En enero de 1898, el poeta y pedagogo chileno Alejandro Escobar Carvallo enviaba una carta a José Ingenieros, radicado en Buenos Aires. Era una entre varias en el epistolario entusiasta que en esos meses labraban dos pioneros del socialismo.1 Aunque Ingenieros aún era muy joven, el tono era cortés y deferente. Escobar Carvallo confirmaba la recepción de dos paquetes de impresos despachados de la capital argentina con valiosos materiales de lectura para los ateneos de obreros que él organizaba en ese momento en Santiago. Hacía notar, sin embargo, que dichos envíos no contenían ningún ejemplar de la revista La Montaña -codirigida por Ingenieros y Leopoldo Lugones-, y solicitaba con amable ansiedad que se enmendara esa ausencia a vuelta de correo, pues "yo quisiera leer toda, por considerarla muy utilísima é instructiva, en socialismo, principios y conclusiones". Solicitaba luego otro favor: que Ingenieros hiciera llegar al "ilustre Rubén Darío" un ejemplar de su propia revista editada en Chile, donde se reproducía un poema del intelectual nicaragüense, "haciéndole presente que es una humilde ofrenda de admiración, amistad y compañerismo con que le distingue este joven luchador".2
Elocuente con relación al peso de las redes personales en los orígenes del socialismo sudamericano, el intercambio también instruye sobre las premisas prácticas de esos diálogos. Ambas partes daban por sentado, por ejemplo, que las cartas podían cruzar la frontera seguras, a ritmos regulares y asiduos; que se podía contar con los envíos de impresos desde Buenos Aires a la hora de construir una base doctrinaria para el incipiente socialismo chileno; también, que el pedido de más entregas no era excesivo en su presunción, pues estaba al alcance de interlocutores jóvenes con recursos económicos limitados.
El análisis que sigue se detiene en ese plano más genérico del intercambio. Para ello, mueve esta pieza de su corpus interpretativo específico -el de la historia del socialismo y de sus figuras prominentes, el de los inicios intelectuales de Ingenieros- hacia un conjunto más amplio, que conecta la mencionada carta con muchas otras epístolas que cruzaban los Andes en paralelo. De la misma manera, esta investigación sitúa la reiterada alusión al despacho de revistas socialistas en el contexto del muy expandido tráfico de impresos de la época. Así, desde el marco de sentido de la construcción política al de las prácticas de la comunicación, este texto propone volver sobre la operación misma, para pensar las posibilidades y los efectos del movimiento de la palabra escrita en momentos en que ese tráfico adquiría una escala mayor que nunca.
Seguir el derrotero físico de un despacho postal semejante y desnaturalizar las premisas materiales del diálogo que alimenta, implica pensar las condiciones de numerosas redes políticas, intelectuales e institucionales en América del Sur. Asiduamente evocada en los últimos años, hoy esta dimensión constituye una zona principalísima de la historia de las ideas, los saberes y la cultura, donde se ha ido haciendo el mapa de vínculos y articulaciones regionales previamente ignorados. En torno a un vasto tejido de congresos, visitas recíprocas, proyectos bilaterales y diplomacias expandidas -y del nuevo acceso digital al corpus de correspondencias que acompañaron dichas circulaciones- se ha establecido por fuera de toda duda la densidad de la trama relacional entre las élites tardo-decimonónicas de la región. Uno a uno, el agregado de esos hilos ha ido inyectando espesor en las narrativas de modernización cultural y construcción de Estado, descubriendo el peso de la comunicación transnacional en la región, en perspectivas que han modificado mucho el cuadro previo, concentrado en alianzas internas o circulaciones entre norte y sur.3
Pensar esas prácticas más allá de los circuitos específicos permite dar cuenta de los mecanismos que hicieron posible la multiplicación de contactos de fines del siglo XIX, e insertarlos en un contexto de cambio del medio ambiente comunicacional que redefine la tradicional práctica epistolar de las élites decimonónicas. La correspondencia transcordillerana entre dos jóvenes socialistas sirve como recurso, pues, para pensar las condiciones de desarrollo de numerosas redes, a la vez que ilumina el ingreso de esos intercambios en un contexto de tráficos de escala mucho mayor que modifican su lugar relativo. Esta historia eminentemente material atiende a lo que ocultan las metáforas más habituales para hablar de los contactos de este tipo. Vuelve sobre términos como "circulaciones" o "flujos", por ejemplo, para dar cuerpo y tangibilidad a las instancias de un sistema gigantesco, cuya pesada materialidad y esforzado movimiento es apenas compatible con el imaginario natural, líquido y liviano que evocan estos términos.4
Dos argumentos generales guían el recorrido. El primero es que la posibilidad misma del incremento en el volumen de cartas e impresos que cruzaban las fronteras a fines del siglo XIX era el resultado de una larga y deliberada construcción de capacidades, con los estados nacionales en el centro del proceso. El segundo, esbozado en carácter exploratorio, propone que la nueva configuración en la distribución de bienes simbólicos tuvo consecuencias en las dinámicas de irradiación cultural que ligaban a las capitales de la región.
Cartas, buzones
Despachar una carta internacional era un hábito cotidiano de los porteños de fin del siglo. La mayoría de esas misivas (millones cada año) iba a Europa. A nadie sorprendía este dato, pues las cartas eran un recurso vital de los inmigrantes en aquella ciudad que, gracias a los desembarcos de ultramar, había pasado de 286 000 a 649 000 habitantes entre 1880 y 1895 -trayendo, entre tantos otros, a la familia de Ingenieros-.5 Eran, también, un elemento básico en el repertorio de transacciones de aquella economía ya francamente volcada a los circuitos del Atlántico, y por eso había tantos buzones en el centro de la ciudad, junto a bancos y comercios.
