Introducción
Hablar de la incorporación de las áreas de frontera a las dinámicas de un país es hablar de la producción de su espacio nacional, elemento inherente a la formación del Estado, la nación y la identidad, cuya historia, por lo menos en el caso colombiano, no ha sido suficientemente investigada. Colombia, como es sabido, privilegió durante el período colonial el espacio andino como asiento de los procesos administrativos, económicos, sociales, políticos y culturales, modelo que mantuvo la República durante el siglo xix y que no ha concluido aún. La contracara de esta forma de espacialización es la existencia de amplísimas zonas de frontera, donde el dominio ultramarino (y, más tarde, republicano) no pasó, en el mejor de los casos, de la implementación de estrategias que, como las misiones católicas, podían representar un ejercicio geopolítico, pero no necesariamente implicaban la incorporación de los territorios periféricos a las dinámicas metropolitana o nacional. Sin embargo, durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx, en el contexto del liberalismo económico y la inserción del país a la economía mundo, Colombia intentó extender su presencia a las zonas hasta entonces periféricas, a través de las cuales pretendía resolver su papel de proveedor de materias primas a los mercados externos, lo que implicó el montaje lento de una burocracia que, junto con la mediación de diversos agentes, como las empresas colonizadoras y de caminos, los ‘arrendatarios’ de bosques nacionales o los misioneros, fuera extendiendo la soberanía estatal por las zonas marginales de su propio dominio, como lo muestran algunas investigaciones sobre la Orinoquia1 y la Amazonia2. Estos y otros estudios develan también que estas estrategias, consideradas civilizatorias y cimentadas en una concepción histórica de los territorios fronterizos como espacios en los que solo lo salvaje tenía cabida, aunque resultaban funcionales como “condición legitimadora de las políticas y los proyectos integradores”3 de dichos territorios, no constituían ninguna urgencia para la configuración del proyecto estatal emanado desde la centralidad del país, lo que implicaba mantener en el tiempo su “condición de frontera”4.
En la misma lógica de actuación, otros países de América Latina intentaron ocupar los espacios que consideraban vacíos, es decir, aquellos que no habían sido dotados de significado, para poder integrarse al capitalismo internacional, proceso paradójicamente paralelo al de la formación de los Estados nacionales5. En casos como los de Ecuador y Perú6, Brasil7, Bolivia8, Argentina9 o los distintos países centroamericanos10, por ejemplo, las estrategias fueron diversas, pero incluyeron, en mayor o menor medida, la adopción de precarias políticas de incorporación de territorios fronterizos y el montaje de aparatos administrativos de control social y territorial; la transformación de la naturaleza a través de la técnica y el trabajo, como símbolo del ingreso a la modernidad; el impulso a la construcción de una infraestructura pública para la conexión con el interior de los países o con los mercados internacionales; el fomento a la colonización del espacio; y la presencia de actores externos que sugerían la llegada de la civilización y el progreso a los espacios marginales.
En todos los casos, estas estrategias hacían parte, a su vez, del ejercicio de la soberanía. Sin embargo y dado lo dispar de la formación del campo estatal, la presencia del Estado solía desvanecerse en las fronteras, donde su autoridad iba siendo delegada en instituciones y grupos sociales como las misiones católicas, las casas comerciales, las empresas de colonización y los empresarios extractivistas, que terminaban disputando la soberanía nacional. Aun así, no sobra cuestionar el “mito de la ausencia del Estado” en las fronteras, cuya utilidad es precisamente ocultar las condiciones del territorio y sus habitantes, “al mismo tiempo en que legitima y encubre una línea bastante clara de prácticas e intervenciones para anexarlos a los circuitos de la economía capitalista mundial”11, construyendo órdenes sociales propios de la fronterización que, en todos los casos, envolvieron desfavorablemente en las tramas del poder poscolonial a las poblaciones indígenas.
Partiendo de la idea de que en el caso colombiano la configuración del espacio nacional está marcada por el predominio de una retórica que excedía con creces las acciones emprendidas en pos de la incorporación efectiva de todo el espacio y sus habitantes a los marcos de la soberanía nacional, este artículo aporta algunos elementos para la comprensión de los procesos de fronterización del área orinoquense colombo-venezolana, en el actual departamento del Vichada, asumiendo la fronterización “como prácticas de ordenamiento y de creación de otredad, [lo que] indica que las fronteras crean órdenes, regímenes de inclusión/exclusión, y construyen la otredad al tiempo que la rechazan”12. Para ello se articulan varias miradas sobre la frontera, y se evidencia la confluencia de diversos actores y sujetos sociales que intervienen en el proceso: como línea que separa distintos Estados nacionales y define su soberanía, como intersticio entre ellos y como elemento clave de la geografía del capitalismo.
