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Revista de Derecho

versão impressa ISSN 0121-8697versão On-line ISSN 2145-9355

Rev. Derecho  no.61 Barranquilla jan./jun. 2024  Epub 02-Jun-2024

https://doi.org/10.14482/dere.61.001.495 

Artículos de investigación

Fuerza normativa, teoría especular e imperativo constitucional

Normative force, specular theory, and constitutional imperative

JOÃO GASPAR RODRIGUES1 
http://orcid.org/0000-0001-6512-4643

1Abogado, especialista en Derecho Penai y Procesal Penal de la Universidad Cândido Mendes de Río de Janeiro, Maestría en Derecho por la Universidad de Coimbra. Fiscal del Ministerio Público de Amazonas. joaorodrigues@mpam.mp.br https://orcid.org/0000-0001-6512-4643


Resumen

Este ensayo teje un análisis revisionista de la relación conceptual y estructural entre tres propiedades fundamentales del constitucionalismo moderno: fuerza normativa, postulado de actualización (traducido a teoría especular) y creencia colectiva en el imperativo constitucional. A lo largo de las páginas, en la medida de lo posible, se intenta explicar el carácter relacional de las representaciones conceptuales presentadas, de manera que el conocimiento bajo análisis sea capaz de interferir en la realidad o, al menos, de comprenderla mejor, depurando algunas ideas clásicas.

PALABRAS CLAVE: Constitución; fuerza normativa; supremacía constitucional; teoría especular; imperativo constitucional

Abstract

The essay weaves a revisionist analysis on the conceptual and structural relationship between three fundamental properties of modern constitutionalism: normative force, postulate of updating (reflected in a specular theory), and collective belief in the constitutional imperative. Throughout the pages, as far as possible, we try to explain the relational character of the conceptual representations presented, so that the knowledge under analysis is capable of interfering in reality or, at the very least, understanding it better, purifying some classic ideas.

KEYWORDS: Constitution; Constitutional supremacy; Normative force; Specular theory; Constitutional imperative

1. INTRODUCCIÓN

La interpretación de cualquier norma jurídica extrae su fuerza, en última instancia, de la Constitución y sus mandatos fundamentales. A través de sus artículos, la vida sigue su camino, descubriendo sus soluciones, racionalizando el poder que surge de las relaciones sociales. La Constitución es, en sentido figurado, el centro ardiente de un inmenso globo del que todos los ciudadanos son equidistantes, y esta equidistancia significa que el texto fundamental garantiza, al mismo tiempo, la razón, la justicia, la libertad y la igualdad. Garantiza no solo el orden en el caos, sino un ventajoso equilibrio entre estabilidad y variabilidad (quizás la táctica constitucional más vital1), conduciendo a través de sus normas y principios el futuro de la sociedad. Es un conjunto de normas capaces de desencadenar, de arriba a abajo, una programación racional de las actividades humanas; y es también un estatuto singular de mínima certeza y exactitud en la pluralidad de posibilidades de la vida posmoderna2.

La Constitución, desde el punto de vista del constitucionalismo actual, es el órgano de estabilidad social y política más seguro del mundo y símbolo de la supremacía de la ley sobre los órganos de gobierno y de las garantías del individuo (como unidad psicofísica moral y política) en relación con la máquina administrativa (Pound, 1958, p. 22; Viamonte, 1959, p. 14). A través de él es posible transformar lo incierto en cierto, lo confuso en claro, lo inseguro en seguro, lo inestable en estable, lo impredecible en predecible, la competencia en cooperación, lo ideal en real y lo teórico en práctico. Y quizás, aquí y allá, a través de un faux pas institucional del propio sistema, abraza la magnificencia de los valores opuestos y mantiene un equilibrio dinámico entre lo necesario y lo posible (de ahí los principios aceptados como razonabilidad, proporcionalidad, equilibrio de intereses, reserva de lo posible, etc.). Pero, en todo caso, no es un "instrumento de gobierno", sino un instrumento de soberanía popular. Su contenido no se limita a lo político, extendiéndose a diversos ámbitos, como el social, cultural, económico, etc. Su alcance excede con mucho lo puramente gubernamental y sus normas son aplicables al orden privado de los individuos, así como a sus relaciones con el Estado.

El rasgo distintivo de la actividad práctica cotidiana, como dijo el filósofo John Dewey (1960, p. 6), es precisamente su incertidumbre. El juicio sobre las acciones a tomar nunca puede obtener más que una precaria probabilidad. La actividad práctica se ocupa de situaciones individualizadas y singulares, que nunca se repiten de forma idéntica y sobre las que, por tanto, no se puede resguardar una seguridad total. Para contrarrestar esta incertidumbre intrínseca a la vida social y proporcionar un mínimo existencial de seguridad, existe, en particular, una entidad forjada por la razón democrática ponderada: la Constitución escrita moderna3.

Es el hombre en la sociedad quien da lugar a la perturbación de la regularidad; en él se quiebra la armonía jurídica, fruto de la certeza y el orden. Y para rescatar (o preservar) esta armonía creamos un documento fundamental llamado Constitución, que en los tiempos modernos se ha convertido en una fuerza viva de la democracia. Hay una paradoja que vale la pena mencionar aquí (una paradoja que la lógica pura no puede tolerar). El hombre/sociedad, movido por un principio de racionalidad, lanza el instrumento constitucional para asegurar la estabilidad y variabilidad dentro de un esquema predefinido, pero es el primero en infringir estas normas racionales. La prueba de su racionalidad ("razón democrática ponderada") es también el espejo de su limitación e imperfección radical, dado que se enfrenta a su comportamiento imprevisible guiado por el error, el desconocimiento y otras insuficiencias inherentes a la condición humana.

Asegurar la estabilidad y variabilidad4 es el certificado de calidad de una Constitución y parte de la dinámica fundamental del universo constitucional. Sin embargo, la verdadera prueba de funcionalidad a las necesidades de una comunidad es el tiempo, es la longevidad del documento, demostrando ser una estructura útil para enfrentar las incertidumbres, que gobiernan no solo el mundo natural (en el que la causalidad newtoniana dio paso a la cuántica probabilidad), pero sobre todo cosas humanas. En relación con estas propiedades, existe la posibilidad de que, para ser eficaz, requiera la adhesión de sus aplicadores. El poder de estabilidad / variabilidad solo se hace realidad si existe una firme convicción en el imperativo constitucional. La Constitución propone estos propósitos (estabilidad / variabilidad), pero el entorno social, político e institucional lo hace.

La fuerza normativa de la suprema lex representa el elemento de estabilidad, mientras que el llamado postulado de actualización (o teoría especular) abarca el vector de variabilidad. Este vector siempre estará presente en cualquier sociedad libre, como destaca Thomas Sowell (2011): "La existencia de individuos, si los hay, en cualquier sociedad libre que estén completamente satisfechos con todas las políticas e instituciones bajo las cuales viven es dudosa. Prácticamente todas las personas, en diversos grados y tipos, apoyan el cambio" (p. 164).

El documento fundamental es una especie de ADN (el código genético del Estado) -o en la evocadora expresión de Viamonte, un fiat lux institucional- que contiene todas las instrucciones básicas (o mensajes normativos) para la construcción orgánica de las instituciones públicas, la estructura completa del gobierno (con los límites de la autoridad legítima de los distintos órganos), la delimitación de los derechos fundamentales y libertades públicas (con mecanismos de protección), la forma de hacer las leyes y quién es competente para hacerlas, así como los respectivos procedimientos funcionales (Viamonte, 1959, p. 14; Cavalcanti, 1977, p. 13; Pound, 1958, pp. 103-104). El requisito más importante es la existencia de un proceso que garantice la réplica exacta de dichas instrucciones: intérpretes y ejecutores comprometidos con el proceso democrático y el estado de derecho.

No es la grandilocuencia de un líder político, el carisma de un gobernante específico o los deseos, a menudo no benévolos, de la multitud ruidosa lo que garantiza la estabilidad en el escenario del macrocosmos político. La garantía principal y determinante es la Constitución y su fiel aplicación. Pero para que esta aplicación sea "fiel" es necesaria una cultura casi religiosa de homenaje y sumisión consciente al documento supremo (y también a los valores en él consagrados).

No sin una razón profunda, los antiguos atenienses atribuyeron su grandeza política a su Constitución. Lo celebraron en todos los tonos y le consagraron una devoción pocas veces vista en la historia política de un pueblo. En su "Oración fúnebre", Pericles dice con bastante énfasis (Croiset, 1918): "Tenemos una Constitución que no se ha inspirado en ninguna otra, pero que es, más bien, un modelo para las demás" (p. 110).

Y tras esta orgullosa declaración sobre el carácter único, original y verdaderamente autóctono de la Constitución ateniense, el orador señala sus rasgos esenciales: igualdad entre los ciudadanos, estado de derecho5, respeto de los derechos, amor y entusiasmo por la justicia, dedicación a las cuestiones de orden pública, moralidad política, preocupación por la paz social, etc. Este primado de Atenas, digno de la atención de la posteridad, es inseparable de su Constitución política y un faro, cuyo rayo de luz ha atravesado los siglos hasta nuestros días.

Así, siguiendo este camino y bajo una línea argumental multívoca, abordaremos en este estudio la relación conceptual y estructural entre algunas propiedades fundamentales de la Constitución: fuerza normativa, postulado de actualización (traducido a una teoría especular, que explicaremos en detalle) y creencia colectiva en el imperativo constitucional. Intentaremos resaltar a lo largo de las páginas, en la medida de lo posible, el carácter relacional de las representaciones conceptuales presentadas, para que el conocimiento bajo análisis sea capaz de interferir con la realidad, moldearla o, en el peor de los casos, comprenderla mejor.

2. EL VALOR PRAGMÁTICO DE LA CONSTITUCIÓN Y LA TEORÍA ESPECULAR

Una Constitución parece ser, en sí misma, un marco abstracto e insustancial (simples hojas de papel con símbolos lingüísticos grabados). No tiene un valor intrínseco absoluto, vale lo que valen sus aplicadores6. La práctica de la Constitución también depende de la constitución (moral, política, social, cultural, etc.) de cada uno (Barthou, 1946, p. 144; Schmitt, 2009, p. 46). Se establece por la abundancia de sus fíeles partidarios y, como cualquier fórmula política, significa poco fuera de su uso. Movido por su propia fuerza, sin la fe de los aplicadores y sin su compromiso (engagement), no prevalece, e incluso puede ser saboteado. La forma en que se interpreta, se absorbe (internaliza en la comunidad política) y se aplica, constituye el punto importante y la verdadera realidad, revelando una tendencia francamente democrática (o no). Una vez superadas estas etapas y ajustadas las prioridades, y mediante una combinación única de cualidades, se convierte en: 1) el producto más puro y bello de la razón democrática ponderada (que guía las voluntades y preside las instituciones); 2) un laboratorio que ayude a preparar al público para la democracia y le muestre el camino a seguir; 3) un filtro de las fuerzas vivas que surgen, sin cesar, en la sociedad; 4) un instrumento que da sentimiento de pertenencia nacional. De un extremo a otro, no hay escapatoria a esta evidencia que hace de la Constitución no un revoltijo de promesas o teorías, sino de realidades.

Extraída de su confinamiento puramente formal, la Constitución no es solo un documento filtrado en términos exhortatorios7, prometedores o ad usum Delphini, ni un castillo de arena completamente indefenso. Crea mecanismos orgánicos basados en un sistema de controles y equilibrios que garantizan su supervivencia, observancia y supremacía (fuerza normativa8). No se trata de una fuerza libre, egocéntrica y suprema, en el sentido de irrestricta o absoluta, en un mundo de fuerzas múltiples, en el que cada fuerza solo actúa de la mejor manera posible cuando se ajusta de la mejor manera a las fuerzas que la rodean.

Entre estos "mecanismos de control y equilibrio" (claramente inspirados en la teoría de Newton para el equilibrio de los cuerpos celestes) se encuentran las estructuras legales (tribunales y otros órganos relacionados, no solo el derecho inherente del pueblo a la resistencia o la insurrección) y las políticas (poderes ejecutivo y legislativo) para captar los inputs sociales o institucionales y convertirlos en decisiones que aseguren la inviolabilidad y esencialidad de las normas constitucionales9. Se puede ver, por tanto, que la propia Constitución crea un puente entre su texto y la sociedad para garantizarle una energía normativa imprescindible y, paralelamente, su evolución.

Estos órganos y estos poderes públicos (con legitimidad para hacer cumplir las normas constitucionales) no son elementos aislados, fuerzas independientes que deambulan por sus propios intereses, sino mecanismos de una fuerza cuya fuente, la Constitución, les confiere autoridad. Son servomecanismos10 o puentes entre la Constitución y la sociedad constituyente, cuyo oficio cumple una función especial por la que incorporan valores del contexto social para salvaguardar el imperativo constitucional.

