Introducción
Antes de iniciar, conviene hacer explícita una advertencia al lector. Este artículo no debe leerse como una crítica al humanismo. Nadie, en uso de la razón y de la volición, buscaría socavar las adscripciones éticas y políticas de los grandes logros que la humanidad ha conquistado en materia de derechos y garantías, adscripciones que, desde luego, compartimos plenamente. La discusión que aquí se propone es otra. Buscamos ensayar una relectura de los saberes penales que han encontrado en el hombre un privilegio teórico y metodológico. Privilegio que, no solo por nutrirse de la corrección ética y política de los biempensantes, constituye una real protección más allá del discurso. Por tanto, defenderemos, como pista de lectura, que el funcionalismo penal sistémico permite, también, asumir la defensa del ser humano más allá del sueño antropológico. Solo si el lector asume de buena fe esta pista de lectura, será posible fundamentar, sin ser malinterpretados, una crítica a la crítica en contra del funcionalismo penal sistémico1.
Dicho esto, podríamos comenzar por decir que la historia de toda sociedad, hasta nuestros días, ha sido la historia de la penalidad. Así, sería preciso caracterizar las diferentes formaciones sociales con un rótulo que sea común a todas ellas: sociedades punitivas. Las sociedades punitivas han ensayado cuatro tecnologías de castigo: (i.) excluir, (ii.) encerrar [recluir], (iii.) imponer una redención o compensación y (iv.) exponer a la vista pública (Foucault, 2013). Naturalmente, no se trata de prácticas excluyentes, sino, más bien, de formas más o menos privilegiadas que la sociedad ha encontrado para darle contenido a la penalidad.
Ahora bien, pese a que la inquietud por la atenuación de las sanciones siempre ha hecho notar su presencia en la historia de la penalidad, sería preciso señalar que, una verdadera preocupación humanista, data, más bien, de tiempos recientes. La historia revela que, aun si el hombre ha sido desde siempre el objeto del castigo, no por ello ha sido, sin embargo, el objeto intemporal de una racionalidad punitiva. En este sentido, parafraseando a Foucault, podríamos decir que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante en las ciencias penales. Es solo a partir del siglo XVIII que el hombre se convierte en objeto y fundamento de toda penalidad.
Con el advenimiento del humanismo en el siglo XVIII se produce una ruptura en la episteme penal. El sistema penal moderno se constituyó y reflexionó a sí mismo teniendo como referente al ser humano. El orden del discurso penal, su lugar de enunciación y sus condiciones de posibilidad situaron al hombre como fundamento impensado de toda racionalidad. Ahora bien, como toda episteme, el humanismo responde a una realidad histórica, con un comienzo y un fin delimitables.
Así las cosas, en el presente escrito nos proponemos revisar las críticas que, desde los saberes penales inspirados en el discurso humanista, se han formulado en contra del funcionalismo penal sistémico. Desarrollaremos este análisis de la siguiente manera: en primer lugar, abordaremos la génesis del discurso humanista en la filosofía y en el pensamiento penal ilustrado; en segundo lugar, estudiaremos la deriva antihumanista que, durante el siglo XX, asumió como propia buena parte del pensamiento occidental; en tercer lugar, analizaremos el lugar que ocupa, en el marco de esta discusión, el humanismo negativo de corte luhmanniano como presupuesto conceptual del funcionalismo penal sistémico. En cuarto lugar, dialogaremos con las críticas que se han formulado en contra del funcionalismo penal sistémico, para lo cual echaremos mano del instrumental teórico y metodológico que, desde la filosofía, la teoría sociológica y la dogmática penal, sirve de soporte al debate.
El discurso humanista: o de la emergencia epistémica del derecho penal ilustrado
La Modernidad fue, sin duda alguna, un terreno fértil para la gesta humanista. La precedencia ontológica y epistemológica del yo-sujeto en el Discurso del método (Descartes, 1902) condiciona las lecturas humanistas que emergieron en la Modernidad. Si Descartes ancla la aventura del pensamiento en el yo-sujeto, es Kant quien se ocupa de humanizar las reflexiones filosóficas. Los interrogantes que, según Kant, demandaban respuesta de la empresa filosófica, esto es, las preguntas sobre qué se puede saber (metafísica), qué se debe hacer (moral) y qué cabe esperar (religión), apuntan, todas ellas, a una pregunta antropológica: ¿qué es el hombre? (Kant, 1819). A partir de este momento, el ser humano se erige, a la vez, como fundamento de positividad de todo conocimiento sobre la realidad, trazando, pues, las fronteras de lo dicho y lo decible.
La preocupación antropológica, en el campo del derecho, remite al problema de la dignidad humana. Podría decirse, pues, que las ciencias sociales encuentran en la dignidad humana una categoría bisagra. Así, para la comprensión de los fenómenos jurídicos, el aporte kantiano constituye un pilar ineludible (Solano, 2016)2. Los derechos humanos, en particular, codifican el entendimiento del sistema jurídico (Habermas, 2010)3. De esta manera, la dignidad humana que cimienta los derechos humanos se explica en función del segundo imperativo categórico: "Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre con un fin, y nunca solo como un medio" (Kant I. , 1786, pp. 66-67). Kant (1786) sostiene, en este orden de ideas, que el hombre es digno porque, siendo un fin en sí mismo, no puede ser cosificado. En una palabra, mientras que las cosas tienen precio, el hombre posee un valor en sí mismo, una dignidad que se encuentra más allá de todo precio y que lo hace, por definición, una realidad que no es fungible.
En el ámbito penal, Beccaria es, como sabemos, el vicario del discurso humanista. Sería demasiado pretencioso tratar de resumir aquí los aportes de Beccaria al pensamiento penal ilustrado. Intentemos algo más simple. Para la edición de 1797 de su célebre obra Dei delitti e delle pene -comentada por Voltaire-, Beccaria encargó la ilustración de una antiporta que permite acercarnos a una de sus tesis principales:
En la imagen, la Justicia rechaza la pena capital, volviendo su mirada sobre los instrumentos de trabajo y las esposas. La antiporta muestra el tránsito, que en Europa se produciría poco después, de una justicia inquisitoria a una justicia examinatoria, de los tratos crueles y degradantes a las sanciones resocializadoras. La antiporta, acompañada de la máxima estoica: "severitas amittit assiduitate auctoritatem", insiste en la necesidad de imponer, humanamente, castigos más humanos. Así, pues, el humanismo en derecho penal se erigió, entre otras categorías, alrededor del concepto de resocialización. De allí la vinculación, íntima e histórica, entre el derecho penal moderno y las cienciaspsi (Foucault, 1966; Arrieta, 2016).