Este texto aporta a la comprensión de un tema poco explorado: las implicaciones que el extractivismo cauchero de la primera mitad del siglo xx tuvo en los procesos de fronterización del Alto Orinoco-Río Negro colombo-venezolano. Día a día se hace más relevante la producción bibliográfica sobre el área amazónica del Alto Orinoco-Río Negro, especialmente en los sectores de confluencia Colombia-Brasil y Venezuela-Brasil13, pero el área colombo-venezolana ha sido poco estudiada y prácticamente se desconocen sus procesos de fronterización en la transición de los siglos xix y xx, aunque el extractivismo aflora en la poca bibliografía existente14, y hay avances para entender la configuración regional15. En cuanto a fuentes documentales, el texto se nutre especialmente del Archivo General de Colombia, pues en archivos locales (Villavicencio, Inírida, Carreño, Tunja y San Fernando de Atabapo -Venezuela-) no se ha encontrado información sobre el tema, del que tampoco dan cuenta los relatos de viajeros (bastante frecuentes en ese territorio); hasta ahora, y por diversos motivos, no ha sido posible consultar el Archivo General de Venezuela.
Estas reflexiones se presentan en tres apartados que muestran de manera relacional: i) la horogénesis16 de la frontera colombo-venezolana en el área de estudio, ii) el lugar que ocupa el extractivismo en el ejercicio de la soberanía nacional y iii) la aceptación de la economía extractiva como elemento que definía los límites de la acción del Estado aún más que las líneas jurídicas recogidas en los mapas, pero ocluía el espacio nacional a favor del capitalismo mundial.
1. Una línea para Colombia y Venezuela
La frontera colombo-venezolana se extiende a lo largo de 2219 kilómetros y está demarcada por 603 hitos que atraviesan, de norte a sur, los departamentos colombianos de La Guajira, Cesar, Norte de Santander, Boyacá, Arauca, Vichada y Guainía; los últimos tres de formación reciente producto de la departamentalización que la Constitución Política de 1991 hizo de los rezagos de los antiguos territorios nacionales, una figura que había aparecido en el siglo xix y que connotaba la existencia de población mayoritariamente indígena o negra con una baja densidad demográfica, y de espacios fronterizos y marginales del dominio republicano. El departamento del Vichada pertenece a la cuenca del río Orinoco, mientras que el del Guainía se reparte entre esta y la del río Amazonas, lo que hace que un sector de su territorio sea transicional entre la Orinoquia y la Amazonia; ambos departamentos se cruzan con el llamado Alto Orinoco-Río Negro, una macrorregión que se extiende entre Brasil, Colombia y Venezuela, de cuyo lado se encuentra el Estado Amazonas17. De los entes político-administrativos mencionados, el Vichada, departamento colombiano que, mediado por el río Orinoco, mayor extensión de frontera comparte con Venezuela, es el área que se privilegia en esta reflexión, según se muestra en el mapa 1.
Fuente: elaboración de la autora con base en documentación de archivo citada en el artículo. Mapa dibujado por Laura Jiménez Ospina.
Como ente político-administrativo, la historia del Vichada se remonta, al menos, hasta 1913, cuando surge la Comisaría Especial del Vichada (cev)18, segregada de lo que entonces se llamaba Intendencia Nacional del Meta (inm), cuya existencia, aunque con variados nombres y diversos cambios de límites, databa de 1867, y se extendía desde la cordillera Oriental colombiana hasta el Orinoco. Del lado venezolano del río, se configuró, desde 1864, el Territorio Federal Amazonas (tfa)19 con características similares a lo señalado para los territorios nacionales de Colombia.
La fundación allende el Orinoco de San Fernando de Atabapo (1758), su conversión en el único núcleo administrativo y de población del Alto Orinoco-Río Negro20, y la indefinición de la frontera tras la separación de los dos países a inicios del siglo xix propiciaron que desde allí se ejerciera dominio sobre un espacio vasto, en el que no existieron otras autoridades estatales hasta inicios del siglo xx, cuando se crearon un par de corregimientos y la cev, en el territorio hoy colombiano. Estos elementos limitaron el cumplimiento de las funciones del tfa y la cev: abogar por la protección de las riquezas naturales y los grupos indígenas, y salvaguardar la soberanía nacional de ambos países.
En cuanto a Colombia, la formación de una intendencia nacional y una comisaría especial podría considerarse como la acción más directa emprendida por el Estado para la definición de su dominio soberano con respecto a Venezuela, la cual se dio en medio de un limbo jurídico, porque la línea fronteriza que, en el área orinoquense, debía separar ambos países solo se trazó definitivamente en 194121. El condicional podría es importante porque, pese a la creación de esas estructuras administrativas, cuyo manejo dependía directamente del gobierno central, fue poco lo avanzado en la articulación de ese territorio al país, con lo que aspectos que generan en los habitantes de un lugar sentir la presencia del Estado, como pueden ser la infraestructura pública, los servicios esenciales de salud y educación, la presencia permanente de autoridades de diverso orden y nivel, o el acceso al empleo y la riqueza, por ejemplo, aún hoy son precarios, y el Vichada sigue viéndose como la última frontera de ‘la Colombia profunda’. El Estado Amazonas, en Venezuela, se encuentra en similares condiciones de marginalidad socioespacial22.
