Introducción
Antes del Concilio Vaticano II, e incluso antes de Medellín, no hubo cristología latinoamericana propiamente1, pero sí hubo cristología en América Latina, a saber, la cristología europea que se enseñaba en los seminarios. Medellín, sin embargo, marcará un antes y un después. A partir de entonces no solo se publicaron una innumerable cantidad de textos sobre Jesucristo, sino que, además, muchos de estos fueron escritos en un registro teológico completamente nuevo2.
La presente investigación ha tenido por objeto conocer esta trayectoria. No existen publicaciones al respecto. Como resultado puede observarse una mutación muy grande. La II Conferencia general del Episcopado latinoamericano hace las veces de visagra. La crítica a su cristología se concentró en un supuesto olvido o incorrecta interpretación de la cruz de Cristo3. Los objetores de Medellín, sin embargo, no advirtieron que a este respecto estaba en curso un enorme cambio de paradigma que, en pocas palabras, consistía en historizar los contenidos y la forma del pensar teológico. Desde que los teólogos latinoamericanos pusieron sus ojos en los crucificados del presente redescubrieron la historia y la historicidad de Jesús, y llegaron a responder la pregunta del Cur Deus homo -si es posible formularlo así- en términos de liberación para los oprimidos antes que de redención del pecado mediante el sacrificio de la cruz.
Esta trayectoria latinoamericana de la cristología debe, a la vez, considerarse expresión de un giro mayor en el itinerario de la teología occidental. Esta, recién en el siglo XX ha devenido una teología que asume la historicidad del ser humano4. Este cambio, en cuanto a la concepción de Cristo, se ha traducido en un tránsito «milenario» de una cristología de talante metafísico y sacrificialista, a una cristología consciente de la relatividad histórica de Cristo y propulsora de un seguimiento de Cristo liberador de los pobres.
Este artículo se divide en tres partes: en la primera se recoge la crítica que Eduardo Briancesco hace a la cristología de Medellín5. Me ha parecido interesante detenerse en ella porque constituye un punto de observación del cambio cristológico señalado. Briancesco arremete contra el déficit de un documento que, según él, traiciona la esencia del cristianismo, esto es, la redención de los pecados por la cruz. En la segunda parte, esbozo la estructura y los contenidos fundamentales del tratado preconciliar De Verbo incarnato. Esta fue la cristología que estudiaron los seminaristas latinoamericanos, cristología europea e inconsciente de la importancia de la correspondencia de la teología con los contextos históricos. Por último, en la tercera parte, doy cuenta de la comprensión del tema de la cruz en dos de los autores que más se ocupan de él: Leonardo Boff y Jon Sobrino. A este propósito me sirvo del trabajo doctoral de Sinivaldo Tavares. El lector advertirá que estas tres partes son tres entradas heterogéneas a la materia. No ha sido posible evitarlo, pues se trata de textos de diversa naturaleza. Lo esencial será observar la mutación de la cristología que tuvo lugar aquellos años en un punto clave.
1. Crítica de Briancesco a Medellín
1.1 «Dominio de la teoría por la praxis»
Eduardo Briancesco hace una dura crítica a los documentos de Medellín6. No conozco otra crítica más importante que esta. La II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano habría subordinado la doctrina a la praxis. En su afán por hacerse cargo de la realidad latinoamericana, los obispos en Medellín no habrían hecho propiamente un discernimiento de los signos de los tiempos, sino que llamaron a sumarse a cambios liberacionistas en curso como si estos fueran de suyo actos de evangelización.
Briancesco establece una analogía con lo que hicieron los concilios de Trento y Vaticano I7. Estos habrían realizado una asimilación indebida de verdad objetiva y praxis. En ambos casos primó la doctrina sobre la praxis en perjuicio de la subjetividad de los cristianos. En Medellín también se dio una subordinación de una a otra, pero de signo contrario. En su caso se lo hizo con menoscabo de la doctrina8.
En el Vaticano II, en cambio, no se habría dado esta identificación indebida de doctrina y praxis. En el Concilio «tenemos una norma de evangelización teórico-práctica, consistente en una actitud de apertura leal hacia el mundo en el que, tanto en doctrina como en gestos concretos, el hombre debe reconocer los “signos de los tiempos” (el modo como Dios habla por el mundo de hoy), discernidos e integrados en la corriente vital de la Tradición eclesial plurisecular»9.
Contra todas las apariencias, según Briancesco, Medellín no siguió al Vaticano II. Incurrió en una grave laxitud doctrinal. En su caso, «la identificación abusiva de teoría y práctica se cristaliza en el dominio de la teoría por la praxis»10. En Medellín la Iglesia latinoamericana no fue invitada a discernir las grandes aspiraciones de la humanidad, sino más bien a sumarse a decisiones, opciones y acciones políticas ya tomadas11. Briancesco hace ver que una serie de textos denotan una “visión unitaria de tipo monista”12 entre progreso y cristianismo. En estos «en ningún momento parece percibirse la necesidad de una ruptura, de una violencia, de una heterogeneidad, de una novedad radical de valores, al ir pasando de unos elementos a los otros, de una etapa a la otra. La marcha progresiva hacia la promoción integral parece así coincidir o desembocar ineluctablemente en la plena redención»13.
En suma, para este autor los textos de Medellín se han prestado para un uso ideológico del cristianismo14.
