No tienen pueblo ni lugar, ni vivienda, ni casa[...] donde los coge la noche, allí cuelgan sus chinchorros [...] todas las sabanas, los montes y las orillas de los ríos son sus pueblos, su ciudad, su dispensa y sus bienes patrimoniales, andan de palmar en palmar, en tropas, en busca de frutas de las palmeras y allí pasan dos y tres días hasta consumirlas todas [...] son grandes cazadores de ciervos y venados y grandes flecheros [...] también son buenos pescadores, echan en los charcos la raíz que llaman en español barbasco y en achuagua cuna [...] la embriaguez de los polvos de la yopa no les falta nunca. De estas dos naciones {guagivos y giraras}, tan desparramadas y andariegas quiso la Compañía formar dos reducciones a las orillas de río Pauto. Fundaron San Ignacio de los Guagibos, Ariporo, para vencer la inestabilidad de guagibos y chiricoas, gentiles ariscos, supersticiosos, indómitos.
JUAN RIVERO, Historia de las misiones de los Llanos de Casanare y los ríos Orinoco y Meta, 1956
INTRODUCCIÓN
En el panorama lingüístico de la Orinoquia colombiana, aparecen, desde el temprano siglo XVII, obras de misioneros jesuitas que dan razón de centenares de lenguas y etnias que se presentan de manera un tanto desordenadas y confundidas con nombres de lugares, ríos, plantas, animales u objetos de cultura material. Este rico acervo documental no ha sido suficientemente estudiado en la universidad pública colombiana y, en consecuencia, presento un resumen de estos trabajos, con la intención de invitar a los académicos a iniciar una reflexión inspirada en los nacientes planteamientos de la sociolingüística histórica. Adicionalmente, la información sobre la Orinoquia presente en la obra misionera sobrepasa, en mucho, la que podemos encontrar para otras regiones naturales de Colombia, donde es muy escasa y a veces inexistente. Por esta razón, la revisión crítica de esta documentación, así como su ordenamiento en centros académicos especializados, es urgente.
A partir de 1605, la Compañía de Jesús llevó a cabo labores de fundación de pueblos, cristianización de indígenas y ocupación de territorios en los que ejecutó también tareas de sumisión y sujeción de indígenas. Los misioneros-operarios de la Compañía diseñaron sus estrategias de penetración a la Orinoquia desde el altiplano cundiboyacense, desde Santa Fe, Tunja y Duitama, y ubicaron sitios estratégicos en la frontera andino-orinoquense como Chita, el balcón histórico, y Pamplona, que se convirtieron en enclaves indispensables para descender la Cordillera Oriental y llegar a las cabeceras de los ríos principales que allí nacen: Apure, Arauca, Pauto, Ele, Cravo, Meta, Guaviare, Vichada y Guainía, tributarios del Orinoco, escenario de las misiones chitenses y cabeza de encomienda en 1620 (véase Figura 1).
La penetración misionera al Llano y la fundación de sitios estratégicos en la región dio lugar a desplazamientos y fusiones de grupos, a cambios de identidad y a alteraciones en la toponimia original, puesto que los europeos se abrogaron el derecho a nombrar etnias y lugares a su antojo. Estos elementos son parte de un proceso más general, puesto en marcha por la intensificación del comercio. Eric Wolf (2016), en el análisis sobre la presencia de iberos en América, confirma el hecho general de que grupos locales pequeños se desubicaran, se entremezclaran, perdiendo su identidad, y se anexaran a grupos mayores.
La historiografía jesuítica da razón de esta diáspora y se convierte en fuente de información, es decir, en un rico corpus que contiene nombres de lugares, personas, «tribus», objetos de cultura material, así como en información sobre creencias y rituales, prácticas de intercambio interétnico y tradiciones orales que fungen como cartografías míticas de los nativos orinoquenses; de allí procuraremos desagregar lo relacionado con lenguas, muy numerosas al decir de los misioneros, y la mayoría de ellas desaparecidas. En el fenómeno de contacto y de extinción de etnias encontramos, concomitantemente, indicios y huellas del proceso de glotofagia1. La historia de estos pueblos sin historia es parte de la historia de la expansión europea.
Las obras de referencia sobre el aporte jesuítico a la historia orinoquense colombiana constituyen el acopio documental más valioso sobre la región. El objetivo principal de estas crónicas y trabajos históricos fue resaltar la obra y vida de varones ilustres, misioneros europeos, en su mayoría españoles, que recorrieron esta vasta llanura, teniendo como agenda prioritaria la salvación de almas. En ellas, se destaca la reducción de indios nómadas y seminómadas en poblados fundados en las riberas de los grandes ríos, una empresa de sedentarización de grupos caracterizados por su gran movilidad.
Emerge de estas páginas la esclavización de nativos, ocupados en labores de ganadería y en mano de obra para los encomenderos. Hay, igualmente, en los documentos jesuíticos, datos fragmentarios sobre demografía, recursos naturales y comercio, que informan sobre relaciones de intercambio pacífico, de guerras intertribales, así como sobre contactos entre pueblos andinos y de sabana. La historiografía jesuítica inaugura también una geografía orinoquense que complementa la historia llanera, la de los caminos fluviales vinculados históricamente a notables jesuítas que legaron a la posteridad la biografía de las grandes arterias colombianas: Orinoco, Amazonas y Magdalena. En estas cartografías se anuncian las primeras divisiones sociopolíticas llaneras de alto y bajo llano (Rausch, 1940).
Por otra parte, desde el punto de vista de Lyle Campbell (1997) y de Willem Adelaar (1984, citado por Pache, Mossel, & Adelaar, 2017), los jesuitas más reconocidos por sus aportes a las clasificaciones filogenéticas de la Orinoquia son José Gumilla (1686-1750) y Filipo Salvatore Gilij (1721-1789). Además, sus obras han sido las más editadas de la producción jesuítica en virtud de la referencia a proximidades entre lenguas y dialectos de la región, lo que los hace pioneros en la formulación de familias lingüísticas. De hecho, estos dos autores contemporáneos minimizan los aportes de protagonistas de la política lingüística de la Orinoquia, tales como Alonso de Neira (1635-1606), Antonio de Monteverde (1618-1669), Gaspar Beck (1640-1684), José Cavarte (1655-1724), para mencionar algunos misioneros también jesuitas que se ocuparon de lenguas indígenas.
Las designaciones raciales indio-negro son producto de la subyugación de poblaciones nativas en el curso de la expansión mercantil europea. Muchos grupos nativos de tierras bajas tropicales de Sudamérica fueron destruidos y desaparecidos por completo; otros fueron diezmados, desbaratos y arrojados de sus hábitats originales. Las poblaciones sobrevivientes buscaron refugio con aliados o se unieron a otras poblaciones, adoptando con frecuencia nuevos nombres e identidades étnicas. Alrededor de las fundaciones de aquella época, hubo una amalgama de grupos locales y, en aquellos lugares, aparecieron los primeros emporios comerciales.
Entre los cronistas lenguaraces que destaca el padre José del Rey Fajardo (2016), para el periodo que va de la Conquista a la Colonia, sobresale la figura del padre Pedro Mercado, quien hacia 1620 recogió las primeras impresiones de los misioneros sobre lenguas del Piedemonte y del Llano; allí anuncia «17 pueblos de lenguas diferentes habladas por unos 3 300 individuos» (Mercado, citado por Del Rey Fajardo, 2016, pp. 4344). En este difuso panorama geolingüístico, encuentra fenómenos de bilingüismo y la existencia de lenguas generales que incitaron a los misioneros a «hacerse dueños de las lenguas para efectos de su predicación» (Mercado, citado por Del Rey Fajardo, 2016, p. 43).
