Introducción
Nada más acertado que hablar de "soberanías compartidas" para analizar la gobernanza criminal. En efecto, en buena parte de América Latina hay organizaciones criminales ejerciendo tareas que, en principio, corresponden exclusivamente al Estado, como el uso de la fuerza o la impartición de justicia. Además, son capaces de determinar el reparto de recursos entre la población y sostener economías locales, proporcionar educación e incluso espacios de ocio en zonas rurales o también en barrios de grandes ciudades. Dada esta realidad, presente en mayor o menor medida en buena parte de la región, este artículo pretende demostrar la importancia que tiene el neopatrimonialismo o el patrimonialismo contemporáneo para explicar este tipo de gobernanza criminal.
Esto obliga a ir más allá de los actores criminales para centrar el foco de análisis en el Estado y la sociedad. La idea es poner de manifiesto que el desarrollo del crimen organizado, hasta el punto de ser capaz de controlar territorios bajo la jurisdicción de Estados soberanos, no depende tanto de la capacidad criminal, de sus habilidades perversas ni de su capacidad de imponerse en determinados espacios solo por la fuerza, sino de las oportunidades que se dan para que lo haga. Como se sostendrá, en países donde se encuentra interiorizado el patrimonialismo por parte del Estado y la sociedad se dan las mejores circunstancias para el desarrollo de esta gobernanza, su proliferación y su sostenibilidad. La clave se encuentra en la convicción de que el Estado y sus instituciones se conciban como patrimonio privado, lo que permite disponer de lo público como si así lo fuera.
Esta falta de distinción entre ambas esferas puede explicar el hecho de que el titular de un cargo público pueda utilizar las competencias que le otorga ese cargo para beneficio particular. A partir de esta apropiación del cargo y del derecho de disposición y disponibilidad privada que implica es posible ceder parte de estas competencias o jurisdicción sobre determinados territorios a terceros. Bajo esta concepción, ya se trate de actores legales (empresarios, comunidades, etc.) o ilegales (como organizaciones criminales), pueden llegar a desempeñar "competencias públicas", cedidas por representantes estatales que consideran legítimo privatizar sus competencias a cambio de beneficios personales.
Mediante esta privatización de lo público se puede explicar la expansión de la gobernanza privada, en este caso criminal. En este análisis se contemplan los casos en que se logra el ejercicio de la gobernanza criminal bajo el consentimiento y el acuerdo de actores criminales con miembros de instituciones públicas, como la policía, tribunales de justicia, servicio penitenciario y autoridades locales o nacionales, entre otras. La corrupción sistemática o la intimidación es el instrumento esencial para lograr estos espacios de gobernanza criminal. Esta corrupción es consecuencia natural y normalizada del patrimonialismo, ya que es la forma de obtener un beneficio privado, y no público, del cargo institucional que se ostenta. A ello hay que agregar otro componente esencial: la aceptación por parte de las comunidades, ya sean urbanas, rurales o penitenciarias, de esta gobernanza criminal, sin la cual no sería posible este tipo de gobernanzas "particulares". Este consentimiento o aceptación, en parte, se debe a la interiorización en la ciudadanía de la confusión entre la esfera pública y la privada.
El patrimonialismo conlleva la excepcionalidad ante la ley. Como dueño del cargo, el funcionario exime de la norma al que considere oportuno eximir para garantizarle impunidad, lo que convierte a quienes lo logran, sean actores legales o ilegales, en privilegiados. Bajo esta condición de privilegio es posible explicar, con la impunidad que otorga el privilegio, la gobernanza criminal. En otras palabras, el crimen organizado puede ejercer control territorial y funciones estatales, no por ser criminal, sino por alcanzar la condición de privilegiado que el patrimonialismo le otorga. Se trata de una condición posible solamente si en el Estado y en la sociedad se tolera la privatización de lo público y, en consecuencia, una cultura del privilegio (Alda, 2021).
Las complejas relaciones entre Estado, ciudadanía y crimen organizado
Para entender el desarrollo de la gobernanza criminal, hay consenso entre los especialistas sobre la importancia de sus relaciones con el Estado y la sociedad. El objetivo es profundizar en estas "soberanías privadas" que coexisten con la soberanía estatal y abordar dos cuestiones principales: ¿Por qué las autoridades se alían con la gobernanza criminal? ¿Y por qué la ciudadanía les otorga legitimidad? Gran parte de la respuesta reside en la concepción patrimonialista del poder, compartida por gobernantes y gobernados, que hace ver factible la privatización de lo público. Así, esta concepción hace posibles dos fenómenos:
Las autoridades consideran legítimo y natural la apropiación de sus respectivos cargos como patrimonio propio y entienden, en consecuencia, que pueden disponer de estos conforme a sus intereses privados y no al interés público. De esta manera, llegan al punto de ser cómplices del desarrollo de estas soberanías criminales en "su" propio terreno, a cambio de los beneficios que esto pueda reportarles.
