Introducción
En mayo de 1854, la Revista del Plata publicó una breve nota acerca del arribo reciente de la máquina de coser en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. El redactor señalaba que había tenido la oportunidad de observar su funcionamiento en “la casa del señor Etcharte, antiguo comerciante francés de este vecindario”1. La introducción de la máquina, suponía el autor del artículo, podría incomodar a las costureras porteñas, quienes se ganaban la vida cosiendo a mano:
“Nuestra respetable clase de costureras levantará un grito en el cielo […] ya se figurarán que un autómata de fierro ha venido a destronarlas del pequeño albardón en que se refugia su pobreza, y arrancarles el pedazo de pan que les proporciona una honrosa laboriosidad”2.
A pesar de los pronósticos, la difusión de la máquina de coser en Buenos Aires tomó cierto tiempo. Pero, en esas líneas escritas en 1854, aparecían rasgos del mundo del trabajo de costura que permiten indagar en las alteraciones que aquella novedad tecnológica provocaría: la abrumadora presencia de mujeres en el rubro y la consideración de que se trataba de un medio de vida “honrado” que contribuía a la subsistencia de mujeres trabajadoras pobres.
El presente artículo busca narrar el proceso de incorporación de esta herramienta, atendiendo a la organización del trabajo existente y a la transformación, así como a la profundización, de algunos de sus elementos. En particular, se propone analizar las experiencias de trabajo femenino que habilitó, los términos de los nuevos arreglos laborales y los modos en los que distintas mujeres trabajadoras pobres se acercaron a esta nueva máquina. Para tal fin, sondea un lapso de aproximadamente treinta años, y se detiene en ciertos momentos nodales del proceso: las menciones a su presencia en la ciudad entre 1854 y 1861, las primeras iniciativas de compra a crédito hacia 1868 y la proliferación de tiendas de venta durante la década de 1870, cuando hizo su aparición oficial la tecnología Singer en el país. Por último, rastrea la proporción de trabajo de costura y venta de máquinas hacia finales de la década de 1880. Un estudio de estas características requirió del análisis y la sistematización de una vasta cantidad de fragmentos hallados en diversos fondos documentales. Son pistas e indicios para aproximarnos a este proceso, al ras de experiencias de mujeres y hombres de Buenos Aires, tal vez irrelevantes para otras agendas historiográficas, pero fundamentales para contar esta historia.
Hasta hoy, estudios en torno a la máquina de coser y su impacto en el mundo del trabajo en Argentina no exploraron los primeros tiempos de su introducción. La investigación de Marcela Nari sobre la expansión del trabajo a domicilio indagó en la presencia de máquinas de coser en talleres de costura y en los hogares de aquellas que trabajaban a destajo entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del xx3. Más tarde, Silvina Pascucci analizó la incorporación de tecnología entre 1890 y 1940 para discutir las formas de maximizar la rentabilidad entre empresarios de la confección4.
Investigaciones en otras latitudes sí comparten la periodización aquí elegida e iluminan algunas de las dimensiones de análisis que este artículo propone. Por ejemplo, Judith Coffin describió los conflictos que la aparición de la máquina de coser suscitó en el gremio de sastres en París. También, mostró las estrategias de publicidad llevadas a cabo por la compañía Singer, que buscaban presentar el trabajo de costura como labor doméstica5. Coffin exploró las ventas a crédito promovidas por la empresa, dado que la máquina seguía siendo hasta entrado el siglo XX un artículo oneroso. En un libro de reciente aparición, la historiadora Paula A. de la Cruz-Fernández profundizó en un análisis de las innovadoras técnicas de marketing impulsadas por Singer, en particular aquellas desplegadas en México y España6. Así, enfatizó en la conexión entre el crecimiento global de la empresa y el fomento de una imagen de domesticidad femenina, en la cual la máquina era una pieza clave.
A su vez, en una pesquisa sobre la producción y consumo de indumentaria en Río de Janeiro, en la segunda mitad del siglo XIX, Joana Monteleone reconstruyó la introducción de la máquina de coser7, e identificó procesos semejantes a los ocurridos en Buenos Aires: la primera aparición de la tecnología hacia 1854, la posterior venta de máquinas Singer y las transformaciones en los tiempos de trabajo dentro de la actividad de confección.
Pero, por fuera del diálogo con investigaciones que centraron su mirada en la introducción histórica de máquinas de coser, el presente estudio propone, también, una discusión con la historiografía de los mundos del trabajo en Argentina. Pesquisas clásicas que abordaron la segunda mitad del siglo XIX8 mostraron las mutaciones inéditas que atravesaron la ciudad de Buenos Aires y sus habitantes al finalizar aquel siglo: un caudal inmigratorio que multiplicó por cinco la población urbana en un lapso de treinta años, expansión del trabajo libre y asalariado, crecimiento y masificación del consumo de bienes industriales, estadísticas acerca del mercado laboral producidas por instituciones del Estado nacional, entre otras. Existe un riesgo al historizar el mundo del trabajo de las décadas de 1850 a 1880, y es que los cambios acaecidos en los últimos tramos del período eclipsen la especificidad de las experiencias que tuvieron lugar en sus inicios; o que conduzcan a un análisis que connote el proceso en términos de un progreso lineal. A contramano de ese enfoque, el presente estudio realiza un aporte al indagar en los rasgos del mundo del trabajo en las décadas de 1850 y 1860, al cuestionar el carácter novedoso de ciertas transformaciones posteriores, como la industrialización de la costura y la presencia mayoritaria de mujeres en el rubro. Y recupera pesquisas afines que ya han demostrado la continuidad de arreglos de trabajo no enteramente libres ni asalariados a finales de siglo9. Este artículo, también, busca otorgarle entidad a la iniciativa peculiar de entrega de máquinas a crédito promovida por la Sociedad de Beneficencia para equipar a costureras de la ciudad a finales de la década de 1860. Y, además, plantea preguntas sobre ciertas prácticas -la inclusión de la costura en el currículo de escuelas para niñas, el fomento de labores de la aguja por las cuales no se percibió dinero- que de manera sostenida contribuyeron a reforzar la consideración de la costura como una labor femenina, no calificada y de baja remuneración. Esta consideración, paradójicamente, no fue desmontada por el conjunto de habilidades adicionales que fue preciso dominar en el momento de la introducción de la máquina de coser.
