Nuevos dilemas en escenarios de (post)conflicto
El origen del campo de la justicia transicional se encuentra estrechamente ligado al tránsito de las dictaduras a las democracias a finales del siglo XX en Argentina (1984) y Chile (1990) (Arthur 2009).1 En estas democracias emergentes, aún bajo la influencia de aquellos actores que promovieron serias violaciones de derechos humanos durante la dictadura, distintos sectores de la sociedad se enfrentaron a una ecuación difícil de resolver, relacionada con la satisfacción de dos imperativos en tensión. Por una parte, promover ciertas medidas de justicia a favor de las víctimas de los abusos; por otra, evitar que estas demandas de justicia desencadenaran episodios de alta inestabilidad política, con el riesgo de entorpecer la consolidación de una democracia frágil y de provocar nuevas violaciones de derechos humanos (Arthur 2009, 355). Esta disyuntiva se cristalizó en una serie de tensiones que informaron el campo de la justicia transicional por más de una década (justicia vs. paz; verdad vs. reconciliación; justicia vs. reconciliación) (Teitel 2003, 78-85).
Con el paso del tiempo, la justicia transicional se ha venido aplicando cada vez con mayor frecuencia en escenarios harto distintos al Cono Sur, particularmente en sociedades fuertemente desestabilizadas por conflictos armados que buscan alcanzar la paz (Sharp 2012, 782). Se trata de contextos caracterizados por instituciones políticas, sociales y económicas débiles, en los cuales los reclamos de un número elevado de víctimas, muchas de ellas personas desplazadas por la violencia, coexisten con una multiplicidad de necesidades insatisfechas de sectores enteros de la población que no han sido afectados de un modo directo por el conflicto (Duthie 2017). En estos escenarios, cabría examinar si no surgen nuevos dilemas diferentes del doble imperativo de adoptar algunas medidas de justicia, sin entorpecer con ello la consolidación de la democracia (Sharp et al. 2019).
Esta cuestión es, en el fondo, una nueva modulación de la tensión intrínseca que dio origen al campo de la justicia transicional. Si en el Cono Sur la disyuntiva giró alrededor del riesgo que implicaba para la protección presente y futura de los derechos humanos la reivindicación de los estándares internacionales que exigían resarcir abusos pasados en momentos de convulsión política, ahora, en sociedades atravesadas por conflictos armados, surge una nueva tensión entre las expectativas de quienes le exigen al Estado la corrección de los daños específicos sufridos en el pasado, frente al imperativo de honrar los derechos socioeconómicos de los ciudadanos, de una manera más integral y comprehensiva, en el presente y en el futuro (Magarrell 2003, 86; Torres 2019, 42-59). Así las cosas, es preciso indagar si en estos contextos el énfasis debe hacerse en la adopción de instrumentos transicionales, inspirados en una racionalidad propia de la justicia correctiva que busca abordar el pasado; o si, por el contrario, es más acertado centrarse en las necesidades presentes y futuras de la población, teniendo en cuenta criterios de justicia distributiva.
Las medidas de la justicia correctiva son, en principio, individualistas, al asignar recursos bajo una racionalidad que privilegia los legados (endowments) y los derechos (entitlements) que se vieron menoscabados en cada caso, buscando en lo posible restaurar el estado de cosas anterior a la violación. Estas medidas están orientadas hacia el pasado, al abordar y corregir las actuaciones ilegítimas ocurridas, mediante el esclarecimiento de lo sucedido; la identificación de los responsables, y la entrega de reparaciones de alguna manera proporcionales a los daños sufridos (Elster 2010, 22). La justicia distributiva, por el contrario, asigna recursos de acuerdo con unos principios y parámetros determinados (i.e., la satisfacción de las necesidades existentes de los ciudadanos). Esto implica desplegar acciones para cubrir sus carencias inmediatas y adoptar políticas que les permitan a las personas satisfacer autónomamente sus requerimientos básicos (Kalmanovitz 2010, 77). La justicia distributiva, en lugar de cuestionarse por legados pasados y por la rectificación de determinados daños individuales, está orientada hacia el presente y el futuro. Por esta razón, procura tener un sentido económico para el bien común, lo que implica garantizarles a aquellos que sufren marginalidad y pobreza el acceso a los bienes primarios, con independencia de los motivos que pudieron provocar una situación de carencias determinada (Correa 2014, 6).
Las diferencias entre justicia correctiva y distributiva, sin embargo, no son absolutas, sino que deben interpretarse como dos extremos que abren un abanico de posibilidades para abordar las exigencias que surgen en escenarios de transición. Mientras que la justicia transicional se encuentra más cerca de la justicia correctiva (De Greiff 2009, 63), el marco humanitario que inspira la protección de las personas desplazadas por la violencia es más próximo a la justicia distributiva. Dentro de este rango, algunas de las medidas centrales en materia de desplazamiento forzado, como las políticas de restitución de tierras, pueden ser interpretadas simultáneamente como medidas correctivas y distributivas, razón por la cual en los debates locales se ha minimizado la tensión entre ambas formas de justicia.2
En lugar de aliviar las tensiones entre justicia correctiva y distributiva en el momento de abordar los fenómenos de desplazamiento forzado, este artículo insiste en sus diferencias. Usualmente, el conflicto armado, ya sea de manera directa o indirecta, sumerge a la población desarraigada en situaciones profundas de pobreza o acentúa sus condiciones ya existentes de marginalidad. No obstante, las personas desplazadas no caen con nitidez bajo los presupuestos que informan la justicia correctiva y justifican la adopción de políticas transicionales. El desplazamiento forzado no es, en sí mismo, ni una grave ofensa a las normas del derecho internacional público, ni el resultado de otras violaciones generalizadas de derechos humanos. Por ambos motivos, las personas desplazadas se encuentran en una intersección inestable y difusa, donde se cruza el mapa de la violencia con el de la vulnerabilidad, y donde se abre un desfase significativo entre la justicia correctiva y la distributiva. Con ello, surgen tensiones en la distribución de recursos escasos y riesgos en materia de protección de la población desplazada, los cuales no son del todo evidentes cuando las diferencias entre ambas formas de justicia se opacan.
