Introducción
Si la dicha Artemisia dize que yo tuve trato carnal con ella muchas vezes y que la estupré, no dize verdad y dize una gran mentira y quisiera Dios que no le huviessen quitado otros la virginidad más que yo se la quité.
(Declaración de Agostino Tassi por la acusación de estupro de Artimisia Gentileschi, 1612)1.
En el verano de 1856, Marcela Camal acusó ante el juez de Umán a su marido, Matías Cob, de haber intentado forzar en dos ocasiones a su hija Laureana; la primera de ellas fue en la casa posada, donde vivían, y la segunda por el camino de Bolón. Durante el interrogatorio, el padre negó lo sucedido; la muchacha estaba resentida, a su parecer, “porque constantemente la vigilo y reprendo por sus malos pasos y ha hallado modo de hacerme ponerme en posición para gozar de su vida licenciosa”. El padre de Laureana relataba al magistrado que “esta, mi hija, desde muy niña se me fuga para prostituirse y estas fugas han sido tan repetidas que se han hecho públicas, por ese carácter suyo mi casa está rondada por hombres y porque la aconsejo, la castigo o le evito esa libertad desvergonzada en que quiere vivir ha llegado a aborrecerme hasta el grado de calumniarme”. Después de escuchar a las partes, el juez resolvió que sobreseía la causa por no ser suficientes los testimonios para seguir adelante y puso “a disposición del Sr. Jefe Político de este partido a Laureana Cob para impedir que se prostituya”. El juez prohibió que la muchacha volviera a la casa paterna y al acusado le otorgó la libertad2. La lectura del auto pone de manifiesto el entorno social en el que se desarrollaba la vida de esta familia indígena: la vida de Laureana, la relación con su madre, los posibles abusos sexuales de su padre, mientras que la interpretación, sesgada o no, que el juez hace de las declaraciones del acusado, de la víctima y de la denuncia de Marcela Camal nos hace dudar de la imparcialidad de la decisión tomada por el magistrado.
El sumario contra Cob nos sirve para introducir este artículo que analiza algunos casos de violencia sexual en la península de Yucatán a mediados del siglo xix. No se busca aquí exponer una visión lineal de la historia de los delitos sexuales ni proponer clasificaciones o tipologías, la finalidad de esta propuesta es estudiar la conducta de las partes implicadas en los actos de violencia sexual como elementos esenciales para comprender el comportamiento general (político, judicial y social) ante la criminalidad sexual y la consiguiente pérdida de la honra para las víctimas y sus familias, la mayoría pertenecientes al ámbito rural. En la causa descrita, la agresión sexual se origina en el entorno familiar, una pauta que podemos observar en muchos de los expedientes judiciales del fondo de Justicia del Archivo General de Yucatán que se han revisado, hasta un total de ciento cincuenta entre 1824 y 1874, de los que se han seleccionado veintitrés, que constituyen el corpus documental del estudio. A continuación se realizará un breve repaso por la historiografía de los delitos sexuales, para luego explicar cómo eran definidos por la legislación mexicana y finalizar con el análisis de los expedientes yucatecos.
1. Una historiografía todavía insuficiente
La violencia sexual en América en el periodo elegido no es un tema ampliamente tratado por la historiografía, al contrario de lo ocurrido para España o el universo anglosajón -sobre todo en lo que se refiere al Medioevo y la Edad Moderna-, aunque también ha despertado menos interés si lo comparamos con otras líneas de investigación. Una de las primeras monografías que ha servido como referente es la de Georges Vigarello, Histoire du viol (1998), que plantea un recorrido por la historia del delito en Francia entre los siglos xvi y xx; sus conclusiones pueden ser extrapoladas para otros países europeos: “la historia de la violación es ante todo la de esta presencia de una violencia difusa, a su extensión, de sus grados. Es directamente paralela a la historia de la sensibilidad: la que tolera y rechaza el acto brutal”3. Esta visión generalista se ha visto ampliada con la contribución de Joanna Bourke en el ámbito británico; este libro excepcional, repleto de sugerencias e interrogantes, abrió perspectivas acerca de la materia por exponer nuevas taxonomías del delito y los entornos donde se produce, y por pensar la violación como una forma de representación social “extremadamente ritualizada. Varía entre los países; cambia con el paso del tiempo. No hay nada eterno ni aleatorio en ella. En realidad, a la brutalidad no se le ha despojado completamente de significado, sino que este le ha sido otorgado generosamente”4. Cabe mencionar también el aporte teórico de Shani D’Cruze, desaparecida en 2021, en sus innumerables reflexiones; para ella, la violencia contra las mujeres y los niños forma parte de las culturas de la masculinidad y del poder desplegado por las relaciones patriarcales.
Las cuestiones sobre violencia sexual atraviesan ensayos relacionados con la historia de las mujeres, el género, la familia, el crimen, la enfermedad, la medicina legal, la higiene o las relaciones sociales. Al respecto, la obra de Steve Stern sobre la historia del género es indispensable para captar hasta qué punto el patriarcado permeó ampliamente los comportamientos violentos en la política y sociedad de México a finales de la colonia5. De este periodo, los análisis de Jacqueline Holler, Lee Penyak y Milada Bazant nos introducen en aspectos históricos de esta violencia apenas explorados6. Las referencias a la historia de estos delitos en México van sumando estudios que permiten cartografiar el espacio en el que se produjeron, aunque sería pertinente cubrir todas las regiones y cronologías para disponer de una perspectiva global del territorio7.
