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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

versão impressa ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.4 Bogotá jan./jun. 2007

 

Cuatro décadas de Antropología: entrevista con Jorge Morales Gómez

Realizada por Juan Camilo Niño Vargas Departamento de Antropología, Universidad de los Andes


La trayectoria del profesor Jorge Morales Gómez como antropólogo abarca cuatro décadas. A través de todos estos años ha ejercido la disciplina desde diferentes posiciones. Se inició como estudiante en el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes y hoy día, después de muchos años de investigación y docencia, se desempeña como profesor honorífico en esta misma institución. Mediante sus escritos y lecciones se ha encargado de mostrarle a miles de estudiantes la importancia del trabajo etnográfico de campo, la complejidad del pensamiento indígena, el gran valor de las manifestaciones culturales campesinas y la apremiante necesidad de desarrollar una antropología crítica sobre nuestra propia sociedad.

Por todas estas razones, y con motivo de hacerle un merecido reconocimiento, se presenta la siguiente entrevista, dividida en tres partes estrechamente relacionadas. Cada una coincide, o por lo menos intenta coincidir, con una dimensión de su vida como antropólogo. Cada una -a su manera, también- contiene puntos clave asociados a la situación pasada, presente y futura de la antropología en Colombia.

Los años de formación

Cuatro décadas de antropología...

Sí. Prácticamente sin interrupciones. Desde el momento en que entré como estudiante a la Universidad de los Andes en 1964 hasta el día de hoy, como profesor del Departamento de esta misma institución. Tantos años de desempeño antropológico...La antropología era una disciplina que en la década de 1960 se estrenaba en las aulas universitarias. ¿Qué despertó su interés por inscribirse en un programa como éste?

Hubo un precedente importante. Mi familia tenía una pequeña casa en Villeta, cerca de la vereda panelera de Bagazal. Me hice amigo de un campesino vecino cuya casa funcionaba como posada. En ese lugar se reunía mucha gente. Durante la noche no paraba de conversar con ellos y a lo largo del día me dedicaba a observar su modo de vida. Muchas veces no tenía grabadora pero anotaba o memorizaba todo lo que escuchaba.

La gente contaba cómo le había ido en el negocio de la panela y en los quehaceres del mercado, cantaba y componía coplas. El material que recogía enriqueció un bagaje de conocimientos con el cual ya contaba. Las coplas me llegaban al alma, admiraba su estética y entreveía la enorme sabiduría que escondían. Este interés lo retomé mucho después para escribir un artículo sobre guerras civiles y coplas que fue publicado en la Revista Colombiana de Antropología.

¿Y de dónde provino el interés por conocer y registrar este tipo de manifestaciones culturales? ¿Hubo algún antecedente específico que lo impulsara a desarrollar estas tareas?

Sin duda le debo a Luis Alberto Acuña una gran parte de mi admiración por este tipo de manifestaciones folclóricas. El maestro Acuña era mi tío y sostuve prolongadas charlas con él sobre las tradiciones del campesinado, el arte y el indigenismo. Me obsequió el libro Folclor santandereano y varios números de la revista del Instituto Etnológico en donde aparecían los resultados de las investigaciones arqueológicas de Gerardo Reichel-Dolmatoff y de Alicia Dussán en el departamento del Magdalena. A mis quince años devoraba con avidez toda esta literatura y pronto me encontré a mí mismo buscando tiestos en el campo, de una forma rudimentaria, pero motivada por un sincero interés en el pasado. Otra importante ayuda fue Guillermo Correal. Guillermo se encargó de asesorarme profesionalmente y canalizar mis aptitudes en la dirección adecuada. En varias ocasiones le comenté la atracción que sentía por las humanidades y, en especial, por la psicología. Él me dijo que era una buena opción pero que, teniendo en cuenta mis intereses por la vida campesina y el folclor, no debía descartar iniciarme en la antropología.

Aparte de estas motivaciones personales, ¿qué podía llevar a un joven de su generación a estudiar antropología? ¿Qué pasaba con los intereses intelectuales y los móviles políticos de los estudiantes?

Efectivamente existían otras razones. Tal vez no había intereses directamente relacionados con la antropología, pero muchos jóvenes manifestaban aptitudes humanísticas. La geografía, la literatura, la historia universal y, en especial, la europea y la americana, eran temas de frecuente conversación entre los bachilleres de mi época.

