Introducción
Algunos estudiosos del pensamiento platónico se sirven tanto de la denominada "cronología de composición" de los diálogos como del testimonio de los relatos biográficos sobre Platón para respaldar las razones por las cuales este habría considerado seriamente la posibilidad de anudar filosofía y política (Crombie, 1979, pp. 170 y ss.; Klosko, 2006, pp. 11 y ss.). La división entre diálogos menores, maduros y tardíos ha dado pie a sostener una evolución en el pensamiento de Platón, lo cual conllevaría una serie de fases que explicarían su cambio de enfoque respecto a su "ontología" y a su "proyecto político". Además, la anécdota según la cual a Platón lo habrían invitado a establecer leyes en Megalópolis y en Cirene y, sobre todo, el relato de sus tres viajes a Sicilia a la corte del tirano, serían las principales fuentes para suponer el inequívoco deseo de Platón de influir en la política de su tiempo. De este modo, se ha sugerido que su fracaso en la corte del tirano habría justificado la modificación de la propuesta política de la República por el proyecto "menos idealista" del tardío diálogo Leyes (Soares, 2010, p. 231). Sin embargo, la división de los diálogos a la luz de una evolución de Platón resulta un recurso artificioso y parece responder a prejuicios modernos.1 Tampoco parece pertinente recurrir a los relatos sobre la vida de Platón para sostener determinadas interpretaciones de su filosofía, porque, como señala Alice Swift Riginos (1976), las antiguas anécdotas sobre el autor de los diálogos resultan muy poco fiables como fuentes de información acerca del Platón histórico (p. 99).2 En ese sentido, creo que para comprender la filosofía política de Platón solo basta el análisis de sus diálogos.3 Esto implica, sin embargo, que debemos guardarnos no solo de identificar al autor de los diálogos exclusivamente con la figura de Sócrates,4 sino también de suponer que Sócrates en la República habría postulado unívocamente un régimen político de una naturaleza tal que a muchos, como a Karl Popper, pudo resultar escandalosa. Creo necesario, por lo tanto, sopesar sin restricciones las paradojas del pensamiento platónico. De este modo, la cuestión política de un diálogo como la República tal vez no revele tanto una doctrina como una provocación a filosofar.5
Para abundar en el problema de la filosofía política de Platón, en el siguiente artículo me concentraré exclusivamente en la figura literaria de Sócrates como filósofo político.6 Analizaré, en primer lugar, el símil de la caverna,, fijando la atención estrictamente en el rasgo paradójico del relato de Sócrates que trasluce la intrínseca aporía del sintagma «rey-filósofo» y que, a mi juicio, concentra en una imagen todos las paradojas que se presentan durante el diálogo. Algunos comentaristas (Ferguson, 1921, 1922; Strang, 1986; Zamosc, 2017) han enfatizado que, si bien no deben desconocerse los importantes rasgos epistemológicos del símil, la clave se encuentra en su lectura política. En ninguno de estos casos, sin embargo, se ha apuntado a la seria paradoja que compromete el "proyecto filosófico-político" de Platón y que ocurre cuando se contrastan el ascenso y el descenso del liberado.7 A la vista de la paradoja de la comunión de filosofía y política, indicaré que, si cabe hablar de una filosofía política de Platón, solo los diálogos aporéticos podrían dar cuenta de ella sin equívocos, pues aquí, más que propuestas o programas, se ejercita efectivamente una filosofía política de carácter esencialmente terapéutico. Por ello, tras el análisis del símil, propondré a partir de ciertos pasajes de algunos diálogos cómo se podría entender la filosofía política de Platón en su efectivo ejercicio.
Historia de una ida y de una vuelta
Durante el curso del diálogo República llega un momento en el que resulta necesario que aquellos que han convenido fundar una bella ciudad opten por hacerlo de la manera "más rápida y más fácil" (541a),8 a saber, extraer de la ciudad existente un elenco de niños y niñas de no menos de 10 años y a su tiempo criar a los hijos que nazcan entre ellos mediante "nobles mentiras" (414c).9 Por medio de estos cuentos los fundadores de la ciudad podrán alejar a los niños de las costumbres de sus padres y serán capaces de orientarlos adecuadamente para entrar en la nueva república. Las nobles mentiras diseñadas por los fundadores de la bella ciudad deberán formar a los ciudadanos para que se vuelvan aptos y puedan desempeñar con ingenio su arte o bien su ciencia en la bella ciudad. La tarea de gobernar la bella ciudad, sin embargo, no estará encomendada a cualquier ciudadano, sino solo a aquel que logre el conocimiento de las ideas, a saber, el rey-filósofo. El rey-filósofo, por lo tanto, será el único capacitado para gobernar la ciudad mediante este conocimiento, por lo que requerirá que se lo aleje de la vida de sus conciudadanos y se lo conduzca mediante una rigurosa instrucción.10