Por las razones anteriores, el presente escrito busca responder a las siguientes preguntas: ¿bajo qué racionalidad, correctiva o distributiva, se debe abordar la situación de la población desplazada? ¿Cuáles son la necesidad, el alcance y las limitaciones de las políticas de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición al ocuparse de los desplazamientos forzados?
Este artículo está organizado de la siguiente manera: en la primera parte, haré un breve recuento acerca de los puntos de encuentro y desencuentro entre la justicia transicional y el desplazamiento forzado, con el objetivo de precisar los argumentos que se han esbozado para justificar que las políticas de transición se ocupen de las personas desplazadas por la violencia en el marco de conflictos armados. A continuación, analizaré hasta qué punto las personas desplazadas pueden considerarse, con nitidez, como sujetos de justicia transicional. Este ejercicio implica determinar en qué casos el desplazamiento forzado es una práctica prohibida por las normas del derecho internacional y precisar en qué circunstancias el desarraigo es el resultado de las graves y sistemáticas violaciones a las normas de derechos humanos que justifican la adopción de políticas transicionales. Por último, explicaré y defenderé por qué, en el momento de abordar situaciones de desplazamiento forzado, una racionalidad distributiva, incorporada en el marco tradicional de protección humanitaria a favor de la población desplazada, debe primar sobre la racionalidad correctiva que inspira la justicia transicional. De lo contrario, se corre el riesgo de incurrir en tratos arbitrarios entre personas que, por igual, se vieron forzadas a desplazarse; desviar los recursos escasos que deberían destinarse, prioritariamente, a labores humanitarias y otras políticas de desarrollo, para así garantizar sus necesidades más apremiantes; y entorpecer la respuesta humanitaria que ya se ha consolidado para abordar las necesidades de esa población, incurriendo en el riesgo de retroceder en el nivel de protección que se había alcanzado con anterioridad.
El desplazamiento forzado en la órbita de la justicia transicional
La relación entre desplazamiento forzado y justicia transicional no es del todo nueva. Varias comisiones de la verdad y centros de memoria han incluido el desplazamiento forzado dentro de su ámbito (Guatemala, Timor Oriental, Sierra Leona, Liberia, Colombia) (Duthie 2011, 245). En unos pocos países se han implementado programas de reparación que otorgan algún tipo de compensación por el desplazamiento en sí mismo, como ocurre en Turquía y Colombia; en otros, como Guatemala y Perú, las respectivas comisiones de la verdad recomendaron la adopción de medidas semejantes. La restitución de los bienes perdidos (i.e., tierras, vivienda) ha sido más amplia y ha tenido lugar en países como Bosnia, Georgia, Kosovo, Burundi y Colombia (Williams 2012, 89-94). En estos contextos también se han realizado juicios penales enfocados en las violaciones que detonaron el desplazamiento, o en el desplazamiento forzado como un crimen en sí mismo (Roch 1995; Willms 2009).
No obstante, ambos fenómenos sólo se han cruzado de manera tangencial. En algunos casos, las medidas adoptadas únicamente en retrospectiva han sido interpretadas como justicia transicional. Las políticas de restitución, reparación y/o compensación, por ejemplo, fueron concebidas en un comienzo, en la época de la post-Guerra Fría, bajo un enfoque humanitario atado a la consecución de soluciones duraderas, en el marco de los procesos de retorno de las personas desplazadas, tal como quedó luego recogido en Los principios rectores para los desplazamientos internos (“Principios Deng”) de las Naciones Unidas (E/CN.4/1998/53/Add.2 1998). Al respecto, vale la pena resaltar que en los Principios Deng, las Naciones Unidas no hacen una sola mención a la justicia transicional para abordar las políticas de restitución y compensación, ya que sólo posteriormente la restitución se concibió a nivel internacional en términos de justicia transicional (Williams 2012). Los juicios penales internacionales, como explicaré más adelante, se centraron en fenómenos de expulsión y traslado forzado de la población en escenarios muy específicos que no abarcaron la complejidad del desplazamiento forzado. Por su parte, varias comisiones de verdad y reconciliación se centraron de manera casi unilateral en determinadas violaciones de derechos civiles y políticos (i.e., torturas, desapariciones, asesinatos, violaciones), dejando en la periferia el desplazamiento forzado, junto con otras violaciones evidentes de derechos socioeconómicos (Sharp 2012, 792-796). Sólo de manera reciente, las Naciones Unidas promulgó algunas disposiciones de soft law que han intentado poner en diálogo el campo de la justicia transicional y el del desplazamiento forzado de forma explícita (A/HRC/13/21/Add.4 2010). Sin embargo, todavía permanece una desarticulación profunda a nivel normativo y operacional entre ellos (Solomon 2009, 6).
Desde una perspectiva teórica, la posibilidad de tender puentes en la materia empezó a estudiarse a partir del 2006 y el 2007 (Duthie 2012). Académicos y promotores de derechos humanos llamaron la atención sobre los efectos positivos que las medidas de justicia (i.e., juicios penales) pueden tener en la promoción de las condiciones de seguridad en los procesos de retorno y/o reubicación de las personas desplazadas, al extraer a los perpetradores de las zonas de reintegro (Bradley 2012a, 8; Solomon 2009, 7). Las medidas de verdad tienen el potencial de aliviar las tensiones entre las personas desplazadas que retornan y/o se reubican y la población receptora (Duthie 2011, 257). Las políticas de reparación, así sea de manera limitada, transfieren recursos fundamentales a las personas desarraigadas que facilitan su reintegración, como el acceso a tierras o vivienda (Solomon 2009, 8-9). Más aún, algunos de estos académicos señalan que, aplicados en conjunto, los mecanismos de justicia transicional contribuyen a fines más amplios como el fortalecimiento del Estado de derecho, la inclusión social de grupos marginados y la consolidación de la paz (Duthie 2011, 254-255).
