1. Introducción
Esta es una historia de la idea de corrupción, de su redefinición en el ámbito de los reinos de las Indias, y del impacto e implicaciones que esto tuvo en las esferas de lo legal y lo político durante el siglo XVII. Usando como estudio de caso principal las denuncias extrajudiciales enviadas por Cabildos indianos contra los excesos de los virreyes y sus criados no-regnícolas, demuestro que el discurso indiano de corrupción incluyó la reflexión sobre cómo debía funcionar económicamente un reino indiano, y produjo cambios en la legislación para regular las potestades y desempeño, que los representantes de la corona poseían1. En el siglo XVII, juristas, memorialistas, e indianos en general desarrollaron un lenguaje de corrupción que les permitió explicar por qué aquello que perjudicaba al reino y a los vasallos también afectaba a la corona2. Este trabajo contribuye al entendimiento del significado y características de la corrupción en el mundo hispánico del siglo XVII, insertándose en los marcos teóricos y temáticos de las nuevas historias de la corrupción y de la política3.
A partir de la crítica a los excesos de los virreyes y sus criados, los regnícolas en el Perú elaboraron discursos agudos sobre una economía de expolios que empobrecía al reino: los extranjeros, sabiendo que llegaban por temporadas cortas, actuaban como parásitos que extraían el erario del reino y debilitaban el cuerpo político. La práctica de los virreyes de llegar a su puesto con grandes séquitos y distribuir los oficios entre los mismos resintió a los naturales que, asumiéndose como los primeros merecedores de dichos beneficios, consideraban que debían ser ellos los principales clientes de un virrey, no los foráneos4. El poder político de este discurso quedó manifiesto cuando llegó a oídos del rey. Este promovió a ciertos virreyes por su buen desempeño, y especialmente por entender que, para el buen gobierno y el funcionamiento de cualquier reino, provincia, y el imperio mismo, el acto de gracia debía promover una economía saludable, no extractiva, lo que suponía distribuir oficios y rentas entre los locales5. La corrupción, entonces, no yacía en el acto de intercambio de gracia y justicia, sino en las consecuencias estructurales y económicas que el mal uso de ese poder podía acarrear a nivel local e imperial.
El discurso indiano de corrupción, caracterizado por el antagonismo entre foráneos/extranjeros - naturales/ residentes del reino no plantea al clientelismo en sí mismo como la razón de la corrupción sino cuestiona quién merecía las rentas y los oficios en Indias6. Las prácticas que en el presente se definen como clientelistas hace cuatro siglos se entendían como actos de gracia y justicia distributiva, y uno de los ejes que articulaban el funcionamiento de la política, por ello, la cuestión estribaba en si la gracia la merecía quien sirvió al virrey o quien servía al rey en el reino7. Pese a que la diferencia entre natural y extranjero era muy fluida, y a que los lazos entre grupos indianos y peninsulares eran intensos y extensos, y abarcaban las esferas políticas, religiosas, y comerciales; los indianos estructuraron un discurso en el que no solo reforzaron la dicotomía, sino que se posicionaban como los verdaderos merecedores de puestos, rentas, y encomiendas. Desde ese centro posicional, ellos no solo consiguieron el respaldo de la corona, sino que reflexionaron y teorizaron acerca del funcionamiento político y económico de las Indias y de la monarquía8. La preservación de lo local contribuiría a la preservación de todo el conjunto imperial.
Analizando del discurso y el lenguaje indiano de corrupción, se muestra que la expansión y refinamiento del concepto «corrupción» y las ideas asociadas a él llevaron a un cambio en la práctica y cultura políticas a nivel local-americano y de la corona. Igualmente, se explica cómo individuos y corporaciones de varias ciudades americanas percibieron y describieron los excesos de autoridades gubernamentales y sus criados-clientes. A partir de estos cambios se aprecia cómo las denuncias por corrupción contribuyeron a la renovación de la legislación indiana para respaldar a los grupos locales, sancionar a quien sirvió mal, y redefinir las funciones y atribuciones de una autoridad9. Asimismo, explica que la conceptualización de la corrupción generada en América partía de que la gestión de un funcionario debía medirse por su capacidad para contribuir al bien público. Esto significaba asegurar el beneficio de la corona y garantizar el bienestar de los grupos locales, incorporando a miembros destacados de sus élites en puestos de gobierno, administración de justicia, y hacienda10. Dado que en una monarquía del antiguo régimen la distinción entre Estado y patrimonio del rey era difusa, lo público no debe entenderse como opuesto a lo privado-particular11, ni como lo relativo al Estado sino como una intersección imprecisa y variable entre aquello que interesa al público -es decir, a la república (causa pública)- y lo que incumbe al rey12.
