Introducción
Este texto recupera y pone en debate la tensión entre dos conceptos claves de la ciencia política, a partir de los cuales se han generado enormes áreas de producción e investigación: la gobernabilidad y la gobernanza. Ambos presentan puntos de contacto, pero tienen raíces ontológicas diferentes. En uno de ellos el centro organizador de la vida social parte del Estado; en el otro, ese centro es ocupado por los diferentes organismos y actores que conforman el cuerpo social y sus redes de articulación y acción.
En este ensayo se presentan diversos debates que giran en torno a ambos conceptos y se disponen en una mirada crítica respecto del desafío que representan para las políticas públicas -entendidas como resultados y modos de actuación de gobierno-, los actores no estatales y el diseño institucional del Estado.
Tensiones y contrapuntos entre gobernabilidad y gobernanza
Las transformaciones sociopolíticas del último cuarto del siglo xx han modificado el escenario de relaciones entre Estado y sociedad. Más aun, la estatalidad y sus atributos vieron modificadas sus pautas de interacción. A partir de la década de 1970 comienza a operar en el ámbito internacional un cambio en los parámetros de mercado y el rol del Estado en la economía. Esas transmutaciones dieron lugar a una renovada versión del liberalismo y a un fuerte ensanchamiento de su extensión.
Sin embargo, esta conmoción era, a su vez, centro de producción en el ámbito académico que buscaba rescatar el concepto de Estado dentro de la ciencia política. Este se había vuelto un concepto opaco por parte del pluralismo de las décadas de 1950 y 1960, por lo que se prefería utilizar conceptos como élites, gobierno o conjunto de instituciones administrativas relativamente autónomas. El pensamiento crítico asombrado por el desarrollo que había tomado tanto el fascismo como el estalinismo comienza a problematizar el fenómeno desde una óptica nueva que devolviera la historicidad y capacidad heurística al concepto de «Estado» y polemizara con las nociones de «crisis política» y «crisis de la estatalidad».
En este sentido, Jürgen Habermas (1988) hace hincapié en la ruptura del consenso democrático y el agotamiento de las fuerzas utópicas de la sociedad del trabajo en el marco de la crisis de los Estados de bienestar y el paso de sociedades industriales a posindustriales o posfordistas. Ante esto, el avance del mercado sobre la esfera de lo político terminaría colonizando el «mundo vital» donde tiene lugar la reproducción social. Como consecuencia, era necesario no sólo controlar al mercado por medio del Estado, sino a este último por medio de la defensa de los espacios públicos autónomos de la sociedad. Lo que estaba en discusión claramente era la legitimidad de esa intervención.
Esta matriz de análisis centró principalmente sus críticas en el aspecto normativo que se encuadra detrás del concepto de legitimidad, en la necesidad de incorporar mecanismos deliberativos que amplíen la concepción democrática de las sociedades contemporáneas y en generar una transformación del escenario político incorporando actores claramente no-estatales en la definición del destino de las sociedades.
Por su parte, Claus Offe (1999), uno de sus discípulos, plantea que los mecanismos selectivos del Estado han entrado en crisis por sus propias contradicciones, mecanismos que operaban para enmascarar los intereses clasistas predominantes en el Estado. Señala María Alejandra Ciuffolini (2022) que:
El único y definitivo límite del poder del derecho estatal para la producción de relaciones de derecho es el poder del capitalismo global. La interiorización de este límite en el Estado y, por lo tanto, en los derechos que efectiviza, es el desfiladero por el cual circulan nuestras sociedades. Con lo cual la actividad de este Estado consensual y sus técnicas de gobierno se traducen en la mera gestión de la necesidad, por un lado; y en la reparación de los lazos sociales a través del reconocimiento de derechos, por otro (p. 46).