Ante el creciente interés de los organismos internacionales y los llamados de algunos académicos para incorporar el desplazamiento forzado en el campo de la justicia transicional, cabe cuestionarse, en primera instancia, si los presupuestos que justifican la adopción de este conjunto de derechos coinciden de manera nítida con el fenómeno del desplazamiento.
El desplazamiento forzado en las márgenes de la justicia transicional
Ciertamente, muchos episodios de desplazamiento forzado coinciden con nitidez con las graves y sistemáticas violaciones a las normas del derecho internacional público que justifican la adopción de políticas transicionales. No hay que olvidar que el desplazamiento forzado puede ser considerado, por sí mismo, y bajo ciertas circunstancias, una grave ofensa a las normas del derecho internacional público. Este es el caso de deportaciones, traslados y/o reasentamientos forzados, en los que un actor fuerza a una o varias personas a salir de sus hogares y/o lugares de trabajo, y las traslada a otras áreas, tal como ocurrió de manera predilecta en Bosnia-Herzegovina (Roch 1995, 6). Lo anterior, con el propósito de ganar control sobre la gente; forzar algún tipo de asimilación; alterar la composición demográfica del territorio; cortar los abastecimientos y el apoyo a grupos insurgentes; u otro tipo de política estratégica en el marco de conflictos armados (Stavropoulou 1994, 700-701). Las tipificaciones del desplazamiento forzado como un crimen de guerra prohíben este tipo de desplazamientos deliberados/directos, en la medida en que hacen énfasis en la prohibición de realizar deportaciones, traslados y reasentamientos forzados de población.3 A su vez, la tipificación de los crímenes de lesa humanidad prohíbe los desplazamientos forzados que se enmarcan en otras violaciones generalizadas de derechos humanos.4 Así ocurre con los casos de limpieza étnica, en los cuales los actores armados buscan cambiar la composición racial de un territorio a través de medios violentos que desembocan en desplazamientos (Willms 2009, 556). Roch ofrece otro ejemplo de este tipo de desplazamiento indirecto: cuando las fuerzas militares serbobosnias desataron el terror entre determinados miembros de la población bosnio-musulmana de una localidad, al violar y torturar a mujeres y hombres en la plaza del pueblo, lo que, en consecuencia, provocó que el resto de los pobladores abandonaran el lugar (Roch 1995, 7).
No obstante, el desplazamiento forzado no es necesariamente, en sí mismo, ni una grave ofensa a las normas del derecho internacional público, ni el resultado de violaciones generalizadas de derechos humanos; sin embargo, usualmente envuelve una situación crítica en materia de derechos humanos que requiere ser atendida con determinación. Como explicaré a continuación, no todo desplazamiento forzado es ilegítimo; y en los casos en los que, en efecto, es ilegítimo, no siempre cumple con las características de las graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos que justifican la intervención de la justicia transicional. La falta de nitidez entre ambos fenómenos tiene repercusiones importantes en términos de la protección efectiva de la población desplazada y de la distribución de recursos escasos, repercusiones que quedan en la sombra del campo de la justicia transicional, tal como explicaré en la última sección de este escrito.
i) El desplazamiento forzado puede llegar a ser una conducta permitida en el marco de las normas del derecho internacional público. En efecto, existen distintos escenarios dentro de los cuales es permitido ordenar un desplazamiento, como ocurre cuando hay razones militares imperativas en situaciones de conflicto armado; cuando así lo exige la seguridad de las personas; o, en otros contextos, cuando es necesario realizar proyectos de desarrollo a gran escala, que estén justificados por un interés “superior o primordial”. Así quedó recogido no sólo en los Principios Deng (No. 6), sino en el Estatuto de Roma (art. 7.1 [d]) (AGNU 1998) y el Protocolo II Adicional a los Convenios de Ginebra (art. 17) (CICR 1977).
ii) Incluso, en los casos en los que el desplazamiento forzado no está permitido es necesario que cumpla con determinadas características para ser considerado como una conducta ilegítima que amerita la adopción de políticas transicionales. Es cierto que el Protocolo II Adicional (art. 17) y los Principios Deng (N°. 6) contemplan restricciones amplias en materia de desplazamientos forzados. No obstante, no hay que olvidar que los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición no surgen de una infracción cualquiera de las normas internacionales, no son el resultado de cualquier vulneración de sus derechos, así como tampoco benefician a toda persona que los encontró vulnerados. Por el contrario, conforme lo entrevió las Naciones Unidas, este conjunto de derechos sólo se predica a favor de “las víctimas de violaciones manifiestas/flagrantes (gross) de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario” (AGNU 2005). Si bien la lista de violaciones específicas que hacen parte de ambas categorías se mantiene abierta, se entiende que incluye violaciones al Estatuto de Roma como genocidio, crímenes de lesa humanidad y graves violaciones a las Convenciones de Ginebra y sus Protocolos Adicionales (Correa 2014, 2).
