SUMARIO
I. Primeros años de la Constitución.- II. Empieza a decolorarse.- III. Pero no todo es malo... ¿El activismo judicial?- IV. Yerros, vacíos y antinomias en la Constitución.- V. ¿Qué hacer?- Bibliografía.
I. PRIMEROS AÑOS DE LA CONSTITUCIÓN
Estamos ante un nuevo aniversario de la Constitución colombiana de 1991. 26 años de historia que algunos celebran y otros, no tanto; pero que, al fin y al cabo, nos sirven de excusa para hacer reflexiones generales en torno a ella, aprovechando el mayor grado de objetividad que el tiempo permite, pues ya han pasado, en buena medida, los apasionamientos iniciales.
Quisiera empezar estas reflexiones recordando esos apasionamientos iniciales, es decir, la emotividad con la que la Constitución emergió. El ambiente caótico que se vivía a inicios de la década de los 90, bien expuesto por la literatura especializada1, permitió que la mayor parte de los colombianos, con la complicidad de los medios de comunicación (que hicieron un escrutinio informativo sin precedentes de lo que acontecía en la Asamblea Nacional Constituyente2) y del gobierno de aquel entonces (César Gaviria-Trujillo, 1990-1994) (deseoso de legitimarse y abandonar el esquema de Estado fallido y deslegitimado con el que se catalogaba a Colombia en la década de los 80 del siglo pasado3), recibiera con júbilo deificador la nueva Constitución, lo que llevó, entre otras cosas, a que la academia jurídica se volcase, sin reserva alguna a ser ante todo “constitucionalista”4. En tal ambiente hegemónico que coloreaba el hasta ahora desteñido futuro colombiano, casi nadie se manifestó en contra, salvo algunos sectores de izquierda radical (que la consideraron como insuficiente, fruto del establecimiento reaccionario y expresión del imperio y del neoliberalismo5) y algunos conservadores nostálgicos de la Regeneración (porque la creyeron muy liberal y anárquica6). Entonces, al ver cómo estas fuerzas políticas daban la espalda a la nueva Constitución, la academia jurídica, que a veces juzga rápido pero que tenía motivos esperanzadores en aquel momento para actuar así, terminó por meter en el mismo saco o, en el mejor de los casos, silenciar a un tercer sector que no cayó en el juego de los colores y en el endiosamiento, pero tampoco en el de los radicales: los escépticos7. Estos fueron prácticamente dejados de lado y puestos casi que al mismo nivel de retrógrados, en algunos casos. Hoy, fuera de apasionamientos tempranos, podría pensarse que el escepticismo de aquellos no era tan infundado (por lo menos no en todos los puntos) tal como se creía, de un lado; y que el escepticismo es, en el fondo, una respuesta política a ser tenida en cuenta, del otro.
II. EMPIEZA A DECOLORARSE
Ahora bien, con el paso de los años, como era de esperar, la Constitución empezó a decolorarse. Robándole palabras a Max Weber y poniéndolas en contextos parcialmente diferentes8, el júbilo constitucional fue reemplazado por un desencantamiento progresivo que, claro está, no ha llegado en modo alguno al rechazo generalizado a la Constitución de 1991, pero sí a una toma de distancia crítica ante ella y ante el Estado que ha fundamentado9. ¿A qué se debe ese desencantamiento o decoloramiento progresivo? Hay muchos factores a tener en cuenta; sin embargo, para no aburrir al lector, quisiera centrarme en cuatro que están en estrecha conexión entre sí, pero permítase andar un poco por las ramas y las generalidades. A fin de cuentas, esto es un ensayo y no un libro.
