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Revista eleuthera

versão impressa ISSN 2011-4532

Rev. eleuthera vol.25 no.2 Manizales jul./dez. 2023  Epub 30-Maio-2024

https://doi.org/10.17151/eleu.2023.25.2.2 

Desarrollo Humano

Identidad social: el profesor de primaria y secundaria en Colombia 1811-1953*

Social Identity: the elementary and secondary teacher in Colombia 1811-1953

Rodrigo Hernán Torrejano-Vargas1 
http://orcid.org/0000-0002-2672-9831

Henry Bocanegra-Acosta2 
http://orcid.org/0000-0001-7623-7483

1 Magíster en Historia, Universidad Externado de Colombia. Docente e investigador de la Corporación Universitaria Republicana, Grupo de Investigación Derecho Público y Sociedad. Bogotá, Colombia. Correo electrónico: rtorrejano@gmail.com, rtorrejno@urepublicana.edu.co. https://scholar.google.es/citations?user=gYJkvW0AAAAJ&hl=es&oi=ao.

2 Doctor en Sociología Jurídica e Instituciones Políticas, de la Universidad Externado de Colombia. Docente investigador de la Universidad Libre, Grupo de Investigaciones Socio Jurídicas (GISJ) y docente de la Corporación Universitaria Republicana. Bogotá, Colombia. Correo electrónico: henrybocanegra1992@yahoo.es. https://scholar.google.es/citations?user=klzODBsAAAAJ&hl=es.


Resumen

Objetivo.

Explicar el proceso histórico de la confección de los atributos principales y secundarios de la identidad social de los profesores de primaria y secundaria en Colombia entre 1811 y 1953 desde la perspectiva del discurso del Estado nación.

Metodología.

Es una investigación historiográfica basada en el uso de fuentes primarias en el marco del colectivismo metodológico.

Resultados.

La identidad social del profesor de primaria y secundaria en Colombia fue una compleja combinación de aspectos de índole psicológico, ético, político e intelectual.

Conclusión.

La identidad social del profesor fue establecida por el Estado con el ánimo de conferir una imagen positiva y constructiva de paladín social del orden.

Palabras clave: identidad social; profesor; atributos; arquetipo

Abstract

Objective.

To explain the historical process of the creation of the main and secondary attributes of social identity of the elementary and secondary school teachers in Colombia between 1811 and 1953 from the perspective of the discourse of the Nation-State.

Methodology.

It is a historiographic research based on the use of primary sources within the framework of methodological collectivism.

Results.

The social identity of elementary and secondary teachers in Colombia was a complex combination of psychological, ethical, political, and intellectual aspects.

Conclusion.

The social identity of the teacher was established by the State with the aim of conferring a positive and constructive image of the social paladin of order.

Keywords: social identity; teacher; attributes; archetype

Introducción

En el marco de las singularidades que caracterizaron el afianzamiento de un capitalismo periférico, en una sociedad con ciertos conflictos y particularidades estructurales de diferente índole y tono, como por ejemplo: la fragmentación del mercado interno; el movimiento pendular entre una política económica de desarrollo fundamentada en el sector exportador o el mercado interno de la mano con el esfuerzo por establecer un sector manufacturero concentrado en la producción de bienes de consumo e intermedios (Ocampo, 2015; Ocampo y Bértola, 2016); las tensiones “entre las fuerzas y corrientes de pensamiento pro mercado y los intervencionistas” (Pontón y Posada, 2004); el paulatino fortalecimiento, a partir de las primeras décadas del siglo XX, de la capacidad de intervención del Estado en menesteres económicos por medio de la creación “de un conjunto amplio de entidades paraestatales para el fomento de la producción de actividades privadas...y públicas como vivienda, acueducto y otros servicios públicos” (Junguito, 2016); la inexistencia de un sistema de infraestructura del transporte integrado (Ramírez, 2015); las afugias fiscales que propiciaron un constante déficit fiscal, acentuándose a finales del siglo XIX y principios del XX por las guerras civiles, que fueron financiados con “emisiones monetarias legales y clandestinas” (Ramírez, 2015); el predominio del latifundio en la propiedad territorial (Kalmanovitz, 1997); la preponderancia de relaciones de trabajo precapitalistas en el campo (Ocampo, 1984), que si bien experimentaron transformaciones capitalistas durante la primera mitad del siglo XX, con la introducción de una agricultura comercial, mecanizada y tecnificada, gran parte de ellas dependía “exclusivamente de la fuerza humana (...) y no de herramientas modernas” (Palacios, 2015); “un índice nacional de escolaridad promedia de dos años (...) entre 1915 y 1945” (Palacios, 2015), con menos del 30 % de los niños en edad escolar (a finales del siglo XIX) asistiendo a la escuela primaria, ubicando así a Colombia dentro “del conjunto de países con menor nivel educativo del mundo” (Ramírez y Salazar, 2010), solo para sentirse avances destacados en los años promedio de educación en las ciudades en la década de 1930 (Ramírez y Téllez, 2007); el recurrente uso de la violencia para dirimir controversias políticas a través de guerras civiles y frecuentes escaramuzas en distintos puntos de la geografía nacional, entre otros fenómenos, el Estado colombiano siempre estuvo presto a crear y modificar los elementos particulares que conformarían los diferentes aspectos de la personalidad social del profesor.

El Estado fue el encargado de asociar todos los elementos de los diferentes componentes para presentar ante la sociedad la imagen arquetípica (ideal) del profesor. Imagen que sería el referente de autodefinición e identidad profesional en el desarrollo de su praxis nacional entre 1811 y 1953, periodo en el que las autoridades civiles de la república trabajaron e implementaron un discurso positivo que avanzaba a trompicones y con asimetrías de alcance, asociado con la relevancia de la educación como instrumento de promoción e integración social y económica y de formación ciudadana liberal para una democracia en crecimiento, que precisamente se interrumpe con el golpe de Estado del teniente general Gustavo Rojas Pinilla.

La existencia de una imagen arquetípica amasada por fuera del entorno de la praxis docente, fue la culminación de un metódico ejercicio, a lo mejor sui generis, de combinación de ideas universales con episodios domésticos. No se trató de la materialización de una pura abstracción. La lectura de los documentos oficiales avala la idea de que los funcionarios letrados de alto nivel de la burocracia nacional y regional, adoptaron el pasado y presente mundial y nacional para orientar la teleología de la educación y el carisma del docente, en una especie de viaje universal en un sistema económico, social y político burgués y capitalista que se extendía a alta velocidad por todos los confines de la tierra.

El fundamento de la imagen arquetípica del profesor fue catalogarlo de activo invaluable del capital cultural de la nación. Un activo que generaría una alta tasa de rentabilidad social, cultural, política y económica por cuenta de los dividendos que arrojaría en materia de libertad, paz, estabilidad, competitividad, productividad y progreso. Esta representación fue una construcción simbólica para vencer la poderosa gravedad que continuaba ejerciendo la imagen subvalorada de la profesión docente en una sociedad universal que venía demandando un mayor nivel de sofisticación educativa.