El detallado mapa postal de 1898 incluía la ubicación exacta de ese emergente urbano de la práctica epistolar.6 Sembrado de puntos rojos, el centro contaba con uno de estos artefactos esquina de por medio. En los barrios (administrados por las sucursales de Centro Norte, Centro Sur, Alberti, Flores y Belgrano) había uno cada cuatro o cinco esquinas. Quien vivía en el Pasaje de la Piedad, como Ingenieros, tenía a su disposición una decena de estos pilares a dos cuadras (o menos) de su domicilio. Para que su carta emprendiera el viaje a Chile, entonces, solo había que pegar las estampillas requeridas, que se obtenían en los comercios de la zona indicados en un cartelito exterior junto a los horarios de recolección.
Las cartas del joven Ingenieros -gran usuario del sistema, a juzgar por su archivo epistolar- caían en buzones que eran flamantes. En 1894 se habían instalado unos 350, construidos en hierro, con mayor capacidad y seguridad que los buzones previos.7 Sólidos, altos (medían 1,50 m, sin contar el metro adicional bajo tierra), pintados de rojo vivo y emplazados en las esquinas, eran los orgullosos hitos de una práctica socialmente capilarizada que estaba para quedarse. "Tenés pinta de varón", le diría muchos años después un tango de Di Sarlo y Caprio. Y es que el buzón de la esquina devendría, con el tiempo, en un emblema más de Buenos Aires, parte del escenario de la canción popular citadina. El homenaje al "Pobre buzón" (1954) exaltaba su austera (varonil) capacidad para absorber sin chistar las más intensas historias personales: "Pobre buzón / siempre parado en la esquina / recibiendo por tu herida / pedazos de corazón". A nadie sorprendía un elogio semejante porque para entonces ya hacía mucho que ese objeto había sido absorbido por el costumbrismo, ubicado en el corazón del folclor de la calle porteña y asociado a sus personajes más emblemáticos.
Referencia de la esquina donde departen compadritos, pibes reos8 y parejas de enamorados, el buzón se integró tan rápida y profundamente en el imaginario urbano que nadie recordaba hasta qué punto había representado en su momento un hito de la pedagogía estatal. Sin embargo, tres décadas de desarrollo del correo lo precedían, lapso de gradual establecimiento de su monopolio sobre el movimiento de correspondencia, a expensas de mensajerías particulares. Los primeros "buzones" eran cajas de madera fijadas a las paredes de la Ayudantía del Puerto y las plazas Lorea, Independencia, Temple y Parque. En esos años (décadas de 1860 y 1870) su misión principal era absorber el movimiento epistolar, persuadir de que la comunicación escrita era potestad del "ramo de correo" y lograr, mediante esa naturalización, que otros agentes de transporte de correspondencia -multiplicados en las décadas de disgregación del estado nacional- pasaran a la categoría de "contrabandistas".9 Los buzones eran una herramienta crucial en esa empresa, estimulando la costumbre de la carta y naturalizando el papel del Estado en la gestión de la palabra escrita. Multiplicarlos, entonces, y jerarquizarlos también, reemplazando las deslucidas cajas "por elegantes pilares de fierro [...] de manera que situados en parajes convenientes sean un incentivo y un medio á la vez de aumentar la correspondencia epistolar".10
El buzón era una pieza clave en una vasta campaña civilizatoria -en esos términos se concebía la misión del correo- pues permitía liberar horarios, ahorrar desplazamientos, acercar el hábito al ámbito cotidiano, lejos de las intimidantes oficinas públicas. El mismo espíritu animaba la introducción de timbres postales (ambos se iniciaron en 1858) que permitían al emisor hacerse cargo de toda la transacción.11 El paso del sello postal a la estampilla era también el de la sede del correo al negocio de barrio, donde el usuario (quizás extranjero y recién llegado a la ciudad) podía adquirir los timbres de acuerdo con la lista de tarifas disponible allí también. Democratización y monopolio convergían, así, en un proceso laborioso, que apelaba a la simplificación de los procedimientos. Los usuarios debieron aprender la ubicación de cada elemento en el sobre ("se previene al público no poner nunca el timbre de franqueo al dorso de las cartas") y entender qué datos eran relevantes para el cumplimiento del trayecto ("se previene al público que al dirijir cartas á pueblos de campaña se debe expresar la provincia a que pertenezca").12 Otra manera de enseñar a respetar las reglas fue la publicación en la prensa de los remitentes de cartas detenidas por mal franqueo.
En 1874, el jefe de correos podía felicitarse de la adopción del sistema: "se va habituando el público a servirse de los Buzones del Correo urbano y convenciéndose de su innegable utilidad". Las cifras lo respaldaban: en un año las cartas extraídas de los buzones callejeros habían aumentado un 50 % (de 94 000 a 141 000) y el año siguiente, un 23 % más.13 Dos décadas más tarde, ya en franca expansión postal, Buenos Aires enviaba treinta millones de cartas por año (a todo destino).14 Una proporción considerable de aquel conjunto iba muy lejos de allí, como hemos visto, y pronto la Argentina se convirtió en uno de los países con mayor consumo per capita del sistema postal global organizado en torno a la Unión Postal Universal (UPU). Del conjunto de las misivas internacionales despachadas y recibidas en 1897 (unos 19 millones en todo el país), la gran mayoría había partido de las esquinas de Buenos Aires, cuyos usuarios acusaban promedios de 85 cartas per capita anuales, contra 25 a nivel nacional.15
Así pues, no deja de ser paradójico que el inmóvil buzón que condensaba el folclor de la calle porteña y la identidad inmanente de sus esquinas fuese, en realidad, la marca en superficie de millares de articulaciones remotas que conducían a ciudades por completo ajenas. No importaba si el destino de ese sobre era el barrio de Belgrano, Hamburgo, Avellaneda, Santiago de Chile o Corrientes; el buzón era el emergente de una vasta red de interconexiones que se activaban cuando el peatón dejaba caer su sobre, distraídamente, camino a las ocupaciones del día. Esa carta sería transportada en un coche especial, para aterrizar en el depósito junto a bolsas provenientes de toda la ciudad (otra ventaja de los buzones nuevos: el cartero no manipulaba el contenido, pues se limitaba a cerrar la bolsa de lona y a reemplazarla por una vacía). Recién en la sede central del Correo, por entonces en Plaza de Mayo, ese contenido era extraído para converger, como un afluente más, en la gran sala de clasificación.
