Introducción
Para Stuart Hall -uno de los actores principales que quiero situar y seguir en esta historia sobre el devenir de los Estudios Culturales -, analizar y explorar la conexión e interacción entre la cultura y el poder serían lo que con más claridad caracterizarían aquellas apuestas, aquellos proyectos e intervenciones que se harían en nombre de unos Estudios Culturales de su interés (Hall y Mellino 2011). Quiero enfatizar las itálicas su, pues parece bastante paradójico este interés por cifrar un campo de estudios y prácticas que justamente ha buscado escaparse de unas axiomáticas disciplinarias. Y más aún cuando en la misma entrevista Stuart Hall habla de la inminente “creolización de los Estudios Culturales”, que reúne disciplinas, intereses y tradiciones heterogéneos de pensamiento. Desde su visión, los Estudios Culturales confrontan coyunturas históricas específicas y diferentes; esta es la razón por la cual, dice Hall, resulta imposible realizar Estudios Culturales como los que realizaba en su momento (Hall y Mellino 2011, 19). Resulta impensable seguir proponiendo que los practicantes de los Estudios Culturales, y dejo una provocación, pensados desde este rótulo o no, deban reproducir con exactitud las líneas de investigación, las discusiones y los debates del mítico Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de Birmingham, donde se congregarían las figuras centrales y fundacionales de esta historia. Comentario aparte merece la debida contextualización de dicho centro y de sus controversias internas, cambios de paradigmas y posiciones intelectuales que deben complejizar también la mirada de este Centro con alineaciones intelectuales homogéneas y unitarias.1
Es decir, más que reclamar a unos autores o incluso unas tradiciones específicas (por ejemplo, Estudios Culturales de corte gramsciano), lo que me interesa en este artículo2 es afirmar la urgencia de posicionar un tipo de pensamiento complejo y tremendamente materialista - importante concepto que tendré que discutir más adelante-, que busca diagnosticar de mejor manera, léase, de una manera compleja, nuestro presente. Estoy defendiendo y posicionando, y por eso valdrá la pena este ejercicio, una práctica intelectual urgente para nuestros tiempos del telemarketing neoliberal y la instrumentalización del conocimiento académico como creador de consensos y sentidos comunes. Muchos dirán que tal propósito puede resultar un tanto desfasado y hasta anacrónico luego del cierre del mismo Centro de Estudios Culturales Contemporáneos en Birmingham, en 2002; como si con tal cierre se hubiera clausurado este proyecto intelectual que osciló entre ser un proyecto académico y uno no académico. Como si con esta clausura se sentenciara su relevancia en el mundo académico, señalando a su vez, como Hall reflexionó, el triunfo del contraataque de los estudios disciplinarios. Lejos de eso, como la misma entrevista realizada por Mellino a Hall lo confirma (Hall y Mellino 2011), hoy vemos con claridad la efervescencia de unos Estudios Culturales necesariamente globales y creolizados en América Latina y Asia, con sus aportes e intervenciones a un pensamiento crítico del presente.
En este artículo quiero entonces intentar elaborar un mapa de cuatro conversaciones o tradiciones de pensamiento en los Estudios Culturales que muchas veces se han contaminado e influenciado mutuamente, pero que, para efectos analíticos, aquí separaré. Se trata, como siempre, de un mapa provisional al cual tendré que volver muchas veces para rectificarlo o complejizarlo aún más. Seguramente, no todos los practicantes de los Estudios Culturales se verán reflejados en este mapa personal y posicionado. No es mi interés llegar a un consenso ni totalizar un mapa definitivo para los Estudios Culturales. En última instancia, se trata de un mapa parcial para empezar una conversación. Quisiera presentar los cuatro vértices que, para mí, aparecen como centrales para pensar la relación entre la cultura y el poder en Estudios Culturales.
En primer lugar, me quiero referir a la influencia de una tradición proveniente del estructuralismo que, en términos generales, repensó el lenguaje como un sistema de ordenación, como una fuerza impalpable y omnipresente que transformó la pregunta ontológica del ser por la pregunta del lenguaje y del sentido (Peña 2016; Saavedra 2002; Saussure 1945). En términos muy esquemáticos, se trata de toda una tradición de pensamiento que encuentra en los legados de Ferdinand de Saussure una inspiración para pensar el poder instituyente del lenguaje, pero también su mutabilidad y su constante vulnerabilidad. Como práctica significativa, que Williams tantas veces lo recordó, la dimensión de “lo cultural”, y no simplemente “la cultura”, atraviesa todas las dimensiones de la vida social para organizar y orientar a los actores o agentes dentro de una urdimbre de significados (Williams 2003), para también recordar a Clifford Geertz.
En segundo lugar, dejando clara su fundamentadora inspiración marxista, quiero entender la imbricación de la cultura con todas las dimensiones de la vida social (Williams 1980). Se expresan, por supuesto, esas frases memorables de Marx de La ideología alemana (Marx y Engels 1973) cuando se refería a la existencia material de la conciencia y su relación con un sistema de producción en un terreno histórico concreto. Quiero dejar claro que desde esta visión enriquecida y compleja del marxismo, más cercana a la famosa introducción del Grundrisse (1980)3 sobre la producción de los individuos socialmente determinados, se empiezan a definir varios de los conceptos centrales de los Estudios Culturales como son la articulación y el contextualismo radical.
