Nous autres réfugiés [Nosotros refugiados], We refugees, es el título de un breve pero disruptivo ensayo que en enero de 1943, a sus 37 años, Hannah Arendt [1906-1975] publicó en la revista judío-estadounidense The Menorah Journal (Arendt, 1943). El artículo -que tiene una obvia connotación autobiográfica, aunque en cuanto reflexión existencial que está posicionada desde el punto de vista del refugiado no puede ser reducida solamente a esta dimensión- fue reimpreso póstumamente en The Jew as Pariah, editado por Ron H. Feldman (1978, pp. 55-56) y sucesivamente compilado junto a otros cuarenta textos de la autora, escritos entre los años 30 y 60, en la edición preparada por Feldman y Jerome Kohn de sus The Jewish Writings (2007, pp. 264-274). De esta última edición fue traducido al castellano por Miguel Candel Sanmartín para Paidós (2016, pp. 353-365). Finalmente, la casa editorial parisina Allia nos ofrece una nueva traducción, al francés, por ciertos momentos más fiel que aquella con la que contamos en castellano, realizada directamente del texto original por Danielle Orhan, e incluida en la colección de libros de bolsillo La très petite.
Hacía solamente dos años que Arendt había llegado a los Estados Unidos cuando esta fenomenología del refugiado, que hoy cobra insoslayable actualidad, vio la luz. Su largo exilio había comenzado en 1933 en Praga, luego de haber sido detenida por la policía de Berlín durante ocho días y, finalmente, liberada a la espera de ser convocada por un tribunal. Sin pasaporte, visa o documentos que la autorizaran a trasladarse, se marchó inmediatamente a Checoslovaquia, desde donde escaparía a París ese mismo año, pasando primero por Ginebra. Tras haber sido forzada a internarse en el Vel d'Hiv, en la infame redada ordenada por Adolf Eichmann en 1940, Arendt sería luego recluida como "extranjera enemiga", junto a otras 2300 prisioneras alemanas, en un campo de concentración en el sur de Francia, en Gurs más precisamente, del que logró escapar con su madre tras cinco semanas de confinamiento. Su siguiente destino fue Montauban, cerca de la frontera gala con España, donde consiguió la visa para poder viajar a los Estados Unidos desde Lisboa, lugar en el que debió permanecer tres meses antes de poder embarcar hacia Nueva York, a donde llegó finalmente en 1941.
¿Qué significa experimentar el ser un refugiado de las persecuciones raciales?, ¿cómo se comportan y se perciben estos refugiados en cuanto tales?, ¿qué diferencias pueden surgir entre personas que comparten un dramático destino común? Estas preguntas, muchas veces incómodas, intentó responder Arendt en su ensayo, adelantando una cuestión urgente que tratará años después en mayor detalle. Y, sin embargo, en el esbozo en que busca la autora zanjar estas cuestiones, no sin ironía, hace mucho más que arrojar a la tinta una batería de simplificadoras respuestas.
Los refugiados no son solo los miembros de una comunidad que se encuentran en una situación difícil, a los que les faltan medios esenciales para vivir y sobrevivir y necesitan de mutualidad y ayuda. Los refugiados son seres humanos, que, como dirá Arendt, incluyéndose:
[...] Perdimos nuestro hogar, es decir, la familiaridad de la vida diaria. Perdimos nuestra ocupación, es decir, la confianza de que seamos de algún modo útiles en este mundo. Perdimos nuestra lengua, es decir, la naturalidad de las reacciones, la simplicidad de los gestos, la expresión espontánea de los sentimientos. Dejamos a nuestros parientes en los guetos polacos y nuestros mejores amigos han sido asesinados en campos de concentración, lo que equivale a la ruptura de nuestras vidas privadas. (p. 9)1
El rescate de los exiliados se confundió rápidamente con la voluntad de olvido inducida por los "salvadores" y los "nuevos hogares" que preferían ver en los "arribados" un flamante (y fallido) patriotismo y un optimismo amnésico y encaminado a la desesperación que tabuizara el horror pasado, por la sustitución de lo insustituible, por la asimilación de lo inasimilable2. Así, el nuevo silencio de muchos de entre quienes escaparon del horror, mascullando la ansiedad de un rumbo seguro, se difundió con la fuerza reconfortante de la adquisición de un nuevo status social y jurídico, documentalmente acreditado a través de partidas de nacimiento y permisos (que, desde luego, permitían una mejora, al menos económica, de su situación), pero sancionado con sospecha a nivel social, obligando a los refugiados a mantener a raya, circunspectos, una vez más la disimulación en el espacio público y renunciando no solo a cualquier ideal o causa política que no fuera la de la «mera» vida, sino hasta sus gestos, palabras, o una pronunciación que los delatara; incluso, anhelando una muerte próxima y veloz para los seres queridos y, no en pocos casos, hasta para ellos mismos. De este modo, Arendt se internará sin ambages en otra cuestión tan delicada como intencionalmente omitida en la prensa y en la filosofía: la de los suicidios entre los refugiados.
