándolo a la colonización y a los cultivos ilícitos para sobrevivir"10. Esa presunta violencia de sobrevivencia de los de abajo, violencia justa y necesaria, había sido replicada atrozmente por el Estado, en su acción ordinaria y en las monstruosidades de ciertos agentes suyos, con lo que había contradicho su función de salvaguardar la libertad y la vida de los ciudadanos e impedido la expresión de la sociedad civil. Así, en una afirmación muy común, Alejo Vargas planteó que históricamente el Estado no le había dado a las luchas sociales sino una respuesta represiva11.

El Estado colombiano, desde la perspectiva progresista, exudaba una violencia que no solo era ilegal sino ilegítima per se, y que no había comenzado, ni mucho menos, en tiempos recientes, sino que parecía serle inherente. La violencia, escribió William Ramírez, no era una aberración de la democracia colombiana sino un rasgo consustancial a ella. Constituía "su dinámica, su forma de desarrollo y funcionamiento"12. El sistema de gobierno, dijeron por su parte dos prestigiosos sociólogos, era "antidemocrático, violento e ineficaz en la solución de problemas básicos de la población más desprotegida", y a él se le habían venido enfrentando unas guerrillas que luchaban por "la democracia, la paz, la justicia y el desarrollo económico".13 Jairo Estrada, por su lado, defendió el argumento tradicional de los comunistas según el cual toda la violencia emerge del "sistema", de modo que la rebelión armada no era más que una respuesta a ella.14 El Estado presuntamente monopolizaba la agresividad, hasta el punto que, según lo advirtió Gonzalo Sánchez en 2002, entre la opinión progresista había hecho carrera la idea de que "doctrinaria y realmente el único violador de derechos humanos era el Estado"15.

La convicción de que el Estado colombiano era esencialmente arbitrario fue concomitante con otra según la cual la lucha contra las guerrillas revolucionarias había sido el fruto de una opción, no de un imperativo legal o de otro tipo. El Estado pudo no haber respondido aquel desafío con las armas que le son propias. El "construye su propio enemigo", escribió William Ramírez, mientras Alejandro Reyes afirmó que el Estado escogió, por propia voluntad, luchar contra las guerrillas, y Alfredo Molano aseguró que el combate estatal contra las guerrillas era "inútil"16. Incluso el escritor Héctor Abad presentó un argumento semejante. Todos los gobiernos, dijo, necesitan un antagonista. "Hasta ahora hemos tenido a las FARC, en los últimos cuarenta años, pero si las FARC desaparecieran, sería necesario inventarse otro enemigo": los narcotraficantes o algún gobernante de la vecindad al que se le adjudicaría un carácter amenazante. "En fin, ya encontraremos algo para seguir viviendo en pie de guerra"17.

Un Estado precario había inventado un enemigo poderoso: las guerrillas izquierdistas. El argumento, obviamente, le trasladaba a aquel toda la responsabilidad en la violencia. Los atropellos de algunos agentes o instituciones oficiales no hacían sino corroborar el hecho de que el Estado carecía de cualquier título válido para ejercer como potencia pública. El cuestionamiento de los intelectuales progresistas iba al fondo. Para ellos no había una legitimidad fundante, un poder público que debiera ser reconocido a priori como legítimo, con todo y los excesos en que pudiera incurrir y se le pudieran reprochar. El Estado -a veces reducido al gobierno- y las guerrillas revolucionarias eran poderes a los que se les podía reconocer un mismo estatus. Eduardo Pizarro escribió: "un Estado es una guerrilla venida a más: es la sumatoria de una nación, un aparato burocrático-militar y una determinada institucionalidad de la representación política"18. Alejo Vargas censuró no solo a quienes suponían que el gobierno era el exclusivo representante de la diversidad social sino también a quienes creían que esa representación la concentraban el gobierno y la guerrilla. "Los diversos actores, incluido el gobierno, son sólo parcialmente representativos y, por consiguiente, con legitimidades fragmentadas", y puesto que era preciso "renegociar el pacto social" con la insurgencia armada, en este paso debía intervenir toda la sociedad. Admitía que en dicha negociación algunos sectores sociales pudieran delegar su representación en el gobierno o exigieran su participación directa, por no considerarse adecuadamente representados ni por el gobierno ni por la guerrilla. Otros sectores, si no tuvieran "el riesgo inminente de que los maten", se harían representar por la insurgencia. Si algunos intelectuales pensaban de otro modo, se debía a sus "añoranzas de despotismo ilustrado", que servían a las élites dirigentes y a su guerra19.

El elemento de estructuración del orden cuya legitimidad era cuestionada y que debía ser transformado en otra cosa, no era solo el Estado. Podía ser el gobierno, o la élite, o la clase política, pero era igualmente saludable la pretensión de las guerrillas de sustituirlo. "No hay una élite tradicional, reinante e ilustrada, ni un contrapoder compacto, vigoroso y civilizador. Asistimos más bien a legitimidades degradadas; tanto de las existentes como de las desafiantes". El Estado de derecho había fracasado, pero, desafortunadamente, "un horizonte alterno próximo con capacidad para establecer el orden, la paz y el bienestar está ausente", escribió un columnista en 2002.20 Ese mismo año, cuando el desprecio de las guerrillas por la vida y la libertad era más protuberante que nunca, un profesor de filosofía dejó constancia de una ilusión semejante: "Sigue causando estupor que frente al pan servido de la falta de legitimidad de nuestra clase política corrupta y descuidada, los jefes guerrilleros no hayan comprendido que no puede ser alternativa de poder quien no sea capaz de dar alguna legitimidad moral a sus acciones"21.

Muchos intelectuales siguieron pensando que las guerrillas detentaban una legitimidad superior a la del Estado. En 1989 Álvaro Camacho y Álvaro Guzmán afirmaron que los grupos guerrilleros buscaban una democracia con nuevas instituciones, mientras las "clases dirigentes y su ejército" solo pretendían la vigencia de las instituciones existentes. Las guerrillas habían estado construyendo "un proyecto de sociedad de mejor calidad que la actual", por ende no había razón para que aspiraran al perdón del Estado22. Veinticinco años después, el cura Javier Giraldo aseguraba que los diversos problemas del país justificaban ampliamente la existencia de guerrillas: estas eran la respuesta y la solución a dichos problemas. "Detrás de las armas" lo que hay en Colombia es un conflicto entre quienes están por "un statu quo antidemocrático y corrupto, excluyente e injusto, violento y cruel, escondido tras constituciones, leyes e instituciones cosméticas", y las guerrillas, con "propuestas de acceso a la tierra, de participación política, de transparencia mediática y de protección igualitaria"23.

