Por una fruta que se coja del árbol, conocemos que el árbol es frutal; por un pez que se pesque en el río, sabremos que el río cría peces; así, por un poquito de oro y por una piedrecilla preciosa, se infiere de precisión que la tal tierra cría oro y piedras preciosas. Pedro Mártir de Anglería, Década 197
Introducción
Una piedra es una mezcla característica de uno o más minerales y otros compuestos que se ha desprendido de una masa rocosa. Sus variedades, características físicas y químicas son numerosas. Pero las piedras no son solo elementos del mundo natural. Desde épocas antiguas, muchas culturas han investido a los minerales brillantes, translúcidos y de varios colores de un gran valor simbólico y económico -de ahí su calificación como preciosos-, y han llegado a ser importantes ítems de intercambio y acumulación1. Como señaló la historiadora del arte Blake de Maria, las piedras preciosas y la joyería ocupan un lugar único en los estudios culturales debido a sus propiedades polivalentes (119). Por otra parte, las sustancias que se han incluido en esas categorías, sus usos y la valoración cultural de que han sido objeto no se presentan de forma constante a lo largo de la historia ni entre todos los pueblos.
Este artículo hace parte de una investigación más amplia en torno a las representaciones y prácticas asociadas a las piedras preciosas -y especialmente a las esmeraldas- en la América ibérica, que resuena con tres aproximaciones metodológicas de las ciencias sociales en las últimas décadas. En primer lugar, el llamado “retorno a las cosas” (Domanska); en segundo lugar, las aproximaciones al discurso en los nuevos estudios coloniales latinoamericanos2; en tercer lugar, la nueva historia de la Conquista, que ha permitido plantear nuevos interrogantes a fuentes conocidas y desenterrar muchos documentos inexplorados hasta ahora (Restall, “The New” 155). El marco temporal seleccionado abarca, aproximadamente, las primeras dos décadas y media de invasión del continente americano, periodo en el cual comienzan a divulgarse noticias3 sobre la riqueza mineral indiana, pero cuando aún no se habían hallado la plata, el oro y la pedrería de Nueva España, los Andes centrales ni el Nuevo Reino de Granada. Se trata de una etapa que ha sido poco estudiada desde la perspectiva que proponemos4. El recorte geográfico incluye las islas caribeñas y los territorios costeros de Tierra Firme, y las fuentes consisten principalmente en crónicas y tratados publicados hasta la década de 1520 en la península ibérica, con énfasis en la colección de cartas escritas en latín por Pedro Mártir de Anglería, tituladas De Orbe Novo, es decir, la primera historia general con información relativamente detallada acerca de los elementos minerales del bautizado Nuevo Mundo, Indias Occidentales o América5. Dos preguntas orientan la indagación: ¿Qué tanto interés hubo por las piedras preciosas en comparación con otros productos de lujo? ¿Cómo podemos caracterizar la presencia de esos elementos en las fuentes?
Contexto necesario: las gemas en Europa de la Edad Media al Renacimiento
Tanto en la tradición judeocristiana como en la griega y romana, las piedras y otras substancias “preciosas” fueron altamente valoradas. San Agustín, el teólogo más influyente de la cristiandad, concibió las gemas como regalos excepcionales de Dios que estaban presentes en los ríos del Jardín del Edén (Murphy 43). Ellas eran utilizadas, principalmente, en el ámbito eclesiástico como decoración de altares y objetos devocionales, y también hacían parte del ajuar de la élite. Las cortes europeas desarrollaron un gusto por la joyería con gemas como marcas de poder, riqueza y estatus desde fines del siglo XIII (Hofmeester 29). En las Siete Partidas de Alfonso X leemos: “los sabios establecieron que los reyes vistiesen paños de seda con oro y con piedras preciosas porque los hombres las pueden conocer luego que los viesen” (Gonzalbo 60). Así mismo, eran portadas como talismanes protectores y empleadas como remedio por sus supuestas propiedades profilácticas, tal como se constata en los múltiples lapidarios o tratados de piedras preciosas, bastante populares en la península ibérica antes y después de la invención de la imprenta (Amasuno). El lapidario que gozó de más autoridad en el Renacimiento fue el de Plinio el Viejo, autor de referencia de Cristóbal Colón y otros cronistas, como Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo y José de Acosta.
