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Acta Neurológica Colombiana

versão impressa ISSN 0120-8748

Acta Neurol Colomb. vol.33 no.2 Bogotá abr./jun. 2017

https://doi.org/10.22379/24224022133 

In Memoriam

Ignacio Vergara (1931 - 2017)


Cortesía Dra. María Inés Vergara

EL PROFE VERGARA

La reciente muerte del Dr. Ignacio Vergara nos ha llenado de tristeza a los que fuimos sus alumnos. Fue el Dr. Vergara el paradigma del maestro debido a sus extraordinarias cualidades en la enseñanza de la Neurología y el forjador de una reconocida escuela neurológica en Colombia.

Tuve la fortuna de ser su residente de Neurología en el Hospital San Juan de Dios de Bogotá, en el periodo 19841987, en compañía de Raúl Palma. En esos años se vieron reverdecer las glorias del hospital universitario de la Universidad Nacional, su alma mater. El Servicio de Neurología a su cargo, el cual había fundado junto con el Dr. Jaime Potes, luego de realizar sus estudios de Neurología en Bellevue Hospital en Nueva York, contaba con el acompañamiento de un excelente grupo de neurólogos: Andrés Roselli, Lucía Parra de Ríos, Pablo Lorenzana y Roberto Amador. Las actividades académicas y asistenciales eran intensas y de un altísimo nivel.

La revista general del servicio de los martes por la mañana era el mejor escenario para ver en acción a estos distinguidos profesores; esta revista era completada con el club de revistas en el cual revisábamos artículos de la literatura neurológica mundial. Los viernes al mediodía teníamos la presentación de casos clínicos, de merecida fama en toda la Facultad de Medicina, reunión a la cual llevábamos a los pacientes y se revisaba su historia, se les examinaba delante de los alumnos y finalmente, el residente exponía sobre el tema correspondiente, exposición que era enriquecida con los comentarios de los docentes.

Todas estas actividades eran lideradas por el profesor Vergara. Verlo examinar a un paciente era todo un espectáculo, esa portentosa habilidad clínica para encontrar los signos neurológicos lo hacían un semiólogo incomparable, junto con su singular inteligencia, que aunada a su dilatada experiencia lo llevaban a realizar difíciles diagnósticos. Eran los tiempos en que recién contábamos con las imágenes diagnósticas, las cuales solo se evaluaban después de completar la anamnesis y el exhaustivo examen neurológico. Era el método anatomopatológico de Bichat y de Laênnec en su mejor expresión. Personalmente, revisaba las notas que hacíamos sus residentes en las historias clínicas, al igual que el contenido de todas las presentaciones y revisiones de tema. Se le notaba esa pasión por compartir sus conocimientos, por hacernos crecer en nuestro proceso formativo y por entregar al país los especialistas en Neurología que tanto necesitaba. Era el mejor exponente de esa pléyade de maestros ilustres que le han dado tanto lustre a la Universidad Nacional de Colombia.

El profe Vergara, como cariñosamente le decíamos sus alumnos, era un investigador clínico de valía y muchas de sus observaciones quedaron registradas en importantes artículos, algunos de ellos publicados en revistas internacionales de Neurología. Sus estudios acerca de las enfermedades infecciosas del sistema nervioso fueron pioneros en muchos aspectos y su libro sobre este tema, escrito junto con Gabriel Toro y Jaime Saravia, rápidamente agotado, constituye un clásico. El Dr. Vergara siempre se preocupó porque sus alumnos investigaran y escribieran en revistas médicas.

El respeto al paciente y su genuino interés por su bienestar fueron normas de oro para el Dr. Vergara, normas de conducta que inculcó a sus alumnos. Además, el trato amable y deferente con sus colegas y alumnos hacía muy agradable trabajar en su servicio.

Fue siempre muy discreto y ajeno a todo protagonismo y vanidad. Se retiró de la Neurología silenciosamente, sin estridencias, haciendo honor a su carácter. A la distancia sabíamos de sus problemas de salud y respetábamos su tan anhelada privacidad.

Al Dr. Vergara se le respetaba por su reciedumbre moral, se le admiraba por sus insuperables habilidades clínicas y se le quería por su maravillosa forma de ser. La vida y obra del Dr. Ignacio Vergara son un ejemplo de virtudes y constituye una figura cimera de la Neurología en Colombia.