Cuando Ingenieros escribía a sus colegas socialistas, Chile figuraba en séptimo lugar en el tráfico internacional argentino, luego de Italia, España, Uruguay, Francia, Gran Bretaña y Alemania.16 El volumen de cartas entre ambos países había seguido la tendencia expansiva general, pasando de 27 000 en 1879 a 66 000 en 1887, a 500 000 en 1895 y a 855 000 en 1897.17 Estas cifras estaban por detrás del principal interlocutor postal de la región, el Uruguay -Montevideo, en verdad, con quien Buenos Aires guardaba una antigua relación epistolar de singular intensidad-. Pero si se considera el punto de partida de la tendencia y los obstáculos que se interponían, la evolución de los despachos trasandinos era muy notable. En la década de 1890, el tráfico se había multiplicado por diez y continuaría subiendo hasta estabilizarse cerca del millón de piezas a principios del siglo XX.
Ese incremento en volumen y regularidad era lo contrario de una tendencia natural. Resultaba, más bien, de una voluntad política de largo plazo y de una sucesión de intervenciones destinadas a vencer las más formidables dificultades. Nadie había reflexionado tanto sobre lo que requeriría el cultivo de este vínculo como Sarmiento, cuyos orígenes cuyanos y dilatada residencia en Chile inspiraron largas meditaciones sobre el significado de la barrera andina. No sorprende, pues, que la observación de los efectos del espacio y la topografía que abría Argirópolis (1850) comenzara por ese dato, interpuesto en la distribución virtuosa de los bienes más esenciales:
Si se consulta el mapa geográfico de la República Argentina, se notará que es casi sin excepcion de país alguno en la tierra, el más ruinosamente organizado para la distribución proporcional de la riqueza, el poder y la civilizacion por todas las provincias confederadas. Al Oeste las escarpadas cordilleras de los Andes embarazan la comunicación inmediata con el Pacífico á las provincias de Mendoza, San Juan, La Rioja, Catamarca, Salta, Jujuy y Tucuman.18
En esta visión, los Andes se interponían a circulaciones que, por proximidad física y tradición política, debían darse por sentado. Por eso, sería misión principal de los gobiernos del posrrosismo superar las determinaciones de esa geografía. Reemplazar las vanas disputas limítrofes por la asociación productiva era el mejor rumbo para esos gobiernos. El tema volvería a lo largo de su vida: "la política de Chile y de Buenos Aires no se toca naturalmente sino á través de los Andes", decía en 1849, "y tan nacientes son los intereses que ambos Estados tiene allí, que su conato debiera ser promoverlos con amor, allanarles dificultades, abrirles vías para que se levanten, se muevan y desarrollen".19
El estado colonial había construido una laboriosa "Carrera de postas" que, a fines del siglo XVIII, cubría las 374 leguas desde Buenos Aires a Córdoba del Tucumán y de allí a Mendoza, con decenas de relevos intermedios. En Uspallata, el cargamento se entregaba a baqueanos que cruzaban a caballo de noviembre a mayo y a pie en los peligrosos meses del invierno, y se refugiaban de las tormentas en "casuchas" de piedra, las casas de posta construidas por el camino.20 Sarmiento reprochaba a Rosas el abandono de ese antiguo sistema de comunicaciones, que tanto había deteriorado la economía de las provincias cuyanas.21 En sus años de destierro, sin embargo, lo que más pesaba de este repliegue era el aislamiento en que había quedado Chile, exacerbando lo que veía como el talante taciturno de esa sociedad. La modestia de los contactos epistolares que delataban las páginas de la prensa santiaguina (cuando los correos publicaban la nómina de destinatarios) le servía para mostrar que solo los ochenta que estaban en la lista, de los ochenta mil que vivían en la ciudad, "tienen contactos de intereses, de afectos, de ideas con el millón y medio que forman la República y con los doscientos millones de hombres civilizados que forman el mundo cristiano".22
Estas observaciones eran cuanto menos parciales. Como muestran los estudios que toman al escenario fronterizo como objeto, los contactos a uno y otro lado de los Andes nunca se habían interrumpido. Las persistentes migraciones estacionales se mantendrían en el largo plazo, mucho más allá de los registros del aparato perceptivo estatal y de las retóricas de la separación y las barreras naturales.23 Por lo demás, Sarmiento no podía ignorar que el núcleo de la circulación epistolar transcurría por fuera del correo oficial, en una trama de canales informales y privados que difícilmente aparecería enumerada en las páginas del diario. Gracias a los trabajos que en años recientes han reconstruido las redes epistolares del exilio antirrosista, sabemos de la importancia vital de esta circulación en la experiencia del destierro. La evidencia de tales contactos es tan rica y extendida en el tiempo, que ha inspirado la hipótesis de una temprana esfera pública sudamericana, nacida de la "provincia flotante" de autores dispersos en distintas ciudades de la región, con Santiago y Valparaíso como sedes insoslayables de esa constelación.24 Es esa misma evidencia la que contiene la prueba de los límites del fenómeno en verdad: circunscripta a un universo compuesto por algunas decenas de nombres identificables, la práctica epistolar de las décadas de 1830 y 1840 transcurría en condiciones materiales precarias, dependiente de vehículos informales, a ritmos lentos e inciertos, imponiendo enormes pruebas anímicas a los usuarios.
