Introducción
Son muchas las formas en las cuales se establecen relaciones entre humanos y animales no humanos4 por medio de la ciencia, ya sea porque constituyen su objeto de estudio, porque forman parte de los diseños experimentales que se realizan en el laboratorio o en el campo, o porque fungen como elementos conceptuales importantes en la reconstrucción de aquello que consideramos humano. Este último caso es el que me interesa explorar en las siguientes páginas, en particular el tipo de relación que se establece con los animales en las hipótesis y teorías en torno a la evolución del lenguaje. Desde la publicación de El origen del hombre, de Charles Darwin, las teorías evolutivas han adoptado como uno de sus presupuestos básicos que todo lo relacionado con el ser humano es resultado del desarrollo gradual de distintas habilidades y elementos que se originaron en los antepasados compartidos con otros animales5. El lenguaje no ha sido la excepción. Esto quiere decir, por un lado, que el pensamiento evolutivo y las reconstrucciones filogenéticas ya no están ligadas a la noción de una scala naturae, donde el ser humano constituye el pináculo del proceso evolutivo; por otro, el discurso evolutivo despliega otro tipo de concepción según la cual el camino que conduce al lenguaje humano está pavimentado con novedades evolutivas que se encuentran dispersadas por todo el árbol de la vida. La relación con los animales se establece, pues, a partir de un interés por desenterrar la evidencia que en ellos yace de cómo se originó y formó el lenguaje humano. Quizás sirva, a modo de ilustración, la siguiente afirmación de uno de los más reconocidos investigadores del campo, Michael Tomasello: «Mi deseo es describir y explicar la ontogenia de la excepcional psicología humana, tomando como punto de partida la ontogenia de los grandes primates» (2019, p. 6)6. El campo de la evolución del lenguaje carece de un compromiso con los animales mediado por los usos concretos y cotidianos del lenguaje. El objetivo que propongo en este trabajo es explorar elementos conceptuales que permitan pensar los encuentros con los animales en las fronteras del lenguaje y más allá de las constricciones disciplinarias propias del pensamiento evolutivo o filosófico7.
Llegar a dicha frontera requiere de un acompañamiento poco ortodoxo, que en este caso viene dado por la filosofía tardía de Ludwig Wittgenstein. Sus obras filosóficas ofrecen herramientas metodológicas críticas útiles para el análisis de los discursos evolutivos, al tiempo que despliegan un aparato conceptual interesante para el desarrollo de alternativas concernientes al entretejido de humanos y animales en el lenguaje. La idea es pensar con Wittgenstein, invocar su pensamiento como una provocación para tomar rumbos diferentes a los elaborados en propuestas filosóficas más tradicionales con respecto al lenguaje, argumentos que incluso pudiesen llegar a divergir de las opiniones expresadas en su obra. El punto de partida con Wittgenstein sería el siguiente:
Los aspectos de las cosas más importantes para nosotros están ocultos por su simplicidad y cotidianeidad. (Se puede no reparar en algo-porque siempre se tiene ante los ojos.) Los fundamentos reales de su indagación no le llaman en absoluto la atención a un hombre. A no ser que eso le haya llamado la atención alguna vez. -Y esto quiere decir: lo que una vez visto es más llamativo y poderoso, no nos llama la atención. (IF §129)8
La familiaridad ocupa un lugar importante en las reflexiones teóricas tanto de la filosofía como de la ciencia. Por tal motivo, la primera parte de este texto estará dedicada a una exposición sucinta de las dos estrategias dominantes en el estudio de la evolución del lenguaje: una centrada en los genes, otra centrada en la cultura. A continuación, nos adentraremos en el terreno propiamente wittgensteiniano que servirá, también, para ejecutar el contraste con las teorías científicas y exhibir sus presupuestos compartidos. En la última parte, en compañía de los animales conceptuales de Wittgenstein, en particular su famoso león, junto con otros de diferentes procedencias (el caballo Hans y el loro de Humboldt), el rumbo se desviará hacia un horizonte en el cual se ponga en cuestión la concepción del lenguaje como un rasgo exclusivamente humano.
El lenguaje y sus aventuras evolutivas
Las teorías y narrativas científicas concernientes a la evolución del lenguaje con las cuales trataré, suelen afirmar que su inicio se remonta al año de 1866, cuando la Societé de Linguistique de Paris promulgó una prohibición sobre cualquier tipo de especulación o discusión sobre los orígenes del lenguaje debido a las estrafalarias hipótesis que solían proponerse para resolver dichos problemas9. Fue hasta el siglo XX que, gracias al advenimiento de la síntesis evolutiva moderna, al desarrollo de la biología molecular y al auge de las ciencias cognitivas, la prohibición fue superada y las preguntas evolutivas acerca del lenguaje tomaron un nuevo aire, de modo que en la década de 1960 un nuevo programa de investigación tomó vuelo (Christiansen & Kirby, 2003a; 2003b)10. La siguiente exposición ofrece apenas una visión esquemática y general de algunas de las estrategias más comunes e influyentes que emergieron como resultado de este renovado interés por la evolución del lenguaje. Estas estrategias pueden dividirse, grosso modo, en dos grupos, dependiendo de dónde se localiza la fuente de las variaciones heredables: en los genes (genes como líderes) o en el aprendizaje y la cultura (genes como seguidores). Ninguna de estas dos estrategias es excluyente y trata de eliminar a su contendiente del panorama. Ambas reconocen la complejidad del problema y los múltiples factores involucrados en él. Más bien, la distinción recae sobre el peso otorgado a dichos factores y el tipo de evidencia ofrecida para justificar su postura.