1.2 Lagunas de Medellín
Para Briancesco los textos de Medellín adolecen de lagunas teológicas. Dos de ellas son graves. Una se refiere al pecado y otra a Cristo. Medellín «parece ignorar lo esencial del misterio cristiano del pecado»16, con lo cual menoscaba la comprensión de la obra redentora de Cristo. El motivo de la encarnación sería para la II Conferencia la necesidad de «liberarnos de los efectos del pecado y no del pecado mismo»15, esto es, de liberarnos de las desgracias (malum paenae) que sufren los seres humanos y no de su causa (malum culpae). Con lo cual los medios que se empleen para superar las situaciones infrahumanas que afectan a los latinoamericanos, y toda la retórica con que se lo explica, no llevan sino a lamentables confusiones17. Estas situaciones de miseria humana, desde el punto de vista teológico, no justifican el recurso a cualquier medio de solución. Briancesco no descarta que se usen medios humanos para resolver problemas humanos, pero echa en falta que Medellín no relacione este plano con el plano de la redención. A propósito de la liturgia, por ejemplo, lamenta que esta sea enfocada a la gloria del ser humano, a la realización de la humanidad, sin relacionarse esta gloria con la gloria de Dios18.
El teólogo argentino critica que esta óptica del mero «servicio» al ser humano, visión supuestamente pastoral, sea presentada como realista siendo que, desde un punto de vista teológico, ella es abstracta. Lo concreto, en verdad, es la perfección que un ser humano puede alcanzar por los valores que cultiva. En el cristianismo esto se cumple en el plano religioso. Los cristianos se realizan a través de la caridad de Cristo. «La misión de Cristo está ordenada esencialmente a hacernos vivir en y por la caridad (que sana radicalmente la persona en su dimensión espiritual) y, solo en un segundo momento y en dependencia del primero, nos libera sucesivamente, de manera misteriosa y en última instancia sacándonos fuera de la historia, de todas las miserias que nos trajo el pecado”19.
Este último asunto tiene importancia porque no puede decirse que Briancesco dé la espalda a la miseria de América Latina de los años sesenta. Para el teólogo sudamericano, al sostener que «el cristianismo» consiste en «la liberación del hombre caído por medio del dolor», incluye sus desgracias, las penas por sus pecados, todo esto por un amor de Cristo capaz no solo de restaurar el orden de la creación, sino también de llevar a esta a un nuevo orden escatológico. En otro artículo sobre San Anselmo -autor en quien se basa y que conoce muy bien- sostiene que para este maestro de la teología la misericordia de Dios, inscrita en las relaciones intratrinitarias, quiere y puede la «exaltación de la naturaleza humana»20 y no solo el perdón de los pecados. Aún más, esta exaltación del ser humano en virtud de la redención «alcanza un nivel muy superior al que tendría si no hubiera sido redimida del pecado»21. La redención, para Anselmo, en la interpretación de Briancesco desborda con creces las «demandas de la satisfacción»; puesto que depende de la Encarnación del hombre- Dios supera con mucho al Adán pecador22.
Briancesco, en suma, no puede aceptar que, en nombre de la fe cristiana, se identifique sin más la salvación con el progreso. Este no lleva de suyo a la unión o encuentro con Dios. Tampoco puede pensarse que deba pasarse por él para llegar a amar verdaderamente a Dios. La praxis cristiana no puede identificarse tal cual con la acción humana en favor de la liberación temporal.
Para Briancesco esta laguna antropológica está estrechamente relacionada con una laguna acerca de la cruz de Cristo. El concepto de liberación de Medellín lleva a olvidar que para el cristianismo la cruz y el pecado son verdades esenciales. Estas verdades están estrechamente vinculadas. Las confusiones a las que se hace referencia más arriba tienen que ver con una ausencia de la Cruz prácticamente total en el documento, ausencia equivalente a la del pecado. «La inteligencia, correcta o defectuosa del pecado, repercute, por cierto, en la de la Cruz, y recíprocamente»23. Los textos relativos a este y a aquel, según este autor, son pocos, generales y vagos. Esto es especialmente grave a propósito de la cruz:
Porque -¡en fin!- ¿qué otra cosa es el cristianismo sino la liberación del hombre caído por medio del dolor, asumiendo toda su situación de desgracias, su pena del pecado (y también la del ajeno, como hizo Jesús), no ciertamente por afán masoquista sino como testimonio de un amor que reestructura el desorden propio y ajeno (¡el del pecado mismo!), y crea así las condiciones para la eclosión auténtica de un «orden» nuevo, escatológico, que el Señor traerá cómo y cuándo le plazca?24
La omisión de la importancia de la cruz en los documentos de Medellín es, para Briancesco, especialmente grave25. Para este autor Medellín no olvida la centralidad de la Encarnación, pero entiende esta solo al servicio de la plenitud del ser humano sea como desarrollo sea como integración, es decir, como liberación «de todas las opresiones terrenas»26. En otras palabras: «el valor de la obra de Cristo es considerado esencialmente en función del servicio que rinde al hombre»27, y nada más. Continúa: «Nada extraño es pues que se hable de la Pascua como del triunfo de Cristo y de la esperanza de los hombres, pero ignorando radicalmente, como hemos indicado, el valor y sentido profundo de la Cruz, en la obra redentora de Cristo y en la participación a ella de toda vida cristiana»28.
En suma, para Briancesco la propuesta evangelizadora de Medellín es laxa. Reduce la salvación a la liberación y al desarrollo29. Según el teólogo argentino, ella no es fiel al planteamiento mucho más complejo de Gaudium et spes 22 a propósito de la concepción de la salvación del ser humano en virtud de la obra de Cristo30.