El artículo está estructurado de la siguiente manera: en un primer apartado, se realiza una reconstrucción de las características generales de la ciudad de Buenos Aires a mediados del siglo XIX, para comprender el marco en el que se insertó la aparición de la máquina de coser; se muestran tanto el conjunto de novedades existentes en materia de infraestructura urbana y tecnologías de reciente aparición (casas fotográficas, iluminación pública, primeras vías férreas) como la dinámica que tenía en esa época la actividad de confección de indumentaria. En un segundo momento, se analiza la introducción de máquinas desde su primera mención hacia 1854. Luego, son exploradas las formas como esta herramienta alteró los arreglos y las experiencias de trabajo en sastrerías y roperías. En un tercer apartado, se indaga en las trayectorias de mujeres trabajadoras pobres que participaron de una iniciativa propuesta por la Sociedad de Beneficencia, brazo asistencial del naciente Estado-nación argentino; así, distintas costureras recibieron a crédito máquinas de coser que contribuyeron en su trabajo de costura, en un momento en el que tales estrategias de venta no se habían popularizado ni en Buenos Aires ni en ninguna otra ciudad capital del mundo. Se aporta, además, un conjunto de elementos que permiten dimensionar la difusión de esta tecnología y del trabajo de costura en el tercio final del siglo XIX. Por último, son sintetizados los principales aportes del artículo y se dan a conocer reflexiones abiertas para futuras indagaciones.
1. Ropa, trabajo y novedades urbanas en Buenos Aires
Hacia 1855, existían en el centro de la ciudad dieciocho tiendas de modista,150 establecimientos que comprendían la actividad de sastres, roperos y sombrereros en la ciudad10, y un total de 349 locales que incluían el rubro de ropería, tiendas y mercerías en los que podían adquirirse prendas de ropa hecha, es decir, no confeccionadas a medida, en su mayoría importadas11. Las tiendas más vistosas se aglomeraban en las cuadras alrededor de la Plaza de la Victoria, de la Recova y del viejo Cabildo, a lo largo de la calle Perú. Desde y hacia esos puntos fijos -que eran tanto sitio de trabajo como lugar de morada de sastres, modistas y aprendices- se desplazaban otros trabajadores y trabajadoras que residían en parroquias alejadas. En las tiendas, resonaban ecos todavía más distantes: allí eran vendidos géneros importados, textiles baratos ingleses o accesorios lujosos de Francia. En ciertas roperías, también eran ofertados tejidos de las provincias de Córdoba, Santiago del Estero y Tucumán, que por aquel entonces formaban parte de la Confederación Argentina, de la cual Buenos Aires se había autonomizado12. Publicaciones ilustradas europeas, exhibidas por los sastres y modistas en sus tiendas procuraban brindar a su clientela la posibilidad de vestirse a imagen y semejanza de quienes acudían a fiestas elegantes en los salones de París. En establecimientos cercanos, se montaban gabinetes ópticos que exhibían “vistas” fotográficas de ciudades exóticas y lejanas por una módica suma13. De los primeros daguerrotipos ofrecidos hacia 1854, se daba paso a una multiplicación de tiendas que proveerían retratos portátiles en diversos formatos a finales de la década de 186014.