En la primera mitad del XVII llegaron a Madrid desde Indias docenas de reclamos por excesos, abusos y actos ilícitos, que denunciaban más hechos o usos corruptos que a personas corruptas específicas.13 Es cierto que en esta etapa hubo acusaciones que no prosperaron -como las enviadas desde Nueva España contra el virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros- gracias a contactos en la corte.14 Sin embargo, normalizar este tipo de prácticas distorsiona la comprensión de cómo se formaron tanto las ideas de lo corrupto, lo correcto y lo incorrecto alrededor del ejercicio del gobierno, como los límites a esas prácticas, los criterios para la elección y designación de funcionarios, y los poderes y jurisdicción de un cargo. Asumir que la imputación y la condena responden solo al debilitamiento de una red clientelar o a la pérdida de poder de un patrón es desconocer los ideales subyacentes al buen gobierno y que, por ende, regían (o debían regir) las acciones de la Corona y los funcionarios que la representaban: el bien común y la búsqueda de justicia.15
El ejercicio del poder en la Monarquía Hispánica suponía gobernar, administrar justicia y distribuir gracia. No obstante, estas divisiones no eran compartimientos estancos con límites precisos. Si al distribuir gracia un gobernante -rey o virrey- otorgaba un oficio a una persona sin méritos o poco calificada, lesionaba el gobierno y la administración de justicia, y perjudicaba a la república. Dado que la principal función del poder político era hacer justicia -lo que suponía que la cabeza del cuerpo político mantenga la armonía entre los miembros del cuerpo y garantizarles sus respectivos fueros, derechos y privilegios-, gobernar suponía administrar justicia16.
La correcta administración de justicia, el cumplimiento de la ley y el buen ejemplo eran la base de un gobierno justo, es decir, del buen gobierno. Desde inicios del siglo XVII la corona fue incrementando los medios para implementarlos y castigar a los transgresores. La idea, más que sancionar a individuos particulares, era corregir problemas sistémicos o estructurales (excesos, vejaciones, abusos, etc.) y prevenir su repetición. En los sistemas de gobierno del antiguo régimen las cédulas y demás normativa producida por la Corona y sus representantes eran, en gran medida, respuesta y confirmación de denuncias, recomendaciones y súplicas de los vasallos. Para determinar si una conducta constituye un exceso o uso indebido en el ejercicio de un cargo u oficio y juzgarla como corrupta, James Scott propuso escoger entre tres criterios: el interés público, la opinión pública y las normas legales (el derecho)17. Aunque él negó la validez de los dos primeros para el estudio de la corrupción por considerarlos «subjetivos», un estudio sobre la percepción social e impacto político-cultural de la corrupción, como este, debe incluirlos, particularmente si analiza un estado del antiguo régimen en el que las normas legales fueron, en gran medida, reflejo de cambios y evolución de lo que interesaba al público y la opinión que este tenía.
2. Corrupción. Percepción, Representación e Impacto
La manera en que la corrupción y lo corrupto se percibieron y expresaron en Indias quedó reflejada en el lenguaje de las denuncias a funcionarios «corruptos» o los reclamos contra prácticas que atentaban contra la causa pública y el servicio al rey18. El análisis de la percepción social de la corrupción permite abordar de manera conjunta el interés público y la opinión pública, y, a partir de estos, determinar qué conductas podían ser juzgadas como corruptas19. La corrupción «era una categoría cultural -o sociocultural-, asociada a un determinado conjunto de normas, a un conjunto de valores y a una variada gama de prácticas sociales que pueden -o no- ir en consonancia entre sí» 20. Desde el estudio de cómo la sociedad indiana, los juristas y la corona percibían y expresaban ambos fenómenos, a continuación, se explica qué entendieron por corrupción y excesos en el ejercicio de un cargo, y a quiénes consideraron como los merecedores de los cargos y rentas en Indias y por qué.
Lenguaje y terminología: Representación de la corrupción
A inicios del siglo XVII, el concepto de 'corrupción' no era aún el concepto y categoría actual que define y mide las conductas y prácticas de quienes, yendo en contra de principios éticos, morales, cívicos y/o legales, hacen uso incorrecto de un cargo público para beneficio privado y perjuicio del bien público21. No obstante, en la evolución del lenguaje de denuncia durante el siglo XVII refleja tanto que los márgenes de tolerancia a los 'excesos' de determinadas autoridades cambiaron como el surgimiento de la conciencia de que la corrupción tenía consecuencias estructurales graves para el cuerpo político. Alfonso Quiroz define la corrupción como un fenómeno que va más allá del saqueo de fondos públicos por parte de funcionarios corruptos. Esta abarca «el ofrecimiento y la recepción de sobornos, la malversación y la mala asignación de fondos y gastos públicos, la interesada aplicación errada de programas y políticas, los escándalos financieros y políticos, el fraude electoral y otras trasgresiones administrativas... que despiertan una percepción reactiva en el público»22.
Aunque esta definición representa la percepción actual de la corrupción, varias de sus manifestaciones ya eran consideradas inadmisibles a inicios del siglo XVII. Se censuraba y castigaba el soborno y el cohecho23. La manipulación de un proceso electoral era tanto causa de escándalo y reacción para los agraviados como una acción prohibida por la ley24.