A mi juicio, la crítica de Briancesco ha de tomársela en serio. Pero lo que este autor no parece advertir es el enorme cambio de paradigma en curso en Medellín. Por cierto, la Conferencia no pretendió ofrecer una cristología. Sus asertos cristológicos deben valorarse en relación a una propuesta pastoral que pretendía responder a un contexto histórico dramático. El Cristo de Medellín es el «Señor de la historia», quien da unidad y sentido escatológico a la existencia de los seres humanos y, en particular, a los pobres31. Es también un «Cristo liberador», aunque la expresión no existe en el texto. Es cierto que, como señala Briancesco, libera de los efectos del pecado. Pero, aunque Medellín, en el documento sobre Paz, no pone el énfasis en el pecado de la humanidad en general, sí lo hace en cuanto a una «situación de pecado»32 es decir, una realidad o una estructura pecaminosa que no puede continuar. En el documento sobre Justicia afirma: «es el mismo Dios quien, en la plenitud de los tiempos, envía a su hijo para que hecho carne, venga a liberar a todos los hombres de todas las esclavitudes a las que los tiene sujetos el pecado, la ignorancia, el hombre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano»33.
Recoger la crítica de Briancesco a Medellín es útil para advertir el punto de inflexión a la cristología latinoamericana. Si comparamos la cristología de los manuales preconciliares con la cristología de la liberación postconciliar, lo cual haremos a continuación, es posible apreciar que la salvación en un mundo que toma conciencia de su historicidad se ha vuelto ininteligible o alienante si no se verifica, en primer lugar, como vida en plenitud para aquellos a los cuales la vida les es menoscaba injustamente. Esto, como es de ver, no niega que la liberación socio-cultural radique en la redención del pecado de la humanidad, pero la historiza, la hace real y creíble.
2. La Cristología de los manuales preconciliares
En esta sección de esta investigación tendré en cuenta una de las vertientes cristológicas preconciliares, a saber, la de los manuales destinados a la formación de los futuros sacerdotes. Debo decir que ha sido prácticamente imposible hallar las dispensas o apuntes que los profesores usaban para impartir sus cursos en las distintas escuelas y facultades de América Latina. En su defecto, la investigación ha debido considerar los manuales, principalmente europeos, que los enseñantes usaron para impartir sus cursos. Estos llevaron por título De Verbo incarnato. En adelante espero ofrecer una idea de su contenido, señalando también sus límites en relación a la cristología que se desarrolló en el postconcilio.
No me ocuparé aquí de una sección cristológica de la Theologia fundamentalis a menudo breve titulada Christo Legato divino34. Tampoco tomaré en cuenta una serie de obras de cristología que también pudieron nutrir a los seminaristas antes del Concilio35. En estas se anticipa la cristología que predominará después del Vaticano II y que, directa o indirectamente, anticipa la concepción de Cristo del Concilio. Se trata de autores cuyo planteamiento cristológico tiene un talante marcadamente espiritual y dinámico. Explico esta exclusión por dos razones. La indagación en estas obras habría requerido de un tiempo mucho mayor del que dispongo. Por tanto, este trabajo quedará pendiente. Lo que en esta oportunidad más me ha interesado, y esta es la segunda razón, es mostrar la enorme diferencia que se da en el paso de la cristología preconciliar a la desarrollada en Latinoamérica después del Vaticano II.
A propósito del asunto que en este artículo me ocupa, el planteamiento de Briancesco es afín al de los manuales preconciliares, especialmente a aquellos que mejor interpretan a San Anselmo. El teólogo argentino y los manuales pertenecen a un mismo mundo teológico. En estos la cristología, por una parte, se orienta a una soteriología centrada en la redención de los pecados y, por otra, no reconoce a la historia como fuente particular de conocimiento de Dios; asunto que, por cierto, no termina de ser aclarado en la teología contemporánea36
A lo más puede decirse que en esta cristología prima una idea de la historia abstracta, distinta de la que predomina en la cultura actual. La cristología de la liberación, en cambio, lo veremos luego, se funda en el acontecimiento histórico de Jesús, registra su historia en el presente a modo de seguimiento de Cristo y de este, y no solo de la tradición, pretende obtener un nuevo conocimiento de Dios.
Tras la revisión de una serie de manuales he llegado a conclusiones de índole provisional y general37. Entre los manuales los hay mayores y menores. Y, por supuesto, algunas obras cristológicas que rompen la regla38.
2.1 La salvación entendida como satisfacción
Si alguien ha podido pensar que en la teología occidental se dio una separación entre cristología y soteriología39, esta tesis debiera ser revisada. Este puede ser un resultado, pero no constituye su propósito original.
El dinamismo interior del tratado de De Verbo incarnado es soteriológico. En él todo se ordena a la salvación del ser humano. El problema -lo hará patente la teología histórica que supera la escolástica-, es que «lo salvado» por De Verbo incarnato no tiene verdadera cuenta del Verbo que asume al ser humano en su radical historicidad. Al tratado no le interesa la historia ni toma verdaderamente en serio que el Hijo de Dios haya podido tener una auténtica subjetividad y espiritualidad humana y que, por ende, haya podido hacer propia radicalmente la historicidad de los seres humanos. En este sentido la teología tradicional no separó cristología y soteriología, sino que concibió ambos aspectos con un nivel de abstracción tal que, con el correr de los siglos, el mediador de la salvación se ha vuelto culturalmente cada vez más insignificante para la espiritualidad, la moral y la transformación de la historia.