La convicción de que el Estado disponía de una legitimidad en el mejor de los casos equivalente a la de sus antagonistas armados, alimentó la presión para que aceptara negociar con las guerrillas un conjunto diverso de elementos del orden económico y político. Por este camino debían hacerse algunas reformas que habían estado reclamando con las armas, aunque las reformas no fueran suficientes para deponer las armas. Los intelectuales progresistas escribieron montones de ensayos y de columnas de prensa y suscribieron peticiones a los sucesivos gobiernos instándolos a entablar negociaciones, sobre todo con las FARC, sin importar mucho el precio que debiera ser pagado. León Valencia, que bien podía representar a quienes llamaban a continuar las negociaciones con las FARC pese a que no condujeran sino a su fortalecimiento, manifestó: hay que buscar, "a como dé lugar, una salida negociada del conflicto armado"24. En un editorial del diario El Espectador que recogía este espíritu argumentaron que "toda sociedad en conflicto está en la obligación de abrir espacios para la mediación"25. Le daban a su aserto una amplitud que sugería que el Estado debía negociar en todas las circunstancias, frente a todos los desafíos, de modo que su rol ordenador no podía ejercerse de ningún modo a través de la coerción. Andrés Mejía objetó, con razón, esa idea: "Hace ya tiempo ha hecho carrera en nuestra sociedad el dogma según el cual nuestro conflicto sólo puede terminarse por la vía negociada", lo cual era una equivocación, pues "la sociedad no debe entregar nada para que se le devuelva lo que en pleno derecho le pertenece"26.

La temeridad con que los intelectuales progresistas presionaron al Estado para que afrontara las guerrillas privilegiando el diálogo se nutría tanto de su reconocimiento de ellas como agentes de justicia y de su asignación de legitimidades equivalentes a las dos partes, como de la presunción de que sus argumentos iban a lograr que los insurgentes, y particularmente las FARC, comprendieran la importancia o la oportunidad de negociar su incorporación a la arena democrática. Diversos medios de comunicación alegaron que la intervención de los intelectuales era indispensable para lograr el avenimiento de las guerrillas a una negociación. Francisco Leal expresó así esa pretensión: "Se requiere diseñar propuestas viables de paz que tengan liderazgo nacional y participación de la comunidad internacional. Para ello, el Gobierno tendría que agachar la cerviz de su infundado orgullo y convocar la inteligencia nacional, sin excluir la de sus críticos"27. Las guerrillas, por supuesto, actuaban y siguieron actuando guiadas por razonamientos que eran reacios a las buenas razones e intenciones de los intelectuales.

2. UN SINUOSO RECHAZO DE LA VIOLENCIA

A comienzos de la década de 1990 pareció que los intelectuales de izquierda irían a romper su apego de tres décadas a la violencia como mecanismo de cambio social. El comunismo soviético, que más que cualquier otro ideal político había permitido justificar el recurso a la violencia revolucionaria, había quedado, inservible, al borde del camino. En esta situación, cerca de medio centenar de los más reconocidos intelectuales dirigieron, en noviembre de 1992, una carta pública a los grupos guerrilleros manifestándoles su repudio de la lucha armada, aunque solo la del momento, pues reconocían que en sus orígenes ella había tenido "vigencia histórica". Había ido en el sentido correcto de la historia. Les censuraban el secuestro, la coacción, el boleteo, el terrorismo, la corrupción, las muertes "inútiles", pero lo que les resultaba intolerable no era la violencia guerrillera en sí misma sino los extremismos violentos que había provocado: el paramilitarismo y los excesos de la fuerza pública28. Muchos colombianos vieron en ese documento un repudio inapelable de la insurgencia armada. En efecto, hacía un deslinde significativo con las guerrillas y ahondaba su desprestigio, pero no ayudaba a dilucidar la naturaleza de los hechos que censuraba, ni entrañaba una autocrítica por la idealización de las guerrillas en el pasado. Tampoco planteaba un horizonte de libertad, es decir, democrático, como única salida a esa violencia.

La ambigüedad de la posición de aquellos intelectuales nacía básicamente de que habían suscrito su manifiesto asignándose el carácter de "demócratas convencidos" cuando buena parte en realidad se había distinguido por negarle toda bondad al régimen democrático e incluso por trabajar en aras del totalitarismo. Empezando por el firmante más notorio, Gabriel García Márquez, que seguía haciendo las veces de publicista del gobierno cubano, que era cualquier cosa menos democrático y que, además, había fomentado y apoyado las guerrillas durante largo tiempo. En algunos, el repudio de la violencia revolucionaria fue tan tímido, equívoco incluso, que veinte años después otro connotado firmante de aquella carta, Antonio Caballero, afirmaba: “Hoy todavía hay motivos para alzarse en armas"29.

En las dos décadas de final y comienzo de siglo disminuyeron, sin duda, las apologías directas de las guerrillas por parte de los intelectuales progresistas. Muchos, sin embargo, continuaron aceptándolas por considerarlas una respuesta espontánea a ciertos desarreglos sociales o políticos y por haber logrado representar a ciertos grupos sociales, cuando no a la sociedad o al pueblo, en circunstancias en que supuestamente le habían sido vedadas todas las vías legales. A sus ojos, las guerrillas conservaban un pasado mítico, un fulgor intacto a pesar de sus atrocidades.

La explicación de la existencia de guerrillas por unas causas objetivas tenía una larga tradición pero a mediados de la década de 1980 dos hechos convirtieron ese argumento en una verdad de a puño: su aceptación por parte del literato-presidente, Belisario Betancur, y la centralidad que le dio la comisión encargada del estudio de la violencia, instituida por el presidente de la república Virgilio Barco. Desde la disciplina cimera de las ciencias sociales colombianas, la violentología, aquella explicación tomó el carácter del lugar común30. La idea la ratificaron los más diversos académicos y políticos. El expresidente Alfonso López Michelsen, con aquella liviandad suya que tanto le elogiaron, avaló la explicación de la violencia política por las "causas objetivas", y en múltiples ocasiones lo hicieron también el periodista Antonio Caballero y el escritor William Ospina.31 Incluso el conservador Alfredo Vásquez Carrizosa afirmó en 1987 que las guerrillas eran el efecto de "situaciones de injusticia" no superadas32. En el año 2012 el llamado que cerca de 300 intelectuales y políticos hicieron al gobierno para que adelantara negociaciones de paz con las FARC partía justamente de explicar el origen de la insurgencia en causas socio-económicas.33 La idea siguió teniendo tanta fuerza que los investigadores encargados por las FARC y el gobierno para elaborar un documento sobre los orígenes de la violencia política coincidieron, según la síntesis elaborada para la revista Semana, en que "el conflicto tiene múltiples causas, pero la más profunda es quizá la falta de una reforma agraria real y seria"34.

Las causas objetivas podían ser unas u otras, pero un supuesto necesario de ese axioma era que las guerrillas no habían sido el fruto de actos voluntarios, políticos35. En esta medida, la mayor parte de los intelectuales abogó por una pacificación que, apostaban, no iba a lograrse como en el pasado, mediante el abandono de las armas por parte de las guerrillas y su transformación en actores reconocidos por el Estado. Para muchos, el paso último debía ser la disolución de las guerrillas, cuando se hubieran superado los problemas que las habían ocasionado. En lugar de las responsabilidades de las personas y organizaciones que habían tomado las armas insurgentes, debía indagarse y asumirse la responsabilidad social36. El país no debía tratar de erradicar las guerrillas sino las causas que las generaron, dijo un columnista. "En lugar de condenar su maldad, sería más útil preguntarnos: ¿por qué Colombia produce un Mono Jojoy?"37. William Ospina fue más enfático, pues arguyó que "monstruos" como Pablo Escobar, Manuel Marulanda y otros guerrilleros de la segunda mitad del siglo XX "no fueron más que víctimas de una sociedad injusta hasta los tuétanos"38.