La condición de activo cultural nacional implicó la revalorización de un oficio que desde el periodo de dominio colonial ibérico estaba devaluado, a partir del redimensionamiento de la educación, mediante su contextualización en una vertiginosa economía de mercado, que establecía conexiones de renta voraz entre disimiles y remotos rincones de la geografía mundial, y un vertiginoso universo de curiosidad intelectual teórica y práctica que entregaba con celeridad teorías en las ciencias naturales y las ciencias sociales. Así, la imagen de activo fue más que una respuesta interna para satisfacer expectativas altruistas aleatorias, se trató de un proyecto estructural de contexto para funcionar en la sociedad burguesa, la economía de mercado y la forma de gobierno democrática. Es lo que podríamos catalogar como proceso de revalorización profesional impulsado por las necesidades y los retos del desarrollo capitalista.

Este proceso contribuyó al otorgamiento de legitimidad social y solidez académica a la profesión, sin que ello hubiera significado la aceptación por todos los sectores sociales de esta imagen repotenciada, pues varios grupos continuaron convencidos de que se trataba de una profesión de bajo perfil por cuenta de la fundamentación intelectual básica que exigía su praxis, y por lo mismo, la escasa remuneración que los profesores recibían por su servicio poco especializado.

La nueva imagen del profesor se vincularía con la posesión de una serie de atributos y virtudes que garantizarían el establecimiento de una relación simbiótica con la comunidad para adelantar una edificante y productiva función de liderazgo constructivo ejemplar. El profesor era la carta de presentación del Estado entre los sectores marginados. Él sería la materialización de la inversión social del Estado o la presencia de un Estado protector.

Los atributos claves contenidos en la abundante parafernalia legal y discursiva del Estado fueron: el liderazgo, la voluntad de servicio, la curiosidad, la abnegación, la tenacidad, el ingenio, el desprendimiento, la pulcritud, la honestidad y el nacionalismo. Todos ellos presentes en la línea cronológica en la que se mueve el presente artículo, sin que por ello se explicaran siguiendo un paso a paso temporal escrupuloso y absolutamente lineal, sino condensándolo en episodios facticos y discursivos claves, que, dicho sea de paso, estuvieron inmersos en una atmosfera cultural y material adversa, saturada de retos e inercias que obstaculizarían la consecución de la rentabilidad social esperada, como se desprende del relato de este ambiente escrito por el ministro de Educación nacional en la memoria que presentó al Congreso de la República en 1936:

El mestizaje aun no fraguado de nuestra raza, los rigores del medio físico, la incapacidad económica de la familia para suministrar cuidados higiénicos y alimentación adecuada y suficiente, las endemias peculiares a las diferentes regiones, la herencia alcohólica o especifica que dota a su progenie un alarmante porcentaje de la población adulta, obrando todo ellos en ensañada connivencia sobre el niño, hacen de él un ser atemorizado y débil, vacilante entre un limbo de idiotez y un purgatorio de miserias físicas. (Echandía, 1936, p. 5)

Los atributos esbozados (de los que se comentarán ciertos aspectos más adelante) fueron piezas compartidas por las dos grandes dimensiones en las que se puede agrupar la polifacética personalidad del profesor: la social y la académica. Esta organización dimensional binaria funcionaría bajo el esquema de un equilibrio descentrado. Significa que su desempeño profesional siempre estuvo más cerca de alguna de esas dos dimensiones, según fueran las necesidades estructurales de la sociedad definidas por el Estado y la corriente pedagógica imperante.

Implica, entonces, que el Estado privilegió la dimensión social en coyunturas de su historia en las que los dirigentes sociales y políticos consideraban que el profesor debía impactar la complexión ética de la gente y la educación estaba en función de una formación para la vida plena y ejemplar en familia. El profesor tenía el sublime compromiso social de adelantar una praxis profesional de sosiego y empatía con la comunidad. Este equilibrio descentrado en favor de la dimensión social se puede encontrar a principios de la vida republicana, en el reglamento para las escuelas de la provincia de Antioquia presentado a la Asamblea del departamento en diciembre de 1819 por José Félix de Restrepo:

Artículo 2. Procurará con sus discípulos y ejemplo comunicarles aquella especia de dignidad y rectitud que debe durar el resto de su vida, inspirándoles en todas las ocasiones reconocimiento al creador, respeto a sus semejantes, amor a la virtud y aborrecimiento del vicio (...) Artículo 11. Procurará el espíritu de los niños al amor de la sólida gloria y virtud religiosas y sociales, aparatándolos de la avaricia, de la vanidad y la ambición, llenado primero su corazón de estas virtudes para poder comunicarlas más eficientemente a sus discípulos (...) procuraran, pues, los maestros acostumbrar a los jóvenes a la modestia en el vestido, con lo cual les quedará esta costumbre para el resto de su vida. (p. 300)

Prelación de la dimensión social de la praxis pedagógica que se desplegó bajo la tutela de un enfoque clerical y místico, que tendría una nueva oportunidad de despliegue entre las postrimerías del siglo XIX y las dos o tres primeras décadas del siglo XX, como lo atestigua el comentario del ministro de instrucción pública Alberto Portocarrero respecto a que la misión del todos los profesores era “hacer una educación integral y armónica, dando la preferencia a la corrección de los vicios y a la formación de buenos hábitos” (Portocarrero, 1923, p. 40). Sin obviar su repotenciación en los años cincuenta del siglo XX durante la presidencia conservadora de Laureano Gómez, al suponerse que la función social del educador había realizado un cuestionable giro hacia el despliegue de antivalores afincados en la exaltación de la vida mundana y material. En tono providencial el ministro de Educación Nacional de Laureano Gómez, señor Rafael Azula Barrera, escribió a mediados de 1951 en su memoria al Congreso Nacional que la “educación se había desviado por peligrosos senderos materialistas; y es indispensable y urgente restaurar la esencia cristiana de su formación, ya que lo que necesita Colombia, preferentemente, es educar el niño antes que instruirla” (Azula, 1951, p. 20).

Aunque también se aprecia el desplazamiento de este enfoque místico de la dimensión social de la praxis pedagógica hacia el confín laico, orbitando en torno del cultivo de virtudes propias de la ética ciudadana que soportarían las vicisitudes de un régimen liberal en ciernes. Este enfoque salta a la vista a mediados del siglo XIX, cuando los dirigentes liberales radicales se consagraron a convertir la educación básica en un patrimonio universal, con el argumento de que ella combatiría la ignorancia y la subordinación atávica e irracional a los regímenes despóticos y monárquicos, de acuerdo con las consideraciones expuestas por el educador Enrique Cortés, en una edición de la revista La Escuela Normal en 1871:

Una república cuya mayoría sea de gentes ignorantes y viciosas, tendrá magistrados ignorantes y viciosos; y como el gobierno republicano precisamente lo que pretende es que sus mandatarios sean siempre ilustrados, inteligentes y buenos; se deduce que la libertad de no educarse, es decir, de permanecer en la ignorancia y a los bordes del vicio y del crimen, es una libertad que mina y destruye por su base el sistema. (Cortés, 1871, p. 790)