En esta Historia y crónica orinoquense,Del Rey Fajardo (2016) le adjudica al padre Domingo Molina (1628) las siguientes obras: Gramática de la lengua chita y traducción del catecismo a ella; Apuntamientos para formar arte y vocabulario de doce diferentes lenguas que se hablan en estas misiones del Nuevo Reino; y Catecismo y confesionario en lengua tuneba. Asimismo, al jesuita Diego de Acuña le otorga la autoría del Vocabulario y Arte de las lenguas de los indios Morcotes y traducción en ella de la doctrina cristiana y algunas oraciones de la Iglesia; además, añade a estas el Arte y vocabulario de la lengua mosca. De José Dadey, Del Rey Fajardo (2016) nos dice que fue traductor del Catecismo limense y catedrático de Chibcha; este misionero aparece además como autor de los Apuntamientos para formar Arte y Vocabulario de los dialectos de los indios de Paya, Pisba y Támara y del Catecismo de la doctrina cristiana traducido a los dialectos de los indios de Paya, y agrega al mismo autor la Gramática y vocabulario de la lengua mosca-chibcha y las Pláticas sobre los principales misterios de nuestra Santa Fe en lengua muisca; finalmente, se le atribuye también el Catecismo para los indios del distrito de Mérida y un Catecismo para los indios de Aricagua.
La información sobre lingüística colonial debe rastrearse a partir de estas fuentes. Señalo, a continuación, autores y obras destacadas sobre el particular. Del padre Dionisio Mesland, el mismo Del Rey Fajardo (2016) nos informa que es autor de las Apuntaciones para formar arte y vocabulario de la lengua caquetá {caquetía} y el Arte y vocabulario de la lengua guahiva y chiricoa; de José Cavarte, los Apuntes para una gramática en lengua enagua; el Vocabulario de la lengua saliva; Arte, vocabulario y catecismo en lengua girara; Arte, vocabulario y catecismo en lengua saliva, y Arte, vocabulario y catecismo en lengua achagua, cinco obras de lingüística y de filología orinoquense.
En cuanto al padre José Gumilla, Del Rey Fajardo (2016) da noticias sobre su Gramática de la lengua betoy; Vocabulario de la lengua betoy y sus correspondientes Catecismo y pláticas varias. Además, en el Orinoco Ilustrado, la obra mayor de Gumilla, sabemos que hay una enumeración de lenguas matrices y derivadas, presentes en el área llanero-orinoquense con notas sobre el origen de esas mismas lenguas, un primer intento de clasificación en el que los idiomas matrices son caribe, sáliva, achagua, guahiba y betoy-jirara. Según el padre Gumilla, de estas cinco lenguas que se ramifican derivan las siguientes: de la caribe provienen la guayana, la palenque, la guiri, la guayquiri, la mapui y la cumanagota; la aturi (piaroa) viene a ser una corruptela de la sáliva, y de la achagua afirma que no se han descubierto derivadas. Por otra parte, de la guahiba nace la gran variedad de chiricoas, y de la betoye girara se deducen la situfa, la ayrica, la ele, la luculía, la jabué, la arauca, la quilifay, la anabalí, la lolaca, la atabaca y otras. Se nos aclara que la clasificación de Gumilla se amplió y modificó en la obra del italiano Salvatore Gilij, quien estableció nueve lenguas matrices (Pache, Mossel, & Adelaar, 2017).
Con respecto a José María Forneri, Del Rey Fajardo (2016) destaca su aporte a la filología yarura y las obras Elementos gramaticales de la lengua yarura, Gramática y diccionario de la lengua yarura, Gramática y vocabulario de la lengua yarura y la Relación de la religión, costumbres y ceremonias de los indios yaruras; al jesuita Lubián Roque, le asigna el Catálogo de la lengua saliva y Apuntamientos sobre las lenguas y las costumbres de los indios de la nación saliva; a Felipe Salvatore Gilij, le otorga la autoría de La Gramática y diccionario de la lengua tamanaca, Gramática y vocabulario de la lengua maipure, Doctrina Christiana y sermones morales en las lenguas tamanaca y maipure, Narraciones indígenas en tamanaco y maipure, Instrucciones diversas en tamanaco y maipure y Poesías en tamanaco y maipure.
JUSTIFICACIÓN
El estudio del pasado de las lenguas desde la perspectiva histórica implica recurrir a los fundamentos teóricos que hicieron posible reconstruir y reformular la dicotomía saussuriana sincronía-diacronía. En este campo, el aporte de William Labov (1983) sobre motivaciones sociales del cambio fonético, llevado a cabo en la isla Martha's Vineyard, amplió el espectro de la documentación, en la medida en que demostró que, para el estudio del cambio fonético, era necesario estudiar formas atestiguadas desde 1650 en el Atlas Lingüístico de Nueva Inglaterra (LANE, por su sigla en inglés), que reveló variantes fonéticas empleadas por migrantes portugueses, irlandeses y también nativos norteamericanos que poblaron la isla y que se repartían por oficios diversos en diferentes niveles socioeconómicos, que los ubicaron en una pirámide social a la que respondían usos lingüísticos, hablas diferentes. La suma de dichas variedades conformó con el tiempo el habla isleña, variedad opuesta al estándar de los neoyorquinos, que invaden la isla en tiempos de verano. Esta diferencia se explica, entre otras razones, por la necesidad de los nativos por valorar aspectos de su identidad y de su pertenencia a la isla.
A la hipótesis laboviana se adhirieron lingüistas anglosajones como Lesley Milroy (1987), con su ensayo sobre lenguaje y redes sociales, y Suzanne Romaine (1994), con su trabajo de lingüística sociohistórica; en el ámbito hispánico, también lo hicieron Francisco Gimeno (1995) y Juan Camilo Conde (2007), con títulos explícitos de sociolingüística histórica que sitúan la sincronía y la diacronía en el plano histórico del lenguaje. Milroy (1987) y Romaine (1994) indagaron en textos literarios sobre vestigios e improntas de formas de hablar propias de personajes con estatus sociales diferenciados, niveles educativos, sexo y ocupaciones diversas, que reflejaban en dichas obras indicios de variedades alta (o culta) y baja (o inculta) en boca de empleados, nobles o sirvientes.
En este punto resulta importante destacar que, en mi trabajo sobre relaciones entre comunidades andinas y comunidades amazónicas, encontré, a diferencia de lo que ocurre con la frontera andino-orinoquense, una escasez de información lingüística en tiempos tanto coloniales como republicanos. Contrasta la enorme información compilada por los jesuitas y por historiadores laicos relacionada con la Orinoquia. Sobre el particular cabe decir igualmente que, a diferencia de los sociolingüistas de estirpe anglosajona, me ocupé de archivos «menores» (parroquiales), casi inconsultos, existentes en los pequeños pueblos del piedemonte andino-amazónico (como Suaza, Belén de los Andaquíes y Mocoa). Se trata, pues, de archivos conformados por libros sacramentales de bautismo, matrimonio y defunción que datan de mediados del siglo XVII.
Estos archivos resultaron particularmente ricos en datos onomásticos (nombres de personas, lugares, grupos), en los que aparecen los nombres originales en lenguas aborígenes, algunas de ellas extintas, pero otras habladas en la actualidad. El procedimiento de exploración histórica y lingüística consistió en leer estos textos, junto con los hablantes de estas lenguas, y develar los significados de los nombres de sus ancestros y de los lugares (Marín, 2015), con el ánimo de identificar datos de tipo etnográfico como organización social y elementos simbólicos (parentesco, filiación clanil, prácticas de alianza, entre otros), así como datos lingüísticos que dan cuenta de transformaciones y de continuidades tanto lingüísticas como culturales. Algunos de estos elementos ya habían aparecido en relatos de tradición oral (Marín, 2004) y se confirmó su vigencia al cotejar con la información de estos archivos.