La relación entre sexualidad e Iglesia en México la ha tratado Guillermo de los Reyes; esta temática, junto con la del honor, ha aportado excelentes resultados8. En este sentido, el capítulo sobre Latinoamérica del libro de Wiesner-Hanks ilustra visiones más amplias para todo el continente9. Otra de las referencias notables es Las mujeres de la ciudad de México, de Silvia Marina Arrom, libro del que destacaría el tratamiento que propone sobre las justificaciones de la inferioridad de las mujeres, las diferencias entre grupos sociales y la actitud de las mujeres ante el divorcio, sus desencadenantes y su presencia en los tribunales10. A las monografías de Teresa Lozano sobre la criminalidad en la capital novohispana del siglo xix, las de Robert Buffington y Elisa Speckman acerca de las mujeres criminales en México durante el porfiriato, habría que sumar las de Carmen Castañeda dedicadas a la descripción y cuantificación de los delitos y las penas para los violadores y estupradores en Nueva Galicia a finales del virreinato11.
La asociación de criminalidad y alcoholismo se inició con los estudios de Wiliam Taylor, quien describe la correlación entre violación y el consumo del alcohol, sobre todo entre poblaciones indígenas, y de Sonia Corcuera de Mancera12. Uno de los casos más brutales de los expedientes analizados en este artículo es el de la niña Paulina Chi, de 7 años, violentada por un hombre borracho, quien, tras abusar de ella, la estranguló y la abandonó en un solar. La matrona que la reconoció testificó bajo juramento que “hayó [sic] a la referida niña lastimada en su natura cuya parte advirtió inflamada, expelando [sic] sangre viva, con una calentura regular además los labios de la boca igualmente lastimaos y rasgada por los pies de espinos”13. En algunos legajos, el dictamen venía avalado por las parteras y corroborado por los médicos, incluso su parecer podía determinar que la pena impuesta al acusado fuera mayor: “también se advierte que la herida inferida con el dedo fue leve según declaran los facultativos en los diversos reconocimientos que de la joven practicaron y que tan solo por haberla causado en parte inhonesta se le impone una pena excesiva”14. Este testimonio avala la tesis de Amalio Lorente cuando afirma que “el discurso médico-forense del siglo xix […] contribuye a la legitimación del orden moral sexual de la época”15.
En relación con Yucatán, son pioneras las investigaciones de Inga Clendinnen sobre el universo femenino de las mujeres mayas en las primeras décadas de conquista, su función ritual y doméstica o los nuevos roles sexuales que la religión católica les impuso; asimismo, son destacables estudios más recientes, como el de Ramiro Arcila sobre la delincuencia femenina o el de Christopher Gill acerca del funcionamiento del patriarcado y la permisividad de la Iglesia católica frente a los delitos sexuales16. El patriarcado en el periodo revolucionario ha sido tratado por Stephanie Smith17. Por su parte, en estos últimos años, Pedro Miranda, José Mauricio Dzul y Carlos Rodríguez se han centrado en analizar la violencia sexual18. Tampoco podemos eludir la monografía colectiva Élites, familia y honor en el Yucatán colonial19. En 2021, la tesis doctoral de Sara Esperanza Sanz ofrece un recorrido por el trato judicial dado a las mujeres yucatecas de finales del siglo xix hasta principios del siglo xx, es decir, la etapa posterior a la de esta investigación; en este texto, la autora muestra una cuantificación de los delitos y traza una taxonomía de los procesos, sus causas y las penas aplicadas20. El presente artículo ha dejado de lado los casos de aborto e infanticidio, tratados por Nora Jaffary21, así como los procedimientos por solicitación en el entorno eclesiástico.
2. Algunas aclaraciones sobre la legislación de los delitos sexuales
La seducción, el rapto y el incesto fueron prácticas frecuentes en el siglo xix, como también lo fueron los delitos de estupro y violación. Es complejo encontrar definiciones precisas para los delitos sexuales en la jurisprudencia mexicana del siglo xix22, donde no entró en vigor una codificación penal nacional hasta 1872; los procesos siguieron lo estipulado por los corpus judiciales coloniales, y para la justicia ordinaria circulaban formularios de causas criminales que recogían los principios fundamentales del derecho indiano23. Es decir, nos encontramos ante una etapa caracterizada por lo que Refugio González llama “derecho de transición”, un proceso de renovación que supuso modificar “la forma misma de impartir y administrar la justicia”24. Habría que remontarse a la Castilla de los Austrias para conocer cómo eran tratadas las ofensas contra la moral sexual dominante, que incluían la violación, el estupro y los raptos de mujeres; otros delitos contra la honra abarcaban los amancebamientos, adulterios, tratos ilícitos, “inquietar casadas”, “solicitud de mujeres”, “persecución de doncellas”, “alcahuetería”, sodomía, bigamia, incesto y bestialidad25.