También resulta visible, a mediados de la década de 1930, por cuenta de la pluma de Darío Echandía, ministro de Educación Nacional de la administración liberal de Alfonso López Pumarejo, al escribir que:

La escuela debe proponerse en primer término la restauración fisiológica del niño (...) y debe precaverlo, por la enseñanza de la higiene y el hábito de sus preceptos, de los riesgos que correrá en el futuro si abandona esas costumbres nuevas (...) la modificación del régimen alimenticio, la costumbre del baño, el uso del cepillo de dientes y del calzado, la familiarización del niño con su propio cuerpo, la extensión de la gimnasia y el deporte son hoy preocupaciones centrales. En lo espiritual nuestra escuela solo puede y quiere inspirarse en las fuentes de la moral cristiana (...) queremos abrirle las puertas de una vida afectiva más delicada y profunda, más caritativa y fuerte, mejor abonada por el compañerismo, para el sentimiento de solidaridad humana, para la vida familiar y para la convivencia patria. Queremos que en la escuela nueva...aprenda el niño a cantar, a jugar y a dibujar. (Echandía, 1936, p. 43)

Planteamiento que corrobora el director nacional de enseñanza secundaria, José Francisco Socarrás, en un informe escrito el 15 de julio de 1936 al ministro de Educación Nacional, en el que subraya que la misión del educador y el supremo objetivo de la educación en todos los niveles de enseñanza es procurar en los estudiantes una adecuada preparación en la vida y para la vida, en sus palabras: “no puede olvidarse tampoco que preparación para la vida significa, en primer término desarrollo integral de la personalidad y, en segundo lugar, conocimientos apropiados” (Socarrás, 1936, p. 36). Sin borrar de la memoria la fuerza con la que el líder liberal Jorge Eliecer Gaitán, en calidad de ministro de Educación Nacional de la administración de Eduardo Santos Montejo, se refirió al binomio democracia y educación:

Democracia y educación por lo ya indicado, constituyen un binomio inseparable. Si falla la primera no hay campo de utilidad ni necesidad para la segunda; y si falla la segunda pierde su elemento esencial la primera. Labor tanto más obligatoria y fácil cuanto que hay un pueblo anheloso de recibirla en máximo grado. (Gaitán, 1940, p. 5)

El equilibrio descentrado en favor de la dimensión académica se observa en momentos en los que crecía el afán de los dirigentes políticos por contribuir al desarrollo económico y cultural del país, en el contexto de una relación periférica y subordinada con las naciones más avanzadas, mediante la construcción y el progresivo avance de un sistema de educación que le abriera las puertas a una enseñanza aplicada, encaminada hacia el despliegue de la creatividad, el ingenio, la curiosidad y la experimentación en la perspectiva estructural de capacitar el capital humano disponible.

Uno de esos momentos ocurrió durante las cuatro décadas siguientes a la declaración formal de independencia, en las que “el PIB (producto interno bruto) por habitante alcanzó a descender 17% aproximadamente hasta 1850, o sea, una tasa de decrecimiento del 0,3% anual” (Kalmanovitz, 2008, p. 32), con la consigna de que la educación debía erradicar la costumbre secular de priorizar el aprendizaje memorístico en favor de un aprendizaje que estimulara la capacidad analítica y creativa. Abandonar esa enseñanza memorística, que encontró y registró a principios de la década de 1820 en Colombia el viajero y botánico estadounidense Isaac Holton en el libro: La Nueva Granada: veinte meses en los Andes, narrando que en su visita al colegio del Rosario “los estudiantes estaban paseándose de un extremo a otro de los corredores, recitando en voz alta las lecciones que debían presentar” (Holton, 1981). Otros momentos se dieron al comienzo del quinquenio de gobierno del presidente conservador Rafael Reyes, siendo ministro de Instrucción Pública Antonio José Uribe, al indicarse en los artículos 53 y 54 del Decreto 491 del 3 de junio de 1904 que:

El objeto esencial de la enseñanza primaria es el desarrollo en el niño del conjunto de habilidades de sus facultades mentales. Los institutores deben basar sus enseñanzas en cuanto sea posible sobre la intuición, teniendo que despertar constantemente en los alumnos el espíritu de observación, de reflexión y de invención y de acostumbrarlos a expresar sencilla pero correctamente sus propias observaciones, sus propios raciocinios. (Decreto 491 de 1904, p. 10)

Y a finales de la segunda década del siglo XX, al exponerse, por parte del director de la Escuela Normal Central de Institutores de Bogotá, el hermano Francisco, que la formación de los profesores estaba orientada a favorecer entre sus pupilos el cultivo de la inteligencia “más que la memoria, preparar al joven para la vida práctica y social antes que para exámenes y concursos” (Hermano Francisco, 1918, p. 91).

Todos estos hallazgos, examinados con mayor detenimiento a continuación, constituyen el fundamento de una investigación que se concentra en las características ideales de la personalidad social del profesor que formuló e implementó el Estado colombiano entre 1811 y 1953, y con ello, se ahondará en inquietudes que la producción bibliográfica apenas expone tangencialmente, pues la atención académica ha sido monopolizada por temas relacionados con la política pública educativa, los fundamentos pedagógicos de los modelos de educación, el aporte de personajes de la educación al desarrollo pedagógico, la formación profesional docente y las vicisitudes fiscales de la gestión educativa del Estado, entre otros, donde se encuentran libros y artículos escritos por J. Ocampo López acerca de los textos (2011), individuos destacados de la educación (2002, 2008, 2010) y la Universidad Pedagógica (1998); O. Zuluaga analizando temas de epistemología (2014), escuelas normales (1995) y pedagogos (et al. 1994, 2001); L. A. Bohórquez (1956) y A. Helg (2001), cada uno con libros de historia de la educación en Colombia; M. T. Ramírez, J. Téllez e I. Salazar, mostrándonos cifras, cuadros, gráficos y fórmulas del devenir multisecular de la educación, entre retos, conquistas y frustraciones (2007, 2010).

Metodología

El presente artículo fue elaborado desde la perspectiva de una metodología cualitativa que implementa un ejercicio intelectual de inducción, deducción, síntesis y comparación, a partir de la utilización sopesada de fuentes escritas primarias, elaboradas por instituciones y personajes públicos destacados del periodo comprendido entre 1811 y 1953, junto con el soporte empírico proveniente de la lectura de fuentes secundarias de corte histórico y sociológico, que permitieron el establecimiento de los grandes rasgos del relieve social, político y económico de la época analizada (colectivismo metodológico). La combinación de fuentes se dio con la precaución de fundamentar los hallazgos historiográficos en la lectura juiciosa (hermenéutica) de las fuentes primarias, por estimar que son ellas las que permiten hacer algún descubrimiento, pues como acotó el sociólogo polaco Norbert Elias (2022) la finalidad de todas las ciencias es “dar a conocer algo hasta entonces desconocido” (Elias, 2022, p. 60), mostrando, en particular, cuáles fueron los elementos esenciales que constituyeron la personalidad social (Elias, 2016) del profesor de primaria y secundaria en Colombia, con base en la cual el Estado esperaba adelantar una campaña de cimentación de las bases políticas e ideológicas del Estado nación republicano, sin perder de vista la contribución al desarrollo cultural, científico y económico del mismo.