En consecuencia, considero que procedimientos semejantes pueden aplicarse al estudio sociolingüístico y etnohistórico de las lenguas llaneras, cuyos vestigios yacen en estos mismos archivos menores, además de los archivos mencionados por los historiadores jesuitas. Sirva como ejemplo el estudio de lenguas como el guahibo sikuani (Queixalós, 1985, 1991, 1995) o el puinave~wansöjöt, adelantado por Jesús Girón (2004, 2008), que a modo de ejemplo demostrarían que la inclusión de aspectos diacrónicos en los estudios lingüísticos es un componente fundamental en esta disciplina. Por supuesto, la consulta de libros sacramentales complementaría esta empresa.
¿SOCIOLINGÜÍSTICA HISTÓRICA O ASPECTOS HISTÓRICOS DE LA SOCIOLINGÜÍSTICA HISPANOAMERICANA?
En México, Pedro Martín-Butragueño (2010) discute la legitimidad del rótulo socio-lingüística histórica, y sugiere que, dada la imposibilidad de disponer de muestras del habla novohispana, tan distantes en el tiempo, debemos limitarnos a hablar de aspectos históricos de la sociolingüística hispanoamericana. Estas consideraciones ponen en entredicho la propuesta laboviana de use the present to explain the past, que implica utilizar recursos propios de la sociolingüística actual para indagar sobre los procesos que han llevado a las lenguas a su estado actual.
En Colombia, Jon Landaburu (1993) comenta, a propósito de las clasificaciones sobre lenguas indígenas, que la lingüística amerindia:
Está plagada de fantasmas y, a veces, de fantasías [...] que mencionan lenguas cuya existencia no tiene más evidencia que la mención de un cronista o de un viajero y que se sigue clasificando en función de intuiciones histórico-geográficas, sin fundamento en análisis lingüísticos. (p. 313)
Es urgente -dice- apartarse de las grandes clasificaciones y optar por la construcción de agrupaciones de tamaño reducido, que deben elaborarse a partir de la aplicación del método comparativo con bases documentales rigurosas. Afirma además que la léxico-estadística permite acercamientos menos impresionistas, lo que se debe combinar con el uso de fuentes históricas y etnográficas. Para esta empresa, afirmamos que las lenguas orinoquenses requieren de una sociolingüística y de una historia sociolingüística, que conduzcan al conocimiento de realidades lingüísticas y de lenguas diferentes, para lo que resulta pertinente el concepto de uniformidad lingüística que expone Conde (2007).
Para Conde (2007), las comunidades de habla tienen su propia competencia socio-lingüística, en la que operan lo social, lo histórico y lo temporal. En el repertorio de formas o subsistemas registrados en lo escrito, se busca lo propio de una comunidad de habla en usos, funciones, tipos y cambios presentes en lo morfológico y en lo sintáctico, especialmente. En consecuencia, se pretende develar en la competencia escrita la impronta de lo oral, para lo cual se prescinde de la encuesta fonética y fonológica y se recurre a los textos, es decir, a cuestionarios inquisitoriales, juicios criminales, relatos de testigos acusados, narraciones de esclavos, cartas, crónicas, relatos de viaje... restos de corpus textuales más amplios, vestigios y tópicos de momentos del colonialismo, de formas del poder, del derecho a nombrar, del providencialismo de misioneros, etnicidad, entre otros, temas tratados por clérigos, escribanos y literatos, «hablantes masculinos de rango medio o elevado que tenían acceso a la escritura» (Conde, 2007, p. 36).
La metodología que aplica la sociolingüística histórica tiene que ver tanto con el presente de las lenguas como con su pasado. Esta subdisciplina extiende sus principios y herramientas a la interpretación de procesos verificables en el tiempo. Sobre este tema, Conde (2007) aduce la utilidad del ya mencionado principio de uniformidad lingüística, que supone trasladar la variación «como característica inherente del lenguaje, desde el presente hacia el pasado, y entender que, del mismo modo que las distintas lenguas muestran estas características hoy en día, se puede asumir que estaban sometidas a variabilidad en su devenir histórico» (p. 41). Según este autor, es posible «extender la metodología sociolingüística a los datos históricos y establecer la posible correlación entre la variación lingüística que manifiestan los documentos que se han conservado y determinados factores (sociales, culturales, etc.) condicionantes» (Conde, 2007, p. 41).
Otro argumento que sustenta la posibilidad de reconstrucción de lenguas a partir de fuentes históricas coloniales es el trabajo de Stella González de Pérez (2006). Esta lingüista colombiana estudió la obra del padre fray Bernardo de Lugo, publicada en 1619, sobre la lengua indígena mosca (muisca) del altiplano; utilizó también diccionarios y gramáticas chibchas anónimas, así como una gramática, un confesionario y un vocabulario mosco, anónimos igualmente, de principios de siglo XVII; asimismo, se apoyó en crónicas, estudios anteriores de la fonética, la prosodia, la ortografía, la toponimia y aun préstamos muiscas en el español colombiano actual, y propuso una aproximación a la estructura de la lengua muisca (incluidas variaciones) sobre esta lengua extinta. Así, González de Pérez (2006) provee bases para estudios de lingüística comparativa y aporta a la comprensión histórica y antropológica de este pueblo indígena. Este ejercicio es pionero y modélico en el campo de los estudios de lingüística histórica en Colombia y -sobra decir- contiene información valiosa sobre aspectos sociolingüísticos y etnohistóricos de la región andina, que dicho sea de paso ha sido privilegiada para estudios de este tipo, en detrimento de las lenguas de otras regiones del país.
En el tratamiento de la sociolingüística orinoquense hemos reducido la escala de observación a un departamento de la frontera Orinoquia-Amazonia: el Guaviare2, principalmente porque los procesos de contacto que aparecen en la historiografía lo destacan como una síntesis reciente de desplazamientos, fusión de etnias y lenguas, y escenario de las misiones jesuíticas orinoquenses. Nuestra selección se desprende de la lectura de los historiadores jesuitas de la Universidad Javeriana: Del Rey Fajardo (2016) y Del Rey Fajardo y Gutiérrez (2015), cuyos estudios de fuentes primarias en grandes archivos permiten abordar la información de municipios de vieja fundación, presente por lo demás en archivos menores de notarías, juzgados y parroquias.
Adoptamos la visión de la historiadora norteamericana Jane Rausch (1940), quien ve los Llanos como escenario de contactos culturales, de difusión y de migraciones entre Los Andes, la región Caribe, la cuenca amazónica y la Guayana hasta mediados del siglo xvi, cuando llegaron los españoles y alteraron dicho panorama a través de proyectos como El Dorado, la encomienda, el esclavismo, la hacienda y la misión. Esta autora analiza la interrelación de los Llanos con la sociedad neogranadina, con el propósito de destacar la importancia de la región en el desarrollo cultural del país. El Guaviare es también frontera entre el mundo hispano y el mundo habitado por nativos americanos, región de instituciones y proyectos que iniciaron la incorporación de la Orinoquia al imperio español, al Virreinato que ejercía predominio andino, católico y blanco.
