Introducción
La centralidad que cobró la cuestión electoral en la confrontación política en Colombia quedó en evidencia en tanto se ponía en práctica el marco legal instaurado por la Constitución de 1886 y la Ley 7 de 1888 o Ley de elecciones1. Para el Partido Liberal se hizo patente que con las condiciones que fijó la legislación regeneradora no iban a obtener representación en las corporaciones públicas y, mucho menos, recuperar la presidencia de la república. El carácter excluyente de un sistema en el que el partido que obtenía las mayorías se lo llevaba todo se hizo agobiante para la oposición, y mucho más ante la continuidad de las prácticas fraudulentas y violentas que la ley electoral se había propuesto combatir. A las dificultades que enfrentaban los liberales en los comicios se sumaban las crecientes restricciones a la libertad de imprenta y a las reuniones políticas, medidas que terminaron por conducir a algunos líderes liberales a la prisión o al exilio. Este hecho, sin embargo, no tuvo el efecto deseado por el gobierno consistente en aplacar las intenciones de los sectores belicistas del liberalismo de emprender un proceso insurreccional, si no se materializaba su pretensión de una reforma electoral que garantizara la representación de las minorías. Aunque las autoridades no fueron del todo sordas a las peticiones de la oposición, ni en el campo electoral ni en otras materias, y ellas mismas detectaron fallas y vacíos en la legislación electoral, las soluciones propuestas o no abordaban de fondo la problemática planteada por los liberales, -la imposición de la mayoría nacionalista-conservadora y la subsiguiente falta de representación del liberalismo-, o eran apenas aclaraban o reiteraban sobre la marcha lo que ya ya estaba consignado en leyes, decretos y circulares.
Este artículo busca examinar los principales argumentos que esgrimieron sectores de la oposición para rechazar el sistema electoral de la Regeneración entre 1886 y 1899 e identificar cómo se orientó su lucha política en pro de una reforma constitucional sobre esa materia, todo ello en medio de un ambiente de agitación política en el que un sector liberal insistía en subrayar las conductas que deslegitimaban tanto el sistema electoral como la democracia misma.
Durante esos años, la insistencia de los liberales en la inminente necesidad de una reforma electoral pudo haber contribuido a que se reforzaran los estereotipos que recaían sobre el sistema político colombiano -caracterizado como innatamente corrupto y violento- y sobre el sistema electoral -calificado como connaturalmente fraudulento-. Para aquellos, la única democracia posible era la que garantizara la representación de las dos fuerzas políticas tradicionales del país: conservatismo y liberalismo, y hacia ese objetivo debía encaminarse la reconstrucción de las instituciones electorales.
El planteamiento anterior parecería concordar con la lectura tradicional de la historiografía política colombiana sobre la Regeneración, la que enfatiza en su carácter autoritario, excluyente e intransigente2. Las siguientes páginas no buscan constatar o negar los adjetivos con los que se ha identificado la orientación política de los gobiernos conservadores de las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX, sino analizar la situación del sistema y de la cultura electorales durante esos años, conocer el funcionamiento de sus instituciones y detectar los motivos por los cuales se convirtió en un elemento de constante controversia no solo entre los sectores de oposición y el gobierno, sino también entre las principales facciones de los dos partidos tradicionales.
Descontento liberal, búsqueda de la representación y falsa democracia
Como lo planteó Gerardo Molina, el objetivo del Partido Liberal a partir de la expedición de la Constitución de 1886 y la configuración de su régimen electoral fue sobrevivir, "rescatar el derecho a respirar el mismo aire de los otros"3. En ese sentido, aspirar en el corto e incluso en el mediano plazo a reconquistar el poder podría parecer una quimera, pero, indudablemente, había que buscar una válvula de oxígeno político-electoral que garantizara la supervivencia del partido. No obstante, en contravía de lo que plantea el mismo Molina4, las actividades destinadas a mantener la vigencia del liberalismo en el escenario público no se limitaron a las del mundo de los impresos -prensa, líbelos, panfletos- o a la cátedra, sino que, en efecto, incluyeron una constante y sistemática búsqueda de una reforma constitucional tanto por canales institucionales, a pesar de las enormes dificultades para acceder a ellos, como por medios beligerantes e insurreccionales5. En su lucha política en espacios como el Congreso y los comicios encontró en el conservatismo histórico un aliado, mientras que en la organización y financiación de la movilización armada contó con el apoyo de diferentes partidos y movimientos liberales del continente. De hecho, la trayectoria de Rafael Uribe Uribe fue una demostración de que era posible acudir a las dos maniobras -la apelación a la guerra y la participación en el debate público- con miras a evitar el ahogamiento político del partido, sobre todo cuando el régimen regenerador se reafirmó en su decisión de vigilar muy de cerca las actividades de quienes consideraba potenciales sediciosos y a censurar los mecanismos de organización y expresión legítimos de la oposición liberal-conservadora, como ocurrió con el caso de la prensa6. Pero, también es cierto que en el Partido Liberal no existía un consenso sobre la aplicación de las dos estrategias, motivo por el cual durante la última década del siglo XIX se generaron tensiones entre una generación de jóvenes más dispuestos a contemplar la guerra como posible vía para garantizar las reformas y, de ser posible, la caída del régimen y la generación protagonista del reformismo radical de las décadas anteriores, la cual ya había tenido que enfrentar una seguidilla de conflictos civiles.
En realidad, las reacciones adversas al sistema electoral dispuesto por la Constitución de 1886 se produjeron antes de que esta fuera proclamada, lo que puede llevar a suponer que para los liberales era previsible el triunfo de las tropas gobiernistas de Núñez y que el sector que este representaba iba a buscar erigir obstáculos legales que dificultaran el retorno del liberalismo al poder. Mientras se libraba el conflicto entre la insurrección liberal y la administración nacionalista, el reconocido exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia Rafael Rocha Gutiérrez publicó en París La verdadera y la falsa democracia (1887),7 título que se le dio al proyecto de Constitución, el cual recoge no solo los ajustes que los liberales consideraban que se debían realizar a la carta política radical de 1863, sino un balance de los principales problemas que contenía la nueva carta política, la que calificaban de autoritaria. En el centro tanto de la propuesta como de los cuestionamientos a la Constitución regeneradora estaba el problema de la alternancia y la definición de los procedimientos electorales.