Pero, producto de su creciente intervención y regulación de la esfera privada, es el mismo Estado el que provoca un desincentivo creciente al capital, al tiempo que depende de los recursos de este para sostenerse. En consecuencia, numerosos factores estructurales ponen en evidencia situaciones de ingobernabilidad bajo la forma de la crisis de legitimidad -apoyos- al sistema político, tanto por las demandas sociales insatisfechas como por las pujas distributivas al interior del capital.
A la vez James O’Connor (1981) plantea que esta necesidad de garantizar la estabilidad social y el modo de acumulación lleva al Estado a otorgar crecientes concesiones y avanzar cada vez sobre más áreas de la vida económica y social, haciendo que los egresos sean mayores a los ingresos generados, llegando a una situación que lo imposibilita de dar nuevas respuestas. En consecuencia, los conflictos crecen y la faz represiva se exacerba, dando lugar a la crisis de legitimidad bajo la forma de crisis fiscal y crisis de acumulación.
Aquí, la noción de «crisis» ayuda a evidenciar, como lo plantea Karl Polanyi (2007), que el modo de organización y direccionamiento del poder político y económico oscila entre los detractores de la intervención estatal en defensa de la autorregulación del mercado y aquellos que consideran que son las fuerzas políticas las que pueden delinear los destinos de la sociedad y los límites al funcionamiento del mercado.
De algún modo, estas reflexiones estaban advirtiendo o empezando a delinear dos objetos de análisis centrales en la ciencia política de finales de siglo: la legitimidad de origen y la legitimidad por actuación de los gobiernos.1 De ahí que las elecciones libres y sin proscripciones, asumidas como único mecanismo democrático de selección de autoridades, comenzaron a ser insuficientes como criterio de continuidad de los gobiernos. Si bien esta instancia resulta necesaria y otorga no sólo la legalidad al proceso de gobierno, sino la legitimidad de origen, se presenta otro problema central, derivado de los resultados y el modo de actuación de los gobiernos elegidos.
La actuación de los gobiernos no es otra cosa que las políticas públicas que estos despliegan, el carácter que estas tienen y los sectores que benefician, incluyen, excluyen o promueven. Como señala Diego Gantus (2016):
El paso del tiempo no ha podido hacer mella en la definición clara, concisa, ciertamente operativa, provista por Oscar Oszlak y Guillermo O’Donnell en uno de sus trabajos colaborativos más celebrados, producido en las catacumbas: políticas estatales son las tomas de posición de los organismos estatales ante cuestiones socialmente problematizadas (p. 193).
De este modo, no sólo el éxito de los gobiernos estaría dado por los procesos formales de competencia y selección, sino por la capacidad de interpelar e incluir a la propia sociedad en su actuación. Así, las políticas públicas no son otra cosa que la forma de intervención que despliega el Estado sobre los múltiples ámbitos de la vida -política, institucional, social, económica, cultural, entre otros-.
Estos cambios operados en los escenarios nacionales e internacionales implicaron, consecuentemente, una necesaria readecuación de los mecanismos de regulación, control e intervención, no sólo en el mercado, sino en todos los ámbitos de la vida. Este proceso se vio potenciado por el voraz desarrollo de nuevas tecnologías que volvieron más eficiente la producción y comenzaron a segmentar y precarizar el mercado laboral acorde a las demandas sectoriales. Finalmente, la culminación de la Guerra Fría destrabó los avances de un proceso descomunal como lo es la globalización y la internacionalización de las finanzas y el mercado global.
En este contexto, el Estado, el modo de gobernar y gestionar, son dimensiones que por su centralidad en la vida social no quedaron exentas a este proceso, incluso fueron de algún modo promotoras de estas transformaciones. Y es aquí donde surge con fuerza el tema de la gobernabilidad, esto es, las condiciones y capacidades necesarias de un gobierno para tomar aquellas decisiones -políticas públicas- que mejoren la calidad de vida de quienes forman parte de esa institucionalidad.
