Introducción
La inclusión de preocupaciones feministas en las discusiones y los casos de interés de la Bioética no es un asunto nuevo, aunque quizá la manera de nombrarle "Bioética feminista" sí sea relativamente reciente.
Al hacer una búsqueda de los términos "feminist bioethics" y "bioética feminista", salta a la vista que los resultados más antiguos son de finales de la década de 1990. Al buscar el término "feminist bioethics" en Web of Science, base de datos de Ebsco, solo hay 44 resultados, siendo el más antiguo del año 2000. "Bioética feminista" no arroja ningún resultado; en JStor, base de datos que reúne un número importante de revistas de humanidades y ciencias sociales, la búsqueda de "feminist bioethics" arroja 256 resultados, contando con la primera mención del término en reseñas de encuentros o libros con documentos de 1995. Al buscar en JStor "bioética feminista" se encuentran 4 documentos del 2014. En la base de datos Scielo, "feminist bioethics" arroja 5 resultados, siendo el más antiguo del 2003. "Bioética feminista" arroja 7 resultados, siendo el más antiguo del 2003. Un trabajo interesante sobre la aparición de las bioéticas feministas puede encontrarse en Marisco (2006), así mismo, puede consultarse el trabajo de Debora Diniz sobre las tensas relaciones entre bioéticas críticas y principialistas (2000).
A pesar de la relativa novedad del término (y su todavía escaso uso como tema de artículos en revistas científicas y libros), trabajos sobre asuntos bioéticos relativos a las condiciones particulares de las mujeres pueden rastrearse a los orígenes de la ética del cuidado, como los estudios sobre desarrollo psicológico y moral de las mujeres en "In a Different Voice: Women's Conceptions of Self and Morality" de Carol Gilligan (Gilligan 1977), a tratados sobre salud sexual femenina construidos comunitariamente como Our Bodies, Our Selves, cuya primera edición fue publicada en 1973, o las discusiones sobre ecofeminismo iniciadas durante los años 70 del siglo pasado.
Tanto desde las vertientes bioéticas norteamericanas, con su énfasis en la ética biomédica, como en enfoques de macrobioética o bioética global, es posible encontrar contribuciones teóricas, metodológicas y prácticas que son caracterizadas como Bioética feminista o enfoques feministas a los problemas bioéticos. Debido a que estos términos pueden ser utilizados para hacer referencia a distintos tipos de estudios, análisis o casos, resulta pertinente, en este punto, hacer algunas precisiones sobre la manera en que utilizo en este texto el término "perspectiva feminista" y la relación que tiene con los feminismos y las bioéticas feministas.
Con frecuencia se asume que al utilizar términos como "feminista" o "feminismo" se busca principalmente reivindicación de derechos, libertades y oportunidades de las personas que se identifican como mujeres. Los feminismos, entendidos como movimientos sociales y políticos en la búsqueda de la conquista de derechos y de igualdad ante la ley, son fuentes y espacios de construcción conceptual, política y cultural, al punto en que contemporáneamente se propone, como parte integral de los objetivos de desarrollo y de las evaluaciones de calidad de vida, que la equidad de género figure no subordinadamente a otros objetivos o ejes. En línea con esta idea inicial, se entiende también frecuentemente que el feminismo se ocupa principal o exclusivamente de lo que podrían ser llamados: los "problemas de las mujeres". Con frecuencia, los trabajos en Bioética feminista se ocupan de la visibilización, la problematización y el abordaje de problemas que se asumen como propios de las mujeres: anticoncepción, contracepción, interrupción voluntaria del embarazo, violencia obstétrica, lactancia, terapias de reemplazo hormonal, división sexual del trabajo en las áreas de salud, etc. Aunque la inclusión de estos asuntos como problemas para la Bioética no debe ser subestimado en su importancia, como señalaré a continuación, la equiparación de las perspectivas feministas al catálogo de problemas bioéticos de "las mujeres" es problemático por varias razones. Esta interpretación, aunque podría servir para dar una idea inicial de la particularidad de los movimientos feministas respecto de otros proyectos emancipatorios o reivindicatorios al estar anclado a la categoría "mujer", tiene algunos problemas y resulta finalmente insuficiente para dar el sentido de "perspectiva feminista" que busco en este texto.
El primer problema que salta a la vista es que esta idea provisional del feminismo parece presuponer la claridad o la univocidad del significado del sujeto político "mujer", asumiendo la existencia de un conjunto bien delimitado y definido (es decir, que estipula unos criterios necesarios y suficientes para la pertenencia a este) de las mujeres y las reivindicaciones que requieren. Sobre este punto es interesante acudir al primer capítulo de Gender Trouble (1990) de Judith Butler, en el que la autora discute sobre las insalvables paradojas a las que se enfrenta la pretensión de definir, a priori, el sujeto político del feminismo1.
En segundo lugar, parece partir de una diferencia entre las maneras de comprender la sociedad según el binario de género (hombre/mujer) y otras maneras como los ordenamientos por clase social (capitalistas/trabajadores) o categorías raciales (blancos/racializados), que parecen distinguir y dividir las luchas emancipatorias. Esto produce una suerte de "ontología social" de grupos aislables o aislados, determinados por propiedades invariables e incomunicadas entre ellos. En relación con esto, parecería asumir que las opresiones (la violencia, la precarización, la discriminación, la marginalidad, etc.) que sufren las mujeres constituyen un conjunto discreto de problemas, aislables de otras formas de opresión o violencia y que tanto la carga que implican, como los beneficios de solucionarlos, corresponderán únicamente al conjunto de las mujeres.