La justificación de la propuesta constitucional de los liberales radicaba en que se necesitaba definir un "mecanismo electoral" que permitiera a todos los partidos llegar al poder; si esto no ocurría, la política del país quedaría reducida a la formación de una "oligarquía de partido" y a la concentración de un poder excesivo en manos de un solo individuo: el presidente de la república. La oligarquía y el poder cuasi monárquico del presidente eran producto de la exclusión y constituían "el más grande obstáculo para el establecimiento de la república democrática y la causa eficiente de las discordias civiles"8. Desde ese punto de vista, era entonces evidente que ese había sido el rumbo que había tomado Colombia con la Constitución centralista y presidencialista de 1886, cuya puesta en funcionamiento estaba empujando a la oposición a buscar por la fuerza la alternancia, lo que a su vez redundaría en un incremento de la inestabilidad institucional y en la creación de una nueva oligarquía, ahora conformada por el bando vencedor.
En el estudio preliminar de la propuesta constitucional del liberalismo, Rocha Gutiérrez evidencia la desilusión que compartían muchos sectores con la trayectoria de la democracia colombiana hasta ese momento, vista como un ropaje en el que se envolvieron los partidos políticos para cubrir sus reales tendencias pretorianas. Una visión pesimista de la democracia se derivaba de que los partidos se alternaron el poder desde la Independencia, circunstancias que permitieron la instalación en él de la oligarquía nacionalista que ahora lideraba una reforma política: "la idea democrática no aparecía por ningún lado y no había esperanza de que surgiera la verdadera República de la lucha contumaz de los partidos"9. Eran objeto de recriminación que las oligarquías partidistas y los presidentes, envestidos de poderes autocráticos, ni siquiera se molestaran en recurrir al sufragio y tomaran directamente el camino de la guerra o la manipulación del sistema para alcanzar sus objetivos. Así ocurrió precisamente con el mecanismo adoptado por el gobierno de Núñez para la conformación del Consejo Nacional de Delegatarios, encargado de la redacción de la Constitución de 1886, el cual, según Rocha Gutiérrez, carecía de legitimidad popular, al haber sido apenas ratificado por medio de unas comunicaciones de unos concejos municipales. Tanto en su origen como en el desarrollo de sus debates, los delegatarios omitieron considerar que "la libertad electoral es la primera de las libertades públicas"10 cuando optaron por mantener el sistema de mayorías en el que el partido en el poder se adueñaba del gobierno y excluía a los demás, con lo cual conformaba una oligarquía.
Sin duda, las críticas al sistema electoral creado por la Regeneración eran la temática que más concentraba la atención de los liberales en su proyecto constitucional y, en un segundo renglón, aparecían asuntos como la educación y la religión. Pero en relación con el primer tema, se pueden destacar tres cuestiones centrales en torno de las cuales giraba la crítica de los liberales a la Constitución de 1886 y su propuesta constitucional: en primer lugar, los ya enunciados asuntos de la alternancia y de la representación; en segundo término, el sufragio como expresión de las libertades individuales; y, finalmente, la relación entre el poder electoral central y la autonomía en este campo de las entidades regionales (los antiguos estados). Dichos cuestionamientos tienen como base la denuncia de que el Consejo Nacional de Delegatarios -carente de legitimidad, por no haber resultado del ejercicio de la soberanía ciudadana mediante el sufragio- usurpó las funciones del legislativo e impuso un sistema electoral basado en un espíritu oligárquico.
La primera acusación apuntaba a señalar el hecho de que la instauración de un mecanismo electoral mayoritario que impedía el reconocimiento de los otros partidos -es decir, la representación- lo que buscaba era asegurar la permanencia del presidente y de su oligarquía en la cúspide del poder y anular así cualquier posibilidad de alternancia. Ante esto, los liberales manifestaban que, si no se reconocía la posibilidad de que en el ejercicio de los poderes públicos participaran de forma proporcional las dos fuerzas políticas más importantes, el estallido de un conflicto bélico podía ser inevitable: "Habrá, sin duda, un partido que sostiene el nuevo régimen autocrático establecido por el presidente; pero habrá otro partido que lo combate, y esta colisión producirá las mismas disensiones y las mismas guerras de los precedentes gobiernos"11. De otro lado, tal y como resultó la confirmación de los delegatarios, los liberales criticaban que la concepción del sufragio de los nacionalistas impedía la expresión de la opinión libre de los ciudadanos. Pensaban que la libertad electoral estaba articulada a la libertad de imprenta y a la libertad de reunión y, en tanto estas subsistieran, la sociedad contaba con la "suficiente fuerza moral" para reformar las instituciones. Pero si el gobierno no respetaba las tres libertades, la insurrección se erigía entonces en un derecho, a pesar de que se tenía conciencia de que "las contiendas armadas producen nuevos caudillos y nuevas oligarquías"12.
En cuanto a la situación del poder electoral en el marco de la centralización regeneradora, la propuesta de carta política de los liberales seguía contemplando una configuración estatal de tipo federal, teniendo en cuenta que creían que ese era el mejor modelo para un país tan fragmentado regionalmente como Colombia. Eran conscientes de la necesidad de reformar el federalismo de la Constitución de 1863 y concretamente en la materia electoral, pues la falta de controles a los comicios en los estados explicaba parte importante de la crisis en que entró el sistema instaurado con esa carta política: "la influencia exclusiva del partido liberal llevó el país al federalismo exagerado en 1863 y la influencia exclusiva del partido conservador lo lleva, de nuevo, al centralismo exagerado en 1886"13. Lo único que podría contemporizar el centralismo vigente era que el gobierno estuviera en manos de los dos partidos; de lo contrario, la inestabilidad institucional seguiría dictando el destino del país y la exclusión se haría intolerable para aquellos que quedaran marginados del poder.