A ojos de los intelectuales progresistas las guerrillas mantuvieron su inmunidad no solamente por su carácter espontáneo sino también por representar al pueblo, o a parte de él, en el marco de una ausencia de canales legales de participación que hacía inevitable la violencia subversiva. Gilberto Naranjo aseguró que los diálogos de paz adelantados por el gobierno Betancur habían conducido a los dirigentes guerrilleros a la "posición de vanguardia del movimiento popular, legítimo vocero de este e interlocutor privilegiado del Estado y del capital privado en el regateo de las reformas socioeconómicas a que daría lugar la tregua"39. Para Ana María Jaramillo, las guerrillas constituían la principal expresión de la oposición al Frente Nacional, que en 1985 supuestamente aún controlaba el país.40 La idea persistió en el tiempo, a pesar de que las guerrillas trabajaban febrilmente para hacerse despreciar. Así, en 1999 Alejo Vargas pudo afirmar que las guerrillas habían servido de voceras de determinados sectores sociales, de modo que si no fuera por el temor de las organizaciones sociales a ser exterminadas, elegirían a los grupos armados para que las representaran en la negociación que debía dar origen a la nueva Colombia.41 Cuatro años después, Luis Humberto Hernández se atrevió a criticar a las guerrillas por su autoritarismo y su dogmatismo pero no las llamó a abandonar las armas sino a convertirse en unas "vanguardias que sean capaces de comprender que ellas no son otra cosa que una forma organizativa más de esta sociedad, su forma armada, histórica de su resistencia, y por eso su patrimonio".42 Otro investigador social, Oscar Humberto Pedraza, dio por válido en 2009 el argumento del ELN según el cual la población le había transferido un poder simbólico para que cometiera los atentados que juzgara necesarios en defensa de la "soberanía de los oprimidos"43.

La posición alcanzada por las guerrillas en la década de 1990, que a los ojos de muchos intelectuales las hacía acreedoras a negociar con el Estado un nuevo pacto social, no era el simple fruto de su destreza en la barbarie sino expresión de una indudable potencia representativa44. De acuerdo con el politólogo William Ramírez, el conflicto colombiano lejos de ser una lucha entre "unos aparatos armados sin mayor apoyo social y el resto de la sociedad, incluido el Estado", era un conflicto entre "dos amplias y sólidas organizaciones cívico-militares (FARC vs. Autodefensas), y de ellas contra un Estado al que cuestionan en aspectos ampliamente compartidos por la población, así esta repruebe el uso de gran parte de sus formas armadas para combatirlo"45. ¿Qué permitió la aseveración de que, las FARC por ejemplo, eran una organización con amplio apoyo social? Los intelectuales no habían puesto en duda la narrativa de las guerrillas sino que, por el contrario, habían hecho suya su operación discursiva mediante la cual habían travestido sus orígenes, desligándolos de un acto voluntario con el cual iniciaban su camino hacia la toma del poder, para hacerlo aparecer como la respuesta a una ofensa del enemigo de la sociedad -el Estado o la oligarquía-, que las organizaciones armadas prometían vengar.46 Así, cuando pudo ser levantada la hoja de parra que cubría la pretensión de las FARC de ser el "Ejército del Pueblo", más de un intelectual hubiera debido quedar pasmado de que casi la mitad de sus integrantes habían sido reclutados siendo menores de edad, y, sobre todo, de que su apoyo en todo el país estaba cifrado en 52 mil votos47.

Para los intelectuales progresistas, las guerrillas revolucionarias, pese a sus crímenes y pese a ser detestadas por la abrumadora mayoría de los colombianos, conservaron un núcleo indemne, un pasado y unos héroes que las blindaban contra la crítica que pretendiera quitarles "vigencia histórica", no solo en el presente sino también en el pasado. Las guerrillas, se dice aún por doquier, en su origen habían encarnado un noble ideal, pero se habían pervertido por el camino, habían perdido su naturaleza benévola48. El escritor Héctor Abad aludió a unas guerrillas "míticas" y Andrés Hoyos dijo que las FARC se habían convertido en una "utopía degenerada"49. William Ospina le escribió esto al caudillo venezolano Hugo Chávez: "Siempre he pensado que, sin borrar por ello los numerosos crímenes que han cometido y que siguen cometiendo, los guerrilleros tuvieron en sus primeros tiempos una razón política para su insurgencia".50 Los idílicos comienzos de aquellas guerrillas solo podían serlo al precio de cerrar los ojos ante el proyecto totalitario que las animaba y ante los crímenes que habían necesitado para implantarse donde pudieron hacerlo. En la idealizada década de 1960, las guerrillas mataron a sus disidentes y a sus adversarios, asesinaron y aterrorizaron a los campesinos de las zonas que deseaban controlar, atrajeron sobre los pobladores la represión militar, mataron civiles inocentes y policías igualmente inocentes, secuestraron empresarios y hacendados51.

El pasado encomiable de la violencia guerrillera también persistió en la imagen de sus prohombres, cuyas crueldades no les hizo perder el carácter de adalides de los nobles ideales que supuestamente habían comenzado a gestar los fusiles en las décadas de 1960 y 1970. Muchos intelectuales exigieron ahora que aquellos hombres no fueran recordados como lo que habían sido, hombres de guerra y de muerte, sino como hombres de paz y de justicia. Camilo Torres, que poco antes de tomar las armas había llamado a los campesinos a asesinar a los "traidores a la causa del pueblo"52, fue sin duda la figura más ensalzada. El escritor Joe Broderick, durante años uno de sus principales apologistas, llamó a recordarlo como adalid contra las injusticias al tiempo que lamentaba que su "voz profética" hubiera sido desoída por la "clase dirigente"53. Fueron los ideales de "justicia y caridad" los que animaron la conducta del cura guerrillero, y su memoria un "instrumento al servicio de la paz", añadieron en El Espectador54. Ramón Fayad no tuvo inconveniente en afirmar que aquel había sido "básicamente un pacifista"55. Este prodigio de la alquimia no podía lograrse sin una dosis de amenazas. La escritora y actriz Patricia Ariza aseguró que la lucha de Torres había sido por "la paz y la justicia" y que quienes lo veían como agente de violencia actuaban movidos por simple rencor político56. El deber de gratitud debía ser generalizado. De negarse los colombianos a erigir monumentos en recuerdo de apóstoles como Camilo Torres, la "semilla de la guerra volverá a germinar y el esfuerzo de la paz habrá sido vano", escribió Daniel Emilio Rojas57.