La discusión ya no se centraría -solamente- en la legitimidad de un gobierno, sino en su capacidad y efecto de gobierno. La democracia ya se asumía como marco institucional o punto de partida de este concepto, al menos lo que se entiende por democracia liberal, según los criterios establecidos por Robert Dahl (1999),2 esto es, la legalidad por la cual asciende al gobierno del Estado una fuerza política, pero adiciona un elemento extra, que es el de dar respuestas y anticiparse a las demandas sociales, y mantener contenidos los intereses corporativos de modo tal que la continuidad de esos gobiernos esté garantizada y logre movilizar las expectativas más allá del acto eleccionario.
Por todo ello, la gobernabilidad refiere a la capacidad del gobierno para instalar un proyecto político, tejer alianzas y articulaciones entre los diferentes actores sociales y políticos y canalizar institucionalmente los conflictos que se generen. En ese contexto se inscriben las grandes reformas operadas en la estructura estatal desde la década de 1970, tiempo también de crisis de los Estados de bienestar o interventores en la región. Fundamentalmente, estas iniciativas no afectan la forma-proceso de gobernar, sino sólo un componente de este, que es la administración pública, su administración y privatización.3 En este sentido, gran parte de la bibliografía se enfocó en las reformas del proceso electoral, el fortalecimiento de los partidos políticos, la refuncionalización de la representación, entre otros (Brower y Vargas, 2020; Barros, Castellani y Gantus, 2016; Camou, 2001), como mecanismos formales que permitieran vincular a esos actores en la gestión de gobierno.
El problema que se presentó aquí fue doble, por un lado, no solo es la forma o el mecanismo a través del cual se participa, sino el contenido que conforma ese mecanismo, los actores que lo integran y el carácter representativo de estos; por otro, se generaron amplios espacios de deliberación no vinculante, no decisoria, sobre aspectos que no afectaban sustancialmente las relaciones de fuerza de una sociedad, sino, al contrario, licuaban la intervención estatal al dejar en manos de diversos actores sociales la resolución de las tensiones sociales. Cierto es que esta no constituyó una situación ideal de habla y deliberación, sino que reprodujo las desigualdades de origen y permitió una mayor captura del Estado por parte de los principales intereses corporativos y concentrados del capital.
Organismos internacionales como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) también han vinculado el concepto de gobernabilidad al desarrollo equitativo de las sociedades, al control horizontal y vertical de la gestión de los gobiernos en el caso de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a la transparencia y la lucha contra la corrupción en el caso del Banco Mundial, al género y el desarrollo en el caso de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), entre otros (Mayorga, 2005), advirtiendo sobre las tensiones que enmarcan al concepto en un contexto de desigualdades crecientes: ingresos, género, salud, educación, participación, información, entre otros.4
Claramente, la matriz de este enfoque se centra en el gobierno y sus capacidades para ordenar y dirigir a una sociedad. El PNUD expresó palmariamente esta afirmación cuando señaló que «las relaciones de gobernabilidad que permiten a una sociedad nacional trazar y conseguir objetivos incluyen aquellos que se dan al interior del poder ejecutivo, el legislativo y el poder judicial del estado, así como también las que se dan entre estos» (IEN, 2000, pp. 6-8), y más específicamente, gobernabilidad implica «el marco de reglas, instituciones y prácticas establecidas que sientan los límites y los incentivos para el comportamiento de los individuos, las organizaciones y las empresas» (PNUD, 1999).
Estas transformaciones que operaron en los escenarios de actuación estatal han afectado la capacidad de los gobiernos de intervenir en asuntos claves como la economía, la sociedad y la política. La presencia y el control que ostentaba en la configuración anterior se vio fuertemente disminuida y, en muchos casos, muy limitada ante el escaso desarrollo o consolidación institucional.