Por su parte, la ciudadanía acaba compartiendo esta concepción, que también considera legítima y práctica, sin distinguir cotidianamente entre la esfera pública y la privada, razón por la cual se ignora el cumplimiento de determinadas normas. Por ejemplo, se da la apropiación de espacios públicos, a través de la ocupación de terrenos para construir casas, instalar mercados informales, cerrar calles como espacios privados o explotar recursos naturales públicos. En este contexto, si el crimen organizado es capaz de garantizar seguridad, justicia y servicios sociales, ante la escasa eficacia y deficiencias propias de una administración estatal de rasgos patrimonialistas, es posible que la ciudadanía acepte la gobernanza privada. De hecho, el crimen organizado puede acabar mejorando la calidad de vida de la población bajo su control (Ferreira & Richmond, 2021).
La idea no es simplificar la gobernanza criminal bajo el concepto de patrimonialismo, ni entender este como el único factor determinante de aquella, pero sí es un factor esencial. Este tipo de gobernanza es extraordinariamente compleja y dinámica; no hay una única manera de ejercerla ni siempre existe el mismo grado y tipos de relaciones con las autoridades y la sociedad (Arias, 2017; Garzón, 2021). Por tanto, es muy diversa, puede suplantar al Estado o hacerlo parcialmente, en determinadas cuestiones y no en todas (Lessing, 2020). De hecho, la autoridad estatal y la criminal no son excluyentes, sino "compartidas" (Skaperdas & Syropoulos, 1997), manteniendo una convivencia pactada. Este consenso no exime de enfrentamientos violentos entre bandas criminales o entre estas y el Estado; pero no por este motivo el patrimonialismo, como factor explicativo, pierde fuerza.
Pero siguiendo la interpretación de varios autores sobre la complicidad estatal y la construcción de legitimidad ante la población, en relación con la gobernanza criminal, esta problemática se entiende mejor mediante una concepción patrimonialista y la cultura del privilegio, al menos tolerada por el Estado y la sociedad.
Neopatrimonialismo y cultura del privilegio
El prefijo neo- hace referencia a la pervivencia de una forma tradicional de autoridad política en el seno de democracias calificadas en la década de los setenta como "tercer mundo" (Eisendstadt, 1973). Estos estudios se aplicaron inicialmente en el continente africano (Bratton & Van de Walle, 1994, 1997; De Grassi, 2008; Erdmann & Engel, 2006; Médard, 1982). Pero luego hubo estudios en Asia, Rusia y América Latina, como atestiguan, para esta última, los trabajos de Oszlak (1986) y Durazo (2010). Se trata de la convivencia de órdenes (formal e informal) incompatibles y contradictorios que pueden permanecer en el tiempo (Vianna, 1999; Erdmann & Engel, 2006), sin evolucionar necesariamente hacia democracias plenamente institucionalizadas.
En América Latina, en mayor o menor medida, se detecta la generalización de estas democracias donde, bajo la convivencia de estos órdenes, operan instituciones sólidamente formalizadas, como las electorales, basadas en criterios legales-burocráticos, de acuerdo con Weber (1996), e instituciones y prácticas informales, donde la norma no siempre se cumple (Monsiváis & Del Río, 2013).
Este es un contexto más propicio para la posibilidad de ejercer el poder y las competencias públicas de forma privada, en el marco de sociedades democráticas. De ahí que la principal característica es la inexistencia de una clara distinción entre lo público y lo privado. Bajo esta confusión, la consecuencia directa es que las autoridades, a nivel nacional, regional o local, ostentan su cargo y sus competencias como patrimonio particular, lo que explica que ejerzan su autoridad y apliquen la ley de forma subjetiva y particular, en lugar de objetiva y general. La consecuencia directa es que no todos los ciudadanos se consideran bajo el principio de igualdad. Por esta razón, determinadas personas, grupos o territorios quedan eximidos del cumplimiento de la ley y se constituyen en privilegiados.
La interiorización de esta concepción, tanto por gobernantes como gobernados, es lo que se entiende como cultura del privilegio.
La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) denomina cultura delprivilegio a una cultura caracterizada por normalizar las jerarquías de poder, que se traduce en desigualdades en la efectiva titularidad de derechos, en la participación en la deliberación política y en la distribución de capacidades y beneficios del progreso económico y social (Prado, 2014; Bielschowsky & Torres, 2018; Ríos, 2021; CEPAL, 2018a; 2018b). Aunque precisa y acertada, esta definición no es completa por dos motivos. Por un lado, no contempla la relación entre neopatrimonialismo y cultura del privilegio, cuando aquella es consecuencia de esta; y por otro lado, esta definición no incluye la seguridad como una de las implicaciones directas de la cultura del privilegio.