De entrada, los manuales se ocupan de la identidad metafísica de Jesús. Su preocupación central es probar la divinidad de Jesús, la humanidad de Jesús y explicar cómo tiene lugar la unión hipostática (y, a veces, sus consecuencias en la ciencia y la santidad de Cristo). Esta estructura en tres tiempos se repite tal cual prácticamente en todas las obras40. En algunas ocasiones, aunque no al margen de este planteamiento, los manuales dicen algo sobre otros temas como la resurrección, la exaltación, el descenso de Cristo a los infiernos, los milagros como prueba de su divinidad, el reinado universal del Cristo cabeza de la creación y de la Iglesia, el Cuerpo místico de Cristo, la devoción de Sagrado Corazón, para concluir muy a menudo con una sección amplia dedicada a María (que, a veces, incluye el culto de los santos).
En todos ellos prima una comprensión filosófica sustancialista de Cristo. Comparten la preocupación por dar razón de la unión de las naturalezas divina y humana en la persona del Hijo. Los autores de los tratados se abocan a explicar las tesis fundamentales, probándolas con argumentos hallados en las Escrituras, en los grandes concilios (Éfeso, Calcedonia, Constantinopla II y III), en los Padres, en el magisterio papal y en teólogos de indiscutible autoridad como, sobre todo, Santo Tomás.
Pues bien, habiendo probado aquellos tres asuntos, De Verbo incarnato se aboca a explicar la redención como satisfacción. Esta categoría anselmiana es por excelencia el concepto con que el tratado entiende la salvación. Desde ya, en consecuencia, hacemos notar el estrechamiento de la comprensión de la salvación cristiana. La soteriología cristiana es mucho más amplia41. La categoría soteriológica de satisfacción fue excogitada por Anselmo en su obra Cur Deus homo en un momento histórico muy determinado. Su mérito ha sido inculturar la redención en clave germánica y feudal42. Pero un tratado como el De Verbo incarnato que haya reducido la salvación de Cristo a esta categoría, por cierto no bíblica, con olvido de otras que sí lo son, como por ejemplo, la iluminación, la redención, la liberación, la divinización, la justificación, el sacrificio, la expiación o propiciación y la reconciliación43, ha empobrecido, en definitiva, la riqueza soteriológica del mismo cristianismo.
Los manuales examinados, casi sin excepción, independientemente que mencionen a Anselmo, procuran en definitiva sacar las consecuencias de la respuesta a la pregunta del santo de Canterbury Cur Deus homo. La triple preocupación del tratado mencionada más arriba acerca de la identidad divina-humana del Hijo funge de condición de posibilidad de un mediador que satisfaga en la cruz por los pecados de la humanidad. Este, sin embargo, según el mismo Sesboüé, no fue el planteamiento soteriológico del primer milenio en el cual todo el acento estuvo puesto en la gratuidad de la salvación. Más que la acción meritoria del hombre Jesús en favor de la salvación, el acento su puso en la acción liberadora gratuita de Dios y concesión de la vida divina en virtud de Cristo. Desde Anselmo y a lo largo del segundo milenio, sin embargo, la perspectiva se invirtió. La cristología, en adelante, en vez de relevar lo que Dios hace por la salvación del ser humano subrayó la importancia de lo que el hombre, Cristo, hizo por ella al ser sacrificado en la cruz44. En favor de Anselmo debe decirse que en su caso aún la justicia de Dios pudo considerarse una dimensión de su misericordia. La teología siguiente, en cambio, rompió este equilibrio. En ella el amor y la misericordia de Dios prácticamente desaparecen de los textos. En ellos todo se juega en el pago que Cristo hace a Dios por la deuda del pecado que él cancela en la cruz como sacrificio voluntario45.
Lo verdaderamente preocupante en el caso de Anselmo, sin embargo, es que en su tratado la vida de Jesús, su consagración al advenimiento del reino, sus palabras y milagros, todo aquello que causó el conflicto que en definitiva le llevó a la cruz, simplemente no aparece. Solo cuenta su cruz. Lo único importante es que el Hijo de Dios haya podido sacrificarse y ser sacrificado para satisfacer por los pecados. En los manuales, por otra parte, se acentuará la reducción de la redención a la satisfacción por los pecados. A propósito del fin de la encarnación, los autores recogerán los planteamientos de Santo Tomás, que asegura la conveniencia de esta en favor de la salvación, y la de Escoto, que, invirtiendo la perspectiva, establece que el fin primario es la gloria de Dios y, por ende, la realización de la creación. Los manuales abundan en ricas distinciones entre estos y otros autores. Sin embargo, prima en ellos la interpretación tomista de Anselmo.
Debe insistirse en lo anterior. La importancia de Anselmo en el tratado De Verbo incarnato es enorme, aunque a veces subterránea. La persona del Hijo unida hipostáticamente con la humanidad de Jesús, constituye el antecedente fundamental de un tratado, en definitiva, de soteriología. Jesús es el factor de la satisfacción debida a Dios por los pecados de la humanidad. La abstracción del planteamiento, está a la vista, es mayor. El polo integrador de esta cristología no es la soteriología del reino que Jesús anunció y que le llevó a la cruz en tiempos de Poncio Pilato.
Lo anterior explica que en los manuales la identidad fundamental de Jesús no sea la del «hijo del hombre», ni la de un profeta, ni la del mesías, ni la del hijo de David, ni siquiera, funcionalmente hablando, la del Hijo sino la del sacerdote46. De aquí que los manuales de De Verbo incarnato suelan dar enorme importancia a la eucaristía y a sus ministros. Esta conmemora de un modo incruento lo acontecido en el Calvario. Los sacerdotes, por su parte, realizan de un modo incruento el sacrificio satisfactorio. Así las cosas, De Verbo incarnato se organiza, se lo diga o no, en función de la celebración eucarística como si de esta, independientemente de la vida de un verdadero ser humano como lo fue Jesús, dependiera la redención, aparte, por lo demás, de las otras necesidades de liberación de las personas y de realización de la creación.