Pero las emergencias históricas no son simples coincidencias. El siglo XVIII es una época de convergencias: humanismo penal, nacimiento de la prisión como pena generalizada y reforzamiento constitutivo de las ciencias sociales y humanas. Como sucedánea de los tormentos, de los suplicios y de las demás penas corporales, la prisión emerge, de esta manera y parafraseando a Nietzsche (1996), como una pena humana, demasiado humana. Desde entonces hasta hoy, se ha enarbolado la siguiente bandera: "hay que defender la prisión". Para decirlo sin más rodeos, el discurso penal moderno y contemporáneo se ha instalado, cómodamente, en el sueño placentero del discurso humanista, el cual debe leerse, correlativamente hablando, como el despertar de la prisión.
Ahora bien, ante el fracaso de la resocialización4, ¿cómo seguir hablando de humanismo en las ciencias penales? Esta es la gran paradoja teórica del sistema punitivo. En el estudio y ejercicio del derecho penal, profesores, estudiantes y jueces se aferran a la retórica humanista al mismo tiempo que conviven con realidades profundamente inhumanas. ¿Cómo es posible esta paradoja? ¿Cómo se sostiene un discurso humanista de la mano de una realidad abiertamente cosificadora? Para responder estos interrogantes debemos cuestionar, a fondo, la episteme del discurso humanista reapropiado por los saberes penales, para mostrar, así, que esta paradoja forma parte, de cabo a rabo, de una estrategia de refugio.
La querella antihumanista en el siglo XX
El siglo XVIII, el clímax de la Ilustración, no es solo el Siglo de las Luces, sino que es, también, una era de prejuicios y somnolencias. El somneil anthropologique, para utilizar una expresión foucaultiana, o el prejuicio humanista, para valernos de una idea de Luhmann, dan cuenta de una misma realidad: un fantasma recorre la historia del derecho penal moderno, el fantasma del humanismo.
La Segunda Guerra Mundial jugó un papel decisivo en la querella antihumanista de las ciencias sociales durante el siglo XX. Sin embargo, la crítica al privilegio teórico y metodológico del humanismo echa raíces en reflexiones anteriores.
Para Foucault (1963), Nietzsche, quien representaba la silenciosa risa filosófica, fue el primero en desprenderse del sopor antropológico. En ello coinciden Deleuze (1986) y Sloterdijk (2003), para quienes la muerte de Dios predicada por Nietzsche (2016) supuso, de contera, la muerte del hombre. La promesa nietzscheana del superhombre solo cobraba sentido sobre las cenizas del cadáver del hombre (Nietzsche, 2012).
Siguiendo la tradición alemana, y en abierta crítica a Kant (1787) y a Natorp (1888), Husserl (1984), en la primera edición de Investigaciones lógicas, desterraría al yo y, por ende, al prejuicio humanista, de las preocupaciones fenomenológicas. Con esta misma intención Sartre escribiría La transcendencia del Ego (1966), su primer ensayo filosófico fechado en 1936, en el que defendería la tesis de una conciencia impersonal dado el carácter nocivo e innecesario del yo (Ramírez y Arrieta, 2018)5.
En 1946, al atender una correspondencia escrita por Jean Beaufret, Heidegger cuestiona el humanismo y cimienta las bases de la querella antihumanista presente a lo largo y ancho de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX (Ferry y Renaut, 1985). En Carta sobre el humanismo (1976), el Filósofo de la Selva Negra denunció el olvido del ser propiciado por el humanismo. En este sentido, Heidegger, prescindiendo del yo-sujeto, reivindicaría al ser en la filosofía del lenguaje: "el lenguaje habla" (Heidegger, 1985, p. 11).
En la filosofía francesa, Foucault continuaría la tradición heideggeriana (Feron, 2009). Para Foucault (1966), a partir del siglo XVIII, el hombre se convirtió en un privilegio teórico, esto es, en el fundamento de todas las positividades científicas y en aquello que hay que pensar y saber. En una palabra, en el curso del sueño antropológico, el hombre se instauró más allá de toda duda razonable. Pero, para Foucault, el hombre no solo representaba un privilegió teórico. Detrás de esta fachada, según el francés, se escondía una intencionalidad política formalizadora. Por eso, para Foucault, el humanismo debe ubicarse en el corazón de los ejercicios de control disciplinar y biopolítico propios de la sociedad normalizadora. Al tiempo que la humanización de las penas y el desarrollo de las ciencias sociales transitan de la mano de las tecnologías de medición, vigilancia, castigo y corrección de los individuos (Foucault, 1975); la concepción del hombre en el humanismo ilustrado "no es más que una figura de la población" (Foucault, 2004, p. 81).
Foucault juzgaba el humanismo como una "fofería" de la tecnocracia funcional al statu quo (Caruso, 1969). En esta línea, el antihumanismo foucaultiano es implacable:
Entiendo por humanismo el conjunto de discursos mediante los cuales se le dice al hombre occidental: «si bien tú no ejerces el poder, puedes sin embargo ser soberano. Aún más: cuanto más renuncies a ejercer el poder y cuanto más sometido estés a lo que se te impone, más serás soberano». El humanismo es lo que ha inventado paso a paso estas soberanías sometidas que son: el alma (soberana sobre el cuerpo, sometida a Dios), la conciencia (soberana en el orden del juicio, sometida al orden de la verdad), el individuo (soberano titular de sus derechos, sometido a las leyes de la naturaleza o a las reglas de la sociedad), la libertad fundamental (interiormente soberana, exteriormente consentidora y «adaptada a su destino»). En suma, el humanismo es todo aquello a través de lo cual se ha obstruido el deseo de poder en Occidente-prohibido querer el poder, excluida la posibilidad de tomarlo-. En el corazón del humanismo está la teoría del sujeto (en el doble sentido del término) (Foucault, 1994, p. 226).