Resultados y discusión

La cualidad cardinal: el don pedagógico

Este ejercicio investigativo permitió precisar que los atributos que debían acompañar a las personas que aspiraban convertirse en profesores son los que provienen de la política pública, concebida en Colombia durante siglo y medio de historia de gobierno de los partidos tradicionales (Liberal y Conservador). Es una visión formulada desde el discurso público que confeccionó un esquema de caracterización socioprofesional que sirvió de referencia para modelar su identidad a través de normas, escritos, conferencias, seminarios, cursos de capacitación y/o actualización, etc., provenientes de una experiencia acumulada universal. Lo que estuvo lejos estuvo de tratarse de un atípico experimento nacional de conformación de identidad profesional totalmente sustraído de la historia nacional y mundial, lo que es igual a decir que los rasgos de la personalidad social del profesor eran, en grado sumo, el flujo de las características que ya venían circulando en la propia experiencia docente, sin que desde el mismo desempeño práctico se hubiera dado el trámite de una construcción formal del mismo.

Con esta anotación de por medio, se destaca que la cualidad cardinal y superlativa del profesor, su quinta esencia, se halla esbozada con precisión meridiana en un documento oficial redactado por el ministro de Educación Nacional Alfonso Araujo Gaviria en 1939, funcionario del gobierno liberal de Eduardo Santos Montejo, quien escribió acerca del “don pedagógico”. Esto fue lo que acotó al respecto:

En principio, nadie se improvisa profesor (...) necesita (...) aptitudes intelectuales y morales muy fuertes y variadas; el don pedagógico, que lo haga apasionarse por su oficio y le permita conocer y ayudar a sus discípulos en la labor de cada día, y el cultivo y el desarrollo de ese don mediante métodos adecuados. Si no, de donde ira a sacar el esfuerzo continuo que se le exige (...) la chispa de idealismo sin la cual su tarea lo aplanará como pesada esclavitud; la disciplina eficaz que lo haga buen colaborador en una inmensa tarea de conjunto; el desinterés y la fortaleza para mantener vivo el entusiasmo ante resultados que no todos los días saltan a la vista y a menudo le harán creer que está arando en el mar. (Araujo, 1939, p. 33)

Este atributo cardinal definido como “don pedagógico”, es el altruismo, una simbiosis de abnegación, desprendimiento y voluntad de servicio. Atributo multifacético que contribuiría a alimentar el cuerpo ético de la nación en un juego en el que las expectativas de superación personal del profesor estaban supeditadas a las consideraciones de bienestar general, un desequilibrio en favor de la consistencia del todo social, en lugar de la superioridad del yo, que algunos no dudaron en calificar, en tono clerical, un auténtico apostolado o vocación, como se puede apreciar en el informe que el director del Departamento de Educación Normalista, Lisandro Medrano, le escribió al ministro de Educación Nacional a mediados de 1948: “el magisterio no es un simple empleo político, sino un apostolado. Exige aptitud y vocación especial. Sin vocación no debe entrar un individuo al magisterio” (Medrano, 1948, p. 20). Atributo mucho más indispensable cuando se piensa que sin él la educación nunca llegaría hasta los rincones más recónditos de la inhóspita geografía nacional y las zonas rurales del país permanecerían en la periferia oscura de la civilización. Por esto el director del Departamento de Educación Normalista de Colombia defendió la tesis de que a la escuela rural “deberán ir los mejores profesores, los más comprensivos, los más abnegados, los más amables, los que son capaces de amar la tierra y de sentir cariño paternal por las gentes rusticas” (Medrano, 1948, p. 23).

El altruismo como condición corporativa fundacional fue para establecer, a lo largo de toda la época analizada, un fuerte vínculo entre el Estado y la sociedad, una relación simbiótica que iba más allá del encuentro cordial entre un sujeto y una comunidad rural o urbana, puesto que se trataba de la concreción antropológica de las instituciones, una humanización del Estado y la expresión humana del establecimiento, la cristalización de un Estado social con rostro paternal (maternal). El profesor fue convertido por el Estado en el principal agente social empeñado en la difusión del paradigma liberal y democrático.

La probidad

Es la condición que explica la integridad ética. Una condición que alude a las virtudes morales y cívicas que conforman el arquetipo del principal agente social del Estado, compuesta de honradez, responsabilidad, humildad, cortesía y sin vicios que confrontar. La idea del Estado fue siempre que el profesor educara con el ejemplo, que hubiera congruencia axiológica en el desempeño docente entre un discurso formativo y la práctica ininterrumpida de una vida ejemplar, que a la postre, contribuiría a que existiera consistencia entre la prédica y la práctica social del Estado. Por eso nada tiene de curioso encontrar en la literatura pedagógica del periodo que se está analizando constantes intervenciones, convocando a los profesores a alejarse de los vicos, particularmente del licor y la prostitución. En esa ruta redactó un comentario muy diciente el señor Alberto Portocarrero, ministro de Instrucción Pública del gobierno del general conservador e ingeniero Pedro Nel Ospina:

Es preciso llevar al ánimo de aquellos un respeto profundo por el cumplimiento estricto de sus deberes. Sobre todo por el que tienen de dar buen ejemplo y de estudiar los asuntos relacionados con la profesión, a fin de que así puedan imponerse a las sociedades por su competencia y respetabilidad (...) si el maestro está siempre vigilante por ajustar su conducta a las normas de la estricta caballerosidad (...) nada, en mi sentir, se opone tanto a que del magisterio se tenga un buen concepto como la decepción que sufren los pueblos con los maestros descuidados (...) los que se dejan arrastrar por los vicios, sobre todo del licor y de la inmoralidad. (Portocarrero, 1923, p. 38)

La probidad invita al desplazamiento fluido del don pedagógico. Es una certificación de conducta con la cual se impacta la configuración de la ética general de la nación. La “pureza” antropológica de un sujeto ejemplar que comparte la cotidianidad con la gente era el mecanismo “perfecto” para limpiar de impurezas axiológicas la atmosfera social. El profesor, ya desde 1821, entonces, debía:

Elevar el espíritu de los niños al amor de la sólida gloria y virtud religiosas y sociales, apartándolos de la avaricia, de la vanidad, y la ambición, llenando primero su corazón de estas virtudes para poder comunicarlas más eficientemente a sus discípulos (...) procurarán, pues, los maestros acostumbrar a los jóvenes a la modestia en el vestido, con lo cual le quedará esta costumbre para el resto de la vida, le ahorrarán gastos inútiles a los padres y la republica ganara mucho más en este importante ramo. (Restrepo, 1999, p. 223)

Esta profilaxis ética será tema recurrente en la normatividad educativa, tan así que en el artículo 31 del Decreto Orgánico de Instrucción Pública de 1870 las autoridades liberales radicales subrayaron frente a este propósito que:

Es un deber de los directores de escuela hacer los mayores esfuerzos para (...) grabar en sus corazones los principios de piedad, justicia respeto de la verdad, amor a su país, humanidad y universal benevolencia, tolerancia, sobriedad industria y frugalidad, pureza, moderación y templanza, y en general todas las virtudes que son el ornamento de la especie humana, la base sobre la que reposa toda la sociedad libre. (Gobierno Nacional, Secretaría de lo Interior y Relaciones Exteriores, Decreto Orgánico de Instrucción Pública de 1870, art. 31)

Y acentuó el régimen regenerador de Miguel Antonio Caro a través del Decreto 0429 del 20 de enero de 1893, en el que se anotó:

El maestro, cualquiera sea su grado (...), tiene el deber de arreglar su conducta de manera que en su vida pública y privada sirva de ejemplo a todos los ciudadanos, y en el puesto que ocupa observará las prescripciones siguientes: 1° debe estar sostenido y animado por un profundo sentimiento de la importancia social y moral de sus funciones (...) le es severamente prohibido el trato con personas reputadas de mala conducta y la entrada a tabernas y casas de juego. (Art. 27)

Una misión antropológica y ética a la altura de la idoneidad axiológica del profesor. La concordancia armónica entre un sujeto social (profesor) con el objeto social de su labor daba por hecho la factibilidad de contar con un sistema social abierto y equilibrado. Un sistema político y social estable, libre de profundas contradicciones irreconciliables.

La jovialidad y la paciencia

La transformación axiológica y material de la sociedad, por cuenta de la formación de niños y jóvenes con parámetros definidos desde los ámbito eclesiástico y laico, precisaban como condición sine qua non la construcción de un canal de comunicación expedito. El cometido era facilitar la recepción de un mensaje de solidez ética y fundamentación académica para la vida, tornándose indispensable la posesión de un carácter empático y afable que estableciera una conexión permanente.

Era trascendental que el profesor exhibiera una cara amable, un sentido de entusiasmo infatigable y difundiera una sensación de posibilidad que truncara el empuje del pesimismo. El profesor estaba para transmitir esperanza y celebrar utopías, un personaje ingenioso capaz de sortear los obstáculos materiales y académicos que impedían la maduración de la escuela entre la gente, porque los sectores sociales que permanecían sumidos en los avatares de producción material de la vida se resistían a considerar la educación como un trampolín por su pobre costo de oportunidad, como lo sustentaron Ramírez y Salazar (2010) en su artículo: “El surgimiento de la educación en Colombia: ¿en qué fallamos?” y que el ministro de Instrucción Pública del gobierno de Rafael Núñez corrobora en su informe anual al Congreso de la República, anotando que el retiro de los niños de las escuelas se debe en parte al “poco interés que tienen los padres porque sus hijos se eduquen y salgan del salvajismo natural” (Zerda, 1894, p. 18). Tan así fue, que el Estado estimuló la producción de literatura educativa doméstica y la reproducción de material pedagógico extranjero, en el que se disertaba acerca de las cualidades propias de la identidad del profesor. Uno de esos textos fue un ensayo traducido del inglés por Ricardo de la Parra, exrector de la Escuela de Artes y Oficios de la Universidad Nacional de Colombia, publicado la revista La Escuela Normal en la década de 1870:

El maestro debe ser paciente; de otro modo las angustias y el desaliento de su profesión lo irritarán y lo gastarán (...) para ser paciente el maestro debe alentado por la esperanza. Que no se desaliente porque no pueda alcanzar más. Conforme a las leyes de la naturaleza, todo adelanto real es lento (...) el maestro debe ser jovial. La alegría en el semblante del maestro es para el niño como el resplandor del sol (...) la jovialidad debe ser natural al maestro, y todo el que tenga un genio adusto, triste y sombrío, debe buscar otro empleo. El maestro debe ser generoso, sencillo, expansivo y franco (...) el maestro debe ser amante de los niños. (Emerson, 1871, p. 23, 26)

Así como estas son cualidades inherentes al profesor, se recuerda también que toda profesión tiene su propio abanico de cualidades inherentes, lo que no quita que entre las profesiones haya cualidades comunes. El polímata, por ejemplo, es un erudito en grado superlativo que dispone de estas cualidades: curiosidad, buena memoria, concentración, imaginación, energía y competitividad (Burke, 2022). El ingeniero colombiano revela entre sus caracteres el gusto por el trabajo al aire libre, el don de mando, la habilidad en el campo de las matemáticas y el nacionalismo (Torrejano y Bocanegra, 2018, 2020). El gran comerciante del siglo XVIII funcionaba en la medida en que se trata de un sujeto con una “cultura muy amplia, muy abierta, enciclopédica y práctica, general y técnica al mismo tiempo, fruto tanto de la experiencia como del saber y adquirida a largo plazo” (Bergeron, 1995, p. 132), que le permitiría:

Conocer las mercancías, la gestión de libros, los intercambios, los arbitrajes, la lengua comercial con sus términos técnicos, lenguas extranjeras, una buena ortografía, las monedas, los pesos y las medidas (...) las marcas comerciales, las manufacturas, la geografía, los hábitos comerciales de los lugares con los que se realiza sus negocios, la navegación, el correo y el derecho terrestre, marítimo y comercial. El comerciante debe, además, trabar buenas relaciones, frecuentar con regularidad las ferias más importantes, informarse por la prensa, la correspondencia privada y los viajes de negocios y verificar la solvencia de sus clientes. (Bergeron, 1995, p. 132)

El hombre de letras, también del siglo de la Ilustración, poseía curiosidad, independencia y el “arte de conversar o un maestro del discurso en sociedad, el espíritu de la razón crítica o espíritu filosófico” (Chartier, 1995, p. 170). El político cartografiado por M. Weber contiene la cualidad de la autoridad carismática que es “vista como la de alguien que está internamente llamado a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan obediencia porque lo mande la costumbre, sino porque creen en él” (Weber, 1979, p. 3), a la que se adicionan la responsabilidad, la pasión y la mesura, definida como la “capacidad para dejar que la realidad actué sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas” (Weber, 1979, p. 28). El científico dieciochesco caracterizado por Ferrone (1995), es un conglomerado de condiciones entre las que destaca una muy interesante: la confraternidad o espíritu de cuerpo, que es un sentimiento de identidad dado por pertenecer a un grupo social exclusivo, integrado por unas pocas personas favorecidas por las condiciones y la naturaleza, la sociedad de los pensantes investigadores que compartían preguntas, métodos y hallazgos en encuentros periódicos del saber o a través de sus academias de ciencia y sus mecanismos de divulgación. El caballero de la Alta Edad media es otro caso emblemático de la historia universal que destaca por los siguientes aspectos:

Esta figura social siempre estuvo asociada con la vida en combate y sus cualidades intrínsecas: valor, destreza, fortaleza, audacia, osadía, virilidad, arrojo, empuje y lealtad, en la perspectiva de su despliegue durante la juventud (iuventus) porque su condición social y las relaciones tejidas alrededor de la feudalidad por cuenta de los pactos de vasallaje en un mundo agreste y volátil. (Torrejano y Bocanegra, 2022, p. 73)

