SUMARIO. Introducción y presupuestos. I. La lógica de la propiedad familiar en el mundo premoderno. II. Evolución de la estructura económica de las familias. III. Pagar por la culpa. IV. Cambios en la concepción del patrimonio familiar en la Modernidad ilustrada: la codificación y el Código de Bello. Conclusiones. Referencias.
Introducción y presupuestos
La responsabilidad civil en materia de familia es hoy un tema en la primera línea de las discusiones de derecho privado1. Esto es resultado de los cambios profundos que en materia de matrimonio y relaciones paternofiliales se vienen produciendo sobre todo en las últimas tres décadas. Dichos cambios sociales se han visto reflejados en la órbita legislativa en materia de derecho privado o en el ámbito internacional de los tratados, pero tal vez su expresión preferente haya sido la jurisprudencia, en especial mediante la cada vez más frecuente integración de normas constitucionales en el seno mismo de la regulación legal de estas cuestiones. Entre otros aspectos en discusión, hoy se debate sobre la aplicación de las reglas generales de responsabilidad civil en el ámbito de la familia y sus integrantes2. Hasta hace poco se entendía que ambas esferas, la del derecho de daños y la del derecho de familia, estaban separadas; hoy, sin embargo, la interrogante se encuentra abierta.
En este trabajo pretendemos exponer el desarrollo histórico que ha tenido la culpa y su precio en materia de familia, en particular la culpa en el divorcio y los efectos patrimoniales que ha generado en nuestra tradición. En otras palabras: nos preguntamos si en el transcurso de nuestra tradición jurídica el cónyuge culpable de un divorcio se ha visto sometido a la obligación de resarcir al cónyuge inocente y, si es el caso, cómo. Nos centramos en la ruptura culposa del matrimonio, pues entre las hipótesis de responsabilidad que actualmente se barajan en materia de familia, es la que más presencia y claridad presenta en el desarrollo de la cultura jurídica occidental. Por lo demás, normalmente la responsabilidad por los daños provocados en el matrimonio, si existe y se reconoce, se hace presente al momento de su ruptura y, a menudo, los hechos que dan origen a una reclamación de responsabilidad son los mismos que originan la ruptura del matrimonio.
Es nuestra intención abordar el fenómeno desde una perspectiva de larga duración, con el fin de comprobar cuál ha sido el origen de nuestros actuales sistemas y el desarrollo que ha modelado su fisonomía presente. Intentamos averiguar, en primer lugar, si existe en la tradición jurídica occidental una preocupación similar a la actual en torno a las consecuencias de una ruptura culposa y los posibles daños que pueda generar para uno de los cónyuges. En segundo lugar, pretendemos describir someramente las soluciones que se han dado a este problema a lo largo de la historia del derecho occidental y reflexionar acerca de su carácter indemnizatorio y sus presupuestos económicos. Por último, intentaremos explicar, abordándolo desde la experiencia del Código Civil de Bello, por qué el derecho de familia actual parece carecer o contar con un régimen especial de responsabilidad en materia de familia que se antoja defectuoso. Es precisamente esa percepción la que abre la discusión sobre la cabida o no del régimen general de responsabilidad en materia de divorcio.
Ahora bien, un sistema compensatorio o de responsabilidad como el actual supone varias cosas: una es el carácter particular de las relaciones conyugales; se trata de una relación de dos, mientras que en el mundo premoderno y precapitalista es a menudo una relación que implica a dos colectivos: las familias de origen de los cónyuges. También supone que el patrimonio inicial de la familia que se forma con el matrimonio sufre por regla general un considerable incremento durante su vigencia. En otras palabras: normalmente se entiende que cuando se constituye una familia nuclear por vía del matrimonio su entidad patrimonial es más bien latente, potencial. Así mismo, la actual ordenación de la familia normalmente supone la existencia de dos esferas patrimoniales, las de cada uno de los cónyuges; en cambio, en buena parte de nuestra tradición hay a menudo tres esferas: las de cada uno de los cónyuges y una que podríamos denominar familiar, compuesta por un núcleo duro de bienes. Este patrimonio a menudo no es potencial, sino que suele tener entidad real desde el momento mismo del matrimonio.
I. La lógica de la propiedad familiar en el mundo premoderno
En el mundo premoderno la fuerza de trabajo está normalmente orientada a la producción de bienes para el propio consumo. Existe solo de forma incipiente la noción de fuerza de trabajo como un bien de mercado. En ese mundo pretérito, la fuerza de trabajo normalmente se vuelca en bienes, propios o cedidos, y de su aplicación sobre ellos se obtienen los medios de subsistencia. Dichos bienes, de algún modo u otro, a menudo se encuentran vinculados a la familia, que, por tanto, se constituye como una unidad de producción. De modo que la existencia misma de una familia supone que existan dichos medios, y su independencia, de que pueda constituir una economía separada (aunque no necesariamente inconexa) de otras familias, como la de los padres de los cónyuges.
En el contexto de una economía precapitalista, el patrimonio es fundamental para apreciar la existencia misma de la familia, tanto que una cosa y la otra a menudo se confunden3. Las reglas que se observan en el derecho, a su vez, mantienen una estrecha vinculación con la realidad económica concreta de la familia. Al respecto, la noción de emancipación es clave, pues supone la salida de un miembro del núcleo patrimonial familiar, su independencia; y en una sociedad precapitalista es la independencia económica la que brinda independencia jurídica y no al revés. Es así al menos desde tiempos del tardo Imperio romano; en esa época, la emancipación de un hijo depende de que este haya formado una economía separada y no tanto de una declaración que genere en el hijo la capacidad de formarla. Nuestra actual idea de emancipación depende de la llegada de un momento marcado por la ley: una persona, por el simple hecho del paso del tiempo, adquiere autonomía respecto de sus padres. Pero en la práctica se trata de una autonomía ficticia, pues simplemente genera una independencia patrimonial potencial. En cambio, en la tradición occidental, ajena a las ficciones jurídicas tan corrientes en el derecho de la codificación, los hijos se emancipan cuando en verdad son titulares de una economía separada; entonces nace su propia familia a la vida jurídica4.