El primero de ellos se debe a la exitosa estrategia que dio buenos resultados a corto plazo, pero no tantos a mediano, de vender demasiado bien la Constitución. Como bien saben los mercadotecnistas, siendo ellos conscientes de que en el fondo hay un dilema ético10, toda expectativa inflada más de la cuenta en cierto momento se revienta (la expectativa excesiva se quiebra a sí misma). En este caso, el negocio estaría en que cuando el producto no satisfaga los deseos inflados del cliente, la garantía de reembolso ya haya caducado y el comerciante ya haya obtenido su ganancia; pero en el caso constitucional, las cosas son muy diferentes. ¿Adónde nos lleva esto? La necesidad de legitimar el Estado a inicios de los 90 del siglo pasado y la urgencia de considerarnos viables en unas circunstancias tan caóticas como las vividas en aquel momento, llevaron a gestar un discurso que identificó la superación de la crisis con la llegada de la nueva Constitución11, pero como todos sabemos, la perfección es la realidad de los dioses y el anhelo de los mortales. Vender la Constitución como un discurso salvífico, cuando no hay forma de satisfacer el deseo12, trajo consecuencias jurídico-políticas importantes casi inmediatas y hasta nuestros días, pero a mediano y largo plazo llevó, necesariamente, al quiebre de las expectativas al ver, como es natural, los anhelos como inalcanzables13. Con esto no quiero aludir al desgaste natural de toda norma (cosa que también afectó la Constitución de 1991) sino a algo diferente: la excesiva creencia de que la Constitución produciría un cambio (que sí se dio parcialmente), pero que ese cambio sería algo así como la sociedad anhelada (que no podría darse), lo cual generó, con el tiempo, una desconfianza que ahora, gracias a nuestro síndrome normativo14, al parecer solo podría recuperarse con la expedición de una nueva Constitución deificada15. Nada raro que las elites políticas apliquen nuevamente, en poco tiempo, esta vieja receta.
En segundo lugar, y no muy alejado del punto anterior, están las promesas incumplidas de la Constitución. Como ya dejé entrever, vender una Constitución prometiendo ciertos resultados, puede ser una mala jugada a mediano y largo plazo si los resultados prometidos rayan con lo inalcanzable. Esto se debe, entre otras cosas, a que hemos confundido el valor programático de toda Constitución con el valor normativo y político de nuestra actual Constitución. La Constitución, en general, fue pensada para marcar el rumbo, señalar un programa político-jurídico a través del tiempo y, por tanto, establecer metas relativamente inalcanzables, pero que, justo por ello, guían una comunidad política en su realización óptima, aunque no definitiva:
La constitución debe permanecer incompleta e inacabada por ser la vida que pretende normar vida histórica y, en tanto que tal, sometida a cambios históricos... Si la Constitución quiere hacer posible la resolución de las múltiples situaciones críticas históricamente cambiantes su contenido habrá de permanecer, necesariamente ‘abierto al tiempo’16.
No obstante en el caso colombiano, ante la falta de legitimación simbólica de las normas legales y administrativas17, fruto a su vez de la poca legitimidad política, solo faltaba recurrir a la norma superior, la Constitución, para hacer promesas de cambio18. Como era de esperar, varias de estas promesas no llegaron; otras sí, claro está. Algunas de esas promesas incumplidas en estos 25 años (que, repito, no es un gran dolor de cabeza para la dogmática constitucional, pero sí para el colombiano que no tiene otras fuentes fuertes de esperanza jurídica) no llegaron, y no podían llegar, pues a la Constitución no le puedo pedir lo que no puede dar por sí sola. Un ejemplo es la promesa de la paz. ¿Y cuál es la respuesta lógica ante el incumplimiento constitucional? Un desencantamiento que, tradicionalmente se ha enfrentado con la expedición de nuevo derecho que será, si las cosas siguen igual, desencantado igualmente más adelante.