Y, por último, el caballero de los albores de la Baja Edad Media europea, que esboza un perfil diferente a su predecesor feudal, como bien lo describe Burke (1996) en el texto que se reproduce a continuación:

Desarrolla la idea de la modestia, en el sentido de evitar la ostentación o la afectación. Por consiguiente, se le advierte al cortesano que debe ser rimesso, riposato y ritenuto en su conducto (...) en todos los aspectos (...) deben cultivar la gracia (...) la originalidad de El Cortesano reside, ante todo, en la importancia atribuida a la estética del comportamiento, a la construcción del yo como obra de arte”. (Burke, 1996, p. 46)

La idoneidad académica

Un profesor sin ciencia es mediocre, un profesor con escasa ciencia sigue siendo mediocre, un profesor sin ciencia niega su condición. No se trata únicamente de una profesión concentrada en la posesión del “don pedagógico”, la probidad, la jovialidad y la paciencia, sino que incluye el conocimiento de los fundamentos de varias disciplinas científicas. El profesor es, en esencia, quien enseña a leer, a escribir, a efectuar las operaciones aritméticas básicas, explica contenidos seleccionados de la ciencia y plantea procedimientos de estudio, entre otras características. El profesor es la primera estación de la ruta de la cultura: gesta habilidades, ofrece metodologías, presenta conceptos, muestra teorías y expone acontecimientos en el tránsito de una sociedad ruda hacia una sociedad letrada. Por lo tanto, el profesor fue concebido como sujeto con cierto capital cultural, el cual debería adquirir en un centro especializado de formación profesional: las escuelas normales y las facultades de educación desempeñaron esta función. Allí, mano de obra sin calificar se convertiría en mano de obra calificada. Sin embargo, la cualificación nunca fue una ruta en línea recta libre de obstáculos y meandros. Hubo constantes cuestionamientos de su tarea. En especial que la formación recibida era limitada y el capital cultural adquirido muy modesto. Una voz crítica al respecto fue la de M. Ancizar, quien a principios de la década de 1850 expresó:

Lo peor es que las escuelas normales no han dado hasta ahora los frutos que de ella aguardaban. La rutina y el empirismo antiguos se perpetuán de unos en otros: la ciencia de enseñar no ha penetrado todavía en nuestro país y al paso que vamos no penetrará en mucho tiempo. (Ancizar, 1853, p. 111)

Lo que traía como consecuencia perjudicial que “el padre de familia que se ha privado de los servicios de su hijo durante cuatro años, manteniéndolo en aprendizaje, se encuentra con un mocetón que no acierta a sacarle una cuenta en el mercado, ni a leerle una carta” (Ancizar, 1853, p.111 ), y esta, a su vez, es un golpe devastador para la configuración de la identidad profesional, pues como lo anotó el científico viajero de Norteamérica, Isaac Holton, en su recorrido a mediados del siglo XIX, “ la profesión de maestro no tiene ningún prestigio” (Holton, 1981).

Otras voces críticas se encuentran, en primera instancia, en 1894, cuando el ministro Liborio Zerda escribió: “la falta de idoneidad de los maestros para el acertado desempeño de sus funciones aleja a los niños de las escuelas, porque un maestro ignorante (...) causa en estos el desaliento, la indiferencia y aun la antipatía” (Zerda, 1894, p. 17), y propuso para combatir esta tendencia que los profesores accedieran a sólidos conocimientos pedagógicos, y, en segunda instancia, en 1939, cuando el ministro de Educación Nacional, Alfonso Araujo, afirmó: “la mayor parte de los maestros en actividad no pueden garantizar un dominio no digamos perfecto, pues ni siquiera suficiente, de las materias que deben enseñar a sus alumnos” (Araujo, 1939, p. 9).

Pero en medio de las voces críticas que salieron de los mismos edificios públicos, la misión formativa de las escuelas normales continuó. El gobierno confiaba en que los sucesivos ajustes curriculares darían frutos contrarrestando la inercia docente. Basta traer a colación el Decreto 664 del 27 de marzo de 1919 en el que estipularon:

Que el nuevo plan deja de mano la antigua enseñanza empírica basada en regla; el absurdo aprendizaje de memoria que atrofia las facultades intelectuales, produce el desaliento, y es causa del hastío y antipatía para el estudio (...) el fundamento de este nuevo plan es la enseñanza por medio de la inducción. (p. 75)

Y el punto de vista del ministro de Instrucción Pública, Emilio Ferrero, quien escribió que:

Uno de los medios (...) consiste en la mejora de los maestros (...) aprovechando para ello los servicios de los que van saliendo con título de idoneidad de las Escuelas Normales. En esta benéfica tarea es indudable que mucho se ha obtenido y que cada año disminuye (...) el número de los maestros empíricos. (Ferrero, 1917, p. 5)

Aun así, las estadísticas oficiales presentadas por el ministro de Educación Nacional, Rafael Azula Barrera, en 1951 al Congreso de la república no eran halagüeñas, revelaban que solo el 20 % de 20 360 profesores de primaria poseían título expedido por escuela normal, lo que constituía un “factor decisivo para el estancamiento y retroceso de la cultura nacional” (Azula, 1951, p. 20).

En medio de estos contrastes, el capital cultural del profesor fue elevándose con el paso del tiempo, empezó, por allá a principios del siglo XIX con un bagaje muy básico de conocimientos particulares que apenas estaba por encima del nivel de ignorancia de sus estudiantes y fue enriqueciéndose a medida que la sociedad y la economía nacional fueron articulándose con la cultura y la economía mundial a partir de la segunda mitad del siglo XIX, por eso se pasa de profesores de primaria con apenas dos o tres grados de educación básica a cuatro años de formación secundaria, según el Decreto 491 del 3 de junio 1904, o cinco, a partir del Decreto 827 del 29 de septiembre de 1913, ello sin perder de vista que los profesores de educación secundaria tenían que pasar por las aulas “universitarias” desde finales del siglo XIX, como lo atestiguan la Constitución del Instituto Pedagógico creado por el Decreto 349 del 31 de diciembre de 1892, la Facultad de Ciencias de la Educación masculina de Bogotá adscrita a la Universidad Nacional creada en los Decretos 10 del 7 de enero de 1932 y 1990 del 5 de diciembre de 1933, la Facultad de Ciencias de la Educación femenina de Bogotá adscrita también a la Universidad Nacional establecida por el Decreto 857 del 21 de abril de 1934 y la Facultad de Ciencias de la Educación masculina de Tunja fundada en el Decreto 1379 del 5 de julio de 1934.