Así, el Partido Liberal estaba trazando el camino para una insurrección armada que encontraba su legitimidad en el cierre del panorama electoral que se vislumbraba. El excesivo centralismo, los obstáculos a la representación y la alternancia, así como las restricciones al ejercicio libre del sufragio terminarían desencadenando la tan desprestigiada, pero justificada, apelación a la lucha armada. Sin embargo, el liberalismo consideraba que era necesario proyectar una estrategia política para tratar de evitar la confrontación con el gobierno. De hecho, a partir de 1886, el Partido Liberal no mantuvo una única línea de acción frente a las elecciones, por lo que su actitud osciló entre la participación y la abstención, resultado de las circunstancias de cada elección y de la posición cambiante que tenían los liderazgos que conducían los destinos de la colectividad. Puntualmente, la estrategia que proyectaba el liberalismo era retomar el talante "democrático" del partido con base en las siguientes acciones: la reactivación de las sociedades democráticas, para "que sirvan de centro para unir las voluntades y para difundir las ideas políticas"; la publicación de prensa periódica, "sostenida por compañías anónimas y alimentada por los hombres públicos más ilustrados del partido"; el voto consensuado, "según acuerdo previo de los centros políticos"; y, finalmente, la creación de un Directorio Central que garantizara la unidad "en todo lo que se refiere a los grandes intereses nacionales".14 Todos ellos serían mecanismos con los cuales se lograría la construcción de las democracias y de la repúblicas "verdaderas", las que sería posible reconocer porque en ellas todos los partidos contarían con una representación proporcional en las corporaciones, que, además, habrían obtenido por medio del sufragio libre.
Pero Rocha Gutiérrez se preguntaba que, si ya había pasado "más de medio siglo de luchas sangrientas y de elaboración democrática", por qué no se había logrado consolidar las instituciones políticas y aún reinaban la conmoción social, el rezago económico y las guerras en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas. Para responder este interrogante, el autor parte de registrar la visión negativa que se tenía de los grupos raciales -con la excepción de la raza blanca- que conformaban la sociedad mestiza, señalando que los negros y los indios no mostraban una tendencia a la civilización y no tenían las posibilidades de "elevarse al conocimiento de las ideas abstractas que sirven de fundamento al orden moral"15. Además, el clima y el entorno geográfico, de la misma forma que la situación de despoblamiento en que se encontraba casi todo el territorio, contribuían a formar sociedades en las que escaseaban el desarrollo material y la cultura, por lo que en ellas pululaban las supersticiones y las pasiones mientras que la razón brillaba por su ausencia. Pero aunque estas fueran unas condiciones poco "favorables" para la conformación de una sociedad con las suficientes capacidades intelectuales y morales para la consolidación de las instituciones políticas, Rocha Gutiérrez insistía en las motivaciones que realmente explicaban la continuidad de la guerra y de los desajustes instituciones de carácter político, a saber: el ya reiterado gobierno excluyente, que daba lugar a la existencia de una oligarquía de partido y la concentración de poder político en la cabeza del Ejecutivo, es decir, del presidente, situación a la que se llegaba por la marcada tendencia a desconocer "la voluntad popular por medio del sufragio", lo que no dejaba otro camino para "alcanzar el poder público que las conmociones violentas y la guerra".16
De esta manera, para el liberalismo el problema, en el caso colombiano, no es que no existiera democracia, sino que el país contaba con una "falsa democracia":
Todos los procedimientos electorales empleados hasta hoy, desde la fundación de la República, han tenido por objeto la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y ninguno de ellos le ha dado representación a la minoría. Indudablemente la mayoría tiene derecho de gobernar; pero lo tiene para excluir del gobierno a la minoría, porque la soberanía residente en el pueblo y el gobierno debe ser la expresión de la soberanía.17
Así, la falsedad de la democracia en Colombia radicaba en la imposición de restricciones a la representación de las minorías y a la alternancia. Para librarla de ese defecto era necesario "purificar el sufragio", lo que se podía entender como una búsqueda por forjar una nueva cultura electoral,18 más exactamente, una cultura electoral democrática, ya que se consideraba que la vigente se basaba en "artimañas" y "procederes fraudulentos" que falseaban el sufragio y hacían que "la voluntad aparente del pueblo sea la voluntad del que manda"19. Al tener conciencia de las dificultades que implicaba transformar comportamientos arraigados en la sociedad por varias generaciones, el paso que se requería para iniciar el proceso de construcción de una cultura electoral democrática era reformar las instituciones y las prácticas electorales, tanto las del centralismo como las del federalismo.