En cuanto a lo político, muy poco. Lamentablemente, y lo digo así, a la mayoría la conciencia política nos llegó tarde. Probablemente lo único que nos importaba era una agonizante contienda entre liberales y conservadores que ya había sido sellada por el Frente Nacional. De parte de algunos sectores también se percibían temores, por cierto infundados, por las ideas y las acciones de lo que se conocía como "comunistas".

Usted tuvo la oportunidad de formarse con un grupo de profesores excepcionales. ¿Qué le aportó este equipo de docentes a usted, a sus compañeros y a las generaciones que siguieron?

Claro. Hubo gente excepcional cuya contribución es innegable. Gerardo Reichel-Dolmatoff, Juan Villamarín y Alicia Dussán. Ili Uprimmy puede confirmar con lujo de detalles lo sorprendente que fueron para nosotros estos maestros.

Reichel fue fundamental. Nos introdujo a la disciplina y a la investigación. Resaltó la importancia de sacar del olvido otras tradiciones y sistemas de conocimiento tan válidos como los nuestros. Le debo al profesor Reichel el reconocimiento de la profundidad del pensamiento indígena.

Juan Villamarín también incidió significativamente en el desarrollo de nuestra capacidad crítica y de análisis. Nos enseñó a no tragar entero: a no creer en todo lo que nos decían. En varias ocasiones realizó incisivas críticas al relativismo cultural y a las concepciones teóricas que tendían a observar ciertas sociedades como entes aislados. En sus cursos sobre el campesinado también insistió en la importancia de la dimensión política. En ese entonces relacionar grupos y comunidades locales con el mercado mundial no se nos ocurría ni se nos enseñaba.

Otro profesor, cuya contribución debe destacarse, es Segundo Bernal. Segundo produjo excelentes etnografías indígenas. Sus textos son el producto de un arduo trabajo. Dudaba mucho de su escritura. Se preguntaba si estaba escribiendo como occidental, como blanco. También hay que nombrar a Alicia Dussán. Su curso nos introdujo en temas clave como el cambio cultural y el concepto de aculturación.

¿Y qué pasó con ese cúmulo de enseñanzas? ¿Es pertinente hablar de continuidades en la tradición de la antropología del Departamento de los Andes?

En años recientes se ha discutido la existencia de escuelas en la historia de la antropología colombiana. Algunas personas sostienen que en esa época no se formó nada parecido a una escuela. Podría concedérseles algo de razón. La inauguración del Departamento fue un experimento por ser el primero en el país. Fue un experimento lúcido y brillante pero corto, que se vio truncado abruptamente por la crisis causada por el movimiento estudiantil y la consecuente salida de Reichel-Dolmatoff.

Entonces usted no está completamente en desacuerdo con las ideas de estas personas...

No. ¡Hay que matizar! Uno puede formar escuela directa e indirectamente: transmitiendo conocimientos personalmente o formando otra gente para que ella lo haga. Aunque en el caso de la etnología es difícil hablar de una escuela consolidada; ciertas personas, unas más destacadas que otras, han hecho etnografía sobre la base de la tradición reicheliana.

Muchos de mis trabajos sobre los cuna tuvieron una clara marca suya. El análisis del significado del incesto y del oro que hice entre este grupo estuvo influenciado por la interpretación simbólica que el profesor Reichel empleó en Besana. Leí muy cuidadosamente todos sus textos etnográficos sobre el noroeste amazónico, aprovechándolos para desarrollar mis propias investigaciones.

Ahora bien, si hablamos de la Universidad de los Andes podemos nombrar a Carlos Alberto Uribe y a Roberto Pineda Camacho. Yo fui alumno de Reichel, pero ni Roberto ni Carlos se formaron directamente con él. Eso no significa que no lo hubieran leído. A pesar de estar físicamente ausente, Reichel fue uno de los centros de su formación académica. Es evidente que Carlos leyó metódicamente sus trabajos de la Sierra Nevada de Santa Marta y Roberto hizo lo propio con los del noroeste amazónico. Ambos produjeron trabajos muy profundos sobre esas bases. Abordaron temas muy ligados a la tradición reicheliana, comentaron y criticaron sus etnografías. En muchos sentidos siguieron los pasos de mi profesor.

En otro nivel, mucho más general, también puede detectarse una importante huella reicheliana. El profesor Reichel y Alicia Dussán se encargaron de inculcarnos la importancia de la diversidad cultural y las bases del relativismo cultural. Y hablo de un relativismo no romántico, alejado de cualquier sentimentalismo. Por todo esto creo que debe matizarse esa idea tan rampante sobre la ausencia de escuela en los Andes.