Sin embargo, el filósofo nacido en Poitiers estimaba que la tarea emprendida por Nietzsche y continuada por Heidegger seguía siendo, aún en la década del setenta, un trabajo inconcluso. "El hombre está en vías de desaparecer" (Foucault, 1966, p. 397), sentenciaba Foucault, anticipando que el humanismo se borraría como un rostro de arena en los límites del mar. Esta empresa de hacer desaparecer el humanismo estaría reservada, por un lado, para las contraciencias humanas (psicoanálisis y etnología), pero, sobre todo, para una filosofía dispuesta a migrar hacia un pensamiento impersonal, hacia un saber sin identidad, hacia una teoría sin sujeto, en una palabra, hacia el concepto de sistema (Foucault, 1994a).
No pretendemos decir aquí que el concepto de sistema, en Foucault, se corresponda con el asumido por Luhmann. Sería este un reduccionismo ingenuo. Claramente son categorías diferentes, aunque no deja de ser interesante la coincidencia terminológica. Más allá de lo anterior, es innegable que Nietzsche palpita fuerte en el pensamiento de Luhmann y Foucault. Así, en el campo de las ciencias sociales y, específicamente, en el ámbito de los saberes penales, otra teoría sería acusada, al igual que Nietzsche, de relativismo ético y nihilismo axiológico: el funcionalismo penal sistémico. Es lo que estudiaremos a continuación.
El humanismo negativo de Niklas Luhmann y sus implicaciones para el pensamiento penal: aclaraciones para evitar malentendidos
Los soportes teóricos del humanismo negativo luhmanniano se remontan a Nietzsche (Dockendorff, 2013). En general, los planteamientos de Luhmann son consecuentes con la antropología negativa que atraviesa, como vimos, buena parte de la filosofía alemana. De acuerdo con esta tradición de pensamiento, como señala Miranda (2014):
(...) el ser humano es un ser carencial, deficitario, no fijado, descentrado, abierto al mundo, cuya tarea primaria es hacerse cargo de sí mismo y para el cual la sociedad constituye su propio devenir (Adorno), su propio suplemento (Derrida), su propio mecanismo de reducción de complejidad (Luhmann)" (p. 90).
Así, desde Nietzsche, la sociedad "se levanta con sus propias reglas y nunca muestra una ternura añorada por las situaciones humanas" (Izuzquita, 2008, p. 12). Para entender cómo impacta esto en el funcionalismo sistémico y, en concreto, en la teoría penal funcionalista, resulta necesario volver sobre las bases y las intenciones epistemológicas propuestas por Luhmann. Estos fundamentos, en efecto, se piensan en la más radical de todas las contingencias: la desaparición del ser humano6. Con el ánimo de evitar malentendidos, conviene comenzar por el principio7.
En la teoría de los sistemas sociales de Luhmann, la idea de que el hombre es un elemento de la sociedad constituye un obstáculo epistemológico (Rodríguez y Torres, 2008). El profesor de Bielefeld radicaliza la tesis de Parsons y Shils (1962), para quienes "la unidad conceptual del sistema social es el rol. El rol es un sector del sistema de acción total del actor individual y un punto de contacto entre el sistema de acción del actor individual y el sistema social" (1962). Luhmann, sin embargo, juzga insuficiente la teoría de la acción propuesta por los sociólogos norteamericanos debido a que en ella aún se conserva un resquicio del hombre como actor social. Así, a diferencia de Parsons, Luhmann asumió la sociedad como un sistema social cerrado, autopoiético y operativamente clausurado.
Así las cosas, la sociedad, entendida como sistema social, no se define por una determinada esencia (Wesen) o moral, sino, únicamente, por la operación que la produce y reproduce, esto es, por la comunicación (Luhmann, 2007, p. 48)8. Por ello, dado que la sociedad se caracteriza por la autopoiesis comunicativa y no por un a priori social o subjetivo, todo aquello que no sea comunicación es ajeno al sistema social y forma parte, entonces, de su entorno. El funcionamiento de la sociedad no pasa, en consecuencia, por el ser-humano-sujeto, y ni siquiera por la intersubjetividad -se configure esta como consenso o como lucha- (Luhmann, 2007, p. 693). Lejos de cualquier fundamento ontológico, lo que importa, pues, es que la comunicación continúe.
De esta manera, aunque la conciencia, como sistema psíquico, acompaña ineludiblemente la comunicación, no se confunde con ella. En última instancia, porque, como explica Luhmann (2007): "En la comunicación nunca puede determinarse si los sistemas de conciencia están presentes 'auténticamente' o si tan solo aportan lo necesario para la continuación" (pp. 693-694). Ello es así por cuanto todo sistema, al ser autorreferencial y autopoiético, se acopla estructuralmente a su entorno, pero no se confunde con él. El entorno irriga energía al sistema, pero no lo contamina con información. De este modo, al menos en clave social, no interesa pensar en el ser-humano-sujeto como postulado presupuesto de toda comunicación.
No es un capricho teórico. Por el contrario, la expulsión del ser-humano-sujeto de la teoría social busca superar el prejuicio humanista9. La teoría social debe renunciar a seguir buscando el paradero del sujeto (Luhmann, 2007, p. 696)10. En este orden de ideas, la dicotomía entre sujeto y objeto resulta insuficiente para explicar las sociedades funcionalmente diferenciadas11. Por un lado, porque con el concepto de sujeto se acentúa unilateralmente la autonomía (emancipación) y se pierde de vista la heteronomía (control social). Sin la una no tiene sentido hablar de la otra12. Por otro lado, en las sociedades funcionalmente diferenciadas no se debe confundir ni se puede hacer depender la identidad del entorno de la identidad del sistema, tal y como sucede en la relación sujeto/objeto (Luhmann, 2007, p. 811).
Si se suprime al sujeto, el objeto corre la misma suerte, con lo cual, por fin, las ciencias sociales pueden pensar la contingencia13. Así, en términos epistemológicos, solo queda el observador14: "lo social no puede comprenderse a partir del sujeto -por lo menos no cuando se toma al concepto en serio" (Luhmann, 2007, p. 816)15. De esta manera, el refugio en el sujeto, que encuentra en la categoría de ser humano un lugar predilecto, es, a no dudarlo, un rezago premoderno -en esto coinciden Luhmann, Sartre y Foucault-. Atravesado por la analogía al ser, el concepto de ser-humano-sujeto es heredero de una comprensión religiosa de la sociedad. En ella la humanitas se vive como natura y los problemas sociales se siguen codificando, en términos ontológicos, alrededor de la pregunta por la esencia del hombre (Luhmann, 1998a, p. 215).