Ahora pasemos a las promesas incumplidas que se creyeron alcan- zables en su momento. Quisiera llamar la atención sobre algunas, en especial las que no se lograron porque la voluntad política del establecimiento está en otra vía y, por ello, una vez se declaró la oposición entre la promesa constitucional y el ejercicio político-tradicional, esta última, confirmando en parte lo dicho por Carl Schmitt19, doblegó a la primera: las continuas reformas constitucionales lograron someter, en no pocos aspectos, ciertas promesas constitucionales originales. Daré dos ejemplos: i) la de un régimen presidencial moderado por una intrincada red de pesos y contrapesos20, y ii) la de una descentralización política y territorial del Estado21. Estas dos promesas en concreto se volvieron letra muerta vía reformas constitucionales, lo que terminó en un hiperpresidencialismo22, de un lado, y en un hipercentralismo político23 y territorial24, del otro.
Esto me lleva al tercer aspecto que quiero mencionar: se entregó la criatura recién nacida a Herodes para que la criara25. El poder constituyente de 1991 creyó, ingenuamente, que la Constitución bastaría para cambiar la forma de hacer política, pero ignoró lo más esencial de nuestro establecimiento clientelista y corrupto: todo cambia para permanecer igual26. La producción normativa que promete cambios y transparencia no siempre opera en contra de la corrupción enquistada, antes bien, puede ser su arma publicitaria27. Pues bien, nuestro establecimiento (enquistado en el clientelismo y la corrupción), en un claro ejemplo de “elusión constitucional”28, actuó como era de esperar: se adaptó a las nuevas circunstancias (no en balde Charles Darwin ya hablaba de la adaptación como el éxito de la evolución de las especies, y si dijo eso viendo animales y plantas en el Pacífico sur, qué no habría dicho si hubiese visto a nuestros políticos en acción). Y justo en aquello donde los políticos no podían adaptarse, recurrieron a otros recursos, uno de ellos modificar las normas (constitucionales en este caso), lo que dejó en claro que en Colombia el valor político del Estado de Derecho no es tan alto como para impedir al establecimiento modificar el Derecho a su antojo29. Esto significó que el terreno quedara arado para las 41 reformas constitucionales30 que el Congreso ha realizado hasta 2016 y que hacen que nuestra actual Constitución sea una colcha de retazos diferenciada en buena medida por algunas de esas reformas de la colcha original31.
Aquí paso al cuarto punto: el sistema político tradicional32, comúnmente denominado por la literatura especializada como el establecimiento, hábil como el que más, entendió la importancia de lo que los juristas neoconstitucionalistas han minusvalorado: la significancia sistémica de la parte orgánica de la Constitución. Por tanto embelesamiento con la parte dogmática (que tiene, claro está, un alto valor), a la cultura constitucionalista se le olvidó (¿ingenuamente?) dónde y cómo juega el poder33; por este motivo Otto Morales llamó a la Constitución como un “embeleco jurídico”34. Así, mediante las reformas constitucionales, enfocadas casi todas en la parte orgánica, el establecimiento ha logrado crear un híbrido constitucional difícilmente clasificable pero que, con el paso de los días y guardando las debidas proporciones, nos recuerda más al tradicional modelo constitucional colombiano (presidencialismo excesivo y centralismo, fundamentalmente) que el idealmente planteado en 1991. Solo tres ejemplos, ya analizados en otros momentos, me permiten dar cuenta de este punto: a) las reformas sobre el sistema electoral de los partidos políticos con miras a devolverle al Congreso, infructuosamente, la confianza inicial que fue perdiendo con los años35; b) las reformas para evitar el empoderamiento de la entidades territoriales y la concentración del poder36; y c) la reelección presidencial que resquebrajó el sistema de pesos y contrapesos diseñado para presidentes de cuatro años37. Obviamente, las reformas no han cambiado por completo el espíritu constitucional. Además, como ya dije, no todas las reformas tienen el mismo impacto en la estructura constitucional ni en la cultura política. Sin embargo, entendiendo que la Constitución no es una sumatoria de artículos, sino un sistema normativo38, hay que entender que la modificación de algunos elementos cambia las relaciones internas del sistema y, de esta misma forma, la manera en que el sistema de desenvuelve en el contexto social y político.
