1. Introducción
A través del análisis de varias misivas y de otros tantos fragmentos, el presente artículo pretende lanzar una mirada al papel central que la educación, la cultura de lo escrito y el aprendizaje del latín tenían en el siglo XVI a través del caso de la familia Granvela. Los ejemplos que han sido seleccionados para este trabajo forman parte de los escasos testimonios que se conservan de los intercambios epistolares de juventud de los Granvela, así como de algunas cartas dirigidas a los tutores que se encargaban de la educación de los miembros más jóvenes del clan Perrenot.
Más allá de lo anecdótico, el ejemplo de esta familia sobrepasa lo individual y puede convertirse en un caso representativo de su época, así como de su contexto social, puesto que los Granvela formaban parte de esta nueva nobleza que alcanza en el siglo XVI la cúspide de la jerarquía diplomática y del panorama político, gracias, entre otros factores, a la calidad de su formación. Particularmente notable es el caso de Antonio Perrenot (1517-1586), memorable ministro del reinado del emperador Carlos I y de su hijo Felipe II. El germen de la reflexión de este artículo nace precisamente a partir de su correspondencia. Hábil político, ávido coleccionista, minucioso epistológrafo, uno de sus primeros biógrafos declara lo siguiente sobre las costumbres epistolares del futuro cardenal:
Pocos ministros han sido tan trabajadores, tan exactos, tan atentos como el cardenal Granvela. Este conservaba todas las cartas que le escribían, hasta aquellas de puros elogios e incluso aquellas que sus sobrinos, jóvenes estudiantes que mandaba a estudiar a Lovaina, y a los que obligaba a escribirle en latín. (Levesque, 1753, p. XIV)1
El objetivo del análisis de estos documentos sería mostrar que la escritura epistolar constituía un método práctico de enseñanza del latín, que podía servir de complemento al método universitario tradicional, integrándose fácilmente en el ámbito privado de los jóvenes en formación. Asimismo, estas cartas de formación tienen para el historiador actual una doble función, puesto que, aparte de los detalles que estas aportan sobre la vida diaria de los estudiantes, el intercambio escrito representa una fuente rica en detalles prácticos del proceso educativo.
Para ello, en un primer momento se presentará el contexto de la familia y del círculo social que ocupa este artículo. A continuación, se contextualizará la universidad de la época, tanto la enseñanza del latín, como de la práctica epistolar. Y por último, se darán algunos ejemplos de esas cartas utilizadas como instrumento pedagógico en un entorno informal.
2. La familia Granvela: la diplomacia como vocación familiar
El clan Perrenot de Granvela era originario del Franco Condado, una región situada actualmente al este de Francia, pero que en el siglo XVI formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico y que pasó a ser únicamente posesión española en el proceso de abdicación de Carlos V (1556). De orígenes humildes, en varias generaciones los Perrenot fueron capaces de ocupar (e incluso monopolizar) los altos cargos de la diplomacia europea del siglo XVI. Se trata este de un caso en el que confluyen el esfuerzo y las capacidades del individuo, pero también su situación económica y las oportunidades educativas que el importante estatus de la familia les pudo brindar.
Nicolás Perrenot (1486-1550) fue el artífice del ennoblecimiento de esta familia, gracias a la adquisición de tierras, de títulos nobiliarios y a las recompensas por su leal servicio a los Habsburgo. Perrenot es descrito por las fuentes de la época como una persona inteligente y trabajadora. Había asistido a la Universidad de Dole, para formarse en Derecho, de donde se había licenciado en 1511 (Antony, 2006, p. 46). En 1518 entró al parlamento de Dole y varios años más tarde, Nicolás pasó a estar al servicio del emperador Carlos V, principalmente por el apoyo de Mercurino Gattinara, que había sido su profesor durante su etapa de formación en Dole. En 1530, tras la muerte de este último, acabó sustituyéndolo en su puesto de canciller imperial (Antony, 2006, p. 49; Van Durme, 1957, p. 29).