En tercer lugar, quiero adentrarme en el análisis foucaultiano de los dispositivos de poder y saber, que producen y regulan cuerpos en la modernidad y que se desplegarían en las ya conocidas discusiones de la biopolítica y la anatomopolítica. Quiero también anunciar aquellas vetas del pensamiento foucaultiano que recientemente han encontrado un muy productivo eco en los Estudios Culturales, como son toda su interrogación sobre la problematización y los estudios de la subjetivación política.
Por último, inspirándome en otro mapa del poder que diagramaría Lawrence Grossberg, pretendo ubicar el campo de la vida cotidiana, pensado como lugar de “organización de los espacios de movilidad y emplazamiento”, que “define o traza las posibilidades respecto de dónde y cómo pueden moverse las personas, cómo pueden detenerse y situarse, y cómo pueden ocupar esos espacios y esos lugares” (Grossberg 2012a, 288). Estoy hablando de la reciente teorización en los Estudios Culturales que reconoce que la pregunta por los afectos siempre se ha alojado en algunas de sus interrogaciones desde Birmingham, y que es hora de seguir este legado si no queremos reproducir un campo tremendamente aburrido y reduccionista, como también lo sentenció Grossberg (2006) al analizar el presente de los Estudios Culturales.
Signo, significación y orden social
Escojo dos momentos claves, dos intervenciones precisas para comprender la radicalidad de una tradición cambiante, discontinua, pero en cuyo discurrir se encuentra la crítica fundamental de su proyecto. Dos frases, dos pequeñas frases, una de Claude Lévi-Strauss y otra de Jacques Derrida, que señalaron de manera y alcance distintos el fin de la época de la transparencia, el positivismo y la trascendencia universalista. Podría ubicar a otros autores en esta misma tradición, Durkheim por ejemplo, quien para Hall, como lo recuerda en el clásico ensayo sobre los “Dos paradigmas” (Hall 2010a, 38) y en sus conferencias de 1983 sobre el estructuralismo (Hall 2016b), fue la fuente que inspiraría a Lévi-Strauss para comprender la importancia de las categorías sociales del pensamiento para mantener y reproducir el orden social. Parafraseando a Hall (2016, 57), junto con las representaciones colectivas, concepto central en Durkheim, en particular en sus Formas elementales de la vida religiosa (Durkheim 1993), todas las sociedades crean sus propias normas y sus propios modos de pensamiento, las cuales tienen un poderoso efecto estructurador sobre su comportamiento.
Pero me quedo con estas dos intervenciones estratégicas de Lévi-Strauss y Derrida, que dejaron no sólo para los Estudios Culturales, sino para la misma teoría social moderna y contemporánea, una inexorable ruptura con toda una teoría del conocimiento y una filosofía de la presencia que atravesó -y sigue atravesando- un pensamiento onto-teleológico del presente. Por un lado, una frase del famoso discurso que Lévi-Strauss dio sobre “El campo de la antropología” en la inauguración de la cátedra de Antropología Social, impartida en el Collège de France, el 5 de enero de 1960 (Lévi-Strauss 1979). Aquí, asegura que fue el propio Ferdinand de Saussure quien estuvo más cerca de la definición de la antropología social al proponer que 1) todos los dominios de la vida humana están impregnados de significación y 2) que el objetivo de dicha disciplina es estudiar los signos en el seno de la vida social (Lévi-Strauss 1979, 16). Por supuesto, lo que hace Lévi-Strauss es destacar la radicalidad de la obra y el legado de Saussure y su particular teoría del signo, que desplazó, según Hall (2010b, 205), al tradicional agente/sujeto de la epistemología occidental clásica.
Para efectos esquemáticos y analíticos, podría resumirse la contribución de la teoría del signo saussureana en las siguientes tres direcciones, que se desprenden de su Curso de Gramática General. Primera, el signo existe dentro de un sistema de signos, una lengua, y su valor está dado por la posición y relación con otros signos. Trayendo la clásica teoría del fetichismo de la mercancía para pensar de dónde proviene el valor del signo, Saussure revelaría que su valor no viene de sí mismo ni de una trascendencia, de un allá afuera que el lenguaje simplemente refiere, denota y señala. El signo, literalmente, es nada en cuanto contenido; se trata de una convención, de una correspondencia entre la materia fónica y la idea.
Segunda, el signo es arbitrario, no natural, y emerge siempre como una convención tácita, donde se denota el poder de la herencia y las instituciones. De manera notable, el mismo Saussure plantearía que es justamente de este modo como se mantienen y reproducen las instituciones en el tiempo: abrigando al signo de su modificación. En definitiva, caracterizaría una visión del lenguaje que, para Lorite Mena (1984), será la de una fuerza impalpable pero omnipresente y que presume de hablar de un mundo exterior, natural, mientras reproduce un proyecto humanista que divide al sujeto del objeto.
Tercera, y muy importante para los Estudios Culturales, y siguiendo también a Lorite Mena (1984, 42), uno de los más claros legados que dejó Saussure fue el de literalmente anunciar que las “las palabras son realizantes, factores de realización”. Al tomar la lengua/sistema como totalidad, se advierte la presencia de una rejilla de inteligibilidad que es la misma condición de posibilidad para producir el sentido. “El sentido es el lenguaje que significa”, subrayó Alcira Saavedra (2002) en un brillante artículo sobre Derrida, señalando que justamente tomar en serio este legado implicaría transformar la pregunta ontológica del ser por la del lenguaje, pues es ahí donde se produce el sentido. El lenguaje deja de ser visto como un simple instrumento de comunicación o como algo secundario y se convierte en la institución determinante para reproducir y mantener el orden social. Por supuesto, para Derrida (1971, 17), es esta la institución que está a la cabeza de una etapa de la transparencia (el logos), donde el lenguaje fija y liga estas convenciones de proximidad entre idea y phoné.