La ciudad y sus sentidos políticos y económicos también mutaban: de capital de una provincia a la cabeza de la Confederación Argentina, a sitio desde el que irradiaba un autónomo Estado de Buenos Aires a partir de 1852; sede y objeto de una naciente municipalidad (1854) y, luego, desde 1862, punto neurálgico del recién constituido territorio nacional argentino. Este centro geográfico no solo mutaba de denominación, también su fisonomía cambiaba con el correr de los años. La ciudad se organizaba, a mediados de siglo, en once divisiones parroquiales. Al Oeste, más allá de la parroquia de Balvanera, se extendía un primer cordón de periferia rural; desplazarse hasta los pueblos de Belgrano o Flores, a una distancia de menos de 10 km del centro porteño, podía tomar una jornada entera15. Hacia 1857, la instalación de la primera vía férrea iba a alterar la vivencia de las distancias urbanas. El tren conectaría tiempo después a la ciudad con zonas de quintas al Oeste, como La Floresta y Morón. El alumbrado a gas pasó de ser una novedad alrededor de la céntrica Plaza de la Victoria a extenderse, gradualmente, por el resto de la ciudad, al igual que el empedrado y el sistema cloacal16. Nuevos mercados de abasto se multiplicaron, así como concepciones innovadoras de salud e higiene para controlar el uso y el acceso al río y la forma de lidiar con los desechos de la población17. Durante la década de 1870, comenzaron a instalarse tiendas departamentales y, con ellas, nuevas formas de consumo de ropa elegante que desplazaron, de manera progresiva, a la tienda de modista o de sastre de su rol de proveedor de modas18. En paralelo, imponentes edificios públicos se volvieron parte del paisaje céntrico: la Aduana, el edificio de Correos y Telégrafos frente a la Plaza de Mayo, la Casa de Moneda y el Congreso Nacional. Todos esos cambios tuvieron lugar en el período en el que se concentra esta investigación. El historiador Alberto Lettieri documentó que, entre 1852 y 1861, 163 nuevas publicaciones periódicas comenzaron su actividad. Entre ellas, los cuatro diarios bonaerenses de mayor envergadura fueron El Nacional, Los Debates, La Tribuna y El Orden, y el primero fue el de mayor duración (1852-1899)19; de sus cuatro páginas, las dos últimas estaban dedicadas a la publicación de avisos clasificados, entre los que se contaban numerosos anuncios de oferta y demanda de trabajo y de bienes y servicios.
En 1855, al realizarse un censo de población, 5844 mujeres declararon la ocupación de costureras, en una ciudad de 92.000 habitantes20. Asimismo, 1239 niñas asistían a las catorce escuelas públicas administradas en la ciudad por la Sociedad de Beneficencia21, donde aprendían lectura, escritura, aritmética, costura y bordado. Aunque el dominio de las labores de aguja no carecía de dificultad, extender ese aprendizaje entre la población femenina más joven de la ciudad reforzaba la noción de la habilidad de costura como destreza “naturalmente” femenina. Esa aparente cualidad natural tenía una historia. La investigadora Victoria López Barahona analizó cómo la creación de escuelas para niñas en las que se enseñaban labores de aguja fue un intento de la monarquía borbónica de minar el monopolio de habilidades que detentaban los gremios de sastres en Madrid, durante el siglo XVIII22. El contexto en el que las niñas de la ciudad de Buenos Aires acudían a estas escuelas era diferente. Existía, por parte de las socias de la Sociedad de Beneficencia, una intención de capacitar en un arte industrioso a las jovencitas porteñas. Pero es posible que la consideración social de tal habilidad con la aguja como atributo femenino hubiera igualmente redundado en invisibilizar la complejidad de su aprendizaje, señalándola como tarea de baja calificación, pobremente remunerada. En esa línea, tras la sanción de una ley de patentes, que tenía como objetivo gravar la producción local de artesanías, un periodista del diario El Nacional planteaba que
“Hay señoras que careciendo de medios de subsistencia, se ven precisadas después de terminados sus negocios domésticos á [sic] dedicarse incesantemente en coser artículos que llaman de afuera […] se han impuesto patentes y multas clasificándolas indebidamente de costureras ó modistas de puertas adentro. Esto es estraordinario [sic]; esto es inhumano; afligir á una virtuosa madre de familia entregándola a la desesperación […]”23.
Aparecía así una distinción entre una ocupación a tiempo completo y un complemento salarial considerado virtuoso, que resultaba compatible con los deberes de madre. Pero, más allá de las consideraciones morales de los cronistas de la época, las mujeres y niñas que cosían podían aspirar a diferentes empleos en la ciudad. Las jovencitas podían entrenarse en el oficio como aprendizas de modistas para dominar tareas de otra complejidad: tomar medidas de clientas, trasladarlas a un plano bidimensional, realizar el corte de los géneros a partir de los cuales se fabricaría la prenda en cuestión, conocer las diversas costuras, desde el primer hilván, la unión de las piezas del atuendo, hasta la hechura de ojales y dobladillos e, incluso, la realización de bordados. Como aprendizas no siempre recibirían dinero, pero sí formación, techo, comida y vestuario24. Algunas mujeres eran demandadas por sastrerías y roperías para especializarse en la confección de una prenda en particular25. Otras se dedicaban exclusivamente al bordado26. Se constataba también la existencia de costureras, que, al igual que las y los aprendices, trabajaban y residían en el taller de sastres y modistas27. Por fuera del taller, la habilidad de costura también era demandada en otros trabajos. Había mujeres que encontraban ocupación en el servicio doméstico, zurciendo la ropa de la familia que las contrataba. Y, también, señoritas empleadas en la enseñanza de costura en las escuelas públicas y privadas para niñas28.