Con respecto a la aparición de esas características, la gran región orinoquense de Colombia23 lentamente fue dividiéndose en dos áreas: la más cercana a la cordillera (inm, hoy departamento del Meta) y la más cercana al río Orinoco (cev), que desde fines del siglo xix y las primeras décadas del xx parecían contraponerse entre un proceso en curso hacia la civilización y la integración a las dinámicas nacionales, y un permanecer en el salvajismo de “sociedades sin Estado”24, y que terminaron sometidas a una jerarquización espacial y social en la que la cev se convirtió, en esa parte del país, en lo más residual del territorio marginal de la formación del Estado colombiano.
A cambio de los funcionarios públicos de rango medio, misioneros, maestros, hacendados, comerciantes y colonos que lentamente empezaban a aparecer desde la década de 1860 en el piedemonte metense, el extremo más oriental de Colombia, en el borde con Venezuela, contaba apenas, en la tercera década del siglo xx, con unos cuantos funcionarios de bajo rango (el comisario especial, un par de corregidores y, eventualmente, algunos inspectores de policía -casi siempre con trabajo ad honorem-), pocas haciendas en proceso de montaje y un ordenamiento territorial inestable, pero carecía por completo de infraestructura o servicios que dijeran a sus cerca de 10 000 habitantes que hacían parte de un algo llamado Colombia25.
En esta ausencia, diversos individuos se fueron asentando en el territorio y, mimetizando su verdadero rol en las palabras colono, fundador, empresario o comerciante, fueron asumiendo también -o por lo menos así se presentaban en las pocas comunicaciones que sostenían con la burocracia bogotana- el papel de ‘defensores’ de la soberanía y de ‘autoridades’ protectoras de los bienes nacionales, lo que les facilitaba la expoliación de los bosques y de la población indígena. En esta actividad, competían y se conflictuaban con otros individuos que decían cumplir el mismo papel con respecto a Venezuela, donde tampoco avanzaba la integración del tfa; de ambos lados, se aprovechaba la distancia con las capitales nacionales y la miopía de las autoridades de cada país para la extracción incontrolada de materias primas que, como el caucho, eran muy apetecidas en los mercados internacionales. Este espacio se convirtió así en una zona donde la soberanía de los dos países permanecía suspendida y a la vez, paradójicamente, era disputada por los Estados y por los agentes que componían esa sociedad fronteriza26.
De esta manera, entender la precaria incorporación del territorio oriental colombiano a las dinámicas de la nación pasa por comprender varios aspectos que lentamente se van entrelazando en el tiempo y que forman parte de los procesos de fronterización: la definición jurídica y diplomática de la frontera colombo-venezolana en la región orinoquense; la formación de una estructura administrativa del territorio y su respectiva burocracia; y los procesos sociales y económicos que se vivían in situ, muchas veces en contravía de los dos aspectos anteriores. En cada uno de estos asuntos, intervienen actores y agentes diversos, legales o ilegales, que van dando forma a la frontera.
2. Fronterización, economía extractiva y soberanía nacional
Un pequeño croquis dibujado a mano en una hoja de cuaderno, y que acompaña una solicitud de autorización para mantener un fundo27, abierto en 1901, en el punto de San Rafael de Orinoco, cerca de la margen occidental de este río, y entre los ríos Vichada y Guaviare, ilustra los avatares de los procesos de fronterización. En la petición, fechada en marzo de 1924, el venezolano Pedro Hermoso Guardia insta al juez del municipio de Atabapo, en Venezuela, a hacer las diligencias necesarias para comprobar que por más de 20 años ha vivido y criado a sus cuatro hijos en el sitio en mención, donde cuenta con “casas, agricultura y cría de ganado vacuno, porcino y animales domésticos”, y donde clama “seguir fundado […], que sus hijos se funden allí y que pueda explotar balata con todos los requisitos que exija la ley”28.
En algún momento que no queda claro en la documentación, la solicitud fue remitida desde Atabapo hacia el corregimiento de Inírida, por entonces perteneciente a la Comisaría Especial de Vaupés29; y desde allí, al ministro de Agricultura de Colombia, a quien también llegó una solicitud de Camilo Antonio Hermoso (hijo del primer peticionario), en el mismo sentido, la cual se hizo porque el territorio en cuestión quedó del lado colombiano de la frontera “después de la última organización de límites con Venezuela”, lo que equivaldría a la del Consejo Federal Suizo de 1922. Por ese motivo no sorprende que el trámite inicial se haya realizado en el municipio de Atabapo, y que haya tenido que ser trasladado a Inírida, un pequeño corregimiento con el que Colombia esperaba el control de un amplio espacio amazónico.
El señor Hermoso Guardia parecía no tener claro que lo señalado por el Consejo Federal Suizo en 1922 (24 de marzo) era solo la corrección o la terminación de lo que ya se había establecido mediante el Laudo Arbitral de la Reina María Cristina de España, del 16 de marzo de 1891, que había determinado la frontera desde La Guajira hasta los ríos Orinoco y Negro, y definido que la margen izquierda de estos pertenecía a la República de Colombia, donde él se encontraba ubicado desde 190130.