Es cierto que este criterio cambia según la época. Hay algunas en las que no es necesario un acto declaratorio por parte de los padres o la ley y que simplemente se entiende emancipado a aquel que logra la vida independiente; otras en que ambas consideraciones son necesarias, es decir, que exista una economía separada y que se produzca una declaración paterna o legal que reconozca dicha separación; por último, en algunos momentos de nuestra tradición jurídica ambos momentos coinciden, es decir, que la declaración en tal sentido va acompañada con la provisión de bienes que la hacen posible5. En esta tradición, no obstante, no es habitual que se produzca, como hoy, una emancipación por vía de declaración, legal o particular, sin que dicha emancipación se sostenga en una realidad económica existente. Esta última consideración puede hacer de la emancipación un evento sin mayor trascendencia, como ocurre en nuestras sociedades contemporáneas, en las que las familias, después de emanciparse los hijos con la llegada a la edad legal, no experimentan grandes cambios.
En el mundo premoderno, en cambio, el momento de la emancipación de los hijos es fundamental, no solo porque permite crear un nuevo núcleo jurídico patrimonial, sino porque dicho tránsito además se encuentra fuertemente vinculado al matrimonio. El hijo casado, esto es especialmente claro durante el medievo, se considera emancipado6. Esto responde naturalmente a la lógica patrimonial previa a la economía de mercado. Si el trabajo no es un bien de mercado, no es fácilmente concebible la emancipación de alguien que solo cuente con esa capacidad, pues en sí misma dicha capacidad no supone la creación de riqueza. Las rentas que se producen en ese mundo se producen por la aplicación de la fuerza de trabajo sobre ciertos bienes que forman parte del patrimonio propio o familiar. De ahí que sea necesario, para conformar una esfera patrimonial relativamente separada de las familias de origen de los cónyuges, que el matrimonio suponga la preexistencia de un patrimonio propio de los cónyuges, o bien, la creación de dicho patrimonio en el momento del matrimonio. Por eso es tan corriente que en el mundo premoderno las familias realicen donaciones que proporcionan un contenido patrimonial mínimo a la nueva familia. Ese contenido será más denso en la medida de las posibilidades económicas familiares y generará, también según eso, un mayor o menor grado de independencia. El ejemplo tradicional es la donación a los cónyuges de un bien inmueble que permita la generación de frutos necesarios para la subsistencia de la unidad familiar. De este modo, una parte del patrimonio de la familia existe en buena medida desde el momento de constitución de esta. Ese momento es el del matrimonio o los actos como los esponsales que lo anteceden o forman parte de su celebración (cuando lo concebimos como un acto complejo). Dicho patrimonio, además, sobre todo entre los más ricos, estará protegido por una serie de garantías jurídicas que lo diferencian en buena medida del resto del patrimonio que puedan adquirir con posterioridad la familia y los cónyuges.
En efecto, en buena parte de nuestra historia los matrimonios han sido tratos y alianzas entre familias; la implicación política que tengan dichos pactos depende de la altura social que alcancen tales familias, pero la implicación económica de aquellos es indiscutible y trascendental en todas las esferas. En prácticamente todos los grupos sociales y económicos las familias solían realizar transferencias de bienes a favor de los cónyuges o a establecer garantías patrimoniales. La tipología es inabarcable, por lo que nos limitaremos a dar algunos ejemplos más adelante. En el mundo romano dichas aportaciones revistieron la forma de dote; luego, en el tardoimperio, de dote y donación nupcial del marido, de modo que las aportaciones se tornan recíprocas; en la Alta Edad Media vemos que protagoniza las donaciones la dote indirecta, es decir, la donación del marido a la mujer, que se constituye como patrimonio familiar; en la Baja Edad Media y hasta la época de las codificaciones, la dote vuelve a tomar protagonismo en desmedro de la donación del marido7. En todos los casos esos bienes se transforman en el núcleo patrimonial duro de la familia y son revestidos, como se ha dicho, con medidas de protección. Pero lo más importante es que ese conjunto de bienes también es provisto de un destino predeterminado que puede variar según los distintos desenlaces de la vida matrimonial y, esto es lo que nos interesa, en virtud el comportamiento de los cónyuges.
En cuanto más significativas son las transferencias de bienes respecto a la capacidad económica de los cónyuges y sus familias, más estables son los matrimonios, sobre todo si hay descendencia. Esta, en efecto, es una de las finalidades de dichas donaciones. Ya en la época romana algunos literatos hacían observaciones en este sentido, pues muchas veces una buena dote significaba la imposibilidad, por ser inviable económicamente su devolución, de disolver el matrimonio8. Pero los objetivos que persiguen estas donaciones y su especial régimen jurídico no se agotan ahí. Antes de entrar en esa cuestión, que está, por cierto, muy relacionada con el tema central de este artículo, es necesario observar algunos ejemplos prácticos del funcionamiento de estas donaciones nupciales.