Conforme se fragmentaban las tareas comprendidas en el oficio, aparecían demandas específicas de mujeres que debían coser piezas previamente cortadas, a destajo en sus sitios de morada, como aquellas ponderadas por el periodista de El Nacional. Experiencias de ese tipo parecían incrementarse en momentos de conflictos bélicos. A finales de la década de 1850, tendrían lugar dos batallas entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina: la de Cepeda, en 1859, y la de Pavón, en 1861. La conexión entre guerra y confección de indumentaria estaba dada por la necesidad de abastecer de uniformes militares al Ejército. Para tal fin, el Gobierno de Buenos Aires publicaba llamados a licitación, a los que solían postularse empresarios textiles29. Dicho abastecimiento se satisfacía con la importación de uniformes y con la confección local, como lo evidenciaban ciertos avisos clasificados de demanda de trabajo femenino de costura “para ropa militar”30. Este proceso de industrialización de la actividad no solo afectaba las posibilidades de empleo de costureras, sino que, también, redundó en el reconocimiento de las tareas de corte, realizadas por oficiales sastres. Esto significaba dejar de lado el resto de las habilidades adquiridas durante la formación en el oficio: toma de medidas, elaboración de patrones y costura. A lo largo de la década de 1850, la ocupación de cortador comenzó a ser cada vez más demandada en sastrerías y roperías31. También, existieron sastres que auspiciaron sus servicios como cortadores32. Estas transformaciones no estuvieron exentas de conflictos. En 1857, dos sastres solicitaron autorización a la municipalidad para crear una asociación de ayuda mutua que llevaba por nombre Sociedad Filantrópica de Oficiales Sastres. En su estatuto, dejaban asentado que no aceptarían ni patrón ni cortador en su seno33. Esto permitía entrever que tales artesanos se distinguían y distanciaban de aquellos hombres que explotaban su trabajo y también de los artesanos que, al especializarse en la tarea de corte, ponían en cuestión el carácter complejo e integral del oficio. En los talleres de sastrería, el trabajo de corte estaba, probablemente, en manos del maestro artesano del lugar. En tiendas de ropería, un cortador tomaba a su cargo el corte inicial de las piezas y estas eran retiradas del establecimiento por las costureras, quienes terminaban las prendas en sus casas y recibían un monto al entregarlas listas34. Dichas costuras, hasta finales de la década de 1860, fueron realizadas exclusivamente a mano.
Lo anterior ponía de relieve que la industrialización del trabajo de confección de indumentaria, es decir, la fragmentación del proceso total en distintas tareas, así como la división sexual jerárquica de estos trabajos, había comenzado previo a la introducción de tecnología en los talleres. Dicho proceso supuso diferencias tanto en los arreglos laborales como en las remuneraciones percibidas entre costureras de taller, costureras por pieza y a destajo y cortadores. A mediados del siglo XIX, mientras los cortadores podían recibir hasta $1200 por mes35, las costureras de taller recibían por jornal entre $15 y $24, y sus compañeros sastres un jornal de entre $24 y $4036. En 1863, un aviso de una sastrería y ropería prometía remunerar “hasta $30 por pieza” a las costureras de chaleco que se presentaran37, independientemente del tiempo que les tomara su confección. La costura a mano de una camisa insumía alrededor de catorce horas de trabajo continuo. Al final de la década de 1860, con el uso de una máquina de coser, la misma camisa podía ser fabricada por una costurera en poco más de una hora38. Hacia 1869, la ciudad se había expandido y contaba con alrededor de 170.000 habitantes. Existían, entonces, 194 modistas y 1127 sastres, roperos y ropavejeros, 7097 costureras en la capital y 8122 en la campaña circundante39.
2. La máquina en los avisos y luego en el taller
Entre 1855 y 1860, fueron escasos los avisos clasificados que publicitaron la venta de aquella novedosa máquina de costura40. Recién el 1.º de enero de 1861, un anuncio en el diario El Nacional (véase imagen 1) resaltó entre las publicaciones de ese día. Se trataba de un anuncio de máquinas de coser importadas en venta, en la tienda de Mantels y Pfeiffer, a pocos metros del centro político y económico de la ciudad.
Fuente: El Nacional, 1.º de noviembre de 1861, 3. Subdirección Diarios y Periódicos. Hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación
Mantells y Pfeiffer, casa comercial de origen inglés41, se anunciaba como “depósito de máquinas de coser”. La máquina que allí podía adquirirse se ofrecía como apta “tanto para familias como para sastres, zapateros y talabarteros”. La imagen elegida para publicitar la herramienta era la de una mujer, dedicada con esmero a una pieza de costura, aunque entre el público destinatario se contaban también diferentes artesanos varones. La investigadora María Marta Lupano señaló que los empresarios a cargo de dicha tienda fueron los primeros en instalar una fábrica industrial de calzado en la ciudad en la década de 187042. Es probable que su contacto con el rubro de importación de maquinaria de costura les hubiera sido útil para montar el nuevo negocio.
En 1864, el listado diario de ingresos aduaneros, que era publicado en la prensa local, dejó registro de la importación de cuarenta cajones que contenían máquinas de coser, por parte del comerciante escocés Juan Shaw43. Este individuo fundó luego la casa de importación Juan Shaw e Hijos, y sus herederos tuvieron a su cargo la comercialización de la máquina de coser estadounidense New Home, en las primeras décadas del siglo XX44.
En 1867, un nuevo depósito de máquinas de coser fue publicitado en la prensa. Un comerciante de apellido Castro, en su local de la calle Maipú 59, distribuía las máquinas germano-estadounidenses Pollack, Schmidt & Co., que auspiciaba como fabricadas bajo el sistema Wheeler Wilson45; se trataba, por entonces, de la empresa fabricante de máquinas de coser más grande de Estados Unidos. En 1905, fue comprada por la corporación Singer46. En noviembre de 1868, una de las primeras máquinas Singer se encontraba en venta en la ciudad. El diario Gaceta de los Tribunales publicaba un aviso en el que se ofrecía una “máquina de coser de Singer, para familia y en muy buen estado; se dará por dos terceras partes de su valor, calle de Santa Fé 178”47. Desde entonces, aquella compañía ofertaba sus productos por medio de tiendas locales; recién en 1906, abrió una filial propia en la ciudad48.