La referencia a la "falsa democracia" encontraba su inspiración en los planteamientos de John Stuart Mill, cuyo liberalismo utilitarista planteaba que dicha falsedad radicaba en que el sistema representativo reconocía exclusivamente a la mayoría, la cual, las más de las veces, resultaba siendo en realidad una minoría20. El influyente liberalismo inglés se convertía en el principal referente de los jóvenes liberales colombianos que anhelaban la estabilidad institucional, distanciándose de la herencia política francesa y sus componentes radicales, mesiánicos y utópicos, los cuales habían cumplido un papel clave en el desarrollo del liberalismo colombiano a mediados del siglo XIX. La inestabilidad y la explosividad de la historia francesa despertaban ahora temores entre liberales como José María y Miguel Samper, Aníbal Galindo, Carlos Arturo Torres y el mismo Rafael Núñez, quienes se mostraban dispuestos a aprender las lecciones que había dejado el inmediato pasado radical y a descartar el federalismo extremo, el anticlericalismo y la absoluta libertad de prensa, en parte como producto del ascendiente que ejercían sobre ellos los pensadores ingleses. Incluso el otro sector de ese partido, que mantenía sus vínculos con el talante igualitario del pensamiento liberal radical y se expresaba más inclinado a la salida insurreccional como solución a su exclusión, había llegado a cuestionar conceptos centrales como el de libertad, mezclándole "grandes dosis de autoridad y seguridad"21. En todo caso, ambas líneas del liberalismo expresaban su preocupación por una idea de la democracia que se entendiera como imposición de las mayorías sobre las minorías, esto a pesar de la paradoja que representaba defender a estas últimas "con argumentos no liberales y no democráticos", toda vez que se debía contemplar la posibilidad de que las mayorías no siempre son las poseedoras de la razón y de que hay oportunidades en que estas no están conformadas por los mejores22.
Indudablemente, el debate sobre la representación proporcional durante las últimas décadas del siglo xix no se estaba desarrollando únicamente en Colombia. En general, las democracias occidentales estaban procurando en ese periodo definir los mecanismos más efectivos para otorgar representación en las corporaciones y en el gobierno a los diferentes sectores que constituían sus sociedades, las cuales se mostraban cada vez menos homogéneas y más interesadas en participar en las distintas instancias del poder público. Una de las banderas de ese movimiento era precisamente el reconocimiento del método electoral de la representación proporcional, que contaba entre sus más destacados defensores al ya mencionado John Stuart Mill, a Thomas Hare -quien diseñó para Gran Bretaña uno de los sistemas de cociente electoral más populares, conocido precisamente como cociente Hare-, y a Catherine Helen Spence, pionera del movimiento sufragista y entusiasta de la representación proporcional en Australia23. Por contraste, la Constitución de 1886 había instaurado un sistema de representación uninominal para la elección del Congreso, después de haber señalado la inconveniencia y el "exotismo" del sistema proporcional o de cociente, razón por la cual la solicitud del liberalismo apuntaba a atacar uno de los elementos centrales del sistema diseñado por la Regeneración.
La reforma de las prácticas y de las instituciones electorales requería, en primer lugar, "purificar" el sufragio y, en segundo lugar, atraer más votantes, pues la corrupción, el fraude y la violencia no solo contaminaban los resultados, sino que minaban la confianza de los ciudadanos en el ejercicio del derecho al voto, quienes "se retraen o se ocultan el día de las elecciones, convencidos de la esterilidad de sus esfuerzos o para evitar altercados o molestias de la lucha"24. Con respecto a la purificación del sufragio, y contándola también como una de las reformas del federalismo, se debía garantizar la supervisión que el Estado central realizaba a los comicios de los estados y viceversa, reconociendo una "facultad constitucional de verificar los escrutinios".25 Específicamente, una actividad que requería especial fiscalización por instancias superiores era el escrutinio, considerado como el momento más riesgoso para la adulteración de la voluntad popular que se había expresado en los sufragios.
En cuanto a alcanzar una mayor convocatoria de votantes para las diferentes jornadas electorales, se contemplaba un proceso regulado de expansión del sufragio en el que el factor determinante fuera "la capacidad intelectual y moral de los electores". Siguiendo también en este punto a Mill, Rocha pensaba que la enseñanza universal debía anteceder al reconocimiento del sufragio universal, por lo que únicamente las personas con niveles de ilustración mínimos -saber leer y escribir- eran quienes podían ejercer el derecho especial al voto; el carácter especial de este derecho se derivaba de que conjugaba el marco de las libertades individuales con los requerimientos del colectivo, es decir, era un derecho ciudadano con una función pública fundamental. Las "masas ignorantes" no debían tomar parte en la orientación política de la sociedad, ya que, debido a su inconciencia, eran susceptibles a la manipulación de las autoridades e integrantes del clero y contribuían así a la distorsión de la opinión popular:
No basta extender el sufragio a fin de que sea positivo y fecundo: es necesario concederlo a individuos que tengan aptitudes y discernimiento, puesto que él no es solamente un derecho en el que lo ejercer, sino un encargo público, un deber social, cuya omisión apareja responsabilidad.26
Es más, con fundamento en la importancia de la ampliación controlada del sufragio basada en la ilustración, el proyecto de Constitución liberal, en el capítulo iv sobre "ciudadanía política", contemplaba que el voto fuera obligatorio para los varones mayores de 21 años que supieran leer y escribir27. Esta medida requería de la juiciosa verificación de quienes efectivamente sufragaban por medio del otorgamiento de un título electoral que cada votante inscrito debía presentar al presidente del jurado en la mesa de votación, documento que solo sería devuelto posteriormente al ciudadano una vez fuera contrastado con el censo electoral, lo que permitiría determinar quiénes no acudieron a la jornada para imponer las sanciones que definiera la ley.28
La propuesta de los liberales era más restrictiva en cuanto al reconocimiento de los derechos políticos a la población que lo contemplado en el marco constitucional de la Regeneración. De acuerdo con la Constitución de 1886, todos los ciudadanos podían participar directamente en la elección de concejales y diputados, mientras que la solicitud de requisitos de renta y alfabetización se reservaba para las elecciones nacionales, es decir, las de Congreso y del presidente de la república. En este sentido, el proyecto constitucional recogido por Rocha Gutiérrez no daba posibilidades de participación a la población que no supiera leer y escribir, aun cuando expresaba que los estados podrían ampliar el sufragio a más individuos.29
Con respecto a esta temática, importa hacer dos anotaciones: en primer término, que para los liberales la idea de ciudadanía solo se inscribía en su dimensión política; de hecho, en el proyecto de Constitución se hacía referencia textualmente a la "ciudadanía política". El que el concepto de ciudadanía estuviera acompañado del adjetivo "política" implicaba que quienes no estaban habilitados para sufragar no eran considerados ciudadanos. Además, era evidente la importancia que revestía para el liberalismo la educación, como precondición para el disfrute de la condición ciudadana, mientras que la Regeneración daba mayor importancia a la condición moral de los ciudadanos, quienes debían demostrar medios legítimos y honrados de subsistencia. Aunque en términos prácticos la condición de ilustración se suplía simplemente con el hecho de poder firmar, en el fondo sí había una aspiración de los liberales a contar con una base de sufragantes con mayores capacidades de discernimiento, a quienes se pudiera acudir para tomar las mejores decisiones en pro del bienestar colectivo.