Aquellos que arguyen en favor del liderazgo de los genes y que, por tanto, sopesan la idea de que el lenguaje pueda estar codificado en ellos, como Noam Chomsky11, presentan al lenguaje como un órgano de la misma manera en que se habla del sistema visual de los mamíferos o del sistema de navegación de los insectos (Chomsky, 2000, p. 4; 2006, p. 175). De hecho, insiste Chomsky en que «asumimos, además, que el órgano del lenguaje es como los demás en cuanto que su carácter básico es [el resultado] de la expresión de los genes» (Chomsky, 2000, p. 4). Si el lenguaje es sólo un asunto de los genes, entonces debería ser posible encontrar genes del lenguaje o, dicho de otro modo, genes cuya disfunción afecte el lenguaje. En 1990, Jane E. Hurst y su equipo le dieron alas a esta empresa gracias a su estudio de la familia KE y la posibilidad de un rasgo autosómico dominante monogenético involucrado en serios desórdenes del habla y el lenguaje (Hurst et al., 1990)12. Una década más tarde, Cecilia S. Lai y colaboradores realizaron una contribución muy relevante al identificar el gen responsable del trastorno en la familia KE. Se trataba de FOXP2, un factor de transcripción putativo asociado con el desarrollo de ciertas áreas del cerebro responsables del habla y el lenguaje (Lai et al., 2001). Desde el descubrimiento de dicho gen, FOXP2 se ha convertido en un aliado importante de aquellos que sostienen que el lenguaje pueda estar codificado en los genes, a tal punto que ha sido considerado el mejor candidato disponible cuando se trata de explicar la evolución del lenguaje por medio de la selección natural a nivel genético (Pinker, 2003). Esta idea es respaldada por diversos resultados que señalan su presencia en otras especies y en procesos relacionados con lo que podría llamarse un «proto-lenguaje»: se encuentra en las aves, donde está relacionado con la imitación y el aprendizaje de melodías (Haesler et al., 2007), así como en ratones donde regula la formación de patrones en el sistema nervioso central relacionados con la capacidad para hacer sonidos (Groszer et al., 2008; Fisher & Scharff, 2009).
Aquellos que enarbolan la bandera de los genes como seguidores no niegan en absoluto la importancia de los genes en la evolución del lenguaje; por el contrario, dado que el lenguaje es considerado como un rasgo adaptativo producto de la selección natural, los genes fungen como un lugar común para explicar el objetivo de dicha selección. La diferencia estriba, sin embargo, en que esta estrategia toma la evolución cultural como el factor que impulsa y es responsable de las nuevas variaciones sobre las cuales actúa la selección natural (Dor & Jablonka, 2000, 2001, 2010; Kirby & Christiansen, 2003; Chater, Reali & Christiansen, 2009; Jablonka, Ginsburg & ,2012). En este caso, la evidencia de que no todo se encuentra en los genes recae sobre el hecho de que, a otras especies, como los bonobos, se les puede enseñar una parte limitada del lenguaje simbólico humano con la cual puedan comunicarse (Brakke & Savage-Rumbaugh, 1995). No obstante, la habilidad humana para aprender rápidamente, e incluso inventar, un lenguaje -como en el caso de los infantes sordos de Nicaragua (Senghas & Coppola, 2001; Senghas, 2005) o la comunidad Beduina de sordos en el desierto de Negev (Senghas, 2005)-, muestra que hay un cierto grado de innatismo presente. ¿Cómo reconciliar estos dos polos? La propuesta más específica y detallada se encuentra en el trabajo conjunto de Daniel Dor y Eva Jablonka (2000, 2001, 2010) sobre lo que ellos llaman la espiral evolutiva del lenguaje. La espiral comienza con la aparición de una novedad lingüística que es seleccionada gracias a la presión ejercida socialmente en favor de una mejor comunicación. Se sabe que ha sido seleccionada porque la innovación se propaga y disemina; posteriormente se incorpora a las convenciones sociales y se optimiza. Al final, el valor adaptativo de la innovación altera el nicho social, exponiendo, de esta forma, variaciones genéticas ocultas sobre las cuales pueda actuar la selección natural. En suma, se trata de un proceso de asimilación genética, parcialmente dirigido por los usos del lenguaje, de ciertas ventajas cognitivas para el mismo. En este caso, la evolución del lenguaje tiene un efecto sobre la composición genética de los usuarios, lo cual, a su vez, afecta el contexto social en el cual evoluciona el lenguaje.
Cuestionar la evolución con Wittgenstein
Como veremos más adelante, el núcleo compartido por las aproximaciones evolutivas, descritas en la sección anterior, no tiene tanto que ver con un asunto de genes o selección natural, sino con un complejo entramado conceptual que es usualmente incuestionable, que reúne ideas relacionadas con el alcance de las generalidades en la evolución, la división naturaleza/cultura y, sobre todo, el excepcionalismo humano. Para exponer este entramado, me remito a la filosofía tardía del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein y su concepto de juegos de lenguaje.