El símil de la caverna expone cómo sería posible alcanzar este conocimiento, pero también en qué consistirían las condiciones en virtud de las cuales podría generarse. Bajo la imagen de una caverna Sócrates muestra cómo habitan los ciudadanos desde niños en la ciudad, a saber, como si estuviesen encadenados e inmovilizados con la vista dirigida a una pared sobre la cual unos artífices de maravillas proyectan diversas sombras gracias a la luz de una fogata que arde fuera de la vista de aquellos. En ningún momento Sócrates dice explícitamente que estas sombras tengan relación con aquellas "nobles mentiras", ni tampoco explica cuál sea el rol que juegan los artífices que se encuentran tras la mampara, aunque resulta claro que Sócrates bajo esta imagen pretende dar a entender cuáles son los elementos que constituyen la condición fundacional de toda ciudad, incluso de aquella que se ha venido proyectando como bella. Esto significa que el símil tiene un sentido general y otro restringido. Su sentido general lo enuncia Sócrates al principio del relato, al afirmar explícitamente que los encadenados son "como nosotros" (República, 515a) y que se hablará sobre la experiencia de "nuestra naturaleza" con respecto a su educación y falta de ella (514a). Pero, a su vez, tiene un sentido restringido, en la medida que el ascenso hacia fuera de la caverna es la imagen que representa estrictamente la educación del futuro gobernante de la bella ciudad. Se podría objetar que el símil no relata la situación de los ciudadanos de esta ciudad, sino que pinta solo la vida ordinaria en las ciudades realmente existentes y que Sócrates criticará a lo largo de los libros VIII y IX.11 Sin embargo, si el símil representa la posibilidad de la educación de aquel que pueda liberarse del yugo de las sombras, ¿no significa entonces que el eventual gobernante haya tenido que criarse mediante las "nobles mentiras" y que, habiendo sido seleccionado entre los demás (412d-e), tenga que superar su anterior estado limitado a los conocimientos de la gimnasia y la música (376e)?12 Estos conocimientos, por lo tanto, constituirían "las sombras de la caverna" en contraste con el programa que ha de seguir el eventual gobernante (522c y ss.). Más aún, todos aquellos conocimientos que constituyen el propio estudio del eventual gobernante no serían sino un preludio de la dialéctica (531d) y, por lo tanto, todavía "conocimientos sombríos", pues, en contraste con aquella, mediante estos se verían las cosas solo "como en sueños".13 Todo este contexto resulta ser la condición para la formación del rey-filósofo, pero, a su vez, constituye el ámbito de las sombras, pues si no fuese así no podría entenderse por qué, tras haber visto el sol, el liberado se topa con el furioso rechazo de los prisioneros.14
Pues bien, para los efectos del símil no habría distinción entre los ciudadanos de la bella ciudad y los ciudadanos de una ciudad corrupta, pues en ambos casos los hábitos y las opiniones se alimentarían de mentiras, aunque unas serían nobles y otras viles o insanas, como en el caso de aquellas mentiras diseñadas por poetas como Homero o Hesíodo. Por ello, hasta en la bella ciudad se necesita que alguien sea instruido de manera especial para que la gobierne. Esto implica, además, que los encadenados que han crecido bajo el claroscuro de la caverna sean gobernados por alguien que se haya desvinculado completamente de la norma de la caverna y reconozca el fundamento incondicionado de la caverna como algo otro, como algo que se encuentra separado de ella, aunque no disociado, pues el fuego cavernario, que es simulacro del sol, mantiene alumbrando y dando la vista a los encadenados dentro de la caverna.
Ahora bien, considerando la identificación de esos encadenados con los ciudadanos de la bella ciudad y expresamente con "nosotros mismos", Sócrates relata la súbita liberación de uno de ellos y su ascenso al exterior, lo cual es la imagen del tránsito hacia el descubrimiento de las ideas y cuyo conocimiento el liberado necesita para gobernar la ciudad. Así, luego de atravesar una serie de etapas que llevan al eventual rey a reconocer paulatinamente las sombras y los reflejos de las cosas, finalmente contempla el día y el sol que ilumina todas las cosas. Sócrates relata, a su vez, la necesaria vuelta a la caverna, lo que significaría la implantación en la ciudad de una política basada en las ideas ya conocidas. Este recorrido de vuelta, sin embargo, no lo hará el rey-filósofo, sino únicamente el filósofo. ¿Por qué? Porque, tal como lo muestra el símil, quien descienda se topará con la dura resistencia de sus compañeros, lo cual conllevará no solo su incapacidad de "gobernarlos", sino la necesidad de reemplazar su original tarea por una que presumiblemente sea semejante a la del propio Sócrates. Me explico.
Al contemplar la idea del bien mismo y las ideas, el liberado se habrá exiliado de la ciudad hasta el punto de querer permanecer "fuera" y solo forzosamente deberá reintegrarse con sus conciudadanos. En efecto, Sócrates afirma que los fundadores de la ciudad no deberán permitir al liberado quedarse "fuera de la caverna" y tendrán que obligarlo "a descender junto a aquellos prisioneros" y a "participar en sus trabajos y recompensas, sean estas insignificantes o valiosas" (519d). Ahora bien, aunque los fundadores obliguen al liberado a descender, la visión de las ideas lo habrá transformado irremisiblemente y se volverá, por lo tanto, un extraño para los otros.15 Por ello, presumiblemente resultará que, cuando el filósofo "baje" a la ciudad, las opiniones de los ciudadanos chocarán con sus ideas tal como la tiniebla de la caverna ofuscará la vista del liberado al volver. En este sentido, Sócrates advierte que, si ya reacomodada la visión del liberado al claroscuro reinante de la caverna, "¿no se expondría al ridículo?...y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?" (517a). Según el símil, resulta necesario para el liberado volver a la caverna, aunque, por así decir, deba dejar su corona afuera, lo cual no solo implica la imposibilidad de gobernar a sus compañeros, sino la insolencia de encararlos, a riesgo, incluso, de ser asesinado por ellos. El trastorno y la confusión de las cosas ocurre, porque el conocimiento real implica el criterio de las ideas, las cuales, por permanecer fuera del campo visual de los ciudadanos, resultan inconmensurables con las cosas públicas.