Los indianos también denunciaron y combatieron la colusión, hoy llamada asociación ilícita o asociación para delinquir. Así, aunque se carecía de un término específico -o un concepto- que agrupe ideas asociadas entre sí, y considerando las diferencias en la cultura y doctrina política tras cuatrocientos años de historia, la convicción que los indianos del siglo XVII tenían acerca de que había prácticas o conductas de suyo ilícitas demuestra tanto la existencia de una noción de corrupción, como que ella se asemeja mucho a la presente25.
A lo largo del siglo XVII se escribieron cartas y memoriales que reflejan la evolución de un lenguaje cada vez más específico para referirse a lo corrupto, con argumentos más concretos para criticarlo y combatirlo. Entre la última década del siglo XVI y las primeras del siguiente, el término «corrupción» y sus derivados tuvieron múltiples acepciones que dependían del contexto en el que se les empleara. Corromper, en un sentido general, significaba distorsionar la naturaleza de algo o alguien, quitándole su condición de perfecto/a, puro/a, o normal. Alimentos, bebidas, cuerpos, costumbres, y comportamientos podían corromperse. La justicia se corrompía por los vicios de los magistrados y todos aquellos involucrados en un proceso judicial26. Los jueces, asesores, escribanos, y testigos en un pleito legal o juicio de residencia eran corruptibles27. Incluso el príncipe, cuyo poder se medía con la vara de la justicia, podía corromperse al ser guiado por malos consejeros y hacer que la pena y la condena vayan antes de la acusación y la prueba y volverse un tirano28.
Tanto la corrupción de los funcionarios vinculados al sistema judicial como la de los testigos de una investigación o contencioso debía prevenirse y castigarse severamente. Para Jerónimo Castillo de Bobadilla, bastaban «testigos singulares y otras pouanzas irregulares y menores» para probar que un juez había sido cohechado y hecho injusticia29. En esa línea, hacia 1679 el Consejo de Indias recibió un memorial escrito en Loja (actual Ecuador) en el que se decía del oidor Antonio de Torres Pizarro que:
[... en] las residencias de las provincias de la ciudad de Loja quedó [...] acreditado de grandísimo ladrón pues solo fue a tratar y ocuparse en sus intereses y las dejó destruidas y arruinadas y por mejor hurtar con los residenciados les calló sus delitos [... y] ha procedido de manera [...] que los vicios y maldades se premiaron y la virtud y bondad se castigaron y los pobres y el común de aquella ciudad se quedaron con sus agravios sin que los admitiesen y quisiesen oír30.
Al Consejo llegó también un poema satírico que denunciaba las actividades del mismo oidor llamándolo perro, esponja, ladrón, bellaco y peor que un luterano; y las de su escribano quien debía cambiar su nombre de Maldonado a «biendonado» por cómo se corrompió durante la visita31. Lo expresado por Castillo de Bobadilla y los lojeños muestra que para las sociedades hispánicas -peninsular e indiana- de los siglos XVI y XVII, cuando un juez se corrompía pervertía el sistema de administración de justicia, socavando la base sobre la que se erigía el sistema político y de gobierno del imperio español32. El buen gobierno era el gobierno justo y, para garantizarlo, la corona debía administrar justicia de manera correcta33.
La acepción ético-jurídico-moral de la corrupción trascendió paulatinamente del ámbito judicial a otros vicios del sistema y a otras instancias de la justicia34. Fue en la práctica del gobierno y la política donde evolucionaría y ampliaría su campo semántico hasta el punto en que corrupción y corruptela pasaron a usarse casi indistintamente35. Ya Castillo de Bobadilla parece abrir la puerta a la interpretación de que las prácticas por las que un funcionario -no solo judicial- pervertía la conducta y el estándar que debía cumplir a cambio de un beneficio particular suponían corrupción36. Algunas décadas después, Juan de Solórzano Pereira llamó corruptela tanto a las malas prácticas de funcionarios o autoridades concretas como a acciones que derivaban en políticas perjudiciales para la república o el servicio al rey. Cuando algunas autoridades locales indianas (encomenderos y corregidores) pasaron de cobrar el tributo indígena «por cabeza» (por persona) a exigir un monto total por pueblo, incurrían en corruptelas37. También lo fue el abuso de algunos corregidores que forzaban a los indios a abastecerlos de alimentos, bebidas y otras cosas «haziendoles por ellos ninguna, o muy corta paga»38. Para Solórzano, la corruptela/corrupción son, de un lado, actos injustos o alteraciones en la administración de justicia conmutativa que forzaban a un grupo de vasallos a entregar más de lo que les correspondía39, y, del otro, prácticas ilegales que contravenían «Innumerables cédulas y ordenanzas» que las prohibían40.
La Política Indiana es evidencia de que, a lo largo del siglo XVII, el pensamiento político hispánico estableció que la corruptela suponía la contravención de la ley y la justicia en cualquiera de sus vertientes41. Como jurista, ex oidor y consejero de Indias, Solórzano representa un universo de ideas, opiniones, e interacciones sociales y profesionales, es decir, la cultura política de su espacio y su tiempo42. Mucho de lo que escribió fue discutido por juristas y tratadistas, funcionarios y actores políticos involucrados en el gobierno y administración de hacienda y de justicia, y por individuos comunes que al verse afectados por algún cambio o situación expresaron su opinión y propusieron soluciones. Conforme las costumbres y los usos se fueron respaldando o prohibiendo con legislación (cédulas, provisiones, pragmáticas y recopilaciones) el concepto de corrupción y todo el lenguaje y términos que giraban a su alrededor fueron denotando actos ilícitos, cuando no ilegales.