Dicho con otras palabras, el establecimiento ha entendido mejor que muchos que para continuar no requería derogar una Constitución que había logrado muchos afectos en tan poco tiempo, por tanto, para continuar a pesar del cambio, era preciso jugar donde el oponente es débil. Bastaba jugar donde el establecimiento sabe que se abandonó la defensa: la parte orgánica de la Constitución. ¿Para qué reformar la parte dogmática si es fácil dejarla sin eficacia solo modificando ciertos aspectos de la orgánica? Y, siendo sinceros, no han tocado la Corte Constitucional porque saben que si lo hicieran su juego se perdería pues esta institución es una de las más apreciadas por la cultura colombiana. Como dije, el régimen político -el establecimiento- ha comprendido que para evitar vientos peligrosamente reformadores provenientes de la Corte Constitucional no se requiere eliminarla. Para eso hay otro juego que el establecimiento ya sabe jugar: la cooptación (lo que, una vez efectuado, le granjearía amigos al establecimiento mismo, pues succionaría la buena imagen de ese Tribunal). Pero sobre esto veremos más adelante.
Así las cosas, estos cuatro aspectos, más otros que no mencioné por ser breves, explican en una u otra medida el rechazo, en algunos, o la desconfianza, en otros, ante lo que ahora se suele llamar ligeramente como la Constitución de 1991. Entonces, el panorama es gris y complejo. Esto es, la realidad (en este caso, la historia de la Constitución colombiana de 1991) siempre es más compleja de lo que los sistemas de lectura ofrezcan.
III. PERO NO TODO ES MALO... ¿EL ACTIVISMO JUDICIAL?
A pesar de todo lo señalado, incluso los más enérgicos escépticos de la Constitución de 1991, tendrán que reconocer que esta ha cambiado en mucho las reglas del juego político (a tal punto que ha obligado a nuestro sistema clientelista a adaptarse) y ha reestructurado la relación del Estado con el ciudadano, entre muchos otros cambios más visibles. En buena medida, los cambios han sido de tal magnitud que bien podría seguir prosperando una visión optimista de la Constitución, a pesar de su progresivo decoloramiento y su continua reforma por parte del establecimiento39.
Dentro de la complejidad del objeto al que dirijo la mirada, está que es innegable que el discurso de los derechos humanos ha logrado desplazar en mucho el viejo discurso de la razón de Estado, esto es, que el Estado colombiano, que antes se ufanaba de irresponsabilidad jurídica y política, en la actualidad ha cedido en mucho su hegemonía gracias a la presión judicial auspiciada por la Constitución (verbigracia, el “estado de cosas inconstitucional” en temas sensibles de violación sistemática de los derechos humanos40). Es evidente, pienso, que la Constitución sí ha logrado cambios importantes en las relaciones políticas y ha introducido nuevas dinámicas en la forma de comprender el derecho, que sigue animando a muchos a exagerar en los aplausos y que desaniman a otros, radicales o nostálgicos, al punto de incentivar un rechazo profundo. Pero no caigamos en los extremos.
Quiero llamar la atención sobre que, incluso en los cambios positivos que la Constitución ha traído (desde el lente del progresismo), la corrupción vuelve a dar lecciones de adaptabilidad. Podría creerse que el empoderamiento de los jueces lograría quebrar el establecimiento clientelista y corrupto que subsiste en el régimen político colombiano. Esto no es tan cierto como parece a simple vista. Veamos un caso: el aumento del poder del juez -en vez de rechazar la corrupción- la atrae pero adaptada; a la vez que este empoderamiento trae aparejados ciertos riesgos como la inoperancia del sistema judicial, de un lado, y del modelo constitucional liberal y progresista, del otro. No quiero centrarme en el primer asunto, esto es, cómo la Rama se ha politizado pues de eso ya se habla mucho41; sino más bien en lo segundo.