II. Evolución de la estructura económica de las familias
El matrimonio romano desataba pocos efectos jurídico-patrimoniales. En tiempos arcaicos (antes del siglo III a. C.) no suponía la creación de una nueva esfera patrimonial, es decir, no inauguraba una esfera distinta de las ya existentes antes de él. Las dos familias de origen, familias extensas bajo la dirección de un paterfamilias, no experimentaban ningún cambio sustancial. Ni se creaba una nueva entidad ni se dividían las existentes; el hijo o la hija no se emancipaban tampoco. En el caso del hijo, seguía bajo la potestad de su padre; en el caso de la hija, pasaba de la potestad de su padre a estar bajo la potestad de su suegro. El único efecto patrimonial era el traspaso de una suma de bienes en forma de dote de una familia a la otra. La finalidad de dicha donación era subvenir los gastos de la vida matrimonial. No obstante, incluso antes de la entrada del primer milenio de nuestra era, estos efectos comenzaron a incrementarse. Cada vez fue menos frecuente que las hijas pasaran a la potestad de sus suegros (matrimonio sine manu) y que por tanto dejaran de formar parte de su familia de origen. Esto supuso que la dote pasara a formar parte del patrimonio del padre del marido, pero que la mujer mantuviera su estatus de hija respecto de su padre, o bien de mujer independiente, si este había muerto. Paralelamente el divorcio se hizo más frecuente9 y, por tanto, se hizo necesario discernir el destino de los bienes dotales en caso de muerte de alguno de los cónyuges y en caso de divorcio.
Al final de la evolución del derecho romano, la dote se considera cosa de la mujer, aunque formalmente sigue integrando el patrimonio del marido o de su padre si él no está emancipado, aunque la administración de los bienes de la dote le corresponde al marido. Como cosa de la mujer, la dote fue revistiéndose de una serie de garantías para evitar que mermara su valor hasta llegar a concebir una hipoteca general sobre los bienes del marido que asegurara su devolución o al menos el reintegro de su valor en caso de disolución10.
Todas estas medidas no interesaban solo a la mujer, sino a toda su familia, y quizá a esta más que a aquella. La intención de todas estas reglas era que la familia del marido no se enriqueciera a costa de la familia de la mujer y que, llegada la circunstancia de la disolución del matrimonio, la situación económica fuera retrotraída, en los márgenes de lo posible, a la situación anterior al matrimonio.
En época cristiana, sobre todo a partir del emperador Constantino, aparece una nueva donación que se suma a ese núcleo patrimonial que estaba conformado por la dote. Se trata de denominada donatio propter nuptias11. Se trataba de una donación hecha por la familia del marido o por el propio marido a la mujer en contrapartida a la dote. La tendencia, al menos en la legislación, fue la de equiparar ambas donaciones y someterlas también a ambas al régimen protector establecido para la dote. Ambas donaciones contribuyeron así mismo a reforzar la idea, presente ya en aquel tiempo, conforme la cual el matrimonio suponía la creación de una esfera patrimonial independiente de las familias de origen de los cónyuges, es decir, que el patrimonio de los hijos casados de alguna forma se independizaba total o parcialmente del de las familias de origen; esto equivale a decir que se emancipaban12. De modo que la familia que se inauguraba con el matrimonio presuponía, desde el principio, el nacimiento de un núcleo patrimonial familiar no potencial (como hoy, por ejemplo), sino efectivo.
La evolución de estas dos donaciones se vio determinada por una serie de factores económicos y sociales que han sido objeto de discusión durante las últimas décadas13. Lo cierto es que fue la donación del marido la que cobró un papel preponderante y la dote en cambio uno secundario, y en muchos casos, inexistente. En la Alta Edad Media observamos que lo normal, salvo algunos casos, sobre todo en las esferas más altas de la sociedad, es que la dote no se practique o no sea una donación de mayor entidad14. Aun así, se entiende que el matrimonio inaugura una esfera patrimonial distinta de la que conforman las familias de origen y que ciertos bienes, o al menos una cuota del patrimonio del marido, se ven afectados por un régimen especial destinado a servir a diversos fines. El principal de ellos es el de constituirse como sustento al cónyuge viudo o a este y a los hijos, si los hay. De modo que el patrimonio de garantía, como lo podríamos denominar, ese núcleo patrimonial denso de la familia nuclear, tiene en cierta forma una vida autónoma dentro de todas las esferas que pueden confluir en las relaciones patrimoniales de una familia.
En épocas más recientes, sobre todo a partir de los siglos XII o XIII, la dote, por diversas circunstancias económicas, vuelve a cobrar protagonismo en todo el mundo mediterráneo, sobre todo entre las familias adineradas. Nos encontramos en la época de los linajes, que mediante redes de alianzas fueron conformando los núcleos de poder político de la vieja Europa, la del Antiguo Régimen. Se trata de grupos de poder que superan por mucho la entidad patrimonial de una familia nuclear e incluso de una extensa. Entre estos linajes, el matrimonio, como en la antigua Roma, es una cuestión política, y en esa medida la donación que pudiera hacer una familia o la otra al momento del matrimonio de sus hijos responde a finalidades también políticas. Los matrimonios, lo dijimos al principio, son alianzas entre familias; en esta época y en estos altos círculos sociales lo son aún más. De modo que la entidad de la dote puede variar según sirva para ascender socialmente o para adquirir cuotas mayores de poder e influencia. Así, una familia poderosa podrá exigir para el matrimonio de sus hijos cuantiosas donaciones, pues supone dicho matrimonio una mejora en la posición social de la familia de la mujer. La donación del marido, si se presenta, se considera un incremento de esa dote, una cantidad que se suma a su cuantía. En todo caso, la dote o la dote y su incremento forman siempre ese núcleo patrimonial denso destinado al cónyuge viudo o a este y los hijos. Sirve también, como en el caso del antiguo mundo romano, para dar estabilidad a la unión. El resto de la población, no partícipe de los juegos de poder de las altas esferas, mantiene una organización similar, aunque con menos implicaciones ajenas a las económicas inmediatas.