En las Investigaciones filosóficas, el filósofo vienés no ofrece una definición acotada de los juegos de lenguaje; en su lugar, describe y desarrolla múltiples ejemplos de juegos, como hacer preguntas y responderlas, dar una orden, describir un objeto, hacer un reporte de un evento, inventar historias, resolver problemas aritméticos, y un largo etcétera. De hecho, resistirse a dar una definición es crucial para la coherencia de su propuesta, la cual consiste en explorar los juegos de lenguaje en acción: «No digas: "Tiene que haber algo en común a ellos o no los llamaríamos 'juegos'" -sino mira si hay algo común a todos ellos-. Pues si los miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y por cierto toda una serie de ellos. Como se ha dicho: ¡no pienses, sino mira!» (IF §66). Los juegos de lenguaje forman familias de semejanzas, un espectro continuo que sólo es divisible cuando un juego es realizado. Lo más cerca que llega a estar Wittgenstein de una definición es: «La expresión "juego de lenguaje" debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida» (IF §23). Lejos de ser el resultado inequívoco de una capacidad innata, el lenguaje posee el carácter activo y performativo de la vida siempre y cuando aquél se exprese en una miríada de instancias singulares y concretas. La investigación sobre el lenguaje no constituye un medio para la enunciación de una generalización válida para todos los casos. Más bien, identificar las múltiples formas en las cuales el lenguaje se expresa significa explorar los muchos usos que hacemos de él. Por ende, el lenguaje no puede ser separado de sus usos, es decir, de los usos de las palabras, los gestos, las expresiones, los sonidos, los movimientos, incluso el silencio. Esto transforma profundamente la noción de gramática: «Nos parece como si tuviéramos que penetrar los fenómenos: nuestra investigación, sin embargo, no se dirige a los fenómenos, sino, como pudiera decirse, a las "posibilidades" de los fenómenos. Nos acordamos, quiere esto decir, del tipo de enunciado que hacemos sobre los fenómenos [...] Nuestro examen es por ello de índole gramatical» (IF §90). La gramática, en consecuencia, no está constituida por un conjunto de reglas que legitiman la validez de un enunciado, sino por la constelación de usos en los cuales una palabra o expresión tiene significado; está formada con las relaciones conceptuales que una palabra o expresión pueda llegar a tener. La correspondencia con una referencia externa, por tanto, deja de ser el criterio semántico por excelencia; en su lugar, se encuentra a mitad de camino con la sintaxis, entretejiendo significado y uso.
La concepción tardía del lenguaje en Wittgenstein pone de relieve una profunda diferencia con respecto de las estrategias evolutivas: mientras que el vienés concibe el lenguaje por medio de los juegos en los cuales es realizado, los teóricos evolutivos de la sección precedente relegan este aspecto del lenguaje a un segundo plano, enfocándose más bien en las características generales del lenguaje. La primera pregunta que parecen hacerse los investigadores de la evolución es: ¿cómo debe ser el lenguaje de modo que pueda evolucionar? El lenguaje es, de esta manera, separado de toda idiosincrasia, de todas sus singularidades, y es reemplazado por la facultad del lenguaje, a saber, la capacidad o habilidad para dominar una lengua, sin importar sus especificidades; un rasgo cuya presencia o ausencia es susceptible de ser discernida o asignada a una rama particular del árbol filogenético de la vida (Hauser, Chomsky & Fitch, 2002; Hauser & Fitch, 2003; Pinker & Jackendoff, 2005; Fitch, Hauser & Chomsky,2005). El problema, entonces, que subyace en sus planteamientos concierne al manejo y gestión de una pregunta genética. Es usual, aunque no por ello regla general, que entre los científicos evolutivos génesis sea equivalente a primer origen o, de manera mucho más matizada, origen común. Por esta razón, su labor consiste en seguir el hilo de la evolución del lenguaje, remontándose desde su estado actual hasta el punto en la historia evolutiva en el cual apareció. Dado que el gradualismo es uno de los principales presupuestos de una buena parte de las teorías evolutivas en boga, la facultad del lenguaje es dividida en numerosos fragmentos diseminados en especies diferentes, pero relacionadas con los humanos. En el caso de Wittgenstein, la pregunta genética tiene que ver con los orígenes de los malentendidos filosóficos: «Pues los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje hace fiesta» (IF §38), lo cual significa reconducir la búsqueda conceptual a los usos que hacemos de los conceptos. Los conceptos no pueden estar aislados o desprovistos de contenido, como si se tratara de estructuras formales vacías; los conceptos están situados en redes cuyo sentido se enreda con las acciones. Podría decirse que los científicos que subrayan el papel de la cultura no habrían de omitir esta característica dado que la cultura y el aprendizaje son tan singulares y performativos como los juegos. Pese a ello, sus discursos no toman en cuenta las diferentes culturas que manifiestan los diversos grupos humanos; en su lugar, aparece una noción de la misma como fuerza general o presión selectiva de la evolución que deja de lado cualquier tipo de peculiaridad.
La distinción entre una aproximación movida por la generalidad y otra movida por la singularidad puede arrojar como resultado dos maneras diferentes de investigar el lenguaje que no necesariamente convergen en sus respuestas. No obstante, continuar con el contraste entre la filosofía tardía de Wittgenstein y las empresas evolutivas descritas, mostrará que el problema son las preguntas, no las respuestas. Cuando se concibe como facultad, el lenguaje sufre una fragmentación: habla, gramática, sintaxis, semántica, fonética, etc. Una vez que la fragmentación ha sido exhaustiva, es momento de pensar las condiciones de posibilidad de dicha facultad en un escenario evolutivo hipotético. Esto significa desagregar el lenguaje en sus mecanismos e interfaces componentes, de modo que cada uno de ellos responde a preguntas como cuáles son las capacidades cognitivas que sustentan la interacción social, cómo se da el control motor del habla, cómo es que nuestras habilidades cognitivas soportan un sistema conceptual intencional, cuáles son las características de los mecanismos de computación que dan lugar a la sintaxis y a la gramática, o cómo puede heredarse esta facultad13. De esta forma, el lenguaje se transforma en una facultad descomponible en múltiples partes, ninguna de las cuales puede dar cuenta de los usos de las palabras, frases o cualquier otro tipo de manifestación concreta del lenguaje. Todo es pura abstracción y generalización.