Por lo tanto, para que el desplazamiento forzado caiga bajo la órbita de la justicia transicional es necesario que ocurran determinadas condiciones. En primera instancia, es necesario que se presenten ciertas circunstancias para la aplicación de algunos cuerpos normativos del derecho internacional público. Por ejemplo, si se trata de un desplazamiento en el marco de conflictos armados no internacionales, es necesario calificar la situación dentro de la cual se produce el desplazamiento (i.e., existencia de un conflicto armado) y el actor que lo provoca (i.e., grupo armado organizado al margen de la ley), para determinar la existencia de una violación grave a las normas del derecho internacional humanitario (Protocolo II Adicional a los Convenios de Ginebra, artículos 1.1 y 1.2). Si se trata de un crimen de lesa humanidad, es necesario que el desplazamiento se enmarque en un ataque generalizado o sistemático contra la población civil y con conocimiento de dicho ataque por parte del perpetrador (Estatuto de Roma, art. 7.1). Esto implica que cualquier vulneración de las normas de derechos humanos y del derecho internacional humanitario que pueda provocar desplazamientos forzados no tiene necesariamente la entidad suficiente que justifica la adopción de políticas transicionales.5
Por ejemplo, la realización de aspersiones aéreas con glifosato puede ser reprochable en más de un sentido. Se trata de actividades con serias repercusiones en materia de derechos humanos, que barren los cultivos lícitos e ilícitos de comunidades campesinas, lo que las empobrece y afecta sus ciclos de subsistencia. Si bien esto es cierto, no parece ser el caso que las personas que se desplazan por ese motivo tengan derechos a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición.6
Además, no hay que olvidar que a partir del mismo momento en el que estalla un conflicto armado es usual que se presenten fenómenos de desplazamiento forzado, como resultado de las dinámicas mismas de la confrontación, incluso si se respeta de manera estricta el derecho internacional humanitario. La sola intervención opositora en una zona específica, el movimiento de tropas, los enfrentamientos entre ellas, o la presencia militar de una de las partes en una región determinada, pueden forzar a las personas que se encuentran en esas áreas, o en otras más apartadas, a abandonar su lugar de residencia o de trabajo.7 Y esta manifestación del desplazamiento no entra, por sí misma, en contradicción con las normas del derecho internacional público.
En efecto, en el marco de conflictos armados no internacionales, Willms considera que es imprescindible diferenciar los desplazamientos que son el resultado de las dinámicas propias del conflicto armado, de aquellos desplazamientos arbitrarios de la población civil por razones ilegítimas explícitamente prohibidas por las normas del derecho internacional público (Willms 2009, 548). En el caso de los conflictos armados internacionales, al interpretar las Convenciones de Ginebra y el Protocolo I Adicional, Roch sostiene que parece no surgir “ninguna responsabilidad penal frente al fracaso de prevenir movimientos de poblaciones, si estos movimientos responden únicamente a las condiciones generales de la guerra en cuanto tal” (Roch 1995, 13-14). En esta dirección, es oportuno recordar que la Corte Constitucional colombiana reconoció que las operaciones legítimas de la fuerza pública, a menudo provocan desplazamientos que, sin duda, tienen que ser oportunamente atendidos pero que, no obstante, no llegan a ser considerados el resultado de conductas antijurídicas o, en algún sentido, ilegítimas.8
Toda vez que el desplazamiento forzado no es, por sí mismo, una conducta explícitamente proscrita por el derecho internacional público, ni el resultado de otras violaciones masivas de derechos humanos, parece evidente que entre la justicia transicional y el desplazamiento forzado se presenta un desfase significativo. En efecto, si se atiende al fenómeno del desplazamiento en toda su nitidez, la categoría del daño pierde su transparencia al confundirse la infracción a las normas de derecho internacional público -cuando tal vulneración en efecto ocurre- con las necesidades que produce el desarraigo mismo.9 Esto no quiere decir que el desplazamiento forzado sea, como de manera infortunada se caracterizó en Colombia hace unos años, una “migración voluntaria”. Para captar la coerción implícita en el desplazamiento basta con hacer visible la problemática en materia de derechos humanos que en general acompaña el desarraigo, esto es, la situación de vulnerabilidad extraordinaria que las personas desplazadas no pueden asumir sino forzosamente (Stavropoulou 1994, 742-745). Las razones que usualmente explican el desplazamiento de la población -como es el caso de amenazas directas e indirectas, combates entre grupos armados, asesinatos de familiares o vecinos, la perpetración de masacres, el reclutamiento forzado de menores, o la violencia sexual- reafirman este punto (CGR 2015, 59-61). La naturaleza forzada del fenómeno, sin embargo, no debe hacer oscilar el péndulo hacia el otro extremo hasta considerarlo en sí mismo como una de las graves violaciones que prohíbe el derecho internacional público, y ante las cuales se espera que la justicia transicional ofrezca un rango de respuestas en sociedades en transición.
Como explicaré a continuación, la urgencia de abordar el desplazamiento forzado no se deriva de su coincidencia con los crímenes que han teñido con mayor intensidad el imaginario jurídico de la comunidad internacional, sino de la crítica situación de derechos humanos que comúnmente caracteriza al desarraigo. Insistir en “criminalizar” el fenómeno, como se ha realizado en el contexto colombiano,10 trae consigo una serie de riesgos y de consecuencias distributivas que hay que hacer visibles, los cuales se encuentran ocultos tras la primacía que la justicia transicional le otorga a la violencia física e inmediata (Miller 2008, 273).
¿Un paso atrás? La primacía de la justicia distributiva sobre la justicia transicional para abordar el desplazamiento forzado por la violencia
Independiente de si las personas desplazadas son víctimas o no de una grave infracción a las normas del derecho internacional público y, por lo tanto, sujetos de justicia transicional, se trata de una población que usualmente enfrenta una crítica situación de derechos humanos que es necesario abordar de forma decidida, con ocasión de los efectos que produce el desarraigo mismo: “el desplazamiento es una violación de derechos humanos no tanto por aquello que lo haya causado sino debido a la vulneración de derechos humanos que resultan del mismo” (Stavropoulou 1994, 738).