La popular frase mexicana: "A los amigos, la gracia y la justicia. A los enemigos, la ley a secas", coincide muy bien con la aplicación selectiva de la ley, posible en un orden informal que convive con el orden formal. Así, determinadas personas, colectivos o territorios pasan a la condición de privilegiados. El privilegiado no siempre lo es por quedar eximido del cumplimiento de la ley, sino también por acatar las normas, siempre que hayan sido diseñadas de acuerdo con sus intereses. Bajo esta lógica, los privilegiados también logran la concesión de monopolios, presupuestos, concursos públicos, sentencias judiciales que los benefician, entre otros privilegios, aun a costa del bien público.
En este sentido, la gobernanza criminal es expresión evidente de este patrimonialismo y cultura del privilegio. A través de la privatización de un cargo público, se negocia la cesión, más o menos temporal, más o menos amplia, de territorios y competencias. En otras palabras, la expansión y el poder del crimen organizado en la región no se explica porque sea un actor ilegal, sino por su condición de privilegiado. En esta perspectiva se puede entender que multitud de cargos públicos de diferentes países perciban la región amazónica como patrimonio personal, al extremo que consideran que pueden obtener beneficio de dicho "patrimonio". La deforestación masiva de la región amazónica por ganaderos, tala, minería ilegal y otros delitos ambientales no podría tener lugar sin la implicación de cargos públicos de las administraciones centrales o regionales, militares y fuerzas de seguridad que, bajo esta concepción neopatrimonialista, privatizan grandes extensiones naturales para negocios particulares, a cambios de sustanciosos beneficios. Esto explica los casos de corrupción denunciados en todos los países que comparten la región amazónica: Brasil, Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y Colombia (InSight Crime, 28 de noviembre de 2021).
La legitimidad de la apropiación del cargo público como patrimonio privado
La complicidad que se precisa con el Estado para ejercer la gobernanza criminal puede entenderse cuando, quien ostenta un cargo público, lo asume de manera natural y legítima como patrimonio privado, ya que esto le permite disponer de sus competencias y su poder en pro de criterios e intereses particulares, y no necesariamente de acuerdo con la norma. Por ello, la falta de conciencia sobre el valor de lo público obstaculiza de manera permanente la eficacia de las instituciones democráticas y, en consecuencia, la legitimidad del Estado (Garay, 2020). Así lo explica Cossío (2015), quien plantea el patrimonialismo en estos términos, haciendo referencia a México:
En cada una de ellas el político o funcionario termina considerando que los bienes, los servicios o las personas que tiene encomendados, son suyos. Por esta razón puede disponer de ellos, apropiárselos o intercambiarlos a fin de recibir sus beneficios directos o sustitutos. Quien de modo grosero toma algo del patrimonio público, lo hace suponiendo que tiene algún derecho sobre él; quien aprovecha un bien público en beneficio propio, lo hace amparado en la misma creencia; quien recibe un porcentaje económico por ajustar una licitación, cree proceder bajo los mismos parámetros.
Generalmente, estas prácticas se asocian a las élites gubernamentales y privadas próximas al poder. Sin embargo, para reproducirse de forma sistemática, es preciso que se reproduzca en todos los poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) y en todos los niveles de la administración, desde las más altas esferas nacionales hasta los cargos locales. En un contexto así, cabe la posibilidad de compartir espacios y competencias, otorgadas por el cargo, con el crimen organizado, si reporta beneficios personales para los funcionarios.
La gama de privilegios concedidos a través de estas prácticas es innumerable en calidad, duración y alcance. Pueden ser momentáneos, como al eximirse de una multa, o permanentes, como la sistemática evasión fiscal o la garantía de un monopolio. Sin embargo, dentro de esta gama también cabe la cesión de territorios públicos y de competencias gubernamentales por representantes estatales, lo que hace posible una gobernanza privada tanto de actores legales, como ilegales.
La aceptación social de la apropiación de lo público y del privilegio
Lo anterior no significa que todos los gobernantes sean corruptos o corrompibles y que compartan la cultura del privilegio; lo que sí puede afirmarse es que todos conviven con esa cultura y, en consecuencia, la contemplan como posibilidad legítima. Esta es una condición necesaria para la reproducción sistemática del patrimonialismo. La otra condición es que acabe siendo tolerada por la población en general.
En sociedades como las latinoamericanas, ante la presencia recurrente de la corrupción y del particularismo, que son manifestaciones directas del patrimonialismo, estas prácticas terminan por ser toleradas y practicadas en todos los sectores sociales, al margen de su formación académica, posición o extracción social (Walkmann, 2006; Basave-Benítez, 2011; García-Villegas, 2009; 2010; Esquirol, 2008; Nino, 1992; Escalante, 2004). La consecuencia directa de esto es que cada vez es menor la motivación para cumplir la norma, ya que, en última instancia, "nadie lo hace". Con ello, la ciudadanía deja de aspirar a la cultura de la legalidad y al bien público, para pretender obtener privilegios particulares que, en últimas, se usan para conseguir derechos reconocidos por la ley o incluso por fuera de esta.