Es en este punto que el símil, cuya finalidad en principio era retratar la instrucción del ciudadano elegido para gobernar la ciudad, exige que seamos precavidos. Es más, el presunto proyecto de una política platónica resulta fundarse en un círculo vicioso, a saber, que solo la bella ciudad ofrece las condiciones para que el filósofo pueda educarse para gobernar, aun cuando esta ciudad solo pueda denominarse bella cuando el filósofo efectivamente la gobierne. Esto conlleva una insuperable paradoja, puesto que la misma ciudad que dio origen al eventual rey-filósofo será la que impida su gobierno. Por lo tanto, si el ascenso significa el regreso al fundamento del conocimiento de las cosas públicas y si el descenso, a su vez, significa la implementación legislativa de la ciudad (520b-d), ¿cómo conciliar el ascenso del eventual rey-filósofo, pero presumiblemente solo el descenso del filósofo? ¿Es que acaso quien asciende debe necesariamente modificar su rol por otro al descender? ¿Esto quiere decir que en la "vuelta a la caverna" se encuentra implicada la posibilidad de que el "retornado" vaya en contra de la ciudad, incluso en contra de los fundadores de la bella ciudad en la cual fue criado? Que sea el filósofo quien se enfrente a la ciudad y no el rey-filósofo que gobierne la bella ciudad, ¿significa que las costumbres, virtudes y hábitos de la ciudad serán siempre fenómenos oscuros y confusos en relación con la claridad de las ideas y que incluso el proyecto que lleva al límite la unidad y justicia de la bella ciudad resulta insostenible por el filósofo que "vuelve" a ella? ¿El gobierno del rey-filósofo resulta entonces irrealizable paradójicamente por su conocimiento de las ideas? El liberado tendría entonces que descender, aunque no para implantar una nueva política, sino para criticar la existente a la luz, sin embargo, de las ideas.
Nos percatamos de que el símil de la caverna no es meramente una imagen que retrata las distintas fases cognitivas por las que pasaría el eventual rey-filósofo, sino un relato del problema fundamental de la relación entre filosofía y política. A mi juicio, lo más relevante con el símil es la exposición de la atopia misma de la filosofía, su extrañeza, perplejidad y paradoja, ejemplificada por el mismo Sócrates en la ciudad. Sin embargo, de acuerdo al símil, Sócrates no sería quien realiza el ascenso,16 pues si así lo hubiese hecho, no se limitaría solo a barruntar el sol y el día, como él mismo declara (505e, 506a).17 Tampoco sería quien desciende a la caverna, pese a que él haya sufrido el mismo destino que amenaza al personaje del símil.18 En parte podría asemejarse a aquel que ni siquiera se nombra, pero que presumiblemente sería el responsable de liberar en primer lugar al encadenado (515c). Esto lleva a pensar que la acción política de la filosofía realmente existente no sería el gobierno de la ciudad, sino, más bien, un ejercicio terapéutico, cuyopharmacon es la refutación, es decir, el necesario castigo que reemplaza la sanción de la ley mediante el diálogo. Por lo dicho, el símil pinta con meridiana claridad que aquel que pretende presidir filosóficamente una ciudad, tras un titánico esfuerzo de preparación, debe, sin embargo, renunciar a ello al encontrarse con la resistencia de los ciudadanos a quienes pretendía gobernar, y, por lo tanto, debe modificar su rol por el de filósofo, es decir, por el rol de alguien que únicamente es capaz de persuadir con todas las herramientas filosóficas disponibles a que cada uno cuide de sí mismo y conduzca prudentemente su vida política.