2.2 Comprensión ahistórica de Cristo
Una segunda conclusión respecto a los manuales, como ya ha podido decirse, es su ahistoricidad. Una cristología metafísica al servicio de una compresión especulativa de la redención terminó por ignorar la dimensión histórica del Jesús de los evangelios47. Los manuales no carecen de una noción de historia, pero esta es distinta a la que regirá las cristologías posconciliares. Su método procede por tesis que han de ser sustentadas en la tradición de la Iglesia. Los hitos históricos de los pronunciamientos dogmáticos, por ejemplo, son muy importantes para este tipo de cristología. Pero este método excluye que los “intereses” del investigador -que su propia fe o seguimiento de Cristo- puedan cualificar y direccionar su labor argumentativa. Se trata de un método pre-crítico. Por la misma razón, los manuales son a-contextuales.
El caso es que los manuales, que asumen el planteamiento anselmiano, prescinden de Jesús, el homo verus, esto es, de la predicación amorosa del reino de Dios a los pobres, los enfermos, los lunáticos, los publicanos, las prostitutas y los pecadores; el tratado De Verbo incarnato no se detiene a explicar las causas de la condena de Jesús ni describe el discernimiento que él, ante una muerte violenta inminente, tuvo que hacer ante Dios.
Este déficit del tratado clásico tiene al menos tres expresiones. Desde un punto de vista antropológico los manuales proyectan la imagen de un Jesús sin subjetividad ni espiritualidad. Parecen haber olvidado al nazareno que, entregado a la tentación en diversos momentos de su vida, tuvo que dejarse llevar por el Espíritu para hacer la voluntad de su Padre. El Espíritu es el gran ausente en De Verbo incarnato48. El Cristo, en este tratado, posee la visión beatífica. En virtud de su identidad divina, se piensa, ha debido conocer sin mayores problemas las vías del cumplimiento de su misión. A lo más los autores discuten cuánta y de qué tipo pudieron ser sus ignorancias.
Un segundo déficit es teológico en sentido estricto. Los manuales dan poca importancia al lugar que Jesús ocupa, en cuanto Hijo, en la Trinidad y en la economía. Al haber puesto el acento en la salvación como redención del pecado, De Verbo incarnato no esboza una realización escatológica de la creación y de la historia. Aún más, el tratado está muy lejos del desarrollo de una apocalíptica que ofrezca una esperanza de justicia a las víctimas de la historia.
Por último, De Verbo incarnato parece poder prescindir de la resurrección de Cristo. No faltan los manuales que incluyen una sección a su propósito. Pero esta es una especie de apéndice. Resurrección y cruz no se imbrican una a otra. La cruz basta para la redención. La satisfacción en la cruz es la respuesta lógica al deshonor del pecado del hombre contra Dios. La cruz del Hijo no es un misterio. Es el instrumento más lógico pensable para la salvación. Lo digo en términos algo categóricos: que hayan crucificado al Hijo de Dios encarnado es indispensable; que hayan asesinado a Jesús de Nazaret da prácticamente lo mismo. Por esto la resurrección, las veces que De Verbo incarnato la considera, no es la reparación de una injusticia o la respuesta al clamor de quien cree que Dios no lo ha escuchado.
Cabe preguntarse: ¿hacia dónde se inclina De Verbo incarnato? ¿Al nestorianismo o al monofisismo? Es fácil compartir la opinión de Giovanni Moioli acerca del carácter «criptomonofisita»49 de esta cristología. Pero, como el nestorianismo comparte los presupuestos filosóficos del monofisismo, también pudiera llamar la atención una especie de separación nestoriana que De Verbo incarnato hace de la vida auténticamente humana e histórica de Jesús de Nazaret. Tampoco un cierto nestorianismo articularía correctamente la verificación psicológica verdaderamente humana del Verbo divino. Solo la cristología posterior al Vaticano II ha visto la necesidad de cumplir a fondo el mandato de Calcedonia y replantear la cristología en un registro verdaderamente histórico.
A propósito del mismo concilio de Calcedonia, que solo habla de Cristo con adverbios negativos («sin mezcla ni separación»), respetando así el misterio de la manifestación de Dios en la historia, llama la atención que la cristología preconociliar no se haga cargo de los dramas y las tragedias de la historia, como sí lo hará la cristología del siglo XX. Si la manualística se enfoca en la redención de los pecados, la cristología del último siglo lo hará en la liberación de las víctimas. De aquí que para los tratados tradicionales, en realidad, Dios no es verdaderamente el misterio de los misterios. Los tratados bien parecen sistemas cerrados que no tienen cuenta de la hondura de los cuestionamientos existenciales e históricos que los seres humanos levantan contra Dios.
3. El motivo de la encarnación en la Teología de la liberación
Los teólogos de la liberación abordan el desafío de pensar la encarnación que concluye en la cruz por un interés histórico muy concreto. En adelante me baso principalmente en los desarrollos del tema de Leonardo Boff y Jon Sobrino, los cuales son muy bien reseñados en la tesis doctoral de Sinivaldo Tavares50.