Jairo Lizarazo

Médico neurólogo Hospital Universitario Erasmo Meoz de Cúcuta

EL IGNACIO VERGARA QUE YO CONOCÍ

Hace un tiempo, recién desempleado, me acerqué a alguien a quien había visto solo de pasada en su consultorio de UNIDIA en el centro de Bogotá, a pedirle trabajo; alguien algo mítico para mí, connotado profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, quien me ofreció un trabajo para interpretar electroencefalogramas (EEGs) en el hospital de San Juan de Dios. Me sonó interesante y acepté. Comencé entonces a conocer de cerca al profesor Ignacio Vergara García, quien se transformaba cuando cruzaba el umbral del Hospital donde forjó su carrera como neurólogo y educador de las nuevas generaciones de médicos colombianos.

Llegaba muy temprano en la mañana y luego de algunas consideraciones sobre pacientes o sobre la política local organizaba la revista matutina en los pisos del San Juan. El trabajo era intenso y siempre se le veía rodeado de estudiantes y de médicos jóvenes de todas las procedencias, ávidos de conocimiento y experiencias que no faltaban en esas rondas. Allí legaban residentes con nuevas propuestas para trabajos con pacientes y el profe siempre los animaba y los patrocinaba para sacar los estudios adelante.

Para mí fue una "tercera residencia en la tierra". Aprendimos de una manera bárbara en las mañanas en el San Juan. Siempre quedaban tareas pendientes que el profe Ignacio no olvidaba: "quiubo" maestro ¿cómo va la causa?, preguntaba con insistencia hasta obtener la publicación y por esto tenía fama de estricto entre los que no lo conocían lo suficiente. Los que lo veíamos a diario sabíamos de su sentido del humor: Se burlaba de los acontecimientos, era un buen representante del escepticismo y también se burlaba de sí mismo para tolerar la dura realidad ¡y todos aprendíamos!

Era amigo de sus amigos y no guardaba secretos; lo que sabía lo compartía con generosidad y desde luego cosechaba frutos; no por nada el país está plagado de alumnos del profesor Vergara: de norte a sur y de este a oeste hay "ex-nachos" haciendo buena medicina y buena neurología.

También sabía rodearse. Es famosa la escuela que formó con personajes de la talla de Gabriel Toro, Andrés Rosselli, Jaime Saravia y otros "sabios" de su generación, con quienes escribió libros y capítulos de libros en los textos de Chalem y de los paisas. Sus trabajos, que todos consultábamos, eran sello de seriedad y disciplina.

En 1961 fundó la Unidad de Neurología de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia y en 1982 graduó los primeros neurólogos en un programa de posgrado de cuatro años, diseñado por él. Desde entonces comenzó a entrenar neurólogos para el país bien capacitados en medicina y en actitud. Presidió la Asociación Colombiana de Neurología que había contribuido a fundar, le dio un impulso y personalidad propios, que consolidaron una joven Asociación que requería credibilidad y entusiasmo en sus primeros líderes.

En 1985 decidió iniciar lo que en un principio fue un panfleto de dos hojas con un futuro impresionante y que hoy es Acta Neurológica Colombiana, publicación periódica bien acreditada que recoge nuestro acontecer neurológico.

Formó también una familia real. Con Elsa Streinesberger tuvo cinco hijos, hoy ciudadanos colombianos de bien trabajando en las más diversas disciplinas. Fue también ávido lector con ideas progresistas y un ácido comentarista de la realidad nacional. No transigía sus principios, su carácter era fuerte. Dejó un legado valioso que en el siglo XXI se seguirá honrando. Descanse en paz.

Pablo Lorenzana Pombo. MD

Profesor Titular de Neurología, Facultad de Medicina, Universidad Nacional de Colombia.

EL IGNACIO VERGARA QUE YO CONOCÍ

Quizá hayamos escuchado decir en más de una ocasión que un verdadero maestro enseña más con el ejemplo que con su discurso. Una afirmación como ésta retrata fielmente lo que por cerca de cuatro décadas fue el esfuerzo continuo, cotidiano y discreto de Ignacio Vergara, ya en los espacios hospitalarios, ya en aquellos vetustos salones que asomaban al costado occidental de la torre central del viejo Hospital San Juan de Dios, donde su presencia infundía respeto y admiración o en algunas ocasiones temor en aquellos no iniciados en las artes de la Neurología.