Por ello, desde los últimos años del siglo xix, algunos vecinos de Maipures31 le escribían a funcionarios colombianos del nivel central sobre la importancia de la apertura de vías y el nombramiento de autoridades civiles como actos que refrendaran las determinaciones del laudo español y evidenciaran el ejercicio de la soberanía colombiana en el territorio que se validaba como suyo mediante la sentencia internacional de 1891.
Pero, a pesar de que el gobierno colombiano intentaba hacer presencia, por lo menos a través de la organización político-administrativa del territorio32, su soberanía seguía en duda. En varios informes se encuentran quejas y señalamientos de los funcionarios locales sobre el desdén del gobierno central para con ellos y para con el territorio que pretendían asir para el país, y mostraban no solo la falta de inversión presupuestal, sino incluso de asesoría y acompañamiento -por no decir la ausencia de vínculos sociales-; aun así, ellos intentaban, casi violando la máxima de que los territorios nacionales se administrarían desde el gobierno nacional, defender la patria. Así lo enunciaba el comisario del Vichada en 1926 cuando se lamentaba ante el ministro de Industrias por su falta de respuesta sobre las consultas que le había realizado con respecto a la recolección de sarrapia33, y le informaba sobre un contrato que para ello había firmado con Modesto Calderón, y cuya importancia radicaba en “hacer un acto de soberanía en ese territorio antes abandonado al dominio de los venezolanos y de los indios salvajes”34.
En ese contexto, y volviendo al caso de la familia Hermoso, en 1928 el comisario del Vichada informaba al ministro de Gobierno que “la queja formulada por conducto de la cancillería venezolana por el Sr. Pedro Hermoso Guardia” respondía a que él y otros “empresarios venezolanos acostumbraban a sacar, con especialidad de las márgenes de los ríos Vichada y Guaviare, cantidades muy apreciables de indígenas para llevarlos a trabajar a sus empresas caucheras del Alto Orinoco y Casiquiare”, y que “al definirse en debida forma el asunto de límites con Venezuela” habían dejado de contar con ese recurso35; pero las condiciones de esclavitud en las que, según el comisario, se mantenía a estos indígenas no se solucionaban ni con la definición de límites, ni con la presencia de algunas autoridades locales, ni con su enunciación ante los gobiernos centrales, pues la matriz de clasificación razas/clases/territorios consolidada en el siglo xix trascendió al xx, en el marco de la colonialidad del poder, lo cual reafirmó el papel de las zonas de frontera en el fortalecimiento del capitalismo y la exclusión de la otredad36.
El llamado de atención, tanto de los ‘empresarios’ venezolanos como de los funcionarios colombianos parecería remitirse a las legalidades y formalidades emanadas de la definición de las fronteras, nudos de cierre del tejido de los Estados modernos, cuya fijación se aparecía en el siglo xix, especialmente para aquellos países que lograban su independencia del dominio colonial, como un proceso natural que daría lugar per se a la soberanía nacional. Sin embargo, una mirada atenta a distintos expedientes hallados lleva a aceptar la invitación de autores que conminan a superar la visión de las regiones periféricas de nuestros países como las márgenes de la formación de los Estados nacionales y a ubicarlas en otro contexto, el de la historia del capitalismo37. Por lo mismo, vale la pena retomar la afirmación de Fernanda Stang de que “no debiésemos asumir que [la] frontera geopolítica instaura de suyo un acá y un allá estables, homogéneos, e inmutables”38, porque el capitalismo, ese gran marco para revisar hoy nuestro acercamiento a las fronteras, tampoco lo es.
En todo caso, los procesos sociales y económicos que se desarrollaron en el territorio colombo-venezolano mediado por el río Orinoco no estuvieron limitados por esa línea artificiosa que se fue definiendo en varios momentos, que, si bien figuraban en el escenario de la geopolítica, coincidían con preocupaciones económicas, como, por ejemplo, el momento del declive del dominio colonial y, posteriormente, el siglo xix39, una etapa que para los dos países se caracterizó por el avance del liberalismo económico y las pretensiones de vincularse a la economía mundo.
Y si la línea fronteriza no limita estos procesos, la idea de intersticio de la que habla Stang para pensar la frontera no “solamente como un límite sedimentado (histórico)” cobra relevancia para entender el curso de los acontecimientos, allí, donde ocurrían en un tiempo distinto al del país central: “Un intersticio, es decir, como una hendidura, un poro. Eso significa dejar de pensar la frontera como un ‘en’ o como un ‘a través’, y pensarla en cambio como un ‘entre’”40.
2.1. Entre gente sin colombianizar y hampones extranjeros
El trasfondo de la solicitud de la familia Hermoso y las apreciaciones que ella suscita es el extractivismo, relacionado con la economía capitalista, por entonces en formación en los países latinoamericanos, como ya se ha mencionado, y del cual Colombia era un pequeño eslabón, el de proveedor de materias primas, una actividad que no fue propiamente agenciada por el Estado y que terminó, en el mejor de los casos, delegada en compañías explotadoras debidamente autorizadas (aunque no necesariamente ceñidas a las leyes), cuando no, abandonada a la competencia entre grupos de individuos cuyo dominio se imponía a través de la violencia.