En la Carta Magna de 1215, documento constitucional impuesto por los barones ingleses al rey Juan Sin Tierra, ya se mencionaba en germen la necesidad de un mecanismo para hacer cumplir el acuerdo. Esto es lo que propusieron los nobles:

"Danos la solemne promesa, como monarca, de que este documento te servirá como guía y regirá en todos los tratos con nosotros, confirma esta promesa mediante la colocación solemne de tu sello, admite a algunos de nosotros como comisión para supervisar la observancia de este acuerdo... (Wilson, 1963, pp. 4-7)

Siete años después de la Carta Magna, en 1222, los nobles en Hungría obtuvieron de su rey un documento de similar orientación, la "Bula de Oro", al que acudieron todos aquellos que lucharon por los privilegios en Hungría, al igual que los ingleses con la Carta Magna. Pero los húngaros no lograron un gobierno constitucional, y la razón principal fue que no establecieron un mecanismo para el mantenimiento y cumplimiento del acuerdo, como lo hicieron los británicos.

Los ingleses de la época de Juan Sin Tierra tenían el instinto práctico de ver que las promesas en el papel son solo promesas en el papel, a menos que la parte que pide el privilegio permanezca tan alerta y lista para actuar como la parte que ejerce el poder. No basta con formular los derechos más valiosos, recogerlos y disponer de ellos en un documento legal (Constitución o ley). Solo asumen imperativo legal y supremacía si pueden ser ejecutados o garantizados por sus propios medios. Es ley, en sentido amplio, solo lo que se puede ejecutar (o garantizar) mediante mecanismos creados especialmente para este desiderátum.

Algunas constituciones escritas, al no prever estos mecanismos de observancia, trajeron consigo su propia ruina (y poca fuerza normativa). La Constitución estadounidense se salvó de este destino gracias a la ingeniosa construcción de la jurisprudencia, en el famoso caso Marbury v. Madison, juzgado en 1803, en el que se establecieron las bases de la revisión judicial.

De hecho, es la posible posibilidad de intervención judicial, de la fuerza pública y de sanción lo que permite distinguir las normas legales (incluidas las constitucionales) de los preceptos morales o usos sociales. Indudablemente, las normas constitucionales tienen, por sí mismas, una eficacia "racional o intelectual", ya que se trata de hacer reinar el orden, la libertad y la justicia, y estos ideales superiores ejercen un cierto atractivo en la mente de los hombres. Además, si no hubiera, en la mayoría de los casos, una obediencia espontánea, y si fuera necesario tener un policía detrás de cada individuo y, quién sabe, un segundo policía detrás del primero, la vida social sería imposible (Hauriou, 1971, pp. 29-30)11. Por tanto, las normas jurídicas, especialmente las constitucionales, para su cumplimiento, necesitan despertar en cada uno la creencia de que deben ser observadas porque representan los altos ideales de racionalidad, orden y justicia. Cuanto mayor y más extendida sea esta creencia, menos será necesario recurrir a la intervención judicial y la coacción fuera del sistema.

Sin embargo, cabe señalar que la fuerza normativa de la Constitución no puede medirse simplemente por el grado de aceptación u obediencia espontánea de la norma constitucional en la comunidad, sino por el nivel de efectividad en la realidad jurídica y política de esa comunidad. Cualquier poder solo se impone (o legitima) por su efectividad. Así, por sí sola, la obediencia natural no proporciona una prueba precisa de la fuerza normativa de las disposiciones constitucionales. Hay un ingrediente ineludible de eficacia institucional.

Supongamos dos sistemas constitucionales: uno provisto de mecanismos institucionales para proteger el imperativo constitucional y otro que carece de dichos controles. El ejemplo lo da Roscoe Pound (1958, pp. 8-9). En el primer sistema, las disposiciones constitucionales obligan a los ciudadanos y empleados por igual, siendo supervisados por los tribunales a través de procesos ordinarios (o especiales de revisión de constitucionalidad) a solicitud de las personas agravadas (o actores institucionales legítimos). Cierto gobierno se hizo cargo de una empresa privada a través del Ejército. Inmediatamente los propietarios interpusieron una demanda ordinaria contra quienes actuaron de inmediato, cuestionando la legalidad de la apropiación, y obtuvieron una decisión favorable del tribunal. Compare este caso con el incidente del arresto de diputados (miembros de la cámara del cuerpo legislativo) por Napoleón III, entonces presidente de Francia. Uno de los diputados se adelantó a los soldados y les leyó la Constitución. Pero el Ejecutivo era el juez de sus propios poderes. No se podía hacer nada más que protestar. El Ejecutivo se impuso. En el primer sistema, el remedio contra la acción excesiva de los poderes legales es la acción judicial12, el proceso de interdicto o la orden de exhibición. En el segundo, es insurrección, rebelión o revolución.

La carga normativa y de principios de la Constitución permite a los tribunales constitucionales actuar virtualmente como una convención constituyente permanente, adaptando el texto constitucional a las necesidades de épocas posteriores (Schwartz, 1979, p. 193; Baum, 1987, pp. 206-207), ampliando o contrayendo estándares constitucionales. Después de todo, cada generación tiene su propia escala de valores13 y una Constitución, como obra humana, no puede entenderse ni aplicarse aisladamente del contexto histórico, independientemente de la época.

Un ejemplo contundente es la Corte Suprema de Estados Unidos y sus decisiones históricas que ayudaron al país a enfrentar sus múltiples desafíos, tales como: integración racial en las escuelas, reformulación del número de legisladores, aborto, oraciones en las escuelas, etc. En sus manos, la Constitución recibió una adaptación y elaboración que llenaría de asombro nada menos que a sus autores desde los simples días de 1787 (Wilson, 1963, pp. 120-121). Los poderes otorgados explícitamente por la Constitución siguen siendo los que siempre han sido; pero los poderes extraídos de ella por inferencia crecieron y se multiplicaron más allá de cualquier expectativa, y cada generación de estadistas miró a la Corte Suprema para que les proporcionara la interpretación capaz de satisfacer las necesidades del día. No solo la seguridad, sino la pureza del sistema depende de la saggezza y la buena conciencia de la Corte Suprema. Los principios que otorga la Constitución deben ampliarse y adaptarse mediante una interpretación conveniente; pero la razón y la forma de la expansión implica la integridad y, por tanto, la permanencia de todo el sistema de gobierno.

Una vez eliminados los mecanismos para observar el imperativo constitucional y garantizar la actualización de la suprema lex, la fuerza normativa no permanece. Ignorada de esta base de apoyo, no se puede mantener razonablemente ninguna energía normativa. Por tanto, cualquier Constitución que no vaya acompañada de estas propiedades borra parte de los logros del constitucionalismo moderno y contamina la convicción en la supremacía de la norma constitucional.

Estos mecanismos que aseguran la fuerza normativa de la Constitución deben contar con un sistema de valores que motive sus actividades, siendo el principal la fe en el imperativo constitucional mismo. Esta "fe" consiste básicamente en vivir en y por la Constitución, como instrumento de estabilidad y progreso social (en la medida en que el instrumento constitucional tenga un grado razonable de eficacia en la consecución de los fines perseguidos). Alimentar esta convicción desinteresada en el imperativo constitucional es útil en la medida en que anima a otros a observar también el mismo comportamiento. Es posible, como reflejo de la experiencia con la naturaleza humana, educar y moldear mentalidades con el ejemplo (la palabra puede convencer, pero el "ejemplo arrastra"14), animando a múltiples actores a actuar de una manera socialmente deseable. El imperativo constitucional, por un lado, reemplaza y mantiene, y por otro, precede y despierta el sentimiento y la idea de que existen deberes para exigir su estricta observancia.

Todo lo que concierne al ser humano encuentra en la confianza uno de los valores más altos de la vida, capaz de crear un ciclo de retroalimentación perpetuo de una sugerencia poderosa. La convivencia pacífica de los hombres se basa primero en la confianza mutua15, y solo más tarde en instituciones como la justicia o la policía (Einstein, 1981, p. 101). Por ejemplo, la disposición de las personas a pagar impuestos depende de su fe o confianza en la administración tributaria (que los impuestos recaudados se revertirán en bienes y servicios universales). En lógica, también, la apelación al argumento de la autoridad es perfectamente legítima cuando se confía en la autoridad para respaldar la conclusión (con un juicio respaldado por evidencia objetiva). Con la Constitución, como gran institución humana, no es diferente, la confianza pública -adquirida a partir de una eficacia institucional- da fuerza a la esencialidad de sus reglas.

La Constitución, como conquista moderna de la razón democrática ponderada, reemplaza, en cierto modo, la idea imperante en el pasado, según la cual el individuo, en la búsqueda de la seguridad, sacralizaba todo lo cargado de algún poder extraordinario, dotado de alguna cualidad protectora. Y como objeto sagrado moderno, la suprema lex lleva inscrita la siguiente recomendación: "Tratar con cuidado" o noli me tangere16. No es por otra razón que se encuentra rodeada de una serie de prescripciones, limitaciones y trámites para admitir cualquier cambio en su contenido.

Otro aspecto que se asemeja a la Constitución con los objetos sagrados del pasado primitivo es el hecho de que, por su sobrecarga de fuerza, no bastan las precauciones rituales para acercarse a ella, sino una actitud de sumisión y respeto, es decir, la convicción "casi religiosa" en su supremacía.

A pesar de ello, sin una garantía institucional y judicial de observancia del imperativo constitucional, el documento supremo solo puede retener en sí mismo las condiciones de su propia firmeza. Y aquí, sin contar al menos la fe colectiva secular y no trascendente en su supremacía, queda muy poco o nada de su fuerza normativa. El hecho es que sin los mecanismos institucionales de observancia, el elemento subjetivo y colectivo concomitante de la creencia social fundamental en su superioridad y el postulado de actualización, a posteriori, no se puede hablar de una fuerza normativa constitucional inmanente (o intrínseca).

La fuerza normativa deriva de la Constitución, es una consecuencia de sus mandatos normativos, pero de forma relacional extrínseca (no es un puro "en sí mismo"). Sin esta "relación extrínseca", la inmanencia de esta fuerza normativa es una mera idealización de un sistema jurídico establecido bajo el principio de autosuficiencia o de una simplificación radical hecha para convencer. Si persiste la creencia en este postulado de fuerza inmanente, se produce, paralelamente, el aprisionamiento de la Constitución en sí misma, dentro de un principio de autosuficiencia normativa obsoleto por la historia del constitucionalismo moderno. Admitiendo este esquema teórico sin mayor consideración, la Constitución describiría un círculo vicioso: en su extremo, volvería al principio, ya que no encontraría ningún elemento de conmoción o contestación (input), capaz de hacerlo evolucionar. La inmanencia de esta fuerza es una contradicción siempre aniquiladora que se autodestruye y reproduce una circularidad viciosa17.

La Constitución lleva consigo la potencia de su energía normativa, pero su eficacia (el "hacer un acto") depende de las relaciones establecidas con lo que está fuera de su texto. No es, considerada en sí misma, una totalidad absoluta y autosuficiente. Autojustificada y egocéntrica, creando su propio mundo incontrolado, la fuerza normativa constitucional tiende intrínsecamente a la extinción y el cese. El fin natural de cualquier movimiento o fuerza, cuando no está apoyado por fuerzas externas, es el reposo o el colapso.

La interacción entre los inputs sociales y la Constitución le introduce pequeños y constantes cambios, si no en su letra, pero fatalmente en su significado, su espíritu y la forma en que llega a afectar la dinámica social. Es como si el principio de indeterminación de Heisenberg, que gobierna los fenómenos físicos, volviera su validez a este instrumento fundamental del constitucionalismo. La mecánica social participa (o influye, así como el observador influye en el objeto observado), finalmente, en el ensamblaje del comando constitucional en su funcionalidad contemporánea en el mundo fenoménico, "resignificándolo" o exigiendo un significado polisémico compatible con la etapa actual de las exigencias de la vida.

El conflicto teórico que existe entre fuerza normativa inmanente y fuerza normativa relacional no es otro que el existente entre poder y acto, entre el simple proyecto de un concepto y su completo desarrollo y repercusión. No se hace ninguna definición sobre propiedades intrínsecas, sino en vista de una base de relaciones. Claramente, la fuerza normativa constitucional no puede concebirse como una mera creación intrínseca de la Constitución, sino como un concepto de relación y como una forma y energía alcanzada por los mecanismos de defensa18 y por los aspectos constructivos del postulado de actualización. No es una obra divina realizada de un solo golpe, sino un factum dependiente de un continuum.

El carácter implacablemente semántico, simbólico o gramatical de las normas constitucionales también ayuda a consolidar la convicción de que su fuerza normativa no es algo definitivamente hecho o terminado, sino interna y necesariamente sujeto a un devenir característico. Aunque no es un concepto accesorio o subordinado, sino uno de los puntos centrales dominantes del sistema constitucional, la fuerza normativa se extrae de un contexto plurirrelacional y obedece a una mecánica constante de impulsos externos. Y así, correctamente entendida e interpretada, puede consolidar la imponente esencialidad de la Constitución ante sus súbditos (gobernantes y gobernados).