Los datos de Rausch (1940) que evidencian relaciones entre gentes orinoquenses y de otras regiones nos permiten ubicar el Guaviare como lugar de paso obligado para intercambios y redes comerciales que se extendían desde el altiplano a lo largo de los ríos Meta y Guaviare. Por aquella época esta región era hábitat de achaguas que «exportaban sal, oro y cobijas de algodón» (p. 11), utilizaban la quiripa como moneda para sus transacciones con la costa Atlántica, con la isla de Trinidad y con la Guayana. Otros «productos» comercializados fueron el curare y los esclavos, que desde la Conquista eran agenciados por otros grupos mayores de achaguas, sálivas, guayupes y guahibos:
Los más numerosos y culturalmente más importantes, los achaguas, un grupo de habla arawak [...] seguidos por sálibas de lengua tairoan [...] indios divididos en linajes con nombres de animales y habitantes de casas comunales y exógamos [...], presididos por un jefe que los españoles llamaron cacique [...] poseedores de esclavos o macos [...] que usaban yopo, un polvo narcótico hecho con ciertas hojas3. (Rausch, 1940, pp. 12-14)
La información misionera se ocupa igualmente de etnias, lenguas, prácticas comerciales, nomadismo y elementos de cultura material que están vigentes en el departamento del Guaviare (de acuerdo con mis observaciones de campo); por lo tanto, en la implementación del proyecto Sociolingüística del Guaviare, iniciamos una primera fase de inserción en el terreno en el 2015, momento de prospección y contacto con grupos de guayaberos, tucanos y nukak. Con este último grupo, estudiantes y profesores del departamento de Lingüística de la Universidad Nacional de Colombia trabajamos actualmente como asesores para la preparación de materiales didácticos para la enseñanza bilingüe nukak-español. La modalidad de trabajo de campo ha permitido acopiar materiales y fuentes para el estudio sociolingüístico, labor concomitante con encuestas, observaciones y entrevistas, más precisamente con la comunidad educativa de Puerto Flores y con el apoyo del Centro Pastoral del Guaviare (Cenpagua).
REDUCCIONES, FUSIÓN DE ETNIAS Y DE LENGUAS
La estrategia misionera colonial consistió en agrupar diversas parcialidades indígenas en pueblos dotados de aguas saludables, tierras fértiles, lugares que garantizaran el bienestar natural de las reducciones. Este momento misional dejó valiosas huellas documentales. La historia de Tame es un buen ejemplo, pues gira en torno a los jesuitas, quienes hicieron de este pueblo uno de los más importantes y considerables que hubo en el Nuevo Reino. Tame sustentó de maíz y de comida a todo el valle del Pauto, a Macaguane y a todos los airicos. «La ubicación geográfica de aquellas reducciones no solo contemplaba la ruta hispana entre Guayana y Bogotá, sino que además fungía como un enclave comercial del mundo achagua, situación que facilitó el conocimiento de otras poblaciones de la misma etnia» (Rivero, 1956, p. 123). Las fundaciones sobre el río Meta facilitaban la navegación hacia el Orinoco. Esta población misional, en palabras de Del Rey Fajardo (2016), llegó a relacionar sinareucos y «muchas otras naciones de Achaguas, Caquetíos, Adoles y Yaruros, que tenían amistad entre sí y comerciaban unos con otros» (p. 132).
En las relaciones de los jesuitas (Del Rey Fajardo & Gutiérrez, 2015) aparece reiteradamente el nombre de los caribes, asociados con crímenes, destrucción de pueblos, esclavización de otros grupos indígenas y comercialización de estos en alianza con exploradores holandeses y portugueses. Los escenarios orinoquenses delineados por los ríos que conforman la extensa red hídrica, que comunicaba todos los cursos de agua, permiten reconstruir con relativa exactitud la distribución de grupos étnicos en el siglo XVII:
En la ruta [al Ariari] se fueron topando con algunos guahivos, a orillas del Ariari con los guasinivas, en el Guaviare con achaguas y también con chanapes y amarizanes [...] el pueblo de los amarizanes se llamaba Erari, por estar a orillas del mencionado río [...] distaba dos jornadas de Quirasiveni y aproximadamente siete días después de la desembocadura del Ariari en el Guaviare. (Del Rey Fajardo & Gutiérrez, 2015, p. 148).
Además de la ubicación de tribus, naciones y parcialidades, encontramos referencias en las crónicas a las lenguas. El Archivo de la Sociedad en Roma arsi (Archivum Romanum Societas Iesu) conserva documentos originales entreverados en epistolarios (Epistolae Generalium), protocolos, catálogos, relaciones provinciales y el Fondo Gesuítico.
El padre José del Rey Fajardo (2016), en sus documentos jesuíticos, menciona un manuscrito anónimo titulado Miselanea variarum compostiorum in excercitis idiomatis achague, encontrado por otro historiador jesuita, el padre Fabo, autor del texto Idiomas y etnografía de la región oriental de Colombia (1911), citado también por Del Rey Fajardo (2016), quien asegura que Fabo «compuso en lengua india una historia sagrada en verso, que tomaron de memoria los Achaguas y la representaron en teatro público, función muy aplaudida y a la cual asistieron varios españoles» (p. 152). Agrega que hizo un análisis de la obra del padre Alonso de Neira, el fundamento de los trabajos posteriores de Mercado en 1673 y de Rivero en 1729.
En la historia del grupo de misioneros que ocuparon el Casanare entre 1681 y el final del siglo, se resume toda la literatura histórica achagua que gira alrededor de las reducciones casanareñas. La historia del Llano está en la historia de sus ríos y está contenida en la obra inicial de los padres Alonso de Neira, Juan Rivero y Pedro de Mercado, un extenso cuerpo documental que amplió y ordenó el padre José del Rey Fajardo en su formidable obra Historia crítica orinoquense, publicada en 2016 por la Universidad Javeriana y el Archivo Histórico Javeriano. Deben sumarse las cartografías que se fueron depurando con el paso del tiempo hasta lograr compendios como el de D'Anville, algunas de ellas recogidas en el Atlas de Cartografía Histórica de Colombia (Instituto Geográfico Agustín Codazzi, 1985).
Los fragmentos neiranos, relacionados por Rivero para introducir la historia achagua, dejan entrever una realidad social conflictiva, todavía vigente apenas mediado el siglo XVII. «Las relaciones hispano-achaguas estaban signadas fuertemente por el servicio temporal, la encomienda y la esclavitud, sin que el proceso colonizador hispano hubiera alcanzado formas más evolucionadas para asimilar a su aparato estatal los hombres y la tierra del Llano» (Del Rey Fajardo, 2016, p. 163). Las encomiendas fueron sustituidas por las haciendas, que se fundaban por completo en la propiedad privada de la tierra. La encomienda empleó para su servicio el trabajo de los indios.
La obra de Rivero (1956) sobre historia de las misiones en los Llanos de Casanare y los ríos Orinoco y Meta delimita una región de los Llanos que iría de los ríos Casanare y Meta hasta el Orinoco. En las riberas del río Meta señala la presencia de indios caribes, araucas, tibibitibes, chaguanes, «guahivos»4, chiricoas y achaguas y, como es común denominador de todos los cronistas, habla de la presencia de indios caribes, sin hacer precisión alguna del origen del término o sobre su lengua. Gumilla (1984) considera a los caribes como la nación sobresaliente y dominante en el Orinoco, habitantes de la costa oriental hasta la Cayana [Guayana] autodenominados carina, gente, que ve a los demás como esclavos. En la tradición oral indígena sáliva provienen de unos gusanos enormes de donde:
Salió un Indio Caribe con su muger [sic] [...], por eso los caribes eran bravos, inhumanos y crueles... para los achagua los caribes son descendientes legítimos de los tigres... por esta causa del nombre Chaví, que en su lengua significa tigre, deducen la palabra chavinavi, que para ellos significa lo mismo que caribe... chavi es el tigre en lengua; chavina es la lanza; y de las dos palabras tigre, lanza, sacan el nombre de los caribes, llamándolos chavinaví, que es lo mismo que hijos de tigre con lanzas: alusión o semejanza muy propia para la crueldad sangrienta de los Caribes». (Gumilla, 1984, p. 112).
Las distinciones de ascendencia y afinidad en estas sociedades, que se ordenan de acuerdo con el parentesco, están ancladas en relaciones con la supernaturaleza, en tigres o anacondas, que les permiten asociarlas como aspectos sociales, como algo enraizado en la esencia misma del universo.