Los asaltos sexuales se tipificaron durante la colonia como actos de lujuria relativos principalmente a los delitos de violación y estupro. Las Leyes de las Siete Partidas (1252) y las Leyes de Toro (1505) se utilizaron en América para impartir justicia antes de la implantación de la Recopilación de las leyes de Indias de 1681, este corpus representó hasta la década de los setenta del siglo xix el texto de derecho positivo en muchas cuestiones26. Para comprobar la veracidad de las declaraciones de las mujeres violentadas, se recurría a la obra, varias veces reimpresa, de Francisco Antonio de Elizondo, Práctica universal forense de los tribunales superiores de España y de las Indias, publicada a mediados del siglo xviii. En el primero de sus ocho tomos, se detalla la percepción que se tenía sobre el delito de estupro:
“uno de los delitos de difícil prueba, se justifica por indicios, presunciones, y conjeturas; mereciendo fe el dicho del testigo doméstico en este delito, y probando la virginidad precedente de la estuprado solo su aserción jurada de la estuprada, […] siendo honesta con antecedencia al estupro, no cabiendo en ella sospecha de torpeza, reconociéndose por matrona, y hallándose violada, por resultar bastantemente justificado en este caso el delito”27.
En varios sumarios de las sentencias dictaminadas por las autoridades se pueden comprobar las características de estas penas. Por ejemplo, una Real Cédula de 1796 establecía que, en caso de estupro, los reos podían pagar una fianza y no ser molestados con prisiones ni arrestos28. A conclusiones parecidas llega Castañeda en su artículo sobre Nueva Galicia: de los alrededor de cincuenta casos de agresiones sexuales que revisa, la mayoría de los acusados “fueron perdonados por sus mismas víctimas o por los padres de estas”, o indultados por los oidores de la Real Audiencia29. Esta situación no era exclusiva de América, también, en la Europa de los siglos xiv y xv, las penas por violación eran leves30.
Por otro lado, es llamativo que, en los acuerdos de extradición entre Francia y España en el siglo xviii, los delincuentes buscados por asesinato, estupro y rapto fueran devueltos a las autoridades de sus respectivos países31. Desde el Antiguo Régimen, “la violencia carnal” no se castigaba jurídicamente con penas de cárcel, de manera excepcional se sancionaba con azotes, destierro o servicios en obras públicas. En España, la pena por estupro era redimida por el servicio de armas32. En Campeche, por ejemplo, en 1832, Marcos Quintana fue sentenciado a 4 años de cárcel, lo que posteriormente se sustituyó por trabajos en obras públicas en el Tribunal Superior de Mérida, por haber estuprado a la hija natural de su esposa33.
En la documentación se constata que los conceptos de estuprador y violador se confundían y se aplicaban a aquel que cometía ofensas sexuales, independientemente de la edad. En el Diccionario de la Administración Española, de Marcelo Martínez Alcubilla, se definía el delito de estupro como “el concúbito de un hombre con mujer soltera o viuda mayor de doce años y menor de veintitrés”, con la presunción de seducción o engaño; si la mujer era mayor de 23 años, no se podía acusar al hombre como estuprador, porque podría tratarse de un consentimiento mutuo; en cambio, en el caso de niñas menores de 12 años o si se había usado la fuerza en cualquier otra edad, el acusado se enfrentaría a un delito de violación34. Si consideramos lo que Joaquín Escriche recogía en su diccionario como estupro, “concúbito voluntario con mujer doncella o viuda de buena fama”35, vemos que para la segunda mitad de siglo se han producido ciertos avances en la estimación de estos delitos que aparecen algo mejor perfilados y ofrecen más amparo a las víctimas36. La bibliografía consultada para el ámbito europeo indica que los delitos de violación podían enmascararse bajo casos de homicidio, es decir, la muerte de la mujer difuminaba el abuso sexual previo. Es muy probable que así ocurriera también en Yucatán, pero sería necesario analizar los expedientes de homicidio y quedan fuera de este estudio37.
Es en Veracruz donde fue promulgado el primer Código Penal del México independiente el 8 de abril de 1835; fue el único estado con una legislación propia antes de 1871. Mientras, en la capital de la república, se creó una comisión en 1862 para redactar el federal, pero la intervención francesa y la consiguiente imposición del Código francés frenaron su desarrollo. Una nueva comisión, dirigida por Antonio Martínez de Castro, fue la encargada de elaborar un código penal, inspirado en el español de 1870, que se aprobó el 7 de diciembre de 1871, y comenzó a regir para el Distrito Federal y el territorio de Baja California en materia común y en toda la república en materia federal el 1 de abril de 187238. En Yucatán, el gobernador Manuel Cirerol promulgó el primer Código Penal el 17 de octubre de 1871; entró en vigor en enero de 1872, y fue adoptado por la legislatura de Campeche en octubre de 187239. Era prácticamente una copia del de Martínez de Castro, pero se diferenciaba del anterior en que se abolía la pena de muerte para cualquier tipo de delito y lo más grave era el castigo a trabajos forzados40.