Si contrastamos lo anterior con la metodología de Wittgenstein, la pregunta relevante sería: ¿en qué lugar, o momento, de la evolución se encuentra el lenguaje tal y como es experimentado de manera cotidiana? Pareciera que el programa de investigación en torno a la evolución del lenguaje es un buen ejemplo de lo que Wittgenstein llamó el «ansia de generalidad», un rasgo que él atribuye sin vacilaciones, aunque injusto hasta cierto punto, a la ciencia (Wittgenstein, 1968, pp. 45-46). Puesto que el lenguaje en sus formas actuales y concretas es dejado de lado, gran parte de las investigaciones evolutivas se nutren de la ambición de encontrar una respuesta que sirva para todos los casos. En este tenor, Wittgenstein mismo parecía desconfiar de las aproximaciones evolutivas: «Pero resulta que nuestro interés no se retrotrae hasta estas causas posibles de la formación de conceptos; no hacemos ciencia natural: tampoco historia natural -dado que también nos podríamos inventar una historia natural para nuestras finalidades-» (FPF §365). Esto no quiere decir que Wittgenstein se deshace de todo tipo de generalidades; la regularidad es un rasgo importante de los juegos de lenguaje, siendo las reglas y los criterios el mejor ejemplo de ello. Sin embargo, estas regularidades no están esculpidas en piedra. Ellas pueden ser cuestionadas entre diferentes juegos; incluso pueden ser negociadas dentro del mismo juego. En contraste, cuando el lenguaje es enmarcado en la parcela evolutiva, las condiciones o fragmentos (habla, sintaxis, gramática, sociabilidad, heredabilidad, etc.) se hacen necesarios e incuestionables. La generalidad, para extender el análisis de Wittgenstein, hace de lo cuestionado en la pregunta algo incuestionable.
Dado que las generalidades constriñen los primeros pasos de la investigación evolutiva, ellas también dan lugar al segundo problema que, de forma breve, examinaré: el aparentemente infranqueable abismo entre naturaleza y cultura. Esta distinción se afinca en la generalidad pues ella presupone que la división es exhaustiva y que, incluso cuando trabajan de manera conjunta, es posible discernir lo que en el proceso viene por naturaleza de aquello dado por la cultura. Esta polémica figura como un tema recurrente en las estrategias evolutivas descritas en la sección anterior. El principal tema en contienda es cuál es el modo de herencia o transmisión legítimo o más adecuado: los genes o la cultura. Parece haber una disyunción exclusiva entre la evolución por selección natural y la evolución cultural. Quizás hayan sido Dor y Jablanka quienes mejor aprovecharon la distinción. Aunque reconocen la fisura y le conceden a la naturaleza y a la cultura su dominio de acción propio, ellas son reconciliadas y conectadas gracias a la asimilación genética, de modo que todo vuelve a los genes, aunque los procesos culturales también se reconocen como fuente de variación.
Con respecto a esta separación, Wittgenstein disuelve el problema. No hay necesidad alguna de reunir a la naturaleza y a la cultura, aunque su diferencia permanezca, pues forman parte de un mismo continuo. No hay un problema filosófico: «Ordenar, preguntar, relatar, charlar pertenecen a nuestra historia natural tanto como andar, comer, beber, jugar» (IF §25); «Lo que proporcionamos son en realidad observaciones sobre la historia natural del hombre; pero no curiosidades, sino constataciones de las que nadie ha dudado, y que sólo escapan a nuestra noticia porque están constantemente ante nuestros ojos» (IF §415). Es extraño, sin embargo, que a pesar de afirmar en estas citas el estrecho vínculo entre juegos de lenguaje e historia natural, en una cita previa el vienés había negado que estuviese haciendo historia natural. ¿Acaso no hay una incongruencia? Tal vez no si comprendemos que el concepto de historia natural lo usa en dos juegos de lenguaje diferentes. En el primero, donde niega la relación con los juegos, presenta a la historia natural en cuanto respuesta a la pregunta genética relacionado con los orígenes primeros. En el segundo, donde afirma la relación con los juegos y su aproximación filosófica, aparecen en conexión con los usos concretos del lenguaje y los malentendidos filosóficos. La historia natural de Wittgenstein, en consecuencia, se nos presenta embebida en las formas actuales del lenguaje y arraigada a la historia de la filosofía occidental. Aunque naturaleza y cultura no se confunden, como veremos a continuación, el segundo uso de historia natural no reconoce una fisura insuperable entre naturaleza y cultura en lo concerniente al ejercicio del lenguaje, ni tampoco aspira a una conexión gradual entre las dos. Ellas forman parte de un continuo. Dicho continuo debe ser distinguido de una serie de pasos graduales en la construcción del lenguaje, una idea que presupone un estado original de naturaleza seguido por uno en el cual la cultura interactúa con la naturaleza. Esta narrativa secuencial informa y enmarca la necesidad de identificar la frontera entre naturaleza y cultura, entre lo que es propiamente humano y lo que es compartido con el resto de seres vivientes.
La idea de que el lenguaje es propiedad exclusiva de la humanidad constituye el último tema a tratar en esta sección. Esta caracterización y especificación de Homo sapiens es uno de los requerimientos que dan por sentado las aproximaciones evolutivas descritas. El trabajo de Hauser y Fitch (2003) ilustra muy bien la aprobación con que cuentan los métodos filogenéticos y comparativos en el área de evolución del lenguaje. Es usual que estas estrategias ocurran de manera conjunta en las reconstrucciones del árbol de la vida. Desperdigadas a lo largo y ancho del árbol, los científicos suelen localizar en determinadas especies la emergencia de las diferentes condiciones requeridas para el lenguaje, de modo que cuando los humanos aparecen en una de las ramas terminales del árbol, los elementos del lenguaje que son compartidos con otras especies pueden ser discriminados de aquellos que son exclusivos de los humanos. Lo interesante de esta estrategia es que, independientemente de la separación entre genes y cultura, la mayor parte de los científicos en este campo convierten lo que es exclusivamente humano en lo que nos hace humanos (Chomsky, 2000; Christiansen & Kirby, 2003a; Marcus and Fisher, 2003; Fitch, 2005; White et al., 2006; Graham & Fisher, 2013). El hecho de que hablemos del lenguaje como algo humano en sentido estricto, o como «lo que nos hace humanos», aunado al uso de las estrategias filogenéticas y comparativas para rastrear la genealogía de los humanos a partir de otras especies, provoca un encuentro con esas otras especies. ¿Podemos encontrarnos con ellas en compañía del pensamiento de Wittgenstein? Las pistas que Wittgenstein ha legado a la posteridad con respecto a la posibilidad de juegos con otras especies no son ni claras ni directas; se trata más bien de un esfuerzo interpretativo en el mar revuelto de lo que él no dijo, o no escribió.