Algunas décadas después, el cabildo de la Villa Imperial de Potosí solicitaba la intervención de la corona porque entre «los comisarios [de la Inquisición] se ha introducido una corruptela de concurrir con el Cabildo en todos los actos públicos, toquen o no al santo oficio, y en todos quieren lugar preeminente [...] lo cual cede en menos autoridad del Corregidor y Cabildo de dicha villa»43. El cabildo define lo hecho por la Inquisición como corruptela porque atentaba contra la costumbre y privilegios que, seguramente, había obtenido por servicios prestados a la corona. Adicionalmente, los funcionarios de la Inquisición se tomaron más atribuciones que las que sus fueros, la legislación y la costumbre les otorgaba, cuando nombraron más familiares de los que debía haber en la villa, y avalaron que no muestren sus títulos al cabildo secular para gozar de los privilegios y exenciones de su fuero -como estipulaban los acuerdos firmados por los consejos de Indias y de Inquisición44. Al tratarse de una «mala costumbre o abuso introducido contra la ley», estos actos también eran corruptela45.
Los potosinos expusieron una grave amenaza al orden jurídico y político no solo de la villa sino de todo el imperio español: Cuando los miembros de una corporación quedaban exentos del control de otros grupos o instituciones -civiles o eclesiásticas- las consecuencias para el bien común eran graves. La Inquisición se consideraba exenta tanto de la jurisdicción de la justicia ordinaria -encarnada por virreyes, Audiencias, y cabildos- como de la eclesiástica-episcopal. Si esta quedaba libre de la fiscalización de sus pares, el orden gubernamental y la estructura de poder en la villa se alteraban; y ni la correcta administración de justicia, el amparo de los grupos locales, o el beneficio de la corona podían ser garantizados. En el último tercio del siglo XVII la corruptela/corrupción ya era percibida como un conjunto de prácticas injustas e ilegales que al desnaturalizar el buen gobierno ponían en jaque la integridad política y jurídica de una localidad, un reino, o la monarquía.
La representación de la corrupción también tomó otras formas. Metáforas y sátiras como las empleadas para denunciar al oidor Torres Pizarro a fines de la década de 1670, fueron géneros que los indianos usaron para denunciar excesos en el gobierno y explicar su impacto para los vasallos y la Corona desde el temprano siglo XVII. En mayo de 1604, los regidores del cabildo de Lima Simón Luis de Lucio y Hernán Carrillo -sin firmar con sus títulos- escribieron al rey informándole de los excesos cometidos por los virreyes46. Ellos denunciaban dos problemas que afectaban todo el sistema económico y social del reino del Perú: expolio y corrupción. Comparando a los infractores con animales, el texto explica que era mejor no reemplazar a los virreyes con tanta frecuencia porque:
[...] podrá sentir con la misma razón que se quejan los pobres cuando les quitan las moscas diciendo que con más hambre les come las que de nuevo llegan que las que ya estaban hartas. Y aunque de ningún virrey en particular hablamos, decimos que la pena de los ratones se le debía dar al gato cuando no sólo les deja comer lo vedado, mas come él de lo que ellos roen. En castigando tanto en el gato la remisión como en ellos la omisión [...].
Los virreyes y sus criados eran moscas, gatos y ratones. Pestes, plagas y guardianes negligentes. En el primer caso, al comparárseles con moscas hambrientas que llegan a comer de los pobres, se habla de expolio. En el segundo, de colusión. No era solo en que los criados substraían lo que no les correspondía, ni que los virreyes se lo permitiesen, sino que estos eran parte de un sistema de saqueo que desangraba al cuerpo político peruano y que tenía a los criados como los elementos visibles de un problema cuyas raíces eran mucho más profundas.
Dos años después, el matemático y comerciante aragonés Joan de Belveder escribió un arbitrio titulado «Apuntamientos particulares de servicio de su majestad tocante a el aumento de estado, gobierno, y justicia destos reynos del Perú»47. En sus palabras,
[...] los ministros de la Real Hacienda [...] y los virreyes antecesores del Conde de Monterrey y oidores, alcaldes de corte, fiscales y demás ministros de la Real Justicia [...], sin atender a otro fin han mordido y van mordiendo todos ellos lo que han podido y pueden por diferentes caminos. Y como todos ellos han estado y están heridos de mal tan contagioso a la fidelidad de sus oficios y cargos... nadie habló, ni habla, ni reprehende a otro porque todos tienen y han tenido porqué callar [...].