¿Qué cambios produjo la introducción de la máquina de coser al nivel del espacio de trabajo? ¿Qué nuevos arreglos laborales implicó? En primer lugar, la nueva tecnología iba a revolucionar los tiempos que insumía la tarea de costura. Se calcula que por aquel entonces la máquina daba hasta 600 puntadas por minuto, mientras que una costurera hábil cosiendo a mano no podía realizar más de 2549. Existían establecimientos que contaban con solo una máquina de coser. En 1867, fueron rematadas las existencias de una sastrería. Además de tres mesas, perchas, quinqués para iluminar el taller y el armazón de un mostrador, se llevaba a remate “una rica máquina de coser”50. Pero había otros espacios que comenzaban a adquirir un conjunto de máquinas para equipar el taller de costura. En junio de 1864, en la calle Florida 234, eran demandadas costureras para máquina e hilvanadoras51. Esto inauguraba un nuevo trabajo femenino dentro del espacio del taller, el de aquellas que hacían el primer hilván manual para que luego fuera cosida la prenda en máquina por otra costurera.
¿Qué tipo de vestimenta se confeccionaba en aquella tienda de la calle Florida? ¿De qué manera se organizaba el trabajo? Un año después de aquel pedido de costureras e hilvanadoras, esa misma tienda demandaba costureras para la confección de “ropa de tropa”, es decir, vestuarios para el Ejército52. Entre finales de 1864 y 1870, el recientemente creado Estado argentino se involucró en la Guerra de la Triple Alianza, que enfrentó a Uruguay, Brasil y Argentina con la República del Paraguay. Como vimos, la práctica de contratar una gran cantidad de mano de obra para la confección de ropa hecha e indumentaria militar contaba con antecedentes.
En 1865, por medio de un aviso, se buscaba contratar a veinte mujeres, a quienes se les enseñaría gratis la costura en máquina y se les garantizaba trabajo después de terminado el entrenamiento. A su vez, en la misma casa, solicitaban a veinte mujeres que ya supieran coser53. Tiempo después, en ese mismo año, se ofrecía trabajo a costureras e hilvanadoras en la calle Florida 151. Se señalaba que se les capacitaría gratis a coser en máquina, para luego ganar entre $15 y $25 por jornal54. Es posible que fuera más rentable para los empresarios roperos remunerar de ese modo y no por pieza, en vista del incremento de la productividad que las máquinas permitían. Aquel aviso brindaba pistas, además, de una presencia aún mayor de mujeres en espacios de confección de indumentaria masculina. También, se trataba de un nuevo tipo de convocatoria en la que las futuras costureras que se presentaran podían no contar con habilidades con la aguja y ser formadas en las técnicas necesarias antes de su contratación. Entre tanto, la sastrería de Pascual Noé publicaba un aviso para contratar dos sastres, “uno para la máquina y otro sin ella”55. Esto era indicio de que, a mediados de la década de 1860, se esperaba que también sastres formados en el oficio supieran dominar la costura con la nueva tecnología.
En esa línea, el 3 de junio de 1867, un aviso publicado en el diario El Nacional daba pistas de un conjunto de arreglos laborales y de los rasgos del cotidiano trabajo en una sastrería. Desde el establecimiento, situado en la calle Defensa 60, se solicitaba
“un sastre para cortar, tomar medidas, coser con máquina, recibir costuras de afuera, se le pagará un buen sueldo mensual. También se precisa un pompier para ayudar en la misma casa por la costura, dirigir costureras de sacos, chalecos y pantalones, camisas, calzoncillos, camisetas de Crimea”56.
En el mismo aviso, también eran solicitadas costureras que supieran bien su oficio. ¿Qué había cambiado desde comienzos de la década de 1860? ¿Qué se esperaba de un sastre al frente de un taller? ¿Qué tareas debía llevar adelante el pompier? Y, sobre todo, ¿qué tipos de arreglos laborales de costureras podemos imaginar a partir del aviso? La publicación revelaba que, en ese momento, el sastre debía poder tomar medidas y cortar géneros, como lo hacía a comienzos de la década, pero, además, tendría que coser con máquina. La confección de indumentaria a medida incorporaba así el uso de tecnología, que ya no resultaba tan novedosa como una década atrás. “Recibir costuras de afuera” podía hacer alusión tanto a tomar encargos de compostura de ropa como a inspeccionar las piezas cosidas por costureras en sus domicilios. El sueldo mensual, a su vez, daba la pauta de disponer del tiempo de trabajo del sastre por jornadas extensas, independientemente de la cantidad de piezas a coser. Cantidad que, como vimos, se había visto incrementada con el uso de la nueva herramienta.
Desde la segunda mitad de la década de 1850, se observaba entre los avisos clasificados demandas de oficiales sastres pompier (o pompié)57. De acuerdo con el apartado sobre sastrería, en una enciclopedia francesa de 1842, el pompier era tanto aquel sastre que era contratado por jornal como quien se encargaba de arreglos y composturas58. En cambio, aunque la denominación se mantenía, el pompier aparecía ahora como aquel sastre que dirigía la confección de ropa hecha estandarizada, llevada adelante por costureras. Por aquel entonces, se publicaban distintos pedidos de costureras y no siempre se pautaba como requisito la necesidad de dominar una máquina de coser, indicio de que probablemente las sastrerías de la ciudad continuaran ofreciendo indumentaria hecha a mano59. En los avisos de demanda de oficiales sastres, existieron ofertas focalizadas para artesanos extranjeros y la mención a la posibilidad de ganar un buen sueldo60.