En efecto, la mayor parte de la población se encuentra ante la imposibilidad de efectuar transferencias patrimoniales muy relevantes que den contenido suficiente, desde la perspectiva de sus fines, al núcleo patrimonial denso de la familia. En ese escenario, se recurre a las comunidades de bienes entre cónyuges que afectan el patrimonio existente y el futuro con cuotas destinadas a los mismos fines que el núcleo patrimonial denso. Este sistema propio y tradicional, sobre todo de la parte castellana de la península ibérica y de toda América hispana, tiene un origen altomedieval y se enmarca en esta dinámica de donaciones. Este caso es particular, pues supone que el núcleo patrimonial denso de la familia se constituye por el patrimonio presente y por el futuro de los cónyuges. De esa forma todo el patrimonio presente y futuro de los cónyuges seguirá la misma suerte que las donaciones nupciales que constituyen el núcleo denso, pues se integran a él en el momento de la disolución del matrimonio. Es probable que estas comunidades de ganancias se hicieran necesarias, en la medida en que transferir bienes suficientes de una familia a otra fuera complicado en alguna época. Es decir que, ante la imposibilidad de hacer donaciones mejores, se implicaba también el patrimonio futuro dentro de las garantías que forman ese núcleo patrimonial denso (y en este caso no tan denso)15.
En síntesis, si hemos de caracterizar la estructura típica de la familia en el mundo preindustrial y preilustrado, debemos centrarnos en esta idea del núcleo patrimonial de la familia. Se trata de un núcleo que se puede ver incrementado en el caso de que involucre también las ganancias que experimenten los cónyuges cuando se pacta la sociedad de ganancias o incrementado por la totalidad del patrimonio de los cónyuges cuando se presenta una comunidad universal de bienes. Este núcleo patrimonial denso o núcleo de garantía supone que la familia nace con un patrimonio que le da existencia; no crea simplemente una capacidad de adquirirlo ni se funda únicamente en el patrimonio potencial de los cónyuges. Al contrario, dicho patrimonio adquiere vida propia y separada de dichas esferas propias de los cónyuges; es propiamente un patrimonio familiar. Un patrimonio que tiene, como se ha ido apuntando previamente, diversas finalidades.
Ese núcleo patrimonial denso define la dignidad de la unión sobre todo en círculos aristocráticos, pero no solo ahí, pues en general la presencia de estas donaciones sirve, sobre todo en la Antigüedad y en la Alta Edad Media, para diferenciar el concubinato del matrimonio. La entidad de ese patrimonio y su difícil disolución (en términos económicos) le da estabilidad a la unión, una unión que, como se ha dicho, implica no solo a los cónyuges, sino también a sus familias. Es también una herramienta de ascenso social, pues en la medida en que se incrementa su valor sirve para cerrar mejores acuerdos con familias de un nivel superior. Sirve, así mismo, y esta es su función principal u originaria, para dar viabilidad económica a la familia y resolver la suerte del cónyuge viudo o de este y sus hijos, pues esos bienes, con independencia de lo que suceda con otros bienes que conforman la familia, permanecerán en poder del cónyuge viudo y sus descendientes. Tanta es la ligazón de ese patrimonio con la familia nuclear a la que dio origen que, si hay nuevas nupcias del cónyuge sobreviviente, se reservará para los hijos del primer matrimonio16. Por último, y este es el punto que nos interesa tratar, este patrimonio de garantía sirve también para castigar la culpa e indemnizar al inocente en un divorcio.
En efecto, la culpabilidad en una ruptura y la necesidad de indemnizar al inocente y castigar al culpable no es una cuestión ajena al derecho de otras épocas. La manera de conseguirlo, eso sí, difiere de la actual o de las posibles alternativas que se discuten hoy. Si se quiere, la indemnización, que es a la vez pena para el culpable, está de cierta forma prefijada y se verifica simplemente cambiando el destino natural de los bienes que pertenecen al núcleo patrimonial denso de la familia. Si el destino de esos bienes era la manutención de la familia o del cónyuge viudo o de este con sus hijos, en caso de culpa, el destino de dichos bienes será penar al culpable y beneficiar al cónyuge inocente.
III. Pagar por la culpa
No es casual que un uso entre los romanos para significar el divorcio unilateral fuera proferir al cónyuge la expresión "Toma tus cosas". Esa frase, que no tiene en sí misma un valor jurídico formal, designa no obstante con claridad el efecto y el carácter patrimonial del divorcio; los cónyuges se hacían cada uno con sus cosas, y la situación económica tendía a ser la misma que antes del matrimonio.
Pero en ese mismo mundo romano, sobre todo a partir de la difusión del cristianismo, paulatinamente fueron restringiéndose las causales que podían legítimamente dar causa al repudio unilateral. Esto abrió un filón en materia de responsabilidad. Si existen repudios unilaterales lícitos también los habrá ilícitos, y si ese es el caso, debe existir una manera de compensar al cónyuge afectado. Al revés, si el repudio se produce por una causa lícita y esa causa es un acto nocivo para el cónyuge que repudia, entonces también este debe ser resarcido.