Por el contrario, para comprender las sociedades funcionalmente diferenciadas ya no se requiere echar mano de ningún tipo de residuo sustancial y trascendental común a todos los individuos. Luhmann (2007) dirá que, a partir del "ser humano" entendido como "corpus mysticum de la individualidad", no es posible ni legítimo, hoy por hoy, derivar una teoría de la sociedad (pp. 809-812). De este modo, abandonando todo esencialismo social, la teoría de sistemas prescinde del ser-humano-sujeto. El hombre deja de ser, pues, una garantía epistemológica. Por ello, Luhmann (2007) sentencia: "De cualquier modo hoy el ser humano ya no es la sociedad: o es un ideal que debe mantenerse como aproximación para ésta, o un artefacto" (p. 741).
En este sentido, en la teoría de sistemas se anda sin matices: el ser humano no hace parte de la sociedad. El hombre es entorno del sistema social (Luhmann, 1998a, p. 227), precisamente, porque ningún hombre es comunicación. Así, "no es el hombre, sino sólo la comunicación, lo que puede comunicar" (Luhmann, 1996, p. 28) o, para decirlo simplemente, "solo la comunicación comunica" (Luhmann, 2002, p. 169)16. De esta manera, eliminando todo vestigio subjetivo, solo queda "la comunicación misma, es decir: la sociedad" (Luhmann, 2007, p. 818).
Sin embargo, surge un nuevo problema teórico. Si se expulsa al hombre de la sociedad, cómo es posible, entonces, que el sistema psíquico se acople estructuralmente con el sistema social. Una nueva respuesta aparece en el vacío deja el ser humano-sujeto: la persona17. De acuerdo con Luhmann (2007), en la Modernidad18 los individuos emergen como personas, es decir, "pueden simbolizar el carácter desconocido del futuro. Puede conocerse a las personas, aunque sin saber cómo actuarán" (p. 807). En este sentido, las personas actúan socialmente dependiendo de cómo lo hacen las demás19. La personalización es, de esta manera, un proceso histórico que busca hacer plausibles y predecibles las comunicaciones.
En esta línea argumentativa, la persona es una "forma" que no responde tanto a las necesidades psíquicas de la conciencia, sino, más bien, a las expectativas de los sistemas sociales (Luhmann, 1998b, p. 239)20. Debido a lo anterior, el concepto de persona -con el cual se supera el prejuicioso ser-humano-sujeto- le sirve a Luhmann para explicar el acoplamiento estructural entre los sistemas psíquicos y sociales:
(…) el hecho de que la conciencia y los sistemas de comunicación operen de manera completamente separada y libre de intersecciones no excluye la posibilidad de que en la comunicación nos remitamos a sistemas psíquicos. Siguiendo una añeja tradición, podemos llamar personas a las unidades que la comunicación construye a este efecto. De acuerdo con ello, las personas son estructuras de la autopoiesis de los sistemas sociales, pero no constituyen, por su parte, sistemas psíquicos o seres humanos completos. En consecuencia, debemos distinguir a las personas de las unidades que se producen en la ejecución de la autopoiesis de la vida o de los pensamientos de un ser humano. La función de la personalización queda circunscrita a la comunicación en los sistemas sociales (Luhmann, 1996, p. 30)21.
Ahora bien, lecturas sesgadas de la teoría de Luhmann sobre este particular han dado lugar a innumerables malentendidos. En primer lugar, conviene aclarar que la persona no es una forma que simplemente se imponga y desplace la individualidad. La personalización es un proceso que presupone al individuo al mismo tiempo que lo neutraliza (Luhmann, 2007, p. 821). En segundo lugar, la personalización no es una ideología que enajene o deforme al individuo. Es, sí, una precisión teórica, útil explicar la distinción entre autorreferencia y heterorreferencia en las sociedades funcionalmente diferenciadas (Luhmann, 1998b, p. 243). De esta suerte, la persona opera como una distinción sobre otra distinción o, lo que es lo mismo, como una sobreforma. Así, la forma-persona no es, como la categoría de ser humano, una propiedad esencialmente inherente a la subjetividad, sino, más bien, una comunicación que se comunica al individuo, una observación que el sistema social hace del sistema psíquico.
Luego, en cierto sentido, podría decirse que el funcionalismo deshumaniza. Pero esta deshumanización no debe ser caricaturizada si realmente queremos comprenderla. La deshumanización es una constatación de hecho: la sociedad no tiene nada de humano -intuición que Ortega y Gasset defendió en términos filosóficos-22. Lejos del lenguaje prescriptivo de la moral, la deshumanización,entendida como una expresión del humanismo negativo, es una premisa epistemológica, necesaria para comprender el gradiente de complejidad asociado a las sociedades funcionalmente diferenciadas.
En este sentido, y contrario a lo que se afirma por parte de la crítica, la deshumanización de la sociedad no supone el desconocimiento existencial de los hombres concretos23. Los individuos siguen existiendo en la teoría de Luhmann, pero ahora ocupan el lugar que les corresponde. Ahora bien, si se insiste en llevar la discusión epistemológica al plano moral, habría que responder de manera contundente. El humanismo negativo de Luhmann, deshumanizando a la sociedad, es más humanista que el mismo humanismo. De acuerdo con esto, no sería exagerado afirmar que el funcionalismo penal sistémico es un humanismo.
Mascareño (2012) ya lo hacía notar, el antihumanismo de Luhmann debe leerse, paradójicamente, como un "negativamente humanista antihumanismo teórico" (p. 21). De hecho, ubicando al hombre en el lugar que le corresponde, esto es, situándolo en el entorno de la sociedad, la teoría de sistemas explica la relación entre autonomía y heteronomía del individuo. En tanto condición necesaria mas no suficiente de los sistemas sociales, el individuo ocupa un rol protagónico en la construcción social, aun cuando la sociedad no se agote en él (Dockendorff, 2013, p. 160). El funcionalismo sistémico es un humanismo porque, lejos de suprimir la agencia del individuo, reconoce los límites concretos en que esta puede ejercerse. De hecho, sin la garantía del humanismo positivo o, lo que es lo mismo, sin la atadura de los esencialismos sociales, la libertad se expresa, radicalmente, en la más pura contingencia24.
En este sentido, las posibilidades de incidencia social del individuo pueden evaluarse seriamente.