La distancia entre estas experiencias y los datos que arrojaba el correo chileno a fines del siglo XIX solo se explica por la combinación de los cambios sociales y el efecto acumulado de múltiples intervenciones estatales sobrevenidas en las décadas siguientes.25 Por fuerza, este comportamiento postal era diferente del argentino, porque eran distintos los perfiles demográficos respectivos y la colocación en las rutas globales. Pero los indicadores de ese país, con tasas entre las más altas del mundo y una apertura atlántica del todo excepcional, no deberían minimizar la tendencia expansiva de la sociedad chilena, que sobresale con claridad en relación con sus vecinos de la costa pacífica, y confirma así tendencias esbozadas en las décadas previas.
La formalización de las rutas postales trasandinas se había iniciado en 1869, con un convenio marco que contenía los nuevos términos generales de la relación, comenzando por la adopción del principio de franqueo completo en el origen, que liberaba de obstáculos el resto del recorrido.26 La perspectiva del incremento y regularización del tráfico requería minuciosos estudios topográficos que establecieran las líneas de cruce de los Andes, con anchos no menores a cinco metros para el paso de carruajes y transporte con cargas. Comprometía, luego, la contratación de cuadrillas regulares de animales de acarreo y la fijación de itinerarios y frecuencias de cruce diferenciados en invierno y verano. Dos líneas de comunicación se organizaron en esta instancia: una vía Mendoza a Santiago (la principal) y otra entre Salta y el centro minero de Copiapó. Según el estado de la red de transportes nacionales, el correo coordinaba el trayecto argentino con sucesivas mensajerías particulares que, por contrato, se hacían cargo de tramos específicos.27 Cuando llegó el tiempo de las cartas de Ingenieros y Escobar Carvallo, ese trayecto había pasado al tren, y allí, a los vagones asignados para esa función en toda la red nacional.
El mismo mapa postal que detallaba la ubicación de los buzones en las calles porteñas mostraba el reemplazo de la irregular carrera de postas por un estilizado continuum ferroviario, montado en la línea del Pacífico que desde 1888 unía Buenos Aires con Mendoza.28 Sin embargo, la recta velocidad de las comunicaciones modernas volvía a interrumpirse en el pasaje de la cordillera, que exigía el trasbordo del vagón a las tradicionales caravanas de tracción a sangre, en un camino lento y sinuoso, vertebrado por la secuencia de los tradicionales refugios y casas de resguardo:
a la casa del Pié del Paramillo de las Cuevas hay cinco leguas en cuyo centro se ha construido otra nuevamente llamada de San Agustín;
A la casa de las cumbres de la Cordillera, 2 y 1/2 leguas; A la Casa situada entre el Alto de la laguna del Inca y las Calaveras hay tres leguas.29
Los transportistas que avanzaban a paso de hombre seguían siendo conocedores locales del territorio, "peones de cordillera" contratados por los correos de ambas naciones para llevar la carga con sus mulas por el más riesgoso de los tramos, que también era el más lento, y frenaba una travesía muy abreviada en el resto de su extensión. Al final de ese recorrido, las bolsas protegidas de la intemperie por mantas superpuestas pasaban nuevamente de los carros al vagón postal, en este caso, el del ferrocarril que esperaba al pie de la montaña en Santa Rosa de los Andes y que en pocas horas terminaba el recorrido.30
Hacia el cambio del siglo, los gestores del correo calculaban que las cartas de Buenos Aires a Santiago llegaban en tres días (menos de lo que tardaban a muchas provincias). En 1910, cuando las líneas ferroviarias a ambos lados de la cordillera empalmaran con el -muchas veces pospuesto- Ferrocarril Trasandino, se acortarían aún más los tiempos de una ruta ya muy coordinada.31 Medida del acercamiento subjetivo entre ambas ciudades, la drástica reducción del lapso contrastaba con las dos semanas por la antigua vía del Cabo de Hornos, principal ruta postal a lo largo del siglo, ahora muy relegada. Y se alejaba más aún de los ritmos previos, cuando la correspondencia de los exiliados en Chile podía tardar más de un mes, según los favores o desfavores del viento y el clima. El cambio radical en lapsos y previsibilidad transformaba la conversación epistolar, volviéndola más barata y previsible. Medio siglo después de la experiencia del destierro, los tiempos de la comunicación se habían acortado y controlado, la larga distancia era menos larga, y por eso, menos distante.