Para responder a estos problemas es posible recurrir a distintas formas de concebir los feminismos como proyectos políticos y epistémicos, no limitados a la lucha por derechos, ni configurados en torno de una unidad previa y unívoca, sino como un entramado dinámico, situado y en continua construcción dialógica en torno de algunos temas, conceptos y problemas.
Feminismos, estructura y opresión
Como lo han señalado feministas negras estadounidenses desde los años 70 del siglo pasado,2 así como múltiples pensadoras y autoras latinoamericanas y del Caribe,3 y las procedentes de otros lugares pertenecientes al llamado "Sur",4 no es posible ni deseable hablar en términos singulares del feminismo ni estipular un sujeto político unitario "La Mujer". Esto, porque la búsqueda de un concepto unívoco de "mujer" tiende a defender un esencialismo respecto del género que no solamente es descriptivamente insuficiente, sino que resulta también normativamente excluyente. Históricamente, las pretensiones de definir a "la mujer" han negado no solamente la pertenencia al género femenino, sino incluso a la especie humana, a cuerpos y subjetividades que no encajan en las normativas eurocéntricas y modernas, y ha sido, por tanto, fuente de incontables violencias y deshumanizaciones (ver, por ejemplo, Hill Collins 2004).
Sobre la esencialización del género, bien sea por vía de un biologismo ciego a sus propios sesgos ideológicos o de la presunta universalidad de los roles de género en las comunidades humanas, vale la pena revisar la bibliografía reciente sobre la mala ciencia involucrada en la afirmación de la diferencia sexual. Un texto imprescindible para aproximarse a la biología del sexo humano es Evoution's Rainbow de la bióloga Joan Roughgarden, así como los trabajos de Cordelia Fine sobre el mito del cerebro sexuado.
En este sentido, y para usar el ejemplo de Audre Lorde (2012), las opresiones, las expectativas sociales, las normas, las oportunidades y las libertades de las mujeres blancas de clase media y alta que han accedido a la educación superior en Estados Unidos son diferentes de aquellas que enfrentan las mujeres negras y latinas que trabajan en sus hogares como cuidadoras o empleadas domésticas de las primeras. No solamente hay una diferencia importante entre qué significa ser una mujer trabajadora en ambos casos, sino que la posibilidad para las mujeres blancas de "emanciparse de la domesticidad" está dada en términos de la subordinación y explotación de otras mujeres (racializadas y precarizadas). Esto muestra que hay una enorme complejidad en las relaciones sociales que se tejen en torno de lo que significa ser mujer en sociedades desiguales y que, por tanto, ni puede pensarse en un sujeto único y omniabarcante de los feminismos, ni en una única lucha homogénea que los caracterice.
Por otra parte, es necesario cuestionar el catálogo de asuntos "propios" de las mujeres, pues como se ha señalado en numerosas ocasiones, parece asumir la validez de los discursos naturalizantes de las diferencias sexuales, raciales y de capacidad, derivando en luchas involuntariamente miopes a sus propios sesgos cis-sexistas, racistas y capacitistas. Un compromiso de asumir una perspectiva feminista consistiría en ampliar siempre, en la mayor medida, los horizontes críticos de los análisis y propender por la eliminación de los sesgos epistémicos, las arbitrariedades discursivas y las exclusiones, legados por una matriz de opresión impuesta por un universalismo homogeneizante.
Ahora, esto no significa que la diferencia en las experiencias situadas implique abismos insalvables entre las opresiones que sufren las mujeres en sus diversidades o lleve a una continua división de grupos sociales con luchas separadas, haciendo que hablar de feminismo redunde en un sinsentido. Por el contrario, implica comprender que las estructuras sociales basadas en el sexo y el género se intersecan con las estructuras basadas en la raza, la clase social, la capacidad, etc., y formular estrategias de solidaridad crítica y política en las búsquedas emancipatorias y de reconocimiento. La intersección de ejes de desigualdad u opresión y la multiplicidad de nudos que se tejen en las relaciones sociales han sido conceptualizadas y discutidas ampliamente en los estudios feministas bajo el nombre teoría o enfoque interseccional5. La comprensión de la unión del patriarcado, el capitalismo y la colonialidad como estructuras, sistemas o matrices de opresión implica que los problemas de las mujeres son instancias situadas de problemas más complejos y amplios, y que su "solución" no es suficiente para desmontar las estructuras opresivas. Una perspectiva feminista, en el sentido que aquí propongo, no se ocuparía únicamente de señalar, analizar y buscar solucionar los problemas de las mujeres, sino de detectar sus fuentes profundas y estructurales, y dirigir a ellas los análisis y esfuerzos de solución.
Se entiende, pues, que las experiencias que configuran lo que significa 'ser mujer' en sociedades organizadas, de acuerdo con el género, se manifiestan no solamente en la normatización de comportamientos, formas de vida y expectativas que varían para distintos grupos de mujeres, es decir, la construcción social y cultural de un mandato de género, sino que también configuran patrones de violencias, desventajas o exclusiones basadas en el género. Se habla entonces no solamente de que el género constituye un eje de diferencia en sociedades patriarcales, sino que la estructura patriarcal hace del género un eje de desigualdad.
Es importante resaltar que mientras la diferencia o pluralidad hace parte central de los valores de las democracias liberales y se entiende que la ampliación de las posibilidades para esta es una condición básica de la justicia, la desigualdad es una forma de injusticia, pues no se refiere a la variabilidad cualitativa entre personas, sino a la distinción jerárquica o de acceso a bienes, oportunidades y derechos. Al analizar las condiciones de desigualdad por género, raza, clase, orientación sexual, parecería ser pensable que la mera inclusión de la diferencia en los escenarios relevantes disolvería la desigualdad. Como señala Young (2013), entre un conjunto amplio de críticas feministas al liberalismo político, esta idea parte de una ingenua concepción de la inclusión como posibilidad de anulación de las estructuras de opresión. Para una perspectiva situada en las discusiones sobre la perspectiva crítica desde el sur, particularmente desde América Latina (Diniz 1998, 2000 y 2009).