Los juristas romanos nunca fueron dados a redactar listas con requisitos o causas taxativamente señalados. Este caso no es la excepción. Lo que sí hicieron fue poner ejemplos de causas aparentemente suficientes para poder repudiar de forma lícita al otro cónyuge. Veamos primero una de esas ejemplificaciones en las que se establecen causas de divorcio lícitas para las mujeres:
[...] Si una mujer hubiere descubierto que su marido es adúltero, un homicida o un envenenador, o que ciertamente maquina alguna cosa contra nuestro imperio, o que fue condenado por crimen de falsedad, si hubiere probado que es violador de sepulcros, si que ha sustraído alguna cosa en los edificios sagrados, así que es ladrón o encubridor de ladrones, o cuatrero, o plagiario, o que por menosprecio de sí propio ha tenido, viéndola ella misma, en su casa reunión con mujeres impúdicas (que es también lo que exaspera más a las castas), si que ha puesto asechanzas a su propia vida con veneno, con puñal, o de otro modo semejante, si que la castigaba con azotes, que son impropios de las ingenuas [.. .]17.
Por su parte, en la misma ejemplificación anterior un varón puede repudiar a su mujer si descubre
que es adúltera, o envenenadora u homicida, o plagiaria, o profanadora de sepulcros, o que sustraía alguna cosa en los edificios sagrados, o que era encubridora de ladrones, o que ignorándolo él o no queriéndolo, asistía a festines de hombres extraños, o que contra la voluntad del mismo pernoctaba ciertamente sin justa o admisible causa fuera de su casa, o que prohibiéndolo él se solazaba en los juegos del circo o de los teatros o en espectáculos de la arena en los mismos lugares en que estos suelen celebrarse, o que le ponía asechanzas con veneno, con puñal, o de otro modo semejante, o que era cómplice de los que maquinaban algo contra nuestro imperio, o que intervenía en crimen de falsedad, o se hubiere probado que le levantaba sus audaces manos [.. .]18.
Es fácil apreciar que las causas que se establecen no distan mucho de las que hoy calificaríamos como suficientes para el divorcio unilateral: crímenes contra el orden público, contra la religión, contra el honor del matrimonio y contra la persona del cónyuge. Estos actos, en la percepción de los juristas romanos, son lo suficientemente graves como para justificar el repudio y, aquí lo que ahora nos importa, generar una indemnización en favor del cónyuge afectado.
De modo que podemos distinguir cuatro hipótesis. Un divorcio bilateral que no acarrea consecuencias patrimoniales más que el retorno a la situación anterior al matrimonio19. Un divorcio unilateral o repudio sin culpa de ninguno de los cónyuges (por ejemplo, por razones de enfermedad, caída en esclavitud o impotencia), que tampoco acarrea otras consecuencias patrimoniales distintas de las mencionadas. Un divorcio unilateral o repudio sin justa causa, es decir, que no tiene justificación alguna, ni de las culposas ni de las que no los son. Por último, el divorcio culpable, es decir, el repudio de un cónyuge al otro que ha incurrido en alguno de los actos mencionados arriba u otros de similar gravedad. Estos dos últimos tipos de divorcio son los que acarrean responsabilidad patrimonial para el cónyuge que repudia, en el caso del divorcio sin justa causa, o para el cónyuge inocente, en el caso del divorcio culpable.
La pena es gravísima; se trata nada más ni nada menos que de la pérdida de los bienes que conforman el patrimonio de garantía, ese núcleo denso de la familia nuclear. Es decir, el cónyuge culpable pierde esos bienes en favor del cónyuge inocente. En general, la historiografía no ha tratado estas disposiciones como un régimen de indemnizaciones, pues en los textos aparece redactado como una pena para el culpable. Pero, en realidad, el efecto económico, además de la pena, es evidentemente reparador. La pena es tan grave que, si observamos la solución, veremos que es la misma que se produce cuando uno de los cónyuges muere. Los bienes que le corresponden en el patrimonio familiar al cónyuge muerto favorecen a la viuda y a los hijos. En otras palabras, la culpa en el divorcio es, en términos económicos, equivalente a la muerte, salvo por los bienes propios del cónyuge culpable, pues estos los puede conservar.
Puede verse también que este régimen de responsabilidad tiene bastantes peculiaridades. La primera es que la entidad de la indemnización está prefijada. Esto, tal vez, ante los ojos de un civilista contemporáneo pondría en cuestión dicha naturaleza, es decir, la naturaleza indemnizatoria de esta regla. No obstante, a los ojos de un jurista de la época y de las siguientes no es así. Al contrario, con el matrimonio y los pactos económicos que le acompañan, de alguna manera queda establecido el valor que la unión matrimonial tiene para ambas familias. Se trata de una unión tasada, y dicho valor es precisamente el que los bienes transferidos en forma de donaciones tienen, pues pueden perderse ante la mala conducta del propio hijo o hija en favor del otro cónyuge y su familia. En el caso de regímenes que incluyen gananciales, a ese núcleo originario se añaden las ganancias que el patrimonio familiar experimente.
