La consideración moral de los animales, la discusión social de los alcances morales de la experimentación con animales y la redefinición de la relación hombre-animal es un imperativo en el diálogo entre Ciencia y Sociedad.
Fabiola Leyton (2010, p. 13)
Introducción
El presente artículo deriva, en parte, de la investigación realizada para una tesis doctoral (Castro, 2012), en la que se plantean algunos aspectos de la ciencia como actividad. En unos de sus capítulos1 se aborda el tema de cómo ciertos estilos de razonamiento y determinadas prácticas científicas contribuyeron, a lo largo de la historia de la ciencia, a la constitución de los organismos experimentales (en particular animales) como modelos, estándares, herramientas e instrumentos, entre otras acepciones. Desde este punto de vista, se presentan elementos de análisis acerca de cómo se entienden, en los estudios filosóficos, históricos y sociales de la ciencia, los estatus ontológico y epistemológico de los organismos usados en el laboratorio. Sin embargo, hay que precisar que dicha tesis no se ocupa del estatus ético de los mismos.
Por ello, en este escrito se mostrará con cierto detalle que, efectivamente, estos animales no se han comprendido como sujetos dignos de una consideración ética. En tal sentido, al ser entendidos de manera instrumental, cosificando así su existencia, parece ser un insumo para seguir argumentando a favor de posturas especistas; es decir, aquéllas que ponen los intereses humanos por encima de los intereses de otras especies, y que ha llevado a asumir que entre nosotros y los demás animales existen abismos insalvables (lagunas mentales), tanto desde el punto de vista evolutivo, como desde el ético.
En este orden de ideas, la tesis central de esta contribución es que hacer frente al especismo requiere tomarnos muy en serio una perspectiva llamada biofilia, así como una bioética que haga hincapié en que todos los animales son agentes morales, no en el sentido de que sus acciones se puedan aprobar o no desde una reflexión ética, sino que ellos son sujetos, en sí mismos, de este tipo de reflexión. En pocas palabras, con este artículo se pretende poner de manifiesto que, en el diálogo entre ciencia y sociedad, sobre todo desde una perspectiva filosófica de la ciencia, no se ha reconocido ampliamente el estatus ético de los animales no humanos y el rol que desempeñan en aquellas sociedades en las que las investigaciones de laboratorio ocupan un lugar preeminente. Los animales de laboratorio también son miembros relevantes de nuestras sociedades, pero no han tenido el reconocimiento y el trato que se merecen.
Justamente, en las conclusiones se dejan planteadas algunas cuestiones que ameritan ser abordadas de manera más profunda y que requieren otras indagaciones. Principalmente, es importante cuestionarse acerca de cómo reconsiderar el estatus de los animales de laboratorio en el mundo actual, en el que han proliferado movimientos animalistas que propenden por la «liberación animal». ¿Qué significa todo esto, para el caso de los animales que han sido confinados a perpetuidad al espacio hermético de los laboratorios?
Antes de entrar en materia, es oportuno hacer una aclaración. En aras de una «economía del lenguaje», voy a referirme a «animal» cuando aluda a todo animal diferente al humano o a los animales-no-humanos o animales-más-que-humanos, teniendo siempre en mente que nosotros, los humanos, también somos animales. No hay que perder de vista la condición animal del humano.
Los animales de laboratorio: de objetos de estudio a organismos-modelo e instrumentos de experimentación
En esta sección veremos cómo a los animales que han sido usados para diferentes fines experimentales, concretamente en el laboratorio, se les han conferido diversos estatus ontológicos y epistemológicos, pasando de ser objetos de estudio, a transformarse en organismos modelo o estandarizados, para devenir, finalmente, en meros instrumentos (ligados a estándares de uso) o artefactos. Precisamente, asumir los animales de laboratorio en este último sentido implica que ellos no sean reconocidos como sujetos morales o, en otras palabras, que se tomen como entidades que no merecen nuestra consideración en tanto objetos de reflexión ética. Dado que conviene ilustrar la discusión con ejemplos concretos, expondré con cierto detalle cómo se han dado las situaciones aludidas con un animal en particular: la mosca Drosophila melanogaster, conocida también como «mosca de la fruta» o «del vinagre».
Los animales como objetos de investigación científica
Antes que nada, es importante subrayar que los objetos de investigación científica tienen un carácter histórico, en la medida que se constituyen como tales en un devenir que implica, entre otras cosas, el despliegue de una serie de prácticas científicas que toma lugar en locaciones particulares y con base en fines específicos. A este respecto, son ilustrativas las categorías planteadas por Daston (2000): prominencia, emergencia, productividad y arraigo.