Al hablar de estructuras, se hace referencia a sistemas de prácticas y creencias, tanto a nivel social como institucional, que determinan lugares de poder diferenciados para grupos e individuos en las sociedades. Las estructuras tienen un carácter histórico y complejo, por lo que resulta evidente que la manera en que se vive 'ser mujer' no es idéntica, homogénea, ni universal para mujeres que ocupan lugares sociales diferenciados. Como manera de aproximarse a la desigualdad basada en el género, resulta útil acudir al concepto de "opresión", como lo formula Iris Marion Young en Justice and the Politics of Difference (1990):
Designa la desventaja y la injusticia que algunas personas sufren, no porque un poder tiránico los coaccione, sino por las prácticas cotidianas de una sociedad liberal bien intencionada [...] La opresión, en este sentido, es estructural, y no el resultado de las elecciones o políticas de unas pocas personas. Sus causas se anidan en las normas incuestionadas, en los hábitos y en los símbolos, en las presuposiciones que subyacen a las reglas institucionales y a las consecuencias colectivas de seguir esas reglas (Young 1990, 41).
En el trabajo de Young, la categoría de opresión se ofrece como extensión o profundización de categorías tradicionales para hablar de injusticia en la teoría política (explotación y dominación) y como crítica a la insuficiencia de la comprensión rawlsiana de la injusticia como distribución inequitativa de bienes y oportunidades. En el segundo capítulo de Justice and the Politics of Difference, "Las cinco caras de la opresión", Young analiza cinco formas o manifestaciones en que el poder se ejerce sobre personas y grupos sociales en condición de desigualdad política:
Explotación, en términos del despojo de los frutos del trabajo (físico, productivo, reproductivo, intelectual, emocional, etc.), que se ejerce no solo sobre las mujeres, sino sobre otros grupos precarizados como la "mano de obra no calificada", el campesinado, entre otros.
Marginalización, entendida como la exclusión de individuos, grupos y comunidades de los debates de construcción de conocimiento y toma de decisiones, particularmente aquellas que atañen a sus condiciones de vida y reconocimiento.
Impotencia, como la ausencia de escenarios en los que los procesos deliberativos o consultivos tengan un impacto real sobre las condiciones de la propia vida y la ausencia de mecanismos para la incidencia política.
Imperialismo cultural, como la existencia de normas, expectativas, estereotipos y representaciones sociales que deslegitiman, otrifican y subordinan las experiencias, saberes y formas de vida diversas.
Violencia, como el ejercicio de poder, fuerza o coacción sobre grupos e individuos en sus dimensiones físicas, psicológicas, económicas y simbólicas6.
Como puede observarse, el carácter estructural de la opresión significa que una o más caras o facetas de esta pueden estar presentes simultáneamente en la opresión de individuos y grupos, pero distinguirlas conceptualmente permite tener una comprensión más amplia y profunda de los cauces de la desigualdad, su multiplicidad aspectual y la complejidad de los fenómenos sociales. Asimismo, permite entender las dinámicas de desigualdad, limitación de la autonomía, injusticia e insuficiencia de la beneficencia (algunos de los riesgos en la toma de decisiones bioéticas), no como el producto de voluntades individuales negligentes o 'malvadas', sino como el resultado de un entramado complejo de situaciones históricas e institucionales que generan obstáculos para grupos e individuos oprimidos y constituyen, con frecuencia, puntos ciegos para quienes se encuentran en lugares de privilegio relativos a estos.
En este sentido, la adopción de las categorías propuestas por Young (2013) en las discusiones sobre la fundamentación y el ejercicio de la Bioética, no solamente permite revisar y resignificar los conceptos involucrados en el principio de justicia (el tema central del que se ocupa la autora), sino también abre las puertas para establecer concepciones antropológicas y agenciales atentas a las maneras en que las condiciones políticas inciden sobre las posibilidades reales de tomar decisiones.
Autonomía relacional y agencia desde las bioéticas feministas
En muchos de los debates contemporáneos sobre los conceptos de agencia y autonomía se resalta lo problemático de concebir a la autonomía como una suerte de capacidad de autogobierno, autodeterminación o autoproducción agencial. La idealizada suficiencia del sujeto que puede, a partir del ejercicio de una razón universal, decidir correctamente siempre que no esté coaccionado y tenga toda la información relevante parece, cuando menos, implausible psicológicamente, incluso en las mejores circunstancias, y desmedidamente riguroso como criterio para el respeto de los deseos de personas que se encuentran en circunstancias de dolor, enfermedad, urgencia y miedo, como suele suceder cuando resulta necesaria la "intervención" bioética.
En la concepción de autonomía consignada en el principialismo de Beauchamp y Childress se encuentran muchos de estos presupuestos y, por tanto, el principio de respeto por la autonomía parece resultar insuficiente al considerar como marco la opresión estructural, profundizada por condiciones de vulnerabilidad por enfermedad, pobreza y marginalización. Al abordar la pregunta por las posibilidades reales de personas oprimidas para tomar decisiones, se hace claro que, aunque la autonomía como valor anclado a la dignidad humana, tanto en contextos bioéticos como jurídicos, es de suma importancia, es necesario revisarla y robustecerla.