Es justamente acá donde encuentro la segunda frase estratégica, esta vez de Derrida, para aclarar aún más que el mismo problema del lenguaje, como lo señala en la primera oración de De la gramatología, nunca fue, por cierto, un simple problema entre otros. Para Derrida, su proyecto (¿su proyecto?) ha sido el de poner en evidencia “la solidaridad sistemática e histórica de conceptos y gestos de pensamiento que muchas veces se cree poder separar inocentemente” (Derrida 1971, 20). En este caso, la divinidad y el signo. Para este pensador, el signo y la divinidad tienen el mismo lugar de nacimiento, y por eso la época del signo es esencialmente teológica (Derrida 1970, 20). No hay duda, la tarea de la deconstrucción (y en los Estudios Culturales) es poner en evidencia la relación entre el logocentrismo y la teleología con el fin de “conmover esa herencia del presente” que constituiría la misma fuerza de ley del derecho y del Estado moderno. Hablando de conmover estas herencias del sistema de signos, no puedo dejar de nombrar, aunque reconociendo un proyecto de envergaduras diferente al de Derrida, la contribución de Roland Barthes, quien en su valioso ensayo de “El mito, hoy” (2003) acudiría también a Saussure y a su teoría del signo. Para Barthes, el mito se basa en un sistema semiológico segundo, que toma el signo inicial y lo convierte en un significante que luego se transforma en una significación que tiene como propósito notificar y utilizar un lenguaje despolitizado, un metalenguaje que borra la historia, que es imperativo y que busca naturalizar el signo.4
En resumidas cuentas, signo, significación, escritura y orden social hablan del poder. Nunca son ideas en el aire, sino que llevan consigo el peso de una tradición de la cual difícilmente podemos escapar pero que está en permanente disputa. Desde otra geografía, pero aún pensando desde el legado de Derrida, por ejemplo, Nelly Richard (2007) anunció el poder totalitario de las dictaduras al controlar el orden de los signos. También uno podría pensar en Rama (1984) y su análisis de la formación de la misma Ciudad Letrada en América Latina, como aquella que fue capaz de conquistar los códigos de ordenación y jerarquización de la mismidad y diferencia. También desde acá se prefigura lo que Escobar, Álvarez y Dagnino (2001) denominaron una política cultural, entendida justamente como una “lucha por significados” entre la hegemonía y las culturas políticas alternativas. Y desde acá se desprende, por supuesto, una forma particular de entender “lo político”, utilizada por analistas de movimientos sociales o modelos de movilización surgidos tras la identificación de los diferentes significados del sujeto humano, la naturaleza, el tiempo, la democracia, la justicia y el progreso (Escobar, Álvarez y Dagnino 2001).
Como ha demostrado toda la obra que sigue la ruptura decisiva de Saussure (1945) con las teorías previas del lenguaje (Lévi-Strauss 1979, por citar un ejemplo), es esa la razón por la que los significados son importantes. Y también, por donde se anuncia la monstruosidad de la escritura para Derrida, pues intenta “romper absolutamente con la normalidad constituida, y por lo tanto, no puede anunciarse, presentarse, sino bajo el aspecto de la monstruosidad” (Derrida 1971, 10). Una bonita metáfora para pensar los movimientos sociales y las prácticas artísticas (pienso en la misma Escena de Avanzada del Chile dictatorial, también anunciada por Richard [2007]) como participando de una monstruosidad mientras interrumpen esa normalidad de significados. Para Hall, nunca hay que olvidarlo, esta es precisamente la razón por la que la “cultura” se convierte en un campo de batalla.
Hegemonía, articulación y relaciones de fuerza
Al anunciar el campo de batalla, debo pasar a la segunda tradición o conversación clave para pensar a unos Estudios Culturales interesados en analizar la relación entre la cultura y el poder. No quiero insinuar que se trata de una conversación que ha corrido separada de la anterior, pero es claro que tiene unas genealogías, unos problemas y dimensiones específicos que la particularizan y permiten separarla analíticamente. Se trata de seguirle el rastro a lo que podríamos con seguridad afirmar es la tradición marxista-gramsciana de los Estudios Culturales, que fue enriquecida por ese marxismo británico de Raymond Williams, Richard Hoggart y E.P. Thompson, pero también atravesada por Althusser y su huella en el terreno marxista. Por supuesto, la palabra tradición es siempre peligrosa, pues borra las especificidades, los niveles y discontinuidades entre un Gramsci (1980), más cercano a entender el problema de las formaciones sociales históricas de su Italia del Risorgimento, y un particular Althusser que traería el psicoanálisis para entender la reproducción de los aparatos ideológicos del Estado. O incluso, entre el marxismo humanista de un primer Williams y un Thompson interesado por comprender las disputas y la construcción de la hegemonía. Pero de igual manera, se trata de una conversación que el mismo Hall (2005) denominó, haciendo referencia a Gramsci, un marxismo abierto, que complejiza aún más los niveles de determinación y sobredeterminación de Marx, de su teoría del Estado moderno, y el famoso debate de la autonomía relativa de la superestructura. Aquí, por supuesto, estoy también seleccionando algunas de las intervenciones, por ejemplo, como las del Althusser y su libro La revolución teórica de Marx, y no desde el archiconocido texto Ideología y aparatos ideológicos del Estado.