No pocas benevolencias tuvieron y reclamaron los intelectuales hacia el grupo guerrillero M-19 en su conjunto, y especialmente hacia sus líderes. En 2013, por ejemplo, quienes elaboraron el informe oficial del Grupo de Memoria Histórica sobre la violencia, en lugar de encontrar en los secuestros y asesinatos del M-19 unos crímenes repudiables hallaron solamente audacia y espectacularidad. Sus acciones, "no eran necesariamente letales", y, además, tenían un "tinte justiciero" debido a que las víctimas eran personas de sectores sociales poderosos58. Los jefes de esa guerrilla eran más encomiables aún. Jaime Bateman, dijo la periodista de El Espectador Laura Camila Arévalo, era el defensor del pueblo. Carlos Pizarro era el héroe letrado que sufría en silencio por el cumplimiento de sus ideales. Ambos, "tan comprometidos, convencidos, sacrificados, mediáticos y subversivos, murieron del lado de las letras, la lucha y las causas esenciales"59.

Junto a las guerrillas y los guerrilleros míticos de Colombia, el Che Guevara, Fidel Castro y la Revolución Cubana permanecieron indemnes. En 2009 un columnista reconoció ese apego: "Como muchos jóvenes de la época [...] me hice ilusiones que no pierdo del todo con 'el hombre nuevo', el émulo del Che"60. La amplitud de esa fascinación puede verse en Carlos Lleras Restrepo, expresidente y director de la revista Nueva Frontera, quien durante su larga vida pública se exhibió ajeno a las ilusiones revolucionarias. Sin embargo, en 1964, cuando tuvo oportunidad de hablar con Ernesto Guevara quedó deslumbrado con él, al punto que incumplió las instrucciones de protocolo que le había dado su gobierno. En 1990, en el ocaso de su vida, Lleras seguía siendo un entusiasta admirador del guerrillero mesiánico, pese a haber visto las miserias y sufrimientos que había provocado directa e indirectamente en Cuba y en muchos otros lugares, incluida Colombia61. A otra figura del establecimiento, el director de El Tiempo, le sucedió algo similar. Tras décadas de censurar a la dictadura castrista, en diciembre de 1994 notificó a sus lectores que la línea oficial del periódico cambiaba al respecto. Arrebatado por las atenciones de Castro hacia él y su familia, instó a los colombianos no solo a mudar de opinión sobre el régimen político cubano sino a darle dinero a su gobierno para que paliara la miseria que él mismo había generado62.

3. LAS BONDADES NO EXHAUSTAS DEL FUSIL

En las décadas finales del siglo XX, incluso hasta hoy, pocos intelectuales rechazaron de manera absoluta la violencia política63. Algo semejante al repudio "abstracto y general" de las guerras civiles que había hecho Carlos Arturo Torres en 190364. En diversos momentos, es cierto, algunos le hicieron críticas de diverso alcance.

Enrique Santos Calderón enfatizó en 1985 los nefastos resultados en muertes y culto de lo militar que conllevaba la lucha guerrillera. Denunció asimismo, sus "ilusiones engañosas", su sectarismo y su visión limitada de una realidad siempre compleja65. Dos años después Estanislao Zuleta describió el proyecto guerrillero como maximalista y apocalíptico, hipnotizado por el "momento mítico de la toma del poder, luego de la cual la sociedad, despojada de toda iniciativa y toda forma de expresión que no controle el Estado, será científicamente administrada por una supuesta ciencia marxista-leninista"66. Posteriormente, Héctor Abad apuntó a ese mismo núcleo totalitario de las guerrillas al señalar que las FARC se creían los "últimos representantes heroicos de la secular religión marxista leninista", en la que muchas buenas gentes habían creído, al tiempo que cerraban los ojos ante el terror y los sacrificios necesarios -como había sucedido en la Unión Soviética, en China o en Cuba- mientras se llegaba a ese paraíso, que en Colombia iba costando miles de secuestrados, pipetas explosivas sobre iglesias o escuelas, narcotráfico, entre otros infortunios67. Ricardo Sánchez mostró en 1989 cómo los partidos de izquierda habían preferido convertirse en cajas de resonancia de las guerrillas, en su brazo propagandístico, permitiendo que los sustituyeran en el liderazgo de las luchas sociales. De este modo, la lucha de clases había sido suplantada con "acciones de minorías heroicas y suicidas". Advirtió que si la izquierda deseaba romper su autobloqueo y aspirar a convertirse en alternativa, debía decirle adiós a las armas68.

Entre los críticos de la lucha guerrillera desde una posición de izquierda se distinguió Jorge Orlando Melo, quien durante años reiteró su repulsa de la violencia política. En una de sus intervenciones planteó que la falla más grave de los intelectuales colombianos consistía en no haber mostrado que "en una república, así sea imperfecta, no es posible buscar metas de paz y democracia usando una herramienta que es por definición contraria a tales objetivos". Al justificar, tolerar o incluso promover la violencia, como respuesta a la injusticia, la pobreza, la desigualdad o la exclusión, habían "desvalorizado los mecanismos sociales de participación y lucha de los ciudadanos y estimulado una cadena enloquecida de destrucción". Melo clamaba por un "pacifismo radical" que rechazara toda forma de violencia, que invitara a abandonarla en forma definitiva, unilateral e irreversible como herramienta política, y valorizara el diálogo y el respeto a las reglas de juego democrático como única forma de solución de los conflictos inevitables en toda república69.

En contraste con el puñado de críticos sistemáticos de la violencia revolucionaria, en los últimos treinta años se ha expresado una cantidad muchísimo mayor de defensores de ella. Esa convicción no pudo ser derrotada ni siquiera por las atrocidades masivas de las guerrillas. Continuaron encontrándoles un listado diverso de potencialidades, no solo para democratizar el país, en el sentido particular que le dan al término, sino también para superar el orden vigente, manera eufemística de aludir al socialismo.

Orlando Fals Borda, que desde la década de 1960 había cantado las bondades de las armas, seguía creyendo en 2008 que eran necesarios los "rebeldes y herejes" para la pronta transformación socio-política, económica y cultural del país. Puesto que la izquierda legal no podía ganar las elecciones, seguía "vigente el sacro derecho a la rebelión justa". Fals, que nunca abandonó su investidura de sacerdote intelectual, nunca rompió con la utopía guerrillera, sin importarle que sus rebeldes y herejes hubieran ensangrentado el país mientras él los ensalzaba.70 El cura Javier Giraldo, uno de los intelectuales designados por las FARC en la comisión que elaboró un informe sobre la violencia política de la segunda mitad del siglo XX, indicó allí que la existencia de guerrillas no solo estaba justificada por los diversos problemas del país sino que, en el caso de las atrocidades de las FARC, sería un despropósito censurarlas moralmente, pues el simple hecho de presentarse en 1964 como víctimas del Estado erigía en torno suyo un muro contra esas críticas.71 Intelectuales más jóvenes, como Víctor de Currea, siguieron soñando con guerrillas que tuvieran "otras formas de regulación y otras dinámicas que permitan realmente la construcción del Hombre Nuevo del que hablaba el Che, que posibiliten la democracia interna y no resuelvan los debates políticos por medios militares"72.