La Constitución es un instrumento formado lingüísticamente, aunque conserva una orientación independiente, una tendencia a trascender la mera semántica, porque si se limita a ella, comienza a compartir sus limitaciones, ya que cada palabra tiene solo su propio campo de acción relativamente limitado (incluso considerando el carácter expansivo de la polisemia), más allá del cual su fuerza se extingue19. Una norma constitucional reúne una pluralidad y una diversidad de esferas de significado en una totalidad lingüística.

Pero ¿en qué consiste el postulado multireferenciado de actualización constitucional? Es el reflejo de patrones dinámicos de cambio en el mundo social o un proceso de identificación, a través de los mecanismos institucionales previstos en la propia Constitución. De ahí la razón por la que también se la puede llamar teoría constitucional especular.

La vivencia diaria, la reflexión y el contraste con múltiples hechos20 son el combustible de esta acción institucional, el principio dinámico que mueve el sistema. Son estos impulsos los que impulsan el desarrollo constitucional, contrarrestando la tendencia natural hacia la inercia normativa interna del texto fundamental.

El movimiento de cambio (o de actualización especular del instrumento constitucional) se genera, de manera espontánea y natural, por el flujo de inputs sociales. Este postulado puede ser imperfecto, cargado de intereses, deseos, sentimientos, esperanzas, propósitos, intenciones, miedos y contradicciones muy sutiles que influyen en las acciones más importantes, pero siempre será útil y necesario para enriquecer el espíritu constitucional. Si, por un lado, promueve la depuración de elementos desdemocratizantes, por otro, fomenta la identificación del contenido normativo constitucional con la estructura social circundante.

La Constitución y la sociedad encierran en sí mismas la proyección de posibilidades ideales y contienen las operaciones con las que actualizan estas posibilidades. Pero nada se sustenta en el aislamiento o la independencia absoluta. La acción institucional de protección constitucional (los mecanismos de defensa) no agota el conjunto de acciones socialmente necesarias, careciendo del compromiso de la ciudadanía en la ejecución del programa constitucional.

Ninguna institución democrática puede escapar al control público, bajo pena de restringir el alcance de la democracia misma. El postulado de actualización y aportes sociales constituyen la cuña del escrutinio público que insinúa en el constitucionalismo21. Los inputs son, además, el cordón umbilical no solo del sistema constitucional, sino de todo el ordenamiento jurídico. Con cada impulso social se inserta un nuevo grado de reflexión sobre el texto constitucional, dando lugar a nuevas interpretaciones y síntesis, creaciones y recreaciones. Finalmente, se establece una red de relaciones que apalanca la fuerza normativa constitucional, haciéndola alcanzar una alta y verdadera significación jurídica.

La fe secular y no trascendental a la que aludimos anteriormente (evidentemente desprovista del carácter mesiánico) presupone una convicción compartida de ideas, interpretaciones y valores que hacen viable el imperativo constitucional. La sociedad necesita paradigmas firmemente establecidos (Gellner, 1996, p. 34), especialmente bajo los auspicios de la razón y el capital cognitivo arraigados en las capas más profundas. No existe un orden social saludable sin algunas normas racionales universalmente aceptadas y consideradas como una segunda naturaleza, que se imponen sin el látigo del miedo, de la coerción o de la superstición.

La idea de Derecho, simbolizada en su cúspide constitucional, si, por un lado, fortalece a los oprimidos, por otro lado, desarma a los posibles opresores. La fuerza que surge de esta creencia en el imperio del Derecho inquebrantable es toda espiritual e íntima, teniendo la autoridad de la idea reconocida como válida, verdadera y justa. Una sociedad organizada relacionalmente no puede prescindir de la ayuda de creencias y convicciones sobre la funcionalidad y legitimidad de sus instituciones fundamentales. Abolir por completo estas creencias ya asimiladas sería destruir la sociedad. Surgen surcos y rupturas cuando, por una razón u otra, estas convicciones se tambalean.

La sociedad necesita reglas que establezcan deberes. Los deberes se presentan cuando existen reglas sociales que, naturalmente, los establecen (Dworkin, 2002, pp. 79-80). Estas reglas sociales surgen si se satisfacen las condiciones para su práctica. Estas condiciones se cumplen cuando los miembros de una comunidad se comportan de cierta manera; este comportamiento constituye una regla social e impone un deber. Supongamos que un grupo de creyentes sigue la siguiente práctica: a) todo hombre se quita el sombrero antes de entrar a la iglesia; b) cuando se le pregunta por qué se quita el sombrero, se refiere a la "regla" que lo obliga a hacerlo; y c) cuando alguien se olvida de quitarse el sombrero al entrar a la iglesia, es criticado e incluso castigado por otros. Por lo tanto, tenemos un deber y una aceptación tácita de ese deber por parte de la comunidad. Mutatis mutandis, la comunidad "tiene" una norma social que establece el documento fundamental como un imperativo a ser respetado, acogido y observado en todo momento22. Esta norma, al crear un deber, elimina la cuestión de si respetar o no la Constitución, en cualquier circunstancia, del ámbito más general de cuestiones que podemos debatir en función de lo que se recomienda que hagamos. La existencia de una regla social en este sentido es, por tanto, la existencia del deber, es simplemente una circunstancia fáctica.

Las dos fuerzas (de estabilidad y progreso) que animan las normas constitucionales están dirigidas y combinadas para enfatizar el imperativo constitucional en la conciencia de todos. Funcionan como una prueba de fuego para resaltar la energía constructiva del constitucionalismo, apoyado y sostenido por la fuerza colectiva. La regla social de obediencia a la Constitución es una de las muchas instituciones23 no establecidas en las leyes o en la suprema lex que surge y se desarrolla naturalmente por su propio impulso, dentro de una comunidad determinada.

La definición del poder normativo de la Constitución disociada de los mecanismos de defensa, de la hipótesis especular y de la convicción en el imperativo constitucional (como elemento subjetivo muy característico e imponderable) puede ser lógicamente correcta, pero racionalmente defectuosa. Establecer esta fuerza normativa inmanente sin apelar a instituciones y mecanismos externos sería como "levantarse tirando de las correas de las botas" -como dice la expresión inglesa lift oneself by one's own bootstraps- o actuar como en los cuentos del barón de Müchhausen, que logró retirarse del barro tirándose del cabello.

Evidentemente, no podemos confundir el orden lógico con el orden racional (Cournot, 1946, p. 60). El orden racional se refiere a la esencia de las cosas (consideradas en sí mismas), y debe ser la expresión fiel de las relaciones que tienen entre sí, en virtud de su naturaleza y su propia esencia. El orden lógico se refiere a la construcción de proposiciones (forma y lenguaje), y es un instrumento de pensamiento, traduciendo un enfoque artificial dependiente de determinadas creaciones de nuestro espíritu. Lo peculiar a la realidad, es decir, su fluidez, su dinamismo, su temporalidad, es inaccesible al orden lógico. En términos lógicos y geométricos, es correcto afirmar que la energía normativa de la Constitución proviene de ella misma; pero desde el ángulo sistémico, multirrelacional y práctico de las cosas, en términos racionales, el esquema para ser efectivo y factible depende de otras propiedades que están ligadas a la sustancialidad de la experiencia de la vida24. Tenemos, por tanto, una clasificación artificial, verbal y puramente lógica (fuerza normativa inmanente) y racional (teoría especular -o postulado de actualización- y convicción en el imperativo constitucional).

La aplicación de las normas jurídicas no es ni puede ser del todo lógica, requiere un cierto juicio moral. En el caso de las normas constitucionales, todavía hay un juicio político ineludible, ya que todas ellas están abiertas a la interpretación de toda la sociedad. De modo que el papel que juega la Constitución no es fácil de entender de inmediato por su ejecutor.

Si bien la Constitución, a través de los mecanismos creados por ella misma, logra autoconservarse (a través de su fuerza normativa relacionalmente extrínseca), no es capaz, mediante un proceso que podríamos llamar "autofecundación" (o autosuficiencia normativa), evolucionar y entregar siempre nuevas soluciones adaptadas al momento, ya que se carecerían de agentes externos capaces de proporcionar los estímulos (insumos) necesarios; faltaría "pautas que conecten". No es casualidad que cualquier persona afectada por la vulneración de un derecho o garantía garantizada por la Constitución tenga a su disposición un recurso judicial, mediante el cual el derecho pueda ser restituido (Schwartz, 1979, p. 197). Sin tal remedio, no tendríamos medios para asegurar la vigencia normativa de la Constitución o su postulado de actualización. La acción social (y/o institucional) es constitutiva de la existencia constitucional y tiene aplicación universal.

El desarrollo constitucional es dualista, determinado tanto por su fuerza normativa como por la teoría especular o de actualización (o incluso el "mecanismo de adaptación constante"). Cabe señalar, sin embargo, que la fuerza normativa es imposible de mantenerse sin la teoría especular, por lo que estas dos propiedades constitucionales pueden utilizarse de manera casi intercambiable, aunque designan distintas etapas de la evolución simétrica de la Constitución. No olvidemos que cada paso evolutivo o de desarrollo implica una adición de información a un sistema ya existente.

Ninguna constitución evoluciona cuando se lanza (o se retiene) en un vacío social: extrae energía de los estímulos externos (no siempre favorables a su estructura, como sucede con las "fuerzas desdemocratizadoras") y se fortalece en el exigente choque de fuerzas convergentes, superpuestas o antagónicas, con mínima fricción y desperdicio. Pero siempre busca su razón de estar en el lago común llamado "entorno social". El fundamento social de la Constitución es tal que, sin ella, sus mandatos caerían al vacío: se convertirían efectivamente en símbolos inútiles grabados en una hoja de papel. Si el documento fundamental estructura la sociedad, es, a su vez, moldeado por ella, a través de patrones que surgen de acuerdo con las circunstancias cambiantes de tiempo y de espacio. En última instancia, la sociedad proporciona los estándares a los que el contexto constitucional debe conformarse en última instancia, lo que da como resultado un producto social (en una especie de "simbiosis social") y un producto de su tiempo.

¿Y por qué la Constitución cambia (o evoluciona) a partir de un postulado de actualización externo a ella? Por la vivencia de cada día, reflexión y constante contraste con los hechos25. La realidad social es discontinua, con muchas rupturas, plural, dialéctica, en definitiva, dotada de una mecánica propia de equilibrio dinámico. Y para estabilizar este tejido, la suprema lex necesita desarrollarse continuamente, creando un esquema de posibilidades y un escenario normativo conectado o permeable al futuro, ya que la vida no termina en la pura inmediatez.

Sin reflejar los patrones dinámicos de cambio en el mundo social, ninguna institución es capaz de durar mucho tiempo. Todo hoy es variable, vertiginosamente variable. Las estructuras estáticas pertenecen al pasado. Y nada es absoluto en las cosas políticas o sociales, excepto la moral interior de esas mismas cosas (Barthou, 1946, p. 133)26. El movimiento por el cambio no es generado por la fuerza normativa de la Lex per se, pero naturalmente proviene de inputs sociales. Y así, gana vida e impulso hacia el futuro, hacia la variabilidad, resolviendo los problemas que surgen, en una especie de actividad estructuradora.

Todos los mandatos constitucionales están siempre a punto de pasar de la posibilidad al acto concreto, de la potencia al actus, de hacerse realidad, pasando por el postulado de actualización y de los inputs que ingresan al sistema. A través de la teoría especular, el futuro se impone al presente o se hace presente. Sin actualización especular, la riqueza normativa constitucional se transforma en miseria, sus amplias miradas hacia el futuro se vuelven miopes, reaccionando solo al ahora, al próximo y a la casuística. Las posibilidades constitucionales necesitan tocar la realidad, a riesgo de volver a caer en el vacío formal de su pura normatividad.

Las nociones sobre nuestro entorno natural, social o individual no son definitivas: todas están en movimiento, todas son provisionales y están listas para ser reemplazadas o mejoradas en cualquier momento. Los conceptos, las ideas y los sistemas de ideas, los fines y los planes propuestos se renuevan constantemente, mientras que los que están en uso van revelando sus defectos y sus valores positivos. No hay un curso predestinado a seguir. Siempre es concebible que pueda surgir una nueva situación en la que nuestras ideas, por firmemente establecidas que sean, puedan resultar inadecuadas (Bunge, 1981, p. 33; Dewey, 1960, p. 167). Por tanto, propiedades como fluidez, plasticidad, adaptabilidad y actualidad ayudan a dar longevidad a un documento constitucional, convirtiéndolo en un "sistema de transformaciones" o "posibilidades" con tendencia a la perpetuidad.

La Constitución no se presta a ser un documento de una generación muerta que rija los destinos de una generación viva. Deja a cada generación de hombres la determinación de qué harán con su vida, cómo conducirán al futuro y cómo establecerán la búsqueda de la felicidad personal y colectiva. Cada generación desarrolla su propia teoría de la Constitución (y de la vida misma)27. La Constitución es un documento forjado para los vivos, no para los muertos. Esto se afirmó explícitamente en el artículo 28 de la Constitución francesa de 1793: "Un peuple a toujours le droit de revoir, de réformer et de charger sa Constitution. Une génération ne peut assujettir à ses lois les générationes futures"28.