Con el mismo lenguaje que el usado por los regidores limeños, Belveder argumentó que la codicia, la infidelidad al oficio, y la falta de celo de las autoridades dieron pie a la economía de saqueo y extracción que socavaba el bienestar de los vasallos, el desarrollo de una economía capitalista productiva y de circulación de capital, y los intereses de la corona48. La codicia, base de la corrupción, era una infección que al atacar la fidelidad de los funcionarios enfermaba a todo el cuerpo político49.
El lenguaje de corrupción y su vocabulario fueron, en cierta medida, comunes a varias provincias indianas, como lo muestra Bartolomé Tapia, vecino de la ciudad de Los Ángeles de la Nueva España, actual Puebla. En 28 de mayo de 1621, Tapia escribió una carta a Fernando Carrillo, presidente del Consejo de Indias, y un memorial para el pleno del Consejo, para que fueran comunicados al rey50, denunciando a las autoridades que según la teoría política y por mandato regio debían gobernar y mejorar el reino, lo saqueaban impunemente. Tapia decía a Carrillo que «a mí no me mueve otra cosa si no es los pobres que son los que lo gastan todo», «[... ni] más pasión de ver a estos ladrones hinchados y con hacienda real y sangre de pobres...»51. A los virreyes y sus criados los describió como «esponjas del dinero de esta tierra». A los mercaderes de Puebla, como «esponjas de los tratos» que al hacerse elegir alcaldes ordinarios y contar con el «mal gobierno [y consentimiento] de regidores», subían el precio de «las pipas y mercadurías [...] agraviando a los vecinos». Los robos de los tesoreros del Tribunal de la Santa Cruzada, los jueces de obraje, los Oficiales Reales de Veracruz y otros funcionarios son ejemplos con los que Tapia ilustra la magnitud del círculo de corrupción que operaba en Nueva España. Aparentemente la cultura del fraude, abuso, e ilegalidad, se había instalado ya en este reino hacia 1620, y la corrupción había infiltrado casi todos los sectores de su aparato institucional secular, incluyendo la Audiencia de México.
A fines del siglo XVI la corona no sancionó al virrey del Perú, Fernando de Torres y Portugal (1585 y 1590), conde Villar, por los ciento ocho cargos que le hizo el licenciado Alonso Fernández de Bonilla al culminar su visita de 1593. Para Miguel Costa esto refleja «la validez de principios clientelares y de patronazgo, que estaban a la base del funcionamiento del Estado patrimonial colonial en el siglo XVI», pues la Corona entendía que los virreyes debían desarrollar sus propias redes clientelares para poder ejercer el gobierno y control político de sus distritos52. No obstante, tal conclusión contrasta con el hecho de que, aunque la corona desestimó las imputaciones, los perjudicados no las olvidaron. Las acciones de Villar y sus sucesores desencadenaron reclamos y reflexiones en torno a qué debía considerarse como excesos en el desempeño de un cargo público53.
Desde inicios del siglo XVII, la corona recibió cartas y memoriales que informaban sobre el expolio protagonizado por virreyes y sus criados, corregidores, y otros ministros; la injusticia en la distribución de rentas (repartimientos, encomiendas y pensiones) y oficios que impedía el acceso de los naturales a las mercedes que merecían; y los abusos que los indígenas recibían de autoridades codiciosas y abusivas. En estas denuncias lo corrupto se percibe tanto como aquello que va en contra de los intereses de la república, como lo que atenta contra los del rey, su servicio, patrimonio e imagen. Como sostiene Alejandro Cañeque, el patronazgo y el clientelismo no deben verse como síntomas de corrupción generalizada, sino como parte de un sistema de gobierno en el que las redes de lealtad personal y líneas institucionales de autoridad estaban interconectadas y marcaban la naturaleza del poder político54. Pero, también, como apunta Alfonso Quiroz, la estabilidad que generaba el patronazgo tenía un costo muy alto; pues si bien, este sistema lograba suavizar las fricciones inmediatas «en última instancia, ofrecía beneficios solo para unos cuantos a expensas de las leyes e instituciones que garantizaban el bien común»55.
Clientelismo y 'excesos'. La percepción de la corrupción y el discurso de economía extractiva
En su carta de mayo de 1604, los regidores limeños Simón Luis de Lucio y Hernán Carrillo informaron a Felipe III que el «buen gobierno» del Perú estaba en riesgo, debido a dos razones fundamentales: la mala información que llegaba al rey y la distancia56. La distancia facilitaba a interesados y aduladores impedir que la información veraz llegue a oídos del rey. El rey desconocía la verdad de lo que ocurría en el Nuevo Mundo, porque al no poder verlo personalmente tenía que juzgarlo todo -es decir, gobernar- «no por la vista sino por el oído»57. Los regidores, cambiarían esta tendencia y harían llegar al monarca la verdad de los abusos de virreyes y criados que ellos habían visto y vivido. A juzgar por esta carta y las que la sucedieron, la corrupción y los excesos parecen haber sido un problema de magnitudes y tiempos.