Es pues dentro de esta conversación que Raymond Williams definiría, en La larga revolución (2003, 56), que una teoría de la cultura es “el estudio de las relaciones entre los elementos de todo un modo de vida. El análisis de la cultura es el intento de descubrir la naturaleza de la organización que constituye el complejo de esas relaciones”. Justamente, señala la importancia de encontrar la naturaleza de la organización que constituye, habilita y reproduce esas relaciones. Y esas relaciones tienen que ver, por ejemplo, siguiendo a Gramsci (2000) en su famoso ensayo sobre Americanismo y fordismo, con la adaptación psicológica a una nueva estructura industrial y a la misma producción de un nuevo tipo humano conforme a un nuevo paradigma de trabajo productivo. Así, dentro de estas formaciones sociales, concepto que desplazaría, para Hall (2005), al del simple modo de producción, ya sea la Italia del Risorgimento -que llevaría a Mussolini al poder en las primeras décadas del siglo XX, pensadas siempre como totalidades- o el fordismo en Estados Unidos, lo que habría que estudiar son las complejas relaciones que estructuran una totalidad. De esto hablará Althusser (1967) en sus comentarios sobre la excepcionalidad de la Revolución Rusa al entenderla como producto de una interrelación compleja entre la superestructura, la situación histórica interna y externa, y el contexto.5 Y no sólo hicieron posible la Revolución Rusa, sino que la reprodujeron en el tiempo blindándola de cualquier nueva amenaza o guerra de posiciones. Para Althusser, sólo desde esta sobredeterminación podría explicarse el éxito de la Revolución Rusa; no basta con plantear la clásica contradicción entre fuerzas de producción y relaciones de producción, o de capital y trabajo -el famoso edificio determinista en una única dirección-. Se deben también tener en cuenta la acumulación y el agrupamiento de otras dimensiones que complejizan la posibilidad o no de reproducir una formación social.
Es así como en Gramsci (2003) encontramos el concepto de la Revolución Permanente, que llevaría a un grupo social en particular a invertir en el trabajo hegemónico requerido para el liderazgo moral y ético sobre otros grupos sociales. Por medio de la persuasión, y pensando en el ejemplo del jacobinismo francés, Gramsci diagnosticó la importancia que tuvieron los intelectuales orgánicos para forjar alianzas entre grupos sociales heterogéneos unidos bajo la noción del “sentido común”. As í, por ejemplo, diagnosticó el proceso permanente del Risorgimento que llevaría a la conformación del Estado-nacional popular italiano, y para tal propósito acudió al rol fundamental que tuvieron la religión y aquellas tradiciones populares para crear estas alianzas. De igual modo, comprendió que el éxito del fordismo fue el de llevar a cabo un proceso largo que conduciría de una guerra de maniobras a una guerra de posiciones, a través de la conquista tanto de la sociedad civil como de la sociedad política. Para Gramsci, una vez se pasa a una guerra de posiciones, la burguesía habría logrado sedimentar unas posiciones y trincheras estables en el Estado moderno capitalista que lo protegían de una guerra de maniobras. El Estado moderno capitalista tenía un sistema de defensa establecido por una revolución permanente que debía pasar, sobre todo -haciendo la interpelación a Maquiavelo-, por ser el abanderado y organizador de una reforma intelectual y moral (Gramsci 2003, 15). Más que un aparato coercitivo, el Estado moderno es un Estado educador, dirigista y adaptado a un sistema de producción específico que ya no se basa en la extracción de la plusvalía por medio de la explotación y pauperización del trabajador, sino en la persuasión, las emociones, el lenguaje popular y la producción de trabajadores felices.
Esta vertiente gramsciana de los Estudios Culturales tiene en el clásico libro Policing the Crisis (Hall et al. 1978) su momento cumbre, en el que se encuentra con rigor el despliegue de estos conceptos para entender la importancia de la crisis de la hegemonía que sentaría las bases para la emergencia del thatcherismo en la Inglaterra de los setenta y ochenta. Para Hall y compañía, si en algo fue exitoso este proyecto fue en traer al presente a una Inglaterra que preparaba las bases para el ataque neoliberal, la vieja historia del “pánico moral” que desde siempre había sido utilizado en la historia del capitalismo en contra de los sindicatos insurreccionales y los mismos bandidos, para ahora canalizarlo hacia los inmigrantes, que empezaron a ser vistos como criminales y peligrosos. A través del mantenimiento del orden por medio de la coerción y la persuasión, los inmigrantes fueron percibidos como los enemigos públicos que atentaban contra el consenso de la idea misma de lo que era “ser inglés”. Pero no de un momento a otro, como podría pensarse. Los autores justamente se concentran en mostrar, a través de una visión histórico-estructural, cómo se configuró una crisis que luego sentó las bases para una articulación hegemónica en el seno del Estado moderno capitalista. Esta articulación -que terminó por dar forma a un consenso popular que defendía la propiedad privada y la idea de lo nacional en contra del Estado de Bienestar y los migrantes- legitimó el uso de la fuerza y la llegada de los “Tiempos de Acero” (Hall et al. 1978, 217).