El Código Penal Federal de 1871 facilitó la valoración de los delitos y las penas impuestas; en su artículo 793, denomina estupro “la cópula con mujer casta y honesta, empleando la seducción o el engaño para alcanzar su consentimiento”, y el rango de penas iba desde un arresto menor a prisión de entre 4 a 8 años, dependiendo de la edad de la víctima41. Con frecuencia, ante casos de seducción o rapto, e incluso de violación, los acusados eran sometidos al “código de honor”. Resulta oportuno comentar que el honor contó en América con un componente étnico, “al ser utilizado como elemento integrador de los grupos de poder”, como advierte Alberto Baena; por lo que, cuando se cometían agresiones entre grupos sociales desiguales, no se estaba obligado a respetarlo42. En cambio, Ramón Gutiérrez afirma que “la competencia por el honor-virtud estaba limitada a personas de posición igual. Por ello, el negarse a desafiar a alguien de un estado mucho más alto o mucho más bajo era algo honorable, en virtud del reconocimiento de esas disparidades”43.
El delito de rapto estuvo asociado, con frecuencia, al estupro, y su gravedad dependía, también, del consentimiento; una mujer raptada podía haber sido previamente seducida con promesas de casamiento o robada por fuerza. Escriche lo definía del siguiente modo:
“El robo que se hace de alguna mujer sacándola de su casa para llevarla a otro lugar con el fin de corromperla o de casarse con ella. Hay dos especies de rapto: rapto de fuerza y rapto de seducción; el primero es el que se ejecuta con violencia contra la voluntad de la persona robada; y el segundo es el que se hace sin resistencia de la persona robada cuando esta consiente en él por promesas, alhagos [sic] o artificios de su raptor”44.
El capítulo v del Código de 1871 está dedicado íntegramente al rapto, con diferencias entre violencia física o moral, y, aunque asemeja seducción y engaño, admite la opción de que la mujer haya acompañado voluntariamente a su raptor-seductor (artículos 808-815); la novedad radicaba en las sanciones impuestas: en todos los casos eran de 4 años de prisión, que aumentaban si no se entregaba a la persona robada, y una multa de 50 a 500 pesos45.
Estas conductas en el ámbito doméstico eran consideradas de extrema gravedad por su capacidad de destruir el orden establecido46. A pesar de ello, muchos de estos delitos no eran denunciados por las víctimas ni por los familiares y la violencia conyugal era, en la mayoría de los casos, ocultada o no tenida como tal -la mujer era considerada una propiedad del marido-. Este escenario apunta una de las primeras limitaciones del estudio: la distancia documental entre lo que realmente pudo ocurrir y los testimonios históricos con los que contamos, que son limitados. No obstante, se puede afirmar que sí se denunciaba la violencia sexual, sobre todo por indígenas, de quienes proceden la mayoría de los expedientes analizados; en estos casos, la deshonra de la víctima se podía mitigar con el casamiento o con una indemnización47, una dote para paliar la pérdida del honor y la dificultad de la niña o la mujer para contraer matrimonio en el futuro por estar mermada su “pureza”. La comunidad despreciaba a una niña/mujer mancillada o desvirgada, más teniendo en cuenta las pautas sociales de los indígenas mayas yucatecos y la impronta del colonialismo; el matrimonio era la forma en que los españoles imprimían “en los indios el modo de vida cristiano, así como también una forma de mantener bajo control fiscal y religioso a los individuos y las familias”48. Para las mujeres blancas y mestizas, dependiendo de la clase social, la negociación ante un acto de violencia sexual se podía resolver de otra manera, evitando una judicialización que implicaba el escarnio y la maledicencia social.
Durante el siglo xix, en Yucatán, la virginidad era la condición fundamental del matrimonio; una niña desflorada era una niña perdida para el casamiento. Aprovecharse de su inocencia era un agravante considerado severamente por los jueces. En la documentación se observan frecuentes denuncias por violación a impúberes de manos de familiares, maestros, curas o ascendientes morales o de autoridad; por incesto de padres o hermanos y estupro. Por otra parte, se han identificado casos de violación cometidos por extraños o individuos ajenos a la comunidad que atentaban contra la tranquilidad de un pueblo o de una colectividad. Como se ha señalado, en 1856, Alejandro Chi denunció que su hija Paulina “había sido estuprada por un hombre que solo conocía de vista, para cuyos efectos [se] dispusiese [que] se le auxiliase con los soldados de la guardia para la aprensión de su persona y para proceder a las demás diligencias”49. Siguiendo la documentación, era, además, habitual percibir a la mujer como elemento provocador de los más bajos instintos del hombre, a la niña como incitadora al pecado; conductas que los atacantes esgrimían como atenuantes para desagraviar su delito.
Aunque a veces los jueces fallaban en contra de las demandantes, se puede inferir que numerosas denuncias se saldaban con la condena de los acusados. Existían el derecho de recurso y apelación a la audiencia superior y el celo procesal; las pruebas forenses, con su aportación o ausencia, conducían a ratificar o anular el proceso. A estas consideraciones debemos añadir el componente étnico; como se ha indicado, la mayoría de los casos se refieren a mujeres indígenas y mestizas -a veces, en los autos no se menciona la condición “racial” de las víctimas, pero sus apellidos, los de sus parientes y testigos nos permiten deducir su origen-. La coincidencia del delito de violación con acusaciones de prácticas de prostitución o lenocinio es otro sesgo que se introduce en este tema. La promiscuidad de la mujer o la alcahuetería favorecían o justificaban la violación, como se ha podido comprobar en el expediente previamente descrito. Podría decirse que la certeza del delito está asociada a la honestidad de la mujer; cuando no lo era, podía ser violada, como se puede ver en muchos de los registros revisados.