A partir de esta evidencia reunida, es posible señalar que, en la segunda mitad de la década de 1860, se extendió la presencia de máquinas de coser en sastrerías y en roperías. En las primeras, la confección realizada a medida no había requerido de una gran cantidad de estas nuevas herramientas. En aquellas donde solo se encontró una, probablemente hubiera estado a cargo del sastre del lugar, quien debió entrenarse en nuevas competencias y habilidades para hacerlo. Pero, en paralelo, aquellos espacios en donde se fabricó ropa en talles estandarizados y a gran escala, la presencia de varias máquinas habría sido clave. La contratación de costureras para trabajar con ellas implicó un proceso de aprendizaje específico, que se auspiciaba en los avisos junto con la oferta de empleo. Pero no serían estas las únicas modalidades de trabajo con máquina existentes. Algunas mujeres comenzaban a coser a destajo en sus propios sitios de morada, y adquirieron con esfuerzo sus primeras máquinas de coser.
3. Las máquinas de coser en cuotas de la Sociedad de Beneficencia
En 1868, las mujeres que dirigían la Sociedad de Beneficencia decidieron hacer una compra de máquinas de coser. Su intención era entregarlas a algunas de las trabajadoras que acudían regularmente a ellas por auxilios económicos que contribuían a su subsistencia61. Esta iniciativa implicó un arreglo con Juan Shaw, quien ya fue mencionado como el dueño de uno de los mayores depósitos de máquinas de coser y de venta de muebles de la ciudad. En la factura de una de aquellas compras, puede observarse la litografía con la que encabezaba sus remitos, la cual brinda una noción del tamaño de sus tiendas, sobre prácticamente una cuadra entera de la calle Venezuela. También, allí hacía alusión a la sucursal existente en la ciudad de Montevideo (véase imagen 2).
Fuente: “Préstamos para máquinas de coser a las pobres”, 8 de noviembre de 1869, en AGNA, Sociedad de Beneficencia, f. 47
El arreglo entre las mujeres de la Sociedad y Shaw implicaba un primer desembolso de dinero, alrededor de un tercio del total del costo de las máquinas, que en aquel momento valían $1500. A partir de ese momento, contaban con las máquinas a su disposición para entregarlas a ciertas mujeres trabajadoras que solían solicitar auxilios a la Sociedad de Beneficencia. Ellas, a su vez, se comprometían a abonarles mensualmente $50 y, si el contar con la herramienta redundaba en la obtención de más trabajo, enviarían a la Sociedad montos mayores de dinero. Así hasta saldar el total de la deuda62.
De acuerdo con los avisos analizados, la venta a crédito de máquinas no era una práctica corriente en Buenos Aires a finales de la década de 1860. El propio Juan Shaw, al publicitar su casa, señalaba los módicos precios que podían encontrarse allí, pero no había ninguna alusión a la posibilidad de adquisición en cuotas63. El sistema de recolección de pagos regulares había sido una innovación ideada a mediados de la década de 1870 por un empleado estadounidense de Singer, William Woodruff, quien se encontraba al frente de la oficina de Londres. Desde allí, el sistema se expandió hacia Hamburgo, Bruselas, Ginebra, Milán y, más tarde, Rusia y Noruega64. En la India, más que compras a crédito, Singer implementó, a finales de la década de 1870, sistemas de préstamo o alquiler de máquinas para sastres de bajos recursos65. Recién a comienzos del siglo XX, la empresa intentó un sistema de venta a crédito en Japón66 y en Medio Oriente67. En los estudios de Judith Coffin y Paula A. de la Cruz-Fernández, fue puesto de relieve que esta modalidad no fue implementada hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX, tanto en Francia como en México y España68. En Grecia, la compra en cuotas no apareció hasta 1874, y hacia 1890 la tomó Singer como práctica habitual de venta69.
Lo anterior permite afirmar que la iniciativa de la Sociedad de Beneficencia en Buenos Aires fue una práctica inédita de intermediación para lograr el acceso a la herramienta por parte de mujeres trabajadoras pobres. No obstante, la compra en cuotas sí contaba con antecedentes en la ciudad. Artesanos y artesanas de la confección solían comprar géneros importados de gran valor por medio de arreglos que les permitían abonar semanalmente pequeñas cuotas por un plazo de hasta cuatro meses70. Pero los plazos propuestos por las socias para con las receptoras de máquinas eran todavía más flexibles. Esto implicaba, de todos modos, un prolijo registro de las cuotas abonadas por las mujeres que recibieron las máquinas de coser71. Pero ¿quiénes eran las costureras que consiguieron equiparse para realizar su trabajo?
Una de las beneficiarias, Remigia Bejarano, había sido registrada en el censo de población de 1855 con el oficio de costurera, y vivía con su madre en un cuarto de la calle Cerrito, en la parroquia del Socorro72. Algunos años después, una nota de El Nacional hacía referencia con alarma a los cuartos poblados alrededor de la calle en los que estas mujeres residían:
“Ya que no hay esperanza de obtener un cambio en los hábitos y costumbres de los moradores de los tales cuartos, la autoridad debiera al menos procurar su alejamiento de un vecindario tan poblado como es ese y que vive en continuo sobresalto a causa de la frecuencia con que se repiten desórdenes y escándalos”73.