El Programa Mundial de Alimentos de la ONU ha insistido en que las personas desplazadas por lo general enfrentan necesidades particulares y se encuentran expuestas a riesgos adicionales, si se contrastan con el resto de la población no-desplazada. Lo anterior, como resultado de la ruptura de los vínculos familiares, comunitarios y ciudadanos de las personas desplazadas, junto con el menoscabo de los activos claves para garantizar los medios de subsistencia. Esto último ocurre con el desuso de los saberes tradicionales que tiene lugar en los centros urbanos de recepción, y la pérdida del acceso a sus tierras, viviendas y medios de generación de ingresos (Mooney 2005, 18). A manera de ejemplo, tal y como se ha investigado ampliamente en Colombia, cuando se comparan las personas desplazadas por la violencia con la población pobre en general, en materia de capacidad para generar ingresos, distintos estudios señalan que las primeras enfrenten generalmente las mayores dificultades para disfrutar de una vida autónoma (Ibáñez 2008, 135-183).
Por lo tanto, las personas desplazadas tienen derecho a una serie de medidas diferenciales que les permitan ejercer sus derechos en igualdad de condiciones que el resto de la población, atendiendo a las afectaciones particulares que usualmente produce el desarraigo (Brun 2003, 2). Estas actuaciones no se sustentan en un trato privilegiado o prioritario que empodere a las personas desplazadas para acceder a determinados bienes y servicios estatales, por encima de otras personas vulnerables, en su calidad de víctimas y a partir de una lógica correctiva que busque reparar los legados y los derechos que se vieron afectados. Por el contrario, estas medidas diferenciales se inspiran en fortalecer las capacidades que se vieron menguadas por el desplazamiento, para que estas personas, en cuanto ciudadanos con igualdad de derechos que otras personas vulnerables, avancen en igualdad de condiciones en la satisfacción de sus necesidades presentes y futuras, esto es, sin que enfrenten tratos discriminatorios o algún tipo de obstáculo que las ponga en situaciones de desventaja. En caso de que existan barreras de acceso semejantes, se justifica, de manera excepcional, adoptar medidas preferenciales a favor de las personas desplazadas (A/HRC/13/21/Add.4 2010).
Este razonamiento distributivo justifica el marco de protección que los Principios Deng contemplan a favor de la población desplazada, el cual fue diseñado para cerrar el vacío de protección que resulta directa y específicamente del desplazamiento forzado, en lugar de abordar las causas y establecer los responsables de su ocurrencia. Su propósito inmediato es prevenir, impedir o mitigar las carencias y afectaciones que produce el fenómeno del desarraigo, a través de medidas como la ayuda humanitaria, para así cubrir las necesidades básicas de alojamiento, salud y alimentación. Su objetivo último es finalizar la situación de desplazamiento mediante la reintegración de los individuos y los hogares afectados, en un marco de protección social, ya sea en un proceso de retorno al lugar de origen, reubicación en otro lugar del país, o reintegración en el lugar de recepción (E/CN.4/1998/53/Add.2 1998).
Los Principios Deng se caracterizan por ofrecer escasas recomendaciones en cuanto a aspectos correctivos (Principios 7 y 29). Las políticas de retorno, por ejemplo, están orientadas a garantizar derechos como la libertad de locomoción y elección de residencia, al igual que proteger derechos relacionados con la estabilización socioeconómica, más que a buscar la reparación por el desplazamiento en cuanto tal (Principio 29 [1]). Si bien es cierto que las medidas de restitución de la propiedad (Principio 29 [2]) usualmente se interpretan como parte del conjunto de medidas correctivas, los Principios Deng las incorporan debido a la centralidad que adquieren para alcanzar soluciones duraderas. Por ello, la restitución de la propiedad no se enmarca en las medidas de justicia transicional que buscan ocuparse del pasado (i.e., enjuiciar a los responsables, exigir que se corrijan los daños causados, o abordar las causas estructurales que provocaron la vulnerabilidad subyacente al desplazamiento), sino que se limita a abordar las afectaciones directamente relacionadas con el desplazamiento, en clave de alcanzar la estabilización socioeconómica presente y futura de la población desarraigada.
Abordar el desplazamiento forzado a través de medidas de transición corre el riesgo de: i) introducir tratos arbitrarios entre personas que, por igual, se vieron forzadas a desplazarse, como resultado de una asignación de recursos con criterios distorsionados; ii) desviar los recursos escasos que deberían destinarse, prioritariamente, a labores humanitarias y otras políticas de desarrollo para garantizar las necesidades más apremiantes de la población desplazada; y iii) entorpecer la respuesta humanitaria que ya se ha consolidado para abordar las necesidades de esa población, retrocediendo en el nivel de protección que se había alcanzado con anterioridad.
i) Jon Elster es consciente del riesgo de generar tratos arbitrarios entre personas desarraigadas, cuando diferencia la situación de un desplazado que es forzado por la guerrilla o los paramilitares a abandonar su propiedad, en un caso que cumple con las características de las prohibiciones explícitas recogidas en las normas del derecho internacional público (i.e., sistematicidad, existencia de un actor armado organizado, etcétera), de otra persona que se desplaza de manera preventiva a causa del ambiente de violencia generalizada en la zona, o porque temía, quizás a partir de una falsa noticia o de un rumor, que actores armados hicieran presencia en su territorio.11 Aunque ambos individuos se encuentren en una situación de vulnerabilidad semejante, no tienen el mismo estatus, por cuanto sólo el primero es un sujeto de justicia transicional. Ante esta situación, Elster considera que “está lejos de ser claro que la justicia correctiva tenga prioridad sobre la justicia distributiva”, razón por la cual concluye que ambos desplazados deberían beneficiarse del acceso a tierras (Elster 2010, 22).