En este sentido, la gobernabilidad fue una de las respuestas a esta problemática que enfocó su atención en la capacidad de esos gobiernos para tomar decisiones y llevarlas a cabo. Las situaciones de ingobernabilidad se habían hecho frecuentes y fueron el centro de preocupación de autores como los anteriormente citados. La respuesta al problema era constituir un gobierno sólido, con las herramientas suficientes para tomar decisiones sobre políticas y llevarlas a cabo con éxito.
En Latinoamérica esta problemática se centró en la legitimidad de esos gobiernos, por lo que el eje estuvo puesto en la transición de los procesos democráticos, para luego constituirse claramente en un enfoque centrado en la gobernabilidad de los regímenes democráticos. Posteriormente, las sucesivas crisis sociopolíticas que atravesaron al continente y la inestabilidad crónica de algunos regímenes evidenciaron el descontento creciente de la población con el sistema democrático, en relación con las expectativas que se pusieron sobre este,5 en tanto la ciudadanía exigía resolver sus problemas cotidianos, sus carencias, mejores condiciones materiales de vida, salud, educación, entre otros, y la respuesta consistía en canalizar esos problemas y expectativas mediante mecanismos institucionales de participación, deliberación y traducción administrativa de las demandas. La consecuencia más evidente de esta fórmula es la burocratización y el desencanto con la política. De hecho, la lectura internacional caracteriza a América Latina como la región que presenta mayores y frecuentes crisis institucionales, y la que ha canalizado estas situaciones en recurrentes reformas normativas, concentrando casi 40% de reformas constitucionales (Elkins, Ginsburg y Melton, 2009; Helmke, 2005).
Esta situación dejó en evidencia que no sólo se plantea como necesario dotar de los instrumentos y mecanismos necesarios para que un gobierno pueda ejercer su gobierno, establecer reglas de juego claras y crear condiciones de gobernabilidad, sino que es indispensable la construcción de un orden político democrático. En este sentido, la democratización en los países latinoamericanos fue enfrentada como proceso de transición de regímenes autoritarios, esto es, la identificación de los problemas de gobernabilidad se restringió a la naturaleza del gobierno (Oszlak, 1987). En consecuencia, esta óptica gubernamental no incluyó una mirada sobre la necesidad de reconstruir «sociedades democráticas» o la construcción de un orden político democrático.
La literatura regional6 comenzó a dar cuenta de la necesidad de recomponer las capacidades de la sociedad civil y los actores económicos para intervenir en los asuntos públicos de manera articulada entre sí, al tiempo que instó a reducir la intervención del Estado en esferas no estatales para promover la autorregulación, sobre todo en áreas donde su ausencia era más beneficiosa en términos de eficiencia, dejando en claro la creciente incidencia de los think tank7 neoliberales sobre el abordaje de lo público y lo estatal. La guerra declarada contra el Estado benefactor se enfocó en la desestatización de la sociedad y la promoción de una ciudadanía autogestionada y responsable de sus destinos, esto es, de ciudadanos a usuarios e individuos consumidores, que autores clásicos como Manuel Garretón (2002), Marcelo Cavarozzi (1996) y William Smith, Carlos Acuña y Eduardo Gamarra (1994) definieron como un proceso de desarticulación de la matriz sociopolítica clásica en la región.
De lo que estas líneas de reflexión dan cuenta es de las limitaciones o críticas al enfoque de la gobernabilidad (Aguilar, 2020), principalmente, por centrarse en la capacidad de gobierno más que en el proceso de actuación en sí, las políticas desplegadas. Esto mismo se puede afirmar sobre el modo de abordaje de las políticas públicas, esto es, pensar su efectividad a partir de evaluar su desarrollo según las fases de estas a partir del modelo clásico propuesto por Charles Lindblom (Aguilar, 1992, pp. 43 y ss.) o entenderlas como procesos dinámicos donde intervienen múltiples actores e intereses políticos, económicos y sociales (Cunill y Ospina, 2007). Lo que se evidencia aquí es una estrechez de la mirada que sólo considera al sujeto de gobierno y no a las relaciones que este puede establecer y promover entre y con los diferentes actores para garantizar el gobierno de la sociedad.