El cronista dejaba ver, así, las ansiedades que había generado el crecimiento de la periferia próxima al centro, lugar de morada de trabajadores y trabajadoras como Remigia. En la cuadra en la que residía esta costurera, vivían también lavanderas, una planchadora, otra costurera, un albañil, un peón, un jornalero y una vendedora de facturas.
A finales de la década de 1860, Bejarano era ya una vieja conocida de las mujeres de la Sociedad de Beneficencia. En 1856, se había hecho acreedora del Premio al Amor Filial, entregado por aquella institución. Moral, Industria, Amor Filial y Aplicación al Estudio eran los nombres que recibían los distintos galardones entregados a mujeres de la ciudad por esta institución. El origen de estos databa de la época del nacimiento de la Sociedad de Beneficencia. En 1823, año de su fundación, el ministro Bernardino Rivadavia ordenó la creación de “premios que el gobierno entregaría a mujeres pobres”, y la Sociedad de Beneficencia quedaba a cargo de organizar la selección de candidatas y su otorgamiento. La ceremonia de premiación se realizaba durante los festejos de aniversario de la Revolución de Mayo -que conmemoraba la creación del primer gobierno independiente-, y se reconocía allí a las premiadas como ciudadanas virtuosas. De esa manera, las socias contribuyeron a la construcción de una noción novedosa de virtud cívica femenina, con el aval del Gobierno del que formaban parte, que no estaba ligada necesariamente ni a la religiosidad, ni a la castidad sexual, ni a la subordinación. Buscaban destacar la consagración al trabajo y a la educación como rasgos femeninos republicanos a reconocer y valorar74.
Las premiadas eran niñas que asistían a alguna de las instituciones que las socias administraban -escuelas, colegio de huérfanas- o trabajadoras pobres, generalmente a cargo del sostenimiento de sus familias. Las mujeres beneficiadas con un premio, como Bejarano, debían postularse con antelación, y se procedía a elaborar un informe en el que eran mencionadas las razones por las cuales la candidata podía hacerse acreedora del dinero que comportaba el premio en cuestión. Obtener el favor de las socias implicaba movilizarse por la ciudad, acudir a jueces de paz de sus parroquias, demandar certificados de pobreza y referencias de vecinos o patrones para justificar su postulación al premio75. En el año que resultó elegida Remigia, el periódico El Orden reseñó aquella entrega y transcribió las razones que la comisión encargada de la premiación había tenido en cuenta para otorgar el premio a la joven costurera76. En la descripción de la dura vida de Remigia registrada en aquel diario, se conseguía entrever cómo la muchacha había aprendido el oficio de la mano de su propia madre; ahora Bejarano, a partir de esa habilidad de costurera, podía mantenerla en su vejez. Tres décadas después de su creación, las socias de la Sociedad de Beneficencia continuaban bregando por sostener una noción de virtud cívica femenina que subrayaba positivamente la capacidad de trabajo de las mujeres. Ponderaban el empeño de Remigia en el trabajo de la aguja y el cuidado de su madre, sin figuras masculinas a la vista. Años más tarde, el contacto de aquella muchacha con la sociedad -y su oficio estable como costurera- la hicieron acreedora de su primera máquina de coser77.
En uno de los papeles en los que se anotaban los pagos en cuotas quedó constancia de otras mujeres en situaciones similares a la de Bejarano. La costurera Bernardina Mendoza recibió su máquina en febrero de 1871, momento en el que entregó $500 a las socias de la Beneficencia. Al mes siguiente, les hizo llegar $100. A lo largo de ese año, intentó cumplir con una entrega mensual de $100. En mayo y junio, no logró hacerlo, pero en julio y agosto entregó $200 en cada oportunidad. En marzo de 1872, pagó la última cuota, y se convirtió en dueña de aquella herramienta78. Esto fue evidencia de que, al contar con la máquina, las mujeres habían tenido la posibilidad de acceder a trabajo estable como costureras, lo que les permitió reunir el dinero para abonar las cuotas.
Al seguir la pista de los nombres de otras costureras beneficiarias, es posible obtener nuevos indicios sobre sus trayectorias. Tres de aquellas mujeres fueron censadas en el Primer Censo Nacional de 1869. La costurera viuda Gertrudis Tagle recibió su máquina el 21 de abril de 186979. Cuando algunos meses más tarde el censista pasó por su sitio de morada, dejó asentado que allí vivía junto con su hija Modesta Tagle, de 19 años. Ambas habían nacido en Buenos Aires y se ganaban la vida con el mismo oficio de la aguja. Residían en las inmediaciones de las parroquias de Pilar, Balvanera y Socorro, en el área norte de los suburbios de la ciudad80.