Los ideales de libertad de generación en generación no se pueden fijar, dice Woodrow Wilson (1963, p. 6); cada uno siente la existencia de una manera particular y solo su concepción puede ser la imagen amplia de lo que es. La libertad fijada por una ley inalterable no es libertad en absoluto. El gobierno es parte de la vida y, con la vida, tiene que cambiar, no solo las metas sino las prácticas; solo este principio debe permanecer inalterado: este principio de libertad, según el cual debe existir el derecho y la oportunidad más libres para adaptarse. La libertad política consiste en el ajuste que mejor se puede practicar entre el poder del gobierno y el derecho del individuo; y la libertad de cambiar el ajuste es igualmente importante para la facilidad y el progreso de los negocios y satisfacción ciudadana.

A todo estímulo o provocación, la Constitución ofrece una respuesta. Y cada respuesta (o decisión) exitosa (en el sentido de estabilizar las relaciones sociales) produce un nuevo desequilibrio29 que requiere nuevos ajustes creativos (es más o menos como el método científico, en el que cada resultado es fuente de nuevas preguntas y nuevas preocupaciones), pero siempre con base en su contexto normativo (este parece ser el destino de todo instrumento político, produciendo unas inestabilidades que busca disolver). Todos los males sociales, o casi todos, son el resultado de desajustes temporales en su línea ascendente y evolutiva: se resuelve un problema, se presenta otro, y así el tejido social permanece vivo. La ganancia constante no consiste en una aproximación a la solución universal, sino en la mejora de los métodos y el enriquecimiento de las experiencias acumuladas (medios de evocar lo que ya ha sido y expectativas de lo que vendrá).

Los "desequilibrios" o "inestabilidades" ocurren porque el texto constitucional no es un espejo plano, liso y bien pulido, que refleja con objetividad inmutable la realidad que se encuentra ante él, dependiendo, para ello, del alcance cognitivo e interpretativo de sus aplicadores (no por casualidad, dijimos al principio de este ensayo, parafraseando a Thomas Jefferson, que "las normas valen lo que valen sus aplicadores"). Pero solo así, de problema en problema, de solución en nueva solución, el sistema constitucional se eleva y evoluciona, atrayendo la confianza de la sociedad e, ingeniosamente, ampliando sus límites normativos. Este postulado de actualización es un activo valioso para mantener la contemporaneidad (y, por tanto, la funcionalidad) del sistema constitucional, dividiendo el escenario con una ética del deber que conduce a una adhesión convencida al imperativo constitucional.

La elaboración y desarrollo de la Constitución están condicionados por la estructura histórica y social. El instrumento fundamental no está divorciado de su tiempo, camina lado a lado, en la plenitud de sus determinaciones variables, fluidas y concretas. Cada término general de la Constitución llega a tener un significado tan diverso como la variedad de cambios que presenta la sociedad en ese momento. Una Constitución, como la estadounidense de 1787, por ejemplo, creada en la época de los carros tirados por bueyes y la comunicación telegráfica, necesita ser igualmente funcional en los tiempos actuales de extrema velocidad y perfil digital, así como las contingencias que presenta el tiempo futuro.

A través de sus mecanismos de control y equilibrio, el documento fundamental está siempre listo para atender las exigencias históricas, ya que el ámbito de la realidad que es la vida es esencialmente temporal y móvil. La lógica que guía una Constitución no es meramente formal o teórica, sino la lógica de lo real, de una realidad que se reproduce en un perpetuum mobile, ofreciéndose como universal y esencialmente dinámica. La mirada constitucional es hacia adelante, no hacia atrás; su espíritu es siempre el espíritu de la época30 y la brújula que lo guía es la vida con sus infinitas y presentes exigencias.

Un sistema constitucional es, ante todo, sensible a los estímulos sociales, y responde a ellos, entregando normativas estabilizadoras que, en determinados momentos, dan un salto hacia el futuro31. Con los inputs, las normas constitucionales aparecen como la expresión última y terminada de la solución, pero se problematizan nuevamente en una etapa posterior. Estas problematizaciones posteriores dan cuenta del desarrollo constitucional, haciendo que cada nueva dirección descubra en ellas un nuevo factor normativo, capaz de contribuir a una realidad social superior. Es en este escenario de incertidumbres, aparentemente refractarias, donde se manifiesta con mayor claridad la fuerza normativa de las normas constitucionales.

Desde un punto de vista legal, no hay nada superfluo en una Constitución. Sin desperdicio ni inutilidad, siguiendo el axioma universalmente aceptado de que "no hay palabras inútiles en la ley". Todo tiene un significado y una meta. Este escenario indica, de manera determinista, su fuerza normativa. Sin embargo, si el sistema constitucional extrae su fuerza normativa solo del texto fundamental, corre el riesgo de cerrarse sobre sí mismo, esterilizarse, degradarse con el tiempo (por falta de estímulo de los inputs32) y perder el vigor de su complejidad interna. Termina siendo una flor estéril que no da fruto.

Restringir la energía normativa de la Constitución a sus elementos normativos formales, además de ser una "falacia vital" (ya que presupone una creencia conveniente sin ningún atisbo de fundamento racional o empírico), implica un empobrecimiento inevitable y un desconocimiento de la realidad (decididamente polimórfica). Implicaría también convertir la Constitución en un objeto en sí mismo. Sin embargo, si esta deseada "autosuficiencia" normativa se complementa (o enriquece) con un sistema más complejo que genera interconexiones (inputs/outputs) o conecta pautas con la sociedad, gana elasticidad, fluidez, adaptabilidad y actualidad. Lo contrario es evidente, como ya se dijo: sin el postulado de actualización, la Constitución tiene su fuerza normativa disminuida o incluso destruida, terminando por convertirse en una "hoja de papel" o un "ruido sin sustancia"33. Es la alquimia de la decadencia. El valor o el significado fáctico, como dice Mario Bunge (1981, p. 11), asignado a los objetos formales (en este caso, la Constitución) no es una propiedad intrínseca de los mismos. La obediencia a la simple lógica jurídica interna de la Constitución sin referencia al contexto social puede vaciarla de sentido y alcance.

Por sí sola, suelta, sin ataduras, sin misión, sin mecanismos de defensa y sin flujo social (inputs/ outputs), la Constitución no tiene sentido, ni fuerza normativa. Y nada más antinatural que una Constitución despojada de su "posibilidad esencial". Es como descartar un cuerpo, revelar un hueso puro y

En el mundo legal, nada existe por sí mismo, ni tiene su propia causa. Ningún concepto puede determinarse de forma aislada. Todo es relacional: una cosa solo se puede definir (y realmente existir) en relación con otras o mediante una cadena de conexiones. El pensamiento en sí no es más que buscar estas conexiones. La hermenéutica jurídica revela bien esta trama. Nada tiene sentido si no se ve o no se sitúa en algún contexto (Bateson, 1997, p. 25; Cournot, 1946, p. 106; Bunge, 2017, p. 353; Wagensberg, 1989, p. 46; Cassirer, 1985, p. 46; Schelling, 1950, p. 43)34. No es diferente con la Constitución, instrumento jurídico fundamental del Estado, que no puede manifestarse plenamente si no está vinculado o conectado con otros medios. Así, la autosuficiencia normativa de la Constitución amenaza con anularla, en lugar de exaltarla, si no es seguida por mecanismos institucionales que aseguren su observancia y cumplimiento (subrayando su supremacía). Sin estos medios, la lex es un vasallo y un rehén de sí mismo.

La fuerza normativa y la actualización institucional/social, aunque son elementos separados, se conectan y son modelados entre sí en un marco multirrelacional. Como la naturaleza, una Constitución solo puede construir (evolucionar, progresar) sobre lo que ya existe, sobre una estabilidad intrínseca. No existe ni progresa por sí misma, egocéntrica en su texto normativo o introspectivamente, sino en la relación que se establece con la sociedad constituyente (y sus múltiples actores), donde se enraiza lo suficientemente profunda como para resistir tormentas políticas. Por tanto, una Constitución se basa en realidades y conduce a realidades, destacando su aspecto objetivo.

En un contexto social, acogedor o refractario, una Constitución tiene un significado amplio o poco valor. Por tanto, no solo el texto en sí, la palabra aislada y la regla escrita en el papel, tienen valor o fuerza, sino el contexto en el que se insertan y por el que deben actuar. La palabra "contexto" es una palabra adecuada, necesaria, para aclarar o fijar el valor, significado, sentido y peso de una Constitución, como fenómeno jurídico y político de una sociedad determinada.

Cuando reducimos la Constitución a una fuerza normativa fundamental e intrínseca, perdemos la capacidad de comprender las actividades coordinadoras del sistema constitucional en su conjunto. Pasamos por alto la existencia de otros ingredientes que, juntos y relacionalmente (o con-textualmente), dan cuenta de esta energía normativa imperativa.

La energía normativa de la Constitución goza, en el actual contexto constitucional, de un grado máximo de "asertividad garantizada"; es indiscutible y necesario dotar al paquete de normas de supremacía y esencialidad (y no un conjunto de sermones morales lanzados a oídos sordos), pero esta fuerza no se genera por el simple movimiento alrededor de su eje normativo; no es auto-irradiado ni egocéntrico. Su esencia y durabilidad no son simplemente atributos endógenos. El factor de validez de este conjunto de normas y productor de su energía jurídica no es una norma hipotética y metafísica fundamental no histórica o extrahistórica (resultante de un legislador ideal o cualquier otra entidad política, económica o filosófica ficticia), sino el pueblo (dueño del poder originador, el verdadero legislador racional) y sus múltiples -y siempre renovadas- demandas individuales, comunitarias y sociales.

La NHF (norma hipotética fundamental) es la "nada metafísica" que lleva consigo el estigma de la contradicción interna. De la nada no sale nada (ex nihilo nihil fit). La norma puede ser irreductible al hecho (como afirmó Kelsen), pero su aplicación no lo es. La estructura jurídica en forma de red algebraica falla en su cúspide, en la norma que fundamenta la legitimidad del conjunto y, en particular, de la Constitución. ¿A qué adherirse la "norma fundamental" si no resulta del acto de "reconocimiento" mediante el cual los sujetos, por derecho, le confieren su vigencia? (Piaget, 1979, p. 86). La ciencia jurídica está preñada de abstracciones de este tipo (y el peso de estas nociones metafísicas contribuye a cierta confusión en su lenguaje), pero en torno a esta última y fundamental abstracción ya se anunciaba una futura crisis del positivismo jurídico.

Sin el vector de las personas, la comunidad o la sociedad, como poseedores del poder originario, falta la justificación racional y moral de la existencia del orden jurídico y de la aspiración a la justicia social. Sin esta realidad como telón de fondo de las instituciones públicas, la idea de justicia no sería más que una abstracción para el deleite de los teóricos y no un hecho histórico que impregne el orden real. No se puede negar, por tanto, la relación que se establece entre la teleología humana y la etiología jurídica. Por un lado, tenemos el sentimiento permanente de justicia y, por el otro, un concepto variable de lo justo; hay voluntad social y una acción individualista y arbitraria del Estado. Todo parece conducir a fines (sociedad) y medios (Estado e instituciones).

La fuerza normativa no aparece exnihilo, sino en virtud de una construcción histórica que conjuga mecanismos de defensa, postulado de actualización y fe colectiva (e institucional) en el imperativo constitucional. Como esta fuerza especial es una noción que solo se puede definir en relación con estas tres variables, no tiene realidad propia (es una ficción fecunda, como tantas otras creadas por entusiastas seguidores del positivismo jurídico). Y más: la fuerza normativa surge cuando las variables referidas se hacen efectivas (tenemos, entonces, un máximo de fuerza normativa, la medida de las medidas). Así que, faltándolos todos, no hay fuerza; si falta uno u otro, su alcance se reduce (tenemos un mínimo de fuerza normativa).

El "verde árbol de la vida" es muy superior a la "teoría gris". Res non verba ("acciones y no palabras"). Así, la fuerza normativa constitucional radica en la acción (interpretación, aplicación, mutación, etc.) y no en el formalismo y virtuosismo de la palabra encarcelada35. Es posible afirmar que la Constitución actualiza su fuerza normativa a través de los inputs sociales (y políticos) y a través de su relación múltiple con otros mecanismos. Por tanto, la verdadera noción de sustancia constitucional se extrae de la acción y de la vida "desigual, irregular y diversa", situada fuera de su contexto normativo puro. Esto opera un esquema fundamental que se está llenando de contenido siempre nuevo a medida que los inputs conducen a la aplicación e incidencia constitucional.

Sin este apoyo social, la Constitución no puede ir más allá de sus raíces. Pero una cosa no excluye a la otra (de hecho, se complementan, se correlacionan, se interconectan): la fuerza normativa de la ley fundamental y su postulado de actualización. Hay una coevolución del sistema constitucional y la sociedad: es una relación que se refuerza a sí misma. Los aportes de la sociedad enriquecen el espíritu constitucional y los productos constitucionales consolidan los cambios sociales. Pero el sistema es mucho más lo que entra y lo que sale36, y lo que queda es la estructura normativa dotada de efectividad potencial.