En el caso colombiano, la economía extractiva ha sido estudiada preferentemente para la Amazonia41, pero muy poco para la Orinoquia, posiblemente porque, en apariencia, no se vivió allí nada de dimensiones similares a lo sucedido con la Casa Arana42. No obstante, en el borde entre la cev y el tfa, “su majestad el caucho” también copaba todos los intereses, manejados principalmente desde San Fernando de Atabapo, que operaba “como centro de la explotación cauchera, como núcleo fundamental de desintegración indígena, como el único contacto con un poder que residía en Caracas”43, aspecto en el que no se diferenciaba mucho de las poblaciones que para entonces existían en el Vichada.
Esta desconexión con los poderes centrales de ambos países favoreció la proliferación de ‘agentes civilizadores’, que, actuando en nombre del Estado, o por fuera de él, ejercían el dominio territorial que a este no le era posible, pese a los avances en la definición diplomática de la frontera. Así, entre ‘empresarios’ colombianos y venezolanos se disputaba una cruda realidad que, en últimas, no era desconocida en los centros gubernamentales: la del abuso a la población indígena que se utilizaba como mano de obra para la extracción de recursos naturales. A su paso, y por la afluencia de la escoria y el sedimento de ambos países, como calificaba en 1915 el ministro de Gobierno de Colombia a quienes allí vivían44, se configuraba una sociedad fronteriza.
El expediente de la solicitud de la familia Hermoso no arroja la información suficiente para saber su colofón45, pero otros casos, como los de Tomás Funes o Julio Barrera Malo, insertos en el territorio en cuestión permiten entender que en el proceso de expoliación de los territorios de frontera y sus habitantes, en el tránsito entre el siglo xix y el xx, tuvo mucho que ver el Estado, pues estimuló la economía extractiva, no forjó la institucionalidad suficiente para la incorporación de las fronteras a las dinámicas nacionales e, incluso, no pudo controlar (¿lo intentó, siquiera?) los intereses privados que se asentaron allí, ni su conjunción con los intereses públicos, lo que empujó a la deshumanización de los indígenas y la mercantilización de la naturaleza.
2.2. “La noche en que los machetes alumbraron el Vichada”
El militar venezolano Tomás Funes asumió de facto el poder del tfa, tras tomar por asalto la casa de gobierno, y asesinar al gobernador, general Roberto Pulido, su familia y más de 400 personas, el 8 de mayo de 1913, un episodio que la literatura ha mencionado como “la noche en que los machetes alumbraron el Vichada”46. Nótese la cercanía de esta fecha con la de la creación de la cev (3 de junio de 1913), lo que induciría a pensar que el suceso llevó a las clases dirigentes en la capital del país a tomar esta decisión para acelerar el ejercicio soberano en la frontera y su verdadera colombianización, como solían decir allí; sin embargo, una revisión juiciosa de documentación de archivo y prensa de la época muestra que del suceso y sus consecuencias posteriores, una disputa territorial entre caucheros, sobre un territorio que ninguno de los dos Estados controlaba, poco se hablaba en la capital del país.
O por lo menos poca atención se prestó, pues durante el tiempo de la presencia de Tomás Funes en el Alto Orinoco-Río Negro47 diversas fueron las comunicaciones quejosas que los escasos habitantes del área enviaban al Ministerio de Gobierno en Bogotá, entidad encargada por entonces del manejo de los asuntos de los territorios nacionales, como también lo hacían, sin obtener respuestas concretas, los funcionarios locales48.
Esa disputa territorial, sin embargo, no parece haber empezado en 1913, pues documentación existente en el agn permite señalar que ya en 1911 existían, al menos, trece barracas caucheras a través de las cuales habitantes venezolanos se estaban ‘apoderando’ de los bosques aquende el Orinoco, desde el raudal de Atures hasta el río Guaviare, “sin que ningún colombiano pueda explotar las caucheras que constituyen las riquezas de esas montañas, porque lo prohíbe el gobernador venezolano [Roberto Pulido] residente en San Fernando de Atabapo”49. Esta denuncia permite ver cómo las autoridades locales legalmente constituidas aprovechaban que el Estado del cual debían hacer parte no era en las fronteras más que una conjetura, para extender, no importaba cómo, el dominio de su poder, como lo hacía el cuestionado gobernador, que, además de ostentar el cargo, era el mayor accionista de la casa mercantil Pulido Hermanos, a través de la cual dominaba la explotación y comercialización de gomas en la región50.
La documentación que se ha podido consultar hasta ahora no muestra el sistema de funcionamiento de la cauchería del Alto Orinoco-Río Negro colombo-venezolano, pero es presumible que no difiera mucho de las formas de endeude y violencia implementadas en otros enclaves caucheros, como el de la Peruvian Amazon Company o Casa Arana. Por eso, el tema no se expone aquí. Lo que sí puede insinuarse es el entramado que se fue constituyendo para que este proceso se pudiera desarrollar, y que va más allá de los llamados ‘barones del caucho’, “tigres” que se destrozaban entre ellos, diría Bartolomé Tavera-Acosta.