Rivero (1956) se ocupó de la descripción de ritos, usanzas y supersticiones de la nación achagua; destaca el uso del veneno curare, la pintura corporal, el uso de la palma de cumare; habla de agoreros y adivinadores; menciona la yopa (yopo) y la chaca, utilizados en los rituales de pesca, «presididos por el sacerdote llamado Piaché» (p. 109); destaca objetos de cultura material como el budare; frutos y productos como la yuca brava, el casabe, la chicha; la existencia de entierros funerarios, en los que destacan seres míticos como Cuaygerri «Señor que todo lo sabe» (p. 116); reporta la presencia del mito panamazónico sobre el diluvio o Catana, en su lengua, y de dioses como Jurrana-Minari -el de las labranzas-, Baraca -el de las riquezas-, Cusiabirri -el del fuego-, Guruvisana -el de los temblores- y Achacató, «el dios tonto» (p. 147). Asimismo, Rivero (1956) nombra la mirrayes, una «oración retórica con que recibían a sus huéspedes» (p. 117) en sus malocas o casas comunales.
INTERCAMBIOS-ALIANZAS ENTRE GRUPOS DE FILIACIONES LINGÜÍSTICAS DIFERENTES
Una de las reducciones citadas por el padre Rivero (1956) es la de Guanapalo, que según el autor era una extensión de la nación Goagiba y que estaba constituida también por chinatos, airicos, yiraras, betoyes, de más de cien mil indios. El listado de etnias sobre el río Meta se extiende a yarures, maibas, araparabas, goaunabos, totumacos, sálivas y quenaveris. Rivero (1956) encontró entre el río Vichada y las bocas del Guaviare veinticuatro grupos de gente, «todos achaguas que hablaban la misma lengua con alguna variedad» (p. 37). Por otra parte, habla y enuncia diez naciones, también utilizadas para comercio y trueques de achaguas y caribes. Aparece una denominación de indios macos que remite a una categoría de indios sirvientes, aparentemente los maku.
En el mundo ordenado conforme al parentesco, algunos parientes surgen como «más iguales que otros», y los parientes menores, los macos o makus, enfrentan los límites de la ayuda basada en el parentesco. En la obra de los jesuitas, que hemos venido mencionando, es recurrente la designación maco, sin que aparezca una explicación al respecto. De algunos de estos grupos, como los duniberrenais, Rivero (1956) afirma que son sálivas. Enumera comunidades de totonacos, totos, mapoyes, tibibitibes, chaguanes y aracuas, etnónimos que correspondieron posiblemente a nombres de grupos reducidos que, a juzgar por los sufijos que caracterizan muchos de estos términos, pudieron pertenecer a segmentos claniles de un mismo grupo residencial, enumeración algo caótica, pero a la vez la más aproximada para reescribir la etnohistoria de la zona. Las terminologías sobre parentesco insinúan líneas de ascendencia, que con el tiempo cedieron el terreno a un acento bilateral, que subraya la filiación entre padre y madre, propio de los europeos.
Estos grupos se entrelazaban en cadenas de intercambios que iban de oriente a occidente, desde el río Vichada hasta el Guaviare, y trocaban productos con los piaroa del Orinoco. La cadena iba luego hacia los guayaberos. Otra cadena era norte-sur e incluía a los achagua, quienes intercambiaban yopo y curare. La antropóloga Romero (1993), gran especialista en la Orinoquia, incluye en esta región lenguas de filiación guahibo, sáliva y chibcha: sikuanis, sálivas, piaroas, achaguas, cuivas, amonía, guayabera, que según ella tenían agregados cuiva, tairique, chiriwa, hipiwe, mariposo y maciguare. La autora agrega, acerca de la misma zona, que allí el hato, la hacienda y el latifundio coadyuvaron en la disrupción y quebrantamiento de redes de intercambio que involucraban a estas etnias, elemento generalizado y en el que se enfatiza para la época; por tanto, son vistos como procesos de cambio cultural, económico, de aculturación y deculturación auspiciados por políticas y presiones de agentes de la expansión capitalista, participantes del genocidio y del etnocidio.
Dice Romero (1993) que la legislación española sobre ganadería y agricultura apareció en 1526 con los primeros hatos, que es el momento de las incursiones iniciales que hicieron parte de la leyenda de El Dorado, en las que participaron Jorge de Espira en 1536, quien atravesó los Llanos desde Arauca hasta Guaviare; Nicolaus Federmann en 1538, quien hizo un viaje parecido hacia el sur de la actual Colombia, seguido por los hermanos Hernán Pérez de Quesada, que excursionó en 1542, y Francisco Pérez de Quesada, cuyo viaje tuvo lugar en 1556. Las noticias lingüísticas que aparecen en los alemanes, que pisaron el oriente colombiano, son pocas y fragmentarias, según Humberto Triana y Antorveza (1987). En la Historia Indiana, de Federmann -dice Romero (1993)-, se destaca el uso de guías e intérpretes como parte de los derechos del conquistador, y agrega que en la relación que hizo Federmann con destino a los banqueros Welser sobresalen aspectos sobre perspectivas económicas que ofrecía la región.
En la Historia de las misiones,Rivero (1956) anuncia vocabularios y directorios en idiomas indígenas, con una anotación sobre la necesidad de estudiar los nombres y discurrir sobre los verbos, para lo cual escribieron notas y reglas, compusieron gramáticas, tradujeron catecismos en los pueblos de Chita, Tame, Pauto, Morcote, Paya, Ipisba y en el «pueblo de la sal» (p. 61), que fue puerta y escala para las demás naciones que, hacia 1550, habían sido contactadas, no por eclesiásticos españoles, sino por encomenderos. En la población de Tame, Rivero (1956) estudió el airico, el betoye y el girara, hacia 1659, donde encontró dialectos arauca y ele, cercanos al achagua, el sáliva, el guahibo y chiruva; escribió gramáticas de aquellas lenguas del Casanare e hizo referencia a la resistencia de los giraras5 a las tropas españolas y a los misioneros que «los desnaturalizaban de sus tierras y remitían a Pamplona y Chita indios para su servicio en encomiendas de tunebos y giraras a orillas del Casanare» (Rivero, 1956, p. 96). Asimismo, señala la práctica de compra de sal que hacían los guahibos «a trueque de totumas y piedras de Chiguaná» (Rivero, 1956, p. 96).
La enumeración de gentes, de objetos de cultura material y de lugares es exhaustiva. Sobra decir que todos estos nombres están a la espera de una explicación etimológica, que habrá de comenzar con las lenguas que sobrevivieron y hacen parte del panorama lingüístico actual de los Llanos colombianos; otro tanto podemos afirmar de la referencia a relaciones intertribales entre airicos, giraras y achaguas, etnias situadas en ríos que desembocan en el Orinoco. Dice el padre Rivero (1956) lo siguiente: «Es esta gente [los guagivos] muy numerosa; habitan desde los rincones más retirados del Orinoco, del río Meta y del Airico, hasta casi todos los últimos términos de San Juan de los Llanos» (p. 150). Los califica de gente parecida a los gitanos, errantes, vagabundos, casi siempre en movimiento continuo, que no tienen población, no benefician tierras, ni hacen labranzas. «La mercadería de más precio suelen ser muchos macos, hijos de otros indios a quienes hacen guerra o que los hurtan ellos con su industria, sin usar de las armas» (Rivero, 1956, p. 150). Hay alusión en la narrativa riverana al nomadismo de los guahibos y al uso de la quiripa o «moneda nacional» para comerciar con caribes.