Una segunda anotación tiene que ver con los caminos que se preveían para expandir el sufragio, además del deseado -pero ciertamente ilusorio-incremento de la ilustración de la población. Aunque el proyecto constitucional como tal no lo contemplaba, las bases doctrinales de la misma sí hacían referencia explícita a la posibilidad de que se reconociera el derecho al sufragio de las mujeres alfabetizadas, punto de vista que también llevaba la impronta de los planteamientos de Mill sobre el sufragio universal, citados por el propio Rocha Gutiérrez:
Considero esto [la diferencia de sexo] tan absolutamente insignificante, en cuanto a los derechos políticos, como la diferencia de estatura o de color de los cabellos. [...] Si hay alguna diferencia, las mujeres tienen más necesidad de él que los hombres, puesto que siendo físicamente más débiles, dependen más de la ley de la sociedad para su protección.30
Ciertamente, el movimiento sufragista internacional ya había realizado avances importantes articulándose al liberalismo y al individualismo, especialmente en el mundo anglófono31, y el que se hubiera contemplado un futuro reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres colombianas en el marco doctrinal de la propuesta constitucional liberal puede ser un indicador de que para algunos sectores -claro está, minoritarios- este planteamiento no resultaba tan inapropiado ni incluso disparatado, como lo fue para los redactores -de origen liberal y conservador- de la Constitución regeneradora32. Paradójicamente, la posibilidad del derecho al sufragio femenino servía de acicate para que se mantuviera la exclusión de una parte considerable de la población en cuanto al disfrute de los derechos políticos:
Siendo necesario limitar el sufragio a los individuos que tiene capacidad para ejercerlo, debe, sin embargo, ser expansivo, porque esto exige el genio de la democracia: y la expansión tiene lugar de dos modos: ora, porque se aumente el número de electores a medida que se propagan los conocimientos del saber humano, ora porque los Estados lo reconocen en individuos que no son varones, mayores de edad, que sepan leer y escribir.33
En este mismo sentido se expresaban liberales "conservatizados" como José María Samper, quien veía un error en haber conducido la senda amplia de la democracia a una población ignorante que habitaba de manera dispersa en territorios inhóspitos y vivía según las costumbres e instituciones coloniales34. Por esta razón el sufragio se constituía en un verdadero derecho y expresión de la justicia, cuando nacía de "la conciencia de las almas ilustradas", por lo que no debería estar al alcance de las muchedumbres ni provenir de las pasiones populares. Había entonces que plantear una diferenciación entre convicciones y pasiones democráticas, siendo escasas las primeras, mientras que las segundas dominaban la política colombiana y habían impuesto el caciquismo a través de las intrigas de la prensa y el voto resultado de la intimidación. Samper admitía, sin embargo, que esta lamentable situación no se debía exclusivamente al "envilecimiento del pueblo", sino también al "egoísmo de las clases inteligentes e ilustradas".35
Este argumento se podía articular con la visión de la democracia característica del conservatismo colombiano, en la cual la inteligencia y la moral católica -especialmente está ultima- cumplían un papel fundamental en la consolidación de un gobierno democrático; en ese sentido, entre más individuos virtuosos hubiera en una sociedad y más pura fuera su moral religiosa, más cercana estaría ella de la democracia. Por ende, recalcaba Sergio Arboleda, "no hay sociedad mejor dispuesta para las instituciones democráticas que las sociedades católicas".36 Para Rafael Núñez, lo anterior contrastaba con el imprudente debilitamiento del fervor católico que había emprendido el liberalismo entre las masas ignorantes, así como con la desatinada expansión del voto popular para determinar todos los cargos públicos durante el radicalismo, incluso los de la rama judicial37. Asimismo, Samper consideraba pertinente que, para atemperar los ánimos veleidosos de la República, había que echar mano de instituciones conservadoras.38
Fue así como para el liberalismo -tanto el de oposición como el de la coalición nacionalista- la construcción de una cultura electoral democrática a finales del siglo XIX y durante los primeros años del XX no pasaba por aumentar la base electoral, sino, preferiblemente, por conseguir que esa base estuviera cualificada. Las referencias al sufragio universal eran marginales y más bien se consideraban una aspiración que carecía de viabilidad para ese momento; por el contrario, el acceso al voto de "las masas populares" se podría constituir en un potencial peligro para la democracia y en nada contribuiría a solucionar sus problemas reales. Por consiguiente, era menester atacar otros elementos asociados a las instituciones electorales, para alcanzar una modificación de las prácticas fraudulentas y corruptas que habían contribuido a enquistar el sistema mayoritario y los excesos del presidencialismo.