Por otro lado, como ya advertimos, la posición que tienen los juristas de épocas precapitalistas frente a la riqueza es distinta. Los bienes que le dan entidad económica a la familia en el momento del matrimonio son una fuente de riqueza, en la medida en que mediante la fuerza de trabajo de la familia se extrae de ellos frutos para un sustento mínimo; en otras palabras, el patrimonio no es un futurible, sino que se parte de él sumado al trabajo para crear el sustento familiar. Es precisamente ese patrimonio el que se somete a un régimen especial que puede convertirlo en pena e indemnización en caso de disolución culpable del matrimonio. Su existencia es sinónimo de garantizar dicha indemnización y darle un carácter privilegiado ante otras obligaciones de los cónyuges. De ahí que podamos afirmar su carácter indemnizatorio, pues si bien la manera de tipificar las instituciones de contenido económico se aleja de nuestros parámetros, sobre todo después de la codificación, es claro el efecto que persigue. El hecho de que el valor de la indemnización se fije ex ante y no después de producido el daño y que no tenga relación directa con una posible avaluación de este no debe conducirnos a descartar el carácter indemnizatorio de esta institución. Al contrario, desde la perspectiva de los juristas de la época, constituye un régimen especial de responsabilidad en toda regla. En el derecho premoderno esto es así en buena parte de las relaciones jurídicas, salvo en los casos de daños a terceros extraños, en las que la lógica es más parecida a la actual, en la medida en que es imposible asegurar mejor la reparación del daño. En el resto de los vínculos, dicho derecho fija normalmente ex ante el valor económico de las relaciones jurídicas y asegura que las faltas sean resarcidas mediante patrimonios afectos a un régimen especial (se trata de una garantía fuerte en comparación con la débil prevista para relaciones con terceros extraños). Este es el caso de las relaciones de familia, en especial las conyugales. Al ser planteadas de esta forma, la indemnización es siempre y a la vez pena, y en la retórica jurídica es este último carácter el que prevalece cuando se regula. No obstante, desde un punto de vista económico y teleológico, como ya hemos señalado, el mecanismo funciona como indemnización. Con la codificación, inmersa en la lógica del liberalismo económico, dichos patrimonios afectos (garantía fuerte) y esas penas que estaban conectadas con ellos se reducirán y, en cambio, se abrirá paso una concepción distinta del patrimonio y la de daño, que es la que hoy da contenido a la idea de indemnización.
Visto así, desde finales del Imperio romano el divorcio culpable suele suponer sanciones, y estas se repiten una y otra vez en el derecho de la Europa cristiana que se fue formando después del desmembramiento de dicha organización política. Las causales del repudio unilateral, no obstante, pronto se restringen bastante. La más importante, la que además generó un debate secular en la Iglesia, es el adulterio, en particular el adulterio de la mujer. Además del problema de la autenticidad genética de la prole que puede suponer esa falta, el adulterio como causa justificada de repudio, y por tanto suficiente para configurar la culpa en el cónyuge infractor, tiene un respaldo evangélico. El evangelio de San Mateo, igual que los demás, condena el divorcio; no obstante, deja abierta una excepción para el caso de fornicación de la mujer (porneia, en el original griego)20. De modo que la mayoría de las legislaciones medievales, si bien restringen las causales de divorcio, suelen dejar a salvo al menos la hipótesis del adulterio como causal justificada de divorcio y constitutiva de culpa (y por tanto, de sanción) para el cónyuge infractor.
Así, por ejemplo, en el derecho visigodo el divorcio por adulterio se admitía siguiendo la doctrina de la Iglesia. Además, se sancionaba el repudio sin justa causa de tal modo que si el marido repudiaba a la mujer, perdía la donación y todo bien de la mujer; en cambio, si la mujer repudiaba, debía restituir la donación y perdía los bienes donados al marido, además de restituir cualquier otra donación. Recesivito aplicó la misma regla a los esponsales21. En las Siete Partidas la regla es similar: la dote vuelve a la mujer, excepto pacto en contrario, adulterio de la mujer o costumbre contraria. El marido, en el caso de adulterio de la mujer, se queda también con las arras y la donación22. Con mayores o menores variantes, los textos de derecho castellano medieval y moderno siguen la misma línea, es decir, considerar que esas donaciones y ganancias, en el caso de que haya comunidad de gananciales, son un patrimonio que cambia su destino natural cuando se comete adulterio23. Es muy común que en estos textos se disponga que si hay hijos el cónyuge inocente gana el usufructo de los bienes familiares y los hijos la nuda propiedad.
De esta manera, el esquema del régimen de responsabilidad no varía en lo esencial, sino simplemente las causas que gatillan su aplicación se restringen, normalmente a la hipótesis del adulterio como mínimo.
Con el paulatino asentamiento de las ideas cristinas, como se ha visto, las causales de divorcio son restringidas, y la viabilidad de este, entorpecida. Este es un movimiento que comienza ya con los primeros emperadores cristianos y no se detiene durante todo el medievo. No obstante, los intentos de la Iglesia por conferirle carácter indisoluble a la unión carecieron de éxito, entre otras cosas porque ni la propia doctrina de la Iglesia al respecto era clara ante algunos supuestos, como el del citado inciso de Mateo. Entre los siglos x y xv la doctrina de la indisolubilidad se fue asentando poco a poco y las posibilidades de divorcio con disolución del vínculo conyugal reduciendo su alcance a determinadas y muy excepcionales hipótesis24.
No obstante, después del triunfo de la doctrina de la indisolubilidad, en el aspecto económico el régimen sigue de alguna manera subsistente. Si bien prácticamente no es posible la ruptura del vínculo, sí lo es la sanción y la indemnización por faltas graves, en especial el adulterio. De este modo se dan regímenes en los que existe una serie de medidas de separación patrimonial y de cuerpos que no disuelven el vínculo matrimonial, pero en las que se considera la indemnización para el cónyuge inocente. Esta es la tradición que llega al Código de Bello.
IV. Cambios en la concepción del patrimonio familiar en la Modernidad ilustrada: la codificación y el Código de Bello
Según los filósofos de la Ilustración, la familia es una institución de gran interés. Normalmente se suele poner mayor atención a la faz política del pensamiento dieciochesco y decimonónico y se olvida que la línea de flotación del Antiguo Régimen tenía dos flancos: por un lado, esa faz política y, por otro, la organización del mundo privado. Nada se podía obtener de un cambio en la organización política (separación de poderes, garantías individuales, etc.) si no se reconstruía también el ámbito priva do, o más bien, si no se creaba tal como lo concebimos desde el siglo XIX[2525]. Por eso los instrumentos jurídicos de la Ilustración atacan a esas dos caras. Por una parte, las nuevas constituciones escritas reformadoras a la francesa y, por otra, códigos civiles que reformulan las relaciones privadas de la sociedad civil.