La economía de la gracia, el intercambio de asistencia por mercedes, la cultura del don y contra don, articulaban las relaciones políticas y sociales en el mundo hispánico del XVII58. La distribución de oficios y mercedes permitió al rey -y en menor medida a sus representantes en los distintos reinos-crear redes de patronazgo que dieron cohesión a la monarquía y cimentaron el poder de la corona59. Así, los virreyes estaban obligados a recompensar la lealtad de las personas de su casa (sus cientes) que los acompañaban a sus nuevos cargos, concediéndoles oficios en América60. Las quejas de los indianos no buscaban ir en contra de los principios de clientelismo y patronazgo61. Ellos no solo respetaban y entendían estos principios, sino que generaron sus propias redes clientelares o buscaron insertarse en las de individuos más poderosos, incluyendo virreyes, oidores y otros representantes del poder regio62.
En un memorial de 1606 el Cabildo de Lima volvió a quejarse del daño que hacían los virreyes y grandes séquitos. Los virreyes no cumplían con las cédulas e instrucciones que les mandaban repartir mercedes a los hijos y nietos de conquistadores, porque llegaban de España con «muchos criados en quienes [proveían] los oficios, cargos, rentas y repartimientos»63. A pesar de haber servido al rey en su conquista, pacificación, o gobierno, los naturales del reino se veían despojados de lo poco, a lo que podían aspirar: encomiendas y tributos, u oficios64. La tolerancia al clientelismo vicerregio fue una cuestión de magnitudes. Este se volvía un problema si sus criados acaparaban los cargos públicos e impedían el acceso de los beneméritos a ellos, y cuando dificultaba que los Indianos se insertaran en las redes clientelares de los virreyes65. Esto ya había ocurrido cuando García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete llegó a gobernar el Perú con más de ochenta y cinco personas que esperaban recibir puestos, rentas y otras mercedes66.
Al factor de la magnitud (volumen de criados) se suma el tiempo de permanencia en el cargo. En 1604 los regidores Lucio y Carrillo pedían que no se cambiara virrey tan frecuentemente. Las razones fueron, primero, que, como todo nuevo virrey buscaba satisfacer su hambre y codicia era mejor dejarlo en el cargo el mayor tiempo posible pues, una vez satisfechas sus ambiciones, dejaría a los demás acceder a los recursos y se dedicaría a gobernar en pro del bien común. Para los cabildantes, los virreyes y sus criados eran como las «moscas» hambrientas que llegaban a comer de los pobres, los naturales del reino. Las moscas que un pobre tiene a su alrededor ya han saciado su hambre y lo dejan tranquilo. Segundo, seis años no alcanzaban para que un virrey conociera a los beneméritos e hijos de la tierra ni para que se enterara de sus servicios a la corona, virtudes y talentos; ni para incorporarlos a su red de clientes. Y, tercero, querían mantener los lazos clientelares y de poder que habían establecido y consolidado con el virrey de turno67. El Cabildo reiteró esta solicitud en 1610 y en 1614 argumentando que en ese lapso el virrey no podía «conocer el estado de los negocios y calidad de la tierra» ni sus problemas, y menos implementar soluciones68. Esto parece haber persuadido al Consejo de Indias y al mismo monarca, pues, exceptuando al príncipe de Esquilache, cuya gestión estuvo envuelta en denuncias y polémicas por excesos y corrupción, la mayoría de vice soberanos de esta etapa gobernó más de 6 años69. La corrupción era percibida y representada como una falta política, económica y moral, pues se usurpaba a quienes más necesitaban de aquello les correspondía porque se lo habían ganado.
Suponía también una transgresión a la justicia en sus vertientes conmutativa y distributiva. De un lado, se quitaba a los locales lo que les era propio, y, del otro, se evitaba que recibieran lo que merecían por sus servicios y acciones. En 1607 los limeños reiteraban que los virreyes no daban los cargos y rentas a los beneméritos ni a quienes habían servido al rey en ese reino70. Aludiendo al gobierno del conde de Monterrey, sostuvieron «que no es justo que ya que se les niega [a los beneméritos y naturales del reino] el pan de la mesa que como a hijos se les debe, se les nieguen las migajas que de ellas caen, que aún no se niegan a los perros»71. El virrey Montesclaros corroboró este reclamo en 1609 diciendo a Felipe III que desde su llegada a Lima, en diciembre de 1607, había recibido papeles de más de quinientas personas que contaban con cédulas reales para que los virreyes los ocupen en el primer oficio disponible72. Sus antecesores transgredieron el principio de prelación y repartieron los oficios y rentas a su cargo entre sus allegados, no entre los locales73.
El mal manejo de la liberalidad vicerregia corrompía la justicia distributiva y causaba la miseria de los naturales del reino74. Aunque el clientelismo indiano-excluyente de los virreyes menoscababa la capacidad de sustentarse de los indianos, sus perjuicios trascendían lo económico, llegando a poner en riesgo la seguridad y el orden en el reino porque, teniendo muchos caballeros en capacidad de servir, la tierra estaba «llena de gente vagamunda y ociosa»75. A ojos del cabildo, quienes no recibían cargos para desempeñar ni rentas con las qué hacerse de un capital por multiplicar terminaban desocupados. La desocupación derivaba en ocio, este en vagabundería, y ella en motines e inestabilidad política y social. La fama de la grandeza y riqueza de la tierra -del Perú-ocasionaba la llegada de gente cuya presencia desestabilizaba el reino social, política y económicamente76. La necesidad de premiar a los miembros de sus séquitos hizo que los virreyes fallasen en su obligación de representar al monarca, recompensando a quienes merecían reconocimiento por haber servido a la corona en la conquista, pacificación, defensa, o desarrollo del reino a partir de «la virtud de los estudios»77.