Pero asumamos que la segunda persona se desplazó como resultado del accionar de grupos que no son reconocidos como actores del conflicto armado, a pesar de lo cual se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad que el primer desplazado, debido a las dificultades adicionales que enfrenta para satisfacer sus necesidades socioeconómicas en el municipio receptor (i.e., tiene más hijos bajo su responsabilidad y padece una enfermedad crónica). No obstante, sólo el primer desplazado recibe los recursos de la indemnización administrativa, ya que las políticas de transición suelen cobijar los desplazamientos causados de manera exclusiva por determinados actores, particularmente los relacionados con el conflicto armado u otro tipo de violencia política.12 El segundo desplazado, por lo tanto, a pesar de enfrentar un nivel más elevado de carencias, sufre un déficit en términos de su capacidad socioeconómica para garantizarse su día a día, si consideramos que la indemnización administrativa, tal como ocurre en Colombia, usualmente es utilizada para “satisfacer las necesidades básicas que deberían ser atendidas mediante programas sociales asumidos por el Estado”.13
Esto quiere decir que el Estado, al aplicar mecanismos de transición para abordar el fenómeno del desplazamiento forzado, termina generando efectos distributivos en términos de política social, pero con criterios correctivos, prestándose así a la asignación de recursos de manera distorsionada, provocando tratos discriminatorios entre las mismas personas desplazadas. En este ejemplo, la distorsión radica en que el Estado deja de asignar recursos que, bajo una racionalidad distributiva, sí entregaría a la persona más vulnerable; pero que, al adoptar una racionalidad correctiva, termina asignando a una persona en mejores condiciones socioeconómicas. Con ello, se generan fraccionamientos y enfrentamientos dentro de la población desplazada acerca de quién es reconocido como víctima y quién no (Duthie 2012, 26).
ii) Ante la escasez de recursos que en general caracteriza a las sociedades que enfrentan situaciones de (post)conflicto, también cabe preguntarse si debe ser una prioridad utilizarlos en la adopción de mecanismos transicionales, inspirados en una racionalidad correctiva, en lugar de reservarlos para impulsar, bajo una perspectiva distributiva, las labores humanitarias y de desarrollo que sean propicias para atender las necesidades más imperiosas de la población, no sólo en la etapa de emergencia sino, sobre todo, en su estabilización socioeconómica. Por esta razón, los actores humanitarios miran con recelo la implementación de políticas transicionales, porque estas absorben recursos originalmente destinados a atender las necesidades más importantes de las personas desplazadas por la violencia (Campbell 2012, 68).
No hay que olvidar que las preferencias de las víctimas del conflicto armado suelen recaer con más intensidad en la adopción de medidas distributivas que les permitan satisfacer sus necesidades presentes y futuras, por encima de las políticas transicionales. En efecto, los mecanismos de reparación simbólica (i.e., homenajes y el perdón) se encuentran relegados en las encuestas. Las medidas retributivas (i.e., juicios penales) tampoco son una prioridad. La búsqueda de la verdad ocupa un lugar más destacado cuando las víctimas gozan de cierta estabilidad socioeconómica, lo que implica, por el contrario, un menor interés cuando se trata de sectores con necesidades insatisfechas. La búsqueda de la verdad también varía de acuerdo con el hecho victimizante, con un mayor interés en casos de desapariciones, torturas u homicidios, y un menor interés en casos de desplazamiento forzado. Incluso, las medidas de reparación o compensación económica no se encuentran en el primer lugar de las preferencias de las víctimas, a pesar del impacto directo que tienen en su día a día. La prioridad de las víctimas es cubrir las necesidades socioeconómicas presentes y futuras de sus familias, razón por la cual eligen que la entrega de los recursos esté orientada por una racionalidad distributiva, en lugar de una correctiva, la cual depende, en alguna medida, de la proporcionalidad del daño sufrido. Por ello, la compensación monetaria para resarcir la pérdida y los daños causados, al igual que la devolución de los bienes perdidos, se ven relegadas a los lugares tercero y quinto en las encuestas. En contraste, el apoyo para “cubrir mis necesidades económicas y las de mi familia” es la principal prioridad de las víctimas.14 Encuestas realizadas exclusivamente a las personas desplazadas confirman la prioridad que estas le otorgan al acceso a recursos financieros, por encima de las medidas de justicia transicional, al igual que la primacía de las medidas distributivas relacionadas con la tenencia de ingresos para cubrir el día a día (i.e., pensión o subsidio permanentes), por encima de medidas correctivas.15
En consecuencia, puede resultar más ajustado a los fenómenos masivos y generalizados de desplazamiento forzado priorizar los recursos para la satisfacción de las necesidades básicas de las personas desplazadas y la promoción de las condiciones que les permitan reasumir sus proyectos de vida, bajo procesos de reasentamiento, retorno y/o reubicación. Lo anterior, en el marco de la racionalidad distributiva recogida en los Principios Deng y el Marco de Soluciones Duraderas, orientada no tanto al pasado sino a abordar las afectaciones directamente relacionadas con el desplazamiento, para alcanzar la estabilización socioeconómica de la población desarraigada en el presente y el futuro (ver supra).
En esta dirección, algunos estudios han explicado cómo la incorporación de ciertas políticas de justicia transicional (i.e., políticas de reparación individual) genera entre las comunidades desplazadas nuevas dinámicas de competencia para acceder a recursos estatales. El énfasis de las políticas de reparación en corregir hechos puntuales del pasado se traduce en la superposición de intereses individuales y/o familiares respecto a las reivindicaciones de justicia distributiva ante las autoridades locales. Con ello, se desmontan y desincentivan las labores organizativas y participativas mediante las cuales las comunidades desplazadas reivindicaron la satisfacción de sus necesidades socioeconómicas, particularmente el acceso a vivienda (Lemaitre Ripoll et al. 2014, 67).