Antes de aventurarme en estas aguas, es preciso plantear otra pregunta: ¿apoyó Wittgenstein la idea de que hay ciertos rasgos del lenguaje únicos a los humanos o sostuvo que el lenguaje es lo que nos hace humanos? La primera parte de la pregunta es más sencilla de responder. Dado que Wittgenstein no concibe el lenguaje como una facultad que se puede descomponer para su análisis, no tiene sentido preguntarse por los componentes exclusivamente humanos: «Se dice a veces: los animales no hablan porque les falta la capacidad mental. Y esto quiere decir: "no piensan y por eso no hablan". Pero: simplemente no hablan. O mejor: no emplean el lenguaje -si prescindimos de las formas más primitivas de lenguaje-» (IF §25). El matiz es sutil, pero profundo. Cuando Wittgenstein transforma la proposición a «[los animales] no emplean el lenguaje» -proposición que parecería implicar su complemento, «los humanos sí emplean el lenguaje»-, la introducción de usar o emplear en lugar de hablar marca su quiebre definitivo con una visión del lenguaje en cuanto propiedad permanente o estática, una esencia que los humanos poseen. El lenguaje sólo tiene sentido cuando es usado. El lenguaje, por tanto, es desfigurado cuando, constreñido por las aproximaciones evolutivas, es concebido como un rasgo que espera de forma pasiva a ser determinado, a que se dicte su presencia o ausencia en un grupo definido de organismos.
En cuanto a la segunda parte de la pregunta -lo que nos hace humanos-, la cita anterior no parece resolver el asunto. De hecho, ninguna cita lo hará. P. M. S. Hacker asevera que para el vienés «somos, en esencia, criaturas que usan el lenguaje. Nuestro lenguaje, y las formas de nuestro lenguaje, moldean nuestra naturaleza, informan nuestro pensamiento y llenan nuestras vidas» (1997, p. 12). Aunque reconoce que el lenguaje sólo se da en el uso, pareciera que Hacker en efecto ve en el lenguaje el rasgo responsable de hacernos humanos. Aceptar esta idea, sin embargo, implica trazar una frontera que le impide a cualquier otra forma de vida hacerse del lenguaje, a costa de presuponer que tanto humanos como otras especies constituyen entidades aisladas, pese a los ensamblajes ecológicos en los cuales la diversidad florece... Un fantasma recorre el lenguaje.
Considerar la segunda parte de la pregunta, lo cual no implica responderla, requiere la asistencia del concepto de formas de vida. Este concepto aparece sólo cinco veces en la Investigaciones filosóficas: en relación a los juegos de lenguaje (IF §19), como una actividad (IF §23), como la posibilidad de llegar a acuerdos en el lenguaje (IF §241), en conexión con manifestaciones y conceptos (FPF §1), y como aquello que debe ser aceptado, «lo dado» (FPF §345). Estas pistas conceptuales apuntan a la interpretación más extendida de las formas de vida en sentido convencional o etnológico, como si se tratase de diferencias pertinentes sólo a un plano social o cultural. Stanley Cavell la ha llamado la «versión horizontal» (1988, p. 255)14. Esta interpretación, no obstante, puede desembocar en una lectura conservadora de Wittgenstein que no deja espacio para la creatividad o el cambio, de acuerdo con Cavell. Él propone leer el concepto en clave biológica, dando lugar a la «versión vertical» (1988, p. 255). Esta versión recurre a la idea de que la forma de vida humana es una entre muchas otras. La versión horizontal se enfoca en las formas de vida, en los diferentes modos de ser humanos; de ahí el trasfondo etnológico. La versión vertical resalta las formas de vida en cuanto que hay distintas maneras de vivir dentro del vasto territorio de lo viviente; de ahí el trasfondo biológico. Para Cavell la versión vertical permite comprender la forma de vida humana, dotada de lenguaje, como un momento de innovación en la evolución. Esta lectura se encuentra muy cerca de aceptar que el lenguaje es lo que nos hace humanos. Al mismo tiempo, eclipsa la primera versión del concepto, aquella que pone de relieve los distintos modos de ser humanos.