La búsqueda de un favor se convierte en una rutina (Iamamoto, 2006) para lograr objetivos que, de recurrir a los medios formales, sería muy improbable conseguir. Así, es una forma de sobrevivir "necesaria", ya que el orden informal, ante la ineficacia de las instituciones estatales, es la forma más rápida y eficaz de lograr el objetivo (Bardham, 1997; Persson et al., 2013; Rothstein, 2011; Ostrom, 1998). De esta forma, con cada "favor" particular, por anecdótico o mínimo que sea, se recrea la cultura del privilegio.
Esta "contaminación" social implica que la privatización de lo público no solo es ejercida por las élites gobernantes y económicas, sino también por el resto de la sociedad. Sirvan como ejemplo los mercados informales donde se venden todo tipo de productos, incluso artículos robados, como el mercado de ropa de La Salada o el mercado de respuestos de vehículos robados, en Buenos Aires. Todos los clientes de estos mercados son conscientes de su carácter informal y del origen ilegal de algunas de estas mercancías. Otro ejemplo son los mercados de San Jacinto y el de Las Malvinas, de Lima, conocidos y frecuentados por muchos ciudadanos conocedores de su informalidad y del origen de muchos de sus artículos. Todos estos mercados representan ejemplos de privatización del espacio público, organizados bajo la informalidad, que solo pueden funcionar bajo la complicidad de las autoridades competentes (Dewey, 2015).
Es precisamente la interiorización de esta cultura por todos los actores de la sociedad lo que posibilita su reproducción y continuidad en el tiempo. De no ser así, la cultura del privilegio no sería viable. Indudablemente, esta cultura beneficia a las élites políticas y económicas, y crea una profunda brecha en todos los ámbitos: político, económico y social. No obstante, esto no implica que los no privilegiados estén excluidos de su reproducción. De hecho, en este contexto, la creencia social predominante sostiene que el éxito no proviene de la igualdad ante la ley, sino de la excepcionalidad ante ella (Villoria & Jiménez, 2014). La privatización de lo público es una acción llevada a cabo por la sociedad en su conjunto, manifestada de diversas maneras en la vida cotidiana. En resumen, es una dinámica estructural que solo puede sostenerse si el Estado es el primero en privatizar lo público.
La interiorización de esta cultura explica en parte que la ciudadanía adopte prácticas patrimonialistas y, como resultado, gobernanzas privadas. La ineficacia de un Estado neo-patrimonial, junto con la consiguiente falta de protección y servicios públicos, lleva a que la población, ante necesidades básicas no atendidas, reconozca la autoridad de otros actores no estatales si estos alivian algunas de sus carencias. Es preocupante que cada vez sea más común escuchar a la ciudadanía afirmar que el crimen organizado provee seguridad y servicios que el Estado no puede garantizar, lo que conlleva un reconocimiento de su autoridad y gobernanza. Esta es una posibilidad que puede surgir cuando el patrimonialismo y la cultura del privilegio son aspectos compartidos por la sociedad.
Síntomas de neopatrimonialismo: baja fortaleza del imperio de la ley, alta corrupción e impunidad
La evidencia empírica del neopatrimonialismo y de la cultura del privilegio se encuentra en los indicadores sobre el imperio de la ley, corrupción e impunidad (Alda, 2021). En cuanto al imperio de la ley, en el caso de la región, salvo Chile, Uruguay y Costa Rica, el resto de países se sitúan en la franja de 33 a 9. Venezuela es el caso más extremo, con 0,48, en una escala de 0 a 100, donde 100 es la mejor situación posible (Kaufmann & Kraay, 2021). Estos datos reflejan directactamente una concepción patrimonialista donde la aplicación de la ley no es universal, sino discrecional.
Estos bajos niveles de imperio de la ley necesariamente implican altos o muy altos niveles de corrupción, como también es posible constatar en la región. En una puntuación de 0 a 100, donde 0 es el índice máximo de corrupción, la región se sitúa en valores de 30 a 39, lo que estaría indicando altos índices de corrupción (Transparency International, 2022). No puede ser de otra manera, ya que la posibilidad de quedar eximido del cumplimiento de la norma pasa por ofrecer una buena oferta a la autoridad, que considera que "su" cargo no está a disposición del bien público, sino para su propio beneficio.
Como no puede ser de otra manera, la corrupción sistemática genera también altos índices de impunidad, pues a través de la misma corrupción se persigue saltarse la ley sin castigo (Alda, 2015; 2017). De nuevo, los datos confirman que la región también tiene altos o muy altos niveles de impunidad (Le Clerq & Rodríguez, 2002). Estos tres factores se retroalimentan y reproducen el patrimonialismo y la cultura del privilegio (Figura 1).
Contemplando cada caso nacional es posible observar, de acuerdo con estos indicadores, que el neopatrimonialismo es una realidad presente en toda la región, aunque no en la misma medida en todos los países.