Además de su incidencia expansiva en incontables relaciones individuales, ese sistema había transformado el vínculo entre los polos postales de Santiago-Valparaíso y Buenos Aires-Montevideo, imantados en sus dinámicas por la consolidación del eje atlántico. Para Chile (como para Bolivia y Paraguay), la inversión en infraestructuras y personal se comprendía en el proyecto más amplio de simplificación del tránsito hacia otros destinos, allí donde Buenos Aires era apenas el horizonte inmediato detrás del cual estaban Liverpool, Génova y Burdeos.32 Esta visión de las cosas se inscribía, a su vez, en cambios estructurales de las rutas del comercio global, que estaban modificando las bases de la vasta tradición portuaria de Valparaíso. Puerta chilena hacia el mundo, y principalísimo centro comercial, esta ciudad se había desarrollado luego de la independencia gracias a su colocación privilegiada en las rutas del Pacífico. Entre las décadas de 1830 y 1850, la modesta localidad se vería transformada en un efervescente centro urbano cosmopolita, escala obligada de los vapores de larga distancia provenientes del Cabo de Hornos, punto de aprovisionamiento y almacenamiento a la vez que polo redistribuidor de las ciudades de la costa. De las redes comerciales y la infraestructura de Valparaíso dependía, también, el polo exportador de harina y cobre, que conectaba a Chile con India, California y Australia.33
Esa expansión encontraría un límite a mediados del siglo, cuando estos últimos mercados se tornaron competidores en la exportación de harina. Además, el futuro de los puertos sur-pacíficos se veía amenazado por la inminente construcción de un ferrocarril en el istmo de Panamá -inaugurado en 1855, pero muy discutido en la década previa-. Aunque tal marginación no se verificó en la temida escala, este horizonte explica el nuevo impulso para la construcción de obras ferroviarias y telegráficas a través de los Andes, que se montaba, a su vez, sobre la expectativa de modernización de la infraestructura de transportes hacia las provincias argentinas del Cuyo, ligadas a Santiago y Valparaíso por antiguos vínculos (la madre de los pioneros del Trasandino, los hermanos Clark, era sanjuanina).34 Vicuña Mackenna, colega de causas de Sarmiento, articularía cabalmente su visión del problema, dando sistematicidad a los argumentos en favor del vuelco de la economía chilena hacia el este. Desde esa perspectiva, la llave de salida radicaba en una política de Estado que apostaba por la inserción en el mundo atlántico mediante el desarrollo de infraestructuras del transporte y la comunicación que articularan con la Argentina.35
De la misma matriz de preocupaciones había nacido el Telégrafo Trasandino, inaugurado durante las presidencias de Sarmiento y Errázuriz, pero muy ligado a la iniciativa de las élites de Valparaíso. El milagro del hilo eléctrico había introducido un cambio fundamental en los tráficos informativos, acelerando el acercamiento entre las capitales mediante corresponsalías que transmitían entregas cotidianas de información política.36 Si bien no es posible detenerse aquí en la incidencia de esta pieza tecnológica, vale tomar nota de un elemento que salta a la vista en los diarios chilenos más modernos: a partir de 1874, la misión de los corresponsales de prensa en Buenos Aires incluiría el resumen de las novedades de Europa publicadas en los diarios porteños con mayor cobertura internacional como La Prensa y La Nación.
Los documentos bilaterales que cimentaban la relación postal revelan la función de correa interoceánica del naciente correo argentino, que sumaba responsabilidades a medida que se multiplicaban las "balijas chilenas" desde y hacia Europa. A la escrupulosa explicitación de la cadena de acarreos a través del extenso tronco territorial, se agregaba el tramo rioplatense a cargo de estafeteros fluviales -incluidos los uruguayos- encargados de depositar bolsas y paquetes despachados en Santiago o Valparaíso, o de descargarlos para iniciar el trayecto en el otro sentido.37 El renovado acceso al circuito atlántico, tan claramente expresado en las estadísticas, nacía mediado por el sistema postal argentino.
Mientras tanto, las cartas habían llegado a la capital de destino para ingresar en una nueva máquina clasificadora. Algunas serían derivadas a otras localidades, en otras bolsas y otros vagones. El resto saldría en grupos pequeños por los barrios de la ciudad, según las secciones asignadas al cuerpo de carteros, último eslabón y, a menudo, única encarnación humana del servicio ante los usuarios.
La entrega gratuita de correspondencia a domicilio también era una novedad de la estatización modernizadora del correo, parte del criterio general de acercamiento y capilarización a nivel barrial. Si en la década de 1840 Sarmiento podía quejarse del laconismo epistolar de los chilenos (y los sudamericanos en general), es porque la nómina de destinatarios salía en los diarios para que cada uno se desplazara a reclamar lo suyo. La organización postal de las décadas de 1860 y 1870 había incluido, en Buenos Aires, la puesta en marcha de un ambicioso cuerpo de carteros, el diseño de distritos de distribución, y el establecimiento de estrictos estándares de comportamiento.38 ¿Cuántas veces hacer sonar la campanilla?, ¿cuánto demorarse en el umbral de cada domicilio?, ¿hasta dónde avanzar en el trato?: todo estaba reglamentado en esta agencia estatal cada vez más inmersa en los ritmos citadinos.39
La persona que abría ese sobre entregado en la mano -o depositado en los buzones domiciliarios cada vez más frecuentes, o confiado al encargado de un conventillo- difícilmente pensaba en el largo y complicado trayecto que había recorrido o en los recursos en infraestructura y personal invertidos para completarlo. El servicio postal era un artificio de Estado sobre el que reposaban muchas actividades de la vida diaria, pero solo llamaba la atención sobre sí cuando algo salía mal y la queja del usuario obligaba a explicitar sus mecanismos. Los gestores de este gigantesco entramado atribuían dicha falta de conciencia del público (esa ingratitud) a sus excepcionales beneficios, a esa política generosa que diluía los costos a su favor y cargaba el grueso de las cuentas del lado del Estado.
Como otros jefes de correo antes que él, Carlos Carlés se lamentaba con frecuencia del déficit de esa agencia que había alcanzado tanto desarrollo, y no se cansaba de proponer reformas para equilibrar las cuentas -en particular, la reducción de las categorías sujetas al libre porte-. Sus esfuerzos no encontraban los ecos deseados en la clase política, sin embargo, y es posible ver en esa resistencia el arraigo de la concepción ilustrada de la actividad postal, la misma que tanto había inspirado a Sarmiento -y a Tocqueville antes que él- durante su visita a Estados Unidos. En su momento de auge finisecular, el servicio seguía siendo pensado como herramienta de desarrollo cívico y económico, en términos de su capacidad multiplicadora para la construcción de una sociedad próspera y virtuosa, hija de un orden de incentivos que estimulaba conversaciones de larga distancia por sobre consideraciones presupuestarias. Esta discusión alcanzaría su punto álgido cuando llegara el momento de definir las responsabilidades del Estado en el movimiento de impresos.