En este contexto propongo una interpretación del concepto de formas de vida que oscile entre lo horizontal y lo vertical. Desde la perspectiva horizontal, los juegos de lenguaje forman familias de semejanzas que desembocan en una forma de vida humana en sentido heurístico (por llamarla de algún modo), que emerge del continuo de juegos que emplean las diversas comunidades que pueblan la Tierra. Para la perspectiva vertical, la forma de vida humana es una entre otras. La oscilación no pretende ser un camino medio o una tercera alternativa, sino una estrategia para multiplicar la diversidad en diferentes escalas. Esta interpretación se nutre de una llamativa modificación que Wittgenstein realizara en algún momento entre 1935 y 1945. Hay dos pasajes del Cuaderno marrón en los que Wittgenstein recurre a la misma fórmula: «Imaginen un uso de lenguaje (una cultura)» y «También podríamos imaginar fácilmente un lenguaje (y esto vuelve a significar una cultura)» (1968, p. 173). Lo que resulta interesante en ambos pasajes es la equivalencia entre lenguaje y cultura. Una fórmula similar aparece en las Investigaciones: «E imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida» (IF §19). En este caso, la cultura es desplazada y absorbida por la forma de vida. El cambio de término puede ser sintomático de una tensión inherente al concepto. Las razones exactas por las cuales Wittgenstein realizó dicho cambio probablemente permanecerán desconocidas, pero eso no le impide afectarme y hacerme pensar. Ciertamente se puede percibir el gusto por la cultura, pero ella no agota la riqueza de sabores y aromas que brotan del concepto de forma de vida. Lejos de constituir un concepto todo-terreno que organiza jerárquicamente a otros, como cultura o especie, hay una ambigüedad constitutiva en el concepto de forma de vida. Se trata, pues, de un concepto que circula sin descanso entre lo universal y lo singular, entre los diversos modos de ser humanos y los múltiples modos de estar vivos. Las formas de vida son itinerantes e intermitentes. Dado que el concepto no puede ser definido o circunscrito a una forma de vida específica, la pregunta, «¿qué nos hace humanos?», es desarraigada y reubicada en un campo de juego mayor junto con la pregunta, «¿cómo jugamos con otras especies?». Se abre el campo para una indagación del lenguaje como un asunto multiespecie.
Encuentros en las fronteras del lenguaje
Es momento de darle la bienvenida a la fauna invitada. Los animales conceptuales de Wittgenstein, que forman una manada difícil de domesticar, pueden ser de ayuda para desatar al lenguaje de sus constricciones excesivamente humanas. El variopinto grupo incluye perros (IF §§250, 357, 650; FPF §§1, 363), gatos (IF §647), ratones (IF §52), gallinas y gallos (IF §493), vacas (IF §§120, 449; FPF §314), loros (IF §§344, 346; FPF §15), y, por supuesto, las dos principales atracciones: el pato-conejo (sección xi, FPF) y el león (FPF §§203, 327). Aunque Wittgenstein no contempla de manera explícita la posibilidad de entablar juegos de lenguaje con animales, su presencia a lo largo de sus reflexiones invita a una consideración especial. Siguiendo a Vicki Hearne, «cuando aprendemos un juego de lenguaje, aprendemos a leer la oscuridad» (2007, p. 72). Es en la oscuridad del lenguaje donde estos encuentros toman forma (ver Figura 1).
El león es el animal que más atrae y atemoriza: «Si un león pudiera hablar, no lo podríamos entender» (FPF §327). Constantine Sandis declara que «la observación de Wittgenstein no es acerca de los leones (o de los animales salvajes en general), sino acerca de la naturaleza de la comprensión y su relación con el comportamiento de aquellos que comprendemos» (2012, p. 141). En otras palabras, las señales conductuales juegan un papel importante en lo que Wittgenstein considera que podemos comprender como lenguaje15, como una forma de vida cercana a la nuestra. Sandis, por tanto, concuerda con Cavell en la lectura vertical de las formas de vida. Sin embargo, hacer énfasis en el comportamiento posibilita un horizonte de indagación diferente. Las palabras están usualmente limitadas a fluir dentro del dominio del significado, de la semántica. Una vez que las palabras se entretejen con las acciones y el comportamiento, como ocurre en la filosofía tardía de Wittgenstein, el significado se mueve al uso. Lo que importa ahora es el sentido. Permanecer aferrados a los límites de la semántica y la referencia, sin acoger los valiosos aportes del uso y el sentido, cerca cualquier esfuerzo por aventurarse en las fronteras del lenguaje y poner en cuestión la creencia de que el lenguaje es lo que nos hace humanos. Sin embargo, dado que las acciones y el comportamiento no tienen sentido fuera de una red de actos formadores de hábitos, la barrera es difuminada en cuanto que la vida es un asunto de hábitos. En consecuencia, lo humano se hace más difícil de definir, aunque siga siendo distinguible de otros. La clave se encuentra en saber apreciar los hábitos de esos otros. Eso es justamente lo que el león de Wittgenstein no puede hacer: el león es abandonado en la cima de un podio, con su melena filosófica agitándose con el viento, mientas da cátedra sobre hábitos humanos a un auditorio lleno de bestias.
En comparación con sus más cercanos parientes, entre los cuales se cuentan el león que bosteza en A través del espejo, el león cobarde de El maravilloso mago de Oz, y el león divino de El león, la bruja y el ropero, todos ellos altamente competentes en el uso del inglés16, el león de Wittgenstein es un espécimen más bien silencioso. Sandis arguye que ese es precisamente el punto: los animales que hablan son un sinsentido. Pero esto no es pensar con Wittgenstein; es una forma de ilustrar la falacia de Hans, el listo. El león está por conocer a un caballo.
Hans, el listo, como fuera apodado, nació y creció en Berlín, donde fue educado por su dueño, el Sr. von Osten, en los más variados temas, como si se tratara de un colegial. Hans causó un gran revuelo en su nativa Alemania y en el extranjero gracias a su habilidad para realizar las más diversas tareas, que incluían contar, sumar, distinguir monedas, reconocer personas, diferenciar tonos de colores y musicales, dar la hora en un reloj, entre otras (Heyn, 1904). La idea de un animal con tales dotes era tan extraña que se formó una comisión para determinar si en efecto Hans razonaba o se trataba de un mero truco17. Para sorpresa de muchos, la comisión
dictaminó que en efecto Hans razonaba y que los métodos usados por su dueño eran los mismos empleados en las escuelas primarias. Dado que no eran parte usual del entrenamiento de caballos, sus métodos eran dignos de un escrutinio científico más detallado. Esta empresa la llevó a cabo un joven psicólogo y biólogo, Oskar Pfungst, quien en 1907 publicó los resultados de su evaluación. Para desgracia de Hans, el análisis de Pfungst mostraba que él no era un «animal racional». La clave, de acuerdo con Pfungst, para entender el fenómeno de Hans se hallaba en las pistas inconscientes y desapercibidas que su dueño, o cualquier otra persona que le hiciera una pregunta, le daba a Hans por medio de sutiles movimientos faciales u otros signos corporales. Cuando Hans no podía ver la cara de la persona que le preguntaba algo, o esa persona desconocía la respuesta a la pregunta, su competencia disminuía de manera ostensible (Pfungst, 1911). De ahí que se acuñara la falacia de Hans, el listo: los logros cognitivos de otras especies son, más bien, la reflexión o proyección del investigador humano.