¿Qué esperaba usted como estudiante? ¿Cuáles eran sus objetivos profesionales y académicos en aquella época?

En principio quería formarme como etnógrafo pero con un concepto algo reducido de lo que era la etnografía. Quería ser un descriptor. Sin embargo, con el tiempo y el estudio, ya no sólo quería describir sino también explicar, dar razones de lo que observaba. Pero la descripción y la explicación no debían ser un simple ejercicio intelectual. Eran un medio para un fin. El verdadero objetivo era educar y educar en dos niveles. En primera instancia quería ejercer la docencia, educar a otros antropólogos. En segundo lugar, quería educar a los "blancos", a los occidentales. Aspiraba a explicar por qué los indígenas se comportaban de forma diferente pero igual de lógica. Había que mostrar que sus costumbres e ideas no eran absurdas.

Usted se graduó poco antes de acabarse la década de 1960, en medio de una atmósfera de agitación estudiantil. La crisis incidió con bastante fuerza en el Departamento de Antropología de los Andes. ¿Cuál es la importancia de esta serie de hechos en su desarrollo profesional?

Mayo del 68 fue un detonante. El detonante fue francés pero lo nuestro no fue copia. Las condiciones eran propicias para una crisis. Existía una serie de contradicciones sociales y los estudiantes eran concientes de ellas. Querían transformar la realidad, reaccionar contra las desigualdades. A esto hay que sumar cierto tipo de presión, cierto tipo de rechazo a ser "burgués". Todo esto se tradujo en los Andes en huelgas, protestas y, finalmente, en la salida del profesor Reichel.

Muchos, y entre esos yo, estábamos alejados del movimiento. Pensábamos que denunciando por vía escrita podríamos lograr más cosas que haciendo agitación política. En mi caso calaron mucho las lecciones de Reichel-Dolmatoff y Juan Villamarín. Ellos se encargaron de enseñarme que los antropólogos podían denunciar la injusta realidad social por medios escritos.

Sus ideas se reflejan en mi artículo sobre el fondo de renta de los tabacaleros en Guane, que en realidad eran los fondos de dominio. Fue un trabajo que le presenté a Juan Villamarín en uno de los cursos que dirigía. A él le pareció interesante y me animó a publicarlo. Con mi entrada al Instituto se facilitó la aprobación de la publicación y apareció en el volumen XIV de la Revista Colombiana de Antropología. Su nombre era "El fondo de renta", un título inspirado en la obra de Wolf sobre el campesinado. En él describo y explico las condiciones de opresión vigentes a nivel local. La Compañía Colombiana de Tabaco, los intermediarios y algunos terratenientes explotaban injustamente a los cultivadores del producto en Santander. Me sentí bastante satisfecho al poner al descubierto esas relaciones de poder.

Es verdad que Reichel, por lo menos explícitamente, nunca nos invitó a denunciar. Villamarín sí lo hizo. Pero no sólo era Villamarín. Era la situación en la que vivíamos.

La investigación y el trabajo de campo

El trabajo de campo como iniciación... ¿En qué forma la educación que recibió y sus intereses personales lo llevaron al campo?

Como estudiante nunca dudé en realizar trabajo de campo. Era una ilusión que teníamos desde el mismo momento en que pisábamos la Universidad. Todos fuimos a zonas indígenas. Leonor Herrera, Inés San Miguel, Antonio Gómez y yo nos desplazamos a territorio cuna. Mi tesis fue sobre este grupo. Y este trabajo resultó refrendando la idea del etnógrafo como aventurero: los cuatro estudiantes viajamos en un barco que naufragó en la bahía de Triganá.

Pero ese trabajo de campo no se limitó a un requisito para graduarse. Usted continuó yendo y viniendo de su escritorio al terreno.

El trabajo de campo que hice para redactar mi tesis duró unos cuatro meses. Me desplacé un par de ocasiones más y, después de un prolongado receso, pasé una serie de temporadas largas. Hacia la década de 1990 ya tenía un dominio relativamente bueno de la lengua cuna. Una gran parte de mi producción intelectual se apoya sobre esta experiencia etnográfica y sobre otras que siguieron hasta hace relativamente poco.