En consecuencia, la otra crítica se vincula a la ausencia de mirada sobre las capacidades de actuación y recursos disponibles en la sociedad civil y económica. Esta distinción entre sociedad civil, política y económica está fuertemente desarrollada en Cohen y Arato (2001). Actualmente, se asume que los límites entre ellas son muy difusos, producto de la dinámica de intercambios crecientes entre sí. No obstante, la incorporación del término no es para nada inocente. Son los organismos internacionales de crédito los que primero la incorporan o recuperan como mecanismo para saltear a las principales instituciones políticas de los Estados y apelar directamente a sectores de la ciudadanía como «socios» en la implementación de políticas de carácter focalizado. El abanico de términos para definirla es variado -organizaciones no gubernamentales (ONG), tercer sector, cooperativas y asociaciones, entre otros- y han sido centrales en el desempeño de estos organismos durante la década de 1990.
Sin embargo, la crítica a esta intervención es que la presencia creciente de actores no estatales, sindicales, empresariales, financieros, entre otros, y una sociedad civil organizada y más participativa ha restringido el marco de actuación estatal y el modo de intervención y decisión de las acciones de gobierno. Surge también, como señala Luis Aguilar (2006, pp. 35 y ss.), como respuesta a las malformaciones fiscales y administrativas de los gobiernos de los Estados sociales o interventores, y como producto de la reconducción de las fuerzas políticas por las fuerzas del mercado. No obstante, en el marco de lo que se denominó como gobernanza, hoy es necesario no sólo validar el producto sino el proceso, lo que supuestamente evita la generación de excesos por falta de controles y transparencia, situándonos nuevamente en una cuestión de «formas» de la actuación estatal y no de «contenidos» de la intervención pública mediante sus políticas.
En consecuencia, las preocupaciones sobre la dirección y decisión de gobierno se desplazaron hacia la sociedad, esto es, desde una cosmovisión más amplia que excede a la gubernamentalidad e incorpora a una serie de actores provenientes de las distintas esferas institucionales, sociales y de mercado. Un contexto que obligó a los Estados a interactuar con numerosos actores e intereses en conflicto, y a los gobiernos a dirigirse a través de un nuevo modo de gobernar llamado gobernanza.
Joan Prats (2003) señala que la gobernanza se centra en la conformación de estas capacidades y condiciones, los actores que se incorporan y las relaciones y redes que entre estos se establecen, evitando caer en los sesgos de captura del Estado -mayor inequidad- o entorpecimiento en la elaboración de políticas e iniciativa de gobierno -más eficiencia-. Tanto el PNUD como la OCDE han formulado sus propias definiciones al respecto, con la cuales enfatizan en el carácter más societal que tiene el proceso de gobierno de una sociedad.
Así, para el PNUD (UNDP, 1997) la gobernanza es un mecanismo, relaciones y articulaciones mediante los cuales los ciudadanos y sus grupos articulan sus intereses, ejercen sus derechos y concilian sus diferencias. La gobernanza es la estructura institucional y organizativa del proceso de decisión del Estado moderno.
Una visión más pasiva del gobierno del Estado se encuentra en la definición de la OCDE (1997) cuando afirma que la gobernanza es proceso mediante el cual los ciudadanos resuelven sus problemas, responden a las necesidades de la sociedad y emplean al gobierno como instrumento, retornando al enfoque pluralista en su definición.
Inicialmente la gobernanza fue un concepto utilizado en un informe del Banco Mundial en 1989 a raíz de los serios inconvenientes que se registraban en los países africanos poscoloniales en lo que concierne al desarrollo (Unesco, 1998). El concepto fue rápidamente apropiado para indagar sobre diferentes aspectos del gobierno:
Governance se viene utilizando más o menos como sinónimo de politische steuerung [dirección política]. Sin embargo, el término governance ha sido utilizado recientemente en dos acepciones adicionales, ambas distintas de aquella de guía o conducción política. La distinción de estos otros significados no sólo es importante para evitar equívocos y malentendidos, sino porque una variación semántica generalmente refleja un cambio de percepción, refleje o no a su vez este último los cambios en la realidad (Mayntz, 2000, p. 2).