Susan Sherwin y Caroline McLeod, en "Relational autonomy, Self-trust and Health Care for Patients who are Oppressed" (2000) proponen una revisión crítica del concepto, a partir de la adopción de la categoría de "autonomía relacional o contextual". Allí afirman:
Entendemos que la autonomía relacional involucra un reconocimiento explícito del hecho de que la autonomía se define y se persigue en un contexto social, y que el contexto social influye significativamente en las oportunidades que tiene un agente para desarrollar o expresar capacidades de autonomía. En la autonomía relacional es necesario explorar la ubicación social de un agente si se desea evaluar apropiadamente y responder adecuadamente a su habilidad de ejercer la autonomía. Mientras que las aproximaciones tradicionales se ocupan únicamente de juzgar la habilidad de un individuo para actuar autónomamente en la situación presente, la autonomía relacional nos pide tomar en cuenta el impacto de las estructuras sociales y políticas, especialmente el sexismo y otras formas de opresión, sobre las vidas y las oportunidades de los individuos. Al hacer visibles las maneras en las que la autonomía es afectada por las fuerzas sociales, especialmente por la opresión, la autonomía relacional cuestiona los presupuestos comunes en gran parte de la literatura bioética sobre que la autonomía se presente como un logro de los individuos (Sherwin y McLeod 2000, 259).
En su texto, Sherwin y McLeod (2000) hacen un análisis sobre las maneras en que las estructuras opresivas configuran la subjetividad de las personas, incidiendo no solamente sobre su capacidad "legal" de tomar decisiones, sino también sobre las condiciones psicológicas y subjetivas que hacen posible, en general, tomar decisiones. Así, por ejemplo, la ausencia de autoconfianza en los propios juicios (es decir, sentir inseguridad sobre si se es capaz de evaluar adecuadamente la importancia de una situación, o sobre si la ponderación entre opciones se ha llevado adecuadamente), o la disminución del autoestima epistémico (la creencia instaurada por una historia de silenciamientos, insultos, prejuicios sexistas, racistas y capacitistas, por ejemplo, de que se es poco inteligente o de que no puede comprender información técnica) inciden sobre la posibilidad de comportarse autónomamente.
Las causas de la disminución de la autonomía para mujeres, personas en situación de discapacidad, personas racial o étnicamente discriminadas, niños pequeños y viejos tienen que ver, con mucha frecuencia, con una concepción de la racionalidad y la autoridad epistémica (ver nota 21), modelada a partir de los ideales de los hombres blancos altamente educados de la modernidad europea, que sienta las bases para que la diferencia se constituya en desigualdad. La autonomía como capacidad de control, de decisión y de dominio basado en competencias racionales parece marcar una línea entre quienes sí pueden ser autónomos y quienes no, como si se tratara de una diferencia ontológica fundamental que justifica jerarquías e imposiciones de unos sobre otros. Este cuestionamiento de la autonomía, como puede verse, no solamente tiene que ver con la categoría puntual defendida por los autores norteamericanos (es decir, no es una simple reformulación del principio), sino con la manera en que se asienta en una comprensión antropológica que se asocia con atributos históricamente atribuidos a la masculinidad occidental: actividad, racionalidad, fuerza, capacidad, independencia, imperturbabilidad, dominio, etc. Por su parte, la emocionalidad (el miedo, la incertidumbre, la frustración), la dificultad para comprender y expresar razones en un lenguaje aceptado por las autoridades epistémicas como válido, la adhesión a principios morales o religiosos, la importancia de la opinión familiar, etc., son entendidas, bajo una comprensión de la autonomía como independencia y autosuficiencia, como fuentes de reducción de la capacidad para tomar decisiones libres e intencionales.
La alternativa propuesta por Sherwin y McLeod, la autonomía relacional7, puede entenderse como la capacidad adquirida en el marco de interacciones interpersonales, sociales e institucionales habilitantes y empoderantes de las capacidades psicológicas y agenciales para tomar decisiones sobre la vida propia y el bienestar propio. En la medida en que los individuos y los grupos se ubican en matrices complejas de opresiones y privilegios, es claro que los grados de autonomía o de limitación de la autonomía estarán dados en esas intersecciones, produciendo experiencias situadas y complejas que exigen análisis particulares.
Como se observa, la propuesta radica en el desplazamiento del foco individualista de la propia suficiencia para entender la autonomía (y consecuentemente la agencia) como un atributo derivado de la interdependencia de las personas humanas en comunidades, tanto en términos interpersonales como en términos de sus relaciones con las instituciones. Esto constituye, en un sentido importante, una repolitización de la autonomía, al mostrar que una comprensión comunitaria basada en lo colectivo y social de las personas, implica situarse críticamente en oposición a un individualismo atomizado (muy común en la neoliberalización de las relaciones médico-paciente) y permite atender con mejores herramientas y estrategias a personas en situaciones dilemáticas, al solventar o compensar las instancias de limitación o ausencia de autonomía por vía de la producción de vínculos. En palabras de Sherwin y McLeod: "dado que la opresión siempre es un impedimento para la autonomía, cualquier sociedad que esté verdaderamente comprometida con promover la autonomía debe trabajar para eliminar las fuerzas de opresión que reducen las oportunidades de los ciudadanos para ser máximamente autónomos" (Sherwin y McLeod 2000, 260).