Por eso se equivocan quienes estiman que el funcionalismo sistémico hace del hombre una marioneta. El individuo no es títere ni titiritero de la sociedad. No en la medida en que los sistemas son autopoiéticos y autorreferenciales. De este modo, así como los sistemas psíquicos no se dejan subordinar por los sistemas sociales, tampoco estos se dejan determinar por aquellos. Yerran, también, quienes ven en el trasfondo de la teoría de sistemas un consenso conservador. La autosocialización sistémica expresa bien el equilibrio entre autonomía y heteronomía, con lo cual se tiene la precaución teórica de estar dispuesto a comprender la relación emancipación/control. En efecto, el funcionalismo sistémico explica cuáles son las posibilidades reales de que disponen los individuos para enfrentarse a las estructuras sociales, de manera que, como afirma Dockendorff (2013), la propuesta de Luhmann "No sólo no priva a los individuos de su capacidad de incidencia, sino que, por el contrario, aclara mejor los obstáculos y desafíos que dicha incidencia debe enfrentar en la compleja sociedad contemporánea" (p. 171).
Llevado al plano jurídico, extraigamos algunas consecuencias. En primer lugar, en términos morales, el humanismo negativo en el derecho parte de reconocer el carácter inaccesible e insondable de la conciencia humana y, correlativamente, el carácter comunicativo del derecho:
Los sistemas psíquicos observan el derecho (y no lo producen), de otro modo el derecho quedaría encerrado en la profundidad de aquello que Hegel alguna vez expresó: "en la oscura interioridad de los pensamientos" Por eso no es posible considerar a los sistemas psíquicos, a las conciencias, o a todo el ser humano, como partes o como componentes internos del sistema de derecho. La autopoiesis del derecho se puede realizar tan sólo mediante operaciones sociales (Luhmann, 2005, p. 104).
Si se admite lo anterior, tendríamos que concluir que el derecho penal no castiga al ser humano. Lo que se castiga es lo que el individuo comunica, es decir, no el ser humano, sino la persona -o al enemigo (no-persona)-. Por eso Jakobs (1996) puede afirmar, sin que ello genere ningún escándalo, que "con la medida de la culpabilidad no se mide un sujeto, sino una persona, precisamente la persona más general que cabe imaginar, aquélla cuyo rol consiste en respetar el Derecho" (p. 65). De esta manera, el concepto de persona en el funcionalismo sistémico contribuye a que los sistemas psíquicos experimenten las limitaciones propias del tráfico social, lo cual, sin lugar a duda, facilita ciertos aprendizajes:
El tener conciencia de que se es persona da a los sistemas psíquicos, en el caso normal, el visto bueno social; y para el caso desviante la forma de una irritación todavía procesable en el sistema. Hasta cierto punto, uno cae en la cuenta cuando tiene problemas consigo mismo como persona, y se presenta entonces la oportunidad de buscar una solución (Luhmann, 1998b, p. 243).
Así las cosas, la teoría de sistemas reconoce la libertad humana en sus justas proporciones, esto es, sin mistificación alguna25. En este sentido, para el funcionalismo sistémico el delito no es ni el resultado de una determinación social -al estilo marxista- ni fruto de la libre elección del individuo -como piensa el neoliberalismo-. En términos sencillos, el delito comunica. Como toda comunicación, el delito tiene tanto de autoselección como de heteroselección. Luego, contrario a lo que suele decirse, en la teoría de sistemas el delincuente no es un autómata social, su actuar no se encuentra fatalmente determinado:
Es imposible, por tanto, que se forme un sistema psíquico que se autorrealice sin el concurso de la socialización. Ahora bien, esto no quiere decir que se pueda ver en la socialización una simple transferencia de la estructura de la sociedad a los sistemas psíquicos. La autopoiesis psíquica también se puede estructurar no realizando lo que se le reclama, yendo a contracorriente de los patrones sociales de conducta con unos elaborados por él mismo. Con el aumento de la complejidad psíquica la probabilidad de que esto ocurra, antes que disminuir, más bien se incrementa, porque, entonces, también en la negación están dados el orden y las posibilidades de acoplamiento (Luhmann, 1995, p. 67).
Adicionalmente, si entendemos que el delito es una comunicación y no una predisposición subjetiva, debemos replantearnos, asimismo, los fines de la pena. Dicho de otro modo, la ubicación de la conciencia por fuera de la sociedad nos debería llevar a concluir que la resocialización no es ni puede ser el fin esencial de la pena. Si el delito comunica, la pena es, también, un acontecimiento comunicativo, que cumple, por tanto, la función de afirmar la vigencia de la norma y de prevenir infracciones ulteriores. Querer modificar la conciencia, pretender resocializarla, no solo ignora que los sistemas psíquicos son ajenos al sistema social, sino que es, esta sí, una pretensión antihumanista. Con esto no queremos negar la posibilidad de que la conciencia aprenda a partir de comunicaciones punitivas -ya decíamos que hay aprendizajes-. No, lo que queremos mostrar es que esta será una finalidad accesoria, condicionada, claro está, por la semántica propia del sistema psíquico.
Ahora bien, el tratamiento resocializador no es un fenómeno aislado. Se inscribe, en términos modernos, en la matriz del derecho penal inspirado en el discurso humanista. De esta manera, entre categorías ineficaces y malabarismos teóricos esta matriz de pensamiento, aferrada al humanismo, desconoce la diferencia entre sistemas psíquicos y sistemas sociales, todo por rehusarse a pensar en el vacío de la contingencia.
Hacia una crítica de las críticas
Es sabido que, en términos contemporáneos, dos escuelas de pensamiento se erigen como los principales referentes teóricos de la dogmática penal: el finalismo y el funcionalismo26. Son funcionalistas, en términos generales, aquellas orientaciones de la dogmática que intentan construir las categorías del sistema a partir de los fines del derecho penal (Peñaranda, 2000). Dentro de estos esquemas, el funcionalismo penal sistémico desarrolla sus planteamientos estructurales a partir de los presupuestos de dos grandes corrientes de pensamiento: una, en la teoría de los sistemas sociales de Luhmann; la otra, de corte filosófico, en el pensamiento idealista hegeliano (Montealegre, 2003, p. 23).