Lo que el Estado planteó a lo largo de este siglo y medio de historia de la educación fue que la profesión docente en Colombia tenía que establecerse sobre la base de un cuerpo académico de condiciones sugerentes capaces de lidiar con los fundamentos de la ciencia y la pedagogía. Este cuerpo haría entonces gala de una formación específica para un desempeño particular, preparados para un juego profesional de atributos concretos que excluiría la participación de todos aquellos que carecieran de los mismos, un juego, como se aprecia, con incluidos y excluidos, un juego de unos pocos y de cualquiera. Esto viene a colación porque por encima de la línea trazada por el Estado en la constitución de identidad del profesor, se tropieza con que la formalidad discursiva de identidad fue fracturada por el virus del clientelismo y el oportunismo. Del primero se tiene este testimonio de primera mano, escrito por un alto funcionario del Estado:

En la gira de estudio que estamos verificando habíamos tenido conocimiento de que en algunos sitios se averiguaba de antemano la filiación política de maestros e inspectores, para repartir por iguales partes todos los puestos, y según el escalafón de servicios a una u otra causa política, creímos conveniente reaccionar contra esta curiosísima costumbre, pidiendo a los directores de educación...que tan solo los servicios a la causas de la educación y su devoción por ella se tuvieran en cuenta como factores determina tes en la escogencia que se hiciera. (Carrizosa, 1932, p. 19)

También se incluye la anécdota que narró Agustín Nieto Caballero cuando ejercía el cargo de rector del célebre colegio privado de Bogotá el Gimnasio Moderno. Allí, cierto día, se presentó un profesor que trajo consigo como credencial profesional la carta de recomendación de un político que resaltaba los servicios que el individuo le había prestado a uno de los dos partidos políticos tradicionales. En palabras de Nieto Caballero (1937) el episodio transcurrió de la siguiente manera:

Amigos interesados patrióticamente por el progreso de la obra a que he consagrado las mejores y las más alegres horas de mi vida, han enviado repetidamente al Gimnasio candidatos para alguna vacante, ¡Examinará usted esos candidatos, mi querido doctor! ¡Y examinará usted también algunas de esas recomendaciones! Con seguridad se parecen a las que usted mismo ha recibido (...). La recomendación más común entre nosotros reza así: reciba usted en su colegio, sin vacilar, a este joven inteligentísimo que ha prestado a la causa grandes servicios. ¡la causa! No la del niño, no la de la escuela, no la del apostolado del magisterio. La única causa aquí es la del partido político (...). La primera vez que a la dirección del Gimnasio se presentó uno de estos servidores de la causa, tuve la ingenuidad de creer que se trataba efectivamente de aquella única gran causa que allí nos preocupa; más a poco de conversar, resultó ser el presentado un insigne guerrillero que a órdenes del general Marín había hecho la heroica campaña del Tolima. (Nieto, 1937, pp. 61-62)

Y la crónica que escribió en 1938 el director de Instrucción Pública de Antioquia acerca de cómo una mujer campesina se había convertido en profesora rural:

Hija de campesinos o de una familia de pueblo. Hizo uno o dos años en el colegio, donde aprendió a bordar, a hacer dibujos de colores vivos, a recitar el Astete (catecismo), a contar anécdotas de la historia patria, algo de geografía y un poco de aritmética. Como el padre le ayudó en unas elecciones al jefe político del pueblo (...) obtiene algunas tarjetas de recomendación que se multiplican (...) salen a la luz parentescos, servicios prestados, compromisos, una gran necesidad y qué se yo más. Al fin obtienen por sorpresa y en gracia a la asiduidad una licencia y después una escuelita muy lejos, que con el tiempo y la constancia en la solicitud habrá de acercarse al centro. (Helg, 2001, p. 52)

Del oportunismo se tiene que con el fenómeno recurrente o corriente de la deserción profesional dada la escasa remuneración por sus servicios, las vacantes fueron cubiertas por sujetos apartados del perfil profesional ideal, según lo cuenta un informe oficial escrito en 1894 por el ministro de Instrucción Pública:

Pero después de grandes esfuerzos y de perseverancia en el estudio para obtener el diploma (...) desertan porque los exiguos sueldos con que se pretende remunerar su servicio no les alcanza para su subsistencia; y a falta de estos maestros se designa para regentar las escuelas a individuos que no tienen preparación escolar de ninguna clase: estos siguen en la enseñanza de un sistema rutinero sin unidad ni plan alguno, sin métodos ni procedimientos racionales, y se conforman con un sueldo miserable. (Zerda, 1894, p. 23)

El sentido común

A simple vista este destaca por ser la cualidad impropia de una condición específica y calificada; sin embargo, la definición de la misma, emanada de su fuente histórica, representa un binomio impactante conformado por los términos: adaptación e ingenio. El primero, fue entendido como la capacidad de obrar sobre la marcha en condiciones adversas o la capacidad de encontrar y proponer alternativas a problemas inesperados, cuya solución estaba por fuera del alcance de cualquier manual de instrucciones profesional. Una especie de editor profesional sui generis, que le permitiría al profesor idear rápidas fórmulas en una realidad contingente. El profesor debía tomar todo lo que estuviera a su alcance, en un medio socioeconómico colmado de limitaciones, para cumplir su función teleológica.

Esto significa que la praxis pedagógica difícilmente coincidía con los elementos teórico-conceptuales asimilados durante la formación académica. La praxis era más producto del encuentro con una realidad nacional, regional y local, en esencia, una experiencia inédita con salidas frescas, donde las soluciones de texto muchas veces quedaban anuladas; por lo tanto, el vademécum de acciones pedagógicas de la práctica profesional eran una secuencia de encuentro con los problemas específicos de una realidad local. Esto lo deja ver el punto de vista expuesto por el ministro de Educación Nacional del presidente Eduardo Santos, un destacado intelectual miembro de número de las academias de historia y de la lengua:

El arma más eficaz para resolver con provecho los problemas de la escuela colombiana no es propiamente la teoría pedagógica, o una pedagogía científica, debe partir del estudio del pueblo al cual va a aplicarse. Son tan diferentes las condiciones en que se encuentra un niño en Colombia, por ejemplo, de las que rodean al mismo niño en Suiza o en Bélgica (...). Por esto, sin desdeñar en ningún caso los aportes que la ciencia universal trae al campo de la pedagogía, lo que en primer término tenemos que consultar y atender es la vida misma del colombiano. Debemos pensar, ante todo, cómo el estudiante nuestro puede aprovechar mejor los recursos naturales del país. Fijar el campo a que habrá de aplicar sus conocimientos el ciudadano en formación (...) Así se vincula la obra educativa a las necesidades de la nación y a las circunstancias peculiares de sus habitantes. (Arciniegas, 1942, p. 14)

Y el segundo, el ingenio, precisamente, es la materialización de las respuestas formuladas a los retos profesionales en circunstancias adversas, que van desde las condiciones de pobreza de la gente hasta la escasez crónica de recursos del Estado. Es, básicamente, la cualidad que facilita la sinapsis entre la teleología formal y real del Estado. Esta cualidad torna al profesor en un auténtico luthier, fabricando herramientas a medida de la atmosfera de su praxis. Era la condición que le hablaba al oído al profesor, susurrándole que pocas veces podía sentarse a esperar la ayuda y el consejo del Estado para cumplir con sus deberes deontológicos.