El cántico más intransigente de la violencia revolucionaria tal vez pueda encontrarse en Alfredo Molano, un autor decisivo en la constitución del relato de la violencia que los colombianos terminaron aceptando. Molano, que sus compañeros de la Comisión de la Verdad llamaron el "sabio de la tribu", no solo justificó el alegato de las FARC en el sentido de que nunca habían dejado de ser una autodefensa campesina limitada a responder a las agresiones del Estado y de que jamás habían cometido atrocidades. Le hizo a ese grupo un elogio que ni sus jefes más cínicos concibieron: negó que hubieran reclutado niños a la fuerza y en cambio reclamó para la guerrilla el rol de "agente civilizador" que como tal le había hecho al país el favor de llevar a sus filas a jóvenes que de otro modo caerían en "el ocio forzado y el vicio".73 Según Eduardo Escobar, que lo trató personalmente, Molano siempre justificó la violencia. Para él, todos los pobres eran buenos mientras que los empresarios, los soldados y policías eran "enemigos del género humano". "Murió pensando que Tirofijo era mejor hombre que Carlos Castaño"74.

En la década de 2010 pocos intelectuales seguían haciendo apologías tan francas de las guerrillas sobrevivientes. Entre la mayoría, sin embargo, apenas se escuchaban tímidas descalificaciones de su barbarie75. El secuestro, uno de los crímenes que había alcanzado la mayor amplitud y la mayor crueldad, y que fue practicado sistemáticamente por ellas, solo fue repudiado tardíamente y por unos pocos intelectuales progresistas. Jorge Iván Cuervo reprochó con decisión esa práctica inhumana e instó a los intelectuales a cesar de equiparar el Estado con las guerrillas, no haciéndole a estas ninguna exigencia moral, de modo que podían convertir la libertad de las personas en "valor de cambio en una negociación"76 Jorge Orlando Melo, asimismo, cuestionó el relativismo de los intelectuales que calificaban el. secuestro como un error. "Secuestrar civiles no es 'un error' de la guerrilla, sino su crimen más grave, el que ha hecho que desde hace más de 10 o 15 años haya perdido todo apoyo significativo en la opinión internacional, y el que la convierte en un grupo tan despreciable como los que, para enfrentarla, asesinaron y desaparecieron a miles de colombianos"77.

La actitud de los intelectuales progresistas ante la barbarie de las guerrillas, ¿fue simple ceguera? Un puñado pudo creerle a los jefes guerrilleros cuando negaban de manera insistente que practicaban el secuestro. Pero los que no lo creyeron, ¿por qué permanecieron en un silencio tan estrepitoso que constituía un aval? Pudo ser simple indiferencia ante una crueldad que hizo que hasta Antonio Caballero, en una rara actitud, expresara su repudio de algunos secuestros.78 El secuestro fue una práctica aplaudida porque le permitía a las guerrillas fortalecerse, o porque constituía una justa represalia contra el enemigo, se llamara Estado o clases opresoras. Así, incluso un intelectual que en diversas circunstancias había rechazado la violencia, esgrimió un argumento equívoco sobre la violencia insurgente contra los ricos. Las FARC, escribió Gustavo Duncan, habían sido incapaces de "amenazar directamente a los sectores del Estado y de las élites que se benefician de todas las injusticias que ellas denuncian. Ni los grandes capitalistas del país ni la élite política de Bogotá han sido sus principales víctimas"79. Y Daniel Samper escribió: "De acuerdo: son inhumanos los procedimientos de las FARC, sus asesinatos, sus secuestros, sus rehenes encadenados, sus campos de concentración, sus ataques a poblaciones civiles con cilindros, sus minas explosivas... Pero el Estado"...80

A los intelectuales progresistas tampoco pudo indignarles la represión de los grupos guerrilleros en contra de sus disidentes y adversarios de izquierda. Ninguna voz condenó el asesinato del dirigente comunista José Cardona Hoyos perpetrado en 1985 por las FARC en acuerdo con la dirigencia comunista, molesta por sus críticas a la complacencia de su partido con el reclutamiento fariano en sus filas.81 Ninguna voz criticó el asesinato de Ricardo Lara Parada por parte del ELN ese mismo año. Tampoco, un repudio notable de las múltiples agresiones de las FARC contra el MOIR, basadas en el criterio de liquidar al adversario ideológico, según denuncias de Marcelo Torres que el Partido Comunista calificaba de "propaganda fascista"82.

La reacción ante la masacre de Tacueyó fue, como lo he indicado, otra muestra mayúscula de ceguera por parte de los intelectuales progresistas. Enrique Santos fue uno de los poquísimos a quienes la barbarie del grupo "Ricardo Franco" llevó a una crítica radical de las guerrillas. La matanza de Tacueyó, dijo, era un "ejemplo espeluznante de la deshumanización, crueldad y fanatismo al que puede llegar la exaltación de la violencia de grupos armados que en nombre de la revolución justifican los peores excesos". También era una "comprobación de la deformación ideológica y la naturaleza dictatorial de quienes han convertido el culto a las armas en su razón de ser". El "Ricardo Franco" podía ser una expresión "patológica y paranoica" de las guerrillas pero era igualmente el producto directo de una concepción de lucha común a todas ellas, que apelaban, entre otros métodos, "al asesinato y al secuestro, a la 'ejecución de sapos' y al ajusticiamiento revolucionario". "Tanto y tan reiterado desprecio por la vida humana, tantas aberraciones y atropellos amparados en causas supuestamente nobles, tarde o temprano tenían que producir un Tacueyó". La guerrilla colombiana, añadió, era una forma de vida nutrida más de la obsesión ideológica, la fascinación e intimidación de las armas, el secuestro o la "expropiación", que de una "real compenetración con el sentir y querer de las masas".83 Santos invitó a las guerrillas a reconocerse en el espejo de la barbarie de Tacueyó, pero nadie en la izquierda revolucionaria quiso verse allí reflejado. Los intelectuales progresistas se expresaron mediante un diciente silencio. Si acaso, tímidos reparos.

CIERRE: EL PUÑAL ENSANGRENTADO EN EL PECHO DEL OPRESOR

No podría decirse que en los últimos treinta años, el periodo de estudio, ha tenido lugar un proceso paulatino de ruptura de los intelectuales progresistas con la violencia política, hasta el punto de que hoy fuera generalizado su rechazo inapelable como instrumento de intervención política. Que hubieran aceptado, como lo proponía Jorge Orlando Melo en 2001, que en una república es imposible buscar metas de paz y democracia usando la violencia, herramienta esencialmente contraria a tales objetivos84. Más bien podría decirse que entre ellos terminó predominando el rechazo de la violencia revolucionaria tal como se había desplegado en la década de 1990, con su abrumador desprestigio, debido a los grandes atentados a las instituciones, la infraestructura y las personas. Es decir, terminaron rechazando una forma específica de violencia, no la violencia.