Pero de manera importante, Hall y compañía encuentran que este lento proceso fue llevado a cabo exitosamente por la repetición del mismo mensaje por parte de los medios de comunicación, intelectuales de derecha, y hasta las mismas cartas de los lectores de los periódicos analizados por esta época. Así, se requería convencer, legitimar y posibilitar la idea de que “no hay otra alternativa” sino la de criminalizar a los inmigrantes, condenar al Estado de Bienestar por atentar en contra de la noción de las libertades individuales, preparando el apoyo para la llegada y ampliación del recetario neoliberal. “No hay otra alternativa”, quizás, la manera más precisa de entender en qué consiste el mismo sentido común, que no es otra cosa que compartir una misma “concepción del mundo” (Hall et al. 1978, 267). Pero, por supuesto, se trata del momento en el que un grupo particular, un mismo partido, logra hegemonizar su propia visión entre otros grupos sociales (Hall 2011). Logra pasar, como ya lo había explicado, de una guerra de maniobras a una guerra de posiciones, donde el consentimiento y la persuasión aseguran la legítima aceptación de la llegada de nuevos tiempos.
No podría terminar esta sección sin referirme a los legados de Althusser, y en especial a su concepto de ideología, tan importante en Estudios Culturales. Althusser reconoció que fue Gramsci el que sugirió el camino que seguiría en su ensayo Ideología y aparatos ideológicos del Estado (Althusser 1970). A pesar de sus formalismos deterministas en su concepción de la ideología y en su concepción no-histórica de la ideología, ha servido a los Estudios Culturales también para alejarse del paradigma de la falsa conciencia, clásico del marxismo ortodoxo, y proponer, vía Lacan, una definición de la ideología entendida como la relación imaginaria (no falsa) de los individuos con sus condiciones sociales de existencia. Los famosos y plurales AIE (aparatos ideológicos del Estado) -la religión, la escuela, la familia, lo jurídico y la información cultural-, ahora trabajan en la esfera privada para asegurar la misma interpelación de los sujetos como sujetos. Esto significa que ya somos sujetos siempre, incluso antes de nacer. Y, por supuesto, es esa sujeción la que permite la reproducción de la fuerza de trabajo por fuera de la fábrica y en la esfera privada.
Saber, poder y la geometría del poder moderno
Al hablar del cuerpo, debo pasar a demarcar la tercera conversación a través de la cual los Estudios Culturales han analizado la relación entre cultura y poder. Por supuesto, me estoy refiriendo a la monumental obra del pensador francés Michel Foucault, a la cual, de manera breve, me referiré en esta sección. Quiero pues ubicar en el cuerpo la convergencia de una serie de preocupaciones, dilemas, problematizaciones, saberes y tecnologías como ejes centrales de un poder positivo y normativo. Pensado siempre el poder como una relación, y no como una imposición vertical de un soberano, la teoría del poder en Foucault (1998a) emergió como una explicación necesaria pero secundaria respecto a su principal proyecto: el de estudiar la manera como el ser humano se construye en un sujeto. Es pues esta interrogación, la de la misma constitución del sujeto, la que lo llevaría a producir, en primer lugar, un sofisticado diagrama de poder atravesado por la pregunta por los distintos saberes que ordenan el conocimiento e imponen una tabla de orden del mundo, la episteme, en tres dominios: lenguaje, vida y trabajo. Es acá, como justamente lo analiza en Las palabras y las cosas (Foucault 2008), donde se creó en el siglo XIX un conocimiento dedicado al estudio de un nuevo objeto de conocimiento, el hombre y las humanidades; en segundo lugar, con la pregunta de esta episteme y su relación con los saberes expertos incrustados en prácticas materiales y dispositivos de disciplinamiento de individuos y la regulación. Se trata de lo que Rose (1999) llamó la geometría del poder moderno del mundo liberal, que luego sería reemplazado, a partir del ordoliberalismo alemán y el neoliberalismo norteamericano, por los mecanismos de segurización6 dentro de la racionalidad neoliberal (Foucault 2007); y por último, de la relación establecida de uno con uno mismo, de una tecnología del yo, por medio de la cual los sujetos ponen en marcha un proceso de subjetivación (Foucault 1990).
En definitiva, han sido varios los frentes y las influencias de Foucault y los Estudios Culturales. En efecto, Packer (2000), en su valioso libro, donde analiza las relaciones entre Foucault y el campo, ha sido enfático en plantear que esta influencia no estuvo presente en los primeros años en Birmingham, muy centrados en desplegar un tipo de tradición más marxista y gramsciana.7 Sin embargo, con el tiempo, y también con su creolización en otras tradiciones académicas, Foucault ha sido sinónimo de los Estudios Culturales, en los que han sido de especial interés sus ejes de interrogación sobre la biopolítica y la gubernamentalidad liberal y neoliberal.
En el pensamiento crítico latinoamericano, por ejemplo, Foucault ha sido vital para la problematización del discurso del desarrollo (Escobar 1996) y para explicar la emergencia de La Ciudad Letrada (Rama 1984) como aquella matriz de poder controlada por grupos dominantes. Otros ejes de su influencia en los Estudios Culturales han sido los que han rescatado sus conceptos de eventualización y problematización (Restrepo 2008), importantes herramientas para realizar un análisis crítico del presente. Este no es el lugar para hacer un repaso de todas estas conversaciones. Por lo pronto, prefiero sintetizar una de las vetas más claras de su pensamiento, que no sólo ha impactado los Estudios Culturales, sino que también ha modificado sustancialmente nuestro entendimiento del poder en la contemporaneidad.