Por último, hay que tener presente que cuanto mayor sea el mandato de la justicia transicional, mayor es el riesgo de generar una sobrecarga institucional, terminar adoptando políticas públicas de papel, y crear expectativas que, a la larga, van a verse insatisfechas (Bradley 2012a, 194). Si el Estado ya enfrenta grandes dificultades presupuestales e institucionales para abordar integralmente el desplazamiento forzado, puede resultar problemático comprometerse también a adoptar políticas transicionales. Lo anterior, incluso con las mejores intenciones a nivel local, las más sofisticadas capacidades domésticas y el máximo apoyo internacional (Campbell 2012, 75).
iii) No hay que olvidar que la aplicación de los mecanismos de justicia transicional también involucra varios riesgos que es preciso abordar con precaución, pues estos se pueden traducir en un retroceso frente al nivel de protección que la población desplazada había alcanzado con anterioridad. Por una parte, acciones relacionadas con la investigación y sanción de los responsables de los abusos pueden obstaculizar la respuesta humanitaria que de ordinario se despliega a favor de la población desplazada. Por otra, es importante recordar todas las consideraciones de la Realpolitik que subyacen a la definición de quién es una víctima del conflicto armado, y, con ello, alertar sobre la posibilidad de que las personas desplazadas que no caigan bajo ese concepto se encuentren desprovistas de la protección de la que, de todas formas, gozan en cuanto ciudadanos.
La promoción de los derechos de la población desplazada en la post-Guerra Fría recibió una rápida acogida en el campo del humanitarismo y en la práctica estatal que se manifestó en una mejora en sus condiciones de vida (Williams 2012, 104). Quizás uno de sus logros más significativos consistió en posicionar la problemática del desplazamiento forzado, ya no en términos de “una obligación moral de los Estados de asistir a aquellos que se encuentran en desgracia”, sino en términos de derechos humanos: las personas desplazadas son sujetos de derechos que requieren el acceso a las medidas sociales y económicas necesarias para superar tal situación (Stavropoulou 1994, 104). El objetivo principal de la intervención humanitaria es salvar vidas, atender necesidades insatisfechas mientras persiste el desplazamiento y buscar soluciones duraderas en términos sociales y económicos, tal como se recoge en los Principios Deng y el Marco de Soluciones Duraderas (ver supra). Los actores humanitarios, por lo tanto, asumen una posición imparcial frente al establecimiento de responsabilidades y otros factores como la naturaleza política de los perpetradores del desplazamiento, o su relación con el conflicto (La Rosa 2006, 83).
La implementación de mecanismos de transición puede aumentar la resistencia política para abordar el desplazamiento forzado: “el impacto de los actores [humanitarios] es mayor si evitan la confrontación con Estados intransigentes” (Williams 2012, 104). El caso de la restitución de tierras ilustra este punto: si como parte de las políticas de restitución se busca levantar información que permita apuntar a la responsabilidad penal de las personas involucradas en el despojo, los actores estales relacionados con este seguramente van a realizar una oposición más fuerte para así evitar su implementación (Duthie 2012, 26).16 A su vez, acciones tendientes al establecimiento de responsabilidad penal pueden tener efectos indeseados en la atención y protección de las personas desplazadas en el terreno, tal como ocurrió en regiones de Uganda y Sudán. En estos casos, los actores humanitarios fueron atacados, fustigados y expulsados como respuesta a las órdenes de captura emitidas por la Corte Penal Internacional en contra de los líderes de algunos de los grupos armados involucrados en el conflicto (Campbell 2012, 69). A su vez, el temor de las personas desplazadas de sufrir represalias en los lugares de retorno, en caso de ser asociadas o verse involucradas con las medidas de justicia transicional (i.e., denuncias, juicios), puede desincentivar los retornos (Campbell 2012, 69).
Por último, es importante resaltar los riesgos en materia de (des)protección de las personas desarraigadas que surgen con el tránsito de la categoría de desplazado a víctima. Al respecto, no hay que olvidar experiencias como las vividas en Colombia, donde la incorporación del discurso de la justicia transicional, mediante la ley 1448 del 2011, se tradujo en que las personas desplazadas por actores que carecían de reconocimiento político (i.e., BACRIM) dejaron de recibir a partir de entonces las medidas a las que tenían derecho en cuanto ciudadanos (i.e., ayuda humanitaria, acceso a medidas de estabilización socioeconómica). Lo anterior, bajo el argumento de que esta ley beneficia sólo a las víctimas del conflicto armado y no a las de la delincuencia común organizada. Esta respuesta contrasta con el marco humanitario de protección anterior (ley 387 de 1997), el cual sí reconocía este tipo de desplazamientos, con independencia de los móviles y la naturaleza política de los actores, atendiendo para tal efecto únicamente a la constatación del movimiento coaccionado de las personas dentro de las fronteras nacionales.17 Si bien es cierto que este ejemplo puede ser considerado como un caso de aplicación operativa indebida de las políticas transicionales, que no tiene el peso suficiente para cuestionar, por sí mismo, la ampliación del campo de la justicia transicional para abordar el fenómeno del desplazamiento forzado, tampoco debe sorprender que ese “infortunado desenlace” se haya derivado de la racionalidad misma que inspira la justicia transicional.
En efecto, la definición de quién es una “víctima”, a fin de implementar políticas transicionales, depende de factores como la naturaleza de los actores armados, de la extensión del reconocimiento de la existencia del conflicto armado, del periodo que se va a abordar con las políticas de transición, o del nivel de responsabilidad que el Estado quiere aceptar en cada caso (Campbell 2012, 75; Bradley 2012b, 193). Con ello, se invisibiliza a la población desplazada “no-víctima”, junto con sus necesidades presentes y futuras insatisfechas, dando así un paso atrás frente al nivel de protección sobre el cual ya se había logrado un consenso en el campo del humanitarismo.