Durante los siglos XV y XVI aumentó el consumo de gemas en Europa, debido al desarrollo del comercio ultramarino, el incremento de la suntuosidad en las cortes europeas, la adopción de patrones de lujo por la burguesía y el avance de la historia natural (Maria; Mottana, “Italian”). En la segunda mitad del siglo XVI, la joyería europea con piedras preciosas se hizo más abundante y cada vez estuvo más asociada a las mujeres, en un momento en que muchos soberanos eran del sexo femenino (Hofmeester 29). En ese periodo Europa confirmó su tradicional papel de importadora de gemas. Aunque existían algunos depósitos de materiales preciosos como esmeraldas en Austria, ámbar en el Báltico y perlas de agua dulce en Escocia, en su mayoría la pedrería procedía del subcontinente índico y de Egipto (Siebenhüner 343), lo que contribuyó a crear la imagen del Oriente como una región extremadamente rica en oro y piedras preciosas (Lach 114). Tal visión fue alimentada por relatos de viaje tan difundidos como Il milione de Marco Polo, escrito en el siglo XIII, cuyas páginas abundan en referencias a rubís, esmeraldas, diamantes, jades y perlas. Aunque buena parte de la información transmitida por el mercader veneciano es ficticia, su narración constituye una expresión de la fascinación por la pedrería oriental en el mundo medieval, al mismo tiempo que contribuyó a cimentarla. La primera traducción al castellano de Il milione fue publicada en Sevilla en 1518 y Marco Polo también fue un autor de cabecera de los cronistas del mundo hispánico.
Hasta finales de la Edad Media, el comercio de gemas con Oriente estuvo dominado por venecianos como los Polo, pero el descubrimiento de la ruta marítima a la India en 1499 abrió la puerta para que los portugueses comenzaran a posicionarse en el negocio. En consecuencia, Lisboa y Amberes se sumarían a Venecia como emporios del mercado de piedras preciosas (Siebenhüner 342). Los ingleses entraron con firmeza en el tráfico global de gemas a partir de la creación de la East India Company en 1600 (Lenman 99). Y los españoles también desempeñaron un papel importante, pero comparativamente marginal, ligado al flujo de perlas del Caribe y esmeraldas del Nuevo Reino de Granada, que eran llevadas a Sevilla y de ahí distribuidas a otras regiones de Eurasia. Incluso en el comercio de esmeraldas, los mercaderes portugueses tuvieron una participación preponderante (Lane). Este desempeño relativamente marginal de los hispánicos en el negocio de las gemas es una variable importante a la hora de analizar las fuentes que se comentarán más adelante. Aun así, las piedras preciosas hicieron parte de los objetivos explícitos de la expansión castellana desde el comienzo -por lo menos los de la Corona-, como se verá en el siguiente acápite.
Obviamente, todo este proceso no ocurrió de forma aislada, sino que debe entenderse como parte de un movimiento económico mayor en procura de rutas de acceso más expeditas a los centros de producción de especias, metales preciosos, tintes y plantas medicinales, entre otros productos altamente preciados por los sectores acaudalados de Europa (Pastor, “The Difficult”). Sin embargo, la búsqueda de gemas por parte de los conquistadores españoles no ha recibido suficiente atención en la historiografía, a pesar de que a menudo se repite el lugar común de que la empresa de Colón estuvo guiada por el afán de encontrar especias, oro y piedras preciosas, incluso en reconocidos textos académicos.
Para terminar esta sucinta contextualización, vale la pena señalar que al estudiar documentos antiguos relativos a las piedras preciosas nos enfrentamos al problema de la nomenclatura desde una perspectiva histórica. En el siglo XVI la identificación de las gemas generalmente se hacía de forma poco sistemática, atendiendo a características como lustre y color (Holmes 196). Obviamente, pocas personas estaban familiarizadas con una gama más o menos amplia de estos minerales. En tal sentido, muchas piedras rotuladas como esmeraldas, rubís o zafiros en las fuentes, por ejemplo, hoy serían clasificadas de forma diferente (Koeppe 4). Empero, más que su clasificación desde criterios científicos modernos -a la manera de Annibale Mottana (“Mineral Novelties”)-, lo que nos interesa comprender en este artículo son los imaginarios y las prácticas culturales asociadas al mundo de las gemas en el contexto de la expansión ultramarina española.
El interés por la riqueza mineral en las capitulaciones
Las expectativas de la Corona castellana por encontrar riquezas minerales en los viajes ultramarinos están presentes desde las capitulaciones de Santa Fe, firmadas entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos en 1492. En lo tocante a las “mercaderías” que podían llevarse con mayor provecho a España, leemos: “siquiera sean perlas, piedras preciosas oro o plata, especiería y otras cualesquiera cosas” (Diego-Jiménez 301)6. En este caso las piedras preciosas aparecen denominadas genéricamente, pero en asientos posteriores con otros conquistadores7 se hace mención de algunas gemas específicas. Por ejemplo, el acuerdo hecho con Vicente Yáñez Pinzón en 1499 aludía a un repertorio más amplio y detallado de minerales:
[...] oro o plata o cobre o plomo o estaño u otro cualquier metal de cualquiera calidad que sea [...] y todas otras cualesquiera joyas piedras preciosas así como carbuncos diamantes rubís y esmeraldas y balajes y otras cualquier manera o naturaleza de piedras preciosas o así mismo perlas o aljófar8. (Diego-Jiménez 305)
Resulta claro que esas eran justamente las gemas que se esperaba hallar en las tierras de Oriente.