Para Foucault, fue a través del análisis del siglo XVIII, donde la teoría clásica de la soberanía reconocida por el derecho de la espada, y que vinculaba al soberano con la víctima, se complementó con la del poder de “dejar vivir” (Foucault 2003). De hecho, la relación entre el Estado republicano europeo y este tipo de poder merece un análisis mucho más profundo en el futuro (Rabinow y Rose 2006). Otros investigadores, por su parte, han complicado esta trayectoria describiendo estas formas de poder en el contexto de la historia colonial (Castro-Gómez 2005; Stoler 1995). Para dichos autores, e incluso para el mismo Foucault (2000), muchas de estas técnicas de poder, como la organización de espacios y la disciplina del cuerpo, fueron introducidas por primera vez por los europeos en los sistemas de plantaciones en el Caribe.8 Castro-Gómez (2005), por ejemplo, señala que las reformas borbónicas del siglo XVIII en América establecieron una estructura hospitalaria orientada hacia la prescripción de la salud moral y física de una parte de la población. A su vez, estas reformas eran piezas de un vasto proyecto de racionalización de la estructura económica y administrativa del Imperio. Sin embargo, si analizamos el sistema de plantaciones del Caribe, las reformas borbónicas o los nuevos hospitales de Francia del siglo XVIII, lo relevante para nosotros es la forma en que este tipo de organización de poder se dirigía a la población como objeto empírico y como sujeto trascendental en relación con el nacimiento y la expansión del capitalismo industrial. Lo que resulta claro para nuestros propósitos es la manera en que estos diagramas de poder se centraban precisamente en las poblaciones marginales improductivas y problematizadas por medio de diversos mecanismos y técnicas que seguían esa dirección y buscaban la optimización de la población. Este procedimiento reconfigurado del “poder pastoral” fue difundido a través de hospitales, talleres, reformas escolares y leyes de los pobres, así como por el movimiento de cercamiento de tierras (enclosure movement) y las leyes contra los vagabundos.
Aquí, las dos facetas clásicas del rey como represor y como persuasor, también presentes con referencia a Maquiavelo, se unieron para organizar la materia tal y como requería esta nueva coyuntura que tenía como objetivo maximizar la eficiencia de la población. De esa forma, la utilización de este diagrama fue posible gracias a la articulación de dos tecnologías de poder bajo la configuración de la soberanía del Estado desde el siglo XVIII: una centrada en el eje cuerpo-organismo-disciplina-instituciones, y la otra, en el eje de los procesos y mecanismos regulatorios biológicos de la población (Foucault 2003). Entonces el Imperio, el Estado o las élites civilizadas del país estuvieron encargados de cuidar de sus ciudadanos (no sólo de los “extraños que sufren”) mediante prácticas que introdujeron mecanismos como las previsiones, las estimaciones estadísticas y medidas de todo tipo que interrelacionaban la voluntad de gobernar con la producción de la verdad. Para Rose (1999), con la introducción de estas técnicas, la característica geometría triangular moderna -compuesta por la disciplina, la gubernamentalidad y la soberanía- quedó finalmente ensamblada.
Pero una vez compuesta esta geometría, como diría Foucault en las últimas dos frases de su libro Vigilar y castigar -más dirigido a entender la producción de la serie disciplina e individualización que la serie regulación/población-, es justamente ahí, “en esta humanidad central y centralizada, efecto e instrumento de relaciones de poder complejas, cuerpos y fuerzas sometidos por dispositivos de ‘encarcelamiento’ múltiples, objetos para discurso que son ellos mismos elementos de esta estrategia, [donde] hay que oír el estruendo de la batalla” (Foucault 1976, 314). Tampoco debe sorprender -siguiendo la observación fundamental de Foucault (1976) relativa al “fracaso” del sistema penitenciario para la recuperación de “criminales”- que los resultados de su actualización nunca se hubieran previsto en el plan de acción elaborado inicialmente por Bentham y sus seguidores. Por el contrario, según estos autores, los resultados de estos programas y esquemas diseñados para aportar prosperidad, participación, desarrollo o rehabilitación tuvieron en realidad “efectos colaterales” muy diversos: la intensificación del sistema burocrático, nuevos procesos de sometimiento y subjetivación y la creación de regímenes de verdad totalmente nuevos, entre otros.
Es aquí, por ejemplo, donde toda la discusión de Foucault y Rancière sobre la subjetivación política, que se niega justamente a participar en el reparto impuesto por estos programas, adquiere una singular importancia (Tassin 2012). En particular, varios investigadores de los movimientos sociales han analizado estos procesos de desujeción que tanto le interesaron a Foucault alrededor del análisis crítico del mundo y que no terminan proponiendo un nuevo sujeto trascendente y estable (Aparicio 2016; Quintana, Fjeld y Tassin 2016). Para el filósofo francés, la pregunta o el problema filosófico más infalible de la época presente es qué somos en este momento preciso (Foucault 1998a). Siguiendo sus argumentos, no se trata tanto de descubrir una esencia inmutable, sino de rechazar lo que somos, de liberarnos nosotros del Estado y del tipo de individualización correspondiente, para “promover nuevas formas de subjetividad que se rehúsan al tipo de individualidad que se nos ha impuesto por varios siglos” (Foucault 1998a, 17; ver también Mahmood 2005). De esta manera, para Quintana, Fjeld y Tassin, la construcción de estos espacios-otros promovidos por dichos procesos de subjetivación se juega justamente en la creación de nuevas formas de subjetividad que rechazan la soberanía del Estado moderno para dictar sus ritmos y prácticas.