Las críticas desde las éticas y las bioéticas feministas al concepto de autonomía no se limitan a su poca viabilidad práctica, es decir, no es simplemente una implementación deficiente de la democracia o de la ideología liberal la que ha impedido y sigue impidiendo el ejercicio de la autonomía ideal de los seres humanos, sino que hay problemas más de fondo con el concepto. La pregunta que se abre no es entonces si podemos ser realmente autónomos, sino si es deseable modelar las instituciones, las interacciones y los criterios de legitimidad de las decisiones sobre la base de un concepto que parece estar fundado en otros que derivan en la perpetuación de las condiciones de vulnerabilidad y opresión de muchos y muchas. Cuestionar esta noción de autonomía, por tanto, abre la pregunta de si podríamos pensar en lo constitutivo de nuestra humanidad como asentado, no ya en la potencia y la independencia, sino, más bien, en aquello que parece estar en un opuesto polar a estos: la vulnerabilidad y la dependencia. Esto, a su vez, implicaría una modificación de las maneras en las que el respeto por las personas se manifiesta, no ya fundado, como se señaló en secciones anteriores de este texto, en el respeto por la autonomía, sino, más bien, en el reconocimiento de la vulnerabilidad.
La vulnerabilidad como elemento ético y político
De la mano con la numerosa bibliografía feminista concentrada en el concepto de autonomía, en años recientes se ha explorado la reconceptualización del principio antropológico de la Bioética desde el concepto de vulnerabilidad. La vulnerabilidad, tradicionalmente entendida como un déficit o una debilidad, había contado usualmente como un criterio para la justificación de paternalismos tanto médicos como políticos, asumiendo su necesaria contradicción lógica con la autonomía, el control y la agencia. Así, las personas y los grupos considerados vulnerables (bien sea por condiciones materiales como la precarización, la enfermedad, el abandono) eran entendidos como sujetos primordialmente de protección, caridad, compasión, que requerían el trabajo de fuerzas externas y beneficentes, con frecuencia al margen de la consideración de sus perspectivas, intereses desde la vulnerabilidad.
Ivana Zagorac (2017), en su texto "What Vulnerability, Whose Vulnerability? nclusiónf Understandings in the Debate on Vulnerability", reconstruye algunas de las dificultades para tener una comprensión unívoca de la vulnerabilidad, al contemplar tanto su dimensión individual o subjetiva, como su dimensión colectiva y política. Señala que, para la Bioética, resulta particularmente importante detenerse en estas dificultades, dada la marcada y continua oposición entre autonomía y vulnerabilidad presentada en las versiones principialistas. La oposición polar entre autonomía y vulnerabilidad podría incluso entenderse como una suerte de continuo entre fuerzas invertidas, en las que a mayor autonomía, menor vulnerabilidad y viceversa; pero como muestra el marco de comprensión interseccional sobre la opresión, es con frecuencia en los lugares de mayor vulnerabilidad en los que se gestan resistencias, resiliencias y luchas de carácter colectivo y comunitario (la interdependencia como elemento de empoderamiento), donde la autonomía relacional no precluye la vulnerabilidad, sino que surge precisamente de ella.
La vulnerabilidad puede ser concebida, por tanto, no como un rasgo deficitario, sino como una condición ontológica de los seres humanos y los demás vivientes, como la posibilidad siempre abierta de sufrir daño. Esto no implica, sin embargo, que la naturalización de la vulnerabilidad, o la afirmación de su universalidad, implique una resignación o renuncia moral respecto de la inevitabilidad del riesgo a ser dañados. Por el contrario, produce un desplazamiento de preocupaciones centrales en términos bioéticos y políticos, señalando la necesidad de superar la centralidad de las concepciones de los sujetos como autosuficientes y capaces. Esto, aunque el riesgo de daño esté siempre presente, las acciones, las decisiones, las instituciones y las estructuras que conciben la "naturaleza" de las personas como susceptibles al daño, pueden producir condiciones en las que el riesgo de daño sea menor o los daños posibles sean menos graves cuando no puedan ser evitados. Véase al respecto la propuesta de Corinne Peluchon en Elementos para una ética de la vulnerabilidad (2015) y La autonomía quebrada (2014), de una reformulación de la Bioética en la que el núcleo de la responsabilidad o la obligación frente a otros no es la dignidad basada en la autonomía, en el control, en el dominio de sí, sino en el reconocimiento de la vulnerabilidad, condición humana compartida por todos y todas. Esto no corresponde a un retorno a la perspectiva de la medicina como beneficencia (justamente lo que Beauchamp proclama que su propuesta logra superar), sino que transforma las relaciones de los agentes consigo mismos y con otros, en términos de vínculos de preocupación, cuidado y atención, antes que de protección paternalista.
La potencia política del reconocimiento de nuestra interdependencia ha producido un cuerpo de trabajo en lo que ha sido conocido como las éticas y políticas del cuidado, que enfatizan en la importancia de pensar en un marco ampliado y proponer herramientas y soluciones que atiendan a la estructura, como una manera de invertir las lógicas basadas en el poder, la autosuficiencia y el individualismo capitalista, hacia la construcción de comunidades morales y políticas enfocadas en la preocupación mutua y la promoción del bienestar como condiciones de posibilidad de las vidas buenas como personas y comunidades. En Caring Democracy. Markets, Equality and Justice, Joan Tronto (2013) propone el concepto de una "caring democracy" (una democracia del cuidado, o democracia cuidadora, recogiendo algunas de las ideas expuestas en este texto: "How do we do it?