Si esto es así, la auténtica filosofía política de Platón no se expresaría en el proyecto de una utópica "ciudad ideal" (Vallejo Campos, 2017) y, por ello, no sería pertinente referirse a la "dimensión teórico-paradigmática" de la República (Soares, 2010, p. 9) ni a la motivación platónica por "descubrir cómo una ciudad se aproxima lo más posible a la que se ha mencionado que se podría fundar" (Boeri, 2017, p. 22).19 La resistencia de algunos comentaristas a admitir que Platón no habría escrito la República con un fin realmente político o que va contra la literalidad del propio texto plantear que las argumentaciones de la República habrían sido, como dice Gadamer (1991), solo "metáforas dialécticas" (p. 167), resultaría en este sentido comprensible, si la República fuese un tratado monológico unívoco y no un diálogo polifónico y confrontacional. Por ello, creo que merece atención la afirmación de Victorino Tejera (1999) según la cual los diálogos platónicos deben leerse como "la dramatización de una larga conversación sobre asuntos intelectuales, culturales o políticos", por lo que "cada diálogo evoca las circunstancias de la vida griega y el clima de opinión en la Atenas de Platón" (p. XIII).20 Considerando este "clima de opinión", la República muy bien podría representar el mayor esfuerzo terapéutico de Sócrates. En ese sentido, resulta sugerente una interpretación como la de Jacob Howland (2014), para quien el fin del diálogo estaría en reorientar la disposición de Glaucón a la vista de las eventuales circunstancias políticas.21 No se puede descartar, por otro lado, que, como señala Victorino Tejera, en la República Sócrates, en vez de proponer una inusual teoría política de rasgos espartanos, estuviese elaborando una cuidadosa sátira22 de las hiperbólicas pretensiones filosófico-políticas de ciertos "amigos de las ideas" (1999, pp. 233 y ss.; 1997, p. 85).23 Con todo, no pretendo negar los rasgos políticos de la República, sino sugerir, como señala Sócrates casi al final del espinoso recorrido dialéctico, que la importancia de la bella ciudad tal vez radique, ante todo, en ser un "ejemplo en el cielo para quien quiera verlo y, tras verlo, establecerlo en sí mismo" (592b).
Sócrates como filósofo político
Si la filosofía política de Platón no se encuentra en la República o, al menos, parece muy problemático encontrarla allí, ¿en qué diálogo entonces podremos dar con ella? La filosofía política de Platón no radicaría en construir la "bella ciudad", cuyas directrices, por lo demás, deberíamos evaluar cuidadosamente, sobre todo ciertos aspectos que resultan ir en contra de quien durante toda su vida se abstuvo de toda intervención en la política tal como la ejercían sus conciudadanos. De hecho, si fuese posible una ciudad como la planteada en la República, sus fundadores desterrarían inevitablemente a un ciudadano como Sócrates, quien sería un verdadero peligro para la normalidad de la nueva ciudad con sus incómodas preguntas. Dicho más precisamente, la filosofía tal como la ejerce Sócrates sería insoportable en una ciudad donde la cohesión de los ciudadanos no permite ningún espacio de disensión ni crítica, espacio que, por lo demás, solo parece posible en un régimen democrático (República, 557d).24 La auténtica filosofía política de Platón no se circunscribiría a un determinado diálogo, sino que, si la filosofía es un ejercicio que se lleva a cabo en medio de las cosas de la ciudad, y en ese sentido es una actividad inherentemente política, entonces la auténtica filosofía política de Platón se expresaría mediante una dialéctica por la cual los interlocutores cooperan por mor de la virtud . 25
Sócrates, en este sentido, ejerce de manera contundente e inexcusable esta filosofía política en cada diálogo, y especialmente en los denominados diálogos aporéticos. Estos diálogos podrían tomarse en su conjunto como las distintas maneras de retratar el momento crucial relatado en el símil de la caverna y según el cual el encadenado es desatado y obligado a volver la vista. En ningún caso podría decirse que en estos diálogos el liberado finalmente reconduce su comportamiento y emprende el ascenso. El incumplimiento de este ascenso, sin embargo, solo podría interpretarse como un fracaso, si restringimos la filosofía política de Platón a la del fundador de la bella ciudad de la República y cuyo objetivo es precisamente someter al liberado a un estricto plan de estudios para que eventualmente pueda gobernar la nueva república. Pero Sócrates no pretende ser el fundador de una ciudad. Más bien, Sócrates pone en evidencia el problema mismo de la ciudad, en la cual se anida la alteridad, la diversidad, las apariencias y los inevitables conflictos entre partes que parecen resultar inconmensurables. En términos generales, se podría decir que el cuidado socrático es una confrontación política a partir del desvelamiento de lo que inmediatamente se sustrae mediante sus apariencias.
Para comprender el sentido y el alcance de este desvelamiento y, en suma, cómo Sócrates se confronta con la ciudad, cabe primero referirse a su propio modo de filosofar, que, en términos tradicionales, se ha entendido como la búsqueda de la definición universal de una determinada virtud (Cf. Woodruff, 1986, p. 30; Fine, 1992, pp. 202 y ss.; Irwin, 1995, pp. 21 y ss.). Sin embargo, Sócrates no trata tanto de capturar la virtud bajo una proposición como de interpelar al interlocutor en orden a que, a través del esfuerzo por definirla, el interrogado se vea obligado a exhibirse ante el otro y sea capaz de reconocerse a sí mismo en su respuesta.
Anacalipsis dialéctica
Considérese cierta ocasión en la cual Critias interpela a Sócrates para que aconseje a su primo, el joven Cármides, cuyos dolores de cabeza lo aquejan constantemente. Tras escuchar de parte de Critias un rumor que corre y que le atribuye al muchacho tener una reconocida moderación, Sócrates se dirige a Cármides con el fin de que este le declare su parecer (δοξάζειν) respecto a la moderación mediante su propia percepción (αἴσθησις).
Bueno, entonces -dije-, ¿piensas tú que, en tanto sabes griego, podrías decir esto, tal como se te aparece? (σοι φαίνεται;)
Probablemente -dijo.