Esta relación inversamente proporcional entre Estado de derecho y patrimonialis-mo, así como entre cultura de la legalidad y cultura del privilegio, tiene una repercusión directa en la capacidad de controlar el desarrollo del crimen organizado o en favorecerlo (Alda, 2017).
El mejor escenario posible para el desarrollo de la gobernanza criminal
Convencionalmente, prevalece la idea de que la criminalidad se desarrolla en ausencia del Estado, lo cual sugiere que su presencia garantiza su control. Así, se asume que el carácter ilegal de estos actores los sitúa al margen de la autoridad y separados de la sociedad; sus espacios son, en principio, clandestinos, limitados y no visibles, dado que son perseguidos por el Estado. Esta suposición parte de la idea de que las autoridades estatales garantizan la seguridad pública frente al crimen organizado, y limitan sus espacios y oportunidades de crecimiento. Esta situación es más probable si existe una clara distinción entre las esferas pública y privada, lo que permite preservar el bienestar y la seguridad pública.
Sin embargo, esta circunstancia podría no darse, o al menos no en la misma medida, cuando las autoridades privatizan sus cargos para beneficio personal y, en consecuencia, prevalecen los intereses privados. En este contexto, se crean las condiciones idóneas para que las autoridades no solo dejen de perseguir al crimen organizado, sino que también garanticen su protección, dado que esto les reporta beneficios personales, incluso a expensas de la seguridad pública. Los numerosos casos de complicidad entre autoridades y organizaciones criminales, facilitada por la corrupción y extendida en toda la región, perpetúan esta concepción patrimonialista. Este fenómeno es especialmente evidente en países latinoamericanos como México, el Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) en Centroamérica, así como Brasil, Paraguay, Bolivia y Ecuador, donde el Estado mantiene relaciones y llega a ser cómplice de estos actores criminales (Garay & Salcedo-Albarán, 2014).
Las posibilidades de privatización y privilegio inherentes a un orden neopatrimo-nial se alinean perfectamente con las necesidades del crimen organizado. Aunque existen innumerables definiciones sobre esta forma de criminalidad (Sampó, 2021), es relevante destacar aquellas que señalan como elemento característico la necesidad de protección y relación con los sectores público y privado como una condición esencial para su desarrollo (Flores, 2009; Jiménez-Salinas, 2020; Geffray, 2001; Lupsha, 1991). Esta vinculación y complicidad con representantes del Estado busca protegerse eficazmente frente a la actuación del mismo Estado y de otros agentes externos potencialmente nocivos para la expansión de sus actividades ilegales. Hay diferentes formas y grados de complicidad, pero esta relación, sin duda, es trascendental:
No se trata únicamente de pagar a un funcionario para que no mire, sino también para no ser detenido, y en caso de serlo, para no ser condenado y, llegado a este extremo, para poder escapar de la prisión... El mejor escenario para los narcotraficantes es aquel en el que el Estado es relativamente eficiente en varias áreas salvo en perseguirlos. (Chabat, 2005)
Las llamadas "zonas marrones" (O'Donnell, 2002) o "zonas liberadas" (Dewey, 2015), en América Latina, hacen referencia a estos espacios. En dichas zonas existe el Estado burocrático, pero no el legal. Hay funcionarios y edificios públicos, y las leyes vigentes son formalmente aplicadas, si bien de modo intermitente y diferencial. Pero lo más importante, como señala O'Donell, es que estas leyes están inmersas en un mundo informal dirigido por poderes privatizados, esto es, actores privados cuyo poder se debe a la connivencia de estas autoridades (O'Donnell, 2002). Esto explica la existencia de comunidades campesinas o barriadas de grandes capitales donde se privatizan funciones públicas, que son ejercidas por particulares, grandes propietarios de tierras, de empresas o asociaciones campesinas, organizaciones vecinales, patrullas de autodefensa civil, entre otros, con la autorización e implicación de las autoridades estatales. Estos actores establecen normas para gestionar y organizar el espacio público, competencias que solo deberían corresponder a autoridades estatales. En definitiva, la ley queda suspendida y sustituida por normas particulares, con la connivencia de las autoridades estatales.
Esta misma lógica opera para el crimen organizado y la gobernanza criminal. Esta es una gobernanza privada, en este caso operada por actores criminales, pero que cuentan, en mayor o menor medida, con la complicidad de las autoridades. Este control del territorio se obtiene a cambio de entregar parte de los beneficios obtenidos por actividades ilegales a las autoridades estatales, o a través de apoyo en campañas electorales a los partidos (InSight Crime, 13 de agosto de 2021), o, por otra parte, se obtiene mediante el mantenimiento de paz y estabilidad social, ya que la población sometida logra una forma de vivir directa o indirectamente a través de los beneficios que reporta socialmente la economía ilegal o informal que estas redes desarrollan.