Como ya se mencionó, las comunicaciones quejosas que algunos vecinos del Vichada y sus autoridades enviaban al Estado central en Bogotá eran poco atendidas, pero la llamada Funera, que no conocía de los límites binacionales, no se detenía51 y, por el contrario, trasegaba por el territorio amplio del Alto Orinoco-Río Negro, donde, decía el comisario del Vichada en 1914, los crímenes avanzaban tanto como la “exportación” de indios y el asesinato de quien se opusiera a ello, mientras que Tomás Funes mantenía la intención de “implantar autoridades venezolanas” en Orocué, medio río Meta52.
Así que la ya lograda demarcación normativa del territorio no estaba acompañada del ejercicio de la ley y, mucho menos, de la soberanía nacional, pero el gobierno hacía pensar que en verdad estaba en su búsqueda, para lo cual, por ejemplo, designaba funcionarios que fueran cubriendo distintos puntos de ese amplio territorio, que consideraba vacío. En 1907, por ejemplo, Julio Barrera Malo es nombrado suplente de la Inspección del Vichada, una frágil figura previa a la Comisaría, con la que se pretendía “hacer acto de presencia por parte del gobierno en aquella región ocupada por extranjeros, tratar de desalojar a éstos de las posesiones ocupadas explotando nuestras riquezas naturales; y procurar por este medio, la reducción de los indígenas y [su] reconocimiento de la autoridad del gobierno”53; pero de los avances de este ‘acto de presencia’ nada se conocía en Bogotá, tal vez porque, por lo menos en el caso de Julio Barrera Malo, las ‘autoridades’ estaban dedicadas a todo lo contrario.
En efecto, a pesar de su autorreconocimiento como colono fundador de San José del Vichada, vecino de la región e importante comerciante, en la persona de Julio Barrera Malo parecía pesar más su papel de ser uno de los múltiples caucheros que se disputaban el territorio y sus recursos54. Por no contar con una biografía completa del personaje, no es posible decir en qué momento llegó a la frontera (se presume que era bogotano), pero sus pasos iniciales en el mundo de las caucherías debieron pasar desapercibidos a juzgar por las palabras del primer comisario especial del Vichada, general Secundino Ortega, quien exaltaba el impulso dado por aquel a la llegada de colonos al territorio, lo que solo podía redundar en beneficio de la defensa del país. Se sabe, en todo caso, que Julio Barrera Malo y su esposa Nasira Sabah se movían fácilmente conectando un almacén que tuvieron en Orocué, con Ciudad Bolívar como centro de transacciones económicas y su casa comercial en San Fernando de Atabapo55. Y la documentación de archivo demuestra que estaba en el negocio de la extracción de gomas y la venta de indígenas colombianos, que comercializaba con venezolanos y brasileros, como Ángel María Bustos y Miguel Pezil56. Aun así, se han encontrado varias solicitudes suyas para crear autoridades legítimas sobre el río Vichada, las cuales se decía dispuesto a asumir (solicitaba, incluso, ser nombrado comisario del Vichada) para trabajar en pro de la defensa de la soberanía nacional.
Al parecer Barrera Malo negociaba también con Tomás Funes, participando de la red de control económico y justicia privada que se extendió por un amplio espacio compartido por Colombia, Venezuela y Brasil, y que lo conectó con el mercado internacional sin necesidad de que fuera vinculado con y por los países mencionados a sus dinámicas nacionales57. La extensión de los tentáculos de este negocio y el control sobre el territorio conllevaba profundos conflictos, pero también exigía momentos de alianzas entre caucheros, y la complicidad, por acción o por omisión, de los gobernantes de cada país, que confiaban en la autoridad de funcionarios de menor rango ubicados in situ, y se desentendían de que algunos de ellos combinaban sus labores de guardianes del orden y protectores de bosques e indígenas con la de explotadores de estos. O, por lo menos, tenían relaciones cercanas con esos ‘empresarios’ de comportamientos cuestionables. Por eso, es interesante el señalamiento de Alejandro Quin de que empresas como la Peruvian Amazon Company y la llamada Funera “se constituyeron en siniestras fuerzas para-legales que vinculaban la administración poblacional y la extracción de recursos con la expansión del capitalismo transnacional en territorios de excepción y virtualmente suspendidos en un vacío legal”58.
En este contexto, es claro que ‘empresarios’ de los tres países procuraban, acudiendo a los mismos métodos violentos, hacerse a la mano de obra indígena y los recursos naturales, sin importar las líneas de los mapas. Así mismo, como lo muestra Ramón Iribertegui, las autoridades del tfa buscaban contener lo que consideraban pretensiones de Colombia sobre el territorio venezolano, demandaban a Caracas resolver rápidamente los trámites fronterizos para proteger a Venezuela del avance de Colombia, e invitaban a los noveles funcionarios del Vichada a abstenerse “de extender su autoridad hasta las regiones de Maipures, municipio netamente venezolano”59. Otro estudio del mismo autor permite entender, en la voz de quienes vivieron los complejos años de la Funera y de la estabilización de la frontera, que los venezolanos veían en “esos colombianos tan hambriaos, tan malos”, enemigos que podían superar el estigma negativo que ellos recibían constantemente, y que tampoco respetaban los límites trazados (por la Comisión de 1922), “un regalo que se le hizo a Colombia, y encima esos haraganes quieren coger más tierra [porque] aunque nosotros los venezolanos seremos malos, [cuando] llegaron esos colombianos hambriaos, […] ni siquiera dejaron recoger la cosecha […]”60.