Sin duda alguna los cuna ocupan un lugar relevante dentro de su producción antropológica. ¿Qué otros temas han llamado su atención?

A pesar de la variedad de problemas que he abordado existen dos temas muy definidos en los que se han centrado mis estudios. El primero es el de los cuna. Otro, un poco menos vistoso en las publicaciones, pero no menos importante, es el del lenguaje: el tema del diminutivo. Para ello hice trabajo de campo pero no precisamente observación participante. Observé directamente y, puesto que mi estudio era el lenguaje, le di mucha importancia a la dimensión auditiva. Escuché con atención el uso que se le daba al diminutivo en poblaciones de la zona andina como Villa de Leyva, Honda y Socorro. Tomé nota de la frecuencia con la cual éste se usaba en comparación con las formas regulares de comunicación. Mis conclusiones apuntaron a que el empleo del diminutivo estaba relacionado con la noción de enfermedad.

He recibido muchos comentarios al respecto. Personas de otras partes del mundo me han solicitado copias de estos trabajos: de Estados Unidos, Rusia, Rumania. La investigación les pareció sugestiva y les llamó la atención la vinculación con el aspecto médico. El uso de metodología cuantitativa fue un aspecto que resaltaron. De hecho, el Departamento de Matemáticas de la Universidad tomó mi estudio para ilustrar el uso de las matemáticas en ciencias sociales en una publicación sobre metodologías cuantitativas.

Otras investigaciones que han generado discusión, pero que, sin embargo, no logran eclipsar ni a los cuna ni al diminutivo, son las de los imaginarios campesinos sobre la Conquista y el oro. Traté de sistematizar toda esta información para encontrarle una lógica interna. Viajé a varias partes del altiplano. Recuerdo que en la laguna de Iguaque sucedió algo muy interesante. Tomé una foto e inmediatamente empezó a llover. El guía con el que me encontraba me aseguró que la laguna estaba encantada y que la lluvia era un signo de disgusto por haber interrumpido su calma con la cámara. "Si la laguna no se la hace a la entrada se la hace a la salida", me dijo. Y la hizo a la salida. Más tarde, en un desafortunado incidente, el guía se resbaló y falleció. Yo terminé en la cárcel.

La antropología colombiana no siempre le ha concedido al trabajo de campo la misma importancia que usted resalta. En muchas ocasiones ha sido sobrevalorado o, por el contrario, ha quedado subordinado a otras etapas del proceso de formación e investigación.

Sí, efectivamente. Hay altibajos. Me da mucha tristeza que hoy en día el trabajo de campo esté disminuido pero, de cierta forma, esta tendencia es resultado, hasta cierto punto lógico, de un proceso histórico complejo.

En principio, la Universidad de los Andes se destacó por una tradición indigenista de tinte reicheliano. Como ya lo mencioné, durante ese periodo el campo era algo más que una obligación. Esta tendencia se reforzó, aunque con diferencias, en la década de 1970. Vino una avalancha más grande de trabajos de tesis etnográficos guiados por intereses muy diferentes. Se privilegió el estudio de comunidades rurales y grupos urbanos. Paralelamente se le dio una gran importancia a la dimensión política. La implementación del sexto semestre como semestre de campo durante la década de 1970, terminó de completar el círculo. Los estudiantes se desplazaban a algún lugar más o menos apartado durante todo un periodo académico para iniciarse como etnógrafos.

Pero la cuestión no es mandar a los estudiantes al campo por cumplir un requisito. A eso me opuse como profesor. Así lo hice y tenía mis razones. El sexto semestre era algo espontáneo. En muchas oportunidades no pasaba de ser una aventura en la que no se adquirían conocimientos de forma sistemática. Carecía de estructura y dirección.

¿No es muy radical su posición?

Mi posición no debe malinterpretarse. Me opuse al semestre de campo pero de ninguna manera al trabajo de campo en sí. Siempre he sostenido que un trabajo de campo intenso y continuado es la mejor manera de desarrollar y poner a prueba el conocimiento antropológico. El campo es nuestro laboratorio: un antropólogo sin campo es como un físico sin laboratorio.

¿Y cómo es ese laboratorio? ¿Qué se necesita para que funcione correctamente?

Así parezca algo positivista, el campo es el lugar de donde extraemos, donde ponemos a prueba y donde producimos nuestros conocimientos. Esto no sólo se limita a salir de la ciudad, viajar y llevar un diario. Tampoco se limita a describir, que es como se entendió en muchas ocasiones. También consiste en proyectarse analíticamente sobre la situación estudiada. Para esto se necesita un buen entrenamiento y una buena guía.