En la descripción de su travesía por los ríos que llevan al Orinoco y a la Guayana, denuncia Rivero (1956) que los intentos de la Compañía se interrumpieron a causa de extranjeros y de caribes que jugaron un papel decisivo en la desaparición de los araucas. Los extranjeros a que hace referencia son ingleses, franceses y holandeses que se asociaron con los caribes. Hay, igualmente al respecto, referencias a niveles de bilingüismo y a lenguas afines. Dice que la nación de los sálivas es achagua en costumbres, trajes y ceremonias, pero que en su lengua son tan diferentes como vizcaínos y castellanos; agrega, a renglón seguido, que «sin embargo, hay muchos indios de madre saliva y de padre achagua y saben ambas lenguas» (Rivero, 1956, p. 199), con la precaución de señalar que estas son palabras del padre Alonso de Neira.
Sobre etnicidad, las referencias son confusas. Dice, por ejemplo, haber encontrado tres pueblos de tres naciones diferentes: el de Tame, que es de girara; el de Pauto, que es tunebos; y el del Puerto (San Salvador del Puerto), que es de achaguas. Rivero (1956) afirma que tienen elementos comunes como mohanes, muchísimos, que todos son yoperos y, como ya dijimos, supersticiosos, e insiste en su trabajo sobre las lenguas: «Hicieron nuestros misioneros estudio particular de las lenguas de los indios con quienes trataban; doctrinaron y predicaron en su lengua» (p. 204).
La fusión de pueblos es permanente. Explica que a los achaguas se agregaron los aritaguas, que poblaron también con guahibos de Ariporo, indios que habían ya abierto camino a los Llanos de Barinas y Caracas. De nuevo, Rivero (1956) menciona al padre Neira y a sus correrías entre achaguas de Onocutare y sálivas de Guanapalo del Atanari. Según él, Neira predicaba en la achagua la doctrina cristiana, y dice que aquellos indios cantaban letanías e himnos cristianos en su lengua; les enseñó a leer y a escribir, tanto a guahibos como a chiricoas, en el Alto Meta. Además, incluye nombres de indios bacacore, carapai, opeveni, maritacare, y «capitanes y caciques que enfrentaron a los caribes, quienes vivían más abajo cerca de las bocas del Orinoco» (Rivero, 1956, p. 231). Explica cómo fueron, poco a poco, imponiéndose nombres españoles a los indios y tangencialmente nombra la aparición de la viruela, causante de la merma demográfica; de hecho, todos los informes insisten en la disminución drástica del número de habitantes. En la reducción de sálivas, de la región de Sinacuro, aclara que junto a ellos vivían achaguas, caquetíos, adoles y yaruros, «que tenían amistad entre sí y comerciaban unos con otros» (Rivero, 1956, p. 243). Allí el cacique era Yanaquí y así dice que llamaron el sitio y al pueblo Nuestra Señora de los Sálivas. Junto a aquellos que misionaron con Neira aparece Monteverde, jesuita francés, también interesado en el conocimiento de las lenguas.
Las misiones se sucedían junto con la fundación de nuevos pueblos, nombrados de acuerdo con el santoral. Hacia 1669 fundaron San José de Aritagua, luego Tame o Macaguane, Arauca y Eles, aunque Rivero (1956) agrega que había también tunebos, chiricoas y guagibos. La historia de estos grupos, de acuerdo con Rivero (1956), aparece en su obra lingüística y se dice que «compuso en lengua india una historia sagrada en verso, que tomaron de memoria los achaguas» (p. 257). Es importante señalar un aspecto que determinaría la dinámica sociológica y económica de la región llanera, puesto que, junto con los pueblos, fundaron también hatos con indios de diversas procedencias: «truage, adoles, peroa, cusia, maciba, duma y catambén, tomando cada pueblo el nombre de la nación reducida» (Rivero, 1956, p. 262).
HATOS Y CAPILLAS, UNIDADES DE PRODUCCIÓN Y DE CONTROL DE LAS POBLACIONES
Junto a los hatos, levantaron también iglesias y capillas doctrineras. Romero (1993) analiza las reducciones y pacificaciones de indios donde encuentra a los primeros criadores de ganado que:
recibieron mediante encomienda mercedes, capitulaciones, reales cédulas, inmensas extensiones de terreno que les permitieron organizar hatos y haciendas, focos alrededor de los cuales aparecieron villas, pueblos y una economía ganadera. En el Piedemonte de Arauca, a mediados del siglo XVI, 20 hatos contenían 138 000 cabezas y un tráfico regular de ganados desde el Tocuyo con la ciudad de Tunja... una coyuntura histórico-económica que llegó a introducir innovaciones, no solo en los patrones individuales, sino en actividades de subsistencia. (p. 66)
Las antiguas tierras de labranza indígenas se transformaron luego en latifundios, unidades de producción-explotación y dominación que alteraron el uso de las sabanas que usaban los nativos para la cacería y la recolección. El hato, según Romero (1993), fue desde el comienzo el espacio territorial alrededor del cual giró la organización económica, producto social y cultural de la sociedad llanera, en la que el indígena aportó su mano de obra en la cría de ganado: «la historia de todos los pueblos del Llano tiene en su entorno la historia del desarrollo del hato» (p. 75). A esta afirmación se suma el hecho de que en los siglos XVII y XVIII surgió el auge de la exportación de cueros, época en la que lo que valía era el cuero y no la carne, que era desechable (Romero, 1993).
Las referencias históricas a rebeliones de los caribes explican el abandono de tantos pueblos de misión, hecho que debe leerse simultáneamente con los martirologios que compusieronjesuitas de esta provincia, como el padre Pedro de Mercado, que menciona como lenguaraces a Alonso de Neira, José Cavarte, Vicente Loverso y José de Silva, jesuitas que sufrieron persecución y acusaciones de corregidores, que comerciaban, levantaban trapiches y que, por la codicia del azúcar, fomentaron manadas de reses y despojaron de tierras y heredades a los vecinos, de quienes se servían como esclavos, dejando de lado la enseñanza de la doctrina. Entre líneas encontramos, en la producción de los primeros jesuitas, algunas referencias a las etimologías de los tan mencionados caribes. Dice Rivero (1956) que en el Ariari y en las bocas de guayabero encontró indios güisanivas, en cuya lengua «comuniva quiere decir caribes y quienes llamaban Guabaini a los blancos» (p. 327).
LAS CARTAS ANUAS E HISTORIA CIVIL LLANERA
La crónica menor iniciada en 1625 abarca el área de confluencia del altiplano con el llano. Estos textos, «cargados de devoción y anécdotas piadosas, pero desprovistos de noticias históricas» (Del Rey Fajardo, 2016, p. 22), tienen un estilo literario e histórico cercano a las Cartas Anuas o «cartas de oficio» con notas edificantes y religiosas. Dichas cartas confirman la gran variedad de naciones y, aunque sus temas giran alrededor de las antinomias soldado-misionero, indio-servicio personal, fantástico-maravilloso, incluyen variedades lingüísticas que las convierten en pioneras de la lingüística amerindia llanera de Colombia y Venezuela.
La historia de la Compañía de Jesús llanera en el periodo de transición de la Conquista a la Colonia hecha por los jesuitas citados es exhaustiva, minuciosa y detallada. Abre las puertas para la investigación sobre materiales lingüísticos coloniales no consultados hasta hoy; menciona puntos de referencia obligada para el estudio de la integración del Llano a la nueva sociedad republicana; señala los sitios del campo misional que fueron cabeza de encomiendas y de entrada a otros pueblos llaneros, donde los jesuitas fueron autónomos; traza, simultáneamente, el mapa lingüístico de las sabanas y da una primera visión general de los indígenas residentes en la zona a principios del siglo xvi, que aparecen en el Gran Proyecto Guayana (Del Rey Fajardo, & Gutiérrez, 2015, p. 45) y sus escenarios.