Independientemente de su condición ilegal, estos actores operan bajo la misma lógica de los demás actores privados. La gobernanza criminal no se da por ausencia de Estado, sino por la cesión de "sus" territorios y "sus" competencias, que ahora son de estos actores. En estos territorios queda suspendido el orden formal y la ley, pero se establecen normas, se imparte justicia y se proporciona seguridad, e incluso servicios de asistencia a la población. Durante la pandemia, por ejemplo, se hizo más visible que nunca esta gobernanza. En México, Brasil o Colombia, las bandas criminales aseguraron el confinamiento aplicando sanciones "ejemplares", individuales o colectivas a quienes no permanecieran en sus casas. Así mismo, se repartieron víveres a la población afectada por carecer de ingresos.
Pero más allá de la situación particular provocada por la pandemia, esta forma de gobernanza es anterior a esta. El Tren de Aragua, una megabanda venezolana, ya ejercía gobernanza criminal en importantes áreas del territorio venezolano. Esta organización está detrás de la fundación Somos Barrio JK, que ofrece jornadas de salud, limpieza y comedores comunitarios. Al mismo tiempo, ha establecido estrictas normas de convivencia, con castigos ejemplarizantes, que varían desde prohibir discusiones entre parejas y robos, hasta imponer la obligación de mantener las fachadas de las casas pintadas y estrictas normas en los colegios. La violación de estas normas puede resultar en sanciones que van desde la expulsión de la comunidad hasta la ejecución (InSight Crime, 11 de abril de 2022). Tanto estos actores ilegales como los legales comparten la misma concepción patrimonial y, bajo ese principio, imponen "sus" normas en "sus" territorios. Actualmente, hay evidencia de su presencia en seis estados sudamericanos adicionales (InSight Crime, 21 de octubre de 2021).
El ejemplo de las "normas de convivencia" impuestas por las FARC-EP ofrece más evidencia del establecimiento de estrictas reglas y regulación de la vida social en ciertos territorios por actores no estatales. En 2014, se publicó un manual que contenía 46 normas establecidas por la guerrilla colombiana en la región del Putumayo. Este manual abordaba temas como la movilidad, medidas de seguridad sanitaria y comercio, entre otros (FARC-EP, 2014).
Además de Venezuela (Briceño, 2021), la gobernanza criminal se manifiesta también en Colombia (Duque, 2020; Garzón, 2021), México (Sumano, 2022), Brasil (Souza & García, 2021), Paraguay (Martens et al., 2022) y Centroamérica (InSight Crime, 19 y 25 de enero de 2022). Pero no solo se da en áreas rurales y alejadas, sino también en las capitales, donde se concentran las sedes de las instituciones estatales. La gobernanza criminal en las cárceles, edificios custodiados por las fuerzas de seguridad, es el ejemplo más evidente. En muchos casos, bandas criminales como el Primeiro Comando da Capital y el Comando Vermelho, en Brasil, o como organizaciones criminales ecuatorianas han surgido en centros penitenciarios.
En estas cárceles, son las bandas criminales las que gestionan y proporcionan servicios básicos a los presidiarios. Las normas de convivencia son estrictas, y las sanciones por incumplirlas se aplican según el código impuesto por el crimen organizado (La Sexta, 2013). Esta organización requiere un paso previo: la cesión de estos centros por parte de las autoridades estatales, quienes obtienen ganancias por la "cesión" de "sus" cárceles. Tras esta cesión, la cárcel pasa a ser del crimen organizado, que ejerce su poder bajo la misma concepción patrimonial en "sus" barrios, "sus" cárceles o "sus" territorios.
¿Debilidad estatal?
Después de este análisis, es importante dimensionar el patrimonialismo. Primordialmente, cabe aclarar que el patrimonialismo no es el único orden existente, sino que forma parte de un orden híbrido. De hecho, cuando se constituye como el único orden existente, lleva al caos o a lo que podríamos entender como un Estado fallido. Sin embargo, vale la pena recordar que, salvo Haití, los Estados latinoamericanos no se encuentran en esta categoría (Fragile States Index, 2023).
Se trata, más bien, de una realidad en la que conviven un conjunto de normas de naturaleza opuesta, que acaban por constituir esta hibridación. Así, existe un orden formal, basado en la sujeción a la norma y el interés público, si bien la privatización de lo público y la transgresión de la norma es recurrente. En otras palabras, el patrimonialismo se da usualmente cuando no hay un único orden normativo y la coexistencia con el orden legal implica que, según las circunstancias y los ámbitos, generalmente se acatan las normas, aun cuando en otras ocasiones el patrimonialismo, que constituye el orden informal, modifica o incluso ignora este orden legal. Es, por tanto, una cuestión de grado; dependiendo del nivel de conciencia pública y los niveles de cultura de la legalidad que tengan las autoridades responsables de tomar decisiones políticas y aplicar las normas (Alda, 2017), se velará por el bien público y se aplicará la norma, o las decisiones estarán mediadas parcial o totalmente por la concepción patrimonialista.