Sólo el pueblo -esta especie de "arma definitiva"-, ya sea en estabilidad o en momentos de profunda crisis -a través de su poder constituyente, electivo, fiscalizador o de resistencia- tiene el derecho innegable, inalienable e irreversible de cambiar, modificar o reformar las bases de la estructura política fundamental cuando su protección, seguridad, prosperidad y felicidad así lo requieran37. El pueblo siempre será el mejor guardián de sus propias libertades (además de ser el juez de su propia causa y responsable de su destino) y, por regla general, el más confiable, porque como reconoce el sentido común, "el pueblo sabe dónde aprieta el zapato y cuáles son los agravios que más pesan sobre él".

Cuanto más expuesto está el ejercicio del poder político a innumerables tentaciones, más poderosos motivos deben darse a quienes tienen la tarea de combatirlas. En este sentido, la vigilancia pública es la más constante y universal de todas las que tienen esta función. El público forma un tribunal cuyo valor supera a todos los demás juntos (Bentham, 1991, p. 72). Es posible que sus decretos sean despreciados o que sus opiniones sean vistas como fluctuantes y divergentes, destruyéndose entre sí; pero este tribunal, aunque susceptible de error, es incorruptible, aspira incesantemente a la educación, detiene toda sabiduría y justicia de una nación.

El sentimiento popular, ya sea de aprobación o de censura, es un factor básico para influir definitivamente en las instituciones y las decisiones. Entre las instituciones democráticas hay una especial sensibilidad a este sentimiento (o miedo a la "gran bestia"), una tendencia al respeto del humor social y al constante sometimiento a la prueba de legitimidad. Cuando se manifiesta (a través de marchas, manifestaciones callejeras, etc.) la acción colectiva refleja un poder incapaz de ser contenido.

Una Constitución, como todo artefacto humano, es necesariamente imperfecta (no existe un medio cien por cien efectivo para evitar los inconvenientes en los asuntos humanos), pero está dotada de perfectibilidad38 a través de debates, luchas, dificultades y vigilancia constante (el proceso creativo del Derecho , en sí mismo, implica lucha y confrontación que forman parte de un contexto más amplio de cooperación). El entorno social y su dinámica ejercen una presión selectiva persistente sobre la actualidad de las normas constitucionales, indicando su dirección evolutiva y su mutabilidad esencial.

El control público y la exigencia de rendir cuentas al verdadero soberano (pueblo) imprimen nuevos matices en el edificio constitucional. Los conflictos y contradicciones propios de una sociedad móvil, diversificada y anónima encuentran mejor resolución en los mecanismos de un sistema apalancado en un equilibrio dinámico (radiación normativa + vitalidad social) que en decisiones rígidas guiadas por el formalismo jurídico muy tradicional.

La realidad constitucional, por este lastre social que le da vida y dinamismo, se presenta en capas más que en superficies planas y definitivas, reuniendo en un sistema (el sistema constitucional) propiedades de las que carecen sus partes o componentes. El sistema constitucional, por ejemplo, es abierto y fluido a una interpretación evolutiva, mientras que el texto constitucional (en sí mismo, en su formato semántico y normativo) presenta un formalismo geométrico. El texto constitucional no lo cubre todo, hay mucho fuera de él, pero dada su plasticidad, se puede ampliar su alcance. Un ejemplo de ello son los derechos fundamentales y la cláusula modificatoria prevista en el artículo 5, §2 ("Los derechos y garantías expresados en esta Constitución no excluyen otros derivados del régimen y principios adoptados por ella, o de los tratados internacionales en los que la República Federativa de Brasil es parte").

Un sistema constitucional es un sistema abierto y vivo. Las expectativas, necesidades e intereses fluyen hacia él (inputs), mientras que las decisiones racionales y los mandatos fluyen hacia afuera (outputs). Hay vaguedades en la Constitución que deben completarse; contradicciones que desafían la precisión; exageraciones que requieren moderación; y todo esto comienza a girar en un flujo interminable de actualizaciones (curso inconcluso)39. Este fluir constante revela la asombrosa capacidad que tiene el sistema constitucional para mejorarse, para evolucionar y atravesar el tiempo (para durar, por fin). Evolución que tiene lugar a la luz de la reflexión y de la experiencia extraídas de un locus social a través de un conducto institucional.

En torno a una Constitución escrita, señala Woodrow Wilson (1963, pp. 18-19), se desarrolla un conjunto de prácticas que llegan a modificar las estipulaciones escritas del sistema de muchas formas sutiles, convirtiéndose en un instrumento de opinión para efectuar una transformación lenta. Si no fuera así, el documento escrito se convertiría en una prenda demasiado rígida para un organismo vivo. De esta manera especial, las instituciones son criaturas de las opiniones y prácticas habituales de la gente. El pensamiento de cada hombre es parte de la sustancia vital de las instituciones. Al cambiar su forma de pensar, las propias instituciones pueden cambiar. Por eso la ciudadanía es tan responsable y solemne.

Al integrar un sistema abierto, la Constitución se encuentra evidentemente en un estado de fluidez, es una Constitución viva (en la expresión de Bagehot, una "living Constitution"). Las normas, conceptos y principios se configuran para gobernar situaciones dispares que surgen con el tiempo, compatibles con el paradigma irregular de la sociedad posmoderna40. Al mismo tiempo, lo único que se puede decir con seguridad es que estamos atravesando un tremendo desarrollo evolutivo, destinado a producir cambios en la defensa de los derechos constitucionales tan profundos como los que ocurrirán en la sociedad en general (Schwartz, 1979, p. 218). Como sistema abierto, el derecho constitucional logra sobrevivir y atravesar todas estas inestabilidades producidas.

La Constitución es más constructiva que un reflejo pasivo de la sociedad; implica la creación de alternativas racionalizadoras, que van más allá de lo establecido y de las demandas momentáneas del entorno social. Así, son propiedades fructíferas de una Constitución: fluidez (capacidad para afrontar nuevos problemas), plasticidad o elasticidad (capacidad de evolucionar), adaptabilidad (ampliar y contraer estándares constitucionales para satisfacer las demandas móviles de la sociedad), coherencia (libre de contradicciones insuperables41), integridad (libre de lagunas) y actualidad o contemporaneidad (dada la continua interpretación y reinterpretación de nuevos hechos a través de mecanismos creados).

3. FUERZAS ANTIDEMOCRÁTICAS Y EL IMPERATIVO CONSTITUCIONAL

Los aplicadores sin compromiso con esta cultura de respeto y sumisión no se apartan de las violaciones constitucionales que favorecen sus propios intereses (sinister interests) y sus manipulaciones de corto alcance. Intereses derivados tan bien defendidos que se convierten en obras maestras de la astucia. Estos intérpretes/aplicadores parecen tener el poder de renunciar a todas las reglas y obligaciones de la moral, en el momento en que interpretan las disposiciones constitucionales como les plazca y las aplican según sus propias métricas; individuos para quienes no hay otro centro en la vida que el interés propio, las tradiciones espurias y las circunstancias accidentales. Pero esta no puede ser una razón para desanimarse de la fe en el imperativo constitucional. Se sabe que todo régimen de libertad proporciona a los instintos malignos de la naturaleza humana un mayor número de medios para manifestarse42 (Croiset, 1918, p. 226) y que en todas las cosas humanas se ven luces y sombras. Fuerzas contrarias a la Constitución siempre existirán y siempre estarán al acecho, pero el factor decisivo no está en este desempeño desastroso o expectativa de acción, sino en la capacidad de las instituciones fundadas por el texto fundamental para resistir e imponerles límites. Después de todo, las reglas solo se rompen cuando podemos hacerlo con impunidad.

Si todo lo que sirve para hacer posible la democracia es realmente democrático, por el razonamiento inverso, todo lo que trabaja para hacer imposible la democracia se caracteriza como una fuerza desdemocratizadora. En un escenario en el que la mayoría no tenga o tenga poca convicción en el imperativo constitucional, los peores (constituidos en minoría) serán los únicos capaces de sentir (y de liderar) intensamente estas fuerzas desdemocratizadoras de las que hablamos.

Estos instintos malignos ("fuerzas desdemocratizadoras") existen antes, durante y después de cualquier régimen constitucional y democrático, pero la libertad democrática crea un contraste que los hace destacar a la luz del día. La publicidad desbloquea el papel de las fuerzas democráticas conservadoras, obligando a los "oficiantes del misterio" a someterse a las formas previstas por la ley.

Los leones no se unen con telarañas o hilos de seda. Para hacer frente a estas energías des-democratizadoras, es necesario apelar a la fuerza normativa de la Constitución, debidamente sustentada en una fiel aplicación. Un estándar fuerte no sirve de nada si no se aplica de manera efectiva. Control y equilibrio son palabras fundamentales para un gobierno sano y duradero. Este binomio tiene en una constitución republicana su locus de garantía y protección, y a través de él se preserva el proceso democrático y la autoridad.

Bajo la influencia de este imperativo constitucional, el intérprete y el aplicador de la norma fundamental están obligados a tener un alto grado de devoción, y no pueden cumplir su misión si no creen en ella con pasión y firmeza. Esta "devoción" es necesaria como condición previa esencial para diversas actividades sociales, como los estudios filosóficos, las investigaciones científicas y para el desarrollo normal de la vida.

4. CONSTITUCIÓN Y RESTRICCIONES AL PODER DE LA MAYORÍA

Una función básica de la Constitución es extraer ciertas decisiones del proceso democrático (político) o condensar factores objetivos de poder en sus entrañas. Es precisamente por eso que la ley fundamental no obedece a una tradición rutinaria (wisdom of our ancestors), sino que evoluciona como organismo vivo ("living Constitution") pari passu con el movimiento social perpetuo. Un sistema constitucional puede ser teóricamente bello, enteramente geométrico, pero siempre será un sistema muerto y entrópico si no se alimenta de las siempre nuevas demandas y experiencias de la vida43. En este sentido, hay ciertos temas que, por su altísima relevancia, se extraen de las vicisitudes de la política destructiva y se colocan fuera del alcance de mayorías cambiantes y del cuerpo burocrático (con la subcultura siempre presente de la corrupción lateral), y se consagran como principios que deben respetar los tribunales (las llamadas "cláusulas pétreas"). El derecho de toda persona a la vida, a la libertad y a la propiedad, a la libertad de expresión, a la libertad de prensa y otros derechos fundamentales no pueden someterse a votación: no dependen del resultado de ninguna elección, ni del estado de ánimo de las mayorías o minorías empoderadas, ni la unanimidad de los ciudadanos.

Los derechos fundamentales no nos pertenecen como miembros de una determinada comunidad política, sino como seres humanos, y por tanto, las cláusulas de piedra se erigen como una barrera contra el autoritarismo público y la arrogancia privada (Rodotà, 2010, pp. 27-36). Para defender la "humanidad" del Derecho y protegerlo del riesgo de que se convierta en un instrumento de agresión contra el hombre, las constituciones renuncian a su característica apertura a posibles cambios futuros y tratan de distanciar el Derecho de las vicisitudes de la historia, señalando, una vez y para todos, ciertas áreas en las que el Derecho nunca debe penetrar44.

Las cláusulas de piedra constituyen un mecanismo jurídico para equilibrar el poder absoluto contenido en eventuales mayorías (Przeworski, 2010, p. 245; Adams, 1964, p. 180); implican un reajuste de los límites entre política y derecho. La mayoría tiende a vacilar de un día para otro y a oscilar como un péndulo de un lado a otro. Estrictamente, el núcleo duro de la Constitución tiene por objeto impedir que la voluntad del pueblo, en cualquier momento, alcance o ascendencia libre o arbitraria.

La democracia no es el dominio absoluto de la mayoría del momento45, ni es un escenario adecuado para el otorgamiento de poderes ilimitados. Todo tipo de experimentos demuestran que un gran número de individuos oprime a muchos otros individuos; los partidos a menudo, si no casi siempre, oprimen a otros partidos y a las mayorías, casi universalmente, a las minorías. Todo lo que esta observación puede significar, en relación con cualquier apariencia de los hechos, es que el pueblo nunca acuerda unánimemente oprimirse a sí mismo. Pero si un partido accede a oprimir a otro, o la mayoría a la minoría, entonces la gente se oprime a sí misma, porque una parte de ella oprime a la otra.

De hecho, hay algunos individuos cuyas vidas y cuyas narrativas demuestran que, en cada pensamiento, palabra y acción, respetan conscientemente los derechos de los demás. Hay un grupo aún mayor que en el contenido general de sus pensamientos y acciones revela principios y sentimientos similares y que, sin embargo, se equivoca con frecuencia. Si, sobre la base de esta evidencia, admitimos que la mayoría de los hombres están bajo el dominio de la benevolencia y las buenas intenciones, debemos confesar que la gran mayoría comete transgresiones con frecuencia; y lo que duele más directamente, no solo la mayoría, sino casi todos, confinan su benevolencia a sus familias, sus parientes, sus amigos personales, su aldea, su pueblo, y pocos la extienden de manera imparcial a toda la comunidad humana. Acepta esta verdad, la cuestión está decidida (Adams, 1964, pp. 133-134). Si una mayoría es capaz de preferir sus propios intereses privados o los de sus familias, sería más sabio tener en la Constitución ciertos derechos inmunes a los estados de ánimo de la mayoría a su vez y que se extienden al bien público y a todos sin distinción, sin apelar a consideraciones privadas y parciales.