Al respecto, hay que empezar reconociendo que el activismo judicial ha ayudado, hasta el momento, a la consolidación de la democracia colombiana (i) al proteger a las minorías ante mayorías que, históricamente, han sido abusadoras, y (ii) al revolucionar el derecho ante el déficit legislativo colombiano fruto de un Congreso más o menos inoperante42. Pero este activismo tiene varios riesgos.
El primero (de los riesgos) es la debilidad intrínseca de la justicia constitucional para sostener un proyecto de transformación de gran envergadura. La jurisprudencia constitucional puede abrir escenarios para la democratización y el respeto de los derechos, pero parece impensable una garantía amplia y efectiva de los derechos sin una transformación profunda de las instituciones democráticas de tal modo que en estas se encuentren efectivamente representados los intereses de quienes han sido históricamente excluidos de los beneficios económicos y de las instancias políticas. El segundo riesgo se deriva del hecho de que así como la justicia constitucional puede jugar un papel importante en la preservación o la ampliación de la democracia, tal como lo demuestra el caso colombiano, una democracia vigorosa también es necesaria para contener los potenciales desmanes de una justicia constitucional robustecida43.
Pondré lo anterior en una situación concreta: dejar que sean los jueces quienes asuman por sí solos, vía acción de tutela, por ejemplo, los problemas angulares de los colombianos, como la salud o las pensiones por mencionar dos casos, le granjeará amigos a la Rama judicial a corto plazo, pero esto es insostenible económica y políticamente con el paso del tiempo y trae riesgos tremendos para el sistema democrático: i) dado que los jueces no tienen el control de la economía y de la política, sus decisiones, miradas en conjunto, que tienen una fuerte incidencia económica y política, pueden generar una crisis de la que el establecimiento pretenderá salir indemne alegando que fueron los jueces los culpables de la misma por su actitud manirrota con los derechos44; ii) que los jueces, al asumir esta nueva función, aumentarán su carga de trabajo lo que producirá congestión y mora judicial45, la cual terminará por minar la credibilidad de la propia Rama judicial ante el ciudadano; iii) que la solicitud al juez para que este solucione los problemas angulares de los colombianos, con el tiempo, terminará siendo un trámite más en la solicitud de un derecho (ya la tutela parece ser un requisito sine qua non de la atención en salud para ciertos sectores sociales), es decir, en vez de ser una solución excepcional ha pasado a ser un formalismo más46. Ya la tutela, por seguir con este ejemplo, no amedrenta al establecimiento, tampoco el desacato... la tutela se va erosionando por su uso indiscriminado y por la renuencia del régimen a cambiar sus dinámicas47. ¿Y quién saldrá juzgado negativamente cuando este modelo judicialista no dé más? El juez. El establecimiento fácilmente saldrá en limpio y, ante el fracaso, podría reclamar un nuevo modelo constitucional que deseche, con su magistral jugada, lo bueno que hasta ahora se ha ganado. Entonces, no seamos tan rápidos en aplaudir el excesivo protagonismo judicial. no sin antes analizar sistémicamente sus implicaciones.
IV. YERROS, VACÍOS Y ANTINOMIAS EN LA CONSTITUCIÓN
Y aquí voy llegando a otro aspecto que no quiero dejar pasar: la Constitución de 1991, como anhelo humano y, por ende, como realidad perfectible, está plagada de yerros, vacíos y antinomias. Pero quisiera detenerme en tres de estos aspectos, sin negar que haya muchos otros ni afirmar que los que ahora mencionaré sean los más importantes.