Si el discurso de la justicia transicional persigue el fortalecimiento de la relación entre las víctimas y las instituciones públicas, al empoderarlas como ciudadanos con plenos derechos (De Greiff 2010, 15-18), no hay que pasar por alto el efecto invisibilizante sobre aquellas personas desplazadas que quedan en la sombra del concepto víctima. Despojadas del reconocimiento y de la protección del Estado, no sólo enfrentan, desprotegidas, las situaciones que ponen en riesgo sus vidas, sino que encuentran, más aún si es posible, disminuida su ciudadanía al dejar de tener acceso a las medidas más básicas para paliar sus necesidades diarias. Esta forma de vida desnuda, inscrita en el ordenamiento jurídico por medio de un vínculo que tiene la forma de la desligadura, obtiene la ciudadanía política sólo a través de la violencia (Agamben 2010, 21).
En última instancia, no sobra reiterar que si la justicia transicional produce efectos indirectos en términos de política social, y si las personas desplazadas exigen de las autoridades, en primera instancia, recursos para estabilizarse y satisfacer sus necesidades presentes y futuras, el parámetro para distribuir recursos escasos debe fundarse en criterios distributivos. Por lo tanto, factores como las presiones y dinámicas políticas que definen la amplitud y la estrechez del concepto víctima; si el desplazamiento tiene lugar en el marco de operaciones legítimas de la fuerza pública u otras actuaciones permitidas por el derecho internacional; si se provoca de manera directa o indirecta por actores armados, deben ser indiferentes en la asignación de recursos para las personas desplazadas. Esto, ya que en todas estas situaciones se requiere primordialmente el acceso a las medidas diferenciales y proporcionales que exijan el caso concreto para garantizar las necesidades de esa población, desde la entrega de la ayuda humanitaria hasta las políticas de estabilización socioeconómica en el lugar de recepción, retorno o reubicación (i.e., acceso a vivienda, restitución de bienes despojados, entrega de tierras).
Conclusión
En la actualidad existe un creciente interés, teórico y práctico, en el campo de la justicia transicional para abordar los legados de graves abusos en escenarios de (post)conflicto. Con ello, ha surgido recientemente una especial preocupación por aplicar los instrumentos de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición a favor de las personas desplazadas por la violencia. Frente a esta situación, en este texto expuse cierto escepticismo para abordar los desplazamientos forzados con una racionalidad correctiva que, a partir de la identificación de un daño que es producto de una conducta antijurídica, active la aplicación de mecanismos de justicia transicional. Insistir en una racionalidad correctiva implica el riesgo de generar tratos discriminatorios entre personas desplazadas; absorber recursos que podrían destinarse a atender cuestiones más importantes para esa población; y entorpecer un esquema de atención que, con todas sus dificultades y fallas, es más coherente para abordar su problemática, al basarse en criterios de vulnerabilidad.
Por cuanto la población desplazada encarna ese umbral difuso en el que la violencia se entrecruza con la marginalidad, en este texto argumenté que se hace necesaria una racionalidad distributiva para abordar su situación, que atienda a las necesidades específicas y diferenciadas que pueda requerir en cada caso, tal como ha sido recogido en los Principios Deng y el Marco de Soluciones Duraderas de la ONU. Al respecto, Correa sostiene que, en contextos de desplazamientos prolongados y masivos de población, no se trata de abordar las consecuencias de las violaciones de derechos en clave de reparación, sino de cumplir con la obligación de proveer condiciones para la estabilización socioeconómica de esa población. Esto incluye adoptar políticas de educación, salud y generación de ingresos en los lugares de reasentamiento, retorno y reubicación, prestando especial atención a “quienes se encuentran en mayor estado de necesidad, considerando la escasez de recursos” (Correa 2014, 8).
Es cierto que alcanzar soluciones duraderas para la población desplazada es sumamente difícil en países en los que no han cesado las confrontaciones. Pero esto no basta para afirmar que las políticas transicionales se vuelven indispensables para garantizar la paz y abordar adecuadamente el desplazamiento forzado. El problema de este argumento radica en confundir las políticas de transición con otros campos colindantes, como el de construcción de paz, y con otras medidas que se utilizan para salir de conflictos armados, como las políticas de desmovilización, dejación de armas y reintegración (Sharp 2012, 789). Es un error asumir que la salida de los conflictos armados y la consolidación de la paz son un monopolio del campo de la justicia transicional. Al respecto, Elster sostiene que no conoce “ningún régimen de postransición que haya fallado por una retribución o reparación insuficiente” (Elster 2004, 17-18).
Ciertamente, una aproximación “desde abajo” que priorice el acceso a las medidas socioeconómicas para la población desplazada entra en tensión con otros instrumentos y mandatos internacionales que “desde arriba” privilegian la justicia correctiva y la lucha contra la impunidad en contextos de transición (McEvoy 2008, 25-29). Esta observancia de la justicia correctiva y retributiva, que se fundamenta en otros imperativos morales y legales igualmente valiosos, hace parte de una “cascada de justicia” que ha reformado el panorama normativo internacional (Lutz y Sikkink 2001, 302). El gran reto, por lo tanto, es cómo abordar en toda su nitidez, en lugar de disimularlas, las tensiones entre justicia correctiva y distributiva en escenarios de (post)conflicto, atendiendo a ese umbral difuso en el que se encuentran muchas de las personas desplazadas por la violencia. Por las razones expuestas, esta ponderación debe darle primacía al marco humanitario de protección inspirado en una racionalidad distributiva, por encima de la lógica correctiva que informa la justicia transicional. Resulta extraño que un campo que, como la justicia transicional, tuvo un origen que se caracterizó por un pragmatismo tan marcado (Torres 2019, 15-27), ahora cargue con pretensiones normativas tan amplias. De esta maniobra resulta una enorme paradoja: en la sombra de los ideales y proyectos tan valiosos que persigue la justicia transicional, la cotidianidad aloja una serie de injusticias y arbitrariedades que, silenciosas, demandan equidad.