Ahora bien, está la perspectiva comparativa. Todo este conocimiento se enriquece cuando tenemos nuestros trabajos de campo y, además, los de nuestros colegas. Podemos contrastar nuestras experiencias, compararlas, formular generalizaciones, comprobar hipótesis o, como se decía antes, pasar de la etnografía a la etnología. Pero nunca debemos dejar de tener en cuenta que tanto la una como la otra, la etnología como la etnografía implican una enorme labor de análisis.

¿Y qué tipo de inconvenientes pueden ser considerados los más graves para la investigación de campo actual?

Muchos. Hay un punto que ha afectado el trabajo entre indígenas y es interno a la disciplina. En muchos sentidos, los antropólogos hemos cavado nuestra propia tumba. No siempre vinculamos los problemas de investigación con los problemas de la sociedad estudiada. Hoy día, muchos indígenas no quieren repetir esa experiencia. Puede percibirse cierto rechazo, cierta falta de confianza. No tienen garantías, nada que les asegure una contraprestación.

Pero hay otro problema de más difícil solución. Reside en el conocimiento de la lengua. De ese problema adolece mi tesis y muchos de mis primeros escritos. El conocimiento de una lengua como el cuna o el ette o el andoque demanda aptitud, dedicación y mucha paciencia: tiempo. No basta con saber ciertas palabras y expresiones: hay que hablar, oír y entender la lengua en una forma sistemática.

Resolver esto no es nada sencillo. Deberían abrirse espacios para adquirir conocimientos al respecto. Y los espacios de los que hablo no son cursos o seminarios. Hay que volver a la idea de una especialización, a la idea original del Centro Colombiano de Estudios de Lenguas Aborígenes, CCELA, con las líneas que alguna vez lo hicieron fuerte: la descripción y el análisis lingüístico, sin descuidar la dimensión sociolingüística.

Sobre la base de su experiencia, ¿cómo percibe la relación entre la antropología foránea y nuestra propia forma de hacer antropología?

El conocimiento de afuera no sólo ha sido valorado sino, también, sobrevalorado. En unas épocas esta tendencia es más evidente que en otras, pero siempre ha sido constante pensar con referentes externos. El colonialismo intelectual es evidente. A lo nacional y lo latinoamericano no se le presta la misma atención.

También es muy difícil desarrollar una ciencia propia en un mundo que está sistemáticamente dominado por algunos países del Primer Mundo. Nuestros conocimientos científicos no pueden ser ruedas sueltas de ese carro.

Entonces el problema tiene dos dimensiones relacionadas. Por un lado está la falta de valoración de los logros disciplinarios locales y, por otro, las difíciles condiciones para desarrollar un pensamiento propio. Uno y otro se refuerzan...

Por eso, debemos empezar a preocuparnos por el desarrollo de un pensamiento propio. Esto no significa aislamiento. Debemos seguir al tanto de lo que ocurre afuera, de las ideas de afuera. Pero también debemos desarrollar planteamientos originales, ligados a nuestro contexto, nuestras teorías críticas.

¿Y cómo puede concretarse este proyecto intelectual?

Otra vez, hay varias dimensiones. Para que una explicación de un aspecto cultural sea buena, no tiene por qué estar vinculada a un gran paradigma teórico. Una explicación sin mayores pretensiones teóricas puede ser muy rica y mostrar hechos novedosos.

Ahora bien, las explicaciones de la gente no son menos ricas. A veces las grandes teorías no nos dejan apreciar este hecho. Mucho de lo que viene desde afuera deja en un segundo plano las interpretaciones nativas de la realidad. Eso es etnocentrismo. Lo que debería hacerse y ya es incluir activamente investigadores nativos. Ya están dadas las condiciones para superar la relación antropólogo-informante.

¿Y qué impide que se pueda desarrollar una antropología de carácter más autónomo?

Hay muchos obstáculos: desde la actitud del estudiantado hasta las políticas de las instituciones que patrocinan la investigación. Vayamos por partes.

