Cinco y treinta de la mañana. El sueño que unos han podido conciliar al fin o en cuya pesadez otros yacen es bruscamente interrumpido. Una voz estridente, una luz repentina, el estruendo de un garrote en el metal, la apertura abrupta de una puerta, el traqueo de un candado o el chillido de una reja anuncian que el día ha comenzado. Hay poco tiempo y mucho frío. A la entrada de los escasos sanitarios y duchas, se aposta una fila, larga en ciertos casos o de apenas un turno en otros pocos. Todos se apuran para acceder al delicioso bien con el que han soñado desde la media tarde anterior, algunos incluso por más de doce horas: la ración del desayuno, dulce, caliente o tibia, mas siempre escasa; fuente calórica a la que cada quien se aferra y que nadie quiere terminar. Algunas cabelleras gotean, humedecen los cuellos de las camisas que, en tierra fría, pueden volverse una gélida tragedia a tan tempranas horas. La mayoría, sin embargo, tiene el pelo demasiado corto como para que se entrape.
Esta franja matutina es, no obstante, ansiada por muchos, tras las casi doce horas de espera en un cuarto, una celda, un pasillo, un ala. Salir, de eso se trata. Ir un poco más afuera. Unos han esperado literalmente por luz y ventilación, mientras otros aguardan por unos metros más o un área más espaciosa. Sin distingo, el paraíso siempre es el aire libre, la vista del firmamento, un rayo de sol y, sí, sentir el viento -o al menos una brisa que corre- y atrapar todo el oxígeno que sea posible. Si alguno cuenta con el privilegio de tener una ventana en su alojamiento nocturno, así esté más cerca del inalcanzable cielorraso, dirigirá siempre a ella sus plegarias y pensamientos más sublimes, tanto como sus culpas y obsesiones, sus ansias de venganza y fantasías de fuga.
El nuevo día es un escaso paréntesis, repetido a perpetuidad en el tiempo de reclusión. La mañana siempre es más larga que la tarde y, a veces, por lo tanto, más tediosa o añorada. Tediosa si se debe transitar por esa rutina repetitiva de una actividad o una tarea, asignadas en un espacio distinto del dormitorio, para ocupar las manos y las mentes -un juego, un oficio, una clase, una sesión terapéutica-, aunque incisivamente más vigiladas, auscultadas con detalle por un agente institucional. Añorada, de otro lado, si por milagro el tedio ha mutado en sentido y el juego en gozo, la labor en obra, la lección en conocimiento, la terapia en encuentro. Con frecuencia, la ocupación de esa mañana es objeto de ambas cosas, del tedio y la añoranza, pero en cualquier caso es algo, ante las mayorías que no hacen nada, que no tienen nada, solo el encierro, siempre el encierro.
Ante el secuestro legítimo de esos cuerpos, la vida exterior estructura el ansia. Ansiedad, de eso se sufre adentro. Siempre a la espera. De las raciones, de luz y más espacio, de algo distinto, pero especialmente de cualquier contacto externo, de un efímero toque de fuera. La visita, por ello, es sagrada. Es ansiada obsesivamente; el bien más preciado, un privilegio. Todos se estacionan en la entrada o, mejor, en la salida, y aguardan el momento del llamado, cuando la voz del enfermero, terapeuta o guardia grite sus apellidos en señal de que su cita por fin ha llegado. Muchos, a veces la gran mayoría, esperan inútilmente; lo han hecho por horas, por días, meses o años. Cada desencuentro es motivo de locura, de ira, de asfixia, y se suma a la ineludible miseria personal. Con el tiempo, todos sufren la merma en sus visitas; a todos se les escapa el afuera.
Después de la cena, a media tarde, el encierro; de nuevo, ese encierro dentro de otro. Los reclusos son trasladados a su alojamiento. Detrás de sí, el azote de una puerta o de una reja, el cierre de una cerradura o de un candado son ruidos que anuncian la indiscutible y temprana llegada de la noche. A veces, un televisor ameniza un par de horas previas al sueño o al insomnio y la telenovela nacional de moda se vuelve tema de controversia o de charla o de expectativa. Hombres y mujeres internados se conmueven o distraen ante aquella historia de amor, de coraje o de desdicha, ficción en todo caso previamente elegida por sus guardianes, quienes deciden siempre lo que pueden o no ver en la pantalla.