Así, es posible sostener que ciertos animales, en determinados procesos investigativos, fueron prominentes por algunas cualidades que facilitaban la experimentación; de ellos emergieron otro tipo de organismos (como los organismos modelo que abordaremos posteriormente); demostraron ser productivos (en el sentido de que los resultados experimentales con ellos obtenidos se pudieron extrapolar a otros organismos, o a otras áreas de indagación) y, finalmente, quedaron arraigados a sistemas experimentales o, dicho de otro modo, quedaron recluidos por siempre en el laboratorio. Dicho brevemente, hubo un momento en la historia en el que los animales ya no eran objetos «naturales» de investigación científica, sino que éstos adquirieron o demostraron ciertas cualidades para ser objetos de estudio en el laboratorio, transformándose así de maneras nunca antes imaginadas, por medio de prácticas experimentales.
Los animales como organismos experimentales de laboratorio
Shapin y Schaffer (2005) introdujeron una terminología que vendría a ser de uso común en los estudios sociales de la ciencia: la forma de vida experimental. En síntesis, la vida en el laboratorio implica nuevas reglas de acción y nuevos criterios para establecer qué cuenta como conocimiento científico: «En este sentido, el laboratorio era un lugar para generar auténtico conocimiento mejor que el espacio exterior donde sólo se podían hacer simples observaciones de la naturaleza» (Shapin y Schaffer, 2005, p. 74).
Quizá uno de los primeros en introducir este estilo de trabajo en la biología, a mediados del siglo XIX, fue Claude Bernard (1813-1878), con sus estudios en fisiología animal, por medio de los que hacía el llamado para que se realizara el tránsito de una ciencia pasiva (basada en la observación) a una ciencia activa (sustentada en la experimentación). Por tal razón, era imperativo trabajar en el laboratorio, en donde los métodos experimentales permitieron acceder a prácticamente todos los fenómenos vivientes. Aunque es preciso tener en mente que no cualquier animal puede hacer parte de la «vida experimental» o «vida en el laboratorio». Así las cosas, conviene explicar cómo un animal deviene en organismo modelo.
¿Qué es un organismo modelo?
De acuerdo con Ankeny y Leonelli, los organismos modelo2 son:
especies no-humanas que se estudian extensamente en aras de comprender una serie de fenómenos biológicos, con la esperanza de que los datos y las teorías generados a través del uso del modelo sean aplicables a otros organismos. Ellos también tienen una variedad de ventajas experimentales; en particular, son fáciles de criar y mantener en grandes cantidades bajo condiciones de laboratorio3. (2011, p. 313)
Además, y siguiendo con los planteamientos de las autoras previamente citadas, es importante resaltar dos rasgos de los organismos modelo que los constituyen, precisamente, en «modelos». Por una parte, hay que aludir a su alcance representacional (representational scope), el cual consiste en la posibilidad de proyectar los resultados obtenidos con un organismo experimental particular hacia un grupo más amplio de organismos (en el que normalmente se encuentra el ser humano). Por otro lado, hay que tener presente su objetivo representacional (representational target), que da cuenta de los fenómenos que pueden ser explorados a través del uso de organismos experimentales.
No obstante, el asunto que me interesa hacer notar es que, una vez que los organismos modelo demuestran sus potencialidades en términos experimentales, y que permiten dilucidar fenómenos que los científicos quieren comprender, éstos son sometidos a unos procesos de cría y selección que llevan al establecimiento de cepas, cultivos o líneas puras4. En este orden de ideas, las autoras aludidas sostienen que los organismos modelo tienen ciertas cualidades que cabe resaltar: «por lo general tienen tamaños físicos y genómicos pequeños, tiempos de generación cortos, ciclos de vida cortos, altas tasas de fertilidad y, a menudo, altas tasas de mutación o alta susceptibilidad a técnicas simples para la modificación genética» (Ankeny & Leonelli, 2011, p. 316).
Con base en lo anterior, vale la pena señalar que fueron Thomas Hunt Morgan y sus colegas quienes, a inicios del siglo XX, trabajaron de lleno en el laboratorio para adelantar sus estudios sobre la herencia, a través de lo cual «produjeron» y criaron mutantes de drosófila5 no existentes en la naturaleza, lo que a su vez los condujo a su estandarización como organismo modelo. Ésta es la discusión central de la siguiente sección.
La drosófila como animal estandarizado de laboratorio
Robert Kohler es, tal vez, el historiador de la ciencia que más se ha ocupado en mostrar el trayecto que ha recorrido la mosca D. melanogaster, que pasó de ser considerada como un animal insignificante, para llegar a convertirse en un protagonista esencial de la experimentación biológica. Por ello, lo que expongo en esta sección está sustentado en buena medida en los planteamientos que este autor ha publicado en diferentes obras6.
Según Kohler, los organismos que llegan a ser habitantes del laboratorio desarrollan una «segunda naturaleza», antes de lo cual deben cumplir como requisito hallarse en estado de domesticidad o semi-domesticidad7. Esto último ocurrió con la drosófila, ya que ésta se ha adaptado desde hace miles de años a vivir en un ambiente artificial, es decir, creado por el ser humano (como casas y plazas de mercado).