Estos teólogos no son ni quieren ser neutrales al hablar de Cristo crucificado. Lo hacen por solidaridad con las víctimas del pecado, a saber, con personas y pueblos crucificados51, y con el propósito de bajarlos de la cruz que se les ha impuesto52. El punto de partida de la Teología de la liberación es «la pasión del mundo». En palabras de Leonardo Boff: «nuestro ensayo intenta ayudar a aquellos que, doloridos, buscan dar un sentido a la pasión sufriente de este mundo»53. Es así que, la «pasión de Cristo» constituye la respuesta liberadora de Dios al mundo que sufre y este mundo, por su parte, sacramentaliza a Cristo pues, al experimentar su liberación, revela que Dios no es indiferente ante el mal.
Los teólogos latinoamericanos son cuidadosos con el lenguaje de la cruz porque saben que la devoción al Cristo crucificado, cuando no libera, refuerza la opresión. Sinivaldo Tavares resume la preocupación de estos autores:
La imagen de Cristo, que desde los inicios fue impuesta e inculcada en los pueblos indígenas por los conquistadores, fue aquella de un Cristo acorde con su situación real de pueblos conquistados. Contemplando a Jesús, ellos debían, en efecto, aprender la paciencia y la resignación como valores en base a los cuales ajustar sus vidas a la situación de opresión y de miseria trágica. La religiosidad popular era expresión, a fin de cuentas, de aquel aferrarse a Cristo, a la Virgen y a los santos para encontrar en ellos, además de aquella mínima dosis de poder para suplir su situación histórica y estructural de impotencia, sobre todo una consolación a su desilusión54.
A los teólogos y teólogas de la liberación les preocupa la imagen que se tenga de Cristo y, por esta razón, emprenden una labor de ilustración basada en un retorno a los evangelios, comprendidos estos con los aportes de la crítica histórica. En ellos encontrarán al Jesús que proclamó el Reino a los pobres. Pero, tampoco la crítica histórica les es suficiente. Ya que Cristo es una realidad en el pueblo que sufre, la imagen correcta de Cristo solo puede provenir de la interrelación dialéctica y hermenéutica entre texto (de la Escritura) y contexto actual (de opresión). Por esta razón Jon Sobrino, por ejemplo, celebra como un hecho extraordinario que en el postconcilio haya surgido en América Latina la imagen de un Cristo liberador. A saber, la de un Cristo que, como Jesús, hizo suyos los sufrimientos e injusticias de su época para, en definitiva, acabar con ellos; la imagen de un Cristo que, por lo mismo, mueve a luchar contra la opresión en vez de resignarse ante ella55.
Este imperativo por liberar a los oprimidos ha llevado a los teólogos y teólogas latinoamericanos, justamente por el peligro de malentender el significado de la cruz, a rechazar las teologías sacrificialistas y los «anselmianismos»56. Jon Sobrino critica la a- historicidad de la teoría de la satisfacción de San Anselmo. Esta pretende explicar la muerte de Cristo más allá de lo que es posible, estableciendo un vínculo abstracto entre la cruz y la salvación, planteando la necesidad de reparar la «dignidad ofendida» de Dios por medio de un solo acto sacrificial, explicación que separa la crucifixión de Jesús del resto de su vida57.
Sinivaldo Tavares sintetiza esta crítica de los teólogos latinoamericanos en estos términos:
A la base de la recuperación de la cruz de Jesús en su valencia puramente histórico- política se encuentra aquella preocupación -hecha por otra parte explícita por nuestros autores- de tomar distancias de los modelos tradicionales de la redención que, a su parecer, interpretan de un modo a-histórico los eventos y las decisiones humanas que han determinado el fin trágico de Jesús y operan una lectura de tal acontecimiento únicamente como un mero despliegue del eterno designio de Dios, implicando una verdadera y propia anulación de la historia y favoreciendo, así, una lectura idealista, individualista y fatalista del evento histórico de Jesús. Estos teólogos insisten, en cambio, en el peso de los acontecimientos históricos y sobre la responsabilidad de las personas involucradas en el acontecimiento histórico-político del proceso y de la condena de Jesús58.
Esta crítica a los modelos tradicionales de explicación de la redención de los teólogos latinoamericanos, en suma, se justifica en razón de su ubicación en el mundo y de su mayor interés por liberar a las víctimas del pecado que por el de perdonar a los pecadores. Leonardo Boff ha resumido su inquietud con la pregunta: «¿cómo hablar de la cruz a los crucificados?»59. Por tanto, si se tratara de responder a la pregunta Cur Deus homo, los teólogos de la liberación responderían prima facie que el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en la cruz para liberar a los oprimidos. Ellos llegan a esta conclusión a través de un planteamiento más amplio.
Para los teólogos de la liberación la muerte de Cristo es, en primer lugar, consecuencia del cumplimiento de su misión de anunciar el reino de Dios a los pobres. Según Jon Sobrino, «Lo matan… por su tipo de vida, por lo que dijo y por lo que hizo»60. Jesús fue un estorbo. Su muerte en el mundo en el que se desempeñó era inevitable. No podía no morir asesinado. Su muerte no fue un «error». «Fue consecuencia de su vida y ésta, a su vez, consecuencia de su concreta encarnación -en un antirreino que da muerte- para defender a sus víctimas»61.