Estos territorios tal vez fueran de excepcionalidad, espacios en los que el poder soberano se ejerce a través de grupos que encarnan al Estado, con relativa o total impunidad, y terminan “recubiertos por un manto de opacidad donde es posible mantener una situación permanente de ilegibilidad que es condición de posibilidad de las formas de orden social […], por medio de las cuales se consuma su anexión a la lógica del capital […] verdaderas zonas de tolerancia donde todo es posible”61; pero ese estado de excepcionalidad es, precisamente, lo que los hacía útiles a las élites nacionales para integrar al país a “proyectos poscoloniales de construcción de naciones”, como lo sugieren Mark Anderson y Marcela Reales62.
3. ¿Qué, si no el extractivismo?
Vidas como la de Tomás Funes, Julio Barrera Malo o cualquiera otro de los ‘empresarios’ asentados en los bordes nacionales parecerían mostrar que el extractivismo de recursos naturales era prácticamente la única forma de instalarse allí, en esas marginadas zonas de frontera en las que hasta los funcionarios públicos arañaban la selva para robarle migajas al capitalismo o para competir con los “comerciantes extranjeros, verdaderos aventureros ávidos de riquezas, quienes validos de la ausencia de autoridad […] los explotan sin piedad, y con frecuencia se erigen en amos y señores de vidas y haciendas”63. Ese parece ser también el mensaje del Estado colombiano al no implementar en el Vichada, hasta 1956 cuando se creó la prefectura apostólica, una de sus grandes estrategias para cooptar las fronteras: la delegación de su poder en la Iglesia católica, institución que consideraba verdaderamente viable para lograr la civilización de los indígenas, el control de la sociedad fronteriza y el dominio del territorio.
Esta imprescindibilidad del extractivismo como actividad económica, y de los caucheros como agentes centrales de la conexión del espacio nacional con el espacio del capitalismo internacional, parece subyacer en el informe del comisario del Vichada de 1931, quien, inserto en la lógica racialista clasificatoria del momento, reportaba que en aquella región del país los indígenas podían dividirse en tres clases: los salvajes, los semicivilizados y los civilizados64, a cuyo grado se llegaba, a través de la inserción, así fuera precaria, a una economía de mercado; o, mejor dicho, según este funcionario público, la luz de la civilización les llegaba a los indígenas por medio del dominio de los caucheros, cuya exaltación es inocultable:
“[Los indios civilizados] son los que han tenido más roces con los comerciantes cuando había negocios en grande escala en el Vichada por el pedido de chinchorros, mañoco y cazabe para los trabajadores en las caucheras de Rionegro; estos indios hablan bien el castellano, conocen de telas y artefactos […] y son muy serviciales y respetuosos, generalmente todos los capitanes de pueblos son civilizados. Los semi civilizados son los que viven en estos pueblitos, que salen algunas veces como marineros y por este motivo hablan algo de castellano, andan vestidos y comercian en chinchorros y mañoco […]. Estos indios son el recurso de los viajeros, pues facilitan marineros y víveres al que los solicita, son los que compran las mercancías a cambio de […] chinchorros, mañoco y cazabe, que fabrican con habilidad. Por eso se encuentran en mejor situación, vestidos la mayor parte de ellos y poseen herramientas, enseres de cocina de esmalte y hierro y en fin, lo que les lleven los negociantes”65.
Tal vez por ello y tras reiterar en la importancia de educar a estos indios y convertirlos en brazos para la agricultura, la ganadería, la producción de telas de fique y algodón, y la explotación de bosques (como si no llevaran años obligados a hacer esto), proponía que
“para evitar en parte el que los indios se vayan para Venezuela en busca de corotos, como ellos dicen, por parte del gobierno podría establecerse un almacén de provisiones o cooperativa que estuviera siempre surtido para cambiarles sus productos por sal, herramientas y telas y al mismo tiempo darles semillas buenas para que vayan cultivando el algodón, el tabaco de buena calidad, el fique, el arroz, el cacao, el café, la sarrapia, etc. Un almacén situado en la boca del Vichada y otro en San [José] de Ucuné […], producirían enorme efecto para la civilización de los indios y la riqueza del territorio”66.