Entonces, para que adivinemos si está en ti o no -dije yo- dinos qué dices que es la moderación según lo que te a-parece (κατὰ τὴν σὴν δόξαν) (158d-159a).
Como se puede apreciar, Sócrates interpela a Cármides para que diga su δόξα, es decir, lo que le parece que sea la moderación.26 Esta señal permite reconocer que Sócrates al preguntar de ningún modo se adelanta con alguna "teoría de las ideas", sino que deja, en este caso a Cármides, contestar libremente a partir de su inmediata percepción del asunto. De hecho, en este diálogo en ningún momento se menciona la palabra "idea", a no ser bajo su corriente significación y en referencia estrictamente a la presencia y figura de Cármides (157d, 158b, 175d). Lo importante es que, pese a que Sócrates no señale expresamente hacia la idea de la moderación, la está insinuando a partir de su necesaria aparición en correspondencia con la propia percepción de Cármides.
Para aclarar lo anterior acudamos a otro caso en el que sí se menciona la idea expresamente. En el Eutifrón, Sócrates dirige la respuesta de Eutifrón acerca de la piedad mencionando este término fundamental. En un momento dado, luego de que Eutifrón había asegurado saber qué es la piedad, Sócrates le pregunta a modo de orientación: "¿Es que no es lo mismo en toda acción lo piadoso mismo para sí mismo y, por su parte, lo no piadoso no es todo lo contrario de lo piadoso y tiene una única vista (μίανἰδέαν)?" (Eutifrón, 5c-d). "Sin ninguna duda, Sócrates", le contesta Eutifrón. Sócrates, en este sentido, solo despeja un horizonte que el propio Eutifrón reconoce, aunque, a su vez, asume la implícita y necesaria conexión con lo que parece ser (δόξα). En efecto, si la δόξα es un "parecer", entonces algo hay que correlativamente tiene que "aparecer", que tiene que mostrarse, que, en suma, se da a ver bajo un aspecto. Por lo tanto, cabe reconocer dos momentos en la δόξα. Por una parte, un momento fenoménico, por el cual δοκεῖνsignifica "mostrar", "aparecer", "anunciarse" (φαίνεσθαι) y, por otra parte, un momento receptivo, el cual se aprecia en conexión con el verbo δέχεσθαι (recibir, aceptar). Así, δοκεῖν significa también "suponer" y "creer". De este modo, parece pertinente pensar que Sócrates sugiere que la idea no puede sino darse fenoménicamente. Esto no quiere decir, por cierto, que la δόξα y la idea se identifiquen. La idea inmediatamente se muestra bajo un parecer, aunque, al mismo tiempo, se sustraiga su verdadero aspecto. Por lo tanto, desde el momento que Eutifrón le asegura a Sócrates saber con exactitud qué es la piedad, entonces resulta necesario avistar y, por lo tanto, distinguir lo que parece piadoso de lo que parece no piadoso, lo que conllevaría, en último término, tener a la vista uno y otro aspecto. Pero como el alcance significativo de la idea se encuentra delimitado por el parecer, es decir, por el modo como la piedad inmediatamente se muestra y como particularmente se le muestra al interlocutor, el ejercicio filosófico de Sócrates resulta necesario para desvelar lo que siempre y constantemente se encuentra atravesado por la mera apariencia.
Por lo tanto, que haya algo así como una idea orientando implícitamente la respuesta de Cármides no resulta de una imposición artificial, sino de la necesidad intrínseca del a-parecer de la idea. De ahí que, a su vez, Cármides inmediatamente aparezca bajo la fama que lo señala como moderado. De esta manera, lo que Sócrates realiza al hablar con Cármides consiste en inquirir qué sea la moderación mediante el desvelamiento del auténtico ser del muchacho a partir de sus sucesivas respuestas. En ese sentido, para evitar el equívoco de convertir a Sócrates en un proto-fenomenólogo, sugiero entender su ejercicio como una anacalipsis.
La palabra Anacalipteria, por ejemplo, hace referencia a una antigua fiesta griega en la cual la novia desvelaba su rostro al público (Liddell & Scott, 1996, p. 107). Tomo la palabra "anacalipsis", por lo tanto, para reparar en la intención de Sócrates de desvelar, pero no en aquel sentido apocalíptico del evangelio y según el cual san Juan anuncia pasivamente la verdad última del fin de los tiempos.
Lo de Sócrates es más modesto, aunque más trabajoso. Se trata de quitar el velo que cubre un rostro, a saber, el velo del rostro del supuesto moderado o el velo del rostro del supuesto piadoso, y que en cada caso se encuentra inmediatamente cubierto. No es mi intención usar el término "rostro" de acuerdo con la filosofía de Lévinas, pero cabe resaltar la connotación ética del término y, a su vez, su sentido político, que es el que aquí quisiera enfatizar. Mi intención es resaltar el sentido humano de la idea de la virtud, cuya transcendencia, sin embargo, no se encuentra disociada de su modo de aparecer en el carácter y en los actos, los cuales son siempre intersubjetivos, susceptibles de encararse mutuamente y, por lo tanto, de someterse al juicio recíproco. Lo significativo, por otro lado, es percatarse de que estas connotaciones ético-políticas están delimitadas por el sentido ontológico del aspecto de algo y que es a lo cual Sócrates anima a distinguir: el eidos o la idea en tanto apariencia del ser-algo, con toda la ambigüedad que entraña.