La historia contemporánea había "engendrado un nuevo género de seres humanos: el tipo de aquellos que son enviados a campos de concentración por sus enemigos y en los campos de internamiento por sus amigos" (Arendt, 2019, p. 11). Después del intenso periplo que la llevó a París, Arendt había llegado al infame campo de Gurs acusada de «boche», es decir, de alemana, de «enemiga extrajera». Y si bien logró escapar, no fue ese el destino de otras 60 000 personas: "después de que los alemanes invadieron el país, el gobierno francés no tenía más que cambiar el nombre de la empresa: encarcelados por ser alemanes, no se [los] liberó por ser judíos" (p. 28). El problema del cambio permanente de identidad de los refugiados, de la negación exasperada de su carácter escindido, y de la consecuente falta de interés por el quién que está detrás de una visa, tampoco estuvo ausente fuera de la Alemania nacionalsocialista ni dentro de la misma comunidad judía3.
El centro gravitacional del texto se hace finalmente manifiesto cuando Arendt insiste en que, impedidos o coaccionados socialmente, incapaces de articular una respuesta, los refugiados judíos no lograron subsistir en la condición difusa que rodeaba su situación, cediendo velozmente a una experiencia que solo agregaría confusión y dificultad a su vida, una y otra vez, a pesar de demostrarse infructuosa: al cambio de identidad (constante), al "insensato deseo de ser otros, de no ser judíos" (p. 33) y, no sería incauto agregar, «de no ser», a secas. "Esto se extendió - continúa la autora- durante ciento cincuenta años de integración de la comunidad judía, que logró una proeza sin precedentes: aun buscando probar sus miembros, sin cesar, su no judeidad, consiguieron permanecer siendo judíos a pesar de todo" (p. 35).
Agudamente, Arendt concluirá que los riesgos que supone reconocer la propia condición existencial -sin renegar, en busca de mayor aceptación social, de las disonantes facetas del sí mismo que en última instancia se es- tuvieron (y tienen) una potencia humanizadora en un mundo ya inhumano. En oposición, los costos de la adaptación y asimilación de los refugiados del nacionalsocialismo, que han "comprometido las pocas chances que se ofrecen incluso a los proscritos en un mundo patas arriba" (p. 40), alcanzarían, a su vez, mucho más que a la nación judía. En un pasaje de extrema crudeza, que contrasta con el optimismo desesperado de los asimilados denunciado por la autora, Arendt afirma:
Si comenzáramos por decir la verdad, a saber, que no somos otros que judíos, ello equivaldría a exponernos a la suerte de los seres humanos que, debido a que ninguna ley o convención política particular los protege, no son más que seres humanos. Con mucha dificultad puedo concebir una actitud más peligrosa, visto que vivimos en el presente en un mundo donde tales seres han dejado de existir desde hace mucho tiempo; a partir del momento en que la sociedad descubrió la discriminación, temible arma social que permite matar sin derramar sangre. (pp. 39-40)
El silencio o la palabra viva no pueden por sí mismos deshacer la realidad de la discriminación, de la ubicua negación de la dignidad humana. Como tampoco pueden hacerlo los permisos de residencia o los pasaportes de nuevas ciudadanías, con su pretensión neutralizadora. Sin embargo, existe un tesoro escondido dentro del judaísmo, una «tradición oculta»4 -en la que podemos contar a Heinrich Heine, Rahel Varnhagen, Sholom Aleichem, Bernard Lazare, Franz Kafka, Charles Chaplin- en la que habita una figura que Arendt recuperará en contraposición a la de los advenedizos sociales. Se trata de la figura del «paria consciente» (Arendt, 2019, p. 38), que, como ha señalado Donatella Di Cesare en su libro Stranieriresidenti [Extranjeros residentes], indica un "refugiado que no rechaza su exilio, su atopía, su marginalidad, sino que los asume, se hace cargo de ellos, reclamando abiertamente el status de la persona apátrida, del fuera de la ley, de las personas sin patria" (Di Cesare, 2017, p. 44).
Esta tradición tiene como destinatarios no a una nación particular sino a una constelación de personas que se extiende a todos los puntos de un planeta en el que no pueden encontrar refugio y que desvela una invisibilizada e invisible vanguardia moderna, más allá del límite del derecho, en la que Arendt se siente incluida.
Así, concluye magistralmente Arendt:
Saben que el destierro del pueblo judío en Europa fue seguido inmediatamente por el de la mayoría de las naciones europeas. Los refugiados, conducidos de país en país, representan la vanguardia de sus pueblos si conservan su identidad. Por primera vez la historia del judaísmo no está separada, sino ligada a la de todas las naciones. (p. 43)
En breve, esta nueva traducción y edición por separado de We refugees es una oportunidad para reconsiderar el preclaro pensamiento político de Hannah Arendt, para reflexionar sobre qué significa en «nuestra otra» actualidad devenir apátrida, extranjero, desde una perspectiva que se sitúe en el margen de la soberanía estatal, de la criminalización y persecución policial y militar ejercida sobre quien reside sin permiso en un territorio. Una perspectiva que no admita permanecer confinada en la experiencia histórica del totalitarismo, sino que, en cambio, se atreva a cuestionar, por un lado, los dispositivos de normalización de la condición y del trato del refugiado, como los distintos campos de internación hoy existentes o las condiciones de vida en las zonas de tránsito, instituidos por Estados que, a pesar de todo, se reivindican a sí mismos como «democráticos» y, por otro lado, el nivel de responsabilidad de estos últimos en la producción masiva de la desprotección de seres humanos.