En ocasiones, el lenguaje empleado en varias capitulaciones es casi idéntico. Así, las que recibió Alonso de Ojeda en 1501 repiten casi textualmente las palabras del citado documento de Pinzón, con ligeras alteraciones (Diego- Jiménez 316). Cabe destacar que, en el contrato para explorar Coquivacoa y las zonas aledañas, el rey solicitó a Ojeda que tomara la mayor cantidad que pudiera de “las piedras verdes”, de las cuales -se afirma- había llevado muestra a la península ibérica tras completar su primer viaje a Tierra Firme (1499)9. En efecto, Américo Vespucio, que participó en la misma expedición, declaró en una carta a Lorenzo de Pierfrancesco de Medici que, entre otras cosas, se habían apoderado de perlas, oro nativo en grano, un “gran trozo de cristal”, así como dos piedras: “una de color esmeralda y otra de amatista” que, de acuerdo con el navegante italiano, agradaron mucho a los Reyes Católicos (Gómez-Urda 38).
La referencia a las piedras verdes en la capitulación de Ojeda ha dado pie para cierta especulación sobre el primer hallazgo de esmeraldas americanas por parte de los europeos y su plausible procedencia de la región central neogranadina (Ramos 44; Sauer 114)10. Esa inferencia se ha visto reforzada por el reporte de otras gemas verdes en el litoral norte de Suramérica durante la década de 1510, como veremos más adelante. Lo que me importa resaltar, por ahora, es que ya en los documentos fundacionales de la expansión española consta la búsqueda de piedras preciosas como una de las principales motivaciones comerciales11.
Colón y el tesoro mineral americano
En la primera sección nos referimos a las capitulaciones de Santa Fe. Pero ¿qué tanto sintió Colón la fascinación por los metales “nobles” y las gemas? ¿En qué medida los buscó, y con cuánto éxito, en sus viajes al Nuevo Mundo? Si nos atenemos a los pocos escritos que se conservan del Almirante, se constata que el centro de atención le correspondió al oro. En sus dos cartas impresas en 1493, que dan cuenta del primer periplo por las Antillas, las gemas brillan por su ausencia -tanto piedras preciosas como perlas- y en su lugar destaca el oro (La carta; “Traducción latina”). En ellas, el navegante genovés engrandeció las modestas cantidades de metal dorado encontradas en el Caribe, asegurando que en la isla de La Española corrían ríos dorados y que en Juana (Cuba) había “grandes minas de oro y de otros metales”. También reportó el hallazgo de utensilios de oro entre los nativos, que él y sus compañeros intercambiaron por objetos occidentales de poco valor. Y, más importante aún, Colón prometió a los Reyes Católicos enormes cantidades del metal dorado en los viajes subsecuentes: “pueden ver sus altezas que yo les daré oro cuanto hubieren menester, con muy poquita ayuda que sus altezas me darán”12 (La carta 21).
Esta tendencia a exagerar los tesoros encontrados y anunciar siempre mayores cuantías en las tierras aún por “conquistar” se convertiría en una de las características del discurso colonial del siglo XVI y deriva de sus propósitos propagandísticos y encomiásticos13. Se trataba de exaltar la grandeza de la monarquía por vía de la riqueza, las tierras y los vasallos “ganados”, como de incentivar el apoyo real y de los particulares a la empresa comercial. Paralelamente, Colón incluyó en sus escritos inventarios informales de todos los elementos naturales considerados atractivos desde el punto de vista comercial, con lo cual ayudó a configurar la imagen de América como un inmenso botín listo para ser tomado y explotado (Pastor, El segundo). Tal representación sería continuada y reforzada por otros cronistas de la escuela imperial, como Mártir de Anglería, Fernández de Enciso, Fernández de Oviedo, López de Gómara y Antonio de Herrera (Brading).
Conviene anotar que, en la imaginación cultural del siglo XVI castellano, el oro era considerado el “rey de los metales” y la principal fuente de riqueza (Corominas 120; Vilches). Junto con la plata, eran los únicos ítems cuyo valor de venta podía cubrir holgadamente los costos de transporte, y esto hacía que la empresa de expansión fuera rentable (Restall, Seven 23 ). En consecuencia, fue el elemento más apetecido tanto por los viajeros como por la Corona desde un comienzo. Además, en consistencia con la tradición alquímica y cristiana, el navegante genovés asignaba al oro la función de centro simbólico del universo, lo cual se reflejó en la toponimia que inventó para los territorios “descubiertos” (Guzauskyté 91).