Libros, diarios, revistas
"He recibido los siguientes libros y periódicos", confirmaba Francisco Garfias Merino, otro de los corresponsales chilenos de Ingenieros:
12 ejemplares de "La Montaña";
1 ejemplar de "La Cuestión Social" de Amicis;
1 " de "Socialismo y Ciencia Positiva";
5 " de "Idilio Diabólico" de Adolfo Retté;
6 " de "La Moderna Lucha de Clases" de Felipe Turati
5 " de "La Táctica Revolucionaria" de Gorje Plecanow 40
Con las gracias por el envío, prometía obedecer la voluntad de su remitente repartiendo los ejemplares repetidos en grupos de formación y propaganda, aquellos "donde la siembra puede ser más fecunda".41
Como en la carta de Escobar Carvallo, las reiteradas expresiones de gratitud y deferencia se combinaban con las pruebas de interés en los paquetes llegados de Buenos Aires, que incluían selecciones traducidas de obras doctrinarias del socialismo europeo y -ahora sí- múltiples ejemplares de la revista La Montaña, con artículos traducidos, columnas de opinión firmadas por directores y colaboradores, novedades políticas y culturales. La lista es expresiva del potencial multiplicador de la expansión postal de fin de siglo y de sus efectos en el tipo de relación entre las dos capitales sudamericanas.
Recurrimos otra vez a Sarmiento para otro retrato -malhumoradamente exagerado- de la situación previa. En 1849, habiendo llegado recientemente de su viaje por Estados Unidos, cuando la observación de las prácticas epistolares en aquel país lo había vuelto un publicista incansable de la causa del correo, contrastaba el aislamiento chileno con el acceso a impresos del que gozaban los lectores del hemisferio norte. En momentos en que cobraba fuerza la noción de suscripción internacional, "masas enormes de diarios y periódicos que conservan toda su actualidad" circulaban en aquellas plazas, mientras Chile se veía privado de este comercio por los retardos en los barcos a vela y ciertos persistentes arcaísmos burocráticos, que dilataban por meses los tiempos de recepción. No hacía falta comparar con las grandes urbes estadounidenses: El Correo de Ultramar, una importante publicación de misceláneas en español editada en París para los emergentes mercados hispanófonos, tenía 640 suscriptores en La Habana, pero apenas ocho en todo Chile, un patrón que se repetía en otros casos. Sarmiento observaba frustrado:
Así, pues, toda publicación hecha en Europa, y calculada para servir a la instrucción o solaz de los pueblos españoles, o que por su mérito sea digna de circular por todas partes, no sirve ni a la instrucción ni al solaz de los habitantes de Chile.42
Acaso el punto de partida no había sido tan desolador como querían esas descripciones. Los circuitos informales de la época también contenían libros haciendo trayectos rendidores en valijas particulares y cartas "privadas" que se amplificaban en su pasaje del sobre a las páginas de los diarios.43 Y luego, la historia de las ideas políticas ha dado cuenta de la intensidad de los debates transcurridos en la prensa de Santiago y Valparaíso a propósito de las novedades llegadas de Francia en las primeras décadas del siglo, seguidas con avidez por grupos letrados de muy distinto signo.44 Pero la escala de estos consumos seguía siendo, décadas más tarde, bastante reducida. Es al menos lo que observaba Vicuña Mackenna, quien atribuía al carácter retraído de la sociedad santiaguina la fragilidad de las revistas locales, de número escaso y vida corta, en contraste con lo que ocurría en "nuestra vecina de los Andes", donde "en pueblos con igual población [...] circulan juntas veinte o treinta sin contra con otros grandes diarios".45
Formulado en vísperas del gran cambio en la economía de impresos, este diagnóstico contrasta con la escala que alcanzaba el movimiento de paquetes arribados a fines del siglo XIX, cuando la diseminación estaba acoplada a la esfera estatal y la prensa por suscripción era un bien disponible -y deseable- en franjas de la población más amplias que nunca. Para entonces, en efecto, Chile se había vuelto consumidor regular de periódicos europeos, como lo muestra la curva ascendente de despachos expedidos a ese destino desde Francia, principal fuente de impresos importados en las capitales sudamericanas. Al cierre del siglo XIX, se recibían allí unos 350 000 paquetes anuales de ese origen, cifras muy superiores a las que acusaban vecinos como Perú, Paraguay y Bolivia (en orden descendente de importaciones). Si bien la cantidad de volúmenes estaba lejos de la que desembarcaba en las ávidas Río de Janeiro o Buenos Aires, que importaban el doble o más, el cuadro confirma el sesgo atlántico que habían ganado los consumos urbanos chilenos.46
Nada de esto hubiera ocurrido sin cambios decisivos en las políticas que dictaban la factibilidad de estos tráficos, por primera vez visibles en las convenciones postales bilaterales firmadas en la década de 1860. Uno tras otro, esos documentos incluían entre sus primeros artículos la toma a cargo de la circulación de "las revistas, folletos i periódicos" que quedaban libres de franqueo y "exentas de todo porte al país al que fueren destinadas".47 Diez años más tarde, la tabla de tarifas internacionales indicaba que mandar cartas a Chile costaba 8 centavos por 15 gramos o fracción (la mitad que el envío a Europa), mientras que diarios revistas y periódicos viajaban gratis, y libros pagaban 4 centavos por 250 gramos.48 Sin duda, tras el cambio de la tendencia estaba esa enorme ventaja: la transferencia al Estado de todos los costos de acarreo de diarios y revistas y de lo principal de los libros. Como en el resto del mundo, las tarifas aplicadas a las cartas iban a subsidiar el libre porte del que tanto se beneficiarían los impresos.49 La pertenencia a la sociedad supranacional que regulaba estos tráficos y establecía estándares y precios, la Unión Postal Universal (a la que Argentina accedió en 1876 y Chile en 1881), terminaría de modular los lineamientos de una política postal muy sesgada en favor del impreso.50
El movimiento de periódicos a través de los Andes no tardó en exhibir los resultados del cambio. Los 30 000 paquetes anuales que cruzaban en una y otra dirección a mediados de la década de 1880 se volvieron 260 000 diez años más tarde y se estabilizaron en el medio millón a fines del siglo XIX. Estas cifras no incluyen, recordemos, los impresos acarreados en tránsito, allí donde la travesía argentina era el último tramo de un despacho en puertos europeos -un comercio enormemente crecido también, como hemos visto-.