Tengo una anécdota muy diciente sobre el estudiantado: la anécdota de un famoso antropólogo francés. El colonialismo intelectual puede percibirse en muchos niveles y uno de ellos es el estudiantado. ¡Incluso en aquellas personas que apenas se están iniciando en la disciplina! Para muchos estudiantes los latinoamericanos, las personas que tienen un nombre parecido al de nosotros, no merecen gran atención. Como es obvio, esto es el resultado del ejercicio del poder en la ciencia. En alguna ocasión quería transmitir una idea propia. Sabía que si decía que era mía los estudiantes no le iban a dar la misma importancia. Entonces le atribuí el planteamiento a Georges Morel. Fue algo espontáneo pero también era el resultado de una toma de conciencia acerca de las relaciones de poder a las que me enfrentaba como profesor. Todos los estudiantes anotaron el nombre y me preguntaron sobre su ortografía. Eso no hubiera pasado si hubiera dicho "este concepto es de Jorge Morales".

Pero también existe un inmenso obstáculo institucional. Me refiero a Colciencias. Aunque su función es estimular la investigación, resulta haciendo lo contrario. Son tantos los requisitos, las trabas y, sobre todo, los modelos extranjeros mal apropiados que sus resultados no son los mejores. Ni qué decir de los puntajes por publicaciones. Los requerimientos para presentar un proyecto me parecen absurdos.

La docencia universitaria

En su caso la docencia y la investigación han ido de la mano. ¿Cuál es la relación entre las dos actividades?

Sí. Dentro de mis ideales, ser un buen antropólogo es ejercer la investigación y la docencia, combinar estas dos dimensiones hasta donde sea posible. Investigar conlleva una responsabilidad: la de dar a conocer lo investigado. Una vía para realizar esta labor es publicar. Por eso me empeñé en fundar la Revista de Antropología y Arqueología en 1985, cuando era director encargado del Departamento de Antropología. En aquella época el Departamento ya tenía un cuerpo de docentes consolidado, había investigación y veía que lo único que faltaba era un espacio para publicaciones periódicas.

El otro camino es la docencia. La docencia es otra cara de la investigación, es una retribución que debe darse por haber podido investigar. Estoy muy agradecido con la vida y con la Universidad de los Andes por haberme dado la oportunidad de desempeñarme como docente y como investigador.

Desde muy temprano usted se desempeñó como profesor. ¿Cómo fueron sus primeras experiencias al respecto?

Fue un comienzo muy duro. Mi experiencia era reducida. Cuando era estudiante teníamos que preparar una exposición para los alumnos de semestres más bajos. Reichel me observó detenidamente, me criticó constructivamente y me dio a entender que tenía aptitudes para desempeñarme como docente. Este aval me lo terminó de dar cuando le comuniqué la posibilidad de estrenarme como profesor de antropología médica en la Universidad Javeriana en 1968, sin haberme graduado.

Después me vinculé a los Andes en 1972 como profesor de cátedra, durante la dirección de Álvaro Chávez. En tal condición permanecí hasta 1982 cuando el jefe del Departamento, Carlos Uribe, me llamó para nombrarme como profesor de planta.

¿Cómo esta clase de experiencias enriquecieron su vida profesional?

Gracias a este tipo de experiencias uno aprende a manejar el auditorio, a percibir la actitud de los estudiantes, a descubrir qué temas son los que más les interesa. Además de esto, preparar y dictar clases demanda una labor analítica tan profunda como la que requiere la investigación. Cuando se expone un tema también se analiza, se profundiza en él, se vincula con otras materias, se descubren las relaciones ocultas que guardaba con otros asuntos, se ejemplifica de maneras distintas...

Las relaciones que se entablan con los estudiantes también le deben haber aportado mucho. ¿Qué satisfacciones tiene al respecto?

Sí. Desde luego he tenido muchas satisfacciones. Muchos estudiantes que han pasado por mis clases se han convertido en grandes antropólogos. Algunos han sido directores del Departamento, decanos y otros se destacan en el exterior. No quiero decir que nuestra labor de docentes formó por completo a estas personas. En gran parte se formaron ellas mismas: era gente disciplinada, verdaderamente interesada en la antropología. A lo que apunto es que me enorgullece que mis enseñanzas hayan calado, que les hayan servido de algo.

Pero las relaciones no han terminado allí. Comparto una amistad con ellos que se apoya en intereses intelectuales comunes. Pero también es una amistad que va mucho más allá. Esto colma con creces las expectativas de cualquier docente.

Seguramente hay más de un denominador para caracterizar su relación con el estudiantado. ¿Qué cambios ha notado a lo largo del tiempo?