Como vimos en el capítulo anterior, partir de la distinción entre sistema y entorno y, sobre todo, entre el sistema social y el sistema psíquico, el funcionalismo penal sistémico y, por ende, su mayor exponente, Günther Jakobs, han ubicado al individuo por fuera del sistema penal.
Así las cosas, el sistema penal sería apenas un subsistema del subsistema jurídico que integra, por su parte, la sociedad entendida como sistema social funcionalmente diferenciado. Dentro del sistema jurídico solo cabría lugar hablar de personas como titulares de expectativas. Por ello mismo, quien no preste seguridad cognitiva al sistema, en Jakobs, ostentaría la calidad de enemigo, pues con su conducta rechazaría su personalidad (Jakobs y Melia, 2003).
De esta manera, si, como hemos visto, todo el derecho penal ilustrado se ha configurado sobre la base del discurso humanista; una teoría como la de Jakobs, en la que la función del derecho penal nada tiene que ver con dicha humanización, ha sido fuertemente criticada, pues su función solo consiste en garantizar la identidad normativa de la sociedad. Si se quiere, sería correcto afirmar que la teoría de Jakobs deshumaniza el derecho penal; pero esta expresión, sin embargo, sólo podría entenderse realmente si se comprenden los presupuestos de la teoría de sistemas en los que Jakobs funda su planteamiento, como lo delimitamos en el capítulo anterior. Se deshumaniza, en el sentido de un humanismo negativo, pues lo humano está por fuera del sistema social. Esto es, el sistema social es diferente al sistema psíquico. Así, la deshumanización no sería un término peyorativo o degradante, sino, simplemente, descriptivo y, como dijimos, paradójicamente humanista.
En la literatura especializada múltiples son las críticas en contra del funcionalismo penal sistémico.
Alesandro Baratta consideró que el vínculo entre Jakobs y Luhmann terminaría por favorecer la expansión del derecho penal. El funcionalismo sistémico supondría, para el derecho penal, asumir una postura conservadora, tecnocrática y autoritaria (1984).
En esta línea, Eduardo Demetrio (2010) estima que la teoría de Jakobs, mediante la progresiva renormativización de todos los conceptos, la pérdida del horizonte valorativo, y la falta de límites, ha construido un método de pensamiento absolutamente formalizado, alejado de la realidad y con capacidad de adaptación a cualquier sistema jurídico, por lo que permite que surja y se legitime aquella construcción que el mismo Jakobs ha denominado "derecho penal del enemigo".
Siguiendo con estos cuestionamientos, Ferrajoli (2012) estima que el pensamiento jakobsiano conlleva graves implicaciones prácticas, diversas y opuestas de aquellas que se derivan de la doctrina liberal de los bienes jurídicos individuales como objeto de tutela. A juicio de Ferrajoli, la doctrina de Jakobs hace de la autoconservación del sistema y de la protección de la norma jurídica el fin mismo del derecho penal, más allá, y quizá también a costo de cualquier otro bien o interés. Además, el funcionalismo luhmanniano, y sobre todo su aplicación al campo punitivo, no sería nada más que una versión sociológica del viejo estatalismo ético: la idea de la primacía del Estado, o, si se prefiere del sistema social, sobre las personas, concebidas como subsistemas cuya tutela se admite solo si es funcional a la conservación del sistema y por ello claramente inidónea para imponer límites a la potestad punitiva del Estado (p. 7).
En consonancia con lo anterior, Luis Gracia (2006) rechaza contundentemente la deriva funcionalista que se hace a través del concepto de persona, pues, según estima, el destinatario del derecho penal es el hombre empírico y no la persona normativa, por lo que la categoría de enemigo no es compatible con la exigencia de a la dignidad humana.
Para finalizar solo algunas de las críticas, quisiéramos destacar las formuladas por Zaffaroni (1993) y Velásquez (2005). Ambos autores han alzado sus voces en contra del funcionalismo penal, pues, a su juicio, esta corriente avala una visión contrailustrada del derecho penal y es proclive a legitimar regímenes totalitarios que desconocen los límites establecidos por los derechos humanos. En opinión de estos autores, el funcionalismo penal no concibe al hombre "como un sujeto autónomo, moralmente responsable de sus propios actos", sino como un sistema psíco-físico y automatizado por roles funcionales, con lo cual se legitima, tecnocráticamente, un sistema penal que reduce al hombre a una simple nada (Velásquez, 2005, p. 205).
En una línea un poco más amplia pero similar, recientemente Zaffaroni (2009) criticó la recepción que de las teorías alemanas como la de Jakobs se hacía en las sociedades latinoamericanas, expresando que:
(...) por mucho que cautive una construcción que por obturar la entrada de datos de la realidad y procurar una coherencia sistemática aparece como plausible universalmente, no puede dejar de observarse que el calefactor puede salvar a una persona de la muerte por congelamiento, pero también puede matar a otra por deshidratación, según dónde y cuándo se utilice, lo que nada tiene que ver con el funcionamiento perfecto del artefacto (p. 8).
En resumidas cuentas, las críticas podrían resumirse, como lo sugiere Montoro (2007), en el hecho de que el funcionalismo penal sistémico justifica cualquier sociedad posible, desde un sistema esclavista hasta un sistema de hombres libres, en tanto que la validez y legitimidad del sistema social se derivan de su simple existencia. El derecho cumple, en este sentido, la tarea, simplemente técnica, de reproducción social.
Para expresarlo sin más preámbulos, a juicio de muchos pensadores del derecho penal, el funcionalismo sistémico debe rechazarse por antihumanista (Jokisch, 1999).
Frente a críticas de este calibre la respuesta del funcionalismo no se ha hecho esperar. Jakobs ha defendido, con ahínco, su teoría funcional-normativista. Así, para las ciencias penales, los problemas de legitimación, léase, los problemas de humanidad y justicia en el derecho penal27, no pueden ser resueltos, desde el plano interno, por el propio derecho penal, toda vez que este "no vale más que el orden social que contribuye a mantener y, por lo tanto, sólo puede extraer su legitimidad en última instancia de la existencia de normas legítimas" (Peñaranda, 2000, p. 308).