La esperanza de encontrar oro en gran cantidad deriva, también, de las lecturas que moldearon la imagen de Colón sobre las Indias de Oriente, adonde siempre supuso haber llegado. En particular, del libro de viajes de Marco Polo, que transmitía una visión idealizada de Catay (China) y Cipango (Japón) como tierras de riqueza increíble. Colón recibió un ejemplar de aquel texto en 1497, y por las anotaciones que hizo se infiere que tres cosas lo cautivaron especialmente: el oro, las gemas y las perlas rojas de Cipango (Gil, “Del Cipango” 153). Otro libro que insufló la imaginación del Almirante fue la colorida narración de los viajes de John Mandevile, en cuyas páginas también pululan alusiones a piedras preciosas, por ejemplo, las que decoraban el fantástico palacio del preste Juan (Mandevile 131).
Y como una confirmación de que efectivamente habían desembarcado en las Indias, Colón y su compaña se toparon con perlas durante el tercer viaje (1498) en las costas venezolanas de Paria. El marino anotó en su diario que eran finísimas y pidió a su hijo Diego que regalara una gran margarita a la reina Isabel14 (Martín; Pastor, “The Difficult” 40). Junto con el oro, el palo brasil y los esclavos, las perlas se convirtieron en las mercancías más valiosas en la etapa inicial de la carrera de las Indias. No sorprende, pues, que las primeras obras generales sobre el Nuevo Mundo incluyeran capítulos sobre su ubicación, extracción y comercio, lo mismo que críticas al sufrimiento humano que ocasionaban (Las Casas, Brevísima).
Las piedras preciosas aparecen con menos frecuencia en los documentos del Almirante. Por ejemplo, al margen de un ejemplar de la Historia naturalis del enciclopedista latino Plinio el Viejo, consignó: “Es cierto que el ámbar crece en la India bajo tierra, y yo he ordenado cavar en muchas montañas de la isla de Haití, o Ofir, o Cipango, a la que he dado el nombre de Española. Y he encontrado piezas tan grandes como una cabeza, pero no totalmente claro, pero claro y gris, y otros negros. Y hay bastante de ello”15 (Gil, “Del Cipango” 153). Al sopesar las posibilidades económicas de Cuba, escribió a los reyes: “también hay piedras y hay perlas preciosas e infinita especería”16 (Casas, Historia 240). En la misma isla encontró unas rocas que relucían como si tuviesen oro y mandó tomar muestras para llevarlas a Castilla (Casas, Historia 252). Con todo, aparte de estas indicaciones puntuales, la mayoría de referencias a las piedras preciosas en los escritos privados del Almirante se encuadran, nuevamente, en el orden de la promesa y la imaginación, verbigracia: “Del oro y perlas ya está abierta la puerta, y cantidad de todo, piedras preciosas y especiería, y de otras mil cosas se pueden esperar firmemente” (Casas, Historia 727). Una expresión muy elocuente de la primacía del oro en el utillaje mental del explorador genovés se halla en la relación del cuarto viaje:
Genoveses, venecianos y toda la gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos las llevan hasta el cabo del mundo para trocarlas, convertir en oro. El oro es excelentísimo; del oro se hace tesoros, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al Paraíso. (Colón, Los cuatro 288)
Indicios y expectativas de piedras preciosas en Tierra Firme
Examinemos ahora las contadas pero reveladoras referencias a piedras preciosas de Tierra Firme en otras publicaciones del periodo. En febrero de 1514 partió de Europa una considerable flota comandada por Pedrarias Dávila con destino al Darién, centro administrativo de la recientemente creada Castilla de Oro y frente de penetración en el área continental (Aram; Mena; Sauer). Entre los más de mil hombres que integraban la expedición se encontraban dos de los primeros escritores de “cosas de Indias”: Gonzalo Fernández de Oviedo y Martín Fernández de Enciso. Antes de llegar a su destino, la flota de Dávila paró brevemente en el litoral de Santa Marta, donde se enfrentaron con los indígenas y se apropiaron de algunas de sus pertenencias.
El primer recuento de esta escala en el actual territorio colombiano fue hecho por el humanista, cronista y funcionario real Pedro Mártir de Anglería en la tercera Década de De Orbe Novo, publicada en Alcalá de Henares en 151617. De acuerdo con el autor, varias personas le contaron cosas increíbles sobre los “bárbaros” del litoral samario y sus elementos de uso cotidiano18. En particular, nombra como informante a Fernández de Oviedo, “magistrado regio que en España llaman veedor”19, quien “se jacta de haber entrado más adentro en el terreno” en compañía de otros hombres. Fernández de Oviedo le comunicó que en esta rápida incursión había encontrado un zafiro más grande que un huevo de ganso, así como “muchos plasmas de esmeralda, y ágata, y jaspe, y grandes trozos de ámbar nativo [...] en las casas, abandonadas por los caribes en su fuga” (Décadas 202).