A este proceso, de hacer el tránsito de la semi-domesticidad a la vida experimental, es a lo que Kohler denomina «cruzar el umbral del laboratorio». Así, estos organismos pasaron de habitar ecosistemas artificiales a vivir en otro aún más restringido, en el que poco a poco se establecieron nuevas reglas de selección y supervivencia. Por ejemplo, mientras que en su estado natural (y en su condición semi-doméstica), los individuos dentro de las poblaciones tienden a poseer los rasgos «silvestres», en el nuevo ambiente artificial (el laboratorio), una regla fundamental era presentar cualidades que en el entorno previo se podrían tomar como anormales o desventajosas. Otro aspecto que cabe mencionar es que, bajo esas nuevas condiciones, los investigadores obtuvieron muchos mutantes y un sinnúmero de ejemplares.
Es desde esta óptica que la drosófila devino en lo que Kohler ha denominado como un reactor-reproductor (breeder reactor); es decir, un sistema de producción en masa que facilitó la elaboración de experimentos de crianza y cruzamiento a gran escala, los que, por su parte, coadyuvaron a la construcción de cepas «puras» de mutantes y procesos estandarizados. En suma, las nuevas relaciones que se establecieron entre la mosca y los investigadores «transformaron físicamente a la Drosophila en una nueva criatura domesticada, la cual no existía en la naturaleza y que solamente pudo haber sido creada en la peculiar ecología de los laboratorios de genética» (Kohler, 1993, p. 308).
Por ello, un concepto clave para entender este tipo de organismos es el de estándar, el cual significa «las cosas que todo el mundo usa» (Kohler, 1994, p. 14). La idea de estándar denota que las moscas se pudieron enviar a laboratorios de todo el mundo, en los que se usaron de un modo más o menos semejante. A pesar de que la estandarización de la drosófila se llevó a cabo en el laboratorio de Morgan, en la Universidad de Columbia, a inicios del siglo XX, dicho organismo pronto se propagó a todos los laboratorios en los que se quería dar cuenta de la herencia en los términos en que esta mosca ayudaba a comprenderla8.
No obstante, una pregunta que puede plantearse es ¿en qué medida la drosófila «artificializada» y «estandarizada» permitió dar cuenta del fenómeno de la herencia en otros organismos? Al respecto, cabe recordar que los organismos modelo tienen la cualidad de que permiten comprender fenómenos que los trascienden, o sea que se aplican también a otros organismos, pero estos últimos se prestan mal a la experimentación9, por lo que no se puede indagar en éstos lo que sí es escrutable en aquéllos. Es claro, entonces, que el saber sobre la teoría cromosómica de la herencia, develado en primer lugar en la drosófila, ha sido extrapolado a todos los organismos eucariotas de reproducción sexual, lo cual fue posible porque la mosca se convirtió en un «organismo modelo» u «organismo estandarizado».
Para nuestros propósitos, es importante subrayar que, según los autores traídos a colación, no es descabellado referirse a la drosófila como un instrumento o artefacto; es decir, una entidad que no existe en estado natural, y cuya existencia depende de prácticas de laboratorio: «Las moscas son análogas a los instrumentos de muchas maneras, por ejemplo, ecológicamente hablando, éstas no viven sino en un ambiente artificial: el laboratorio» (Kohler, 1999, p. 244). Pero, ¿qué implica entender los animales de este modo? Paso a abordar esta cuestión.
Los animales experimentales como modelos, estándares, instrumentos, artefactos y herramientas. O el estatus onto-epistemológico de los animales de laboratorio
Podemos dilucidar el estatus epistemológico de los animales de laboratorio, a partir de lo planteado por Ankeny y Leonelli (2011). En particular, ellas sostienen que los organismos experimentales son modelos debido a que actúan como mediadores entre la teoría y el mundo: «La teoría o cuestión a ser investigada es el objetivo representacional, y el "mundo" que el modelo representa puede ser definido en términos de su alcance representacional» (p. 315).
Asimismo, conviene traer a colación lo que estas autoras afirman en relación con los rasgos epistemológicos de los organismos modelo. Ellas identifican dos aspectos. El primero atañe a que los organismos modelo permiten representar los procesos que ocurren en un amplio grupo de organismos: «en otras palabras, "el pez es una rana... es un pollo... es un ratón"» (Ankeny & Leonelli, 2011, p. 318). El segundo rasgo epistemológico «es que tienen un objetivo representacional muy específico: los organismos modelo sirven como modelos para organismos completos e intactos» (p. 318).