La penetración jesuítica hacia el Orinoco se intensificó a mediados del siglo XVIII. Luis Duque Gómez, en su introducción a la obra de Gumilla (1984), Historia natural, civil y geográfica de las naciones situadas en las riveras (sic) del Río Orinoco, considera fundamental la trilogía Rivero-Gumilla-Gilij, jesuitas cronistas de la comarca orinoquense, a quienes llama los verdaderos descubridores de esos territorios: «la penetración jesuítica hacia la Orinoquía se intensifica en las primeras décadas del siglo XVIII. Podría decirse que es la segunda etapa de la conquista de América del Sur» (p. ii). Esta etapa de la Conquista está acompañada de obras básicas como la Historia de las misiones de los Llanos de Casanare y los ríos Orinoco y Meta, escrita en 1741 por José Ribero (1956); el Saggio di storia americana, escrito en 1780 por Gilij (1965); El Orinoco Ilustrado, escrito en 1741 por Gumilla (1984), gigantesca obra misional, truncada intempestivamente en 1767, año en que expulsan a los jesuitas, según Duque (1984), a raíz de la Real Cédula de Carlos III.
Para este historiador, la literatura americana producida por los jesuitas en el siglo XVIII es sencillamente monumental. La interpretación de las estrategias fundacionales en la inmensa geografía orinoquense encomendada a la orden de Ignacio de Loyola y la demarcación a la labor jesuítica son ejes para el estudio del mundo orinoquense del siglo XVIII.
La segunda mitad del siglo XVII continúa en la línea de los primeros misioneros y se caracteriza, también, por mencionarlos junto con sus ríos y en las riberas de aquellos grupos indígenas. En su Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús escrita en 1673, Mercado (1957), por ejemplo, menciona giraras y cacatíos, que retoman Rivero y Cassani, quienes añaden a estos grupos pueblos de la cordillera y presentan estadísticas: «527 almas en Morcote, 373 en Pisba» (p. 43). En este panorama geolingüístico encuentran fenómenos de bilingüismo y la existencia de una lengua general llanera diferente de la mosca (muisca).
El primer cuidado de todos fue hacerse dueños de la lengua, porque aunque sabían bien la lengua mosca, que es como general en extendidísima parte de aquel territorio, en cada nación la hablan de distinta manera; y aún en esto, más que en otra cosa, se distinguen las Naciones, porque los que hablan una misma lengua, comercian entre sí y se miran como distintos de los otros; y como aquel campo todo es libre, los límites más los tienen en la boca que en el terreno. Lograron los padres su trabajo anterior, porque como en la realidad estas lenguas más eran dialectos de la mosca que lenguas distintas, en breve tiempo se pusieron en todas ellas, y las hablaban con los indios todas, hablando cada uno en su lengua, aunque era menester para eso un perpetuo cuidado y viva la memoria porque en las poblaciones se juntaban de distintas naciones, tunebos, morcotes, guacicos, chitas y otras (Cassani, 1741, citado por Del Rey Fajardo, 2016, p. 44).
Esta nota de Cassani coincide con la de otro jesuita, el padre Domingo Molina, quien habla de Pauto, Casanare, donde «eran de otras tantas diferentes naciones y por lo consiguiente muy distintas en los lenguajes» (Molina, 1628, citado por Del Rey Fajardo, 2016, p. 44). De este padre se afirma que aprendió la lengua cacatía, la más importante en los comienzos, y que en ella rezaba en la iglesia. Se dice también que bautizó a ancianos giraras, porque comprendía su lengua y se agrega que había también tunebos, cuya lengua conocía perfectamente el jesuita riobambeño. Con referencia al padre italiano Domingo Molina se hace mención a la Gramática de la lengua chita y traducción del catecismo a ella; Apuntamientos paraformar Arte y Vocabulario de 12 diferentes lenguas que se hablan en estas misiones del Nuevo Reino; y catecismo y confesionario en lengua Tuneba; y le asignan también el Vocabulario y Arte de la lengua de los indios Morcotes y traducción en ella de la doctrina cristiana y algunas oraciones de la Iglesia.
Gramáticas, catecismos, confesionarios, artes y vocabularios de aquellas naciones «bárbaras» con traducciones de la doctrina ayudaron a los jesuitas en su labor de cristianización del Llano y, por lo demás, constituyen un aporte a la filología hecho por buena parte de los misioneros que tuvieron por aquella época a su cargo no solamente las cátedras de gramática de la lengua española, sino las cátedras de lenguas generales como la de chibcha en Santa Fe (conocida más tarde como Santafé de Bogotá) a comienzos del siglo XVII, particularmente, en la Universidad Javeriana. Allí, enseñaron también teología, latín y filosofía. «los seguidores de Ignacio de Loyola tomarían a su cargo leer las cátedras de teología, artes y gramática [...] y la erección de una universidad, que es muy necesaria en estas tierras» (Del Rey Fajardo & Gutiérrez, 2015, p. 52).
Como es de esperar, el providencialismo de los sacerdotes los llevaba a buscar la contraparte hereje representada en prácticas de chamanismo y en rituales practicados por los indígenas. Por ello, Del Rey Fajardo (2016) recoge notas sobre chamanismo de mohanes o hechiceros: los mohanes -dice- «eran como médicos» (p. 51). Resalta en ellos la búsqueda de trascendencia de lo temporal y evanescente, para cuyo fin el chamán recurría al tabaco, al yopo, a brebajes alcohólicos que lo sacaban de su estado normal «hacia un mundo superior religioso o chamánico-curandero» (p. 51) y a ciertas creencias relativas al diablo, a las fiestas de la luna, a la sangre, a la yopa, a la hechicería, temas tan comunes que llegan a caracterizar el discurso misionero obsesionado con la extirpación de idolatrías.
Hay además en Del Rey Fajardo (2016) alusión a tratos, contratos y trueques de artículos necesarios para indios y españoles: camisetas, mantas y cuchillos, por cera negra, miel de abejas, u ovillos de hilo de algodón; sin embargo, afirma que el mayor provecho que obtenían los españoles que mandaban, consistía en «hacer hilar cargas de algodón, tejer cantidad de mantas y lienzo, sacar mucho hilo, hacer tinta de añil, hacer calcetas, rescatar muchachos y chinas infieles, hacer en verano grandes pesquerías, allegar arrobas de cera, sacar fique, etc.» (Del Rey Fajardo, 2016, p. 62), lo que nos remite al capítulo del rescate, que ocupó buena parte de la actividad misional y militar española.
En la citada obra de Rausch (1940), la información sobre etnias y lenguas no es tan abundante como la relacionada con aspectos económicos en la vida de los Llanos durante el periodo estudiado por la autora, que coincide con el analizado en La Crónica y en las Cartas Anuas. En estas últimas, dada su naturaleza, encontramos un balance cíclico de las actividades de cada provincia jesuítica que debía ser enviado a Roma «para informar a las autoridades centrales y de esta suerte poder colaborar como un criterio más en la redacción de la Historia de la Compañía de Jesús» (Del Rey Fajardo & Gutiérrez, 2015, p. 72). Se puede afirmar que este documento sería el equivalente de lo que en nuestros días llamaríamos memoria y cuenta o balance de posesiones y de desarrollo de la industria de aquellos territorios; aunque cabe señalar igualmente la escasez de información lingüística.
La exploración de los Llanos que resumen Mercado (1957), Rivero (1956) y Cassani (1741, citado por Del Rey Fajardo, 2016) recorrió desde Santa Fe hasta Tame, a Cravo y Patute, región casanareña habitada por guahibos, con quienes, una vez reducidos, tradujeron los primeros catecismos a sus lenguas: «la ruta Santa fe, pueblo de la sal, Pauto y descenso al Casanare y llegada a Tame» (Del Rey Fajardo, 2016, p. 69). La población de Tame fue elegida centro de operaciones, seguido por Puerto Casanare donde encontraron achaguas y guahibos.