3. Los incalculables artificios de la malicia
La metodología empleada para examinar este tipo de documentación nos invita a continuas relecturas de los testimonios dejados en los procedimientos procesales. Los interrogatorios a las víctimas, a los acusados y a sus cómplices, las evidencias solicitadas y las sentencias nos proporcionan los datos cruciales para narrar este tipo de violencia. ¿Cómo dar voz a las víctimas a partir de la frialdad de un expediente judicial? Solo con sus testimonios podemos poner cara a su drama personal. Para María-Helena Sánchez Ortega, el concepto de violencia sexual es, por tanto, muy reciente, y solo a partir del siglo xix se comienza a mencionar y legislar50. Sin embargo, en América Latina -con una legislación exclusivamente en manos masculinas-, el delito quedaba atenuado por la existencia del llamado “perdón de la parte ofendida”, que permitía exculpar al acusado. Resulta interesante señalar que los hechos violentos eran minimizados si la mujer ofendida no era doncella. En la praxis diaria, los jueces solían estimar que las mujeres “habían provocado” la agresión con sus actos, palabras o, incluso, con su simple forma de moverse o de vestir. Por supuesto, tenían que haber ofrecido una resistencia casi heroica y ser personas de “vida honesta y buenas costumbres” para ser creídas por el juez. En 1865, coincidiendo con la segunda intervención francesa, el Tribunal Superior de Justicia de Mérida juzgó el caso de María Inés Aldana, secuestrada y violentada por el subteniente Emeterio Torres, del batallón ligero acantonado en Valladolid. El juez fue acusado ante el magistrado de prevaricación, “las diligencias practicadas […] revelan que la ley enmudeció ante la espada”; merece la pena destacar la encendida defensa que hizo el fiscal de la víctima:
“El que la Aldana tenga un hijo sin que sea casada no arguye prostitución. Arguye fragilidad, arguye desgracia y muchas veces y casi siempre representa la víctima de un malvado una pobre joven, engañada por un vil seductor que la disfruta y luego la abandona. Quién sabe si Torres es hijo de igual naturaleza, sin que por esto haya derecho a llamar a su madre a mala conducta. La desventura no faculta a nadie para ultrajarlas” 51.
Por lo que se deduce del expediente, el fiscal insinuaba que el juez había sufrido presiones de la autoridad política para pasar por alto el delito. Yucatán seguía sufriendo las consecuencias del levantamiento indígena de 1847 -marginado en el oriente de la península-, que coartaba el desarrollo económico y político de la región. La esperanza de que el Ejército del Segundo imperio pusiera fin a la guerra parece que podía obliterar cualquier acto delictivo, es decir, ser permisivos ante los pecados de la carne de los soldados salvadores. Al fin y al cabo, una violación de una mujer cuya honra se cuestionaba no era un crimen de lesa majestad. De todas formas, este tipo de comportamiento no era usual entre los funcionarios judiciales, como se ha comprobado a través de la documentación. No obstante, la persistente necesidad de los abogados defensores y fiscales de hacer valer la honestidad de sus defendidas estaba asociada a la mentalidad imperante en un medio rural como el yucateco y campechano. No podemos soslayar que las mujeres, mayoritariamente mayas, eran utilizadas como iniciadoras sexuales de los jóvenes amos en las haciendas, lo que transformaba cualquier acción violenta en un acto silenciado de absoluta permisividad social52. Por otra parte, es deducible que se producían con frecuencia ataques sexuales a mujeres prostitutas, pero no se ha analizado este tema por no ser el objeto central del estudio53. Por tanto, es conveniente interpretar la concepción del cuerpo femenino como un cuerpo acechado por el crimen54. Sobre estos temas son del todo esclarecedoras las propuestas de María José Correa, Romané Landaeta, Rosalina Estrada o Francisco Flores, que establecen la relación entre la ciencia médica y la biología para trazar un esquema de los modelos de mujer en América y el tratamiento de los peritos forenses y comadronas en la comprobación de las agresiones sexuales55.
Hay que tener en cuenta que la modernidad jurídica llegó antes a las ciudades que a pueblos y aldeas, o a territorios tan alejados de la capital como Yucatán, con mayor impunidad en las comunidades indígenas y en las haciendas, donde los usos y costumbres del sistema español seguían muy arraigados. Asimismo, los jueces tenían un amplio margen de discrecionalidad a la hora de dictar sentencias, no era obligatorio motivarlas, por lo que la distancia entre lo dispuesto en una norma y lo realmente aplicado permitía muchas arbitrariedades56. Existen sorprendentes excepciones, como la que encontramos en la argumentación erudita que esgrime Domingo Escalante, abogado defensor de un individuo acusado de intento de violación:
“puesto que no hay testigos presenciales del hecho ni menos confesión de acusado por consiguiente la atestación de la muchacha tan solo forma un indicio, prueba falible a la verdad expuesta a mil errores y que nunca puede pasar de una conjetura más o menos fundada. Siempre es necesario, dice el Sr. Beccaria, más de un testigo porque en tanto que uno afirma y otro niega o hay nada cierto y prevalece el derecho que cada cual tiene de ser creído inocente. La fe de un testigo, continua el mismo, viene a ser tanto menor sensible cuanto más crece la atrocidad del delito. De este mismo sentir es el señor Montesquieu en su acreditada obra El espíritu de las leyes [la cursiva es de la autora]”57.