Ahora bien, lo más importante es que la anacalipsis de Sócrates no es un examen monológico, sino que requiere de una comprensión dialógica de lo dicho que conlleva una constante revisión crítica de los pasos dados. En la medida que la anacalipsis socrática es un diálogo cuyo fin es desvelar el rostro de la virtud, su ejercicio hermenéutico se ejerce siempre dialécticamente, de manera que "la cosa misma" solo puede asomarse paulatinamente al encarar la respuesta del otro, por lo cual lo dicho debe ser confrontado a partir de sucesivas contra-argumentaciones. Esto significa que lo que se descubre se encuentra siempre en riesgo de volver a recubrirse a partir de las contradicciones y de la negatividad propia del movimiento dialéctico. La anacalipsis socrática es, por lo tanto, esencialmente dialéctica y podría comprenderse a partir de una suerte de simpatía con la vida, en la medida que al preguntar por el "es" Sócrates no se apresura a imponer teorías ni doctrinas, sino que acompaña terapéuticamente al interlocutor a través de sus respuestas. Lo mayormente significativo es que este acompañamiento no tiene su auténtica base en lo que algunos comentaristas denominarían la dimensión epistémica del dialogo, es decir, en la aprehensión de la virtud mediante una definición. La anacalipsis de Sócrates, a mi juicio, tiene una fuerte connotación patética, lo cual resulta concomitante a su carácter ético-político. Sócrates intenta que el interrogado sea llevado emocionalmente por la argumentación y muestre lo mejor de sí mediante el esfuerzo por comprender el asunto puesto en cuestión, lo cual no solo implica un conocimiento proposicional de lo que es bueno, sino, ante todo, un conocimiento de cómo hay que actuar y vivir. De ahí que el conocimiento buscado mediante la anacalipsis dialéctica sea, en suma, no-proposicional (González, 1998), es decir, un conocimiento que se obtiene no mediante proposiciones, sino que se apropia mediante la exhibición, en este caso, de ciertos gestos, actitudes y maneras que pueden ser reconocidos durante el transcurso de los argumentos esgrimidos.
La política más fina
He planteado la filosofía política de Sócrates como figura eminente de los diálogos platónicos a partir del ejercicio de un método que tiene como fin desvelar el rostro de la virtud mediante una comprensión crítica y confrontacional de los inmediatos pareceres cotidianos. Así, por ejemplo, Sócrates se confronta con Hipias y Eutifrón, quienes ejemplifican un tipo de enmascaramiento sometido a un autoengaño que refuerza con mayor contumacia su resistencia ante la intención terapéutica de Sócrates (Vigo, 2001, pp. 30 y ss.). En ambos casos, Sócrates los lleva repetidamente a la aporía, aunque nunca de manera suficiente como para socavar las bases del autoengaño en el que viven. Resulta notable cómo Sócrates recurre a diversas estrategias durante los correspondientes diálogos para que en ambos casos los interlocutores puedan "ofuscarse" ante el resplandor de la idea que se sustrae. Eutifrón, de hecho, resistiéndose a dejar su posición y confuso por las palabras de Sócrates, reclama: "No sé cómo decirte lo que pienso, Sócrates, pues, por así decirlo, nos está dando vueltas continuamente lo que proponemos y no quiere permanecer donde lo colocamos" (Eutifrón, 11b). Y, por otra parte, ante la insistente confianza de Hipias para responder sobre aquello que asegura conocer, Sócrates le plantea una y otra vez acerca de lo bello como tal, aunque solo para obtener como respuesta diferentes y variados pareceres que se refieren a cosas que en algunos casos resultan bellas y en otros casos feas (HipiasMayor, 289c-e). Hipias, sin embargo, alega que una búsqueda de este tipo resulta inútil, porque lo importante es "ofrecer un discurso adecuado y... convencer y retirarse llevando... el mayor premio... la salvación de uno mismo, la de sus propios bienes y la de los amigos..." (304a).