Con respecto al primer rasgo epistemológico propuesto por Ankeny y Leonelli, es factible afirmar, siguiendo a Weber (2008), que lo que es cierto en los organismos modelo y que es aplicable a otros organismos, se debe a que esta situación está basada en un tipo especial de razonamiento inductivo, el cual, a su vez, está sustentado en relaciones filogenéticas entre las especies que se comparan. Tales vínculos genealógicos son sumamente relevantes para esgrimir razones éticas de por qué no deberíamos tratar los animales como simples instrumentos experimentales. Retomaré este asunto posteriormente, pero, por lo pronto, es importante adentrarnos en la cuestión del estatus ontológico de los animales de laboratorio.
Para dar cuenta de ello, mi estrategia será tomar las ideas planteadas por algunos autores que han abordado este tema. Uno de ellos es Hacking (2006, p. 8), para quien los instrumentos y aparatos científicos de hoy en día no son solamente máquinas, hechas de plástico, metal, vidrio, etc.; muchos instrumentos, al menos de la biología, son seres vivos, como la drosófila. En el trabajo de Ankeny y Leonelli (2011) también encontramos alusiones interesantes al respecto. Por ejemplo, ellas afirman que la rana «es una herramienta usada para estudiar y, por lo tanto, para representar el fenómeno de la respiración» (p. 315). En otro lugar sostienen que «el organismo modelo es entendido como un tubo de ensayo para lograr una comprensión completa de todos los procesos biológicos» (p. 317). Sin embargo, para el tema que estamos tratando, la frase más llamativa que ellas escribieron es ésta: «Los organismos experimentales son a la vez muestras de la naturaleza y artefactos: son sistemas que han sido diseñados y modificados para permitir la investigación controlada de fenómenos específicos» (p. 315).
Esta clase de aseveraciones es compartida por Kohler (1993; 1994; 1999), quien ha propuesto entender los organismos modelo usando analogías tomadas de la economía y la tecnología, equiparándolos con «artefactos», «instrumentos», «artesanías», «herramientas», «sistemas de producción» o «reactores-reproductores». En particular, Kohler plantea que «Las criaturas experimentales son una clase especial de tecnología en el sentido que ellas son alteradas ambiental o físicamente para hacer cosas que los humanos valoran, pero que ellos no podrían haber hecho en la naturaleza» (1994, p. 6).
Al respecto, Weber (2005, pp. 164-172) llama la atención acerca de las limitaciones de ese tipo de comparaciones, enfatizando que éstas no se deben tomar literalmente. Un organismo, dice Weber, no se puede identificar con un instrumento porque este último se usa para detectar o medir una característica o un fenómeno que sucede fuera de él, mientras que los biólogos experimentales están interesados en los procesos que ocurren en los organismos. Desde este punto de vista, la analogía de la herramienta tampoco aplica, pues una herramienta se usa para modificar un objeto o un proceso que es externo a ella.
Al fin y al cabo, mi argumento es que los organismos, en general, y los animales de laboratorio, en particular, no deberían ser asumidos del modo señalado solamente por mor del rigor conceptual, sino en razón de algo más profundo y significativo; porque esto nos lleva a cosificar sus existencias, a asumir de manera instrumental las cualidades que poseen, y a menospreciar su sufrimiento y su pérdida de autonomía al ser condenados a «cadena perpetua» en el espacio restringido del laboratorio. Así, hemos visto que los autores indagados se han referido, de una u otra manera, al estatus ontológico y epistemológico de los animales de laboratorio, pero llama la atención que no hagan alusión al estatus ético de los mismos. Este asunto será el tema central se las secciones subsiguientes.
Lagunas mentales y especismo
Dawkins (2005) ha propuesto hacer frente a lo que él denomina «lagunas mentales»: es decir, el compromiso con el supuesto devenir interrumpido del proceso evolutivo, que no dejaría ver los vínculos filogenéticos entre las diversas especies. Sin embargo, hay que tener presente que en el transcurso de la evolución no se crean baches; no existen tales separaciones entre los grupos de organismos. Puede haber (y de hecho hay) discontinuidades en el registro fósil, pero éstas no existen en el proceso genealógico-evolutivo propiamente dicho. Si la evolución se lleva a cabo a través de un continuo, no hay cabida para esas lagunas mentales.
Por su parte, como el mismo Dawkins (2005) pone de manifiesto, la idea de lagunas mentales es muy cercana al «especismo», término acuñado por el psicólogo Richard Ryder y popularizado por el filósofo Peter Singer10. Como lo plantea Dawkins, el hecho de poner por encima el valor de las vidas humanas, en menosprecio de las vidas de otros animales, se basa en la idea de que los humanos son humanos, mientras que, por ejemplo, los gorilas son animales. Por ende, el especismo se refiere a la discriminación que sufren miembros de otras especies por parte de algunos humanos; es algo así como un análogo del racismo.