¿Se trató de un truco, después de todo? Se dice que después de la publicación de Pfungst, el Sr. von Osten murió siendo infeliz, «no tanto por su propia vergüenza [de fraude], sino por la vergüenza del caballo en quien tanto creía» (Hearne, 2007, p. 4). Pero lo que Pfungst mostró no fue del todo negativo. Stephen Budiansky ofrece otra perspectiva: «Ningún científico llegó a sugerir que Hans, el listo, no había aprendido o que sólo estaba siguiendo instintos preprogramados. Ciertamente había aprendido. No aprendió [sin embargo] lo que los humanos tendientes a la antropomorfización pensaron que había aprendido» (1998, p. XXXII). Como en el caso del león de Wittgenstein, las habilidades de Hans eran sólo un espejo en el que los humanos podían ver sus propias intenciones y acciones, o sus límites. La percepción de Budiansky es que Hans aprendió otro tipo de cosas con las cuales sus examinadores humanos no estaban familiarizados; en otras palabras, los hábitos del caballo pasaron desapercibidos. No obstante, en el campo de la psicología experimental, por ejemplo, lo que Budiansky defiende como un resultado positivo del fenómeno Hans, ha sido convertido en un inconveniente experimental: durante cualquier experimento, el experimentador debe evitar a toda costa cualquier tipo de contacto visual con el animal evaluado, lo cual significa que la legitimidad de los resultados depende del adecuado aislamiento del animal (Samhita & Gross, 2013). A su vez, la posibilidad de entablar un juego de lenguaje con los animales es borrada. Hearne, por su parte, se enfoca en otro aspecto del caso para desplegar y multiplicar los efectos del fenómeno Hans: el hecho de que quienes le hacían preguntas no pudieran ocultar la respuesta correcta (Hearne, 2007, p. 5). Lo que Hearne trae a colación puede servir para superar los obstáculos, no sólo con Hans, sino también con el león de Wittgenstein. El problema no es si el león puede hablar, si puede escalar por las ramas del árbol evolutivo y dirigirse a los humanos en cualquier lengua; el problema es que en efecto establecemos intercambios significativos y plenos de sentido con otras especies.
Hay otro encuentro que el león de Wittgenstein, tan callado como es, debe atender con un animal que de hecho puede hablar. De entre todos los coloridos y escandalosos loros amazónicos, hay uno cuyo misterio es rival para el rugido del león: el loro de Humboldt. A diferencia de la historia de Hans, la del loro no cuenta con una vasta cobertura mediática, rigurosas evaluaciones científicas o, por lo menos, un registro histórico claro. De hecho, lo que se dice del loro de Humboldt puede ser consecuencia de un largo malentendido. Cuenta la leyenda, que, durante el viaje de Alexander von Humboldt a Suramérica, entre 1799 y 1804, mientras rastreaba la fuente del río Orinoco en Venezuela, él adquirió un loro de la tribu caribe que, pocos días antes, quizás incluso semanas o meses, habían exterminado la tribu de los maipure y se habían quedado con sus loros. En algún momento, Humboldt notó que uno de los loros repetía palabras que no pertenecían a la lengua de la tribu que visitaba: el loro hablaba en maipure. El loro llevaba la herencia lingüística de un pueblo extinto. Después de notar tal extravagancia, Humboldt decidió hacer un registro fonético del vocabulario del loro. Fin de la leyenda18. Con el fin de aclarar el episodio histórico, sólo hay una mención a un tal loro en el Breviario del Nuevo Mundo, de Humboldt y Bonpland. Dicho loro fue presentado a Humboldt en maipure y presumiblemente pertenecía a una familia de la tribu atures. Para cuando Humboldt llega, los atures ya habían desaparecido. No aparece, eso sí, mención alguna de las transcripciones que Humboldt hiciera de los loros. No obstante, en su libro Cuadros de la naturaleza, Humboldt incluye un poema de su amigo Ernst Curtius, «El loro de los atures», en el cual se hace mención explícita a este curioso hecho19. La anécdota se hizo famosa e incluso Darwin la menciona de paso en su obra El origen del hombre.