Un buen ejemplo de esta hibridación son aquellos gobernantes que logran contribuir al bienestar ciudadano mediante la realización de mejoras públicas, pero se enriquecen durante el tiempo de su gestión a través de prácticas corruptas. Dependiendo del grado de patrimonialismo, los beneficios públicos son mayores o menores. Esta realidad se constata en una frase que se repite en diferentes países de América Latina: "Es corrupto, pero hace obra". En esta frase se expresan diversos aspectos: por un lado, la hibridación legal-patrimonial del orden existente y, por el otro, la tolerancia social al patrimonialismo y la corrupción. Dicha popularidad se explica porque existen autoridades que no comparten con la ciudadanía los beneficios de su cargo y solo se enriquecen, sin realizar ninguna mejora pública o social.
Esta hibridación, basada en la coexistencia del interés público con un interés patrimonial, es precisamente el factor que explica que los Estados latinoamericanos sean más atractivos para el crimen organizado que los Estados fallidos. En estos últimos, solo existe el orden patrimonial, lo cual desemboca en la privatización absoluta del poder y la consiguiente desaparición de todos los bienes públicos, llevando al caos y al desorden. Por el contrario, en América Latina, los Estados logran un equilibrio mediante esta hibridación que proporciona, en mayor o menor medida, un orden social, estabilidad y servicios mínimos, factores imprescindibles para el desarrollo de los negocios ilícitos.
En tiempos recientes, la noción de ausencia del Estado ha ganado terreno como explicación para la existencia y proliferación de la gobernanza criminal. Si bien es cierto que hay regiones de difícil acceso donde la presencia estatal es escasa, este factor por sí solo no basta para explicar el fenómeno. Este razonamiento básicamente sugiere que incrementar el número de funcionarios garantizaría seguridad, una idea que se fortalece al enfocarse en el indicador de funcionarios por número de habitantes, con el que se evidencia que se necesitan más empleados públicos para proteger y servir a la ciudadanía en todo el territorio nacional. Además, se añade que los escasos funcionarios existentes, debido a bajos salarios, son susceptibles a la corrupción como medio de supervivencia. Si bien las carencias materiales de los Estados son evidentes y los salarios son bajos en determinadas zonas, la solución a la gobernanza criminal no reside únicamente en la inversión en recursos, la contratación de más personal o el incremento de los sueldos, aunque todo ello sea necesario.
El principal problema radica en la concepción patrimonialista, que reproduce de manera permanente la cultura del privilegio y que permite la complicidad con el crimen organizado (Alda, 2020). De no modificarse esta conceopción, el aumento de la presencia estatal puede, de hecho, incrementar los índices de corrupción y privatización de lo público, y favorecer de esta manera la gobernanza criminal, pues el crimen organizado tendría garantizadas sus actividades criminales con protección estatal. Por lo que respecta al aumento salarial, aunque imprescindible, tampoco resuelve el problema, como ponen de manifiesto los numerosos casos de corrupción que implican a diferentes expresidentes y altos cargos, cuyos salarios son mucho más altos y están mejor pagados. Por tanto, la corrupción no es solo un problema de falta de recursos, sino ante todo de la existencia de una concepción patrimonial.
El neopatrimonialismo, entonces, no necesariamente desemboca en un Estado fallido ni en el desorden social. La pervivencia de un orden formal junto al informal garantiza el orden social, lo que proporciona un mínimo de estabilidad social, servicios públicos e infraestructura, aunque muy básicos y de mala calidad, como consecuencia de la corrupción sistémica, pero están garantizados. Este mismo orden formal también proporciona la suficiente credibilidad para respaldar un sistema bancario y financiero, entre otras cosas, fundamentales para el desarrollo de múltiples actividades de estas redes criminales, ya que son esenciales para la realización sostenida de sus negocios ilegales. En efecto, para estos negocios se precisan carreteras, aeropuertos y puertos para el tráfico ilegal, así como un sistema financiero que permita "blanquear" dineros. Se trata del escenario idóneo para las organizaciones criminales, que varios países latinoamericanos proporcionan:
Gracias a la concepción patrimonialista, pueden lograr la protección de representantes del Estado y actuar impunemente, en condición de privilegiados.
Disponen de infraestructura y servicios mínimos para la realización de sus negocios.
Otro término habitualmente empleado para los Estados bajo estas condiciones es el de Estados débiles. Ciertamente lo son, ya que el patrimonialismo desgasta y resta credibilidad a las instituciones del Estado y sus representantes, con todas las implicaciones que esto conlleva. Aunque ha sido y es un término muy recurrente, utilizado por todos los especialistas, el Estado débil quizás no exprese la complejidad de esta realidad. Frente a esta idea, Dewey (2015) no los califica de débiles o ausentes, sino de presentes y "resistentes". Allí donde la ley formal no opera, no es a causa de la ausencia de Estado, sino de la aplicación discrecional de la ley:
Las preferencias, los intereses y las expectativas no están modeladas ni por un Estado débil, ni fuerte, sino por uno que realmente está presente y que se dedica a trocar protección por diversas clases de recursos. La protección basada en la suspensión de la aplicación del derecho no hace más que definir un tipo de relacionamiento; un vínculo entre un Estado que promete protección a quienes quieren operar a favor o en contra del Estado y a una sociedad que compra ambos tipos de protecciones. (Dewey, 2015, pp. 52-53)
En conclusión, no se trata de un Estado débil o ausente, sino de estructuras resistentes, que reproducen una concepción patrimonialista del poder.