Su figura menuda, su andar acelerado, su mirada siempre escrutadora, enmarcaban un no disimulado entusiasmo frente al reto formidable que suponía acercarse al enfermo estupo-roso, confuso, desafiante o simplemente indiferente. Un claro compromiso, un profundo respeto y una exquisita elegancia, le permitían desarrollar ejercicios semiológicos y analíticos con precisión y versatilidad. Disfrutaba la anamnesis con sus anotaciones ocurrentes que enganchaban a sus enfermos en un ámbito de empatia y confianza y le facilitaban el trabajo clínico. Conocedor profundo de las diversas tipologías, siempre lograba entrar en sintonía con el paciente y extraer de él los signos y secretos que facilitaban el diagnóstico.

Riguroso en su quehacer, dictaba a sus residentes las notas clínicas, vigilando con esmero que ellas reflejaran de manera fiel los hallazgos y facilitaran la lectura inteligente de sus profundas reflexiones. Tímido por naturaleza, prefería el encuentro cercano o individual al ámbito de la clase magistral frente a audiencias numerosas. Defendía con vehemencia las buenas prácticas basadas en el raciocinio clínico, en el uso correcto de la tecnología y la terapéutica y en la reinserción familiar y social de sus enfermos.

Sus ejercicios académicos no terminaban en los servicios hospitalarios o en los pasillos. Se trasladaban a su adusta oficina y su viejo escritorio, donde siempre encontraba la referencia correcta para ilustrar lo que se acababa de discutir, las lecturas ilustrativas o sus propias notas, celosamente conservadas en carpetas de cartón, en donde conservaba los impresos, los documentos relacionados y notas personales sobre los temas objeto de su interés.

No le era extraño ningún problema de la neurología. Se interesaba por todos y como un estudiante no iniciado, repasaba los textos clásicos, la literatura más reciente y no dudaba en solicitar información a los jóvenes residentes sobre documentos que no estuvieran a su alcance, pero que como por arte de magia llegaban a sus manos. Lector permanente, en su viejo portafolio siempre tenía consigo el último número de Brain o Neurology, que coleccionaba con gran entusiasmo para beneficio de sus compañeros y alumnos.

Siempre dispuesto a corregir, a ofrecer un consejo prudente, a estimular el trabajo de los demás o a señalar con decisión aquellos comportamientos que a su juicio eran no correctos, fue un defensor a ultranza del quehacer del neurólogo, en defensa de todas las amenazas a un trabajo intelectual y profesional de alta exigencia. Mantuvo una clara posición sobre la necesidad de preservar un tiempo generoso para la consulta neurológica, en contravía del deseo de los administradores en procura de aumentar la productividad. Estimuló y promovió las iniciativas de los jóvenes profesores, quienes tímidamente sugerían introducir cambios en el diseño de los programas que él mismo había concebido y que permitirían crear por ejemplo las clínicas temáticas en el Hospital San Juan de Dios.

Fue un entusiasta de la labor de la Asociación Colombiana de Neurología y el más disciplinado asistente a las reuniones interinstitucionales sabatinas en la década de los ochenta y los noventa, que convocaron a profesores y estudiantes en torno a los temas neurológicos y le imprimieron una nueva dinámica a la joven Asociación.

No muy amigo de hablar en público, era un cuidadoso escritor. Sus textos son un deleite para el lector, no solo por la claridad de su contenido, sino por la elegancia de su composición y el cuidadoso uso del lenguaje. Promovía este rigor a sus discípulos a quienes estimulaba a escribir y a presentar sus trabajos en reuniones profesionales y congresos. Se permitía examinar, corregir y editar todos los textos que se producían en su servicio, con autoridad y experiencia. No resultaba fácil para sus jóvenes colegas y discípulos seguirle el ritmo, a quien permanentemente proponía ideas, formulaba planes y alimentaba sueños.

Sus discípulos recibimos su sello, su impronta, pero por sobre ello, su ejemplo. Magnífica lección.

Rodrigo Pardo Turriago. MD, MSc

Profesor Titular. Facultad de Medicina Hospital Universitario Nacional Universidad Nacional de Colombia

EL IGNACIO VERGARA QUE YO CONOCÍ

Mi papá era neurocirujano. Vivimos la infancia y la adolescencia en un barrio muy al noroccidente de la ciudad a donde, por alguna razón que desconozco, fueron a vivir profesores universitarios de una misma generación. Por eso, en la adolescencia, conocí a Ignacio Vergara García; un vecino serio amigo de mi papá y casado con una señora querible, gruesa y dulce. Pero nunca por entonces fue Ignacio Vergara realmente cercano como tampoco lo fue otro vecino, Arturo Murillo a quien pude conocer en su verdadera dimensión años después y justo por la generosidad visionaria de Ignacio Vergara. Mi papá respetaba al profesor Ignacio, un respeto muy raro venido de un neurocirujano en la época en que las enfermedades neurológicas "curables" eran aquellas que podían operarse y aquellos que conocían realmente el cerebro, eran quienes lo sentían palpitar bajo sus dedos.