La documentación de archivo sugiere que nada de esto sucedió y que, al contrario, se mantuvo una condición de extrañamiento, que, meses más tarde del reporte antes citado, denunciaba el nuevo comisario, doliéndose más que por los sucesos, por el origen de quienes los producían, los venezolanos, pieza importante del sedimento de esa sociedad fronteriza profundamente inserta en un régimen de exclusión por parte de ambos países:
“Es Puerto Carreño, desde hace mucho tiempo, refugio de bandoleros y piratas. Más todavía: desde Villavicencio hasta la desembocadura del río Meta, no se encuentra un venezolano que por algún delito no esté asilado. […] Todos los días vemos afluir a este puerto, revolucionarios, bandoleros, contrabandistas, matasietes y, en una palabra, gente de la más abyecta condición moral. Ninguno trae pasaporte; todos se hacen pasar por desterrados políticos, y claro, hay que concederles el derecho de asilo. […] Nos odian tan profundamente, nos miran tan insignificantes, que no es rara la costumbre en ellos de compararnos con lo más bajo que existe. […] Pero no se pueden expulsar porque […] las leyes al respecto no lo permiten […]. Es que nuestra legislación es muy amplia y para casos como los de aquí, no sirve. Para esta región se necesita algo especial; una autorización para proceder de manera efectiva sería en extremo benéfica”67.
Y persuadidas sus autoridades de que aquella sociedad era distinta al cuerpo de la nación, y de la distancia que esta les imponía, desde el territorio mismo se clamaba por su condición de excepción.
Conclusiones
Si, como se dijo al iniciar este texto, la formación del espacio nacional es inherente a la formación del Estado-nación, y base de su identidad, el tema aquí abordado habla de los límites de ese Estado, constreñido en su propia idea del espacio, cuyo valor no encuentra más que en una concepción huera de la soberanía y un limitado actuar económico, pues el extractivismo, de poco aporte a la economía del país, simultáneamente arriscaba su soberanía y ocluía el espacio nacional a favor del capitalismo mundial.
Bajo una concepción de la frontera, como demarcación jurídica de los límites entre dos países, la línea colombo-venezolana en el borde orinoquense se definió en 1941. Desde una concepción de la frontera como el espacio intersticial entre Estados, la región del Alto Orinoco-Río Negro, donde soberanías múltiples, aunque suspendidas, se afianzaban en una urdimbre en la que lo público y lo privado se confundían constantemente, cumplía a cabalidad con ese estándar, y resultaba efervescente ante la presencia constante de agentes diversos: funcionarios locales que, pese a su prácticamente nula capacidad de acción, creían en la posibilidad de defender la soberanía de una patria que les daba la espalda, o que utilizaban su poder en beneficio personal; ‘empresarios’ que suplantaban al Estado ya fuera como delegación legal de aquel a través de empresas formalmente constituidas, o, en casi todos los casos, como grupos o individuos al margen de la ley, pero que decían actuar a nombre de ella. Estas dinámicas producían y reforzaban otra frontera, la que ampliaba la geografía del capitalismo basada, para la época, en la economía extractivista. La población indígena cargó el peso de la confrontación o la connivencia de los diversos agentes, y del vacío que se disputaban los países que confluían en la región.
Los hallazgos de la documentación que aquí se ha seguido, encontrada por ahora solo para el lado colombiano de esta frontera, sugieren que las élites políticas asentadas en las capitales de Colombia y Venezuela no desconocían lo que implicaba la extracción de recursos naturales en los confines nacionales; mas, tal vez vislumbrando la funcionalidad de perpetuar la condición irredenta de las zonas periféricas, las dejaron a su suerte, que no fue otra que la de ser espacios de excepción al servicio del capital trasnacional, donde todas las ilegalidades tienen cabida, incluso las que comete el Estado al relegar allí todo lo que desprecia.
Este artículo abre la mirada a la comprensión de un tema poco explorado hasta ahora: el lugar ocupado por el Alto Orinoco-Río Negro colombo-venezolano en el capitalismo mundial durante el ciclo extractivista del caucho en la primera mitad del siglo xx y las implicaciones que ello tuvo en los procesos de fronterización de esa área. El espesor histórico del vértice conformado por las tres concepciones de frontera aquí discutidas (el límite, el espacio intersticial y la geografía del capitalismo), y sus concomitantes procesos de fronterización, arrastra hasta el presente la constitución de un orden socioespacial marcado por la relativa desconexión de los centros nacionales y sus fronteras orinoquenses, la precariedad general de las condiciones de vida de los habitantes allí asentados y la marginalidad y exclusión de las otredades, que no quedan limitadas al entramado raza-jerarquía social y laboral, sino también a las imágenes que entre sí proyectan los distintos sujetos de la sociedad fronteriza; un tema candente en la actualidad cuando la crisis generalizada que se presenta en Venezuela atrae a una frontera supremamente porosa, y a todo Colombia, a ciudadanos desprotegidos que terminan estigmatizados por su procedencia, como otrora pasó con los colombianos en Venezuela.
Tan vigente, como lo anterior, es la perdurabilidad de la economía extractiva como la más clara condición de posibilidad de aprovechar económicamente ese intersticio, donde actualmente arrecian la deforestación causada por la ganadería, la minería ilegal y el narcotráfico, recursos disputados por diversos grupos armados que cohabitan en el territorio, hilos visibles de la debilidad de ambos Estados y de su renuncia histórica a la apropiación/configuración del espacio nacional, y a la extensión del sentido de comunidad a todos sus habitantes.