Su carrera profesional era la prueba perfecta de la diferencia que podía ejercer en el futuro de sus hijos el hecho de recibir una buena educación, algo que incluso Carlos I alababa:
bien sé que Granvela instruye bien su hijo, el obispo de Arrás, y creo que a efecto que se sirvan dél. Es el moço, tiene buenos principios, creo que será para servyr, asy que podreys escojer, en esto o en lo demás, como mejor os pareciere. (Fernández Álvarez, 1975, p. 117)
El erudito Prosper Levesque declaraba también del hijo primogénito de Nicolás que su educación había comenzado «bajo la mirada de su padre» (Levesque, 1753, p. 209), afirmación que se puede extender sin reparos al resto de su descendencia, aunque no se cuente con afirmaciones similares en la bibliografía, puesto que sus vidas han sido lamentablemente menos estudiadas. Las fuentes, entre las cuales están algunos ejemplos que se citarán posteriormente, dan cuenta de la trayectoria académica de los hermanos menores, que sigue grosso modo los mismos pasos que la de Antonio. Preparándolos ya para una futura carrera diplomática, Nicolás no dudó en instruir a todos sus hijos desde una temprana edad en las diferentes lenguas que les pudieran ser útiles en un futuro, prestando particular atención al latín (Levesque, 1753, p. 208), lengua de prestigio y poder por excelencia (Jensen, 1996, pp. 64-65).
Antonio Perrenot (1517-1586), hijo primogénito del canciller, llegó a superar en fama a su padre. En 1550, tras la muerte de Nicolás, este lo sucedió en la mayor parte de sus funciones, para lo que ya lo había estado preparando desde 1538, momento en el que se dio por finalizada su formación, coincidiendo con su nominación al obispado de Arras. Antonio se convertía asimismo en el nuevo patriarca de la familia Granvela. Quién mejor para ejercer este papel que el meticuloso obispo, que leía con tal atención su correspondencia que muchas de sus cartas presentan apostillas de su propia mano (Levesque, 1753, p. XV). De la misma forma que el canciller Nicolás había observado de cerca la educación de sus hijos, su sucesor se empeñó en esta tarea con la misma energía: recibiendo de manera regular informes sobre los avances de sus hermanos pequeños y de sus sobrinos, pidiendo que le escribieran e incluso aconsejándoles en su forma de escribir o corrigiéndoles sin reparo. Todo lo que fuera necesario con el fin de asegurar el buen progreso de su formación, para la que no escatimaba en gastos.
3. Una experiencia universitaria privilegiada
La carrera universitaria de los Perrenot fue tan brillante como cabe esperar de los miembros de una familia con grandes aspiraciones políticas. Como era habitual en la época, los estudiantes Perrenot recibieron su formación en diferentes establecimientos universitarios europeos: París, Padua, Lovaina.
3.1. El preceptor como factótum académico
Ya en el siglo XII, Hugo de San Víctor defendía en su tratado educativo Didascalion que el éxito de un alumno recaía en tres factores fundamentales: el talento, una buena escuela y un tutor metódico y moralmente serio (citado en Troye Nordkvelle, 2003, p. 319). Esta costumbre, lejos de ser una moda pasajera medieval, siguió siendo común en el Renacimiento. Los preceptores venían a suplir las carencias de un sistema universitario cada vez más saturado (Troye Nordkvelle, 2003, p. 324; Vocht, 1953, p. 236).
No obstante, el papel de estos preceptores no se limitaba al periodo universitario, sino que este también se encargaba de impartir una formación inicial a sus pupilos. Así pues, era posible que un mismo tutor los acompañara durante una gran parte de su juventud. En este contexto, encontrar un buen tutor, que fuera capaz de ocuparse de sus pupilos, tanto en lo personal como en lo académico era fundamental. Entre 1564 y 1566, al menos cinco sobrinos del obispo de Arras se encontraban en Lovaina para realizar sus estudios. Sus nombres eran: Nicolás (jr.) y Octavio Perrenot, Jerónimo y Antonio d’Achey2 y, aunque se le menciona con menos frecuencia, Antonio Mouchet3. Durante su estancia en Lovaina, la cuestión de la calidad de los preceptores preocupaba a la familia, tal y como prueba esta carta que el preboste Maximiliano Morillon le escribe a Antonio Granvela el 31 de marzo de 1566:
El maestro Pierre, el preceptor de vuestros señores sobrinos, es una buena persona, pero no tiene una gran mente ni una conducta como necesitarían, tal y como Vuestra Ilustrísima Señoría ha podido comprender por su simple forma de escribir. Buscaré estando en Lovaina, donde he estado sólo una vez desde hace seis meses, para encontrarles a alguien que les enseñe extraordinariamente. (BMB, ms. Granvelle 92, f. 65v-66)4
No obstante, los altos criterios que se exigía a los candidatos para ocupar este puesto hacían que a veces la búsqueda fuera infructuosa. Encontrar a alguien que cumpliera los requisitos era una tarea difícil, tal y como prueba el hecho de que el problema con el «maestro Pierre» ya hubiera sido señalado con anterioridad. Esta vez es Tomás Perrenot el que expresa en otra carta a su hermano Antonio el descontento que sentía con la elección de este tutor:
Me han escrito que el preceptor que se ha encontrado para Nicolás no es el adecuado. Lamento mucho estos cambios que conllevan una pérdida de tiempo y confusión del espíritu, y me gustaría que, cueste lo que cueste, se hiciera diligencia para encontrar uno a propósito; se lo escribiré al señor Morillon, que será tanto más presto si Vuestra Señoría Ilustrísima se lo recomienda de su parte. (BMB, ms. Granvelle 20, f. 137v)5
Haciendo un pequeño paréntesis, este fragmento es digno de comentar más allá del dilema educativo que plantea el trabajo de Pierre Magnin6, puesto que parece dar cuenta de la autoridad que Antonio Perrenot tenía como patriarca de la familia, al que incluso el progenitor del joven en cuestión acudía con peticiones sobre la educación de su propio hijo.