5. EL SENTIMIENTO DEL PREDOMINIO Y SUPREMACÍA DE LAS NORMAS CONSTITUCIONALES: EL IMPERATIVO CONSTITUCIONAL

En el pasado, el ámbito del Derecho era casi residual en relación con la religión, la ética, las costumbres sociales y la naturaleza. Actualmente, todos estos ámbitos están colonizados por el imperialismo legal, con el instrumento constitucional en su cúspide.

El constitucionalismo se apodera del ámbito que antes estaba reservado exclusivamente a la religión, las creencias y los tabúes primitivos. La narrativa sufre un cambio profundo, antes traducida a un estilo fantástico y sobrenatural, pasa a un discurso racional, obedeciendo a los cánones de la lógica interpretativa y, más recientemente, a la ponderada razón democrática. La "religión de la legalidad", de los cánones constitucionales, en la que el pueblo expresa sus impulsos a través de instituciones creadas por el sistema constitucional.

En efecto, es una cuestión de religión que hay que hablar, de hecho, si queremos expresar que el respeto a la ley debe dominar a los hombres y unirlos en un mismo sentimiento (Pécaut, s.f., p. 209). Cualquiera que sea la ilegalidad, siempre es la aceptación del reino de la injusticia, de la arbitrariedad. Si se generaliza por imitación, no hay causa más activa de decadencia moral y material para un pueblo.

Un sistema constitucional que no despierta ni fomenta una creencia fundamental en el valor de su observancia y respeto -una especie de catecismo constitucional- termina por no establecer las condiciones necesarias para el valioso equilibrio entre variabilidad (por progreso gradual) y estabilidad en la sociedad. Gran parte de su fuerza normativa se pierde en ausencia de esta creencia fundamental. El verdadero gobierno de los hombres no se ejerce simplemente por leyes, sino por los valores que defienden y que gobiernan sus vidas e inspiran sus leyes.

Un pueblo que cree en la virtud de la suprema fuerza vinculante de las normas constitucionales está dispuesto a reconocer su valor y depositar su obediencia a su justa aplicación, legitimando, arrastrando, todo el ordenamiento jurídico y el propio sistema de gobierno. La comprensión de la dignidad del ser humano descansa, en términos legales y en última instancia, en los artículos, incisos, párrafos y apartados de la Constitución. Incluso en el fracaso o en la derrota, es fácil consolar cuando se sabe que el deber, que surge de la ley superior, se cumplió hasta el final, permaneciendo fiel a las tradiciones y valores constitucionales.

Este vivo sentido de libertad, extraído de las certezas conferidas por la cultura del respeto constitucional y la acumulación de verdades interesantes (y nobles), eleva a los ciudadanos por encima de ellos mismos, inspirándoles un ardor de obediencia completamente nuevo, ni fruto del libre albedrío ni de la pura fuerza, pero de una voluntad libre, lúcida y razonable, solo alcanzable cuando se une en una comunidad que persigue un valioso propósito común. Ante circunstancias conflictivas, se muestran iguales y cada uno, feliz de luchar por su propia libertad y sus derechos depurados a la luz constitucional, se revelan dispuestos a hacer todos los sacrificios. En la lucha política uno no puede cosechar beneficios sin enfrentar riesgos (Barthou, 1946, p. 27). Este espíritu resiliente solo se logra cuando las personas perciben, en el fondo, un sometimiento generalizado a la fe constitucional por parte de las instituciones públicas, especialmente aquellas predispuestas a ser los primeros baluartes de garantía (los guardianes constitucionales).

Esta "fe constitucional" no puede visualizarse solo desde la mirada central, requiere una mirada periférica o tangencial, ya que la Constitución extrae su fuerza de elementos de actualización que se encuentran en la sociedad (y no en su propio cuerpo formal, dado su carácter evolutivo y mutable de estos elementos de actualización). Formalmente, el texto constitucional puede incluso ser geométricamente bello, teóricamente robusto, pero será una construcción muy débil si no está reforzada por la sustancia de la vida social, por sus inputs. El eterno fluir de las cosas desprecia los productos sin conexión esencial con la vida múltiple, derivados únicamente de concepciones arbitrarias e incompletas de la realidad. Por tanto, la fe constitucional es la coronación de un edificio diverso, tentacular y evolutivo, que en su extensión, amplitud y profundidad debe ser captado y sometido a un análisis constante.

Es necesario entender, desde esta perspectiva, que la Constitución es un fenómeno histórico y cultural, y como tal evoluciona y avanza en el tiempo, aunque su letra se mantenga intacta. Y avanza a través de impulsos múltiples y aparentemente conflictivos, pero que terminan siendo cooperativos en el gran proyecto del constitucionalismo. Sin la vis attractiva constitucional, los deseos, impulsos y propósitos se moverían ciegamente en todas direcciones y no llegarían a ninguna parte. Serían un puro gasto de energía, sin orden ni concierto46.

Si el sentimiento de predominio y supremacía irresistible de las normas y principios constitucionales no encuentra terreno fértil para extender sus raíces y nutrir la cultura jurídica de un país, en constante expansión, se abre un amplio camino para la disolución de todo el orden político y social47, por una guerra de todos contra todos, por un estado de cosas en el que solo el puro egoísmo y el interés propio tengan la última palabra. En el peor de los casos, esta cultura ayuda a medir la resiliencia del sistema legal en relación con los movimientos (y contramovimientos) que tienden a perturbarlo o desestabilizarlo.

El sentimiento más o menos fuerte de esta cultura constitucional puede generar un círculo virtuoso o vicioso; así, cuanto mayor sea el respeto y la reverencia por las normas fundamentales, más perfecto será el orden social, y cuanto menor sea el sentimiento de predominio constitucional, más frágil será el orden resultante. Además, en un entorno social o institucional compuesto por individuos o agentes de fuerte personalidad autoritaria (cuyas posiciones legales se imponen arbitrariamente y según categorías rígidas), un sistema de gobierno popular tiene muchas dificultades para sobrevivir y prosperar.

La observancia institucional constante y lineal de los estándares constitucionales establecidos, poco a poco, crea una cultura de respeto a la Constitución que penetra, por infiltración continua, en las capas profundas del pueblo. Y esto hace que estas personas experimenten una forma de libertad más poderosa, derivada de la certeza de los límites y restricciones que se imponen a todos. Una vez abierto este camino, es fácil penetrar en el pensamiento popular, bañándolo en educación moral y política. No sería prudente generalizar esta observación para convertirla en una ley rigurosa de aplicación universal, con la esperanza de obtener los efectos deseados.

La falta de afecto o el descarado desprendimiento de las fórmulas constitucionales se manifiesta bajo dos prismas: 1) la oposición al contenido real de las disposiciones constitucionales (que genera, por ejemplo, la paradoja de la superioridad de la ley sobre la Constitución); 2) uso de determinados derechos previstos en la Constitución de forma contraria al verdadero sentido que presentan. Cabe señalar que, en términos de la realidad jurídica brasileña, la desafección constitucional es parte de un espectro más amplio de crisis de algunos conceptos esenciales de la dogmática jurídica: rigidez constitucional, certeza jurídica, irretroactividad de las leyes, principio de legalidad, etc.

Una de las funciones del ordenamiento jurídico es trazar límites claros al desempeño de sus instituciones. La claridad es inmanente al poder delimitador del Derecho y está vinculada a su concepto de compartimentación de la libertad. Si existe un cuadro de derechos fundamentales inscrito en la Constitución, existe el correspondiente deber de sus instituciones de cumplirlo y velar por su cumplimiento en cualquier situación. Solo en este sentido tendremos una cultura de supremacía constitucional efectiva. La Constitución es solo ficción cuando se la ve, por una razón u otra, como un "castillo de arena" o una representación abstracta de un ideal lejano.

Es importante señalar, con realismo, que la Constitución, si bien contiene un cuadro extenso de derechos fundamentales, no cuenta con una fórmula capaz de elegir uno, frente a valores contrapuestos. Valora tanto la libertad de expresión como el derecho a la vida privada en un mismo espacio normativo. No nos dice, sin embargo, cuál de los dos derechos tiene prioridad cuando chocan. Expresa los valores que servirán de guía en la aplicación de las normas y prohibiciones generales. Pero de ninguna manera formula pautas de prioridad específicas cuando estos valores, reglas o prohibiciones entran en conflicto. La Constitución, como toda obra humana, es falible y tiene sus limitaciones (Hook, 1964, p. 54), y no importa cuántas veces se modifique, no es un documento de receta sobre cómo mezclar o equilibrar ingredientes individuales.

En todo caso, los límites trazados por el ordenamiento jurídico, teniendo en su cúspide la ley fundamental, confieren unidad y definición a la comunidad nacional contenida en el ámbito del Estado. Pero es necesario advertir que un país, una nación, un pueblo, no solo está cosido por una Constitución, un sistema legal e instituciones políticas adecuadas. La cultura no puede confundirse con las instituciones; la cultura de un pueblo es más que la suma de sus instituciones políticas, jurídicas o económicas.

La Constitución normativamente dispuesta, cuando no es fortalecida por otros aspectos de la sociedad, se restringe realmente a la calidad de una exhortación superior. Tal vez no sea posible enumerar en un estudio tan breve los requisitos previos de un Estado de derecho48 o una democracia estable, pero ciertamente la reverencia por el dominio constitucional es una de las más importantes. Si un determinado pueblo no tiene una cultura constitucional o la tiene en versión frágil, no atribuyéndole la importancia debida a la Constitución y no pudiendo entenderla como norma suprema y estable (y dotada de fuerza estabilizadora), hace de la democracia principio inviable o crea una peligrosa fisura en el Estado de derecho.

La implantación y estimulación de tal cultura o sentimiento, que no es tan difícil de conseguir como se podría imaginar, contribuirá a poner fin a cualquier conflicto suscitado por motivos egoístas entre los intereses de los individuos, la sociedad o el Estado, reduciendo la causa principal de delitos, vicios, arbitrariedades49 y privilegios. El refinamiento de esta cultura proporciona una poliarquía (gobierno de la mayoría) como un lugar especial para la solución pacífica de conflictos entre diferentes grupos de interés.

6. CONSTITUCIÓN Y ALFABETIZACIÓN POLÍTICA DEL PUEBLO

Es a través de las instituciones fundadas por la Constitución que se abre la oportunidad de aprendizaje y alfabetización política del pueblo. El sentido común colectivo se nutre, en gran medida, de los asuntos públicos establecidos y regulados en la lex suprema. La concordia y el espíritu abierto al diálogo, si no se encuentran en el fundamento constitucional, se fortalecen ciertamente en la letra y en el espíritu de una Constitución democrática, donde todo se organice con miras a la paz y de la solución pacífica de los conflictos.

La alfabetización política de un pueblo no es un hecho consumado, un producto terminado, ni una planta importada de ninguna parte, sino una obra en marcha (work in progress), un proceso, un continuum, que se produce en el suelo constitucional y se expande en el ambiente de la libertad democrática. Es una batalla que se gana a la larga. En este proceso, el pueblo se acostumbra a deliberar (criticar, inducir, juzgar50, monitorear, participar o votar) sobre los grandes asuntos públicos, saliendo del típico inmovilismo de una mediocridad existencial que ve solo las ventajas inmediatas y entrando, por el hábito de participación política efectiva, en el campo de las ideas libres, audaces y responsables.

El hábito de la libertad democrática desarrolla la inteligencia natural del pueblo, como prueba la historia en relación con los antiguos atenienses. Y proporciona, sin lugar a dudas, un arma eficaz para el empoderamiento de las personas, especialmente frente a las élites tradicionales (los "bien nacidos") acostumbrados a mandar. A falta de ese continuum de educación, al final no se tiene un pueblo, sino una población estúpida, dócil y sumisa a los desplantes de los demagogos de turno51. Un gobierno democrático, como decía Madison (Chomsky, 2002, p. 60), sin información popular o sin medios para adquirirla, no es más que el Prólogo de una Farsa o de una Tragedia; tal vez ambos.

Así como la mente, cuando se mantiene en uso, presenta poderes inagotables, así un pueblo que participa continuamente en los asuntos públicos bajo el amparo de su Constitución expande su cultura política y se convierte en el gran garante de la libertad. En este aspecto específico, la Constitución es, indiscutiblemente, una guía emancipadora, movilizadora y transformadora; una guía de la civilización, definitivamente.

En un pueblo inmerso en este proceso de aprendizaje durante mucho tiempo, el espíritu público se elevará a una altura mayor, pues cuanto más se eduque a los hombres sobre los intereses públicos, más tendrán una noción exacta de cuán importantes son. Las buenas ideas serán más comunes y las malas serán cuestionadas públicamente; habrá un mayor dominio o vigilancia sobre los engaños de los demagogos y las ilusiones de los impostores (Bentham, 1991, pp. 74-75). En todas las clases penetrará el hábito de la razón y la discusión moderada, con respeto mutuo y tolerancia a la diferencia.