Luego, la tiniebla. La intimidad más íntima que puede lograrse. Algunos no cuentan con divisiones que los separen de sus pares, mientras que otros han logrado improvisar cortinas o biombos y envolverse como orugas entre sus tendidos. Emergen con fuerza los terrores nocturnos ante posibles ataques. Las obsesiones más pertinaces. Los lúbricos deseos o la arquitectura de toda suerte de fantasías. También el llanto, la exposición del dolor en carne viva. O, simplemente, la derrota ante el letargo.
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Escenas semejantes son experimentadas a diario por los residentes de diversas instituciones totales, especialmente de aquellas donde la reclusión es forzosa. El concepto de Erving Goffman, bellamente esclarecido en su clásico Internados de 1961, no desampara nunca mis itinerarios etnográficos por aquellos establecimientos destinados al encierro de infames, enfermos e inimputables, debido a su vigencia analítica. Decía el sociólogo que estas instituciones albergan un sistema totalitario, cuya “tendencia absorbente” se expresa simbólicamente en “los obstáculos que se oponen a la interacción social con el exterior y al éxodo de sus miembros, y que suelen adquirir forma material: puertas cerradas, altos muros, alambre de púa, acantilados, ríos, bosques o pantanos” (Goffman [1961] 2004, 18). Una configuración espacial que ha pretendido, desde sus orígenes, aislar y contener el “fermento del mal”, al decir de Foucault ([1964] 2000); ese que, en forma de miasma impuro o “detritus nauseabundo”, amenaza siempre con propagarse como epidemia y corroer el orden social (Corbin 1987; Foucault [1964] 2000; Gittins 1998; Jodelet 1991; Pinzón y Suárez 1989-1990).
Enfermos infecciosos, locos, presos y adictos, entre tantos otros confinados, inician en cada amanecer una jornada más como matrioshkas. A la manera de aquellas muñecas de origen ruso-nipón, cada cual padece un encierro dentro de otro dentro de otro dentro de otro… Cada capa entraña una jaula que contiene, que recubre o que protege, y que denota un lugar -siempre reducido y pródigo a la vez- de experiencia. Entre todas, la jaula más obvia está emplazada en la institución total, aunque ella misma ostente a su vez varias capas: las murallas o cercas que la demarcan, las paredes de los edificios, las divisiones entre áreas y pabellones, las puertas y rejas de los espacios múltiples de interacción, el baño, el cuarto o celda, la cama, hasta llegar a las cortinas, a las mantas y ropajes -muchas veces, también en múltiples capas- que recubren los últimos niveles de intimidad, antes de la piel.
De ahí en adelante, el interno: su cuerpo, su interior, la fuente de sus más recónditos deseos, pensamientos, sensaciones, impulsos, contrariedades. Con ellos, también las propias jaulas, recubiertas de más y más capas, sincrónicas o profundamente diacrónicas; impuestas, negociadas o delicadamente fabricadas. Y esa que ya he nombrado, la barrera dérmica, con su rasgo permeable y comunicativo, supone apenas un lindero más que, como los otros, separa, contiene, oculta y exuda. Particularmente, exuda. Transpira materia corrosiva, sales húmedas que socavan cada capa y traspasan cada jaula y carcomen cada muro, cada reja, cada puerta. Ni el miasma ni el fluido ni el detritus se agotan y, paradójicamente, aun a largo plazo, terminan por derribar la institución y conseguir la fuga.
Ese padecimiento de la estructura física, por supuesto, es más que metafórico. Se agrava cada día de tráfico pesado por cuenta de la muchedumbre que la habita; cuerpo de cuerpos conformado por el personal, los internos, los visitantes y también, claro, por esas vidas no humanas que con terquedad logran siempre abrirse paso, permanecer y esparcirse. La obvia degradación natural en ese ciclo eterno de transformación de la materia se imprime siempre en los espacios, aunque no de forma caprichosa, por lo cual ha terminado siendo precioso insumo para la interpretación arqueológica e ingenieril. Pero para el etnógrafo debiera serlo también, pues aquella corrosión inmisericorde atestigua las presencias y las ausencias, sus ritmos y silencios y -gloriosamente- las huellas de sus distintos usos y desusos. En escenarios de reclusión forzosa, en particular, esta suerte de etnografía-arqueología puede dar cuenta de experiencias de habitación, de creación y de sufrimiento -en cuanto el espacio sufre tanto como el humano-.