A pesar de lo bien remunerado que estaba el puesto que Morillon declara pagar a la altura de 100 florines por año en una carta que escribe en junio de 1566 (BMB, ms. Granvelle 92, f. 163v-164), la dificultad de encontrar a alguien a la altura de las elevadas expectativas de los Granvela se hace patente. Así pues, a pesar de las protestas reiteradas que sus aptitudes como tutor de los jóvenes Perrenot había despertado entre los adultos, el maestro Pierre Magnin continuó a encargarse de dos de sus pupilos, Jerónimo y Antonio d’Achey, incluso cuando estos ya habían abandonado Lovaina a raíz de la rebelión de los «Gueux» (‘mendigos’) y de los episodios iconoclastas que tuvieron lugar en 1566. El 15 de febrero de 1567, Magnin envía una carta7 al cardenal Granvela para comunicarle que habían llegado sanos y salvos a París y que sus sobrinos estaban bien asentados en el colegio de Navarra (BMB, ms. Granvelle 24, f. 129).
Todas estas precauciones garantizaban que los jóvenes estuvieran al cargo de los mejores humanistas de la época. Así pues, en la correspondencia personal de la familia se encuentran nombres de preceptores tan notables como el francés Adrien Amerot (†1560), profesor de lengua griega en el Colegio Trilingüe de Lovaina, aunque también era bastante reconocido por sus nociones de latín, filosofía o Derecho público (Vocht, 1955, pp. 252-263), y que ya se había encargado del propio Antonio y posteriormente de sus hermanos (Van Durme, 1957, p. 33; BNE, MSS/7917-237), como se verá a continuación. Estos eruditos no solo se encargaban de moldear las mentes de sus pupilos, sino que recaía en ellos la responsabilidad total sobre sus discípulos, pues la distancia los convertía en una autoridad paterna por sustitución. Debían lidiar con todo tipo de temas de la vida cotidiana, como las enfermedades o los gastos corrientes en los que incurrían. Se comentará aquí, como simple anécdota, una cuestión que aparece mencionada en varias ocasiones en la correspondencia y que parece ser fuente de conflictos intergeneracionales: la moda. El preboste Morillon, como buen factótum de Antonio Perrenot, no dejaba ningún asunto sin tratar; así pues, no duda en alertar de la nueva afección del hijo de Jerónimo Perrenot: «vigilaré bien que Octavio no realice ningún gasto superfluo en ropa de estilo moderno, como ha empezado a vestir, sino que he impedido y prohibido a su preceptor de hacer lo que sea sin mi sello» (BMB, ms. Granvelle 92, f. 296v)8.
3.2. La enseñanza del latín
En el siglo XVI, el latín seguía siendo una lengua de cultura, de poder y de prestigio, imprescindible para todo aquel que se dedicara a la diplomacia (Jensen, 1996, p. 64). Su aprendizaje era imprescindible, ya no solo para el futuro, sino en el mundo de la universidad. Algunas instituciones como la Sorbona impartían ciertas de sus clases en latín (Troye Nordkvelle, 2003, p. 324); otras hacían de las lenguas clásicas su principal objeto de estudio, como el Colegio Trilingüe de Lovaina. Esta institución había sido fundada por Jerónimo de Busleyden a principios de siglo, inspirado por las ideas proclasicistas de Erasmo (Vocht, 1953, p. V).