How do nclu from a society that is primarily concerned with economic production to one that also emphasizes care? How do we change our concepts about humans so that instead of thinking of them as autonomous, we also recognize them as vulnerable and inter-dependent? How do we think about freedom as the absence of domination, about equality as the condition of equal voice, about justice as anon going process of assigning and reassigning caring and other responsibilities in a framework of non-dominated inclusions? To do so, we have to re-imagine democratic life as ongoing practices and institutions in which all citizens are engaged. This engagement presumes that relational selves, who need ongoing participation as both receivers and givers of care, will be central in making judgments about responsibility." (Tronto 2013, 169)
Debora Diniz (1998; 2000; 2009) ha trabajado durante las últimas décadas la manera en que las bioéticas críticas (bioéticas feministas, antirracistas y no hegemónicas) demuestran la urgencia de repensar el campo desde un compromiso de transformación de las categorías conceptuales, incluso desde las perspectivas que se proclaman feministas y provienen del norte global. Los sesgos etnocéntricos que permean han propuesto que el concepto de vulnerabilidad no solamente sea aplicado en los contextos de la biomedicina, particularmente en la relación médico-paciente, sino que se haga una interpretación de las categorías como elementos políticos y constitutivos de deliberaciones amplias sobre el bien común y las maneras de proponer los ordenamientos sociales desde la Bioética.
Perspectivas feministas y crítica a la ciencia
Un rasgo común de las aproximaciones feministas, particularmente al considerar su interés teórico o conceptual, es que consideran que el género es una categoría de análisis relevante para la comprensión, el abordaje y la posibilidad de solución de los fenómenos sociales, entre los que se encuentran conflictos, tensiones y dilemas bioéticos. Como categoría de análisis, el género ofrece conceptos, historias conceptuales y narrativas, genealogías y horizontes de sentido que sirven para elucidar las fuentes o las causas de las opresiones y profundizar en la comprensión de la vivencia de la opresión. Como mencioné anteriormente, entender al género como una estructura de ordenamiento de los cuerpos y las subjetividades en sociedades patriarcales, es decir, sociedades que no solamente dividen a los seres humanos en dos géneros, sino que además les asignan roles, normas, expectativas y jerarquías, implica entender también su imbricación con otras estructuras como la clase, la raza, la orientación sexual, la capacidad, la edad, etc. Las perspectivas feministas interseccionales, entonces, conciben la importancia de abordar un marco conceptual robustecido para situarse ante los fenómenos sociales.
En segundo lugar, las perspectivas feministas tienen un propósito crítico de las estructuras que detectan a partir de la consideración de género, clase, raza, etc. y se vinculan con las luchas reivindicatorias y emancipatorias de personas y grupos históricamente marginalizados, oprimidos o silenciados. El sentido en el que se habla de que son críticos no solamente refiere a la denuncia de las opresiones o la elaboración de juicios condenatorios sobre estas, sino también en tanto que propone una ampliación de los límites de lo que históricamente se consideraba pensable como explicación de un fenómeno. En este sentido, no solamente ofrecen "diagnósticos" o historias de la opresión, sino que se proponen alternativas epistemológicas y prácticas a los paradigmas científicos, políticos y culturales que constituyen y perpetúan la desigualdad. Asimismo, las perspectivas feministas buscan abrir los espacios para incluir y amplificar las voces tradicionalmente excluidas de las construcciones epistemológicas, la toma de decisiones, la formulación de política y otros ámbitos relevantes para llevar a cabo vidas buenas.
En relación con esto, hay un interés por revisar las teorías y las prácticas científicas que nutren o perpetúan las opresiones y las desigualdades. Sandra Harding (1986) propone en The Science Question in Feminism que es posible ver distintos tipos de análisis feministas de la ciencia o de su historia (lo que es llamado por Harding una "guía de las epistemologías feministas"). En primer lugar, el empirismo feminista afirma que el androcentrismo y el sexismo son sesgos sociales que pueden corregirse mediante una adhesión concienzuda a las metodologías científicas y que las perspectivas feministas nos permiten distinguir una ciencia sesgada (mala ciencia) de una ciencia bien ejecutada. En segundo lugar, está el punto de vista feminista (feminist standpoint) que detecta una inconsistencia o paradoja en la presunción de neutralidad de la perspectiva empirista y señala que asumir un punto de vista anclado en la experiencia de las mujeres, como grupo oprimido, permite una comprensión de la ciencia no más neutral, pero sí más rica o completa en interpretaciones de los fenómenos naturales y sociales. Por último, Harding señala el posmodernismo feminista, crítico de las dos posturas anteriores por asumir que es posible adoptar una perspectiva global o unificada relacionada con el género, ignorando las diferencias existentes entre las experiencias y maneras de percibir el mundo de mujeres pertenecientes a diferentes clases sociales, razas, orientaciones sexuales, etc. El posmodernismo feminista, fundado en la intersección de distintas fuentes teóricas como la semiótica, la deconstrucción, el estructuralismo y el perspectivismo, que basa los análisis en una comprensión compleja y dinámica de las construcciones de subjetividad contemporáneas, buscando criticar las comprensiones monolíticas de las dualidades naturaleza/cultura, humanidades/ciencias, razón/pasión, etc. Si bien estas tres epistemologías traen consigo retos epistemológicos urgentes, tienen la virtud de que "traen rápidamente nuestra atención a las incoherencias socialmente dañinas de todos los discursos no-feministas" (Harding 1986, 29).