La muerte de Jesús, sin embargo, no es para los teólogos de la liberación solamente una injusticia ni tampoco un mero pecado. Por ser precisamente la muerte de un inocente, y nada menos que la del Hijo encarnado, ella cuestiona a Dios mismo. Para Sobrino, la cruz de Cristo, estrechamente vinculada a la del «pueblo crucificado», plantea una pregunta teológica imposible de responder: «por qué el pecado tiene poder»62. ¿Cómo es posible que el Padre de Jesús no haya hecho nada para liberarlo de la cruz? ¿Que no haya oído su grito, como el de tantas otras víctimas inocentes a lo largo de la historia? En la cruz «el pecado aparece con mayor poder que el Padre Dios»63. La Teología de la liberación toma en serio la pregunta de la teodicea pero, a diferencia de esta, por respeto a las víctimas, no osa construir una respuesta que acalle el «escándalo» del sufrimiento humano. Por el contrario, ella acepta el misterio de la cruz y procura encontrar en él un motivo para creer y actuar. La cruz es un misterio que remite al misterio de Dios. Así las cosas, nada de lo que se diga de su fuerza soteriológica puede ser encerrado en explicaciones lógicas, como ha podido ser la idea de Anselmo de un orden cósmico roto por el pecado que debía ser restaurado para satisfacer el honor de Dios.
Una característica importante de la cristología latinoamericana, como se ve, es radicar la cruz de Jesús en la historia de su vida. A la preocupación clásica por aquello que es «grato» a Dios, los teólogos latinoamericanos responden que lo satisfactorio a Dios en orden a la salvación es la «existencia sacrificial» de Jesús64. La salvación no depende exclusivamente de su cruz. Para Sobrino, «esa totalidad de la vida de Jesús, no uno de sus momentos, es lo grato a Dios»65. A propósito de la salvación de la humanidad del pecado y de la muerte, en consecuencia, no se necesita destruir nada. Dios no quiere ni necesita la sangre ni los sufrimientos de Jesús. Lo que salva es su amor, su amor gratuito, pues si el amor sacrificado de Jesús es meritorio ante su Padre este amor no es otro que el del Hijo de Dios encarnado en la historia. «El mismo Dios ha tomado la iniciativa de hacerse salvíficamente presente en Jesús, y la cruz de Jesús no es, entonces, solo lo grato a Dios, sino aquello en que Dios se expresa él mismo como grato a los hombres»66. Jesús es el amor obediente a su Padre a modo de amor por las víctimas y por los pecadores. Solo este amor es grato al Padre, y no los sufrimientos que de suyo tal amor implica. Salva el Dios encarnado en un hombre que llega a ser plenamente humano en la medida que ama hasta el extremo, y no solo alguien que ha podido ser plenamente Dios y plenamente hombre; no el Hijo destrozado en la cruz por los pecados de la humanidad en general, sino el Jesús que pasó haciendo el bien y cargó con la maldad del mundo hasta ser asesinado precisamente por ello. De un modo histórico, y no abstracto o a-histórico, Jesús cumplió el «designio» de Dios67. Para Sobrino:
El mismo Dios ha aceptado, al modo de Dios, encarnarse consecuentemente en la historia, dejarse afectar por ella y dejarse afectar por la ley del pecado que da muerte. La cruz no hay que verla como designio arbitrario de Dios ni como castigo cruel hacia Jesús, sino como consecuencia de la opción primigenia de Dios: la encarnación, el acercamiento radical por amor y con amor, lo lleve a donde lo lleve, sin salirse de la historia, sin manipularla desde fuera. Y eso, en palabras humanas, significa también la aceptación del sufrimiento por parte de Dios68.
Esta inseparabilidad de la cruz y de la vida de Jesús, sin embargo, tampoco basta para la salvación de la humanidad. Para la Teología de la liberación es preciso relacionar esta vida y esta muerte con la resurrección de Jesús69. Si Jesús ha sido víctima de una injusticia, los latinoamericanos dirán que la resurrección hace justicia a Jesús. Esta no es la mera vuelta a la vida de un muerto. Se trata de la resurrección de un ser humano muy concreto llamado Jesús de Nazaret cuya misión fue anunciar el reino de Dios a los despreciados y excluidos. «El resucitado es el crucificado», titula Sobrino uno de sus artículos para subrayar la implicación de ambos aspectos del misterio soteriológico de Cristo70. Con este título se señala que, si Jesús fue crucificado injustamente, es preciso comprender la resurrección no solo como superación de la muerte sino, en primer lugar, como justicia71.
La cruz, en fin, relacionada a la vida y a la resurrección de Jesús, ha hecho posible adentrarse en el misterio de Dios y concluir que en ella murió el Hijo, aquella persona divina que en el seno de la Trinidad tiene una afinidad tan radical con el ser humano como para encarnarse y morir por amor. Jon Sobrino hace suya la crítica de Rahner a Santo Tomás72. No cualquier persona de la Trinidad pudo haberse encarnado. El vínculo entre Dios y la historia de la humanidad es Cristo. S i sabemos que Dios salva, lo sabemos porque en la cruz la Iglesia descubrió al Hijo. Solo a través del Verbo encarnado ha sido posible para los cristianos saber que Dios no es indiferente ante la pasión del mundo. Pero, en vez de encontrar en la cruz del Hijo una respuesta a la pregunta por el sufrimiento del mundo y elucidar con precisión cómo es Dios, los cristianos han hecho suya una enseñanza, a saber, que solo hay liberación del mal cuando se carga con él73.
Jon Sobrino es especialmente receloso de las explicaciones fáciles sobre el sentido del dolor. Para el teólogo de la UCA el respeto al misterio de Dios exige referirse con sumo cuidado a la cruz de Cristo, y a la de los demás crucificados del pasado y del presente. Las explicaciones del mal suelen racionalizarlo, esto es, encontrarle una razón de ser sin considerar que Dios, aun siendo amor, no deja de ser el misterio por excelencia. La respuesta a la pregunta por las víctimas inocentes no es teórica sino práctica. Lo único que puede tener sentido para los cristianos es proseguir la praxis misericordiosa de Jesús. Leonardo Boff puntualiza: «La redención es fundamentalmente una praxis y un proceso histórico que se verifica (se hace verdadero) en el combate de una situación»74.