En 1548, Carlos9 y Federico Perrenot10, hermanos menores de Granvela, se encontraban en Lovaina para realizar sus estudios, acompañados por Pierre Bordey, su primo, y su preceptor Adrien Amerot. Este último escribe a Antonio como de costumbre, pues el obispo de Arras sigue atentamente los avances de sus hermanos pese a la distancia. Esta eventualidad se convierte para el historiador en ventaja, ya que se cuenta así con una descripción bastante detallada de la vida estudiantil de estos jóvenes:
Siguiendo la orden que me habéis dado, he empezado a enseñarle al protonotario las instituciones por escrito con las glosas más importantes y, además de eso, ha empezado a oír la lección del doctor instituciario con el título «De obligationibus», con lo que está muy alegre y muy contento y está convencido de trabajar mucho, incluso continuando todavía con la lengua latina, oyendo las dos lecciones de Nannius, y la griega, oyendo mi lección, que le ha gustado más que escuchar la lección pública de griego. Federico también está muy contento con este cambio y sobre todo por haberse librado de las lecciones del maestro Jean. Y para mantenerlos en esta buena voluntad, les he concedido tres horas para estudiar y repetir entre ellos lo que quieran, a condición de que den cuenta de su trabajo, al que, si le encuentro algún fallo, les haré una nueva prescripción. (BNE, MSS/7904-51)11
Este fragmento es interesante primero porque se ve de nuevo que el cardenal cumple un rol de patriarca educativo con respecto a su familia, no solo en cuanto a sus sobrinos, e incluso antes de que Nicolás Perrenot falleciera12. Los detalles que aparecen en estos fragmentos permiten suponer que durante su estancia, Carlos y Federico asistían a las lecturas públicas que se impartían en el Colegio Trilingüe de Lovaina. Probablemente estos jóvenes asistieron a las lecciones de Petrus Nannius (Pierre Nanninck, 1496-1557), humanista holandés que enseñaba latín desde 1539 (Vocht, 1955, pp. 9-14). Adrien Amerot, además de ser el tutor privado de la familia Granvela, enseñaba griego en el Colegio Trilingüe desde 1545 (Vocht, 1955, pp. 252-263). Gracias a una carta que Granvela le escribe a Amerot13, se sabe que Nannius y Amerot daban tanto clases públicas como privadas a sus sobrinos, confirmando asimismo su presencia en el Colegio Trilingüe (BNE, MSS/7917-196). Quizás la razón por la cual la clase pública de griego les resultaba menos satisfactoria está relacionada con el lugar en el que se celebraba. El Colegio de las Tres Lenguas tenía una gran sala de lectura, con el fin de realizar las lecciones públicas. Sin embargo, el aumento de notoriedad que la institución había ido adquiriendo desde su fundación atraía a tanto público que el auditorio se podía llenar de hasta trescientos estudiantes (Vocht, 1953, pp. 236-237).
Otros documentos dan testimonio de exactamente qué tipo de metodología se utilizaba para enseñar el latín, entre otras disciplinas, como por ejemplo este fragmento de una carta de Morillon al cardenal Granvela, en el que le informa de los avances de sus cinco sobrinos durante su estancia en Lovaina, que ya había sido mencionada antes:
He pagado medio año al maestro Michel para que les dicte en filosofía, dialéctica y lengua griega, lo que corresponde a seis escudos. […] El susodicho maestro Michel les hace debatir dos veces todas las semanas, a lo que le sacan mucho provecho, según lo que me cuentan los preceptores, de lo que me alegro. (BMB, ms. Granvelle 92, f. 221v)14
Ya fueran las lecciones públicas o privadas, el lector dictaba, es decir, leía o recitaba el tema por tratar, generalmente un texto de un autor clásico. En un formato similar a las clases magistrales de la actualidad, los alumnos debían tomar notas y, dependiendo del lector que tuvieran, podían recibir o no alguna información con antelación para poder prepararse (Vocht, 1955, p. 14; Troye Nordkvelle, 2003, p. 320). Este componente teórico se acompañaba de métodos más prácticos, en este caso, los ejercicios retóricos que habían vuelvo a su apogeo tras su redescubrimiento al inicio del Renacimiento (Troye Nordkvelle, 2003, p. 320).