Trasladar diarios, libros y revistas era más costoso que llevar cartas, claro. A medida que el volumen aumentaba, el acuerdo original basado en el generoso principio del libre porte sería revisado. Los ajustes no solamente se explican por el alineamiento tarifario impuesto por la UPU. También pesaba la tensión creciente entre los gestores del correo y los diarios más importantes, aquellos cuya expandida distribución tanto se beneficiaba de las pródigas políticas de base. Ante el grito de "tiranía postal" de La Nación y La Prensa a propósito de un modesto aumento en el precio de los envíos, Eduardo Olivera, jefe de correos en la década de 1870 e importante organizador de la agencia, observaba que la gratuidad se había vuelto un beneficio injusto.51 Los jefes sucesivos insistirían en este punto. En tiempos de expansión comercial de los diarios, cuando la gran prensa pasaba de ideal cívico a lucrativa empresa, esa estructura de estímulos debía corregirse en favor de una distribución de los recursos del fisco que beneficiara a todas las industrias por igual. Pero no sería fácil cambiar las reglas. Los editores de diarios y revistas estaban acostumbrados a ver crecer sus listas de clientes y abonados sin una contrapartida en costos de distribución. La tardía imposición de un precio, aún muy bajo, no llegó sino al cabo de una larga y ruidosa batalla.
La voluntad de revisar las dispendiosas políticas de origen se manifestó en el momento de actualizar la convención bilateral con Chile, en 1894. En principio, las conversaciones diplomáticas establecieron la prolongación del beneficio para diarios y periódicos, y la gestión de las suscripciones en manos del correo "con el propósito de que uno y otro país se conozcan más cada día".52 Pero la cláusula no pasaría la inspección de Carlés, a esas alturas, conocedor de los costos implícitos en semejantes expresiones de buena voluntad, con volúmenes veinte o treinta veces mayores que en tiempos del acuerdo inicial. Los "gravísimos inconvenientes" del libre porte, decía, impedían renovar el compromiso sin la expectativa de una compensación por parte de los usuarios. Despachantes y suscriptores bien podían abonar una tarifa reducida a cambio de este oneroso servicio.53 Así se haría, sin que el volumen de paquetes bajara del medio millón anual en que se había estabilizado este comercio. Para el envío de sus revistas y folletos socialistas, entonces, Ingenieros debió pagar una modesta suma en el mostrador del correo (el despacho de paquetes se hacía en la oficina).
El correo chileno también pagaba una cifra anual por la tarea de transporte de los impresos europeos desembarcados en Buenos Aires y Montevideo, en tránsito hacia Santiago y Valparaíso. Este ir y venir por rutas postales ya consolidadas era condición de una economía de acceso a impresos internacionales que estaba en las antípodas de las descripciones sarmientinas de medio siglo antes. Sostenidas en el tiempo, las cifras hablan de comunidades muy ampliadas de lectores y de ofertas diversificadas en muchas direcciones. El efecto de este sistema en los mercados hemerográficos respectivos es difícil de calibrar a partir de los rastros disponibles, fragmentos provenientes de corpus dispares. No es este el lugar de hacer ese balance, que requeriría de estudios específicos. Importa dejar sentado, sí, que la evidencia de la multiplicación de contactos es abundantísima. Los estudios de cultura obrera, por ejemplo, muestran que los canales de intercambio excedían el diálogo entre promotores del socialismo, para incluir el que alimentó los impulsos precoces del anarquismo chileno.54 Algo similar dicen los que han seguido el destino de partituras y cancioneros populares, de enorme movilidad.55 Los magazines ilustrados reflejan mecanismos fluidos de suscripción y el recurso a mutuos préstamos de contenidos -incluido el consumo de notas de sociedad rioplatense entre lectores santiaguinos, por ejemplo, y viceversa-.56 En el mundo de las publicaciones científicas, mientras tanto, el canje era la norma, como lo era en los circuitos de las agencias estatales.