En cualquier caso, lo que aquí interesa no es hablar del especismo en general, sino el que se manifiesta en las prácticas de experimentación con animales de laboratorio. Como lo sostiene Singer (2018, p. 53), las consecuencias del especismo en este ámbito se expresan en la ejecución de experimentos que causan dolor y sufrimiento a los animales no humanos, sin que exista la más mínima posibilidad de obtener beneficios, ya sea para los animales en cuestión o para otros, como los humanos. La puesta en marcha de este tipo de pruebas se ha extendido de tal modo que ha dado origen a una industria de enormes dimensiones: «Una forma de comprender la naturaleza de la experimentación animal como industria a gran escala es estudiar los productos comerciales que fabrica y la forma en que se venden. Entre estos "productos" están, naturalmente, los propios animales» (Singer, 2018, p. 54).
Esta es otra manera de asumir el estatus ontológico de los animales; como mercancías, en el contexto de la industria de la experimentación. En este sentido, cabe recordar que en páginas anteriores aludimos al hecho de que los animales de laboratorio, entendidos como organismos modelo o estandarizados, entraron a hacer parte de la «vida en el laboratorio» o de la «vida experimental», pero, al parecer, aún no se ha cuestionado suficientemente si esas vidas son dignas de ser vividas. Abogar por superar este tipo de especismo, y esforzarse por sobrepasar las lagunas mentales que éste conlleva, es una forma de reclamar la liberación animal: hacer todo lo posible por evitar que estos animales queden confinados al laboratorio, que sean tratados como instrumentos y que se les inflija dolor y sufrimiento.
Si nos tomamos en serio la idea de la «liberación animal», ésta debería entenderse como la minimización, o, si es posible, la abolición del uso de animales de laboratorio que implique el tratamiento descrito. Mi propuesta, entonces, es que una postura bioética, que reconozca a los animales de laboratorio como agentes morales y/o como seres dignos de consideración ética, ha de ser un fundamento para lograr este cometido.
La bioética: una estrategia para superar el especismo
Sin duda, la bioética es un referente ineludible, si de lo que se trata es de poner en cuestión la forma en que se han tratado a los animales de laboratorio. Es claro, por otra parte, que en la actualidad el término «bioética» admite un sinnúmero de acepciones, por lo que en este escrito me comprometeré con una perspectiva que conduzca a líneas de acción, en aras de reconocer el estatus ético de, en nuestro caso, los animales de laboratorio. En este orden de ideas, considero que un punto de referencia fundamental es quien propusiera y popularizara el término «bioética» en la década de 1970: el bioquímico Van Rensselaer Potter. En sus palabras:
La humanidad necesita urgentemente una nueva sabiduría que le proporcione el «conocimiento de cómo usar el conocimiento» para la sobrevivencia del ser humano y la mejoría de su calidad de vida. Este concepto de sabiduría como guía para actuar [...] podría llamarse «la ciencia de la supervivencia» [la cual] debería ser más que una ciencia, y para ella propongo el término «bioética» con objeto de subrayar los dos puntos más importantes para alcanzar la nueva sabiduría que necesitamos tan desesperadamente: el conocimiento biológico y los valores humanos. (Potter, citado por Rivero y Pérez, 2007, pp. 17-1811)
Sin embargo, la propuesta original de Potter con el tiempo se fue transformado, y mucha gente llegó a identificar la bioética con la ética médica, dejando de lado lo que para Potter era lo más importante: «la responsabilidad del ser humano hacia los demás seres vivos» (Rivero y Pérez, 2007, p. 21). Por ello, Potter y Potter enfatizaron en lo siguiente: «La bioética global es más que [...] bioética médica en una escala global [...] La bioética global es un enfoque multidisciplinario que requiere la participación de sociólogos, economistas, biólogos y, de hecho, de todas las profesiones» (1995, p. 186). Estos autores hacen hincapié en un aspecto que es medular para el presente artículo: este enfoque bioético ve al humano en el contexto de la biosfera en su conjunto, no como una especie que deba tener una consideración ética por encima de las demás.
Esto nos lleva a otro aspecto de la bioética que es fundamental. En consonancia con lo planteado por Singer, la consideración ética implica la igualdad, pero ésta, a su vez, «no exige un tratamiento igual o idéntico, sino una misma consideración. Considerar de la misma manera a seres diferentes puede llevar a diferentes tratamientos y derechos» (Singer, 2018, p. 18). Hay que recordar que el especismo implica asumir los intereses del Homo sapiens como predominantes sobre los de las demás especies. En consecuencia, la bioética por la que se opta acá es una que ayude a reconocer el interés de cada organismo, no sólo de los pertenecientes a nuestra especie. Esta bioética pone en el centro de la reflexión las relaciones filogenéticas y morales que nos enlazan con todas formas de vida.