Una opinión pública fuerte y rigurosa, como existe en algunos lugares con costumbres austeras, apoya al individuo, apoya las buenas acciones públicas y desaprueba las malas conductas (Pécaut, s.f., p. 57). Si la opinión se relaja, volviéndose excesivamente indulgente, el individuo acaba por entregarse a sí mismo y a sus primeros impulsos.

Con el sufragio universal y la educación pública, la gente común, normalmente apática y pasiva, se organiza y empodera, intentando entrar en la arena política buscando garantizar sus intereses y demandas, amenazando el statu quo, el establishment. Esto suscita un curioso fenómeno entre las élites gobernantes que, por regla general, lo denominan "crisis de la democracia". El antídoto a este "miedo pánico" fue la creación de medios de publicidad y captación de la opinión pública, poniendo al público en el lugar que le corresponde como espectador y consumidor de la acción (no partícipe y coproductor).

A través de recursos propagandísticos, la minoría extrae "consentimiento sin consentimiento" de la mayoría. Se crea un sistema de control remoto de cabezas y corazones, que busca "cautivar primero la mente de los hombres y luego esclavizar sus cuerpos" (Hankin, 1963, p. 10). Una era tecnotrónica de hombres condicionados, de robots programados y felices. Derrotar este sistema de desinformación supone reforzar las trincheras de la información, la publicidad activa y la opinión democrática (resultado del debate y la contradicción).

Sin embargo, el pueblo no es una "gran bestia que hay que domar", como decía Alexander Hamilton (Chomsky, 2002, p. 52); necesita, más bien, ser respetado y acogido, convirtiéndose de espectador pasivo en participante de la arena política. Y un pueblo no se "doma" (en el alto sentido de la palabra) por decreto, sino por la fuerza de una mutación cultural.

La sociedad, en cuanto al grado de participación política, se divide en tres clases (Bentham, 1991, p. 81): 1) la primera, más numerosa, se preocupa muy poco por los asuntos públicos, no teniendo tiempo ni disposición para leer y discutir; 2) la segunda está compuesta por aquellos que crean un juicio, pero un juicio prestado, sobre la opinión de otros, sin tener la capacidad de formarse un juicio por sí mismos; 3) la tercera, menos numerosa, está formada por individuos mejor formados que juzgan por sí mismos, según información recogida de su propia fuente (son élites formadoras de opinión que suplen la segunda clase).

Solo hay tres formas en que una población, en esencia inconsistente, puede volverse consciente, ilustrada y funcional a su rol político, convirtiéndose en la nobleza que convencionalmente se llama "pueblo" o sociedad integrada por individuos responsables: 1) por educación política; 2) cuando es sabiamente dirigida o guiada; 3) cuando hay prensa libre. Es decir, detrás de todo gran pueblo hay un buen estadista, una prensa libre o un sistema constitucional que proporciona un locus para un aprendizaje político continuo y estable. Un lugar donde el pueblo adquiera conocimiento de sus derechos y errores, así como el poder de ejercer los primeros y corregir los segundos, siempre dentro de las líneas geométricas trazadas por la Constitución.

No hay partes separadas o incomunicables en la política o en la sociedad, aunque sean distinguibles. Corresponde a estas tres categorías políticas (sistema constitucional, estatismo y prensa libre) emplear todas las medidas y tomar todas las precauciones posibles para propagar y perpetuar esta sana alfabetización política. Y eso supone un trabajo continuo, paciente e interactivo, generación tras generación. Educar a un pueblo no requiere prisa y no es algo que se pueda acelerar.

La satisfacción de la devoción al imperativo constitucional es la regla de oro que distingue a un buen estadista. No se requiere que un buen estadista sea un "filósofo benévolo" o un "sabio ilustrado", sino que sea capaz de distinguir, claramente y en todas las circunstancias, entre el interés privado y el deber público, y guiarse por este último. Además, los buenos estadistas y gerentes tienen amplia información sobre la naturaleza de los hombres, las necesidades de la sociedad y la ciencia del buen gobierno. Sin ellos y sin la benéfica influencia que ejercen, el pueblo puede actuar de manera injusta, frívola, brutal, bárbara y cruel como cualquier otro tirano, como tristemente prueban los anales de la historia.

Las personas vivas no necesitan un maestro sino una guía (Wilson, 1963, p. 28). Cuando el gobierno es dueño y el pueblo sujeto, la sociedad queda dormida, informe, inorgánica, sin conciencia propia, sin conocimiento de los intereses y del poder que posee.

La prensa, cuya libertad está celosamente garantizada en la Constitución, es otro medio valioso de educación política para el pueblo, estando íntimamente ligada a la democracia. A través de la educación y de las escuelas, de la prensa y otros medios de comunicación, el hombre común toma conciencia de sus derechos y de su poder para organizarse en la defensa de sus intereses (Becker, 1947, p. 86; Simon, 1951, p. 137; Duverger, 1975, p. 238; Hankin, 1963, p. 14). Además de estos servicios, la prensa libre juega un papel importante en la protección de la sociedad contra los abusos de poder (Viñas, 1983, p. 202). En consecuencia, es prudente no crear obstáculos a la distribución del material producido por la prensa, sino, por el contrario, fomentar la circulación de libros, revistas, diarios y publicaciones periódicas.

Sobre el papel de la prensa en una gran democracia como la de Estados Unidos, vale la pena citar las palabras de Merrick Bobb (2021):

"Una prensa libre con un apetito insaciable por pedir cuentas a los funcionarios electos y designados es indispensable en una democracia que funcione correctamente. La prensa estadounidense tiene una reputación bien merecida por su periodismo de investigación, escepticismo, obstinación y audacia frente a la intimidación. La prensa derrocó presidentes al exponer escándalos. Por ejemplo, el presidente Nixon terminó renunciando después de que el Washington Post expusiera Watergate52.

El gran riesgo de la prensa es ser cooptada por grupos políticos o económicos (perdiendo su independencia) y rendirse a las exigencias económicas, convirtiendo los hechos en artículos para el mercado. Pero como la educación de las masas no es monopolio de la prensa, otros actores pueden contrarrestar cualquier desequilibrio resultante de la teoría democrática liberal.

La ignorancia, ya sea a nivel individual o social, científico o político, es una de las principales causas de ruina para los individuos y las sociedades. Siempre que en el pueblo prevalecen los conocimientos generales y la sensibilidad, disminuyen y desaparecen proporcionalmente los gobiernos arbitrarios y toda forma de opresión. La participación política, apalancada y alimentada por el saber en relación circular, ha sido, siempre que ha habido libertad, la causa de la libertad misma. El consentimiento informado de los gobernados es la piedra angular de una sociedad libre y democrática.

El punto de cohesión de este consentimiento informado está garantizado por la confianza colectiva en la vigencia de la Ley Fundamental y en su capacidad de estabilización y progreso ordenado. John Adams (1964, pp. 4-12), en un estudio político clásico, destaca que la libertad no se puede preservar sin la existencia de un conocimiento general entre las personas. Además, el pueblo tiene un derecho indiscutible, inalienable e irrevocable a ese otro conocimiento temido y envidiado: el del carácter y conducta de sus gobernantes. Estos no son más que representantes, agentes y administradores del pueblo; y si la causa, el interés y la confianza son insidiosamente traicionados o temerariamente dilapidados, el pueblo tiene derecho de revocar la autoridad que él mismo ha cedido, y de constituir otros agentes, representantes y administradores. Y la preservación de los medios de conocimiento entre las clases bajas es, para el público, de mayor importancia que las propiedades de todos los hombres ricos del país.

Toda educación y formación cívica debe tener, ante todo, fines prácticos en la gestión de los asuntos públicos: reforma de los abusos, corrección de los errores y eliminación de los prejuicios. Nada corrige mejor y más rápidamente el rumbo político que la severidad de juicio de una nación bien instruida y ejercitada en la discusión de los asuntos públicos.

Si el pueblo se encuentra universal y profundamente ilustrado, difícilmente será engañado por los artificios políticos. Y esto contribuye a crear un círculo virtuoso: los ilustrados eligen gobernantes capaces y dignos; y los buenos estadistas, con sus sabias resoluciones y adaptadas a las circunstancias, contribuyen a la plenitud del ciudadano, apoyando la libertad de imprenta como impulso necesario a las libertades públicas.

7. CONCLUSIÓN

El derecho encierra poder moral, además de ser una técnica al servicio de la ética -al menos de una parte considerable de ella- y de la libertad. En el caso de la Constitución, este poder moral radica no tanto en su supuesta fuerza normativa intrínseca, sino en la creencia, distribuida entre todos los que están sujetos a ella, en el predominio irrevocable de sus disposiciones y mandatos. Como toda institución social, la suprema lex está condenada si no es aceptada por la conciencia colectiva o si no se impone a la voluntad como fuerza a respetar y proteger.

La Constitución es un documento versátil, pues funciona como un péndulo que oscila entre la estabilidad y la variabilidad, el orden y la libertad, la tradición y la innovación. Es un documento que incide no solo en el presente, sino también en las expectativas y posibilidades del futuro, como parte de un sistema configurado para romper el tiempo. Los comandos e instrucciones para crear y validar todo el sistema legal provienen de sus normas. Es como un proyecto básico de toda la estructura jurídica del Estado (es el "contenido máximo" de la estructuración del Estado de derecho); el siguiente paso es ejecutar con precisión las instrucciones contenidas en el texto constitucional. En este punto, la fe jurídica, política y social en la esencialidad constitucional se destaca como medio para garantizar las virtudes necesarias para el progreso de una determinada sociedad.

La catalogación de derechos en la Constitución y su fuerza normativa lleva al país solo en parte (estabilidad53). El resto del recorrido requiere una participación efectiva de diferentes actores con sus interpretaciones, inquietudes, demandas, estímulos y aportes (variabilidad). En todo caso, estabilizar el presente es ya un primer paso -de un largo y arduo camino- hacia las contingencias del futuro.

El escenario constitucional, en su conjunto, conforma un riquísimo campo de observación política. No son solo herramientas de control social las que resuenan, sino elementos de progreso social (estabilidad versus variabilidad). Es una guía jurídico-política para la fundación o refundación del Estado, vitalizada por una energía normativa ingeniosamente producida y sujeta a constante actualización social. ¿Qué sería de una Constitución sin fuertes reservas sociales y sin una firme convicción en su supremacía, donde renovaría su fuerza normativa? Desde un punto de vista estrictamente lógico-racional, la fuerza normativa constitucional no es una cualidad intrínseca, sino multirelacionada con mecanismos externos de acción obligatoria.

La fuerza normativa de una Constitución es una idea persistentemente indefinible - y dotada de cierto grado de abstracción- si no recurrimos a tres postulados: 1) mecanismos de observancia de la supremacía constitucional (arreglos institucionales); 2) postulado de actualización (o teoría especular); y 3) convicción colectiva en el imperativo constitucional. Esto se debe a que son estas variables las que estructuran la fuerza normativa constitucional y permiten que la Constitución logre sus objetivos vitales de estabilidad y variabilidad. Sin su integración, en un mundo donde reinan el azar y la imprevisibilidad, la ley fundamental no sería la roca sobre la que se construyen la seguridad, la certeza y la regularidad.

El principal puente -y obviamente no el único- entre la fuerza normativa de la Constitución y su postulado de actualización son los tribunales (haciendo, paralelamente, del orden constitucional, un orden judicialmente sostenido54). Los tribunales son, por tanto, el principal balance de todo el sistema constitucional. La interpretación, reinterpretación y revisión judicial permanente -en comunión con otros actores (teoría abierta del orden jurídico)- capitaliza el potencial de actualización de la suprema lex, jugando un papel activo en la evolución del sistema constitucional y político.

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1Táctica tomada aquí en el sentido griego, como el arte de poner en orden (Bentham, 1991, p. 61).

2Vida posmoderna dotada de una realidad algo fluida, sin estructura ni contorno, sin principio ni dirección definidos.

3El constitucionalismo escrito ha sido una de las piedras angulares de la cultura democrática occidental.

4La carga semántica de la Constitución es en gran parte responsable de su variabilidad. Si no es una condición suficiente para esto, ciertamente es necesario (precisamente porque está cargado de valores).

5"Lo que se llamó la pasión de los griegos por la ley era su pasión por la conducción sistemática del gobierno de conformidad con ese ideal" (Pound, 1958, p. 6). El ideal sigue muy vigente. La lealtad a las leyes, principios, criterios e ideas de la justicia es una virtud intrínseca, parte integral de la honradez de un ciudadano.

6Dice Woodrow Wilson (1963) con pragmatismo desbordante: "... los gobiernos siempre serán los gobiernos de los hombres, y ninguna parte de ningún gobierno es mejor que los hombres a los que se les da esa parte. El criterio de excelencia es no es la ley bajo la que actúan los funcionarios, sino la conciencia e inteligencia con la que la aplican (...). La lucha por el gobierno constitucional importa en la lucha por las buenas leyes, sin duda, pero también por los tribunales inteligentes, independientes" (p. 15).