El conservatismo nacionalista rechazaba los argumentos de los liberales para sustentar su búsqueda de una reforma. Carlos Holguín manifestaba en 1893: "¿A quién podrán convencer de que no hay paz, orden, liberal y seguridad hoy en Colombia? Ante la severa lógica de los hechos encallan todos los sofismas y las argucias de la logomaquia"39. Además de negar que el país estuviera atravesando alguna dificultad, el expresidente destacaba que la experiencia le había enseñado a no caer en las incitaciones reformistas de los radicales, quienes, según él, estando en el poder cometieron todos los abusos que ahora estaban denunciando: "La libertad de prensa desapareció ante la prisión de los escritores y la confiscación de las imprentas. El derecho de sufragio lo tuvieron solo los batallones [...] y aun así, se reservaban el derecho de escrutar"40. Con un tono más reposado, el conservador histórico Carlos Martínez Silva -en algunas oportunidades aliado de los liberalesse inclinaba por que la ley fuera objeto "de adaptación, de desarrollo y de interpretación", manteniendo cierto carácter de inmutabilidad para no alterar en demasía el orden constitucional. Desde su perspectiva, las temáticas constitucionales tenían una jerarquía, de ahí que no resultara conveniente intervenir constantemente los asuntos fundamentales.41
La solitaria lucha de Uribe Uribe en el Congreso
Rafael Uribe Uribe combatía desde la Cámara de Representantes para que las instituciones de la Regeneración reconocieran la representación del liberalismo. En sus primeros discursos como único congresista liberal en la legislatura de 1896, el líder antioqueño planteaba que las corporaciones de representación debían ser una fotografía lo más exacta posible de la nación, por lo que todos los grupos sociales que la componían deberían tener asiento allí, para defender sus intereses, independientemente del sistema electoral que se hubiera adoptado. Para él, el principal ejemplo de las deficiencias de la representación era la misma composición del Congreso, conformado, salvo algunas excepciones, con "el sofisma del mandato popular"; y aunque reiteraba constantemente que su intención no era ofender a sus colegas, insistía en que estos, más que "representantes del pueblo de 1896", parecían más "delegados del ejecutivo"42. Definitivamente, la ausencia de representantes de la oposición le restaba legitimidad a esa corporación, pero, según Uribe Uribe, el que los liberales no estuvieran allí no era un hecho fortuito. Por ello se esforzaría en demostrar que en Antioquia las decisiones que se tomaron para anular los escrutinios en algunos distritos electorales, así como la manipulación y la coacción de las que eran objeto los votantes, habían llevado a una sobrerrepresentación del Partido Nacional en desmedro de los candidatos liberales y conservadores. Por ejemplo, señaló explícitamente que el resultado de la votación en el municipio de Fredonia, que benefició mayoritariamente al candidato nacionalista Julio Ferrer, fue resultado de la puesta en marcha de un conjunto de prácticas que viciaban el proceso y debieron haber conducido a su nulidad:
[...] supresión del derecho de reunión de los oposicionistas, propalando especies como la de que los velistas y liberales en liga solo se proponían exterminar al clero de modo de no dejar confesor que auxiliase a ningún católico en sus últimos momentos; obligando a las personas distinguidas de la oposición a prestar servicio de agentes de policía, so pena de prisión, a fin de imposibilitarlas para trabajar por sus candidatos; trabajando por los suyos abiertamente los funcionarios electorales, judiciales y administrativos; obligando a ir a los detenidos de la cárcel, a los convalecientes del hospital, a hijos de familia y a labriegos ignorantes; conduciendo a la cárcel a ciudadanos inocentes y aun inmunes, con beneplácito del prefecto y a despecho de protestas nutridas; manteniéndolos en prisión hasta que las señoras de Fredonia intervinieron por memorial; no poniendo en las listas de sufragantes distintivo alguno entre los ciudadanos que podían votar por saber leer y escribir, y los que, sin tener esos conocimientos, podían hacerlo por tener la renta exigida por la ley, a fin de establecer promiscuidad y confusión; suprimiendo de las listas a centenares de oposicionistas que se habían hecho inscribir en oportunidad, hasta el punto de que algunos de ellos -obligados a prestar servicio de jurados de votación, para alejarlos del ejercicio de su influjo- no pudieron, sin embargo, votar por no estar escritos sus nombres; rechazando de las urnas a ciudadanos inscritos, por fútiles pretextos; ejerciendo presión sobre los jurados que se atrevían a resistir la complicidad del fraude, y apelando, en fin, a todos los manejos y artes infames tan socorridos en tales casos para gentes sin honor y sin consciencia.43
Todas estas situaciones, más la anulación de las elecciones en distritos donde no se presentaron irregularidades, de acuerdo con Uribe Uribe, habían impedido que el liberal Luis A. Robles o el conservador Pedro Nel Ospina tuvieran silla en el Congreso conformado en 1896, en representación del segundo distrito electoral de Antioquia. Pero ellos no habían sido las únicas víctimas de las acciones fraudulentas: lo fueron principalmente 2.062 "votantes republicanos", cuya opinión fue marginada por los 85 nacionalistas que votaron por Ferrer. Esta no fue la única denuncia de Uribe Uribe en la Cámara de Representantes, ya que aseguró que otras víctimas de las irregularidades fueron Aquileo Parra, Salvador Camacho Roldán y Ezequiel Abadía, el primero en el tercer distrito electoral de Antioquia y los otros dos en Panamá, departamento este donde las plazas fueron ocupadas por dos representantes que no cumplían con el requisito de edad para ostentar ese cargo (25 años mínimo).