Es en este punto que cabe resaltar con mayor énfasis que, pese a que los asuntos de los diálogos aporéticos parezcan tener un contenido personal, se encuentran preñados de un significado que trasciende la esfera privada, pues Eutifrón, por ejemplo, no es alguien que sostenga un parecer extravagante acerca de la piedad, sino alguien que es un ciudadano que actúa públicamente con base en estas opiniones, al punto de ser capaz de acusar a su propio padre ante la justicia (Eutifrón, 4a-e). De igual modo, Hipias no es alguien que ofrezca discursos privados acerca de lo bello, además de otras innumerables cosas, como el mismo reconoce (Hipias menor, 369b-e), sino alguien que es capaz de confrontar públicamente a otros con el fin de persuadirlos y obtener un beneficio que no busca el bien de la ciudad entera, sino el propio. Asimismo, ocurre con muchos otros interlocutores, sofistas, militares, poetas, cuyas actividades no son meramente quehaceres privados, sino que inciden en los otros con sus respectivos influjos, determinando que ciertas partes de la ciudad dominen sobre otras. El contramovimiento a este tipo de práctica, por lo tanto, no puede ser la simple rectificación de términos con base en una doctrina moral más sustantiva. La naturaleza de la filosofía política tal como la ejerce Sócrates no se reduce tampoco a una crítica especulativa de la moral relativa a la ciudad y cuya finalidad sea la mera descripción teórica de ciertos actos y comportamientos, sino que, más bien, la filosofía política de Sócrates es esencialmente ejecutiva, porque su crítica includensprudentia, lo cual no solo exige que los juicios de los interlocutores puedan ser refutados, sino que ellos mismos sean reconducidos moralmente en cuanto actores del diálogo. Así, por ejemplo, en el Laques se muestra con claridad que, ante la dificultad de definir proposicionalmente qué sea la valentía, Sócrates exhorta a Nicias para que no merme el valor mismo que conduce la investigación. "Venga, Nicias, socorre a tus amigos que están apurados en la discusión y no encuentran la salida, si tienes alguna fuerza" (194c). Es por eso que la filosofía política de Sócrates actúa en gran medida exhortativamente, porque mediante la crítica Sócrates asiste a la reconducción del juicio moral del otro, pero también ayuda a edificar la propia voluntad del interlocutor a través del fino ejercicio del diálogo.
Sócrates, por otra parte, puede ser insólitamente violento, lo cual no implica, por otro lado, que lo guíe un afán por destrozar dialécticamente a su oponente. Más bien, su evidente rudeza en algunos casos de ningún modo suprime su sincero cuidado por el otro. En efecto, este cuidado está perfilado por su tarea filosófica que busca, a veces con inusitada brusquedad y, además, sin escatimar el uso de la oratoria (Teloh, 2008), beneficiar el alma del interlocutor (Michelini, 1998), utilizando en este sentido la refutación como un castigo purificador (Clerk Shaw, 2015). Es así que Sócrates, al enfrentar a Calicles, puede decir: "Creo que soy uno de los pocos atenienses, por no decir el único, que se dedica al verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos; [...] pero lo que constantemente digo no es para agradar, sino que busca el mayor bien y no el mayor placer" (Gorgias, 521d). Y en seguida compara su quehacer político al del médico, quien, en vez de ofrecer dulces y pasteles a los niños (adular a los ciudadanos) como lo haría el cocinero (el orador o político de turno), seguramente sería acusado de maltrato por ofrecerles bebidas amargas y someterlos a las más extremas renuncias.
El arte político de Sócrates no tiene que ver, entonces, con dar directrices para el gobierno de la ciudad, ni menos con saber ofrecer discursos persuasivos a la multitud o simplemente participar como un demócrata más.27 El arte político de Sócrates radica en una anacalipsis dialéctica y que es, en suma, una confrontación con la moral corriente a la luz de un criterio de una vida moderada y sometida a constante examen.28 Si para destruir un juicio moral acrítico que conduce al desenfreno es necesario avergonzar al interlocutor,29 Sócrates no duda en hacerlo para desenmascararle. Sin embargo, este desenmascaramiento que la vergüenza suscita no se agota en un descubrimiento del oculto deseo o de la reprimida creencia del interlocutor (McKim, 1988), lo cual, a su vez, implica su careo con "la costumbre de los hombres" (Kahn, 1983), sino que, más decisivamente, la vergüenza que suscita la filosofía política de Sócrates deja que el interlocutor asuma una obligación moral que no viene de la profundidad de la conciencia subjetiva, sino del propio ejercicio dialéctico (Tarnopolsky, 2010).
En este punto el Gorgias resulta ejemplar, puesto que aquí el ejercicio anacalíptico de Sócrates radica precisamente en desengañar al otro mediante el avergonzamiento como un sentimiento político decisivo, en la medida que es la mirada de los otros la que fuerza al desengaño. Lo que específicamente ocurre aquí es el desvelamiento del rostro de la justicia a través del desenmascaramiento que realiza la vergüenza. Cabe puntualizar, además, que aquí la virtud de la justicia no se desvela tanto mediante proposiciones como mediante su ejercicio, pues es precisamente bajo el compromiso de aceptar las reglas de la conversación y, por lo tanto, en virtud del acuerdo mutuo de las justas condiciones del diálogo (457c-458c),30 que se podrán reconocer quiénes se muestran como justos y quiénes no. Es precisamente aquí que la ruptura del acuerdo por el cual cada uno de los interlocutores se comprometía a no ocultar sus propias opiniones conlleva admitir sin resistencia la posibilidad de la refutación y, de hecho, la necesidad de padecer vergüenza, debido a que esta emoción