Estas lecciones se acompañaban también de material de lectura, ya fuera individual, en la relación con sus preceptores, o como material preparatorio de las lecciones públicas. Así pues, por ejemplo, en 1567 sabemos que, como parte del currículum del Colegio de Navarra, Antonio d’Achey debía estudiar la Lógica y la Ética de Aristóteles, mientras que su hermano Jerónimo, con un nivel más avanzado, debía hacer lo propio con De partitionibus oratoriae, el discurso de Pro Milone y las Epistulae ad familiares de Cicerón, la obra de Tito Livio y los diálogos de Luciano (BMB, ms. Granvelle 24, f. 129).
3.3. Sobre la importancia del arte de escribir cartas o ars dictaminis
La capacidad para escribir cartas, no solo eso, sino escribirlas bien, era una aptitud fundamental en un mundo que dependía de la diplomacia escrita para funcionar. Aunque sería tentador atribuir el nacimiento de esta necesidad al Renacimiento, siglo de las letras clásicas por excelencia, del redescubrimiento de la correspondencia personal, etc., esta tradición remonta a otro Renacimiento. En el siglo XII, la revitalización de la economía y la internacionalización de estos intercambios europeos contribuyeron a la necesidad de una formación sobre el arte de la redacción epistolar o ars dictaminis. Esta disciplina perduró en la universidad medieval y acabó llegando al Renacimiento, aunque con algunas modificaciones. Ya no era la ciencia protocolaria y estricta que había sido privilegiada en la Edad Media (Witt, 1982, p. 19), puesto que el Humanismo italiano había traído consigo una innovación en el mundo epistolar15, donde la escritura informal, educada y amigable primaba, características estas primordiales para todos aquellos que quisieran dedicarse a la diplomacia o el comercio (Witt, 1982, p. 27; Troye Nordkvelle, 2003, p. 320). Así pues, escribir bien se asimilaba «al escribir bien de los autores clásicos» y en particular Cicerón (Fontán, 1972, p. 197).
Antonio Perrenot había comprendido muy bien la importancia de lo escrito, de mostrarse agradable a través de su correspondencia, al igual que en persona, tal y como le recomendaba a su hermano Carlos en esta carta que le envía en 1548:
adaptándoos siempre a la honestidad, a la voluntad del otro más que a la vuestra, para que, desde la temprana edad en la que estáis, os volváis conversable y tratable y creed que, de otra manera, si uno no se acostumbra desde la juventud, conversar con todas las buenas compañías es algo que no se aprende luego. Estas gentes [que no aprendieron a conversar] son siempre, y con gran razón, odiadas. (BNE, MSS/7918-119)16
Convencido de la necesidad de esta capacidad para el futuro diplomático de sus hermanos, Granvela no paraba de recomendarles que le escribieran, que practicaran, e incluso llegaba a quejarse cuando no recibía noticias de ellos al mismo tiempo que sus preceptores:
No puedo dejar de quejarme de ellos puesto que, teniendo tanto tiempo libre y no habiéndome escrito en tanto tiempo, vuestras cartas han llegado sin las suyas. Aun siendo algo que les concierne, lo de formarse para escribir bien, de lo que tendrán posteriormente el mayor uso, con lo que eso ayuda a sacar provecho de las letras. Yo os escribo para ayudaros a que se ejerciten de continuo y que entre ellos sólo hablen el latín y el flamenco para adquirir soltura en lenguas. (BNE, MSS/7917-196)17
Más allá de la evidente importancia que aprender a escribir bien tuviera, el hecho de que los hermanos y sobrinos de Perrenot le escribieran regularmente permitía al obispo estar informado de los avances de estos en sus estudios. En un mundo en el que las cartas podían tardar meses en llegar a sus destinatarios, los intercambios epistolares servían, primero, para asegurarse de que se encontraban bien en la distancia, pues estas estancias universitarias no siempre eran tranquilas. La época de estudiante de Octavio, por ejemplo, parece haber sido especialmente convulsa, rodeado de «superficialidades del hábito y de amoríos» (BMB, ms. Granvelle 92, f. 321v). Las cartas servían también para asegurarse de que las importantes sumas de dinero que se destinaban a su educación estuvieran bien invertidas. Es decir, la redacción de las misivas latinas hacía evidente la eventual evolución en el nivel de los jóvenes; además, es de suponer que estos avances podían ser fácilmente identificables por Granvela, que tenía la costumbre de conservar la mayor parte de sus cartas. No obstante, hay que precisar, que solo se conservan un pequeño número de cartas de juventud, ya sea por los avatares de la historia (el corpus epistolar de la familia Granvela fue descuidado durante años hasta que fue salvado por el abad Juan Bautista Boisot) (BMB, ms. Granvelle 1244, f. 3v-4)18 o por la falta de constancia que su tío les reprochaba, como se ha visto anteriormente.