Por otra parte, se apropia para indagar sobre el Estado y la administración pública en trabajos como los de Stewart (1996) en el área de la administración, Kooiman (1993) en políticas urbanas, Brand (1992) en políticas públicas, entre otros (Vidal, 2002, abril 11); por María Eugenia Rodríguez Vásquez (2019) en conflictos y paz, por María Adriana Victoria (2018) en bienes comunes y naturaleza, por Sonia García Oñate (2021) en responsabilidad social, entre otros.
Actualmente, se puede afirmar que gobernanza se entiende como un estilo de gobierno alejado del control jerárquico y con un mayor énfasis en la interacción entre «los poderes públicos y los actores no estatales en el interior de redes decisionales mixtas entre lo público y lo privado» (Mayntz, 2000, p. 4). De algún modo, hay en este término cierta licuación de las críticas que en su momento implicó el modelo corporativista definido por Wolfgang Streeck y Philippe Schmitter (2003) para describir la relación entre Estado, sindicatos y capital. En este sentido, esta óptica refleja la permeabilidad a la que se ve sometido un proceso de gobierno, en sus formas y contenido, ante los cambios del contexto histórico particular.
La necesidad de recuperar capacidades no sólo encuentra en la centralización su única vía, sino que asume a la interacción y la sinergia entre los diferentes actores como la estrategia más eficiente para innovar en procesos democráticos de alta volatilidad y sometidos ante un asedio constante de intereses sectoriales, y una publicitación inimaginada producto del avance de los medios de comunicación (Subirats, 2002). En definitiva, como señala Aguilar (2007, 30 de octubre-2 de noviembre), la gobernanza se presenta como «un proceso directivo postgubernamental más que antigubernamental» (p. 14), pero requiere de un volumen o fuerza política sustantiva para no verse sometido a una captura del Estado por parte de los intereses más concentrados. Al respecto, la proclama muy difundida del presente de la «calidad institucional» exigida a los Estados debería necesariamente contemplar, también, las mismas exigencias a aquellos actores -mediáticos, económicos, financieros, judiciales, sindicales, entre otros- que inciden en la conformación de la agenda pública, en tanto intervienen no como simples ciudadanos, sino que lo hacen desde un lugar específico, en defensa de intereses específicos.
Asimismo, el auge del concepto no estuvo exento de conflicto. La paradoja que emerge es que presupone un marco democrático sobre el cual se asientan estas técnicas de gobierno, pero, al mismo tiempo, existe un consenso generalizado sobre la debilidad institucional que caracteriza a las democracias de los países periféricos. Este debate se reflejó en algún punto en los objetivos del 4.° Congreso de Ciencia Política Latinoamericana de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (Alacip), donde el eje de discusión sólo se centró en el concepto de gobernanza, a pesar de reconocer los déficits institucionales de la región (Alacip, 2008b). Los debates que giraron pusieron en evidencia la resistencia entre ambas partes -defensores de la gobernabilidad versus defensores de la gobernanza- a declarar obsoleta alguna de las dos concepciones. La paradoja es que, en su definición, no se plantean como antagónicas, sino complementarias.
De todos modos, si se observa la definición que en la Alacip se formula del concepto, se confirma la tendencia a asumir a la gobernanza como un concepto inclusivo de la gobernabilidad más que antagónico de este. El documento de presentación del Congreso Alacip de 2008 describe la gobernanza como:
Tanto la acción y el efecto de gobernar como, en un sentido más amplio, las nuevas modalidades de dirección y coordinación intersectoriales entre políticas e intereses diversos que se observan en múltiples niveles, tanto en el plano local como nacional e internacional, y que articulan una relación compleja que promueve un equilibrio entre el Estado, el mercado y la sociedad civil (Alacip, 2008a).