Era un hecho que quien mejor recogía la frustración de los liberales con respecto a la inequitativa representación de su partido en las diferentes instancias del poder político era Uribe Uribe, solitario defensor de las causas del liberalismo en el Congreso, quien ya había tenido una esporádica participación en la rama electoral cuando fue elegido secretario del Gran Jurado Electoral de Antioquia en agosto de 188144. Para él resultaba sorpresivo que el principal criterio para fijar la representación y, por ende, la legitimidad de la elección no fuera el haber obtenido el mayor número de votos, pues "toda interpretación en sentido contrario conduce al absurdo y a la injusticia, pues ella quiso establecer entre el voto y la representación un hilo, una cadena que nada ni nadie pudiese interrumpir"45. Pero aún más inconcebible le resultaba el hecho de que se atropellaran los derechos del Partido Liberal, aun cuando tanto los sectores gobiernistas como los conservadores en la oposición eran conscientes de que el liberalismo no estaba representado "en proporción a su número y fuerza", ni en la Cámara ni en los demás espacios de la política. Y el horizonte que vislumbraba el joven congresista no era para nada halagüeño, ya que, según sus cálculos, si la tendencia de crecimiento de un solo congresista liberal por cada legislatura se mantenía -como venía ocurriendo desde 1886- tendría esta fuerza política que esperar hasta el año 2024 para recuperar la mayoría de 32 representantes a la Cámara y, en consecuencia, "la supremacía en la dirección de los negocios públicos".46
El sistema de representación simultánea que promovía Uribe Uribe tenía el propósito de crear lo que para él era una verdadera república, basada en "la adopción de un mecanismo electoral con el cual se obtenga el resultado inevitable de llevar a los cuerpos deliberantes individuos de todos los partidos y grupos políticos en proporción al número de adeptos que cuenten en el país"47. Las ventajas del sistema eran considerables y Uribe Uribe reconocía que muchas de ellas habían sido resaltadas ampliamente por Rafael Rocha Gutiérrez diez años atrás en su obra La verdadera democracia. Sin embargo, era necesario insistir en que las mayorías electorales no debían asumir una actitud monopolista del poder y sí permitir a la oposición mantener vigentes sus voces en el Congreso, en la prensa y en las urnas, lo que, incluso, posibilitaría en el futuro a la minoría constituirse en mayoría. De esta manera, una reforma en la representación abría la puerta no solo de la alternancia, sino también de la paz pública, ya que esta no quedaría en manos de los ejércitos o de los caudillos, al ser "resultado de la ponderación de las fuerzas sociales, de la rotación regular de los partidos en el poder, y obra deliberada y espontánea de la opinión pública".48
El tono de estupefacción de Uribe Uribe en sus discursos de 1896 mutó a uno más determinado y, además, amenazante, cuando exigía la aprobación de las reformas electorales que se estaban estudiando en el Congreso. Sostenía que el liberalismo podía llegar a "mirar con desdén las llamadas vías legales", si la independencia del poder electoral no incluía una presencia legítima de sus representantes en las corporaciones que se llegaran a crear para esta rama. La conservación de la paz dependería de si la Cámara y el Senado acogían la idea de elegir cuatro representantes liberales para el Gran Consejo Electoral, que estaría conformado por diez integrantes, y lo propio ocurriría con toda la jerarquía de corporaciones electorales a nivel regional y local. No obstante, Uribe Uribe aseguraba que, "si una de las dos (cámaras), o entrambas, omitiere hacerlo, plantearán a sabiendas la solución inevitable y tremenda de la guerra". Adicionalmente, la adopción de la representación de las minorías debía también ocuparse de facilitar el ejercicio del sufragio a los ciudadanos, al tiempo que se fijaban procedimientos rigurosos y detallados a las funcionarios para facilitar su supervisión. En ese sentido, había que combatir la "repugnancia" que sociedades como la colombiana mostraban al ejercicio del sufragio, el que, de hecho, debía hacerse obligatorio para quienes reunieran las condiciones de ciudadanía.49 La expectativa era que con la reforma, mutarán "en batallones de sufragantes los que hoy están listos a ser batallones de combatientes".50 Así se iba configurando la disyuntiva entre la adopción de una reforma electoral o el inminente levantamiento armado de los liberales.
Las reformas electorales frustradas
En 1898 se tramitaron dos reformas electorales, una en el Senado y otra en la Cámara de Representantes. La del Senado era autoría del reconocido constituyente nacionalista Carlos Calderón Reyes, mientras que en la Cámara se estudió el proyecto de Eliseo Arbeláez, en cuya comisión redactora se encontraba Uribe Uribe. El primer proyecto planteaba que el Ejecutivo fuera independiente del Gran Consejo Electoral, ya que sus nueve integrantes serían elegidos por el Congreso (cinco por la Cámara y cuatro por el Senado), lo que también revestiría de mayor legitimidad a la institución, al otorgarle una base "popular", respaldada en el voto ciudadano para elegir a los congresistas, especialmente a los representantes a la Cámara. También se aumentaban los requisitos para poder hacer parte del Gran Consejo, fijando como edad mínima los 25 años, la obligatoria residencia en Bogotá y una trayectoria como ministro, magistrado, procurador, consejero de Estado, general de división, senador o congresista. El Gran Consejo Electoral cumpliría con el encargo de nombrar a los integrantes de un tribunal de escrutinios que se crearía para cada departamento, cuya tarea sería "conocer, por apelación, de los juicios que se intenten sobre nulidad de los escrutinios y las votaciones". Igualmente, el proyecto de reforma del Senado llamaba la atención sobre la intervención de las otras autoridades en los procesos electorales, la que dependería exclusivamente del llamado y de la supervisión de los funcionarios electorales, quienes serían los únicos encargados de vigilar el cumplimiento de la legislación en esa materia y de la pureza del sufragio.51
Este ánimo de independizar el poder electoral y contar con mayores instancias de verificación de los escrutinios, así como de cualificar y legitimar sus principales autoridades, especialmente el Gran Consejo Electoral, contempló también incrementar el control sobre la emisión del voto, razón por la cual proyectó la creación de una cédula electoral52. Este documento sería entregado por el jurado electoral de los municipios a los ciudadanos y en él se acreditaría el tipo de elección en la que este podría participar durante el año en que fue expedido. Las características principales previstas para dichas cédulas eran: "será litografiada; contendrá el nombre del departamento, distrito electoral, y distrito municipal respectivo; la fecha en que se expide, y la firma autógrafa del presidente, vicepresidente y secretario del jurado"53. De esta manera, la cédula no se entendía como un documento de identificación permanente, ya que sería utilizada como papeleta de votación el día de las elecciones y serviría como mecanismo de conformación de las listas de sufragantes, para lo que los jurados conservarían una porción de cada documento que contenía la firma del ciudadano. Para los individuos que no aparecían en las listas y llegaran a requerir la cédula, se planteaban unos mecanismos de comprobación de su identidad y del cumplimiento de los requisitos para sufragar, muy similares a las de la Ley 7 de 1888: testimonio de dos ciudadanos para acreditar vecindad, fe de bautismo o testigos para la edad, la firma en la pestaña de la cédula que quedaba en poder del jurado electoral, certificación de renta o testimonio para cumplir con el requisito de renta. Es así como el proyecto aún daba valor a los tradicionales mecanismos de reconocimiento social que eran propios de la condición de vecindad -fundamentalmente, el testimonio de los vecinos-, aunque también se acogían formas "modernas" de certificación de la información de los individuos, como es la evidencia documental.