7"Las garantías de libertad en las constituciones americanas no son ni pueden ser consideradas como exhortaciones sobre la forma en que el gobierno debe funcionar o los diversos órganos para funcionar. Estos son preceptos de la ley de la tierra, apoyados en la potestad de los tribunales de negarse a poner en vigor actos del legislativo o ejecutivo que les sean contrarios." (Pound, 1958, "preface", V). En la p. 105 de la misma obra Roscoe Pound enseña que la prescripción de límites y garantías constitucionales sería insignificante si fueran consideradas sólo como piadosas exhortaciones o apelaciones a la paciencia y buen juicio del legislativo o del ejecutivo, como lo demuestra la suerte del "Constituciones latinoamericanas".

8El surgimiento de la fuerza normativa es una de las glorias que coronan al constitucionalismo moderno (Wilson, 1963, p. 6), pero como está condicionado por circunstancias históricas y sociales, su valor es relativo.

9Una Constitución que no es provocada ni exigida, es decir, en desuso, se convierte en un inútil fósil jurídico-político. "La agitación es parte de la esencia de un sistema constitucional ..." (Wilson, 1963, pp. 31-32) y los movimientos y acciones que surgen de ella alivian la energía acumulada, restaurando o manteniendo la estabilidad sociopolítica. En las formas de gobierno no constitucionales, no hay escapatoria de la acción, lo que puede resultar en una especie de furia indefensa, cuya loca consecuencia resulta en la destrucción del propio gobierno.

10"Las instituciones de gobierno no son agentes independientes, sino que reflejan la distribución de poder existente en la sociedad en general" (Chomsky, 2002, p. 22).

11No son los tribunales y las fuerzas policiales los que obligan a los ciudadanos a pagar sus deudas, hacer el servicio militar y no prestar dinero a intereses exagerados. Estas limitaciones son leyes creadas al amparo de la Constitución (Pécaut, s.f., p. 205).

12"Los poderes constitucionales de los tribunales representan la máxima seguridad tanto de los privilegios individuales como de las prerrogativas gubernamentales" (Wilson, 1963, p. 109).

13Si un hecho determinado de la vida se considera justo en un momento y lugar determinados, puede considerarse injusto en otro momento y lugar. Esto se debe a que el juicio de lo justo y lo injusto incluye la consideración de diferentes circunstancias (Cohen, 1956, pp. 336-337) que no pueden ser encarceladas definitivamente en un documento fundamental.

14"El ejemplo vive, anima y arrastra al hombre sin quererlo" (Feuerbach, 1971, p. 141).

15"La sociedad no podría existir sin la confianza en la rectitud y habilidad de los demás, y por eso esta confianza está profundamente grabada en nuestro corazón" (Fichte, 2014, p. 73).

16El caso es que, una vez violada por personal no autorizado, la Constitución pierde la "garantía del fabricante".

17Esta "circularidad viciosa" que reproduce un formalismo jurídico puede llevar al constitucionalismo a convertirse en víctima de su propio éxito.

18Así, sin mecanismos de observancia, la norma constitucional y su fuerza normativa equivalente, en general, terminan situadas, por así decirlo, en un conjunto vacío e ineficaz.

19El lenguaje constitucional no lo dice todo, es incapaz de abarcar la complejidad social y su riqueza en todos los ámbitos históricos (o temporales).

20Categóricamente, todo ser solo puede revelarse a través de su opuesto, el orden solo en el caos, la unidad en la discordia, el individuo humano solo por sus relaciones con los demás (Dewey, 1964, p. 74). Así, solo contrastando los hechos se afirma la energía normativa de una Constitución; solo a través de la oscuridad de las pasiones y de los intereses, el orden normativo constitucional irrumpe en toda su omnipotencia.

21Esto refleja además que la sociedad no es un actor pasivo de su propio encarcelamiento en la "jaula de hierro de la dimensión legal ubicua e invasiva" (Rodotà, 2010, p. 25).

22La aceptación de estos estándares se da como expresión del orden, de la racionalidad, de la justicia y de la seguridad que presupone la suprema lex.

23En términos de historia política, una institución es simplemente una práctica establecida, el método habitual de lidiar con las circunstancias de la vida o las cargas del gobierno. Puede haber instituciones firmemente establecidas de las que la ley no sabe nada (Wilson, 1963, p. 12).

24La vida de la ley no puede ser lógica sino experiencia (Sowell, 2011, p. 156; Schwartz, 1979, p. 202). Sin embargo, la lógica debe seguir siendo uno de los puntos básicos de cualquier sistema de interpretación jurídica. Interpretar una parte de un documento Dya sea una Constitución, una ley ordinaria, un contrato o un testamento de una manera que no sea lógicamente compatible con otras partes del mismo documento es, por decir lo menos, violar los cánones de interpretación sana y objetiva.

25Es a partir de estos contrastes y fricciones, de las acciones y reacciones de los individuos que se forma la conciencia social, donde el Derecho es un producto directo (Groppali, 1926, p. 66).

26El avance de la experiencia social imprime rasgos decisivos en la sociedad y se hace eco en la forma en que se interpreta y aplica la Constitución.

27Una generación es diferente a otra en su forma de ver y sentir. "Una generación se ríe de lo que hace llorar a la otra" (Amado, 1960, p. 169).

28Traducción libre: "Un pueblo siempre tiene derecho a revisar, reformar y modificar la Constitución. Una generación no puede someter a las generaciones futuras a sus leyes".

29Un desequilibrio o un problema siempre establece un movimiento dialéctico de superación y perfección. "En la causación social la causa no siempre desaparece al producir el efecto, sino que generalmente permanece, siendo luego modificada por los efectos. Un sistema dado de educación puede modificar el régimen comercial de un pueblo y este último, a su vez, puede modificar el sistema de educación" (Cohen, 1956, p. 347).

30Una norma constitucional no puede detener la historia (Rodotà, 2010, p. 51), no puede detener el tiempo. La "idea constitucional" es supratemporal, es decir, no está limitada por ninguna relación con el espíritu de una época. Es un título para valores absolutos y atemporales.

31Si la Constitución tiene alguna pretensión de "extratemporalidad", está vinculada a la capacidad de navegar por las posibilidades moldeadas por el futuro.

32Toda inspección, participación política o exigencia legal es un estímulo para cualquier Constitución y una fuente perenne de actualización.

33Sin el lastre social, hay una especie de "entropía constitucional", en la que la suprema lex se esteriliza y pierde funcionalidad, dejando de crear posibilidades para consumirlas.

34La realidad, como dice el astrofísico vietnamita Trinh Xuan Thuan (2018, p. 317), es el resultado de la participación de un número ilimitado de condiciones y causas que cambian sin cesar. Los fenómenos no son nada en sí mismos. Obtienen su naturaleza de la dependencia mutua. La realidad no puede considerarse fragmentada y localizada: está interconectada y debe ser aprehendida como un todo. El mundo, finalmente, se presenta como un conjunto de cosas interconectadas. El "todo no es más que el resultado de estas relaciones" (Piaget, 1979, p. 11). En la misma línea F. Capra (1982): "El mundo se presenta, por tanto, como un complicado tejido de acontecimientos, en el que se alternan, superponen o combinan conexiones de diversa índole, y de esta manera determinan la textura del todo" (p. 75). Hace muchos siglos, F. Bacon (Nicol, 1989, p. 72) ya advirtió que la razón humana da una firmeza sustancial a las cosas que son fluidas.

35"La vida no se rinde al derecho, no se deja utilizar. Puede padecerlo, puede favorecerlo o acompanar-lo, puede quedar apresada en su jaula simbólica, puede incluso ser aniquilada, pero sigue manteniéndose ahí como testimonio de que hay algo que está siempre más allá del derecho, que es capaz de establecer en todo momento su límite" (Rodotà, 2010, p. 66).

36La estructura de lo que entra (demanda, input) debe reflejar de alguna manera la estructura de lo que sale (decisión, output). La Constitución, al emitir el output, metaboliza las novedades derivadas de la dinámica social, consolidándose como parte dinámica del cambio social.

37El pueblo puede cambiar la Constitución, pero mientras exista y cumpla sus funciones de estabilidad y variabilidad, el pueblo debe cumplir con sus determinaciones.

38Una de las grandes virtudes de la Constitución no es su supuesta perfección, sino su perfectibilidad. Y por eso alberga un ingrediente de cambio que no se puede eliminar.

39En términos técnicos, esto se denomina sistema abierto (llamando la atención también sobre la "textura abierta" de las disposiciones constitucionales) (Hart, 2009, p.175).

40La Constitución presenta normas con significados suficientemente amplios y elásticos para permitir la actividad a la vida y a las circunstancias (Wilson, 1963, pp. 45-146). No es un simple documento legal, que puede leerse como si fuera un testamento o un contrato. Es, por necesidad, un vehículo de vida.

41Todos los derechos constitucionales deben someterse al requisito de que todas sus partes sean mutuamente coherentes, y coherentes en sí mismas.

42Una sociedad democrática está más predispuesta que otras sociedades al reconocimiento de una pluralidad de valores. También es más vulnerable que otras sociedades, debido a los conflictos potenciales y latentes en tal pluralidad (Hook, 1964, p. 128).

43La humanidad con su multiplicidad de formaciones siempre nuevas, sus luchas y sus experiencias siempre nuevas, con el descubrimiento de nuevos valores y propósitos, avanza cada vez más (Husserl, 1962, p. 59).

44Pero para quienes no confían de manera creíble en las buenas intenciones terrenales, hay algunas preguntas (Rodotà, 2010, pp. 36-49): ¿estamos ante una nueva técnica jurídica o ante una nueva delimitación del territorio de derecho? Además, en el momento en que la constituyente parezca estar imponiendo sus propios límites, ¿no estará incurriendo en una manifestación extrema de omnipotencia, con la indicación de una serie de materias cuya forma jurídica debe ser determinada irremediablemente y, por tanto, impuesta en forma absoluta a la organización social? ¿Estamos ante la máxima garantía o la máxima expropiación?

45El dominio absoluto de una determinada mayoría acaba siendo dominio absoluto del jefe de la mayoría.

46Es una de las paradojas de la vida en una sociedad libre, que acciones de una naturaleza aparentemente tan destructiva, por el contenido del conflicto inherente, pueden resultar en un acto de creación, de contribución a la gran obra constitucional.

47"Un Estado cuyas leyes son mal cumplidas y donde prevalece la desobediencia civil endémica es un Estado enfermo en proceso de descomposición" (Polin, 1976, p. 63). Perder la confianza en la supremacía de las normas constitucionales es un asunto muy serio, ya que cuestiona el propio sistema de gobierno.

48Se derivan lógicamente del Estado de derecho: estructura jerárquica del ordenamiento jurídico, afirmación de los derechos humanos fundamentales, existencia de legislación para la personalidad jurídica, responsabilidad de la Administración Pública y control jurisdiccional de la legislación (Díaz, 1972, pp. 29 y ss.).

49Vale la pena recordar que el Derecho es el conjunto de condiciones universalmente requeridas para que el libre albedrío de cada uno se concilie con el de los demás, conteniéndolos dentro de límites previamente definidos.

50Como dice Aristóteles (1995, p. 29), cuando el pueblo es dueño de los juicios, es dueño de la ciudad.

51La descripción de Emerson de las masas es emblemática: "" (citado por Warren, 1975, p. 21). (Debe traducirse al español) Traducción: "Deje de lado esta conversación hipócrita acerca de las masas. Las masas son toscas, deficientes, informes, perniciosas en sus demandas e influencia... No quiero concederles nada, sino domarlas, subyugarlas, dividirlas y desintegrarlas, y extraer de ellas individuos... No deseo ninguna masa, solo hombres honestos... y nada de millones de lazzaroni bebedores de gin y de inteligencia corta. No quiero el elogio de las masas, sino el voto de hombres aislados que depositan en él su honor y su conciencia"

52Texto original: "A free press with an insatiable appetite to hold elected and appointed officials accountable is indispensable in a properly functioning democracy. The American press has a well-deserved reputation for its investigative journalism, skepticism, doggedness, and boldness in the face of intimidation. The press has brought down Presidents through exposure of scandal. For example, President Nixon ultimately resigned after the Washington Post had exposed Watergate".

53La estabilidad lograda por la Constitución no es de tipo estático, sino de equilibrio dinámico (dada la necesidad vital, para la sociedad, de variabilidad).

54 Jeremy Bentham (1991) dice que "una Constitución se hace estable cuando se establece un poder para protegerla" (p. 104). En cuanto a Woodrow Wilson (1963), "toda la eficacia y realidad del gobierno constitucional reside en sus tribunales" (p. 15) y que "los tribunales americanos forman el balance de todo el sistema constitucional del país..." (p. 109).

Recibido: 14 de Noviembre de 2022; Aprobado: 30 de Julio de 2023

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