Conclusiones
Este artículo ha planteado cómo el poder del crimen organizado se basa en su condición de privilegio, gracias a la concepción neopatrimonialista del poder sobre la que se sostiene dicha cultura del privilegio. Las investigaciones al respecto han avanzado de manera importante con hallazgos valiosos, pero de forma independiente desde diferentes disciplinas. Por un lado, desde la politología y la sociología se ha dado un gran paso en los estudios sobre neopatrimonialismo, especialmente en los noventa. La CEPAL (2018b), por su parte, ha contemplado la cultura del privilegio para explicar la desigualdad económica y social, pero en este caso no ha relacionado la cultura del privilegio con el neopatrimonialismo.
Por otro lado, desde los estudios de seguridad los avances no son menores, pues han puesto de manifiesto que el desarrollo del crimen organizado no depende de la ausente o escasa representación estatal, sino, muy al contrario, de las relaciones de protección que el crimen organizado logre establecer con el Estado para garantizar su expansión. Sin embargo, no se ha terminado de esclarecer el motivo de esta complicidad. También desde los estudios de la seguridad, se ha demostrado que la complicidad estatal es un elemento esencial, en el que el instrumento clave para entender esta relación de colaboración entre el mundo legal e ilegal es la corrupción. Pero quedan varias preguntas al respecto, como cuál es el mecanismo que hace posible esa informalidad y su tolerancia social. Para ello se puede recurrir a los aportes de otras disciplinas.
Este artículo ha pretendido relacionar todos estos avances, desarrollados de forma inconexa, para entender los problemas de seguridad, en particular el desarrollo del crimen organizado. El neopatrimonialismo y la cultura del privilegio permiten comprender el desarrollo del crimen organizado, más allá de la corrupción. Este es un síntoma de la existencia de un problema más complejo que esta relación con la forma de entender el poder.
Mientras no se establezca una clara distinción entre lo público y lo privado, desde la presidencia hasta los niveles más bajos de la administración estatal, estos cargos y sus competencias pueden ser vistos como patrimonio personal por quienes los detentan. En consecuencia, esta "propiedad" permite su uso discrecional, lo que abre la puerta a eximir del cumplimiento de la ley a aquellos actores que puedan incrementar el patrimonio personal del titular del cargo. La aplicación discrecional de la ley socava el principio de igualdad ante la ley y perpetúa la existencia de individuos privilegiados. Las consecuencias son multidimensionales: no solo se violan los derechos civiles de la ciudadanía y se profundiza la desigualdad económica y social, sino que también se generan implicaciones significativas en el ámbito de la seguridad. La privatización del poder público permite que actores ilegales queden exentos del cumplimiento de la ley e incluso obtengan concesiones territoriales para asegurar áreas estratégicas en sus diversos negocios.
El otro aspecto contemplado es la legitimidad social necesaria para la sostenibilidad de la gobernanza criminal. Esta legitimidad es posible cuando la ciudadanía, motivada tanto por la necesidad como por la práctica de supervivencia social y económica, comparte esta cultura. En una sociedad donde no se distingue claramente entre el ámbito público y el privado, se tolera que actores privados ejerzan competencias públicas. Si además estos actores pueden proporcionar servicios que el Estado no logra ofrecer, como seguridad, justicia e infraestructura, se les reconoce o tolera como legítimos. La ineficacia del Estado, a su vez, se debe en parte a las prácticas patrimonialistas de sus autoridades, que llegan a ser cómplices de los intereses particulares de estos actores, incluso si son criminales. Esto da lugar a una inercia perversa que impide romper un círculo vicioso sistémico.
En esta dinámica se ve afectado no solo el ámbito de la seguridad, sino también el desarrollo y la gobernanza en general, puesto que se perpetúa el principio de desigualdad e injusticia en múltiples esferas. Los bajos niveles de imperio de la ley, acompañados de altos niveles de corrupción e impunidad, son síntomas de una cultura del privilegio que determina los criterios para ejercer el poder y distribuir recursos.
Ante la complejidad del problema y su raíz cultural, la solución pasa por un cambio de paradigma basado en la separación de la esfera de lo público y lo privado, y por tomar conciencia de la importancia de la esfera pública como instrumento de progreso y bienestar social. Este es un cambio a largo plazo, pero posible e imprescindible, que comienza con cambios sustanciales y sostenibles en el tiempo, para generar un cambio cultural en las nuevas generaciones, basado en la interiorización de los principios del buen gobierno y la cultura de la legalidad.