En este sentido, Jakobs (1996) admite que, en su teoría del derecho penal y consecuente con el humanismo negativo luhmanniano, el sujeto ocupa un lugar secundario, precisamente, porque lo que se busca "comprender es la sociedad, es decir, un sistema de comunicación normativa, no el medio que la circunda" (p. 11). Es decir, para el derecho penal -y para el derecho en general-, digámoslo claramente, el ser humano no interesa. Y ello es así porque, como vimos, lo que interesa a la sociedad, al derecho y, en concreto, al derecho penal; no es el ser humano, sino, más bien, la persona, esto es, aquello que la conciencia secreta en términos comunicacionales. Por ello Jakobs no se ruboriza al afirmar:
En conclusión: el Derecho penal no se desarrolla en la conciencia individual, sino en la comunicación. Sus actores son personas (tanto el autor como la víctima como el juez) y sus condiciones no las estipula un sentimiento individual, sino la sociedad. La principal condición para una sociedad que es respetuosa con la libertad de actuación es la personalización de los sujetos. No trato de afirmar que deba ser así, sino que es así. El concepto funcional de culpabilidad es por necesidad descriptivo precisamente en la medida en que la sociedad se encuentre determinada. Probablemente, esta descripción neutra, esta exclusión de la utopía, es lo más chocante en la práctica de toda la teoría funcional (Jakobs, 1996, p. 67).
En particular, en el concepto de persona la teoría de Jakobs es deudora de Hegel y de Luhmann. En ambos autores esta categoría no se confunde con el concepto de ser humano. Y aunque en este y otros puntos Jakobs se distancia de Luhmann -quizás para adherirse con mayor radicalidad a Hegel28-, el penalista alemán reconoce, no obstante, que la exposición más clara a este respecto se encuentra en la teoría de sistemas (Jakobs, 1996, p. 16).
Es por la complejidad y la prolijidad del pensamiento jakobsiano que autores como Manuel Grosso (2008) sostienen que muchas de las críticas en contra del funcionalismo penal sistémico se caen por su propio peso. Las críticas, según Grosso (2008) asumen que la idea de sistemas se asocia siempre con la de control y este, a su vez, con la del poder; de allí se suele llegar, por un atajo muy simplista y completamente equivocado, a la conclusión de que la teoría de sistemas es el "modelo ideal" de las "tecnologías del control social" del poder político establecido y que, en consecuencia, su adopción como modelo de explicación en el campo de las ciencias sociales es tanto como ponerse al servicio del poder establecido (p. 8). En últimas, esta forma de proceder evita entrar en la discusión de la cual no solo hace parte Jakobs, sino, también, como vimos, Nietzsche, Husserl, Sartre, Heidegger, Foucault y Luhmann, por solo citar algunos de los autores que analizamos en el segundo capítulo.
En su réplica a las consideraciones críticas, Grosso (2008) afirma que no es cierto que la teoría de sistemas sea una mera tecnoteoría orientada a justificar o legitimar el poder establecido per se, como tampoco lo es que esta sea la "teoría oficial" del poder. Lo que ocurre es que la perspectiva de sistemas pretende ser un modelo de "autoobservación" y "autodescripción" de la sociedad en cuanto realidad, que prescinde de toda precomprensión moral de la realidad que describe. Es en este sentido que el funcionalismo penal sistémico no hace del hombre un privilegio teórico y metodológico a partir de una concepción moral. Desde este punto de vista, para Grosso (2008), el cambio de paradigma que representa Jakobs claramente da cuenta de una ruptura con el pensamiento tradicional anclado en prejuicios humanistas.
Rafael Alcacer (2003) rechaza las críticas que contra esta teoría se plantean de forma absoluta, pues expone que es necesario entender, primero, el tipo de sistema del que se quiere garantizar la identidad. Por ello, considera que es cierto que la asunción de la noción de persona podría conllevar dudas de tipo ético o político, pero ello, insiste, solo será así cuando en la configuración de los derechos de la persona se dé prioridad a intereses de mantenimiento del sistema frente a las libertades individuales. Por ello, para él no habría obstáculo, en principio, para sostener que la comprensión sistémica puede ser también aplicable a un derecho penal de carácter liberal siempre que esa "identidad normativa de sociedad" esté formada por normas que se limiten a proteger los intereses más esenciales de los individuos (p. 71).
Miguel Polaino Orts, por su parte, ha estimado que la argumentación según la cual el funcionalismo puede dejar las puertas abiertas para una supuesta justificación de cualquier sistema político, es un argumento tecnocrático fundado en una premisa falsa y, en consecuencia, profundamente injusta. Para el profesor de la Universidad de Sevilla, el mantenimiento del status quo puede derivarse de cualquier sistema jurídico (2003, p. 91). Es decir, más que un problema endilgable al sistema jurídico, sería un problema de la sociedad e, incluso, de la política. Estos autores, pues, conservan la coherencia en su planteamiento al afirmar la necesaria diferencia entre sistemas y subsistemas. Es ello lo que convierte en "funcionalista" a su teoría. Cada sistema tiene una función dentro de la sociedad y perfectamente demarca sus límites.
Por ello es que, en relación con algunas críticas orientadas al carácter formal de su planteamiento, el mismo Jakobs ha advertido que en igual necesidad se encuentra cualquier concepción que se mueva en el mismo grado de abstracción. Por ejemplo, al afirmar que el derecho penal protege bienes jurídicos se incurriría en idéntico formalismo hasta que no se determine qué es un bien jurídico en una sociedad concreta (Peñaranda, Suárez, y Cancio, 1999, p. 37)29.
Más aún, las críticas al funcionalismo penal sistémico no están exentas de contradicciones internas. En este sentido, coincidimos con Walter Kargl (2007), para quien gran parte de los cuestionamientos en contra del funcionalismo penal sistémico obedecen a una radical incomprensión del carácter cerrado del derecho entendido como sistema autopoiético. Así, es contradictorio que se denuncie el desplazamiento del sujeto como una forma de legitimar el totalitarismo tecnocrático y que, al mismo tiempo, se censure el cierre operativo del derecho. A la inversa, solo si se asume el derecho como un sistema operativamente clausurado se evita que este sea instrumentalizado por la política o la economía, o, peor aún, que llegue a confundirse con estas. Así, el modelo autorreferencial del derecho posee ventajas prácticas para explicar la autonomía del fenómeno jurídico en un mundo altamente complejo (Kargl, 2007).
Igualmente, si el discurso humanista es consecuente con sus propios planteamientos, tendría que aceptar que, si se considera que el hombre hace parte de la sociedad, "la diferenciación de la sociedad necesariamente debería consistir en la diferenciación de seres humanos" (Rodríguez & Torres, 2008, p. 47), consideración que riñe con la pretendida igualdad de los derechos humanos.