El argumento con que muchos instaron a las FARC a dejar las armas no fue, por lo tanto, que la lucha armada carecía absolutamente de sentido para construir un orden social mejor, sino que las armas podían hacerle otro favor a la sociedad colombiana. Así, un jesuita creía en 2001 que las FARC le apostaban a reformas y que por eso mataban. Para las FARC, "las reformas sociales y políticas que están en juego dependen de su acumulado militar, ya que sin este pierden la capacidad de exigir eficazmente del Establecimiento las transformaciones que por años han sido sus banderas de lucha".85 Alfredo Molano pensaba que las guerrillas eran el único actor político que podía hacer las "verdaderas" reformas que necesitaba Colombia, porque los distintos gobiernos habían querido hacerlas a su manera, pero solo reformas tibias, "viables".86 Las FARC, dijo una columnista de El Tiempo, llevaron el secuestro a una "obscena forma de esclavitud", practicaron el narcotráfico, reclutaron niños, entre otras atrocidades. Fueron "enemigos de los más básicos principios de la dignidad humana". Pero las FARC no eran "un capricho ideológico" sino el "último lastre histórico", la gran deuda pendiente de la "institucionalidad colombiana" con la agenda política de los movimientos sociales de la década de 1960, particularmente los campesinos, sacrificados por la cúpula que había forjado el Frente Nacional. Negociar con las FARC era pagar esa deuda que supuestamente hacía de Colombia una de las naciones más desiguales87.

Pascual Gaviria definió adecuadamente la pretensión que aquellos intelectuales avalaban: esperaban ver triunfar a las FARC en el "chantaje armado" que deseaba imponerle a la democracia colombiana. Tal grupo no representaba ninguna porción significativa de colombianos ni portaba algún proyecto de cambio pero según aquel punto de vista, estaba en posición de obtener del Estado los cambios que consideraba indispensables.88 Las FARC podía no representar ya sociológica ni políticamente a la sociedad pero sí moralmente, en el sentido de que eran el instrumento para arribar al destino que se merecía el país.

Así pues, en el periodo, muchos intelectuales parecen haber pasado de ver la violencia como partera de la historia a verla como bálsamo de la opresión o la exclusión. Disminuyeron los apologistas de la violencia como violencia creadora de un nuevo orden, pero eso no dio lugar a un rechazo rotundo, pues ella pasó a ser justificada como garante de unos cambios, a su juicio imprescindibles, que por la vía normal supuestamente no eran posibles. Cambió aparentemente el alcance que le asignaban: ya no era una violencia buena, sino una violencia inevitable, que no dejaba de tener sus bondades, aparentemente más limitadas, particularmente, la de representar grupos sociales supuestamente excluidos y sin ninguna posibilidad de representación legal. Las guerrillas eran una espada en la garganta de un Estado y unas élites refractarias a los cambios, indispensables.

Incluso hoy, después del sometimiento de las FARC, no pocos intelectuales siguen pensando que mientras persistan determinados problemas, la violencia insurgente tiene razón de existir. Los grupos armados pues, no dejan de ser vistos como una especie de pistola apuntando a la maldad. O como un puñal en la garganta de los presuntos opresores. No se les figura posible repudiar ese puñal, así esté monstruosamente ensangrentado. Toda idea falsa termina en sangre.

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* Este artículo forma parte del proyecto: "Los intelectuales en la Nueva Granada, 1848-1854. Fase II" financiado por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.

1 Eduardo Pizarro, "Fin de una era", El Tiempo, Bogotá, 19 enero, 1986, 4C.

2Eduardo Pizarro, Las FARC (1944-1966). De la autodefensa a la combinación de todas las formas de lucha (Bogotá: IEPRI, 1991). Fernando Cubides criticó a Pizarro por haber omitido las ideas comunistas en la vida de su criatura armada. Así, avalaba su alegato de que "la combinación de todas las formas de lucha es una creación criolla, genuina, producto de la adaptación a las circunstancias colombianas". De este modo, la teoría resultaba exonerada de una "participación directa" y la tesis de la "combinación" venía a ser "la síntesis de la experiencia histórica concreta del Partido Comunista Colombiano y, en esa justa medida, original". A su juicio, todo aquello debía ser reexaminado, "pues la teoría nunca es tan inocente" Fernando Cubides, "Eduardo Pizarro, Las FARC (1949-1966) de la autodefensa a la combinación de todas las formas de lucha", Análisis político No. 15 (1992): 123-125.

3Arturo Guerrero, "Lenguas largas, ideas cortas", El Espectador, Bogotá, 5 julio, 2019.

4Antonio Caballero, "La lucha armada", Semana, Bogotá, 11 julio, 2011, 92.

5Alfredo Molano, "Desaparición forzada", El Espectador, Bogotá, 25 abril, 2008.

6Óscar Collazos, "Sobre errores", El Tiempo, Bogotá, 20 mayo, 2010, 1-25.

7León Valencia, "Dos juicios, dos relaciones entre políticos e ilegales", El Tiempo, Bogotá, 21 julio, 2010, 1-21.

8Estanislao Zuleta, "La violencia política en Colombia", Foro No. 12 (1990): 12-14.

9Orlando Fals Borda, "Terceras fuerzas triunfantes en Colombia", Foro n° 9 (1989): 3.

10Alejandro Reyes, "Escarmentar a unos pocos. El placer de enjuiciar", El Tiempo, Bogotá, 5 mayo, 2008.

11Alejo Vargas, "Conflicto armado y perspectivas de una salida política negociada", en Marx vive, (Bogotá: Universidad Nacional, 1999) 331.

12Este rasgo no concernía solamente a los supuestos artífices de tal democracia, sino también a los excluidos, que disponían siempre de la violencia social y política para abrirse el camino de la representación William Ramírez, "Violencia y democracia en Colombia", Análisis político No. 3 (1988): 78. Álvaro Camacho y Álvaro Guzmán, "Violencia, democracia y democratización en Colombia", Nueva sociedad No. 101 (1989): 66.

13Álvaro Camacho y Álvaro Guzmán, “Violencia, democracia y democratización en Colombia”, Nueva sociedad No. 101 (1989): 66.

14Jairo Estrada, "Acumulación capitalista, dominación de clase y rebelión armada", en Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia por la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (Bogotá: Ediciones Desde abajo, 2015): 61-62.

15Este supuesto, "cultivado incluso por las más reconocidas ONG en el tema" "dio carta blanca durante muchos años a los actores político-militares no estatales para ignorar sus responsabilidades" en la barbarie de la guerra. Gonzalo Sánchez, "La guerra contra los derechos del hombre", Análisis político No. 46 (2002): 189.

16William Ramírez, "¿Guerra civil en Colombia?", Análisis político No. 46 (2002): 157; Alejandro Reyes, "Dejar atrás la agenda de Uribe", El Espectador, Bogotá, 13 diciembre, 2019: 30; Alfredo Molano, "La ley de la gravedad", El Espectador, Bogotá, 1 mayo, 2011: 31.

17Héctor Abad, "Si se acaban los bárbaros", El Espectador, Bogotá, 27 julio, 2008: 24.

18Eduardo Pizarro, "Elementos para una sociología de la guerrilla en Colombia", Análisis político No. 12 (1991): 9.

19Alejo Vargas, Conflicto armado, 345-346.

20Juan Gabriel Tokatlian, "Una mirada distinta", El Tiempo, Bogotá, 19 enero, 2002: 1-12.