El 23 de agosto de 1869, Pastora Martínez, de 35 años, fue acreedora de una máquina similar81. Al igual que Gertrudis, ella también era viuda y vivía con su hija, quien se llamaba Pastora y también era costurera. Ambas declararon haber nacido en Buenos Aires y residían por aquel entonces en la parroquia Catedral al Norte, próxima al centro político y económico de la ciudad82. Como Gertrudis y Pastora, la costurera Josefa Castro era viuda, tenía 53 años y había nacido en Buenos Aires. Habitaba en la parroquia de Monserrat, en la calle Venezuela, y, aunque no es posible acreditar filiación, convivían con ella otras tres mujeres jóvenes, Josefa de 21 años, Mercedes de 20 y Leonor de 19, apellidadas González, quienes también eran costureras como Castro83. Un año después del censo, el 14 de diciembre de 1870, Josefa se hizo acreedora de su máquina de coser84. Interrogar tales cédulas censales con inquietudes sobre el mercado de trabajo femenino invita a reflexionar acerca de la costura como un oficio compartido y transmitido de madres a hijas. También, plantea que aquellas mujeres viudas, cabezas de familia, necesitaban trabajar junto a sus hijas para poder sostener el hogar.
Al “ingresar” a esos espacios de trabajo y morada, por medio de los registros del censo de 1869, es posible imaginar una máquina de coser compartida por las distintas mujeres con oficio de costurera que allí habitaban, como Josefa Castro y sus compañeras de vivienda. El trabajo mancomunado, quizás, fue una forma de contrarrestar remuneraciones que parecían reducirse al compás de la difusión de la máquina. En un aviso de 1870, se ofrecía una paga a las costureras de $36 por una docena de camisas y $24 por una de calzoncillos, cifra que, de acuerdo con la investigadora María Isabel Baldasarre, representaba un 10 % de su precio de venta al público85.
El precio de la herramienta, entre tanto, también comenzaba a descender. En 1876, una tienda auspiciaba la venta de máquinas de coser “desde $350 hasta $900”86. Un año más tarde, un local ofrecía enseñanza gratuita en habilidades de costura junto con la compra87. Diez años después, mientras la Fábrica Alpargatas, el primer establecimiento textil de grandes dimensiones de la ciudad, contaba con cuarenta máquinas Singer para la confección de calzado88, se registraba un alza inédita en la importación de esta tecnología, llegando a un pico de 20.008 unidades por un valor total de $304.73889. Por esos días, 12.270 mujeres que vivían en una ciudad de 433.375 habitantes declaraban el oficio de costureras90. Era la segunda ocupación femenina más numerosa, luego del servicio doméstico91. En ese momento, seis tiendas ofrecían máquinas de coser en Buenos Aires. En los últimos años del siglo XIX, llegarían a ser veintinueve92.
Conclusiones
En este artículo, fue reconstruida la forma en la que ingresó la máquina de coser a la ciudad de Buenos Aires. Al situar en contexto su llegada, esta herramienta apareció como una entre otras novedades modernas de la ciudad, como la difusión de casas de servicios fotográficos, la inauguración de la primera línea férrea de la ciudad o la extensión del alumbrado urbano. Pero, al ingresar al taller -y a esa prolongación del taller que eran los sitios de morada de costureras que cosían por pieza-, el proceso de inserción de la máquina de coser parecía estar enlazado con dinámicas previas de industrialización de la actividad que la tecnología vino a reforzar, pero no a inaugurar. A mediados del siglo XIX, en Buenos Aires, era posible observar indicios de dicha industrialización: la fragmentación de las distintas tareas que componían el oficio y el proceso de trabajo; la asignación diferencial y jerarquizada de ciertas tareas a hombres; la generalizada noción de que la costura era un saber feminizado y de baja calificación, que podía recibir salarios inferiores a los de sus compañeros de taller, y la consideración de que era posible e incluso deseable alternar los deberes maternales con ocasionales trabajos de costura por piezas en el propio sitio de morada. De igual manera, el artículo mostró la conexión entre la difusión de tales arreglos laborales y las necesidades de aprovisionamiento de vestuarios militares por parte del Gobierno.
Al nivel de la organización del trabajo en el taller, la presencia de la nueva tecnología se hizo cada vez más evidente conforme avanzaba la década de 1860. En los espacios de confección de indumentaria a medida, se observó la existencia de, a lo sumo, una máquina; mientras que, en aquellas roperías o sitios de confección de ropa hecha, en talles estandarizados y en volúmenes mayores, ciertos indicios permiten pensar en la incorporación de diez o más máquinas. En tales sitios, la oferta de trabajo suponía una capacitación en el uso de la herramienta. El artículo ilumina, con más detalle, la experiencia de mujeres trabajadoras de la costura frente a tales cambios, pero queda abierto el interrogante en torno a las vivencias particulares de sastres y cortadores durante el proceso.
Centrar la mirada en la iniciativa de entrega de máquinas realizada por la Sociedad de Beneficencia hizo posible distinguir un sistema local de venta a crédito de esa nueva tecnología. Cotejar esta experiencia con prácticas semejantes en distintos puntos del globo habilita la consideración del carácter inédito de la propuesta de las socias. Iniciativas como aquella se enmarcaban en una valoración positiva de la labor industriosa de la aguja, reconocida como un componente central de virtud ciudadana femenina; tradición construida entre las socias y las numerosas trabajadoras que las interpelaban regularmente.
Por último, seguir la pista de costureras que recibieron dichas máquinas hizo posible explorar sus relaciones filiales y los sitios de morada que habitaron, en distintos puntos de una ciudad en expansión. Reveló el lugar central que ocupó el trabajo femenino de costurera para estas mujeres y sus familias. Y permitió imaginar los usos y sentidos que ellas habrían otorgado a ese novedoso “autómata de fierro”.