Una definición incluso más «política» que burocrática, como las sostenidas por la OCDE y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
La clave para zanjar esta discusión reside en asumir a estos conceptos como términos analíticos que permiten describir y comprender los procesos de gobierno de los distintos contextos nacionales y proponer y evaluar nuevas medidas e iniciativas. El riesgo aparece cuando se produce un desplazamiento conceptual donde deja de ser una herramienta de trabajo para convertirse en un principio normativo, rector y parámetro de toda acción gubernativa y posgubernativa.
Si se observa el contenido de la definición, puede advertirse esta complementariedad. Aguilar (2006; 2007, 30 de octubre-2 de noviembre) destaca que la gobernanza está compuesta y estructurada por cinco pilares: i) instituciones políticas -régimen político, relaciones-; ii) instituciones de justicia -suprema corte, tribunales, policía, certidumbre jurídica, arbitraje-; iii) instituciones de mercado -producción, empresas-; iv) instituciones administrativas -cuerpo administrativo, gerentes, expertos-; v) instituciones de la sociedad civil -relaciones horizontales, vínculos, vida más civil que pública-. Si los puntos i, iv y v son más fuertes se está en presencia de una nueva gobernanza,8 esto es, un espacio no dominado por el gobierno, sino producto de la deliberación, asociación, cooperación y demás, entre múltiples actores, interdependencia entre el gobierno y las organizaciones de la sociedad civil. Ahora, la primacía de ii y iii nos deja expuestos a una situación de captura del Estado sin garantías de los derechos ciudadanos y los principios democráticos.
Ante ello, la centralidad o inclusión de estos actores -como señala Aguilar (2006)- requiere instancias de mayor abstracción que escapen de los extremos, puesto que reconoce las limitaciones sectoriales de los actores y la necesidad de asumir la función social propia del Estado. En este sentido, se vuelve a apelar a un recurso que está centrado en el sujeto de gobierno. Evidentemente, la centralidad de la democracia es el supuesto que acompaña a este enfoque directivo porque se apela al proceso que dio legalidad y legitimidad al gobierno -votación, representación-.
Conclusiones
Los acelerados cambios que se han visto en el último cuarto de siglo xx y la rapidez de las transformaciones que caracterizan al escenario político, económico y social de los Estados contemporáneos han llevado a abandonar, en algún punto, el concepto de gobernabilidad por considerarlo un tanto estrecho para dar cuenta de los procesos de decisión y acción contemporáneos, por uno mucho más difundido como el de gobernanza.
El Cuadro 1 opera como síntesis de ambos enfoques. Tal vez declarar la obsolescencia de uno de ellos sea un atropello ante la necesidad de construir una gobernanza sólida.
Gobernabilidad | Gobernanza (nueva gobernanza) |
---|---|
Mecanismos de decisión verticales top-down. | Mecanismos deliberativos. |
Centrado en el buen gobierno y la eficiencia administrativa. | Centrada en la amplia participación de actores sociales, redes y organismos. |
Centrado en las capacidades y la decisión. | Centrado en el proceso y el contenido. |
Enfoque gubernamental. | Enfoque posgubernamental. |
Capacidad institucional y administrativa. | Sinergia producto de la interacción entre los diferentes actores. |
Sociedad ingobernable, necesita de la forma Estado. | Sociedad con capacidad de autoorganización, autogobierno y autorregulación |
Ejercicio del poder dentro del Estado. | Ejercicio del poder e interrelación Estado-sociedad. |
Control jerárquico. | Interacción. |
Fuente: elaboración propia.