Este interés puede explicarse por dos razones: en primer lugar, los discursos científicos construyen un mundo de significados y prácticas que inciden directamente sobre las vidas de las personas. Así, por ejemplo, las teorías científicas sobre la superioridad racial de los europeos sobre los habitantes de América y de África sirvieron como sustento teórico y justificación presuntamente neutral en términos ideológicos de la conquista, la esclavitud, la segregación y el genocidio durante siglos. Es necesario recalcar que la "raza" es un concepto o manera de categorizar producido como parte de la empresa de conquista y de la colonialidad, que se entrecruza con el género, la clase, la orientación sexual, entre otros ejes de diferencia, como parte de un compleja estructura o matriz de dominación. Sobre la relación entre colonialidad, raza y género pueden leerse los iluminadores análisis de Rita Laura Segato (2007; 2010), Ochy Curiel (2009; 2014), Yuderkis Espinosa (2014), María Lugones (2008), Patricia Hill Collins (2017; 2020) y Angela Davis (2005). Aunque las posturas de las distintas autoras divergen en torno de su adopción o aceptación de la interseccionalidad como marco teórico para la comprensión de los fenómenos de dominación, opresión y marginalización, es importante no perder de vista que los lugares de encuentro y solidaridad teórica y política (si es que tiene sentido marcar alguna diferencia) son mayores que sus divergencias y tensiones.
Si la ciencia tiene la capacidad de justificar o hacer injustificable la desigualdad y la violencia, es fundamental revisar minuciosamente las maneras en que se ha producido y se produce ciencia para evitar que sea participante activa de las atrocidades. La inclusión explícita de categorías como el género, la raza, la orientación sexual o la discapacidad, junto con sus historias de conformación teórica práctica y política, sirve a la Bioética como un marco enriquecido de análisis, no inconsistente en principio con sus propuestas, sino más finamente sintonizado con la complejidad de las situaciones de las que se ocupa, atento a las aristas y los matices de desigualdad que pueden pasar por alto si no se consideran estas categorías.
La revisión de las teorías científicas puede también estar motivada por un interés en cuestionar la manera en que las prácticas científicas, así como las instituciones que legitiman algo como conocimiento y las instancias de toma de decisión basadas en la ciencia están compuestas por subjetividades más o menos homogéneas, es decir, cómo hay un sesgo euro-anglo-androcéntrico en la producción de conocimiento.
Dicho sesgo "demográfico" ha implicado que históricamente hayan sido excluidos del corpus de la ciencia saberes no europeos o saberes considerados "femeninos", y que la atribución de características adversas a la ciencia (excesiva emocionalidad, pensamiento "supersticioso", irascibilidad, "primitivismo") a personas pertenecientes a grupos racial o sexualmente marginados haya significado su exclusión de la producción de conocimiento válido para la institucionalidad científica. Desde una perspectiva crítica, esto no solamente se entiende como una inexcusable injusticia epistémica respecto a las personas y las tradiciones excluidas, sino que constituye también una fuente de empobrecimiento epistémico de los campos científicos y sociales, una manera de cerrar los horizontes que contradice el espíritu mismo de la investigación científica.
El concepto de "injusticia epistémica" ha tomado mucha fuerza recientemente en debates académicos en ciencias humanas y sociales como una manera de aproximarse al tipo particular de violencia que se ejerce contra personas y grupos al no considerarles sujetos epistémicos, es decir, poseedores o capaces de poseer conocimiento válido. La negación de su autoridad epistémica redunda en la exclusión de sus voces como interlocutores, de sus perspectivas y preocupaciones en espacios deliberativos, construcción de política pública, representación mediática y espacios de litigio, etc. Esta negación significa una disminución de la credibilidad de los testimonios de personas pertenecientes a grupos silenciados y con frecuencia se debe a la existencia de prejuicios o sesgos implícitos, socialmente normalizados, que redundan en la perpetuación del silenciamiento. Al respecto, puede verse el libro de Miranda Fricker (2007), Epistemic ¡njustice:Power and the ethics of knowing y el artículo de Patricia Hill Collins (2017).
El campo de la Bioética, como multi-trans-disciplinario, multicultural, dinámico e inclusivo, debe proponerse un ejercicio de autoexamen en el que los sesgos heredados de las tradiciones hegemónicas estén continuamente cuestionados, y se abra el espacio para la ampliación de voces, escenarios y oportunidades de deliberación y construcción teórica. Este compromiso debe manifestarse como una disposición explícitamente antisexista, antirracista, antihomofóbica, anticapacitista, reconociendo las bases estructurales y no meramente coyunturales de las opresiones, los silenciamientos y las exclusiones.
En relación con el punto anterior, una perspectiva feminista ofrece a la Bioética la reivindicación de voces tradicionalmente acalladas en debates académicos y políticos, no solamente como una manera de enriquecer la historia de las disciplinas y ampliar los espacios discursivos, sino como una suerte de justicia reparativa respecto de saberes y subjetividades acalladas. Así, no solamente se aporta al "catálogo" de problemas bioéticos un número importante de cuestiones relacionadas con los cuerpos feminizados, racializados y precarizados, sino que busca que tales problemas sean enunciados, analizados y solucionados desde lugares de enunciación tradicionalmente acallados, ampliando entonces el carácter multicultural de los debates bioéticos, hacia un carácter interseccional.
De esta manera, es importante sacar a la luz los sesgos de género, raza y clase de las comprensiones antropológicas, epistemológicas, y morales que configuran los sujetos bioéticos propios del principialismo8. Esto implica preguntarse sobre la construcción teórica del cuerpo, del cuerpo enfermo/saludable y del cuerpo vulnerable/autónomo, y de las variaciones de esa construcción cuando no se piensa en un cuerpo neutro, sino en un cuerpo sexuado. El encarnizamiento médico contra los cuerpos de las mujeres ha sido, en muchos casos, resultado de una consideración del cuerpo femenino como 'distinto' o 'particular', cuyas escalas de dolor y resiliencia no son conmensurables con los estándares 'neutros' y cuyas enfermedades son menos estudiadas y financiadas. Este sesgo se incrementa al considerar mujeres pobres, que no son blancas, no son heterosexuales, tienen alguna discapacidad física o cognitiva, etc.