Pedro Mártir tuvo un destacado papel en la configuración y difusión de las tempranas representaciones sobre América20. Nacido en 1457 y muerto en 1526, este humanista natural de Arona comenzó su exitosa carrera en el ámbito papal; luego de emigrar a Castilla en 1487, durante las guerras de Granada, gozó de especial favor de los monarcas hispanos. A partir de entonces prestó diversos servicios en la Corte: capellán, preceptor, diplomático, consejero áulico y cronista real desde marzo de 1520 (Armillas). Su participación en política estuvo directamente vinculada al conocimiento que tenía de los asuntos indianos, ya que hizo parte de las comisiones previas al Consejo de Indias y de la primera plantilla de este organismo. Sus Décadas muestran el trato que tuvo con Colón y otros protagonistas de la invasión de América, al igual que el prolongado interés por las nuevas tierras desde un punto de vista económico y cognoscitivo. Por otra parte, su origen piamontés y selecta educación le pudieron proporcionar una mirada parcialmente crítica del accionar ibérico en el Nuevo Mundo, encuadrada, eso sí, en la celebración global de la empresa imperial. Además, por el hecho de haber nacido y crecido en la península itálica, principal centro de desarrollo de la “gemología” en la temprana Edad Moderna (Mottana, “Italian”), Pedro Mártir también pudo desarrollar una mayor sensibilidad hacia las piedras preciosas que los castellanos.
Resulta significativo que Oviedo, sucesor de Mártir y con una clara afinidad por los gustos “italianos” a partir de una estancia de varios años en las cortes toscanas (Gerbi), también hiciera referencia a la mencionada anécdota narrada por Mártir -incluido el pequeño repertorio de minerales- en su primer texto de tema americano: De la natural hystoria de las Indias (1526), conocida generalmente como Sumario. Escrito en Toledo de memoria y dedicado al emperador Carlos V, este opúsculo apareció en un periodo de euforia política tras la victoria de las tropas imperiales sobre los Comuneros, y recrea una cornucopia de productos y especies americanas. Representa a las Indias como el corazón de la monarquía global de Carlos V y la frontera de prosperidad que haría de España una gran metrópoli. En los capítulos finales, Oviedo pasa revista a la gran cantidad de oro y perlas que hallaron; además, da un prospecto de las piedras preciosas de Tierra Firme21. Es ahí donde trae a colación el episodio de su paso por la costa de Santa Marta en 1514, ya glosado por Pedro Mártir, que vale la pena citar in extenso:
En Tierra Firme, en Santa Marta, al tiempo que allí tocó el armada que el Católico rey don Fernando envió a Castilla de Oro, yo salté en tierra con otros, y se tomaron hasta mil y tantos pesos de oro y ciertas mantas y cosas de indios, en que se vieron plasmas de esmeraldas22 y corniolas [cornalinas] y jaspes y calcedonias y zafiros blancos y ámbar de roca; todas estas cosas se hallaron donde he dicho, y se cree que de la tierra adentro les debía venir por trato y comercio que con otras gentes de aquellas partes deben tener; porque naturalmente todos los indios generalmente, más que todas las gentes del mundo, son inclinados a tratar y a trocar y baratar unas cosas con otras; y así, de unas partes a otras van en canoas, y de donde hay sal la llevan adonde carecen de ella, y les dan oro o mantas o algodón hilado, o esclavos o pescado, u otras cosas [...]. (Fernández de Oviedo, Sumario 247)
De modo que, a la altura de 1514, el veedor y cronista ya había puesto sus ojos en Santa Marta como un punto de llegada de riquezas minerales procedentes -según creía- del interior continental. Ese hallazgo fue confirmado por otro participante en la expedición de Dávila. En una carta a su madre, Diego de Alarcón acusó a Oviedo de apropiarse de un zafiro del tamaño de un huevo de gallina y “un rico tapiz tejido con piedras preciosas de colores y otras verdes que dicen esmeralda” (López del Riego 102). El futuro alcaide de la fortaleza de Santo Domingo dio una versión diferente de los hechos en su segunda obra de contenido indiano, la Historia general y natural. Allí señaló que el zafiro y las demás gemas fueron entregados al tesorero de la expedición, y nunca más se supo de ellas (Fernández de Oviedo, Historia 80)23. Puede tratarse de uno de los primeros microconflictos ocasionados por la posesión de gemas y joyas americanas, que en las décadas posteriores se multiplicarían y darían lugar a verdaderos pleitos judiciales, especialmente los que involucraban esmeraldas.