En ese contexto, la filosofía ilustrada propone desarticular los grandes linajes y todas las restricciones que estos generaban al acceso a la propiedad inmueble como los mayorazgos, fideicomisos, censos, usufructos sucesivos y vitalicios, etc. La idea era basar la sociedad civil en lo que ellos concebían como la familia natural. Esa familia natural, según ellos, no es otra cosa que una familia nuclear. De ahí que todos los códigos civiles o muchas leyes especiales dictadas en la primera mitad del siglo XIX contengan normas restrictivas de todas estas instituciones26. De este modo, las reformas de la Ilustración en materia de familia y sucesiones pretenden ser un torpedo a esa línea de flotación del Antiguo Régimen. Cuando se habla en esa época de libre circulación de los bienes, de igualdad, de legítimas o de limitar la potestad paterna, lo que está detrás es precisamente la desarticulación de los regímenes patrimoniales de las familias del Antiguo Régimen.
Esta nueva familia ya no es un actor político, y poco a poco deja de ser también una unidad de producción para someterse a las nuevas reglas de un mercado capitalista y liberal que nace también en este periodo. La familia puede dejar de ser una unidad de producción, poseedora de un capital sobre el que aplica su fuerza de trabajo, para convertirse sus miembros en proveedores de esa fuerza de trabajo por cuenta ajena. Está claro que la nueva configuración del mercado y el nuevo papel de la fuerza de trabajo impulsado también por la revolución industrial afectó la configuración económica de las familias. Si el trabajo se vuelve una mercancía, será precisamente por medio del trabajo por lo que las familias obtienen patrimonio. De modo que dicho patrimonio familiar ya no se conformará según la versión dura que conocíamos hasta entonces, sino que será un patrimonio blando apoyado sobre todo en futuribles provenientes del trabajo y de la herencia, no en donaciones recíprocas ni en el patrimonio que se construye en torno a ellas27.
Esto último, la herencia, es fundamental, pues si hasta entonces el momento de división del patrimonio familiar (o de una parte de él) era el matrimonio de los hijos, en esta época, el momento de división será la muerte de los padres, tal como hoy. Por eso, a nosotros, como observadores contemporáneos, nos resulta ajena una división patrimonial de la familia que ocurra en el momento del matrimonio. Pero si atendemos al criterio de la riqueza en el mundo precapitalista que hemos comentado más arriba, nos resultará natural que los hijos que se casan deban contar con un patrimonio que les permita generar rentas aplicando sobre él su fuerza de trabajo. Esto se consigue mediante las donaciones recíprocas que hemos mencionado y mediante la inclusión de los gananciales a ese núcleo duro.
De modo que dos conceptos clave como eran el matrimonio y la emancipación cambian de fisionomía. Ambos, como señalamos, solían darse a la vez; la emancipación por economía separada era posible por las donaciones que las familias de origen realizaban a favor de los cónyuges para dar entidad patrimonial a la nueva familia. En la nueva configuración del orden familiar la emancipación responde simplemente al paso del tiempo y no guarda ninguna relación con la capacidad real de los hijos de formar una economía separada. El derecho nuevo declara capacidades, pero no las llena de contenido; el anterior no declara, sino que está atento a realidades materiales que luego reconoce. Este es uno de los cambios más importantes que consolidó la Ilustración (pues venía gestándose desde antes) en la manera de entender el derecho y se presenta constantemente, no solo en estas materias, ni siquiera solo en la órbita derecho privado.
El matrimonio, por su parte, no supondrá más un momento de distribución de la propiedad. Para casarse hará falta simplemente capacidad para hacerlo. De esa manera, creían también los juristas ilustrados, se garantiza mejor la independencia de los hijos y su libertad para el matrimonio, pues no dependen de las liberalidades de sus padres. El momento en que los hijos reciben bienes de sus familias de origen será pues únicamente la muerte de los padres; de ahí que señalemos que el patrimonio familiar es un futurible en la época de la codificación. La familia reemplaza la provisión bienes con ocasión del matrimonio por educación o formación para el trabajo. Es el trabajo el que genera bienes y no los bienes los que suponen trabajo para hacerles rendir fruto.
Ahora bien, aun con este cambio a cuestas, ni el derecho de la última época de la monarquía ni el derecho de la codificación abandonaron el régimen especial de responsabilidad en materia de divorcio culpable. En el Código Civil, Bello apenas deja un rastro de las antiguas donaciones que podían construir un núcleo patrimonial duro, aunque permite los pactos que tengan por fin dichas donaciones y su destino final. En cualquier caso, de su propia redacción, se desprende que se trata de un régimen secundario y a la postre sin gran aplicación práctica28.
En lo que sí es fiel el Código a la tradición arrastrada desde la Edad Media es en el destino de los gananciales. El Código establece como régimen general la sociedad de muebles y ganancias y establece las normas de distribución. Normalmente esta debe dividirse por mitades con algunas excepciones29, la más importante es el caso de divorcio (sin disolución del vínculo) por culpa de la mujer que ha cometido adulterio30. Es este el colofón a una larga evolución que comenzó con la concepción del divorcio culpable y la necesidad de resarcimiento a favor del cónyuge inocente, que luego vio restringidas las causales en la medida en que se imponía poco a poco la doctrina de la indisolubilidad, una evolución que terminó por aceptar solo la causal de adulterio de la mujer y que, por último, suprimió el divorcio vincular pero mantuvo la sanción patrimonial por el adulterio de la mujer.