Sin embargo, el argumento según el cual estas operaciones nunca son estables o coherentes no se refiere sólo a sus “efectos colaterales” imprevistos. En realidad, como indica Das (2007), es importante tener siempre presente que las formas de gobierno se constituyen por medio de contactos esporádicos e intermitentes, y no mediante un sistema eficaz de supervisión de los sujetos. Pero para ser claros: la prisión es exitosa, en el sentido de que no podemos pensar sin ella; al igual que uno de sus más influyentes comentadores en América Latina lo explicaba con respecto al desarrollo (Escobar 1996), lo que es evidente es que tanto la prisión como el mismo desarrollo colonizaron la mente tanto de los expertos como la de las poblaciones. En última instancia, su poder radica en que no podemos pensar sin estos esquemas. Incluso, para entrar en la discusión sobre el neoliberalismo, donde este poder radicaría menos en los ejes de disciplina y regulación, y más bien en un dispositivo que se contenta con intervenir en las reglas del mercado.
Efectivamente, en un artículo donde insinué la llegada a Colombia de lo que denominé una gubernamentalidad humanitaria neoliberal (Aparicio 2012) expliqué cómo Foucault, en su conferencia en Vincennes en 1978 (Foucault 1991), caracterizó la tecnología del gobierno neoliberal de manera contrastante con sus previas conferencias sobre los anormales y sus respectivas positividades; la razón de Estado fundamentada en el eje de seguridad, territorio y población; así como el racismo, el nazismo y el estalinismo. Será entonces este neoliberalismo norteamericano el que, ante los problemas del capital humano y de las externalidades, por ejemplo, renuncia de manera absoluta a la anulación exhaustiva del crimen y propone un tipo de regulación que se contentará con producir una mera intervención del mercado del crimen con respecto a la oferta de este (Foucault 2007a).
No son muchos los lugares, fuera de las citadas conferencias de 1976, donde Foucault planteó la llegada de esta técnica ambiental que reconfiguraría su teoría del poder, mejor articulada con los conceptos o ejes de análisis de biopolítica, gubernamentalidad y disciplinamiento. Se trata ahora de un poder de tipo ambiental que se contenta no tanto con gobernar y disciplinar una población, sino con intervenir en las reglas del mercado donde sujetos emprendedores pueden prosperar. Por dejar unas preguntas en el aire, que no quiero discutir ni entrar en profundidad acá, pero es clara la relevancia de este Foucault y de su analítica del poder para el análisis del contexto actual colombiana. En especial, en nuestros tiempos de paz y de producción de la víctima como emprendedora, de los tiempos del capital humano y de la prescripción del mismo posconflicto en los territorios articulados a nuevas formas de economía global extractivista (Aparicio 2017).
Afectos y una emergente teoría del poder
Muy brevemente, quisiera repasar casi de manera exploratoria la cuarta conversación que ha marcado el análisis de la relación entre cultura y poder en los Estudios Culturales. Me refiero a la emergente discusión sobre los afectos, que pasa por una reconsideración ontológica de las mismas entidades que pueblan el mundo y que nos lleva a tener en cuenta una larga tradición que, sin duda alguna, empezaría con Spinoza y que recientemente ha sido actualizada por Deleuze y Guattari (Grossberg 2013; Grossberg y Behrenshausen 2016). Para Moraña (2012, 323), con el giro afectivo estamos frente una propuesta de “liberación de la instancia representacional y un estudio del afecto como forma desterritorializada, fluctuante e impersonal de energía que circula a través de lo social sin someterse a normas ni reconocer fronteras”. En esta tradición de pensamiento ontológico, las mismas entidades que pueblan el mundo son complejizadas y pensadas como efectos de aparatos de captura que codifican la materia intentando construir territorios siempre inestables, pero con un considerable nivel de conmensurabilidad y consistencia.
Incluso, recordando la ontología de Spinoza, según la cual las cosas dejan de ser “cosas” y se convierten en potencias, es justamente la cantidad de potencia lo que distingue a un cuerpo de otro (Deleuze 2003). En una dimensión más concreta y traicionando (traduciendo) la complejidad del argumento, se trata de entender los planteamientos señalados por Spinoza en su Ética de la capacidad de afectar y ser afectado, que definirían para Grossberg la energía o la fuerza que constituye la realidad en su nivel más fundamental (Grossberg 2012a, 296). Es lo que Grossberg llamaría el poder constitutivo, que como poder “siempre escapa de los aparatos que buscan capturarlo, aun cuando este escape sea la condición de los aparatos mismos” (Grossberg 2012a, 301). En esta teoría del poder, el Estado es un ensamblaje sobrecodificador que busca capturar todo lo que entra en su código.
Para Grossberg (2012b), como lo planteó en su conferencia en Bogotá en el 2012, esta última conversación ha tomado dos rumbos claros, donde se dificulta el análisis y se empobrece la promesa de unos Estudios Culturales interesados en contextualizar coyunturas. Menciona la vertiente autonomista y la vertiente del devenir, que en el fondo son profundamente normativas, ahora sostenidas sobre una ontología de la autonomía y del devenir. Además, pueden menoscabar una rigurosidad metodológica, producto de una “política ontológica [que] puede liberarnos de la responsabilidad de analizar la especificidad de las configuraciones reales del poder” (Grossberg 2012a, 304). Pero, por otro lado, también considera que tales conversaciones pueden liberar a los Estudios Culturales de los determinismos de sus propias teorías del poder. Por eso mismo, el campo corre el riesgo de volverse aburrido (Grossberg 2006). En últimas, como tantas veces Grossberg lo ha dicho en conferencias y artículos, los Estudios Culturales empiezan por donde está la gente en un momento determinado, nunca por la teoría o por una particular noción partidista de la política; comienzan por la pregunta de lo que hace la gente, por lo que la mueve a moverse en tal o cual dirección, por cómo invierte su tiempo en moradas temporales mientras se derrumban las seguridades, etcétera. Fue esta la razón por la cual en su momento los Estudios Culturales se interesaron tanto por el rock y las subculturas, por entender estos fenómenos como algo más que resistencias planas, placeres burgueses o engaños. Es decir, por entender los múltiples ejes afectivos que producían mapas de afectos que se escapaban de los aparatos de captura.