Antes del Código de 1871, los estudiantes mexicanos de Derecho y los funcionarios judiciales partían de postulados legales que extractaban de las recopilaciones coloniales, las codificaciones indianas y las escasas leyes y decretos promulgados desordenada e irregularmente por los primeros congresos independientes estatales y federales58. En el caso de Micaela Sánchez, estuprada, de 12 años, el abogado defensor del acusado solicitaba pena pecuniaria porque argumentaba que el estupro no se castigaba con prisión, además de alegar embriaguez como atenuante. La demanda se trasladó del Juzgado de Primera Instancia de Tekax a la Sala Segunda del Tribunal Superior de Justicia de Mérida, y el reo fue condenado a 6 meses de cárcel59. Las mujeres acusadas de lenocinio o rufianería con estupro redimían sus penas trabajando en instituciones benéficas o médicas, como las que cumplieron en 1841, en el Hospital de San Juan de Dios de Mérida, más adelante Hospital General, Pilar Garrido, Secundina Eh y Francisca Escalante, por “tráfico vergonzoso”60. Los errores judiciales se pueden constatar en las diligencias contra Francisco Fernández, en las que el juez José María O’Horan manifestaba que:
“el tiempo transcurrido desde junio de 1846 en que se asegura quedó en mi poder el proceso referido no me deja ni memoria de haberlo recibido, y me será sumamente doloroso saber que un olvido de mi parte haya paralizado el curso y conclusión de la causa, cuando siempre he procurado llenar los deberes de mi profesión con prontitud y sin dilatar el despacho”61.
Los veintitrés expedientes analizados nos permiten proponer una clasificación de las denuncias y del tipo de sentencias aplicadas a los delincuentes. Los delitos de violencia sexual más comunes son los de estupro con diversas variantes: estupro inmaturo, conato o tentativa de estupro o de violación, incesto, rapto, alcahuetería, seducción, estupro y aborto y pederastia (tabla 1). El Código de 1871 los engloba en el título vi, bajo el epígrafe “delitos contra el orden de las familias, la moral pública o las buenas costumbres”62.
NÚMERO DE CAUSAS | DELITO | SENTENCIAS |
---|---|---|
4 | Estupro | Servicios de obras públicas Pago de pensión/indemnización No se siguen diligencias/se archiva la causa Absolución |
6 | Estupro inmaturo | Servicio de obras públicas e indemnización Condena cárcel Absolución |
4 | Incesto | No se siguen diligencias Denunciante se reduce a hospital Condena de cárcel Absolución |
2 | Intento de violación | No se siguen diligencias |
1 | Estupro contra familiar | Absolución |
1 | Conato de estupro | Condena cárcel |
1 | Secuestro y violación | Amonestación |
1 | Estupro y alcahuetería | Reducción en hospital |
1 | Seducción | Pago de costas |
1 | Estupro y aborto | Absolución |
1 | Pederastia | Condena cárcel |
Fuente: elaboración propia con base en el Código Civil de 1871.
Algunas denuncias no quedaban del todo aclaradas en los expedientes; es el caso, por ejemplo, de la demanda abierta contra Carlos Barrera por seducir a varias criadas con la complicidad de su patrona, una tal Muñoz, y dos sirvientas63. Otro caso que cuestiona los hechos y la tipificación del delito es el de Gregoria Balam, quien tuvo relaciones con Remigio Flota, pero no se dilucida si hubo consentimiento o fue un acto violento, a pesar de que se condena al supuesto estuprador a pagar 25 pesos que, al final, terminan por costear “la ofendida”64. El celo de los jueces en los trámites procesales puede observarse en la causa seguida contra Rafael Guerra, a quien se investigó por un intento de rapto y estupro contra una joven con la que después contrajo matrimonio, o en las comprobaciones que los magistrados realizaban para constatar la edad de la víctima, dato fundamental para dictar sentencia65. En el procedimiento de Teresa Traconis contra Esteban Sánchez, se pone en duda el testimonio de la mujer violentada, un comportamiento paradigmático por parte del fiscal; el alegato representa un ejercicio de extraordinaria retórica para sembrar la duda sobre los actos juzgados; la cita es del todo esclarecedora:
“no se puede descubrir que Sánchez por la seducción que se supone haya sido el que violó a la frágil y fácil Teresa. Aunque en los delitos de tal naturaleza por ser muy difícil la prueba se admite una justificación privilegiada, es necesario convenir que con esto se abre una anchurosa puerta a los incalculables artificios de la malicia, es que más de una vez se han visto enredados hombres de notoria honradez y buen proceder y cuya inocencia mancillada por los ardides de la malignidad ha aparecido después con el tiempo justificada con hechos palpables y evidentes. El que habla observa inviolablemente, en el ejercicio de su ministerio, el principio que enseña que es menos malo dejar impune el delito que castigar al inocente y que en los casos de lascivia muchas falsas ideas obligan a calificar como un crimen lo que casi siempre es un acto convencional, libre, espontáneo y de placer y agrado en la persona que comúnmente se queja”66.