Otra alusión parecida a piedras preciosas consta en la Summa de geografia (1519) del ya mencionado Martín Fernández de Enciso, primer tratado cosmográfico impreso en español con una sección sobre las “Indias Occidentales”, que pasa revista a más de setenta lugares (Delgado 60). A pesar de su brevedad, en esta cartografía textual de las pocas regiones conocidas de América hasta el momento, el autor logra establecer una asociación entre algunos espacios geográficos y productos específicos y llama la atención sobre su potencial económico. Al tratar acerca del Marañón, Enciso apunta: “En este río se tomaron cuatro indios en una canoa que venían por el río abajo, y tomáronles dos piedras de esmeraldas, la una tan grande como la mano; decían que a tantos soles yendo por el río arriba había una peña de aquella piedra” (Fernández de Enciso 214). Se trata del tercer indicio de esmeraldas -o gemas verdes afines24- en el litoral norte de América del Sur y resuena con Oviedo en la suposición de que las piedras procedían del interior del continente, donde estaría su yacimiento. No es descabellado pensar que los lectores atentos que seguían las primeras publicaciones sobre el Nuevo Mundo, y en particular el emperador, a quien estaban dedicados tanto el Sumario como la Summa, pudieron comenzar a alimentar la expectativa de encontrar más esmeraldas y otras piedras preciosas al sur del Darién, lo mismo que conjeturar la existencia de pueblos riquísimos procedentes de “tierra adentro”.
El diamante del Paria
Volvamos a la tercera Década de Mártir de Anglería, cuyo libro IV está dedicado al cuarto viaje de Colón (1502-1504) a lo largo del istmo centroamericano. Cerca del final del libro, el autor da noticia de los “veinte ríos auríferos” que corren a derecha e izquierda del Darién y la presunción de que también se “criaban” piedras preciosas allí (Décadas 197)25. A continuación, da un salto narrativo hacia otro hallazgo de gemas en la península de Paria por parte del navegante Andrés Morales, compañero de Juan de la Cosa, quien obtuvo un diamante de un joven indígena, “muy precioso, de largo, según dice, como dos falanges del dedo meñique, y de grueso como la primera falange del dedo gordo, que por ambas partes terminaba en punta y tenía ocho caras lindamente formadas”. Era tal su calidad que lo usaban para rayar yunques, y gastar cerrojos y limas sin que sufriera daño alguno. El joven nativo le vendió el diamante a Andrés Morales “por cinco cuentas nuestras de cristal verde y azul, prendado de la variedad de los colores” (Décadas 197).
Destaquemos varios aspectos de esta anécdota. Para comenzar, es la primera advertencia de diamantes en las fuentes analizadas, lo que viene a ampliar el pequeño repertorio de piedras preciosas supuestamente encontradas en el Nuevo Mundo. A la luz de los actuales conocimientos de geología suramericana, es improbable que se tratara de un verdadero diamante, pero lo importante es constatar el ejercicio de rotulación por parte de los actores estudiados. Téngase en cuenta que el consumo de diamantes creció ostensiblemente en Europa desde fines de la Edad Media (Hofmeester). En segundo lugar, la precisión de la descripción del mineral -tamaño, forma, dureza- pone de manifiesto la sensibilidad del cronista en relación con el mundo de las gemas, o lapidaria. En tercer lugar, el caso referido deja percibir la interacción entre dos regímenes de valor: el diamante -avaluado por un europeo con base en un sistema monetizado- y las cuentas de vidrio que le fueron dadas al indígena, apreciadas por otras características. Sabemos que, en la cosmovisión de muchos pueblos amerindios, los objetos resplandecientes o aquellos que reflejaban la luz tenían especial significado, lo que explica la facilidad con la cual los recibieron e intercambiaron por otros materiales más apetecidos por los cristianos, como los metales y piedras preciosas (Saunders). Dicha modalidad de intercambio, conocida como rescate, fue muy común en esos años, y las cuentas de vidrio producidas en Europa fueron unas de las primeras mercancías globalizadas en el siglo XVI (Ajmar-Wollheim y Molà 13).
¿Aprecio por el oro y desprecio por las piedras?
Luego de exponer el episodio del diamante, Pedro Mártir indica que en las playas del Paria también se encontraron topacios26. En el libro IX de la primera Década ya había referido el hallazgo de estas gemas en la expedición de Vicente Yáñez Pinzón (1500), que navegó por las costas venezolanas antes que Morales y llevó evidencias de estas a España27. Empero, en el libro iv de la tercera Década el cronista asevera que los hispanos hicieron poco caso de esos topacios, a pesar de su disponibilidad, y propone una curiosa explicación con un toque crítico a ese respecto:
Pero, preocupados con el oro, no se cuidan de estas joyas [de topacio]; solo al oro atienden, solo el oro buscan. Por eso la mayor parte de los españoles hace burla de los que llevan anillos y piedras preciosas y motejan el llevarlas, en particular los plebeyos; y los nobles, si a veces tienen que disponerse para pompas nupciales o también regias, gustan de ponerse collares de oro con piedras preciosas y en el vestido entretejen las perlas y piedras preciosas; fuera de estos casos, no. Tienen por afeminación estos adornos y los olores de los aromas de Arabia y los sahumerios continuos; si se encuentran con uno que huele a castor o a almizcle, lo juzgan dado a liviandad. (Décadas 197)
Se podría hacer una detenida interpretación de este pasaje. Limitémonos a algunos comentarios agrupados en torno a tres preguntas clave.