21Luis Eduardo Hoyos, "Violencia", en La filosofía y la crisis colombiana (Bogotá: Universidad Nacional / Taurus, 2002), 96.

22Álvaro Camacho y Álvaro Guzmán, Violencia, democracia y democratización, 66-67.

23Javier Giraldo, "Aportes sobre el origen del conflicto armado en Colombia, su persistencia y sus impactos", en Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia por la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (Bogotá: Ediciones Desde abajo, 2015), 40.

24León Valencia, "Guerra total o nuevo proceso de paz", El Tiempo, Bogotá, 22 febrero, 2002, 1-16.

25Editorial, "El momento de los intelectuales", El Espectador, Bogotá, 16 febrero, 2009, 24.

26Andrés Mejía, "La problemática de seguridad en Colombia desde una perspectiva liberal", La ilustración liberal n° 18, Madrid, 2003.

27Francisco Leal Buitrago, "Se requieren propuestas viables de paz. La internacionalización de la guerra", El Tiempo, Bogotá, 26 enero, 2008.

28"Su lucha no propicia la justicia social", El Tiempo, Bogotá, 22 noviembre, 1992, 7-A.

29Antonio Caballero, "La lucha armada", Semana, Bogotá, 11 julio, 2011, 92.

30Gonzalo Sánchez, dir., Colombia: violencia y democracia (Bogotá: Universidad Nacional, 1987).

31Enrique Santos, Palabras pendientes (Bogotá: El Ancora Editores, 2001), 109; Antonio Caballero, "La lucha armada", Semana, Bogotá, 11 julio, 2011, 92; Antonio Caballero, "'Body Count"', Semana, Bogotá, 9 abril, 2012, 97; William Ospina, "Lo que se gesta en Colombia", El Espectador, Bogotá, 14 diciembre, 2014, 64; William Ospina, "La paz son los cambios", El Espectador, Bogotá, 26 junio, 2016, 78. También encontramos el argumento, entre muchos otros escritores públicos en: Daniel García-Peña: "¿Razón o fuerza?", El Espectador, Bogotá, 29 septiembre, 2010, 26; y Reinaldo Spitaletta, "País militarista", El Espectador, Bogotá, 8 noviembre, 2011.

32Alfredo Vásquez Carrizosa, "Reflexiones sobre la violencia político-social de Colombia", Foro No. 3 (1987): 12.

33"Declaración pública, a propósito del inicio de las conversaciones de paz", octubre 14 de 2012. http://www.razonpublica.com.

34"Acuerdos y desacuerdos de la Comisión Histórica", Semana, Bogotá, 22 marzo, 2015, 62-63.

35Muy pocos intelectuales han cuestionado el carácter presuntamente espontáneo de las guerrillas. Uno de ellos fue Jorge Orlando Melo, quien afirmó que 'la violencia fue deseada, es decir, la lucha armada fue un proyecto político. [...] Aquí la gente que promovió el cambio social, desde 1920, lo hizo mediante las armas" ("'Ningún partido ha querido eliminar la desigualdad'", Semana, Bogotá, 22 abril, 2018, 73).

36Myriam Jimeno criticó a quienes le asignaban el origen de la violencia a la injusticia social, con lo cual terminaban quitándole responsabilidad personal a los actores violentos. Según ellos, incluso "los actores violentos, los delincuentes o aquellos con motivaciones políticas o de lucro personal, no son responsables de sus actos. Son apenas producto de un orden injusto o de profundas 'pulsiones'. La violencia es pues nuestro castigo merecido como nación y un rasgo intrínseco de nuestra conformación desequilibrada" Myriam Jimeno, "Identidad y experiencias cotidianas de violencia", Análisis político No. 33 (1998): 37.

37Daniel García-Peña, "¿Razón o fuerza?', El Espectador, Bogotá, 29 septiembre, 2010, 26.

38William Ospina, "El viejo remedio", El Espectador, Bogotá, 3 octubre, 2010, 50.

39Gilberto Naranjo, "Movimiento guerrillero y tregua", Controversia No. 128 (1985): 68.

40Ana María Jaramillo, "1965: Camilo Torres, del Frente Unido a la guerrilla. 1985: ¿De la guerrilla al Diálogo Nacional?", Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 3 marzo, 1985, 10-11.

41Alejo Vargas, Conflicto armado.

42Luis Humberto Hernández, "Crítica a los programas de las organizaciones armadas colombianas -sus posibles escenarios de realización", Marx Vive 2, Sujetos Políticos y Alternativas en el Actual Capitalismo (Bogotá: Universidad Nacional, 2003).

43Oscar Humberto Pedraza, "El ejercicio de la liberación nacional: ética y recursos naturales en el ELN", en Una historia inconclusa. Izquierdas políticas y sociales en Colombia (Bogotá: CINEP, 2009), 243-244.

44En 2012 Rodolfo Arango dejó ver su renuencia a pensar que las FARC no representaban a nadie y que su lugar en la negociación con el Estado no era sino resultado del "chantaje de las armas" (Rodolfo Arango, "Las FARC: ¿a quiénes representan?", El Espectador, Bogotá, 30 agosto, 2012, 16).

45William Ramírez, "¿Guerra civil en Colombia?", Análisis político No. 46 (2002): 163.

46Una de las pocas críticas sólidas a la pretensión de las guerrillas de representar a la sociedad, en Ricardo García, "Las guerrillas colombianas: la autojustificación de un proyecto imposible", Foro No. 22 (1993): 57-64.

47"El 47% de los integrantes de las FARC fueron reclutados siendo niños", página electrónica revista Semana, 29 octubre, 2014; Mauricio Vargas, "¿Y la Farc?", El Tiempo, Bogotá, 18 marzo, 2018, 1-13.

48Un sociólogo aseguró en 1989 que la lucha guerrillera en ese momento había quedado desfigurada pero en sus inicios había apuntado a un objetivo laudable: "la aniquilación del sistema oligárquico y la democracia con participación limitada que caracteriza al orden político vigente". Se trataba, añadía, de una lucha volcada hacia el futuro, buscando "la negación del sistema, de su lógica y de su legitimidad" Fernando Uricoechea, "Las violencias de hoy: crisis agraria y crisis política", Revista Universidad Nacional, marzo-abril (1989): 10-11.

49Héctor Abad, El olvido que seremos (Bogotá, Editorial Planeta, 2006), 64-65; Andrés Hoyos, "Los rescates", El Espectador, Bogotá, 16 junio 2010, 21.

50William Ospina, "Una carta para el Presidente Chávez", enero 21 de 2008. http://www.polodemo-cratico.net/Una-carta-para-el-Presidente. Humberto de la Calle asoció las guerrillas a una "utopía heroica" (Humberto de la Calle, "La utopía iracunda", El Espectador, Bogotá, 8 enero, 2012, 34).

51Es sintomático que esta cuestión no haya sido estudiada desde las ciencias sociales. Un acercamiento en: Alonso Moncada, Un aspecto de la violencia (Bogotá: Promotora Colombiana de ediciones y revistas, 1963); Víctor Eduardo Prado, Sur del Tolima "Terror" Repúblicas independientes (Ibagué: León Gráficas, 2011).