El nacionalismo

Factores políticos e ideológicos desencadenaron efectos cismáticos en la sociedad colombiana; factores geográficos levantaron fronteras invisibles, el reto fue construir mecanismos de integración en medio de la diversidad y las fracturas. El sentimiento de unión alrededor del nacimiento en un ambiente natural caleidoscópico y exuberante, y un contexto sociopolítico en evolución a partir del levantamiento de una nueva realidad nacional con instituciones propias de carácter liberal y democrático, adjudicaron especial notoriedad a la profesión docente. El profesor fue entronizado como sujeto social que interiorizaría y comunicaría al resto de la comunidad un sentimiento de pertenencia a la nación, con el cual emprender una convocatoria general de adhesión a una gran causa común, que con el paso del tiempo desembocaría en una especie de contrato social por la unidad ciudadana, tal y como los dirigentes nacionales proclamaron desde los albores de la independencia nacional, según se observa en el texto de las diferentes constituciones regionales que se expidieron en el país entre 1811 y 1813, por eso, basta recordar lo que se anotó en la Constitución del Estado de Cundinamarca de 1811 al respecto: “los objetos de la enseñanza de estas escuelas serán (...) antes que todo, la doctrina cristiana y las obligaciones y los derechos del ciudadano” (Pombo y Guerra, 1986, p. 370), y en el titulo noveno de la Constitución del Estado de Antioquia de 1812, donde se proclama que la buena educación es aquella que busque que todos los ciudadanos “conozcan sus derechos, amen la patria con libertad y defiendan hasta la muerte los inmensos bienes que con ella se han adquirido” (Pombo y Guerra, 1986, p. 525), o lo establecido en el Decreto 0491 del 3 de junio de 1904, expedido en el gobierno del general conservador Rafael Reyes que: indicaba: “será deber principal en ellos despertar y avivar el amor a la patria, por una educación especial, que consiste en excitar entusiásticamente el sentimiento de los niños a favor del país natal” (p. 11), y el punto de vista del ministro de Educación del presidente Laureano Gómez, quien a mediados de 1951 esbozó que quien seleccionara la profesión de maestro debía ser una persona integral levantada sobre “una mística cristiana y patriótica (...) para que quienes la escojan (...) puedan rendir los mejores valores del espíritu y la más alta concepción humana en servicio de la niñez y la juventud” (Azula, 1951, p. 115).

Conclusiones

La identidad profesional es un tipo de identidad social que “se forma y se transforma en el marco de relaciones sociales” (García, 2008, p. 220). Constituye un proceso de “conformidad grupal, diferenciación intergrupal, percepción estereotípica, etnocentrismo y actitud positiva hacia los miembros del grupo” (Scandroglio et al., 2008, p. 82).

Este proceso se dio a lo largo de siglo y medio de historia (1811-1953) desde el ámbito institucional, en respuesta a consideraciones objetivas de índole social, cultural, política y económica. La retórica estatal fue detrás de la configuración de un arquetipo profesional acorde con la estructuración histórica de un Estado-nación liberal y democrático después de la independencia nacional. Esto implicó colocar el perfil de cualidades y condiciones profesionales del profesor en la perspectiva de un agente de transformación en contacto directo, constante y fluido con la sociedad.

El profesor, en su nueva condición y calidad de agente de transformación del Estado, fue dotado de una serie de atributos que le dieran legitimidad y estatus. Una imagen remozada que comunicara un semblante lozano en contraposición con la lánguida representación que se tenía de él. Un personaje social que pudiera atraer y convocar grupos, capaz de desencadenar entre ellos y el Estado una onda de empatía automática y perdurable, confiriéndole un rostro conocido y afable.

Toda la parafernalia de cualidades intrínsecas: el polivalente don pedagógico, la multifacética probidad, la convocante jovialidad, la sugestiva paciencia, el recursivo sentido común y las cautivantes inteligencia y locuacidad, se fusionaron, dando origen al arquetipo de profesor, un arquetipo que distaba haberse materializado en la década de 1950, toda vez que la literatura oficial consultada solo trae anotaciones de la brecha entre el personaje de carne y hueso y la visión eugenésica institucional.

Brecha que se puso en evidencia en los frecuentes y numerosos informes presentados por los funcionarios del Estado quejándose de la mediocridad de los profesores, reacios a subirse en el haz de luz de la curiosidad, el comportamiento público reprochable y el variopinto compromiso en favor de una ética ciudadana liberal. Entonces, un personaje que debía seguir en ruta de la depuración para conquistar la imagen arquetípica y altas notas de credibilidad y estatus social, compartiendo nobleza académica con las profesiones tradicionales (abogado, médico, sacerdote e ingeniero) en un movimiento de categorización con los de arriba, estaba perfilándose como una profesión endeble y poco promisoria, por eso no sorprende que desde el principio del periodo, y con mayor ahínco a partir de la segunda o tercera década del siglo XX, con un poco de más holgura fiscal, las autoridades civiles de la República insistieran en la tarea de dignificar “la profesión a pesar de las constates adversidades endógenas y exógenas”, como lo advertía el ministro Bonifacio Vélez hace ya un siglo:

Los mejores sistemas de enseñanza fracasan con malos maestros o con maestros sin preparación; y, al contrario, con buenos maestros no es necesaria la excelencia de los sistemas. Con razón se ha dicho “que no hay plan bueno para un mal maestro, ni plan malo para un buen maestro”. Es preciso levantar el estado social de los educadores...dignificando su misión docente. (Vélez, 1922, p. 28)

Sin que ellas pudieran entregar en las décadas de 1930 y 1940 un balance institucional favorable y satisfactorio del proceso de construcción de imagen positiva de los docentes, porque un amplio sector social de la nación, según se desprende del comentario consignado por el ministro de educación Darío Echandía en la memoria que presentó al Congreso Nacional a mediados de 1936, así lo creía, como se lee a continuación:

Se sabe (...) que el maestro que preside esa escuela carece de preparación necesaria para lograr la restauración que perseguimos. Que el país no ha querido o no ha podido darle independencia económica y la categoría social que a su ministerio corresponde. Que en realidad y por estas razones llegó a constituirse una singular especie social a la que por fuerza iban a incorporarse quienes no tenían decisión, tiempo o dinero suficiente para salvar su posición en la vida mediante el estudio y el ejercicio de profesiones mejor remuneradas o el mandato político o el beneficio de más holgada casilla burocrática. (Echandía, 1936, p. 6)

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* Artículo en colaboración, producto de los proyectos de investigación institucional: Derechos económicos, sociales y culturales de los trabajadores de la cultura en Colombia del Grupo de Investigaciones Socio Jurídicas y el Grupo de Estudios Interdisciplinarios DESC y el mundo del trabajo del Centro de Investigaciones Socio Jurídicas de la Universidad Libre, Sede Principal, y el proyecto: Política pública, identidad y representaciones sociales de las profesiones en Colombia en el marco de la vida republicana, siglos XIX y XX, Grupo Derecho Público y Sociedad de la Corporación Universitaria Republicana, Bogotá D.C.

Cómo citar este artículo: Torrejano-Vargas, R. H. y Bocanegra-Acosta, H. (2023). Identidad social: el profesor de primaria y secundaria en Colombia 1811-1953. Revista Eleuthera, 25(2), 13-35. http://doi.org/10.17151/eleu.2023.25.2.2.

Recibido: 29 de Marzo de 2023; Aprobado: 23 de Octubre de 2023

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