Sí. Tristemente he notado cambios.

¿Tristemente?

Aunque siempre he tenido buenas relaciones con los estudiantes, ahora no logro entender por completo su actitud. Más aun si la comparo con la que se asumía en otras épocas. Se puede percibir cierta atmósfera de irreverencia. Y esta irreverencia no sólo está dirigida a los profesores. Se manifiesta en su actitud respecto a problemas científicos y sociales.

Seguramente la causa de este fenómeno no radica en el estudiantado sino en la sociedad de la cual hace parte. ¿Qué es lo que está detrás de este cambio de actitud?

Obviamente existen causas. Los estudiantes están bombardeados por una cantidad de estímulos. La sociedad actual no estimula ni el compromiso académico ni el compromiso político. Observemos, por ejemplo, la forma en laque los antropólogos han sido estereotipados. Los antropólogos deben ser diferentes y esa diferencia conlleva desventajas. El mundo alternativo hace parte de la imagen del estudiante de ciencias sociales. En algunos casos semejante estereotipo termina por minar el rendimiento académico. ¡Cómo si los antropólogos pudiéramos darnos el lujo de dejar a un lado el estudio y la disciplina académica!

¿Y qué pasa a nivel institucional? ¿Estos inconvenientes se fundamentan en algún tipo de falla institucional?

Cualquier docente tropieza con un obstáculo inmenso: los estudiantes llegan a la universidad con una formación muy superficial. La educación secundaria no estimula la reflexión. Y este problema es más agudo en ciencias sociales que en otras disciplinas. La culpa es de aquellos que diseñan y planean las políticas educativas.

Formar buenos antropólogos en la actualidad es una empresa algo quijotesca. La educación básica es muy deficiente. Como si fuera poco, tenemos que competir con los estímulos provenientes de los medios de comunicación y con los desacertados estereotipos que se han formado sobre los antropólogos. Ciertamente, este diagnóstico no es el mejor. Tengo que reconocer que soy bastante negativo.

¿Qué debe hacerse para estimular al estudiantado?

Un punto clave es iniciarlo en el proceso investigativo. Creo que debe institucionalizarse la asistencia de estudiantes en proyectos de investigación en diferentes niveles. Pero este es un punto problemático. Aunque hay que estimularlos en este sentido, no es nada sencillo formar investigadores en cuatro años de carrera, con semestres de cuatro meses y con todos los nuevos campos que se le abren a la disciplina antropológica.

Afortunadamente, hoy tenemos unos postgrados consolidados que nos permiten satisfacer esa necesidad. En principio, un estudiante de maestría cuenta con un conjunto de conocimientos más sólido y, además, si está dedicado de lleno a sus estudios, tiene la oportunidad de realizar un trabajo etnográfico más o menos extenso.

Usted ya recalcó la obligación académica de presentar y analizar las injusticias de nuestro orden social. ¿Cómo la antropología comprometida se integra en el ejercicio de la docencia?

Como antropólogo y como persona he visto en el campo el desastre de eso que llamamos "Estado colombiano". No hay que esperar el balance que se haga en la celebración de los doscientos años de Independencia para saber que el Estado es un fracaso. Y no hay lugar donde esto se me haya hecho más visible que durante los trabajos de campo. Es tal la historia de abandono, de corrupción, de ausencia de autoridad que el concepto de Estado en el campo es el de un atropellador.

Por eso no me canso de repetir la frase de Malinowski, "la antropología comienza por casa". Tenemos que estudiar nuestra propia sociedad, criticar el orden en el cual vivimos. Y hay que hacerlo desde diferentes flancos. Uno de ellos, tal vez el más cercano a mí, es la docencia. Dedicarse a la política no es el único camino para realizar una antropología con dimensión política, una antropología comprometida. La antropología tiene que ser una escuela para pensar. Siempre me he preocupado por hacerle entender a los estudiantes la grave situación que atravesamos. Trato de que se cuestionen el orden establecido, de que vean al Estado de Derecho como una construcción cultural. La verdad no me gustaría morirme antes de ver un cambio en eso que llamamos democracia.

¿Hasta qué punto esa antropología crítica es posible? ¿Hasta qué punto la disciplina puede desligarse del Estado para confrontarlo?