El discurso de corrupción que la sociedad peruana esbozaba a inicios del siglo XVII, construido y articulado en diferentes documentos de protesta y reclamo, fue el contrapunto de distintas voces que vinculaban el problema directamente a los principales problemas que aquejaban al reino, y a cómo esto afectaba al servicio, patrimonio e intereses del rey78. Mientras en las cartas del cabildo limeño (1604, 1606 y 1607) los perjudicados por los excesos y vicios de virreyes, corregidores y otros funcionarios eran los vasallos naturales del reino (incluyendo a los indios), en los «Apuntamientos» de Belveder, la víctima es el rey. La real hacienda quedaba mermada y la real conciencia cargada con los abusos y excesos de quienes lo representaban en el gobierno, justicia y la administración hacendística. Incluso la Real Audiencia y el virrey marqués de Montesclaros se sumaron a las voces que exponían los problemas del reino, sosteniendo que lo que afectaba a los vasallos peruanos también perjudicaba a la corona.
El memorial de 1610 introdujo nuevos argumentos y nuevas formulaciones acerca de la corrupción79. Primero, le atribuyó la responsabilidad del problema tanto al virrey como al mismo soberano que no solo no remediaba la situación, sino que la empeoraba al conceder mercedes de rentas en el Perú a quienes no residían en el reino. Segundo, explicaba que esta alteración del sistema de distribución de gracia no solo perjudicaba a los naturales y otros vasallos en el Perú, sino a la corona y a las estructuras mismas del imperio. La situación parecía no tener remedio. Los peruanos habían perdido prácticamente toda esperanza de recibir la gracia que se les había prometido.
Para los limeños, que las encomiendas, rentas y oficios se concedieran a sujetos que no habían servido a la Corona en el reino ni residían en él derivaba en tres problemas estructurales. El primero, de tipo político-social, contrariaba el ethos mismo del imperio. El modelo imperial hispánico supuso el desarrollo e interconexión de núcleos urbanos cuyas comunidades se regían por un mismo gobierno y marco legal. En estos se facilitaba la transmisión de los valores y principios que cimentaban política e ideológicamente a la monarquía80. La vida en comunidad permitía a los vasallos participar de los rituales y festividades que constituían a la monarquía y creaban las identidades de la colectividad81. Como los beneméritos no recibían los cargos públicos y rentas que les correspondía, carecían de medios para sustentarse en las ciudades, y habían comenzado a trasladarse al campo. El despoblamiento de las «más principales ciudades» implicaba la destrucción del modelo.
El segundo problema era de índole económico-social y afectaba principalmente a la república. Como los nuevos encomenderos y otros premiados con rentas no residían en ellas, se perdía tanto las limosnas para los conventos y pobres como el dinero que antes llegaba a manos de oficiales y mercaderes. Los conventos de monjas se sostenían en gran medida de las dotes que las familias locales entregaban para la admisión de sus hijas, de las herencias que las monjas recibían, y de las donaciones. Estos establecimientos eran pieza fundamental de la vida de las ciudades indianas, no solo por acoger a las hijas de los estratos medios y altos de la sociedad, sino a nivel económico como fuente de crédito82. Asimismo, una parte importante de la subsistencia de los hospicios y hospitales para pobres, huérfanos, leprosos y otros grupos «marginales» provenía de la caridad. Sin recursos para las élites locales, el futuro era sombrío para estas instituciones, esenciales para la estabilidad social y económica de las ciudades en el Perú -y en todo Indias-.
El tercero y más grave de los problemas debido a su alcance, se desprende del anterior y, afecta mucho más directamente a la corona ya que,
[...] sacando de este reino los tributos de los indios en cantidad más gruesa, es fuerza que el comercio, crédito y caudal de los mercaderes falte y se acabe y con él los derechos y alcabalas que de ellas pertenecen a vuestra majestad en quien redunda el mayor daño por ir la plata de los tributos de las manos de los indios a las de sus encomenderos a esos reinos sin pasar primero por las de los mercaderes de estos, ni haberse difundido en las repúblicas de las ciudades de sus vecindades [...]83.
Estos argumentos revelan que los limeños no solo denunciaron el modelo económico-político de saqueo y extracción de recursos imperante en el Perú, sino que entendieron sus consecuencias. En su planteamiento responsabilizaron de la pobreza local, la desocupación de los beneméritos, y la explotación indígena a los recién llegados, no naturales del reino que robaban impunemente todo lo que sus oficios les permitían. Estos, conscientes de que su estadía sería breve, no tenían interés en el crecimiento económico del reino, el bienestar de sus habitantes, ni temían sanciones graves, por lo que extraían todas las ganancias que podían en el tiempo que fueran a estar ejerciendo el cargo que su patrón les otorgó.