1 ). ¿Los españoles “plebeyos” tenían en poco las gemas y se burlaban de quienes las usaban como adorno? A juzgar por otros libros de las Décadas, a sí como por fuentes diferentes, ello no es totalmente cierto. Ya se comentó más arriba que Andrés Morales tuvo especial interés por el diamante, y en una etapa posterior de la invasión ibérica abundan los casos de conquistadores “obsesionados” por piedras preciosas -especialmente esmeraldas- y perlas, tales como el propio Fernández de Oviedo, Hernán Cortés, los hermanos Jiménez de Quesada y Fernández de Lugo, entre otros. Con todo, el cronista Francisco de Jerez transmite una anécdota que parece corroborar la de Mártir. Al relatar la invasión a Coaque -en el actual Ecuador- en 1531, Jerez menciona:
Entonces, sin llegar a generalizar al grado de Mártir, es admisible que existiera un cierto desdén por las piedras finas de colores entre los españoles de la capas populares o medias, es decir, justamente quienes integraban en su mayoría las expediciones de invasión, pues a fin de cuentas habían tenido poco contacto con los grandes flujos de materiales lujosos antes de cruzar el Atlántico, salvo contadas excepciones.[...] muchas piedras de esmeraldas, que por el presente no fueron conocidas ni tenidas por piedras de valor; por esta causa los españoles las daban y rescataban con los indios por ropa y otras cosas que los indios les daban por ellas.28 (Gil, “Noticias” 301)
2). ¿Los españoles de la nobleza no eran especialmente aficionados a las gemas? Mártir concede que en ocasiones las llevaban en las bodas o ceremonias regias, en collares o entretejidas en los vestidos, pero que en general tenían por “afeminación” y “liviandad” estos adornos. Nuevamente, es necesario matizar las afirmaciones del cronista áulico. Otras fuentes nos revelan que desde la Edad Media la nobleza castellana incluyó las piedras preciosas en sus alhajas (Guerra y Calligaro; Yarza 77), y se sabe que Carlos V, su esposa Isabel y otros miembros de la Casa de Austria se interesaron bastante en adquirirlas, especialmente desde la invasión al Perú y al Nuevo Reino de Granada (Lane). No obstante, la estimación por las gemas en la élite de los reinos hispánicos probablemente fue menor que entre sus pares de Portugal e Italia, donde está demostrado el alto aprecio que tenían durante los siglos XV y XVI (Crespo; Maria). Resulta notable que, junto con las piedras preciosas, Mártir mencione el disgusto de la nobleza española por “los olores de los aromas de Arabia y los sahumerios continuos”. Todos estos detalles remiten claramente al exotismo del lujo oriental, que también en los reinos itálicos y Portugal era más corriente dada la conexión comercial con la India y el este asiático. Y tal vez el autor de De Orbe Novo, como piamontés que era, dejó traslucir en sus cartas un prejuicio cultural con respecto a las modas y la falta de “refinamiento” de los españoles del vulgo. En la obra de Fernández de Oviedo a menudo se encuentran apreciaciones parecidas. Quizá no se tratara tanto de un problema de gustos regionales, sino de la educación y los hábitos cortesanos de estos dos cronistas reales.
3). ¿A los conquistadores que llegaron a América solo les importaba el oro entre los materiales preciosos? La crítica de Mártir al ansia o la “sed” de oro es un lugar común entre los cronistas del Nuevo Mundo. Escritores posteriores como Díaz del Castillo, Sahagún y Poma de Ayala también lo refieren (Stern 14). La búsqueda de metales como el principal móvil de los invasores es uno de los siete “mitos” de la conquista, de acuerdo con Matthew Restall (Seven 22). Para el historiador inglés, más que el oro como mineral, lo que interesaba a los invasores era su poder de cambio, y por encima de ello, el ideal de volverse gobernadores o encomenderos de un territorio rico y con muchos indígenas tributarios. Ahora bien, aunque esto puede ser acertado en muchos casos, me parece que es importante concederle más relieve al papel que el oro, la plata y las gemas pudieron desempeñar como fetiches para los españoles, es decir, restituir la atracción por la materialidad de estos elementos, bien fuera en su forma bruta o montados en joyas y objetos suntuarios, lo que solo se puede averiguar mediante el análisis comparativo de diversos documentos textuales e imagéticos (Clark). Una vez más, antes que una mera cuestión de gusto, esta preferencia por los metales nobles puede deberse a la mayor facilidad de convertir en especie el oro y la plata que las gemas. Para determinar el valor exacto de los metales en una moneda como los maravedíes, podía bastar con ensayarlos o calcular su peso, para lo cual había personas especializadas en las expediciones, como los quilatadores y los lapidarios. Por el contrario, debía resultar más complicado realizar estas operaciones con las gemas en bruto sin cortar, y se echaba en falta personal capacitado para tal fin. Recordemos que en el siglo XVI las técnicas de identificación científica de las gemas apenas estaban dando sus primeros pasos en Europa (Mottana, “Italian”). En ese sentido, si los conquistadores querían obtener riquezas sin dilación, era más racional que prefirieran los metales antes que las gemas29.