Lo anterior nos abre las puertas para abordar el tema de en qué sentido los otros animales han de considerarse como agentes morales. De acuerdo con Gruen (1995), los animales no son agentes morales si reconocemos que sus acciones no están mediadas por elecciones de valor12 (aunque esto mismo aplica para los bebés, niños pequeños y adultos mentalmente incompetentes). Pero, desde otro punto de vista, Gruen sostiene que los animales sí serían agentes morales en cuanto todos los titulares de una vida tienen derechos morales (que no deben confundirse con los derechos legales), como, por ejemplo, el «derecho de un animal a ser tratado con respeto como individuo con valor inherente» (Gruen, 1995, p. 473).
No obstante, parece ser que esto no ha sido tomado en cuenta en el ámbito científico, en donde se usan los animales experimentales a modo de simples herramientas de investigación. En palabras de Leyton «La ciencia, con su método y usos actuales carece de debate ético, especialmente en cuanto a los animales usados en la experimentación, porque éstos no son percibidos como seres moralmente relevantes» (2010, p. 1).
En esta misma vía de argumentación, Singer, retomando lo dicho por Ulrich, nos invita a reflexionar en torno a lo que este último autor denomina «ceguera ética condicionada»: así como «se puede condicionar a una rata para que apriete una palanca a cambio de un premio en comida, un ser humano puede ser también condicionado por premios profesionales para ignorar las cuestiones éticas que presentan los experimentos con animales» (Singer, 2018, p. 89). En consonancia con esta afirmación, considero que la cuestión ética de fondo queda de manifiesto en los planteamientos de Leyton:
Abrir la consideración moral hacia los animales ya no vistos como objetos, sino como agentes morales, es abrir la puerta al rechazo moral de [todo experimento que les cause dolor y/o sufrimiento], y con ello, a la discusión social y al rechazo de las prácticas, los procedimientos y los productos que involucren este tipo de tratamiento injusto con los animales no humanos. Siguiendo esta línea de razonamiento, la experimentación con animales no sería moralmente legítima, pues no hay diferencias morales relevantes que impidan ver a los animales como sujetos protagonistas de su propia vida, y por ende, factibles de cosificación e instrumentalización moral. (Leyton, 2010, p. 11)
Hemos visto que la bioética por la que se aboga es una que tenga en cuenta, por igual, los intereses de todos los implicados, lo que conllevaría que se defienda la igualdad entre animales no humanos y humanos. Esto, sin embargo, no es tan claro como podría parecer a primera vista. Por ejemplo, y como ya mencioné, ha habido una tendencia por establecer una distinción tajante entre los humanos y los otros animales. Como lo afirma Singer: «Decir que una persona es "humana" equivale a decir que es bondadosa; decir que es "una bestia", "brutal", o simplemente que se comporta "como un animal", es sugerir que es cruel e intratable» (2018, p. 255). Sin embargo, desde otra óptica, tampoco conviene perder de vista que hay un aspecto en el que los humanos somos bastante disímiles con respecto al resto de los animales: «Debido a nuestro poder e inteligencia, estamos obligados a respetar toda la vida, incluso mientras la usamos. Para ser plenamente humanos tenemos que ser humanitarios. Esta característica nos separa claramente de las otras especies» (Morrison, 2003, p. 105).
Retomando a Singer (2018, p. 229), es preciso no confundir el humanismo con el humanitarismo. El primero, sobre todo desde el Renacimiento, implicaba resaltar el valor de los seres humanos poniéndolos por encima de los demás seres vivos; es, en pocas palabras, una forma de antropocentrismo (que, además, podría ser la base de una postura especista). Por su parte, el segundo es la tendencia a actuar con compasión. En todo caso, y continuando con lo afirmado por Singer (2018, p. 361), a pesar de las diferencias entre humanos y los demás animales, es importante insistir en que compartimos con ellos la capacidad de sufrir y el hecho de tener intereses. Tanto las diferencias como las similitudes entre animales y humanos deben ser un recurso para argumentar en contra de posturas especistas. Reconocer nuestra cualidad de ser compasivos y establecer afinidades con otros organismos, ha de ser un pilar para defender una postura centrada en la «biofilia».
Del especismo a la biofilia. O cómo reconsiderar el estatus ontológico/ epistemológico de los animales de laboratorio
«Biofilia» es una nominación propuesta por el biólogo Edward O. Wilson en la década de 1980, la cual se entiende «como la tendencia innata [que tiene la especie humana] a centrarse en la vida y en los procesos vitales [...] Hasta cierto punto aún infravalorada en la filosofía y la religión, nuestra existencia depende de esta propensión, nuestro espíritu se teje a partir de ella» (Wilson, 1984, p. 1). Esta tendencia se manifiesta, por ejemplo, en la maravilla que causa en nosotros admirar la diversidad de formas vivientes que hay por doquier, o en la necesidad de abandonar, de vez en cuando, las ciudades en las que vivimos para visitar lugares campestres o reservas naturales. En pocas palabras, biofilia es, como lo denota su etimología, el amor por la vida; no sólo la vida humana. De ahí que es factible afirmar que la biofilia es lo opuesto al especismo.