El primer error de la constituyente de 1991 fue permitirle al Congreso (vía acto legislativo) la posibilidad de reformar la Constitución, sin más control que uno por vicios de procedimiento que puede hacer la Corte Constitucional48. ¿Por qué la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 delegó en el Legislativo tal poder? Porque creyó, de buena fe, que el cambio constitucional llevaría, por sí mismo, a una reestructuración de la clase política y, de tal manera, el Congreso, al estar integrado por gente nueva y con ideas diferentes, sería sabio y justo. Entonces, si podemos confiar en el Congreso, ¿para qué limitarlo? Justo esta fue la misma lógica del positivismo ideológico, si seguimos la famosa clasificación de Norberto Bobbio49, y de los modelos recalcitrantemente legicentristas del siglo XIX, que consideraron que podía confiarse en las normas del legislador pues este estaría integrado por hombres sabios y justos, por lo que se autorregularían50. Pero si la experiencia ya nos había enseñado que no podemos pensar así frente al legislador, ¿por qué elevarlo al rango de poder constituyente derivado sin mayores contrapesos?
En 1991 caímos, de nuevo, en aquella ingenuidad decimonónica, cosa que se evidenció casi que inmediatamente51. Y ¿cuál fue el efecto de dejar en manos del Congreso, sin mayores contrapesos, la reforma de la Constitución? La colcha de retazos de la que he venido hablando. Claro está que, como ya dije, nuestro constituyente de 1991 sí estableció un límite al poder reformador del Congreso: una revisión, exclusivamente por vicios de procedimiento, de la Corte. Se preguntará el lector que desconoce la historia constitucional por qué limitado a un análisis de vicios procedimentales o de forma: porque en el pasado, la Corte Suprema de Justicia -cuando era esta la que tenía el deber de velar por la supremacía constitucional- había declarado inconstitucionales reformas constitucionales consideradas por muchos como urgentes y necesarias52, alegando la Corte Suprema toda clase de vicios, incluso de fondo. Con ello, se sembró el manto de duda sobre cuáles fueron realmente los propósitos de ese Tribunal al impedir la transformación estatal, en especial la modificación, para muchos necesaria, de la Rama Judicial53. Pero si se mira bien, el límite establecido por la Constitución de 1991 a la reforma constitucional del Congreso, realmente no era para evitar tanto un desafuero del legislativo como sí de la Corte, pues el mandato para el legislador era obvio (no hacer reformas por fuera del procedimiento) pero el de la Corte era significativo: no juzgar el contenido de lo aprobado por el Legislador cuando este modifique la Constitución.
Sin embargo, la Corte, alegando que prevalecía su deber de velar por la Constitución y considerando que la competencia de reforma por parte del Congreso es limitada (denominado como juicio de sustitución constitucional54), interpretó de manera amplia el mandato constitucional y se atribuyó la capacidad de determinar ciertos contenidos de la Constitución que no pueden ser reformados por el constituyente derivado vía acto legislativo. La Corte Constitucional, fundada en el criterio de la sustitución constitucional, declaró (mediante las sentencias C-285-16 y C-373-1655) inconstitucional una reforma a la Rama Judicial aprobada por el Congreso56, mediante la cual (i) se pretendía eliminar el Consejo Superior de la Judicatura, organismo ampliamente criticado y desprestigiado, y reemplazarlo por un Consejo de Gobierno Judicial57; y (ii) se instauraba una “Comisión Nacional de Aforados” para investigar y juzgar de mejor manera a como hoy sucede a los altos dignatarios del Estado, entre ellos a los miembros de las Altas Cortes. Así, vuelven a aparecer los fantasmas del pasado58.
Esto, sumado al empoderamiento que la Constitución de 1991 le dio a la Corte Constitucional, nos metió en otro problema, que sería una segunda omisión constitucional: ¿cómo evitar un autogolpe de Estado provocado desde la Corte Constitucional? Me explico. La Corte Constitucional tiene tanto poder que, si lo desea, puede bloquear al Estado mismo y hacer explotar el actual sistema político-jurídico colombiano. Basta con que 5 de los 9 magistrados se pongan de acuerdo o que sean cooptados por una entidad o una persona para que el Estado termine siendo, en la práctica, reflejo de los deseos de la Corte o de quien logre cooptarlos. Incluso, cooptar la totalidad de los miembros daría una impresión negativa para el establecimiento: mejor dejar una disidencia minoritaria para gozar así de una falsa imagen de democracia.