Lo anterior demuestra una justicia paradójica, teñida de misoginia, que prefiere absolver a un posible culpable porque se considera a la víctima, Teresa Traconis, fácil, además de frágil, capaz de mancillar la inocencia del caballero por “los ardides de la malignidad”. Quién sabe si el fiscal barajaría la posibilidad de encausarla por falsa acusación, como es el caso de Marta Monreal, que acusó de incesto a su padre y a su hermana Eugenia y terminó cumpliendo un mes de reclusión en el Hospital de San Juan de Dios67. La ley del silencio era una forma tradicional de cubrir los delitos en las áreas rurales. Para Miguel Duarte, “el colonialismo y la economía de las haciendas henequeneras han influido en las prácticas sexuales e ideas sobre la sexualidad […], de manera que esta última se ha entendido como un acto de conquista y penetración del otro, racial y genéricamente diferente”68.
Pero la criminalidad sexual no solo operaba con las constantes extralimitaciones de los patrones, sino también con los iguales y con la violencia perpetrada en el entorno doméstico. Las diligencias indagatorias realizadas por jueces, fiscales y abogados defensores en un espacio tan racializado como el campo nos permiten verificar el cuidado con el que se tramitaban los procedimientos. Por ejemplo, la causa de José de la Cruz Tello, mayordomo de una hacienda de Cholul, acusado de azotar a Juliana Canché, embarazada, y provocar la muerte de la criatura 8 días después, condujo a un meticuloso proceso de indagación por aclarar lo acontecido. Al realizar los interrogatorios a acusados y testigos, el sumario concluyó que el parto se produjo pasados 5 meses de los latigazos. El hijo nació deformado, “con la piel del rostro y vientre desollados, un brazo y una pierna torcidos, todo lo cual no podía atribuirse a seis azotes que sufrió la madre”, sino a la ingesta de hierbas abortivas, ya que Venancio Canché y Juliana habían cometido incesto, razón por la que el mayordomo le había propiciado un correctivo “por dar ejemplo a los demás de la hacienda sabedores del hecho”. El mayordomo fue absuelto del cargo de infanticidio69. Sin embargo, no todos los comportamientos de los dueños de las haciendas eran deshonestos. En 1845, José Apolinario Peña resultó herido con un machete por defender a Úrsula Cerdas, quien había sufrido un intento de agresión en su propiedad70.
Se han localizado acusaciones de incesto en primer grado en varios expedientes; el litigio de la familia Colli, de Umán, es representativo del modo en que se afrontaban estas situaciones y las tensiones que se vivían entre parientes y vecinos de una población71. La víctima, Gregoria Colli, quien se sintió amenazada por el juez, declaró que “por continuas seducciones de su padre Cecilio, [y] por su inocencia y fragilidad condescendió que su padre le viole su virginidad hasta su grado de embarazo”. Su padre lo negó en su declaración: “pues no soy animal para cometer semejante delito”, y señaló a un joven llamado Martín Quintal, casado y residente en Bécal, como autor del estupro. Cecilio, viudo, labrador, de 53 años, testimonió que:
“hace como quince años que viviendo su esposa reparó esta que dicha mi hija estaba preñada y habiéndole preguntado quién había sido el que la desgració le confesó por haberla castigado, que había sido el ciudadano Pedro Uc […] los padres de los demás hijos han sido Martín Quintal y otros según me ha dicho mi citada hija cada vez que la he visto embarazada, pues como por mi pobreza casi todo el día me hallo fuera de casa, no la he podido cuidar como corresponde ni saber que personas van a ella”72.
Las contradictorias comparecencias de los implicados apremiaron al juez a efectuar un careo entre el padre y la hija, y a contrastar lo manifestado por los denunciantes, José Chuil y su esposa, ante el juez de paz, quienes aseguraron haber visto a ambos en “un mismo lecho”. Además, una hija de la denunciada, Norberta Colli, se desdijo de su testimonio, a pesar de que se lo había relatado a una tal señora Bracamonte. El resultado del auto fue el perjurio de Gregoria Colli. Este escenario de maledicencia, recelos y acusaciones falsas -lo que un abogado defensor llamó “chismes de vecindad”73- hizo que los jueces perdieran mucho tiempo y recursos para aclarar lo que realmente había sucedido. Asuntos que podían haber sido resueltos en los juzgados de primera instancia terminaban en el Tribunal Superior de Mérida con sentencias absolutorias para todas las partes74.
Al repasar algunos de los casos que no presentan dudas y que nos permiten esbozar el marco en que se produce la violencia sexual en Yucatán, se observa que los intentos de estupro se castigaban severamente. En el expediente de la niña Olaya Sosa, de 7 años, el castigo fue de 2 años de prisión, aunque no se consumó la violación, porque el agresor estuvo a punto de acabar con la vida de la víctima: “quien se le resistió dando gritos lo que indignó al malhechor en términos de golpearla atrozmente”, además, el delincuente le robó un rosario de corales75.