En efecto, la biofilia tiene implicaciones morales. En particular, Wilson sugiere que en la biofilia confluyen el conocimiento biológico (la razón) y el instinto (especialmente la emoción). Por ello, «La conclusión a la que llego es optimista: en la medida en que comprendamos a los otros organismos, les daremos un mayor valor a ellos y a nosotros mismos» (Wilson, 1984, p. 2). Esta frase se complementa perfectamente con la siguiente: «La humanidad es exaltada no porque estemos muy por encima de otras criaturas vivientes, sino porque conocerlas bien eleva el concepto mismo de vida» (Wilson, 1984, p. 22). En palabras de Gruen, la razón no es lo único que orienta la conducta ética; también juega un rol fundamental la emoción:
Si bien muchos han sugerido que obrar racionalmente supone obrar moralmente, la razón es sólo uno de los elementos en la toma de decisiones. Aun cuando a menudo se descarta, la emoción también desempeña un papel decisivo. Los sentimientos de ultraje o repulsa, de simpatía o compasión son importantes para el desarrollo de una sensibilidad moral completa [...] Una forma de superar el falso dualismo entre razón y emoción es abandonando el ámbito de la abstracción y acercándonos a los efectos de nuestras acciones cotidianas. Gran parte del problema que plantea la actitud de muchos hacia los animales deriva de su alejamiento de éstos. (Gruen, 1995, p. 479)
Y una forma de acercarse a ellos es, justamente, a través de la empatía; en nuestro caso, de la biofilia. Este asunto conlleva el reconocimiento de que el humano no es el único animal que puede experimentar sufrimiento y, en general, cualquier tipo de sentimiento o sensación: «Aunque no seamos capaces de saber en qué grado sufre un animal o un humano, sí que somos perfectamente capaces, desde nuestra individualidad, de imaginar la situación en que el otro se encuentra, para ponderar si esa es una situación deseable, o no» (Leyton, 2010, p. 6). En suma, «ponerse en los zapatos del otro» es una condición necesaria para reflexionar sobre las consecuencias morales de nuestros actos.
Esto contrasta, como hemos visto, con una postura especista. En concreto, el uso de animales de laboratorio parece descansar en el supuesto grado de inferioridad que se les confiere. Aunque hay que tener presente que tal asunto nos lleva a retomar la aparente paradoja que surge al comparar esos animales con nosotros. Por un lado, los organismos modelo se han tomado como un referente para comprender fenómenos o situaciones que también tienen lugar en los humanos, pero, por otro lado, no se les asume como seres dignos de consideraciones morales, lo que sí sucede con nosotros.
Como ya sugerí, dicha postura especista podría ser superada a través de reconocer y enaltecer la biofilia. Por supuesto que la empatía o la biofilia, o ese reconocerse como animal en otro animal (no humano), se da en grados. No es desconcertante afirmar que sentimos más afinidad por otros primates y menos por una drosófila, por ejemplo, pero es curioso que precisamente la investigación científica, mediante el uso de animales experimentales, nos ha enseñado que tenemos más en común con una mosca drosófila de lo que habíamos imaginado. De hecho, ese tipo de estudios nos ha evidenciado la cercanía filogenética que tenemos con dicho insecto. El meollo del asunto, tal y como lo veo, es transformar el conocimiento que poseemos sobre tal parentesco evolutivo en una empatía que, a su vez, conduzca al reconocimiento moral de esos organismos.
Retomemos la paradoja esbozada arriba. De acuerdo con Singer, un defensor de los experimentos con animales no podría negar que ellos sufren al participar en determinadas pruebas, ya que requiere exaltar las semejanzas entre humanos y otros animales, si lo que pretende demostrar es que esas prácticas son significativas para comprender cuestiones humanas: el científico que somete a ratas a choques eléctricos «lo hace porque sabe que la rata tiene un sistema nervioso muy parecido al del ser humano, y se supone que siente un electrochoque de manera similar» (Singer, 2018, p. 57). Una vez más, esta suerte de situaciones deviene en una paradoja o, en palabras de Singer, en un dilema:
o bien el animal no es como nosotros -en cuyo caso no hay razón para realizar el experimento-, o bien el animal es como nosotros y, en este caso, no debemos utilizarlo para realizar un experimento que consideraríamos una atrocidad si lo hicieran con uno de nosotros. (Singer, 2018, p. 70)
En este momento conviene insistir en que somos como los demás animales, pues compartimos con ellos la capacidad de sufrir. Además, en animales que aparentemente son bastante distintos a nosotros, como la drosófila, ocurren procesos similares a los nuestros, lo que nos permite autocomprendernos. Pero en otros aspectos somos marcadamente diferentes. Por ejemplo, hay sustancias que son tóxicas para el ser humano, pero en otros animales no actúan de esa manera. En consecuencia, no es oportuno extrapolar lo que ocurre en una especie a lo que suponemos que sucederá en otra. Un organismo modelo es un punto de referencia para algunos fenómenos y en ciertas especies, pero ello tiene un límite. En pocas palabras: somos animales, pero no todos los animales son iguales entre sí. No obstante, este hecho no debe asumirse como un sustento para establecer niveles de superioridad e inferioridad ni, mucho menos, para menospreciar las otras formas de vida. Aunque, no sobra recalcar en ello, quizá la única forma de dejar atrás el especismo y abrazar la biofilia sea a través de la bioética, tal y como la he descrito.