Conclusiones
Cuando pensamos que los proponentes principales de la Bioética la plantean como un campo multidisciplinario, abierto a la pluralidad de opiniones y saberes, preocupado por la protección de las personas vulnerables, respetuoso de la autonomía y la dignidad de las personas (y otros vivientes), comprometido políticamente, interesado en eliminar los ejercicios verticales de autoridad entre médicos y pacientes, cabría preguntar si no es ya, al menos en un sentido tácito, una perspectiva feminista o afín a los feminismos. Considero que si bien la historia de la Bioética, como fue presentada en la primera parte de este texto, da pie para pensar que nace de un espíritu crítico respecto de la historia de las teorías y las prácticas tecno-bio-científicas, hay todavía espacio para proponer que el camino avanzado en la crítica de la historia de la ciencia, proveniente de las filosofías y teorías feministas, pueda auxiliar en la construcción continua del campo. En este sentido, aunque la Bioética constituya un campo abierto y dispuesto para aportaciones feministas, quizá no sea todavía, en sí misma, una perspectiva feminista en sentido propio.
Lanzo esta afirmación no apenas como una temeridad retórica. Mi preocupación es la siguiente: la Bioética se ejerce comúnmente en un gran número de ámbitos, cada cual con sus particularidades: los comités que asesoran la formulación de política pública, en los salones de clase que forman profesionales de la salud, en los comités que aprueban proyectos de investigación, en comités que deliberan sobre procedimientos médicos, en tribunales que discuten sobre los problemas del inicio y el final de la vida, entre otros. Con frecuencia, los problemas bioéticos que se abordan se refieren directamente a mujeres o a las vidas de las mujeres: el embarazo adolescente, la interrupción voluntaria del embarazo, las terapias de reemplazo hormonal, las mastectomías, la reproducción asistida, la anticoncepción, la violencia obstétrica, la violencia doméstica, la violencia sexual como arma de guerra, la desescolarización de niñas empobrecidas, etc. Las razones por las que estos asuntos constituyen problemas bioéticos tienen que ver no solo con que las circunstancias exigen la toma de decisiones por parte de agentes racionales y morales que pueden encontrar conflictos entre los principios, sino muy especialmente con la experiencia situada de ser una mujer en una sociedad patriarcal, religiosa, capitalista, racista, etc. El carácter situado de las decisiones, es decir, su dependencia de las condiciones culturales, históricas, económicas y políticas que enfrentan quienes deben tomarlas, representa un tipo particular de conflicto que en ciertos casos parece no permitir solucionar de manera universalizable los conflictos que representan. Las perspectivas feministas que proponen que las categorías de género, clase, raza, orientación sexual, capacidad, edad, etc. configuran ejes de opresión que determinan las experiencias, las violencias, las tensiones e incluso los dilemas bioéticos, ofrecen un marco de comprensión, análisis y posibilidades de solución útil (y urgente) para la Bioética, particularmente en su versión principialista. La interlocución o la integración de perspectivas feministas como lentes para el análisis de situaciones bioéticas no solamente enriquece el campo de la Bioética, sino que fortalece su carácter político, comprometido con la transformación de las sociedades con mira a la garantía de mejores condiciones de vida en las infinitas combinaciones que esto supone.
Como resaltan las propuestas sobre la autonomía relacional y la vulnerabilidad, uno de los problemas de la propuesta principialista es que se aferra a unas nociones de los sujetos indiferenciados e idealmente dotados de las mismas capacidades morales y racionales (lo que he llamado anteriormente la concepción antropológica), haciendo poco énfasis en el impacto o el peso que las condiciones contextuales y sociales tienen sobre la manera en que se presentan y se viven los conflictos bioéticos. Así, por ejemplo, se asume que las condiciones de pérdida de autonomía son de carácter biológico (una enfermedad, una discapacidad, una adicción) y no político (como la marginalización o discriminación por racismo, sexismo, homofobia o capacitismo) y que los problemas de justicia son fundamentalmente distributivos, la Bioética principialista no solamente se queda sin herramientas adecuadas para comprender sus propios problemas, sino que puede quedar limitada a ofrecer apenas soluciones parciales o coyunturales a causas estructurales de muchos de los conflictos. Esto hace que el marco conceptual que se propone desde el principialismo bioético resulte frecuentemente insuficiente para percibir o abordar la complejidad de las situaciones conflictivas o dilemáticas y que el recurso a principios de razón redunde en una profundización de las condiciones desiguales bajo las cuales estas se presentan. Si los principios son los criterios que configuran las reglas y las acciones a tomar, un principio que resulte incompleto o excluyente respecto de personas o grupos sociales tendrá como consecuencia la perpetuación de esas exclusiones.
Al considerar que la Bioética se plantea como un espacio deliberativo pluralista, es tentador suponer que el lugar de los feminismos es el de una más de las voces citadas a debate: al igual que las diversas posturas religiosas, científicas, políticas o sociales, los feminismos constituirían un campo delimitado por unos intereses particulares y unas maneras de articular valores que deberían contar como una voz en el debate. Creo, sin embargo, que no solo es importante incluir a los feminismos (o a las feministas) en los espacios de construcción teórica y metodológica, así como a los de deliberación y toma de decisiones, sino que es más interesante y potente asumir una perspectiva feminista de la Bioética. En este texto he procurado delinear algunas de sus características, preocupaciones y conceptos, sin esperar que sea este esbozo una versión exhaustiva, definitiva o completa, sino apenas un nudo más en un amplio entramado, del cual podamos agarrar la siguiente puntada.