Sin embargo, no conocí realmente a Ignacio Vergara sino muchos años después, cuando el destino me regresó al viejo San Juan de Dios, de donde había salido graduado de médico "cirujano" deseoso de no regresar, convencido de que la salud no podía ser un conjunto de actos caritativos. Entonces supe porque ese hoy desvencijado San Juan de Dios, ese hoy ocupado y olvidado Hospital de la Hortúa produjo una constelación de buenos médicos a lo largo de generaciones: porque tenía en su seno a señores como Ignacio Vergara García, señores primero que doctores, íntegros, limpios, visionarios y generosos.

Se podía pasar por los cortos años de formación neurológica aprendiendo algo de medicina, de fisiología, de imágenes diagnósticas, de patología y, a pesar de que por entonces obtener información era mucho más difícil que ahora, no era imposible consultar los textos, buscar las revistas, preparar el seminario, ganarse la nota. Debieron pasar muchos meses, quizá unos años después de llegar - asustados en las dependencias de cuarto piso - para descubrir que muy poco de lo aprendido con el maestro está en los papeles. Dueño de un espíritu estricto y disciplinado que no lograba ocultar su timidez, el profesor Ignacio (nunca "profe", ni Nacho) se vestía de una paciencia amplia pero limitada para enseñarnos a viajar a través del raciocinio médico, del arte de interrogar y escuchar al enfermo, del lenguaje de los signos clínicos para pensar un diagnóstico. Un ejercicio diario de inteligencia y rigor que se apoya pero no se basa en las pruebas diagnósticas. Muestra de su visión de futuro, muy pronto después de su regreso del exterior, Ignacio Vergara comprendió que era necesario formar neurólogos para el país y en asocio de otros pioneros a quienes deberemos exaltar algún día, creó el Servicio de Neurología de la Nacional y tempranamente rompió con el paradigma propio de la veleidosa historia del conocimiento local, de que un estudiante de la Universidad Nacional no necesitaba salir del seno del alma máter para alcanzar su formación. Fue Ignacio Vergara, conmigo primero pero luego con todos -como debe ser- quien nos impulsó a "rotar" con Patiño en el Neurológico, porque habían llegado las imágenes que develarían la morfología del sistema nervioso vivo y no solo muerto, como lo vimos tantas veces en las valiosas reuniones de corte de cerebro. Imposible no agradecer en la insondable distancia de la muerte, la oportunidad de vivir otras formas de ver nuestro oficio, de conocer a otras personas tan entrañables aun, tanto gozo de regresar al cuarto piso del San Juan con el tesoro de una nueva experiencia. La misma idea nos llevó uno a uno al laboratorio de profesor Morillo: rígido, exigente, pragmático que ocultaba su sentido del humor y su mordaz crítica de la realidad, con falsa modestia.

Perdonen los lectores de Acta Neurológica, tanta nostalgia autoreferida. Siento que la comunidad neurológica colombiana quedó en deuda con un pionero. Los pioneros no lo son todo pero son la semilla. El profesor Ignacio no solo sembró en sus discípulos las virtudes humanas del médico-neurólogo, no solo inició la formación de neurólogos en Colombia, sino que convencido de la necesidad de unirse, aglutinó intereses para contribuir a crear la Asociación Colombiana de Neurología; generoso, devoto de compartir sus ideas y su experiencia, nos empujó a crear Acta Neurológica, un patrimonio de la neurología colombiana que hoy vibra con ritmo propio.

La verdadera vida después de la vida es la obra que los hombres dejan tras de sí. El legado de profesor Ignacio está en su extensa obra de riguroso escritor, en sus hijos y sus nietos desde luego, pero también en nosotros sus alumnos, sus hechuras. Su exilio voluntario nos impidió manifestarle nuestra inmensa gratitud; esperamos que la reciba ahora cuando amigos y discípulos honramos su memoria.

Mario Muñoz Collazos. MD

Neurólogo, Clínica Marly. Bogotá

Recibido: 17 de Julio de 2017; Aprobado: 21 de Julio de 2017

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