Claramente, los cinco componentes de la gobernanza señalados por Aguilar (2006; 2007, 30 de octubre-2 de noviembre) requieren de calidad y fortalecimiento. En este sentido, es necesario que la capacidad de gobierno se fortalezca a través de la eliminación de las disfuncionalidades institucionales, al tiempo que se multipliquen los canales institucionales de deliberación y participación pública de los diferentes actores de la sociedad civil en la toma de decisiones. Tal vez la miopía característica que produce la aplicación irrestricta de los discursos de otros continentes nos lleve a afirmar la necesidad de reemplazar el concepto de gobernabilidad, pero los escenarios nacionales del subcontinente americano probablemente evidencian la actualidad y la centralidad que ese concepto reclama.
Considero que es necesario garantizar, en primera instancia, los mecanismos institucionales que faciliten la interacción y obtención de consensos sociales, de manera tal de traducir las demandas e iniciativas populares en políticas eficaces que otorguen legitimidad a las acciones de gobierno y vuelvan sostenidamente gobernables a las sociedades, y que estas desarrollen su capacidad de autogobierno y autogestión.
Claro está que la gobernanza puede favorecer al fortalecimiento de esos mecanismos. Es sabida la interconexión entre ambos conceptos, pero el desplazamiento de uno de ellos puede tornarse en un sinsentido de acciones en un futuro. En consecuencia, son conceptos que no se los debe pensar de manera aislada, ni antagónica, sino al contrario, complementarios, en tanto la gobernanza, como forma interactiva de gobernar, abarca también las capacidades y recursos necesarios para que los gobiernos se constituyan de manera legítima, en un marco democrático, gobiernen bajo el principio de la legalidad, pero que lo hagan en un contexto de nueva gobernanza, esto es, instituciones políticas consolidadas, instituciones administrativas eficientes y una sociedad civil agenciada y participativa. De ahí que insistamos en que la calidad de la democracia deba exigirse no sólo a las instituciones del Estado, sino a todos los actores y poderes que forman parte de la vida pública.
Finalmente, un apartado especial requiere la reflexión sobre la necesidad de fortaleza de las instituciones políticas y administrativas que requiere un gobierno para desempeñarse exitosamente en contextos de gobernanza. La demanda creciente de un gobierno más activo por parte de los distintos actores sociales en la actual crisis económica mundial y, particularmente, la centralidad de la acción estatal durante los estragos que provocó la pandemia del Covid-19 evidencia la necesidad de gobiernos con capacidad y recursos para la actuación e intervención, a la vez que las transformaciones de la economía contemporánea reclaman actores agenciados con alta capacidad de articulación para gestionar en contextos de crisis económicas y sociales. La debacle financiera que rápidamente avanza sobre la economía real reafirma la hipótesis que sostiene la incapacidad de los mercados de autorregularse y darse su propio equilibrio. Claramente, los escenarios contemporáneos no sólo son propicios, sino que operan bajo formas de dirección y gobierno propias de la nueva gobernanza, en tanto dispositivo de «gobierno» o «autogobierno» de una sociedad.
Sin embargo, esta opción no escapa a las advertencias que se les hacen a los modos pluralistas de concebir la democracia y la política, ya que, por un lado, el espacio garantizado de convivencia entre múltiples actores no asegura la igualdad entre ellos frente a la toma de decisiones. Por otro lado, los intereses sectoriales pueden ejercer fuertes presiones y captura de políticas, y dejar sin efecto los procesos redistributivos de poder -social, económico, político, entre otros-, al tiempo que los acuerdos sectoriales para la toma de decisiones y la implementación de estas puede restar rapidez a la acción de gobierno.
En consecuencia, una ciudadanía empoderada resulta indispensable, ya que la participación es consustancial con la gobernanza, de ahí que la necesidad de información y la capacidad de transformar los conflictos en acuerdos mediante consensos conforman aspectos centrales para la estabilidad y el desarrollo, y así evitar que a través de dispositivos públicos y privados se impongan decisiones sobre conflictos, tal vez en algún aspecto, irreconciliables.