4. Las cartas de juventud y de formación
Las cartas latinas se convertían así en un útil más del proceso de aprendizaje. Su redacción permitía la aplicación práctica de las nociones teóricas recibidas en las lecturas. Además, la carta hacía de puente entre el mundo académico del pupilo y su ámbito privado. Esta exigencia, es decir, la correspondencia latina, era algo a lo que Antonio Perrenot había tenido que someterse ya de joven. Así pues, algunas de las cartas más antiguas que se conservan escritas por él forman parte precisamente de esta correspondencia juvenil de formación. Él mismo escribía a su padre en latín durante su época universitaria (BNE, MSS/20214-16)19 o intercambiaba misivas latinas con Maximiliano Morillon, durante su estancia en Pavía (BR, II/2794, f. 45-47)20. Al igual que en este último caso, pues se ha comprobado que de adultos el cardenal Granvela y el preboste se escribían en francés, la correspondencia latina de juventud parece tener una fecha de perención: el fin del período universitario. Así, por ejemplo, Jerónimo d’Achey, que parece ser el único de los sobrinos que estudió en Lovaina entre 1564 y 1566 en no haber muerto prematuramente21, ya de adulto intercambiaba cartas con su tío Federico en francés (BMB, ms. Granvelle 67, f. 171, 180, 212).
Estas cartas juveniles se presentan generalmente como una narración breve, más o menos entusiasta, de la vida estudiantil de los jóvenes. A veces, ya fuera porque la obligación que el escritor sentía no motivaba la inspiración o simplemente por falta de temas sobre los que alternar, las misivas se reducían a varias líneas de compromiso (BMB, ms. Granvelle 17, f. 121)22. No obstante, no suelen ser las más abundantes. El tono general de estas cartas es ligero, propio de los jóvenes que «son dueños de su tiempo», como los calificaba su propio tío (BNE, MSS/7917-196). A pesar del tono ligero de estas misivas, los jóvenes reconocen la autoridad del patriarca y muestran un gran respeto por el cardenal, al que algunos de sus sobrinos calificaban a menudo de «Mecoenas» [sic], reconociendo en cierta medida el papel que este tenía en su educación (BMB, ms. Granvelle 15, f. 71, 73; BMB, ms. Granvelle 24, f. 131, 133)23.
Entre los documentos que se han localizado, no se puede dejar de mencionar el caso del joven Juan Tomás Perrenot, ya que supone uno de los pocos ejemplos de correspondencia latina y juventud de la familia que permite observar una cierta evolución en el tiempo. Se conservan de su mano tres cartas fechadas con cinco años de diferencia. La primera es la carta que le envía a su tío Federico Perrenot el 2 de mayo de 1578 (BR, II/2297, f. 276). La segunda es una que le envía al preboste Morillon el 14 de enero de 1579 (BMB, ms. Granvelle 97, f. 137). La tercera es una carta que Juan Tomás envía a su pariente Jacques de Saint-Mauris el 14 de mayo de 1582 desde Alcalá de Henares (BMB, ms. Granvelle 85, f. 27).
Juan Tomás era el segundo hijo de Tomás Perrenot. No se dispone de muchos detalles sobre su vida, salvo su muerte: en 1588 había embarcado en La Girona, una de las galeazas de lo que los historiadores han querido llamar la «Armada Invencible», que surcó hacia Gran Bretaña y que acabó hundiéndose en las costas de Irlanda del Norte (Antony, 2003, pp. 100-101). Según el erudito local Jules Chifflet, este tenía solamente 22 años (BMB, ms. Chiflet 185, f. 84v), por lo que habría nacido aproximadamente en 1566. Si esta estimación es correcta, el joven tendría 11 o 12 años en el momento de redactar la primera carta mencionada. Sea o no correcta esta fecha, lo cierto es que la carta tiene un tono cándido propio quizás a la juventud del autor. Así pues, Juan Tomás escribe de esta manera a su tío, admitiendo con toda simplicidad que le daba vergüenza escribir en latín:
Salutem plurimam Clarissime Domine.