Muy difícil. En Colombia, como en todo el mundo, la antropología se desarrolló en un marco estatal. El Estado es y seguirá siendo una fuente de financiación para la investigación. Pero que la disciplina no pueda desligarse del Estado no significa que deba ser su cómplice. Debe mantenerse una relativa independencia. Desde diversas posiciones y de una forma más o menos virulenta, todos lo hemos criticado. Tanto en la escritura como en la práctica. Así debemos seguir haciéndolo.

PUBLICACIONES DE JORGE MORALES GÓMEZ

1966-1969 "El fondo de renta en una comunidad tabacalera de Santander" Revista Colombiana de Antropología No. 14. Bogotá, pp. 277-284.

1966-1969 "Aspectos sociales de la comunidad en un área rural de Barbacoas, Nariño". Revista Colombiana de Antropología No. 14. Bogotá, pp. 71-78.

1966-1969 "James A. Ford". Revista Colombiana de Antropología No. 14. Bogotá, pp. 291-292.

1971 "Comentarios al concepto de función en antropología" Universitas Humanística No. 1. Bogotá, pp. 63-74.

1972 "Bibliografía básica de los grupos páez y guambiano". Universitas Humanística No. 3. Bogotá, pp. 27-34.

1972 "La evangelización de los cuna". América indígena No. 32(4). México, pp. 1094-1110.

1973 "La antropología en Colombia. Una bibliografía reciente" Universitas Humanística No. 5. Bogotá, pp. 39-57.

1974-1975 "La guaquería en Colombia: el caso Pupiales". Universitas Humanística No. 89. Bogotá, pp. 77-83.

1975 "Notas etnográficas sobre la tecnología de los indios cuna" Revista Colombiana de Antropología No. 19. Bogotá, pp. 79-102.

1977-1978 "Índices de las publicaciones periódicas del Instituto Colombiano de Antropología" Revista Colombiana de Antropología No. 21. Bogotá, pp. 401-426.

1978 Contribución a la bibliografía del folclor colombiano (listado hasta 1973). Bogotá, Centro Don Bosco.

1979 "Vicisitudes de los resguardos en Colombia" Universitas Humanística No. 10. Bogotá, pp. 77-85.

1980 "Fundamentos epistemológicos, axiológicos y sistemáticos del concepto de cultura en antropología" Universitas Humanística No. 12. Bogotá, pp. 17-32.

1980 "Consecuencias de la división de un resguardo indígena: Calderas" Universitas Humanística No. 12. Bogotá, pp. 319-334.

1980 "Kathleen Romoli". Boletín de Historia y Antigüedades No. 728. Bogotá, pp. 6368. 1984 "Bolívar y el problema indígena". Texto y Contexto No. 1. Bogotá, pp. 47-55.

1984 Investigaciones etnohistóricas y arqueológicas en el área guane (con Gilberto Cadavid). Bogotá, Banco de la República, FIAN.

1985 "Editorial sobre identidad nacional" Texto y Contexto No. 5. Bogotá, pp. 56.

1985 "España e Indoamérica: perpetuidad de su encuentro" Boletín de Historia y Antigüedades No. 751. Bogotá, pp. 789-802.

1986-1988 "Contribución a la bibliografía del profesor Juan Friede" (con José Eduardo Rueda). Revista Colombiana de Antropología No. 26. Bogotá, pp. 203-233.

1987 "Anthropologie et groupes indigènes en Colombie" Anthropologie etsocietés No. 11(2). Quebec, pp. 33-47.

1987 "Los cuna". Introducción a la Colombia amerindia. Correa, François y Pachón, Ximena (eds.). Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología, pp. 263-275.

1987 "Bibliografía de Horacio Rodríguez Plata" Boletín de Historia y Antigüedades No. 759. Bogotá, pp. 761-781.

1987 "La imagen del cielo entre los cuna" Universitas Humanística No. 27. Bogotá, pp. 28-34.

1988 "Milcíades Chávez". Revista de Antropología y Arqueología No. 4 (1). Bogotá, Universidad de los Andes, pp. 211-212.

1986-1988 "¿os de la lengua de Cueva de Kathleen Romoli" Revista Colombiana de Antropología No. 26. Bogotá, pp. 237-238

1989 "El diminutivo y la noción de enfermedad" Estudios sobre el español de América y lingüística afroamericana. Montes, José Joaquín (ed.). Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, pp. 127-136.

1989 "Fauna, trabajo y enfermedad entre los cuna" La selva humanizada. Ecología alternativa en el trópico húmedo colombiano. Correa, François (ed). Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología, pp. 167-187.

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