La regularidad de los contactos entre revistas policiales de entresiglos, por ejemplo, constituye un verdadero sistema hemerográfico regional con centro en Buenos Aires y consistente circulación entre esta ciudad y Santiago.57
Si el estudio de los efectos en comunidades hemerográficas específicas aún está por delante, la transformación del medio ambiente de impresos es patente. No solo se trata de una mutación dramática en acceso y lecturas mutuas: los datos de la distribución también permiten vislumbrar sesgos de las configuraciones culturales en marcha. Pues además de ser expansivo, ese patrón era asimétrico en más de un sentido. El primero de ellos: Argentina encabezaba ampliamente las importaciones regionales chilenas de impresos, con volúmenes hasta diez veces mayores a los despachos llegados de otros correos vecinos.58 Dicho de otro modo: ninguna ciudad enviaba tantos folletos, libros, diarios y revistas a ese destino como Buenos Aires. Desde ese puerto, además, se exportaba mucho más de lo que se importaba. Según los años, entre el 75 % y 90 % de los paquetes que cruzaban la cordillera iban hacia Chile, una diferencia que no se verifica en el tráfico epistolar, parejo en sus proporciones. Por cierto, los datos mimetizan la parábola de los tráficos de Buenos Aires a otros destinos y confirman que esta ciudad devenía punto nodal de distribución de impresos, expidiendo (al interior y países limítrofes) más del doble de lo que recibía.59 El significado de estas cifras debe pensarse en el marco de un mercado receptor de escala más reducida, además. Con montos similares a los 350 000 paquetes desembarcados de los puertos franceses a fines del siglo, la presencia de los impresos porteños en el mercado santiaguino era sin duda perceptible.60 En la dirección opuesta, mientras tanto, los 76 000 paquetes que viajaron hacia el este en 1897 arribaban a un medio ambiente profuso en impresos, donde un volumen inédito de envíos de puertos europeos desembarcaba en un mercado local cuya propia capacidad para atraer nuevos lectores estaba en plena expansión. Así pues, la consolidación de la ruta trasandina se combinaba con el crecimiento del principal mercado de prensa del Plata, convergiendo en una dinámica de irradiaciones culturales que exacerbaba el influjo de Buenos Aires.
Travesías trasandinas de la palabra escrita. Una hipótesis a modo de cierre
Como todo documento epistolar, el diálogo entre Ingenieros, Escobar Carvallo y Garfias Merino guarda marcas de época, comenzando por su explícito propósito de construcción política inspirado en una ideología eminentemente moderna. A diferencia de los abordajes más habituales de este tipo de corpus, no ha sido el propósito de este trabajo evaluar la influencia mutua de estos autores ni ponderar los efectos ulteriores de su intercambio, cuestiones que requerirían historizar inflexiones particulares del socialismo e insertar las operaciones de apropiación y resignificación en dinámicas localizadas. El ejercicio se ha volcado, más bien, hacia un tipo de contextualización que permite ubicar el caso dentro de una historia de las prácticas de la comunicación e iluminar las condiciones de posibilidad que sostuvieron numerosas empresas. En este análisis, las marcas de época que revelan las cartas entre Ingenieros y sus corresponsales también radican en la expectativa de diálogo remoto regular y barato, cuando el buzón de la esquina devenía un recurso clave en la vida de tantos y servía de herramienta para la construcción de proyectos individuales y colectivos.
Que esos proyectos cuestionasen, en este caso, las premisas de los mismos Estados cuyos servicios postales lo hacían posible, es apenas una paradoja. Si el ubicuo correo era una encarnación muy propia del moderno Estado liberal (si era, de hecho, una de las bases mismas de su modelo de sociedad) también era fácil ignorarlo en tanto tal, tan fuera de cuadro estaba la mecánica de su funcionamiento, tan disociada su abrumadora infraestructura de las percepciones de los usuarios. La barata accesibilidad del servicio, que se reforzaba en la misma inscripción en la cotidianeidad urbana, debilitaba la identificación con el Estado que tanto invertía en promover la cultura epistolar.
De estos diálogos surge otro elemento muy de época, como es el horizonte de ambición multiplicadora por medio del impreso. El lugar que en estas cartas ocupa el tema de los paquetes de libros y periódicos ilustra el papel que había cobrado la nueva capacidad del sistema postal, modificando el universo de lecturas disponibles en las urbes de la región, y con ello, el horizonte mental de tantos miles. La evidencia apunta, además, a una configuración de los tráficos que incrementaba la presencia de publicaciones provenientes del circuito atlántico, aumentando el peso de la mediación de Buenos Aires en la dinámica general. Antes de iniciar su propio camino de transformación en múltiples sedes locales, muchos paquetes desembarcados en puertos y estaciones ferroviarias chilenas llevaban las marcas de ese tránsito, ejemplificado aquí en la selección previa de materiales a cargo de Ingenieros y en el agregado adicional de publicaciones que, como La Montaña, interpretaban el corpus socialista de maneras singulares y eclécticas.
Es en ese punto donde los movimientos en el territorio -aquella travesía que prometía un vergel para los lectores y pesadísimas cargas para los gestores- muestran su incidencia en las líneas gruesas del mapa cultural que se iba diseñando. La dinámica es análoga a la que emergía de las transmisiones informativas por telégrafo, cuando la definición de la corresponsalía de prensa chilena apostada en Buenos Aires incluía la selección y retransmisión de información europea tomada de los diarios de esa ciudad. Pero las implicancias eran más amplias: mientras el universo telegráfico se limitaba a ciertos lenguajes y contenidos, el mundo de los impresos, que se mantendría atado por décadas a la ruta este-oeste, abría el acceso a la gigantesca diversidad de posibilidades del medio gráfico. La expansión de las capacidades de acarreo portaba una carga simbólica, entonces, en momentos en que la sociedad porteña cosmopolita y culturalmente enérgica desarrollaba sus modalidades de apropiación de la cultura europea y exploraba vías propias de asimilación de ese bagaje. Así pensadas, las operaciones del correo argentino dejan de ser un dato de las infraestructuras para expresar la incidencia sostenida en la distribución de contenido, allí donde este punto de los itinerarios funcionaba como correa de transmisión a la vez que como instancia de intervención.
Posición geográfica y políticas estatales de la comunicación se combinarían con un mundo cultural de escala y poder crecientes, incrementando la relevancia de Buenos Aires en las cartografías que tomaban forma. Ese sesgo, que los circuitos socialistas muestran con nitidez, se traslada a otras líneas entretejidas en el nuevo tráfico, que no haría sino aumentar en las décadas por venir. Por vía de las cargas postales que tan trabajosamente cruzaban los Andes, se vislumbraba la incipiente irradiación del campo periodístico y cultural porteño.