Reflexiones finales
Plantear buena parte de la argumentación alrededor de la drosófila no se hizo sólo para resaltar los estudios histórico-filosóficos que se han elaborado sobre este insecto, sino, además, para poner en contraste lo que han sostenido los autores que han abordado cuestiones éticas sobre el maltrato animal en el ámbito de la experimentación científica. Dichos autores han tomado como referencia sobre todo animales vertebrados (en especial mamíferos y aves). Podría sospecharse que esta elección conduce al establecimiento de una jerarquía, en la que, al fin de cuentas, se dejan de valorar los intereses de animales que no son tan cercanos a nosotros. Frente a esto, es preciso recordar lo que dije en torno a que la biofilia no es un todo o nada: se da en grados. No sentimos la misma empatía por todos los animales, y esto no es moralmente reprochable.
Igualmente, y como lo afirma Singer (pero en la situación de los animales que hemos hecho parte de nuestro menú), lo que está en el centro de la discusión es que no deberíamos comer, o usar como objeto de experimentación, a cualquier animal que pueda sentir dolor. Desde este punto de vista, prácticamente ningún animal cumpliría con tal requerimiento. Para nuestro caso concreto, no es difícil constatar que las drosófilas sufren en el curso de los experimentos que con ellas se realizan, y que muchas son «descartadas» (es decir, sacrificadas), una vez que ya no juegan un rol en dichos trabajos.
En consecuencia, llama la atención que, en nuestras sociedades, en las que han proliferado un sinnúmero de «movimientos animalistas», se haya hecho énfasis en los animales más parecidos y próximos a nosotros. Así, se ha abogado por la «liberación animal» en el contexto de los zoológicos, de los «espectáculos» (como la tauromaquia y los circos), de las granjas industriales y de los grandes laboratorios, en los que se usan principalmente vertebrados, pero sospecho que aún está por definirse agendas y líneas de acción que conduzcan a la liberación de los otros animales, como los insectos, en aras de poder terminar con su confinamiento a procedimientos experimentales que les causen sufrimiento y les priven de unas condiciones dignas de existencia. La vida en el laboratorio debería ser una vida digna. De lo contrario, no merecería la pena ser vivida.
Así las cosas, considero que, con base en lo argumentado a lo largo de este escrito, no me es posible dictaminar si todo experimento con animales ha de ser éticamente reprobable. En palabras de Singer (2018, p. 104), es muy difícil responder a la pregunta de cuándo puede ser justificable un experimento de esta índole. Por ello, como él lo sugiere, la solución no consiste en decir: «¡Nunca!». Esto se debe, al menos en parte, a que las cuestiones éticas no se pueden plantear en blanco y negro: hay que evaluar cada caso en sus especificidades. Es por ello que Singer deja abierto dicho interrogante. El asunto se hace más complejo si, además, nos cuestionamos por situaciones como ¿qué sucede, éticamente hablando, cuando la experimentación con animales no humanos los beneficia a ellos y no a nosotros?: Hay que tener presente que, por ejemplo, «la investigación también ha beneficiado animales por medio de mejoras en el cuidado veterinario» (Morrison, 2003, p. 105).
Si por ahora no podemos prescindir de las investigaciones en las que se usen animales de laboratorio, es menester que los experimentos conduzcan a beneficios significativos y que se hagan con base en un trato humano o, mejor, humanitario hacia los animales no humanos. No deberíamos pasar por alto que lo no-humano no es sinónimo de inhumano. Somos inhumanos cuando tratamos a los otros de manera cruel, y esto nos conmina a nunca perder de vista la condición animal de los humanos. En fin, la apuesta central de este escrito es que la biofilia y la bioética son dos pilares fundamentales para reconsiderar el modo en el que convivimos con estos otros miembros de nuestras sociedades, y para recapacitar en torno al trato que debemos darles. Es necesario resaltar el hecho de que ellos también son miembros de nuestra comunidad moral. En síntesis, este tema es, como quedó expresado en el epígrafe, un imperativo en el diálogo entre ciencia y sociedad.