Rachel Berwick, artista que en 1997 presentara la instalación "May-por-é", acogió la versión legendaria del loro de Humboldt. Berwick hizo equipo con Sue Farlow, una consultora en conducta de aves, para adquirir y entrenar dos loros que pudieran llegar a hablar maipure usando las transcripciones fonéticas de Humboldt. Adquirieron una amazona alinaranja (Amazona amazonica) y una amazona frentiazul (Amazona aestiva) que llamaron Apekiva y Papeta, dos palabras maipure equivalentes a tres y uno, respectivamente. Después de un año de entrenamiento, el cual involucró tanto a la artista y la consultora como a los estudiantes y personal de la Escuela de Artes de la Universidad de Yale, los loros estaban en condiciones suficientes de hablar maipure como para que la instalación procediera20. La instalación se convirtió en un hito en la concientización acerca del estado actual de la extinción masiva de lenguas aborígenes. Aparte de tan importante tarea, la instalación también pone de relieve el hecho de que el portador de una lengua, incluso de una ya extinta, puede no ser humano. El carácter oscuro y ficcionalizado del loro de Humboldt podría haber constituido un obstáculo para la discusión filosófica. Sin embargo, narrar la historia sienta las bases para encuentros filosóficamente ricos al margen de la filosofía estrictamente académica o disciplinada. Lo que importa en este relato es que, a pesar de lo ficticio e ideal que pudiese resultar, el loro de Humboldt tuvo el poder de afectar a algunos humanos, obligarles a pensar e impulsarles a actuar: primero, al inspirar e incentivar la producción de una obra de arte; luego, al enfrentar a los asistentes con dos loros reales que hablaban una lengua desconocida e incluso extinta. El insólito sentimiento que suscita la presencia de los loros hablantes de maipure es pariente del sentimiento que despierta el silencio del león de Wittgenstein: a pesar de su «inhumanidad», ellos claramente nos afectan, poniendo en cuestión y difuminando las fronteras de lo humano.
¡Vuelta a terreno áspero!
El argumento que he avanzado en estas páginas comenzó con la exposición y análisis de dos aproximaciones en disputa, concernientes a la evolución del lenguaje, con la ayuda de la filosofía tardía de Wittgenstein. Que la diversidad inherente al lenguaje no deba ser sacrificada en aras de una generalidad todo-terreno (la facultad del lenguaje), es un humilde logro que se obtiene al pensar con Wittgenstein. La discusión dejó de lado todo mecanismo evolutivo particular -sin desconocer o disminuir su valor para la ciencia y el conocimiento-, con el fin de cuestionar un conjunto de presupuestos compartidos. Los estudios evolutivos han enfatizado el carácter individual de la especie a expensas de las variadas interrelaciones que los seres humanos establecen con otras especies. Los juegos de lenguaje, por su parte, tienen la potencia de hacer que los encuentros con otras especies sean inminentes. Cómo puedan ocurrir estos encuentros habrá de depender de las partes involucradas. No hay un protocolo universal que rija la posibilidad de estos encuentros; sólo sabemos que «[q]ueremos avanzar; por ello necesitamos la fricción. ¡Vuelta a terreno áspero!» (IF §107).
Los animales que aparecieron en este texto no se distinguieron por el dominio de una lengua en uso o por entablar intercambios lingüísticos similares a los que hay entre humanos; en ese caso, hubiese sido mejor invitar a Alex (19762007), el loro gris africano que acompañó a la investigadora Irene Pepperberg, o a Nim Chimpsky (1973-2000), el chimpancé que fue usado en la Universidad de Columbia para poner a prueba las ideas de Chomsky acerca de la naturaleza innata de la gramática. Sin embargo, en el acto de leer la oscuridad de los juegos de lenguaje, Hans, el loro de Humboldt y el león de Wittgenstein desestabilizan el dominio humano sobre el lenguaje al hacerlo extrañamente inhumano. Esta desestabilización pareciera emerger de su parecido con la silla evanescente de Wittgenstein, otro objeto cotidiano pero inquietante:
Yo digo: «Ahí hay una silla» -¿Qué pasa si me acerco, intento ir a cogerla y desaparece súbitamente de mi vista?- «Así pues, no era una silla sino alguna suerte de ilusión». -Pero en un par de segundos la vemos de nuevo y podemos agarrarla, etc.- «Así pues, la silla estaba allí, sin embargo, y su desaparición fue alguna suerte de ilusión». -Pero supón que después de un tiempo desaparece de nuevo -o parece desaparecer. ¿Qué debemos decir ahora? ¿Dispones de reglas para tales casos -que digan si aún entonces se puede llamar a algo «silla»? ¿Pero nos abandonan al usar la palabra «silla»?; ¿y debemos decir que realmente no asociamos ningún significado a esta palabra porque no estamos equipados con reglas para todas sus posibles aplicaciones? (IF §80)
Este pasaje aparece en medio de la profunda crítica que hace Wittgenstein a la noción de significado como referencia a un objeto; podría también, no obstante, descubrir encuentros con otras especies. A diferencia de la silla, Hans y el loro de Humboldt no aparecen y desaparecen de manera arbitraria. Ellos, así como otras criaturas, se encuentran de manera constante en los ambientes que nos circundan, aunque su presencia es muchas veces velada por la familiaridad. Cuando se transgrede el umbral de la familiaridad, reconocemos que en los juegos de lenguaje se enredan otras especies. Como lo afirma Eduardo Kohn, «imaginar que uno es visto en un momento muy privado a través de los ojos de otro ser es profundamente inquietante. También es una forma de extrañamiento [defamiliarization]» (2013, p. 127).
La extrañeza que pone lo familiar de cabeza, ya sea una silla o un caballo, un león o un loro, pone de manifiesto el momento en el cual la aplicación de las reglas se hace limitado y nos lanza a la búsqueda de nuevas reglas, generando un impulso que puede conducir a juegos de lenguaje novedosos. Hans, el listo, señala la importancia de entregarnos a los hábitos de otros vivientes, al tiempo que nos fuerza a reconocer el intercambio de conocimiento y afectos entre humanos y otras especies. El loro de Humboldt sitúa a los humanos frente a frente, o pico a oreja, con la extinción lingüística desde una perspectiva que no es propiamente humana. El león de Wittgenstein pone en cuestión los límites de la comprensión lingüística. Estos encuentros demandan ser tratados sin dejar de lado sus singularidades, reconociendo que el lenguaje no sólo es realizado por humanos, pues en ellos yace un suelo fértil para revitalizar el pensamiento y volver a hacer la pregunta por el lenguaje. No hay necesidad de salirse de aquello que está a nuestro alcance: el lenguaje contiene ya el hilo que conduce allende su frontera.