posibilita al otro abrirse de algún modo a sí mismo, aunque dependa solo de él soportar esta apertura y comportarse conforme a ello. Gorgias sostiene desde un principio que la oratoria es un ejercicio que persuade en los tribunales y en otras asambleas sobre lo que es justo e injusto (454b) con base en una creencia en vez de un saber sobre ello (454e) y reconoce, por lo tanto, que el orador no enseña qué es lo justo (455a). Porque el orador no enseña lo que es justo e injusto, sino que, más bien, persuade sobre ello, su ejercicio resulta ser algo circunstancial y, por lo tanto, le corresponde una cierta neutralidad. Porque depende únicamente de lo que en el momento se esté debatiendo, el orador ha de sostener qué es justo e injusto al captar con sutileza los movimientos del ánimo de los oyentes al respecto. Si, por otra parte, el discípulo de un orador utiliza injustamente su oratoria, sostiene Gorgias, no cabe responsabilizar al maestro de tal vicio (457b-c). En todo caso, la potencia de la oratoria reside en la capacidad de persuadir a la multitud acerca de lo que es justo e injusto, incluso aventajando a aquellos expertos en otras artes, pues solo con el industrioso uso de la palabra y no con el auténtico saber el orador obtendrá mayor crédito (459c). Ahora bien, si aventaja o no el orador al experto, replica, Sócrates, es algo que queda en suspenso. Basta con que Gorgias insista en esta ventaja para que Sócrates inmediatamente se apoye para sugerir que respecto a cualquier asunto el orador se encuentra en la misma situación de desconocimiento y se relaciona con cualquier asunto únicamente mediante la persuasión, lo cual "le permite aparecer ante los ignorantes como más sabio que el que realmente sabe" (459 d-e). Téngase presente, por cierto, que este intercambio está bajo la mirada de un círculo de personas que en gran parte corresponde a admiradores de Gorgias, quienes recién lo han escuchado disertar y que permanecen pendientes de sus respuestas. A la vista de tal situación resultan significativas las siguientes palabras de Sócrates:
¿[E]s necesario que quien tiene el propósito de aprender oratoria posea estos conocimientos y los haya adquirido antes de dirigirse a ti? Y, en caso contrario, tú, que eres maestro de oratoria, ¿prescindirás de enseñar a tu discípulo esto, porque no es función tuya, y harás que ante la multitud parezca que lo sabe, cuando lo ignora, y que pase por bueno sin serlo? ¿O te será completamente imposible enseñarle la oratoria, si previamente no conoce la verdad sobre estas materias? ¿Cómo es esto, Gorgias? (459d-e)
Lo que en un primer momento se había tomado como una conveniente ventaja del ejercicio de Gorgias, ahora, ante la mirada de la audiencia, parece resultar una incómoda amenaza para su reputación. Gorgias en seguida responde: "Yo creo, Sócrates, que, si acaso las desconoce, las aprenderá de mí" (460a). En este punto no reconocemos el ánimo de Gorgias, aunque Polo nos lo hace saber tras haberlo puesto Sócrates en evidencia.
¿Qué dices, Sócrates?... ¿Crees que, porque Gorgias haya sentido vergüenza en concederte que el orador no conoce lo justo, lo bello y lo bueno, y haya añadido a continuación que enseñaría esto al discípulo que se le presentara sin conocer esto? Y quizá a consecuencia de esta concesión, se ha producido cierta contradicción; esto es lo que te deleita, y tú mismo conduces la discusión a semejantes argucias.., pero ¿quién será capaz de negar que conoce la justicia y que puede enseñarla a los demás?...(461b-c)
Gorgias se ha avergonzado por ser incapaz de mantener su primera afirmación ante la mirada de una audiencia para la cual, como ha indicado Polo, parecería inaceptable ignorar lo que es justo o bueno o bello. En Gorgias, por lo tanto, la vergüenza ha operado reprimiendo la confesión de su ignorancia ante lo que resulta para todo ateniense digno de saberse y, en ese sentido, ha terminado por contradecirse. No importa, en este caso, que Gorgias, al aceptar las justas razones de Sócrates y en contra de su propia creencia, haya valorado más la opinión de los otros, pues esta opinión bien podría haber ejercido su amenazante presión con base en costumbres reprochables. Lo importante es que la vergüenza ha operado como una pasión desemascaradora y que, con el apoyo de la contradicción, se ha puesto en evidencia una confrontación de pareceres que solo mediante la dialéctica resultan reconocibles. Tan importante como esto resulta, además, la disposición de Gorgias, quien en vez de reprocharle a Sócrates haberlo conducido a tal incómoda situación, como así lo ha hecho Polo en nombre de él, se ha dejado llevar sumisamente por los argumentos, como así lo declara el diálogo aceptando sin resistencia la terapia dialógica de Sócrates. De ahí que haya respondido con justicia a cada pregunta posterior con sucesivos "totalmente", "sí", "así parece" y "necesariamente".
Conclusión
Como se ha advertido en relación con el quehacer de Sócrates, "[su] arte de la política supone cuidado o atención", lo cual revela "el deseo de beneficiar o favorecer" (Gómez Pérez, 2019, p. 80).31 Es, ante todo, en este sentido que debemos comprender que Sócrates en muchos casos recurra a la ironía, a cierto juego e, incluso, a la franca dureza, pues, como él mismo advierte, su arte, que no técnica, precisa del filo de las palabras para poner al descubierto los enmascarados rostros de la ciudad. De ahí que la filosofía política de Sócrates conduzca a reprimir la voluntad de poder del interlocutor y, por lo tanto, a obligarle a dejarse llevar por los argumentos, lo que implica que una auténtica política filosófica tendría que fundarse en una impotencia fundamental por la cual el político no intentase imponer sus pareceres, sino que se entregase al poder mismo del λóγος.