Todavía más. El lugar de anclaje de la historicidad de Jesús es su fe en Dios. El Jesús que muere en la cruz, para los teólogos de la liberación, es alguien que ha llegado a ella en obediencia libre al Dios en quien cree y al que él llama Abba porque lo experimenta como amor paternal. Jesús no va a la muerte programado, sino como alguien que sufre ante ella y debe discernir si Dios se la pide o no como parte de su misión. Si santo Tomás le negó fe a Jesús, pues en virtud de la visión beatífica debió conocer inmediatamente a Dios75, Jon Sobrino, por el contrario, estima que ha debido tenerla pues fue auténticamente hombre y la fe es «lo más hondo de lo humano»76. Para el teólogo de El Salvador ha sido precisamente la fe de Jesús la que le ha llevado a entender que Dios es Padre, amor cercano por él y por los pobres y, a su vez, que su Padre es Dios, es decir, amor inabarcable en su misterio. El mismo Sobrino cita a Leonardo Boff, para fundamentar su pensamiento, cuando este afirma: «Si la fe, para el Antiguo Testamento y el Nuevo, consiste, radicalmente, en un poder decir sí y amén al Dios descubierto en la vida, en un existir y fundamentarse en él como sentido absoluto de todo, en un continuo volverse y asirse a él, entonces Jesús fue un extraordinario creyente y tuvo fe»77.
Estos son, en suma, los elementos de la hipotética respuesta a la pregunta Cur Deus homo en América Latina. A diferencia de la respuesta de los manuales y la de Briancesco, la de los teólogos de la liberación proviene de la historia y, por lo mismo, queda entregada a una praxis que, como la de Jesús, su comprensión no puede sino quedar abierta. Ninguna explicación lógica puede acallar el grito de las víctimas. La respuesta de la Teología de la liberación supera el planteamiento cristológico de los manuales porque estos desconocen la necesidad de relacionar la cruz de Cristo con las otras dimensiones de su misterio y de la solidaridad profunda del crucificado con la «pasión del mundo». Y se mueve en otro registro que el de Briancesco porque, reconociendo que en última instancia la liberación social y cultural de los oprimidos arraiga en la salvación escatológica del pecado, su interés por el tema radica en la historia concreta de unos pueblos y de una Iglesia que ha redescubierto la relevancia de Cristo tras haber discernido los signos de los tiempos.
Conclusión
La actual investigación arroja una conclusión que puede considerarse mayor en la historia de la teología: en los años sesenta, en la misma América Latina, se aceleró el paso «milenario» de una cristología premoderna a una moderna, transición que había sido anticipada en las investigaciones patrísticas europeas y en el desarrollo de la crítica histórica de la Escritura. Si la cristología de los dos primeros milenios convergió, en definitiva, en la redención de los pecados en virtud de la satisfacción cumplida mediante el sacrifico de Cristo en la cruz, la nueva cristología tomó en serio la radicalidad de la encarnación: recuperó la historia de Jesús, razón de ser de su misión y de su muerte en Jerusalén; descartó la omnipotencia y omnisciencia en el homo verus, Jesús, y redescubrió su fe en un Dios que él llamó Abba.
En esta investigación podemos entrever que este giro cristológico es enorme tanto a causa del contenido como del cambio que significa dejar atrás una cristología que, bajo respectos importantes, abarca buena parte de la historia del cristianismo. Por el contenido, pues las cristologías modernas, entre las cuales se cuenta la cristología de la liberación, tienen conciencia crítica del contexto en el que arraigan y al cual pretende servir. En el caso de la cristología de la liberación se va incluso más lejos, ya que sus teólogos, al tomar postura por las víctimas de la modernidad, exigen ver al crucificado en las personas y los pueblos «crucificados» de hoy y, a través de los mismos, esperar la salvación propia del Cristo resucitado a modo de justicia y de vida en plenitud.
Este mismo giro del descubrimiento de la historicidad de la existencia ha llevado a otro giro en el desarrollo de la cristología. Al mirar los acontecimientos históricos con los ojos de Cristo, los teólogos han descubierto al crucificado en personas y pueblos «crucificados»; y, viceversa, esta misma visión les ha obligado a replantear sus formulaciones cristológicas las veces que estos crucificados han ido cambiando de rostros. Es así que la cristología de la liberación, dicho en breve, ha historizado el alcance soteriológico de la cruz.
En los manuales De Verbo incarnato, por otra parte, la concepción anselmiana de la redención domina el planteamiento cristológico. El Cristo de los manuales es, en definitiva, el sacerdote que se ofrece en sacrificio grato a Dios por el perdón de los pecados. En el estudio de los manuales es fácil comprobar que la cristología del segundo milenio se sirve de la del primer milenio. La redención, entendida como satisfacción, hubo de requerir despejar primero las dudas acerca de la persona de Jesús, plenamente Dios y plenamente hombre. En los manuales la explicación de la unión hipostática es fundamental.
En el desarrollo de este artículo juzgamos que la crítica de Briancesco a la cristología de Medellín por olvidar la importancia de la cruz para la redención del pecado, crítica justa bajo un respecto, sirve de poco si él no reconoce en los signos de los tiempos una de las manifestaciones de Cristo Señor de la historia. La cristología de la liberación no ignora que Cristo es, en última instancia, liberación del pecado, pero considera un despropósito predicar algo así a los pobres, los crucificados de los tiempos actuales, sin antes anunciar a estos la alegría del evangelio de la vida y la misericordia de un Cristo liberador.