Del Rey Fajardo (2016) resalta la presencia de tunebos y giraras en la bisagra Andes-Orinoquia, relacionados con los pueblos de Morcote, Tocaría, San José y Cravo Norte, situados hoy en Arauca. El fin principal fue explorar para entablar en aquella provincia una misión donde pudieran sacar a los indios de la idolatría: «Fundamentalmente, conocieron las etnias con las que se iniciaría la acción en 1661: airicos, giraras, tunebos, achaguas y guagivos» (Del Rey Fajardo, 2016, p. 75). Advierte Del Rey Fajardo que «la doctrina fue primero en español, hasta que tradujeron los catecismos al airico y al girara» (2016, p. 75), tomando como fuente la Historia de las misiones de los Llanos de Rivero (1956), que guio la historiografía eclesiástica durante cerca de dos siglos.
En los datos de las primeras relaciones, los nombres de los ríos dan origen al de las poblaciones: San Javier de Macaguane, poblado por airicos, tames, lucalías, chinatos; San Antonio de los Guagivos, reducción de guahibos y chiricoas, del río Pauto en 1662; San Ignacio de Guagivos, con guahibos y chiricoas de los ríos Ariporo y Curama; Nuestra Señora de los Sálivas. Del Piedemonte chitense se habían corrido los jesuitas casanareños en ocho años hasta las riberas del Orinoco, en labores de acompañamiento a encomenderos, razón por la que los espacios orinoquenses colombianos aparecen como el escenario de la llamada, por Del Rey Fajardo (2016), topohistoria misional jesuítica llanera y orinoquense.
Además de la historia civil, social y económica de Rausch (1940), encontramos para el periodo 1531-1831 documentación de carácter no eclesiástico en la que destaca el trabajo del general Antonio B. Cuervo, hermano del filólogo Rufino José Cuervo. Don Antonio, diplomático y geógrafo conocedor de asuntos de límites con países vecinos, reunió documentos inéditos, encontrados en el Depósito Hidrográfico de Madrid en 1888, de cada una de las provincias de la Nueva Granada durante su estancia, como diplomático de la República de Colombia, en España. Es el autor del Resumen de la geografía histórica, política, estadística y descriptiva de la Nueva Granada (1894), colección que publicó en 1853 a raíz de su pertenencia como comisionado en la fijación de límites entre Colombia y Venezuela. Relacionados con esta región de Colombia son los tomos III y IV, el primero, Colección de documentos inéditos sobre la geografía y la historia de Colombia. La hoya del Orinoco durante la Colonia de 1893, publicado por la Imprenta de Vapor de Zalamea Hermanos, y el tomo iv de la misma colección de documentos inéditos coloniales que se centra en Casanare y Caquetá.
Cuervo (1894) sintetiza aspectos sobre historia civil y geográfica de Colombia que informan sobre motivaciones económicas y culturales de los contactos interétnicos, comercio, alianza y guerras intertribales. Estos aspectos coinciden con la historiografía eclesiástica en el señalamiento de conflictos reiterados entre caribes de la provincia de Guayana con las etnias del occidente del Orinoco. Asimismo, el autor señala incursiones de portugueses y holandeses en el territorio de la Nueva Granada, hacia 1734, e informa sobre la presencia de misioneros capuchinos y catalanes que llegaron a la región.
La obra de Cuervo (1894) complementa la historiografía orinoquense, a partir del momento de la expulsión de los jesuitas, y nos introduce en los albores de la Independencia y la República con cifras sobre comercio, exportaciones y embarques, que caracterizaron ese momento inicial de la Nación. Las notas sobre navegación de los ríos de estas provincias se acompañan de datos estadísticos, sobre industria, minería y producción de artículos para la exportación.
El catálogo de naciones indígenas se amplía considerablemente y tiene el mérito de precisar aspectos del paso de la reducción a la encomienda y, posteriormente, a la hacienda, es decir, define entidades administrativas de control en lo espiritual y lo religioso con unidades productivas, especialmente, la ganadería, actividad que devino en el rasgo distintivo de las comunidades llaneras.
Cuervo (1894) privilegia documentos sobre el manejo de haciendas y de hatos de ganado y nombra la confirmación de circuitos comerciales que buscaron exportar, por el río Orinoco, sus productos hacia la Guayana y hacia Europa. Interesa señalar también en los documentos de Cuervo (1894) la desaparición de pueblos hacia 1681, de manera concomitante con el aumento de militares, de tropa y de escoltas que participaron en las entradas o cruzadas, que realizaron conjuntamente misioneros y militares.
Su condición de diplomático lo llevó a privilegiar documentos del Depósito Hidrográfico relacionados con los dominios de las coronas española y portuguesa, con las reales cédulas expedidas en 1752 y con los tratados de límites entre el Orinoco y el Marañón, aunque nombra lenguas y etnias disminuidas demográficamente en los albores de la República, así como toponimias y etnonimias que van cambiando y acusan el fenómeno de imposición de la lengua española.
Romero (1993) argumenta la existencia de un grupo étnico llanero (colono que define como una etnia llanera, producto del mestizaje racial y cultural forjado en un largo proceso que desembocó en un nuevo tipo humano: el llanero, el indio que aprendió las faenas del hato, a montar a caballo, una nueva cultura), la cultura llanera o «neoetnia llanera» (p. 60). Define así el mestizaje cultural que operó a través de reetnizaciones, de un modo de producción particular que es, sin duda, el rasgo diferenciador entre, por ejemplo, indígenas llaneros de sabana y sus vecinos amazónicos, quienes no adoptaron esa práctica comercial. Aparece también en Romero (1993) la mención de indios yoperos, costumbre que los diferencia de los selváticos amazónicos, practicantes de la cultura del yagé. Para esta autora, la economía ganadera otorga una «relativa unidad estructural a la historia de los Llanos» (p. 64).
Finalmente, en relación con toponimia y etnonimia, los nombres consignados en los documentos coloniales acusan el fenómeno de desaparición de lenguas y etnias. La terminología lingüística actual ha reemplazado algunos de los términos originales por los de su autodenominación; así, los cuiba-macaguanes son denominados como hitnü; los guayaberos aparecen como jiw; los tunebos son uwa; los guahibos, sikuani6; los puinaves, wãsöjöt. Además, aparecen nuevas designaciones para grupos de descendencia local7 como nukak, nukak-maku, nukak-puinave, que aluden a bandas de indígenas de origen vaupesino, antiguamente nómadas, que han venido sedentarizándose en el departamento del Guaviare, debido a procesos de desplazamiento forzoso recientes generados por actores armados y por la economía coquera. Se repiten factores concomitantes con el proceso de desaparición de lenguas y etnias, relacionados con la fuerza que ejercen sobre los grupos indígenas, núcleos urbanos como San José del Guaviare, que ofrecen oportunidades de inserción en la ciudadanía y en la civilidad.
CONCLUSIONES
Existe abundante material sobre lingüística colonial llanera disperso en archivos de países europeos y americanos que ameritan, en primer lugar, una tarea de acopio y difusión de dichas fuentes documentales y, luego, una lectura crítica de dichos documentos, como condición para que la lingüística aborigen colombiana pueda participar de las tareas de clasificación de lenguas y familias, otorgándole a su labor el carácter histórico y dialéctico que le corresponde.
La dinámica de movimientos, desplazamientos y muerte de lenguas subsiste en Colombia, donde la glotofagia sigue operando como corolario del colonialismo. Hay suficientes razones y herramientas provenientes de perspectivas inter y transdisciplinarias para aplicar al estudio del pasado de nuestras lenguas.