52Camilo Torres, "Mensaje a los campesinos", Frente Unido No. 7 (1965), 1. Sus compañeros del ELN, por lo demás, ya lo habían estado haciendo.

53Joe Broderick, "Profeta desoído", "Lecturas dominicales" de El Tiempo, Bogotá, 2 agosto, 1998, 4-5.

54Daniel Emilio Rojas, "Camilo y la nueva memoria (I)", El Espectador, Bogotá, 23 febrero, 2016.

55"El 'cura guerrillero', Camilo Torres, un ícono a 50 años de su muerte", El Heraldo, Barranquilla, 13 febrero, 2016.

56Anónimo, "Las 13 caras del 'cura guerrillero'", Semana, Bogotá, 28 junio, 2015, 77.

57Daniel Emilio Rojas, "Camilo y la nueva memoria (II)", El Espectador, Bogotá, 1 marzo, 2016.

58Gonzalo Sánchez, coord., ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad (Bogotá: Centro Nacional de Memoria Histórica / DPS, 2013), 64-65, 133.

59"Pizarro y Bateman: las letras como fusiles", El Espectador, Bogotá, 25 abril, 2019, 18-19.

60Jotamario Arbeláez, "'Qué chimba la libertad'", El Tiempo, Bogotá, 9 septiembre, 2009, 1-21.

61Carlos Lleras Restrepo, "Arroz cubano con el Che", "Lecturas dominicales" de El Tiempo, Bogotá, 29 abril, 1990, 4.

62Hernando Santos, "El son cubano", editorial de El Tiempo, Bogotá, 18 diciembre, 1994, 4-A.

63Me interesa aquí ese tipo de repudio de la violencia entre los intelectuales de izquierda, pero desde otras vertientes políticas también se levantaron algunas voces semejantes en nombre de la democracia.

64El Nuevo Tiempo, febrero 16 de 1903, en Carlos Arturo Torres, Obras, t. I (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 2001), 514.

65"Cinco años sin Alternativa", Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, 19 mayo, 1985, 8-11.

66Estanislao Zuleta, "La violencia política en Colombia", Foro No. 12 (1990): 20.

67Héctor Abad, "El comunismo como fe", El Espectador, Bogotá, 11 diciembre, 2011, 56.

68Ricardo Sánchez, "Colombia: El bloqueo de las izquierdas como tercera alternativa", Foro No. 9 (1989): 8-11.

69Jorge Orlando Melo, "La misma espada", "Lecturas dominicales" de El Tiempo, Bogotá, 1 abril, 2001, 6-7.

70Orlando Fals Borda, La subversión en Colombia: el cambio social en la historia (Bogotá: FICA/CEPA, 2008), epílogo.

71Javier Giraldo, Aportes sobre el origen, 15-16.

72Víctor de Currea, Poder y guerrillas en América Latina. Una mirada a la historia del guerrillero de a pie (Málaga: Sepha, 2007), 166-167.

73"Alfredo Molano, el 'sabio de la tribu'", El Espectador, Bogotá, 2 noviembre, 2019, 8; Alfredo Molano, "Los niños y la guerra", El Espectador, Bogotá, 12 febrero, 2017, 37.

74Eduardo Escobar, 'Trovechosa lectura de los sabios", El Tiempo, Bogotá, 14 febrero, 2017, 15; Eduardo Escobar, "Mi Alfredo Molano", El Tiempo, Bogotá, 5 noviembre, 2019, 1-17.

75Andrés Hoyos advirtió cómo la envoltura en un aura de "heroísmo anacrónico" que se le había dado al paramilitarismo de izquierda hacía difícil condenarlo como se condenaba el paramilitarismo de derecha (Andrés Hoyos, 'Taramilitarismos", El Espectador, Bogotá, 2 septiembre, 2009, 25).

76Jorge Iván Cuervo: "La indignidad del secuestro", "Las cartas a las FARC", El Espectador, 31 octubre y 12 diciembre, 2008, 34 y 30.

77Jorge Orlando Melo, "¿Cuáles secuestrados?", El Tiempo, Bogotá, 19 febrero, 2009, 1-19.

78Antonio Caballero, "Los secuestros de los Vélez", Semana, Bogotá, 19 julio, 2004, 110.

79Gustavo Duncan, "Pecado original", El Tiempo, Bogotá, 24 abril, 2014, 24.

80Daniel Samper Pizano, "La guerra: éxitos y deshumanización", El Tiempo, Bogotá, 26 septiembre 2010, 1-31.

81Anónimo, "Hijo de crítico líder comunista asesinado exige verdad a las Farc", El Tiempo, Bogotá, 8 mayo, 2015; José Cardona Hoyos, Ruptura. Una camarilla corroe al PCC (Bogotá: Ediciones Rumbo Popular, 1985). El asesinato de Cardona, como el de Jaime Arenas, años atrás, obedecieron a la misma lógica totalitaria. El ELN, en el segundo caso, y las FARC, en el primero, asesinaron "traidores" que en sus libros denunciaban los extravíos de sus compañeros en la revolución. Ninguno de los dos, por lo demás, había renunciado al proyecto revolucionario.

82Marcelo Torres, "Sobre las discrepancias del Polo en vísperas de su Congreso. Verdades olvidadas pero vigentes", diciembre 12 de 2008. http://wwwpolodemocratico.net/Verdades-olvidadas-pero-vigentes.

83Enrique Santos Calderón, "El espejo de Tacueyó", El Tiempo, Bogotá, 19 enero, 1986, 4-A. Eduardo Pizarro escribió que el "Ricardo Franco" era un espejo en el que debían mirarse todas las guerrillas: "puede constituir un futuro inexorable de proyectos armados, sin espacio real y sin legitimidad popular" (Eduardo Pizarro, "Fin de una era", El Tiempo, Bogotá, 19 enero, 1986, 4C).

84Jorge Orlando Melo, "La misma espada", "Lecturas dominicales" de El Tiempo, Bogotá, 1 abril, 2001, 6-7.

85Mauricio García Durán, "Las negociaciones de paz. Más allá de la coyuntura", Cien Días vistos por el CINEP No. 46 (2001): 11-14.

86Alfredo Molano, "Insurgencia civil", El Espectador, Bogotá, 16 septiembre, 2012, 43.

87Natalia Springer, "¿Estamos pactando con el diablo?", El Tiempo, Bogotá, 24 septiembre, 2012, 23.

88Pascual Gaviria, "Juegos de mesa", El Espectador, Bogotá, 12 septiembre, 2012, 31.

Para citar este artículo: Vanegas Useche, Isidro "El puñal en la garganta del opresor. Intelectuales y violencia política en la Colombia actual", Historia Caribe Vol. XVII No. 40 (Enero-Junio 2022): 251-280. DOI: https://doi.org/10.15648/hc.40.2022.3208

Recibido: 20 de Marzo de 2021; Aprobado: 10 de Noviembre de 2021; : 23 de Noviembre de 2022

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