Los delitos de violación no implicaban una penetración vaginal de la víctima; es el caso de Isabel Huchim, de 7 años, forzada por José Jumilla, platero de profesión, que, “privado de su juicio natural por el estado de embriaguez a que lo redujo el licor por la falta de costumbre en usarlo”, infirió una herida con el dedo a la niña “en parte inhonesta”76. Las causas de sodomía con menores fueron tratadas con dureza y las condenas altas, como la que sufrió Marcelino Pérez de Hunucmá, de 19 años, sentenciado a 2 años de cárcel en Mérida por haber abusado de un niño77.
Los dictámenes de las matronas y facultativos en las diligencias tuvieron capacidad resolutoria en los juicios, así lo prueba el informe pericial de la niña María Evarista Morales, en el que se concluye que no se ha producido el estupro:
“en virtud de existir el himen ileso de la niña […], en que consiste su virginidad, pues no se encontró en las partes sexuales, vestigio alguno de contusión ni lesión que indique haberse perpetrado el hecho. Porque, aunque aseguran lo contrario la madre de la ofendida y esta nada valen sus dichos, como partes interesadas y ofendidas y de consiguiente necesitan probar lo que dicen”78.
Las razones esgrimidas en el informe y la defensa del letrado no lograron conmutar la pena de 8 meses de cárcel para el acusado. En 1847, el reconocimiento que se practica a María Antonia Valle, de 8 años, se traslada a un informe del todo explícito para “acreditar la existencia del cuerpo del delito”, si bien no se llegó a determinar:
“a qué atribuir las manchas y gotas de sangre que se advierten en la enagua y muslos de la niña […] puesto que según ellos los grandes labios y la vulva apenas sufrieron una leve irritación, el orificio de la vagina se halló enteramente intacto y la tenue escoriación que se advirtió sobre el pubis no podía producir esa sangre”79.
La víctima no resultó herida y, a la luz de las pruebas, tampoco se pudo consumar el estupro, por lo que el fiscal mantuvo la solicitud de una pena de 8 meses de reclusión y servicio en obras públicas.
Conclusiones
La violación sexual de mujeres y niñas durante el periodo estudiado supuso el nivel más alto de alteración del orden social. La documentación revisada nos ayuda a comprender el comportamiento judicial y social ante los delitos de violencia sexual. La honra es uno de los parámetros que las defensas de las víctimas y los fiscales debían demostrar en la mayoría de los casos estudiados.
La toma de declaraciones a los imputados, a los testigos y las valoraciones forenses de médicos y matronas nos permiten concluir que los procedimientos comportaban un alto grado de fiabilidad. Tal como apunta Beatriz Urías, durante el estado liberal “el acusado comenzó a ser considerado como un sujeto que poseía determinados derechos (presunción de inocencia, derecho de defensa) inscritos en una legislación penal que establecía una relación proporcional entre delitos y penas”80. Estas garantías hacia las víctimas y acusados las hemos podido constatar en los expedientes analizados. Los datos recabados por los jueces y magistrados permitieron dictar sentencias relativamente ecuánimes para las víctimas y ajustadas en función del delito; se contabilizan varias absoluciones de los implicados y se desestimaron acusaciones porque los magistrados no vieron indicios de delito por falta de pruebas o bien por los argumentos esgrimidos por los letrados defensores. En la mayoría de los expedientes analizados, los detenidos pertenecían al entorno doméstico (padres, cónyuges) o vecinal de las demandantes, aunque también fueron revis adas violaciones perpetradas por individuos ajenos al contexto cotidiano.
Respecto a la legislación aplicada para enjuiciar estos delitos, nos encontramos en un periodo de transición entre las leyes aplicadas en el periodo colonial y los nuevos códigos emanados del gobierno independiente, en los que se observa la estrecha dependencia del sistema penal español. Durante esta translatio, se evidenció que los procesos que se abrieron, al contrario de lo que podría sospecharse, fueron garantistas para las víctimas (a las que se tomaba declaración en presencia de progenitores o tutores en caso de ser menores de edad, se les practicaban exámenes forenses, se recababan testimonios de testigos o se realizaban careos), con independencia de que las sentencias fueran condenatorias o absolutorias para el acusado o sus cómplices. El ámbito en el que se produjeron las agresiones denunciadas es el rural y la mayor parte de las víctimas fueron niñas y mujeres mayas. Sería necesario examinar la percepción de estas indígenas por parte de las autoridades y hasta qué punto perviven, tras varios años de independencia, los patrones coloniales respecto a ellas.
Al mismo tiempo, la redacción de este trabajo lleva a la conclusión de que son necesarios más estudios sobre este tipo de violencia, tanto en el periodo colonial como en la etapa contemporánea, para facilitar un conocimiento más completo de estos comportamientos. Los delitos sexuales en las haciendas y los enraizados usos y costumbres de los patrones hacia las mujeres vinculadas laboralmente a sus fincas merecen un análisis pormenorizado, a pesar de que el interés por esta temática ha crecido exponencialmente durante las últimas décadas; como se reseña en el epígrafe introductorio, es imprescindible investigar más y sacar a la luz más documentación.