Domina Boisot per aliquot dies adfuit nobis, quae cum vellet Bruxellas redire; monuit me ut scriberem D.V. quod mea sponte fecissem, sed in veritate, pudebat me latine scribere, quia adhuc valde sum rudis et imperitus: sed tamen per instantiam dominae Boisot cepi audaciam hoc faciendi, sperans quod bonitas Domini mihi condonabit errores meos, considerans aetatem mean. Vale. (BR, II/2297, f. 276)24
En un primer momento, lo que resulta evidente tras leer esta misiva es la confirmación por escrito de que estas cartas latinas familiares hacían las veces de ejercicio práctico. Esto parece ser corroborado por la carta que enviará un año después al preboste Morillon, que inicia sin ninguna parafernalia de la siguiente manera:
Hactenus ad te gallice scripsi, Clarissime Domine Praeposite: nunc tentabo quidnam in latina lingua possim, fortassis prius id facere debuissem sed hoc mihi videtur ignoscendum, quia nundum syntaxin [sic] audiveram sine qua nec loqui, nec scribere latine possumus: quam quoniam nunc ferme absolui latine scribere assuescam. (BMB, ms. Granvelle 97, f. 137)25
Juan Tomás en dos ocasiones hace referencia a su falta de conocimientos en latín y reconoce la necesidad y el beneficio que la práctica epistolar puede conllevar para mejorar sus competencias lingüísticas. Tal y como puede verse en estos dos ejemplos, el joven no tiene mucha soltura escribiendo en latín, por lo que recurre a los recursos adquiridos gracias a sus preceptores o a sus estudios universitarios. Esto se hace patente en el uso de «syntaxin», que no es más que una latinización del griego «σύνταξιν». Tomás, que según su propio testimonio todavía tiene dificultades al escribir en latín, había muy probablemente tomado prestado este uso erudito de uno de sus preceptores o de una de sus lecciones. No debe sorprender descubrir voces similares, adaptadas para responder a una nueva concepción que los humanistas tienen del latín en el Renacimiento. Así pues, no era raro en esta época, sobre todo entre los eruditos, incluso en su correspondencia personal, asistir a la expansión del vocabulario latino en un intento de imitar a los antiguos, respondiendo «a las exigencias de una aplicación a la vida social e intelectual de su época» (Fontán, 1972, p. 199).
Además de una gramática que imita lo antiguo, se observan también en estos intercambios las fórmulas que imitan el estilo de las cartas de los autores clásicos y que no son tan comunes en los intercambios epistolares habituales del siglo XVI. Así pues, se repara un «salutem plurinam» en vez del vocativo «Illustrissime ac Reverendissime Domine» más corriente en la correspondencia latina de esta época, que el propio Juan Tomás acabará utilizando posteriormente en la carta fechada en 1582 (BMB, ms. Granvelle 85, f. 27). Esta forma de saludar, que parece ser una imitación del estilo ciceroniano (Lanham, 2004, pp. 17-18), da cuenta de la práctica habitual en la retórica humanista de imitar el estilo de los autores clásicos (Witt, 1982, p. 26).
En la carta de 1578, se encuentran otros elementos retóricos más propios del latín clásico: un elemento de la salutatio, «vale», que también va a utilizar en su carta de 1579 («Bene vale»). Esta expresión era una forma bastante extendida de terminar las cartas en la época clásica, como se puede percibir en la correspondencia de Cicerón (Lanham, 2004, p. 19), que, como ya se ha visto, era el ejemplo por imitar para un estudiante como Juan Tomás. En cambio, en la carta de 1582, se halla que el joven utiliza una fórmula ya más recargada propia al estilo de su época: «Deo interim volente quem rogo atque obsecro ut Ill.rem D[ominationem] V[estram] quamdiutissime servet incolumem»26. Etimológicamente estas dos salutationes cumplían la misma función, es decir, rogar por la salud, la posteridad o el destino de la persona destinataria. No obstante, la forma de imperativo de la primera carta, más común en la correspondencia antigua, es bastante directa para las costumbres epistolares de la época, cuya parafernalia retórica requería una larga despedida en la que el autor se encomendaba generalmente a Dios y a su lector.