Otro asunto sobre el que se proyectaba una reforma era el de la aplicación del voto incompleto, pero únicamente para la elección de los concejos municipales, mientras que se aumentaba el número de diputados a elegir de acuerdo con la cantidad de población de los distritos electorales. Finalmente, se hacía claridad sobre los motivos de nulidad de las elecciones de senadores54. Evidentemente, existía alguna disposición para abordar temas de la ley electoral que eran objeto de crítica y rechazo por la oposición liberal-conservadora; sin embargo, la cuestión central, la que estaba pendiendo sobre el país como la espada de Damocles, no había sido incorporada a la propuesta nacionalista de reforma electoral: se trataba del reconocimiento de la representación de la minoría en las corporaciones de orden nacional, particularmente en el Congreso. Entonces, ni el paso dado en los concejos municipales con el voto incompleto ni la ampliación de las asambleas departamentales satisfacían las expectativas de los liberales.
En la Cámara de Representantes cursaba otro proyecto de reforma electoral, liderado por el congresista Eliseo Arbeláez -conservador histórico-, en cuya comisión redactora se encontraba Rafael Uribe Uribe. A diferencia del proyecto del Senado, este sí contemplaba que, para todas las votaciones que fueran por "tres o más candidatos"55, se utilizara el sistema de lista incompleta y, de la misma forma, que quienes elegían a los integrantes del Gran Consejo Electoral eran los representantes a la Cámara. El proyecto también insistía en la importancia de que las sesiones del Gran Consejo fueran públicas y en que la intervención en los comicios de las autoridades diferentes a la electoral solo podría tener lugar "previo el requerimiento de dichos funcionarios"56. La propuesta de Uribe Uribe de incluir un artículo en la ley reformatoria que estableciera el sufragio como una función constitucional obligatoria para todos los ciudadanos fue denegada.
Tras su aprobación, el proyecto de la Cámara, es decir, el que más hubiera contribuido a contener el denuedo bélico de un sector del liberalismo, pasó al Senado y allí no llegó a ser aprobado, lo mismo que ocurrió con el proyecto de esta misma corporación. Los tiempos de aprobación estaban ajustados y las sesiones extraordinarias de las dos cámaras no eran suficientes para llegar a la promulgación de la reforma electoral. Sin embargo, para la oposición era más que evidente que la responsabilidad de que no se concretara la reforma recaía en el Senado: "el peso de tamaña responsabilidad ante el público hoy, y ante la historia, debe recaer exclusivamente sobre la mayoría nacionalista del Senado, que por variados y no siempre limpios caminos entorpeció la marcha regular de los debates".57 De hecho, la decisión del Senado de "hundir" la reforma electoral estaría contrariando las instrucciones del presidente Sanclemente, quien se habría manifestado a favor de su aprobación. Muchos observadores, contemporáneos y posteriores, consideraron que, si se hubiera materializado alguno de estos proyectos, tal vez el país se hubiera podido ahorrar la devastadora Guerra de los Mil Días58.
Conclusiones
Vale la pena preguntarse de forma explícita por qué los líderes de la Regeneración mostraron tanta resistencia al reconocimiento de la minoría o, en otras palabras, a conceder algún nivel de representación política a los liberales, incluso teniendo en cuenta que algunos autores reconocen que esta decisión podría explicar buena parte del fracaso del proyecto regenerador59. Con seguridad, entre los integrantes de la alianza nacionalista generaba mucha alarma la posibilidad de que un reposicionamiento electoral del liberalismo reorientara al país por la senda del federalismo, el anticlericalismo, los excesos de las libertades individuales, el liberalismo económico ortodoxo y, en general, ideologías foráneas que consideraban peligrosas para los valores tradicionales de la sociedad colombiana. En ese sentido, mantener al Partido Liberal marginado de las principales corporaciones de representación y del Ejecutivo, junto con otras medidas, como las leyes de vigilancia de la prensa, se constituían en mecanismos eficientes para ejercer un control social e ideológico de la población, evitando así la ebullición de desórdenes sociales protagonizados por actores sociales que habían demostrado posibilidades de articulación con el liberalismo, como efectivamente había ocurrido en el caso de los artesanos. La hegemonía electoral que anhelaban los regeneradores también era una garantía para la consolidación del centralismo y para el control nacionalista de los cargos y la burocracia, esto ante la necesidad de someter al Estado central poderes regionales tan fuertes como los de Antioquia y Cauca. De cualquier manera, el cierre de la democracia que se experimentó perjudicó no solo al Partido Liberal, sino al conservatismo moderado, que se vio afectado por la aplicación de unas medidas que progresivamente fueron reconocidas por distintos sectores -especialmente por la oposición a la Regeneración- como prácticas autoritarias que no correspondían a las de una democracia. Esto para subrayar que estas formas "anómalas" de proceder en materia electoral no fueron exclusivas de la Regeneración, pero fue durante este periodo de intensa confrontación política cuando se hizo más evidente qué tipo de prácticas debían ser desterradas de la cultura electoral, partiendo de un proceso de reforma de las instituciones democráticas.