Claro está que lo anterior es un riesgo de cualquier órgano límite: el que fuese. Entonces, la solución no puede ser crear un nuevo órgano límite que controle la Corte, pues ese órgano límite igualmente puede abusar pues nadie lo rondaría. Incluso, el tema de los límites del órgano límite no es nada nuevo: desde mucho antes, se ha señalado una serie de límites externos e internos al poder de los tribunales constitucionales. El más importante de los límites externos sería la argumentación59 (el deber de argumentar las decisiones, en especial cuando aluden a los principios constitucionales, sería un control de la actividad judicial) y entre los internos está el deber de seguir las líneas jurisprudenciales de la propia Corte (que pueden ser modificadas pero por mayorías calificadas). ¿Pero son estos controles suficientes para evitar un abuso que pusiese en jaque al Estado mismo? Claro que no60.
Otros autores, por ejemplo, consideran necesario volver a la distinción dentro de la Constitución entre lo jurídico (normas jurídicas tipo reglas y principios), lo político (directrices) y lo axiológico (valores). La actividad política de la Corte Constitucional se podría limitar, como lo propone, verbigracia: Sergio Estrada-Vélez, Filosofía del derecho y neoconstitucionalismo, en Filosofía del derecho, capítulo XI, 511-574 (Andrés Botero-Bernal, coord., Universidad de Medellín, Medellín, 2012).
Alguien podría pensar, sin embargo, que sí hay una posibilidad: si la Corte emite un fallo abiertamente inconstitucional, estaría la posibilidad de que se reforme la Constitución para anular, en la práctica, la decisión judicial de la Corte. Pero esto no es tan cierto, en la medida en que nuestra Constitución establece que cualquier reforma constitucional, la que fuese, podría pasar por control de la misma Corte. Además, como ya dije, la Corte colombiana amplió los criterios de revisión procedimental, siendo uno de ellos la teoría de la sustitución constitucional, mediante la cual el poder constituyente derivado (el Congreso) se entiende como no-competente para reformar temas esenciales de la Constitución, todo según criterio, obviamente, de la Corte misma, pero en la práctica, de lo que cinco magistrados consideren al conformar la mayoría decisoria. Y esto, digámoslo claro, puede ser tan peligroso como haber dejado en el Congreso, primer órgano de expresión del establecimiento, la capacidad de reforma constitucional.
Ya podemos entender por qué nuestro régimen político, al ver tanto poder en un órgano, entendió que no podía enfrentársele. ¿Para qué modificar la Carta eliminando este órgano? El peligro del juego perverso del sistema político tradicional, en este caso, no es la reforma constitucional, sino la cooptación61; es decir, interferir en el sistema de selección de aspirantes y de elección de magistrados, para garantizar, por lo menos, la mayoría de sus miembros (5), cosa que es fácil dado el sistema para elegir a los nueve (9) miembros de ese Alto Tribunal62.
Pero como lo he venido diciendo, esto es más complejo en la realidad que en los sistemas de lectura. Resulta que, gracias al poder que la Corte se dio a sí misma de limitar los procesos de reforma constitucional del Congreso, se salvó en un momento dado la débil democracia colombiana (me refiero al momento en que el uribato63 pretendió reformar la Constitución para permitir un tercer mandato presidencial y la Corte echó atrás tal intento64). Además, si el derecho ha respondido a problemas sociales y ha logrado volver a emocionar a la ciudadanía tradicionalmente excluida ha sido gracias al poder creador de la Corte Constitucional que ha logrado irradiar en esta nueva dinámica de renovación hasta la propia Rama Legislativa65. Sin embargo, nada garantiza que tanto poder siempre sea usado para lo que yo podría considerar como loable. Bien podría ser usado, más adelante, por fuerzas reaccionarias si logran apropiarse de la Corte. ¿Vale la pena tanto riesgo?66