De esta manera, el sistema que establece el Código entiende que los gananciales son el patrimonio de la familia y que ese patrimonio se dividirá normalmente por mitades, en caso de muerte de alguno de los cónyuges o por disolución de la sociedad conyugal. No obstante, ese patrimonio puede cambiar su destino natural para indemnizar al cónyuge inocente, pero solo en el caso de adulterio. Así mismo, consciente de la tradición de las donaciones recíprocas, Bello las permite y también su revocación en caso de divorcio31.
Al final de esta regulación, el codificador permite también que el juez aprecie el resultado de aplicar este régimen y modere el efecto de las indemnizaciones y revocaciones según la conducta de los cónyuges32. No le parece de justicia que el marido se vea beneficiado por los bienes de la familia si él, por su parte, no ha respetado una conducta propia de quien reclama por el adulterio de su mujer. Tampoco deja que esta pierda los bienes aportados al matrimonio, sino solo los gananciales; por eso señala en sus observaciones que el que establece es un régimen favorable a la mujer. Esa afirmación no se entiende si no se conoce la tradición que recoge Bello en el Código33.
El legislador posterior se encuentra frente a un régimen de responsabilidad por divorcio culpable extremadamente mutilado por la larga evolución que hemos descrito. Como es lógico, le parece excesiva la sanción contra la mujer y por tanto deroga los artículos que establecen la excepción a la división igualitaria de los gananciales cuando hay divorcio culpable por adulterio34. Eso, en otras palabras, significó el fin de la concepción de los gananciales como un patrimonio familiar que podía servir, cual régimen especial, para indemnizar a un cónyuge inocente. El patrimonio de la familia desaparece en su versión tradicional y subsiste un capital que, si bien es social durante la vigencia del matrimonio, no puede variar su destino según si el matrimonio se disuelve de forma natural o por culpa de los cónyuges. Es un capital, para decirlo de forma expresiva, sin moral. Siempre vuelve a su dueño, sin que importe lo que este haga.
De modo que, después de las reformas al Código Civil, perece el régimen especial de responsabilidad por causa de divorcio culpable y, podríamos decir, en general el régimen especial de responsabilidad establecido para las relaciones familiares, o al menos las conyugales. Solo quedan vigentes sus accesorios, esto es, el derecho de alimentos que figuraba en el tradicional régimen especial como un complemento a la indemnización principal cuando esta no fuere suficiente.
Conclusiones
Si nos atenemos a los movimientos patrimoniales más que a su tipificación jurídica, vemos que desde que existe divorcio culpable también existe un régimen especial para indemnizar al cónyuge inocente. En su tipificación dicho régimen se abordó siempre como un régimen sancionador. Ya hemos explicado que, en vista de la dinámica económica de las épocas preindustriales, ese régimen sancionador es, al mismo tiempo en su reverso, un régimen indemnizatorio. El modelo es simple: el cónyuge inocente se beneficia de los bienes que componen un núcleo duro del patrimonio familiar formado por los gananciales y las donaciones mutuas que se hacen los cónyuges (o solo por los gananciales, cuando no hay transferencias de propiedad entre las familias). Ciertamente la historia de este sistema es accidentada, porque la del propio divorcio lo es. En la medida en que este va siendo restringido, también las posibilidades de dicho régimen se van agotando. Había sido previsto inicialmente para cualquier infracción grave de cualquiera de los cónyuges, pero finalmente queda circunscrito al caso único del adulterio de la mujer. Mediante este caso, el régimen logra incluso subsistir a la desaparición del divorcio vincular en el mundo medieval. Desde entonces, en los países católicos, este régimen sirvió para los casos de divorcio sin disolución del vínculo o separación. Es esta la tradición que reciben la mayoría de los códigos modernos, en particular el de Bello, tal como hemos apreciado.
Al poco andar, el legislador suprime el régimen, por injusto, por discriminatorio, por anacrónico. ¿Podría haber optado por una vía diferente? Creo que sí. En vez de suprimir el régimen de responsabilidad en los términos en los que lo recogió Bello, podría haber recuperado su configuración original, esto es, definir causales graves que dan lugar al divorcio culpable e igualarlas entre hombres y mujeres. De esta manera, tal como en su configuración original en la antigua Roma, el cónyuge que cometiera faltas graves contra el otro cónyuge, su vida y su honor, u otros delitos graves contra el orden público, podría dar lugar a un divorcio culpable y a la posterior indemnización en favor el cónyuge inocente, en el caso de que las faltas fueran de gran entidad. En vez de eso, la sociedad conyugal cambió una parte importante de su configuración, pues eliminó el régimen de responsabilidad que había tenido durante gran parte de la evolución de nuestra tradición jurídica. Había razones para ello; Bello, por ejemplo, recela de la investigación judicial en temas tan complicados, tan escabrosos en el marco de un proceso de divorcio. Si hay culpa grave (refiriéndose al adulterio), dice Bello, el marido tiene a su disposición la acción penal. Hoy, tal vez, Bello diría que el cónyuge inocente tiene a su haber las acciones ordinarias de responsabilidad civil35.
No obstante, la pregunta sobre la posibilidad de aplicar el régimen general de responsabilidad en materia de familia, y en particular en casos de divorcio culpable, no puede obtener respuesta desde la historia. Y el vacío que dejó la codificación no justifica por sí mismo la discusión ni permite cerrarla en un sentido u otro. No obstante, sí es posible decir que la supresión de dicho régimen parece haber dejado las puertas abiertas a un debate sobre los daños en el ámbito de la familia que entonces difícilmente se hubiera planteado, pero hoy se vuelve acuciante ante un modelo de familia distinto del modelo al momento de la codificación y ante una nueva concepción de las relaciones interpersonales.