En definitiva, se trata de una discusión emergente en Estudios Culturales que ha intentado interrogar el poder por fuera de la dialéctica y de la tradición emancipadora de la resistencia liberal. Se trata de entender el poder en sus múltiples dimensiones y lejos también de los conceptos de dominación y resistencia. Como Grossberg (2000) también lo recordó en una reciente entrevista sobre la historia de los afectos y los Estudios Culturales, es claro que la pregunta por los primeros ha estado presente en su proyecto desde que Gramsci estudió la hegemonía como un proceso siempre inestable de educación y liderazgo sostenido sobre la persuasión. Indicó, por ejemplo, que el mismo Williams (2003, 57) hablaría de las famosas “estructuras de sentimiento”, que hacen referencia a una determinación que pareciera tan sólida y definida como el término “estructura lo sugiere”, pero que actúa en las partes más delicadas y menos tangibles de la actividad. No olvidar que también Hall (2008) recordó que Hoggart, en su clásico libro sobre La cultura obrera en la sociedad de masas (1990), hablaba sobre el “tono” de la clase obrera, de lo que se sentía al ser parte de un “nosotros”, de lo que detecta esta experiencia, y de sus resonancias. Así, los afectos y el poder no serían términos separables, al constatar que la misma noción de afecto ya es la de un poder constituyente capaz y en capacidad de producir moradas donde los sujetos, entendidos acá como productos y nodos de distintos ensamblajes, siempre en devenir, habitan y se instalan dentro de un campo de fuerzas que limita su circulación (movilidad estructurante).9
La teoría de los afectos está de moda en los Estudios Culturales, y eso siempre debe alertarnos sobre su banalización. No sobra recordar, en la línea de pensamiento que va desde Spinoza hasta Deleuze y Guattari, que la pregunta por los afectos es siempre una pregunta ontológica que no ha de confundirse con los términos emociones, sentimientos, lo popular, etcétera. Por supuesto, también está la pregunta de cómo se utiliza esta caja de herramientas y cómo se llega a esta. Como Grossberg lo plantea, y como ya lo insinué, la pregunta por los afectos emergió para tratar de entender dónde la gente estaba situada en un momento dado (Grossberg 2013; Grossberg y Behrenshausen 2016) . En términos más concretos, fue la pregunta por la juventud y el rock la que lo llevó a pensar acerca de la importancia de entender dónde está la gente y cómo se mueve en una u otra dirección. Sin lugar a dudas, una pregunta profundamente relevante para nuestro presente del Brexit y la era Trump, así como del No al plebiscito por la paz en Colombia.
Conclusiones
En este artículo he intentado hacer un mapa de cuatro conversaciones en Estudios Culturales que han buscado comprender la relación entre cultura y poder. No insinúo que son las únicas o que el mapa esté completo o sea definitivo. Tampoco quiero insinuar que tengo la versión más correcta de estas conversaciones y que se pueden dar por clausuradas. Por supuesto, tendría que escribir otro artículo para entender cómo las tradiciones críticas de pensamiento latinoamericano también se han configurado como respondiendo a esta misma interrogación (Mato 2002). Como tantas veces lo recuerda Jesús Martín Barbero (1997), la particular recepción de la obra de Gramsci en el continente fue vital para entender las disputas sobre la nación, la globalización, las industrias culturales, etcétera, en clave “cultural”. La reciente emergencia del debate sobre las ontologías políticas y relacionales debería nutrir también esta conversación (Blaser 2009; De la Cadena 2009). Mi deseo es poner en discusión estas y posiblemente otras conversaciones que también interrogan esta relación para robustecer nuestros andamiajes teóricos, políticos y afectivos en los Estudios Culturales.
Estas conversaciones tampoco corresponden nítidamente a geografías o adscripciones particulares, como las de unos Estudios Culturales británicos, unos norteamericanos, etcétera. Recordando a Althusser, pienso los Estudios Culturales como un campo caracterizado por la “unidad en la diferencia”, en donde se encuentran unas notorias convergencias hacia ciertos nodos centrales, pero también se encuentran divergencias y devenires minoritarios en otras direcciones. Justamente, la discusión sobre la relación entre cultura y poder ha sido uno de estos nodos que considero más significativos de las distintas conversaciones que se mapearon en el escrito. No es el único, pero sí uno de los más relevantes, si se entiende a los Estudios Culturales como un campo de estudio e intervención que busca diagnosticar de una mejor manera el presente. Por diagnosticar mejor el presente me refiero, por un lado, a comprenderlo de una manera compleja sin reducirlo a los textualismos, a la dialéctica, al presentismo metodológico, a la determinación unilineal, ni a las correspondencias entre la conciencia y las condiciones sociales de existencia. Pero, también, entenderlo complejamente para avizorar tanto las potencialidades como las mismas moradas afectivas donde habitan los sujetos, perdurando en medio de tiempos tan tumultuosos como los del presente.