En conclusión, la apreciación crítica de Mártir puede contener un fondo de verdad, pero debe ser matizada, contextualizada y contrastada con otras fuentes. Obviamente, ninguna aseveración del tipo “todos los españoles despreciaban las piedras preciosas y adoraban el oro” es totalmente correcta, pues siempre hay excepciones y matices entre los colectivos humanos. Pero, como tendencia grupal, es interesante estudiar diferentes prácticas y representaciones culturales relacionadas con ítems de riqueza entre los conquistadores, del mismo modo que se ha planteado el desprecio que sentían por el trabajo manual y la relación que esto tuvo con los modelos de colonización ultramarina, de acuerdo con el célebre planteamiento de Max Weber. Hilando más delgado, sugerimos la hipótesis de que el interés por las gemas entre los hispanos que participaron en la aventura ultramarina no fue uniforme: en general, las expectativas de los conquistadores medios contrastaron con las de la Corona, sus oficiales y los cronistas reales, por lo menos en la etapa cubierta por este ensayo.
Consideraciones finales
Mártir termina el libro iv de la tercera Década con dos consideraciones que tienden a moderar su crítica a la falta de refinamiento español. Por una parte, utiliza la metáfora del árbol y el fruto para ponderar las riquezas minerales de Indias. Razona que, si el oro y las piedras hallados hasta la fecha eran la fruta, todo el árbol debía “criar” o contener mucho más30. En otras palabras, si hasta la década de 1510 no se habían localizado suficientes tesoros minerales, los que habían sido encontrados efectivamente -en particular en las costas de Tierra Firme- eran suficientes para suponer que habría muchas más, incluidas las piedras preciosas.
En el siguiente párrafo anuncia al lector que seguirá dando noticia de los nuevos y cada vez mayores tesoros descubiertos conforme avanzara la marcha ibérica. El lenguaje empleado es, nuevamente, de orden orgánico, como si de plantas se tratara: “Pululan, germinan, crecen, maduran, se cogen cada día cosas más ricas que las anteriores”. Y para rematar, invoca las riquezas míticas de Grecia, recurso común en los cronistas imperiales: “Lo que en la antigüedad descubrieron Saturno, Hércules y otros héroes semejantes, ya no es nada. Si algo más descubren los españoles con su incansable trabajo, lo escribiré” (Décadas 197).
Tal retórica de la riqueza está enmarcada en la alabanza de la monarquía católica española, en consonancia con uno de los argumentos centrales de este ensayo: en las primeras décadas de penetración española en América las piedras preciosas figuran en el plano de la expectativa y la imaginación más que en el de lo visible y tangible, y solo aparecen de manera tangencial en comparación con el oro y las perlas. Todos estos ítems estaban imbricados en la representación de una tierra favorecida con abundancia proverbial por el Creador. Hay que agregar que esa abundancia contrastaba drásticamente con las descripciones de pobreza técnica y frugalidad de los habitantes nativos de esas regiones, por lo menos antes de la invasión a Mesoamérica y los Andes centrales, y en general, con la indiferencia o desprecio por la cultura material de índole suntuaria aborigen.
Tras la publicación de la tercera Década en 1516, Mártir detuvo su escritura de corte periodístico por cinco años, en espera de mayores portentos. La cuarta Década, publicada en 1521, y las restantes cuatro, impresas póstumamente en 1530 junto con las anteriores, recuentan principalmente la intrusión en Mesoamérica, desde la primera expedición de Yucatán hasta la toma del imperio regido por Moctezuma. Y, para satisfacción de los lectores, sus páginas están salpicadas de nuevas “maravillas” e indicios de opulencia, entre ellas, algunas notificaciones de bellas gemas bruñidas por expertos artesanos indígenas31. Pero sería solo con la invasión de la tierra continental al sur del Darién, durante la década de 1530, que cantidades significativas de piedras preciosas americanas comenzarían a ser encontradas, arrebatadas, descritas y celebradas en las fuentes, y lo que es más relevante, se “descubrieron” minas de esmeraldas en la región muisca y en Muzo32. Pero ese es otro capítulo de la historia americana, una historia en la cual el “boom minero” vivido actualmente parece actualizar antiguas representaciones del territorio como un botín, un paisaje virgen o un Dorado listo para ser explotado y usufructuado sin ninguna restricción.