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La práctica de la reclusión ha sido aprovechada con creces en la historia dados sus efectos dramáticos en la experiencia humana. Sea como dispositivo de contención, castigo, vigilancia y disciplinamiento o como estrategia de aleccionamiento moral, sus impactos en la vida de los sujetos pretenden traducirse siempre en cuerpos reformados, curados tras el tratamiento, rehabituados. Estos han ingresado a la institución total para ese propósito de modificación, el cual solo podrá finalmente probarse una vez salgan de ella. Pero, entre tanto, en la radical epojé del encierro, suceden otras cosas a esos cuerpos, en cuanto primero han de ser mortificados en su mismidad para lograr la escultura esperada. Cuerpos-matrioshka que son uno solo con todas sus jaulas.
Bien establece Goffman ([1961] 2004, 27 y ss.) como primera mutilación del yo del recluso la barrera levantada entre el interior y el exterior de la institución. La facultad de ir por donde se quiera, cuando se quiera y hasta donde se quiera es obstruida y regimentada. Esa separación radical instaura un nuevo régimen cotidiano, crudamente distinto, en la medida en que toda rutina es ahora ordenada y observada por terceros dentro de un laberinto cercado y amurallado. También implica despojo, no solo de las propias pertenencias, sino de la autodeterminación, de la privacidad, de todo pudor. Es por ello que, en ese nuevo y cruel adentro, los internos atribuyen una especial centralidad a la materialidad que habitan. Los muros, bastiones del encierro, tempranamente se convierten en trincheras que protegen y que ocultan, en el (casi) imposible juego cotidiano de esconderse en el panóptico. Así mismo, esas tapias, más o menos rugosas, de idílicos blancos, temerarios grises o soporíferos colores pastel, adquieren el estatus de lienzos y pantallas, donde cada yo mutilado resucita.
Con aquel laberinto amurallado, aparece un nuevo rey: el tiempo suspendido. Ese que, aunque insoportablemente cíclico, instala en cada cuerpo la ilusión de que afuera nada transcurre, de que todo se ha detenido. En efecto, una de las experiencias más desgarradoras de quienes finalmente salen -en especial, quienes permanecieron por años en el establecimiento- es descubrir que, afuera, ese otro tiempo del que alguna vez participaron había seguido su terrible curso. Mientras tanto, adentro, así pasen muchos días, se conserva siempre una sensación de lentitud, renuente al cambio y pesada en todo caso, que funde la materialidad y el tiempo. Los tragaluces y ventanas permiten estimar la hora. El desgaste de la dotación (ropa, tendidos, implementos de aseo) es marcador de cada temporada, como lo es el pelo que crece y se trasquila. Y los muros, protagonistas una vez más -o un papel secreto si es imposible intervenir la tapia-, se vuelven ábacos y calendarios a través de la pintura obsesiva que, por siglos, los reclusos han plasmado en sus mazmorras (ver, por ejemplo, Barrera 2016). Contar los días, las horas, las cosas; tachar lo que pasó y disponer lo que viene… todos estos grafitis de contabilidades interminables.
La sensación excesiva de presente es aguzada precisamente por la inmediatez de los cerramientos, esos que siempre están por encima, por debajo, en todas partes. El hábitat del interno varía, por cierto, porque hay quienes cuentan con mayor espacio disponible para sí o gozan de mayor proxemia. Ante el hacinamiento y la reducción del claustro, aquellas sensaciones se agravan. Cuando el lugar se comprime o es más oscuro o frío, mayor es la afectación del cuerpo recluido. Todo encierro, no obstante, supone en sí mismo una deprivación de los sentidos. En efecto, consecuencias bien documentadas de esta condición son la pérdida de perspectiva, la “ceguera de prisión”, las afecciones musculoesqueléticas, el vértigo, la ansiedad crónica y la agorafobia, además de la distorsión de la autoimagen corporal y la percepción auditiva, olfativa y térmica, entre otros (Valverde 1991).