La ausencia de estas muestras extremas de deferencia parece ser algo común en estas primeras cartas de formación: por ejemplo, Francisco d’Achey, su primo, también había escrito una despedida similar en una carta que envía al cardenal en 1555 (BNE, MSS/7920-188)27. Esto podría explicarse por un sentimiento de inseguridad en el uso del latín, como el propio Juan Tomás confiesa en la carta que le escribe a su tío. Sin embargo, a medida que el autor gana soltura en su escritura, estas fórmulas más académicas desaparecen, dando paso a otras más adaptadas al contexto del latín de su época. Varios años han transcurrido entre la primera (1578) y la segunda carta (1582), el estilo del joven es más fluido y parece tener más confianza en su latín; ha abandonado ya el uso de fórmulas que imitan a los autores clásicos y en su lugar aparecen otras más propias del latín del siglo XVI.
5. Conclusiones
Tras la lectura de todos estos fragmentos pertenecientes a la correspondencia familiar de los Granvela, no cabe duda de la riqueza que estas cartas tienen, a pesar de haber sido sistemáticamente relegadas a un segundo plano por las grandes publicaciones epistolares del siglo XIX28. La correspondencia en materia educativa de esta familia prueba su importancia como un método informal de aprendizaje. Los testimonios de los interlocutores dan cuenta de la relevancia que la práctica de la escritura y del latín tenía en la época. Lejos de ser únicamente una afición propia y exclusiva de los círculos humanistas, el dominio del latín era una cualidad importante, pues todavía era considerada como una de las lenguas fundamentales para la diplomacia, en especial para los asuntos alemanes y las relaciones con los Estados Vaticanos. El arte de redactar buenas cartas era también fundamental para todo aquel cuyos negocios futuros dependieran de la impresión que diera su persona a través de lo escrito.
No obstante, los estudios sobre la pedagogía latina en aquella época se suelen centrar únicamente en los manuales y otros tratados epistemológicos que, aunque permitían marcar las tendencias educativas de la época, no abandonan la esfera didáctica. El riesgo de una perspectiva demasiado teórica reside en dejar de lado la aplicación práctica de estos conceptos, ya que, como suele ocurrir, una idea y su ejecución no siempre se corresponden. Los manuales de latín de la época estaban concebidos como compilaciones de listas de vocabulario y ejemplos gramaticales, cuyo uso no garantizaba el aprendizaje independiente, sino que se precisaba la ayuda de un lector o un preceptor privado. Además, el aumento de estudiantes en las aulas universitarias dificultaba el proceso de enseñanza, que se tenía que ver complementado, para los que podían costeárselo, por el trabajo de un tutor. Este suplía las deficiencias del sistema tanto teóricas, gracias a las lecturas privadas, como prácticas, con ejercicios escritos y orales. La redacción epistolar se integra así en la rutina académica del joven, que, en este caso, estaba motivada por la familia, pero que bien podría serlo en otros casos por el preceptor.
Se insiste pues en la importancia que esta correspondencia de juventud tiene por la capacidad que otorga al historiador de pasar del marco teórico al caso práctico. Estos documentos abren una ventana al proceso de aprendizaje de forma detallada; a través de su lectura, se obtiene información sobre los temas de estudio, así como las formas en que estos conocimientos se transmitían. La enseñanza lingüística en el ámbito privado no era nada innovadora, ni mucho menos. El aprendizaje en el aspecto doméstico de las lenguas vivas era algo común, tal y como estas mismas cartas dan testimonio: durante su estancia en Lovaina, Adrien Amerot relata al cardenal Granvela la rutina de sus sobrinos en el aprendizaje del flamenco, gracias a la lectura en voz alta después de la cena y el intercambio con el personal de la casa (BNE, MSS/7904-51)29.
Este artículo intenta probar el interés que supondría visitar la correspondencia personal de los jóvenes estudiantes del siglo XVI, en el caso de que esta haya sido conservada. Este mismo esfuerzo debería realizarse en lo que concierne a los Granvela, puesto que todavía existe mucha información sin explorar. El interés de estudiar otros casos fuera del círculo de esta familia radica en el abandono de lo anecdótico o individual en favor de lo genérico. Es probable que esta familia, por muy meticulosos que algunos de sus miembros hayan sido, no inventara un sistema pedagógico y que probablemente se inspirara en una tradición común de la época. De encontrarse otros casos similares, podría establecerse una clara relación con el método educativo epistolar que surgió en el siglo XVIII (Guitard-Morel, 2013), y probaría que, más que una innovación, la Ilustración perennizó o popularizó una tradición metodológica previa. Así que, ut non pudeat nos latine volvere.