Así, aun cuando parezca paradójico, y tal como expresamos en el capítulo anterior, ubicar al individuo por fuera de lo social garantizaría, de mejor forma, su misma autonomía. Y ello es así porque, por un lado, el funcionalismo penal sistémico es indiferente a los efectos sicológicos que eventualmente pudiera desplegar en su modo de operación. De esta manera, los reproches de deshumanización, ceguera, pasividad o conservadurismo político olvidan que el mismo Luhmann diría que su propuesta no buscaba cosa distinta a proteger el ámbito de la subjetividad de los embates furibundos de la normatividad social incontrolada (Prieto, 2006, p. 281). A fin de cuentas, porque, como afirmar Teubner (2017), las normas jurídicas no son fenómenos psíquicos, ni siquiera fenómenos socio-psicológicos, sino fenómenos sociales autónomos.
Correlativamente, la expulsión del hombre por fuera de la sociedad, en suma, la superación del prejuicio humanista, no solo preservaría la conciencia individual, sino, también, a la sociedad misma. En últimas, no puede perderse de vista que, desde una de sus primeras obras, Luhmann (2010) trazó un vínculo estrecho entre los derechos fundamentales y su teoría de la sociedad como sistema social funcionalmente diferenciado. Podría decirse, en este sentido, que la vigencia del Estado de Derecho y las garantías fundamentales no solo no entran en contradicción con el funcionalismo sistémico, sino que, por el contrario, se explican a partir de la diferenciación funcional que opera en la sociedad al tiempo que esta diferenciación depende del reconocimiento de los derechos fundamentales.
En resumidas cuentas, si las críticas en contra del funcionalismo penal sistémico pasan, como diría García Amado (García, 2000), por interpretaciones pseudopolíticas de Luhmann y de Jakobs; las críticas a las críticas pasan por afirmar la autonomía del derecho respecto de la política y, más precisamente, por comprender los límites de demarcación de las ciencias penales. La teoría penal, que hace parte del sistema jurídico, autoobserva al derecho sin pretensiones políticas. La política, por su parte, tendría el deber de operar con la semántica propia de determinadas adscripciones éticas y políticas, para, posteriormente, mediante el acoplamiento estructural, irrigar energía al sistema jurídico. Es por ello que Jakobs (1996), desvinculando el problema de lo jurídico, ha dicho que, si en una sociedad se evidencia una tendencia a disminuir las libertades civiles, esta tendencia no es endilgable únicamente al derecho penal y, de hecho, cabe imaginar ciertas crisis en las que solo una tendencia de este tipo puede ofrecer una respuesta satisfactoria. La decisión acerca de si se trata de un proceso de criminalización excesivo e innecesario o, por el contrario, de la necesaria defensa de la sociedad, es puramente política, pero no jurídico-penal. Ciertamente, la ciencia del Derecho penal puede evidenciar qué es lo que aportarán exactamente las nuevas regulaciones legales y qué de lo aportado ha de considerarse, conforme a la valoración establecida, como algo positivo o como algo perjudicial. Pero es impotente frente a los cambios políticos de valores y, más aún, no puede optar en favor de los cambios políticos de valores30 (1996, p. 40)".
Para cerrar, no sobra recordar que el funcionalismo penal sistémico posee un carácter descriptivo y no prescriptivo de la sociedad (Grosso, 2006, p. 34). No se trata de una preocupación por el deber ser del deber ser que es el derecho, sino, más bien, de una ocupación por describir el derecho tal y como es, incluso si este nos resulta indeseable.
Conclusiones
Hasta aquí hemos tratado de mostrar la discusión que, alrededor del humanismo, ha tenido lugar en el pensamiento penal contemporáneo. Algunas conclusiones son pertinentes.
En primer lugar, hay que entender que el discurso humanista sitúa su origen en el siglo XVIII y, como toda realidad histórica, puede desaparecer. El hombre es una preocupación reciente en las ciencias penales. En este sentido, el surgimiento del discurso humanista se correlaciona con la generalización de la prisión como tecnología de castigo y con la emergencia histórica de las ciencias sociales y humanas. En estas últimas el poder penal encontró el saber que le hacía falta para predicar la resocialización como fin supremo de la penalidad.
En segundo lugar, es posible rastrear el desdecir filosófico del discurso humanista desde Nietzsche hasta Foucault. El siglo XX es un momento de vigilia en el largo sueño antropológico. Desconfiar de todas las posturas que hacen del hombre un privilegio teórico y político es indispensable para entender y criticar las individualidades normativas que vienen condicionadas por las relaciones de saber-poder.
En tercer lugar, en términos epistemológicos, el funcionalismo penal sistémico se fundamenta en un humanismo negativo. Expulsando al hombre de la sociedad y del derecho, la teoría de sistemas cuenta con un amplísimo instrumental teórico y metodológico para la comprensión de las complejas sociedades contemporáneas.
En cuarto lugar, en el plano del derecho, el funcionalismo sistémico ofrece una renormativización del delito y de las penas. Tanto en el delito como en la pena, por más que se busque, nunca se encontrará al ser humano. Por virtud de lo anterior, ni el delito es solo elección individual -y tampoco determinación social-, ni la pena puede tener por fin esencial la transformación de la conciencia individual.
En quinto lugar, si nos empeñamos, erradamente, en seguir conduciendo la discusión al terreno de la moral, habría que decir que el funcionalismo penal sistémico es un humanismo. Contrario a lo que denuncia la crítica, la teoría de sistemas no hace del hombre un autómata. Reconociendo el acoplamiento estructural que opera entre sistemas psíquicos y sociales a través de la forma-persona, la teoría de sistemas explica cómo el individuo puede irrigar las comunicaciones sociales.
Para finalizar, nuestra crítica a las críticas en contra del funcionalismo penal sistémico ha sido un intento por explicar cómo la "deshumanización" que opera a través del humanismo negativo no puede leerse como el resultado de una política totalitaria. Más bien, debe ser entendido como un proceso orientado a proteger la conciencia individual.
Sí así lo quiere el lector, puede ver en este artículo un intento por fundamentar las bases de un derecho penal, también garantista, que, a fuerza de superar los obstáculos epistemológicos, ha puesto al hombre en el lugar que le corresponde.