“Siempre hacía muchísimo frío y yo tenía hambre constantemente. No poder mirar a lo lejos también afecta a la vista y a la mente. […] Incluso ahora que ya han pasado tantos años, siento como que no puedo conectar con las personas. Hay mucha gente que me ayuda, pero el aislamiento todavía me afecta”, relataba un exconvicto de la prisión de Pelican Bay a Amnistía Internacional (2014, s. p.), luego de cuatro años en confinamiento solitario. Casi con las mismas palabras, me han referido su experiencia otros tantos residentes de instituciones totales: una paciente psiquiátrica, quien había estado hospitalizada durante 45 días en una clínica privada por cuenta de un intento de suicidio; una expresidiaria que estuvo seis años en una cárcel distrital y que, una vez libre, pasó meses encerrada en su casa por el vértigo que le producía la calle; un antiguo miembro de las fuerzas armadas que, además de los rigores de su entrenamiento en el cuartel, había cumplido condena en un pabellón para inimputables… Todos, sin excepción, me han hablado de la mella del espacio cerrado sobre sus cuerpos.
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En mi trasegar por diversos establecimientos de reclusión abandonados, me he topado con la ruina, el declive. En algunos casos, había tenido ocasión de conocerlos antes de su cierre. Lo que en mi última visita yacía desplomado definitivamente se había avizorado antes como “una estructura en riesgo”. Los lugares para “los anormales”, marginados también del presupuesto público y privado, envejecían sin asomo de dignidad. Materiales caducos, entornos hostiles, pero sobre todo ese eterno presente del encierro y la terca vida, los habían menoscabado sin escrúpulo. Su contextura estaba ahora cubierta de cicatrices, de indicios y señales que apuntaban tanto a las presencias como a las ausencias: la gravedad, los miasmas y vapores, la humedad y el óxido, el polvo y los escombros, la invasión de especies animales y vegetales y el omnipresente moho habían abrazado, estrujado y tallado cada objeto.
Se podría mirar más de cerca y revisar esas últimas huellas detrás de la corrosión y el deterioro -ambos que, por lo demás, ya guardaban información en sí mismos-. En los hospitales, además de macroobjetos como máquinas, camillas, sillas de ruedas, entre otros, aún había muestras de fluidos en tubos de ensayo, dosis prescritas de medicamentos, libros de registro y letreros que ubicaban dónde quedaba cada cosa, cuál era su función, a quién pertenecía o para quién estaba destinada. Muchos nombres y edades, no solamente escritos en cuadernos y papeles, sino en las cosas: en las tablas de las camas, en puertecillas y cajones, en baúles y valijas, en prendas de vestir. En todas las instituciones, aparecían de la nada pocillos y peines, bienes preciados asignados en propiedad a cada residente como parte de su ajuar.
Como evidencia irrefutable de la centralidad material de la estructura para la sobrevivencia de los internos, toda institución total exhibe inscripciones en paredes, techos, marcos de ventanas, pisos… Todo cerramiento -barrera inmediata que contiene y oculta- enseña una intervención donde coexisten tiempo y espacio, fantasía y umbral, identidad y ritual. De nuevo, son comunes los nombres: el propio, el de los queridos, el de los enemigos; estos últimos quizá como blanco del conjuro. También los calendarios, llenos de días ritualmente tachados y otros a la espera de serlo.
Motivos religiosos y demoniacos cohabitan con los sexuales -erotismo, pornografía y fetiches pintados o fotografiados junto a las camas o puestos de trabajo-, así como con fotos familiares y afiches publicitarios o monitas de colección. Símbolos de identidad, como logos o escudos, se disputan terreno con citas y consignas hechas grafiti. Retahílas, oraciones, textos motivacionales, aforismos, cartas y frases sin sentido más que para su autor se turnan con dibujos precarios o sofisticados que redundan en los deseos, gustos e intereses más personales.
Los muros y demás cerramientos, en cuanto fronteras de un encierro dentro de otro, se hacen posibilidad, se hacen dermis, se hacen propios. Ni qué decir, por ejemplo, de lo que el recluso hace al tatuar o lacerar esa otra capa de matrioshka que es su propia piel. En aquellas barreras, nada más ni nada menos, se labra el propio deseo. Dado que, en palabras de Goffman (2004), “estar ‘adentro’ o ‘encerrado’ son circunstancias que no tienen para el interno un significado absoluto, sino dependiente del significado especial que tenga para él ‘salir’ o ‘quedar libre’” (26), lo que el muro proyecta actualiza ese sentido. Estrategias creativas todas que, finalmente, terminan por conjugarse con el deterioro, como prueba de presencia. Allí, en esas paredes y estructuras, la creación y el detritus parecen exclamar al unísono: “¡Aquí hubo vida!”.
El material cicatricial como signo de la experiencia.
Ver figura 1, figura 2, figura 3, figura 4, figura 5a, figura 5b, figura 6, figura 7, figura 8.