V. ¿QUÉ HACER?
¿Qué hacer? Siguiendo la máxima que señala que ante la falta de opciones reales es preciso optar por el mal menor, por el momento, se me ocurre decir que este último sería, en el contexto de lo que se viene hablando, rodear a la Constitución de 1991, de un lado, y a la Corte Constitucional, del otro, ante los embates que han sufrido, pues para bien o para mal, la Corte ha hecho las cosas mucho mejor de lo que lo han hecho los otros poderes históricamente hablando, pero siempre con el escepticismo de que no sería raro que en un futuro la supervivencia de la institucionalidad y de la democracia tenga que pasar por enfrentarse a decisiones de una Corte Constitucional que, si nos descuidamos, podría terminar siendo algo así como un “Consejo Guardián” del establecimiento67.
Creo que lo peor que podemos hacer es llenarnos de ingenuidad. El constitucionalismo sano es aquel que al momento de la arquitectura de una Constitución68 o al construir dogmática constitucional, trabaja con la presunción de la mala fe frente al poder. Por eso, un buen constituyente-constitucionalista sería aquel que, al momento de debatir un texto constitucional, se pregunta hipotéticamente ¿qué pasaría si esta entidad pública se corrompe?, ¿cómo afrontar jurídicamente una situación provocada por la desidia de tal o cual órgano si se niega a cumplir su mandato constitucional?, ¿cómo volver a encauzar la situación en el cauce constitucional si tal o cual Rama se desborda?69 Si la historia diese lecciones -y sí las da-, ya deberíamos haber tenido por superada la confianza en el poder y la clase política.
No obstante, el otro extremo igualmente sería perverso: el nihilismo. Este sí que sería el fin de la democracia, como anhelo y como realidad. En este sentido, el discurso de enfrentar al nihilismo hecho por la filosofía neonietzscheana del siglo XX no es para implementar una vida pasiva en el dolor y la depresión, sino para asumir un existencialismo activo capaz de retomar nuestro destino.
En este aniversario, convocar a una fe ciega sobre la Constitución es un acto tan ingenuo como el de llamar a su destrucción, que sería la fuerza del nihilismo supresor de la vida misma. Esta es la primera consecuencia lógica de aceptar que nuestra Constitución, como ninguna otra, no es ni puede ser perfecta. No dejemos que la Constitución sea atrapada por un deseo infinito, pues de serlo, la depresión, al no realizarse lo querido, estaría a la vuelta de la esquina. Quedan pues abiertas las puertas intermedias como posible salida a la crisis, para retomar la prédica aristotélica de buscar en el medio, y no en los extremos, la respuesta justa a nuestros problemas.
En esta línea, algunos consideran que el justo medio sería la democracia deliberativa, la cual pondría coto a los riesgos del Estado autoritario y de la democracia judicial-constitucionalista70. Pero el miedo a que la democracia deliberativa, en la práctica, termine en el populismo o en el régimen plebiscitario71 o democracia delegativa72, aunque sean profundamente dispares unos de otros teóricamente, es lo que hace que no todos estén tan convencidos de un planteamiento político que se muestra sólido en su formulación. Si bien la solidez teórica no implica, necesariamente, que en la realidad el modelo funcione tal cual se creyó; tampoco es menos cierto que una práctica imperfecta de un modelo no significa un error de la teoría.
Solo podría decir, por el momento, que además de las puertas intermedias que hay que debatir, la condición sine qua non de una buena práctica político-constitucional está en ser vigilantes -mirar hacia todos los lados- del desenvolvimiento político y constitucional del país. La actitud acechante, vigilante e iluminadora es un buen instrumento de cordura en épocas de oscuridad y terquedad.