Asimismo, con una visión de economía política usualmente asociada con la primera mitad del siglo XX, los criollos del XVII sostuvieron que para lograr el bien común y garantizar el servicio al rey era necesario que el dinero circule, generar consumo y reproducir el capital. El fruto del trabajo «sin explotación» de los indios debía pasar a manos de los encomenderos, sucesivamente al de los mercaderes, agricultores, ganaderos, obrajeros, etcétera, fomentando así la producción local, y finalmente, favoreciendo a las arcas reales que se llenarían con los impuestos y tributos que se pagarían. El discurso que los grupos limeños formularon en las primeras décadas del siglo XVII presenta un clientelismo vicerregio corrompido, y la política de distribución de encomiendas de la Corona como una suerte de economía extractiva que anticipa mucho del discurso económico de dependencia y de análisis de economías neocoloniales84.
Un sistema económico fundado en la extracción de capital y bienes producidos en el territorio erosionaba tanto los intereses locales como los de la corona, pues el dinero salía del reino sin pasar antes por los distintos eslabones de la cadena económica (productores, comerciantes, consumidores). Desde los indios hasta el rey, todos se perjudicaban no solo con el expolio que derivaba del clientelismo vicerregio que otorgaba los principales oficios del reino a los criados foráneos del virrey, sino con la distribución de encomiendas o rentas a individuos que habitaban fuera del territorio. En cambio, para mantener al reino bien en lo social, político y económico, era necesario proteger y desarrollar el mercado interno de modo que, a partir de la circulación de capital y correcta asignación de puestos y rentas, los individuos de los diferentes estamentos consuman bienes producidos localmente o importados por los mercaderes, de modo que se fortalezcan los medios de producción locales85.
La fuerza y pertinencia del argumento limeño radicó en haber calado entre los representantes directos del rey. En 1607, los oidores de Lima advirtieron al monarca del «general desconsuelo que causa que las rentas de esta tierra se provean a los que están en España y no han servido en estos reinos [... y cuán importante era para] su buen gobierno y seguridad el hacer merced y gratificar a beneméritos que en él han servido y sirven a VM» 86. Dos años más tarde se le aconsejaba que para atajar los abusos a los indios, los corregidores debían ser «personas de satisfacción y no [...] parientes, criados, y familiares de los virreyes, consejeros, oidores, alcaldes, y fiscales, ni encomenderos en sus mismos indios [,..]»87. Además, exponiendo las mismas razones que los limeños, se decía que no se debía dar encomiendas a quienes no fueran vecinos en el reino por el daño que se generaba y porque si en España no se daban encomiendas a extranjeros [sic], lo mismo debía hacerse en el Perú, incluso con los españoles.
[... C]uando los feudatarios vivían en las ciudades [...] estaba este reino [del Perú] muy lucido porque en ellas se consumían y gastaban las rentas que se sacaban de su distrito, consumiéndose en su misma utilidad. Las poblaciones eran mayores por el número de criados, familiares, y allegados que cada uno de los encomenderos tenía. Y en cualquiera ocasión de guerra e inquietudes, había en ellas más seguridad. [...]88.
Ese año también el virrey Montesclaros escribió al rey recomendándole que por su conveniencia y «por precisa razón de estado», no premie con las rentas del reino a quienes no lo servían en él89. Del antiguo «pan» de las encomiendas solo quedaban «migajas», y ni a ellas accedían los beneméritos porque eran sacadas del reino. Tiempo después, el virrey reiteró su posición porque era lo mejor para «la conservación de este Reino, en que tan interesada es su real corona»90.
Las respuestas de la corona también se hicieron concretas con el tiempo. Mientras en 1606, el Consejo de Indias reaccionó a un informe solo indicando que los virreyes no debían proveer los corregimientos entre criados suyos ni de los ministros de Audiencia sino en personas de «satisfacción y partes», castigando severamente a los que incurrían en negociados («tratos y contratos») y maltrataban a los indios91; en 1619, Felipe III hizo suyas las denuncias enviadas desde el Perú y prohibió a virreyes, presidentes de Audiencia, y otras autoridades ocupar en los oficios de su provisión a sus criados92. Además, como en los memoriales americanos, reconocía a la avaricia y codicia como «la raíz y principio de todos los males», entre ellos, de la corrupción. Así, la cédula de 1619 refleja, primero, el efecto que las denuncias enviadas desde Lima tuvieron en la Corona. Segundo, que al menos a nivel formal o discursivo, el monarca buscó frenar y revertir las injusticias e ilegalidades que virreyes, presidentes, y demás magistrados venían cometiendo.
El rey y su Consejo de Indias no solo conocían los mecanismos que sus representantes empleaban para tejer sus redes clientelares, sino entendían que ellas derivaban en prácticas perjudiciales para la causa pública y el buen gobierno. Por eso, en 31 de agosto de 1619, el rey prohibió que los criados y familiares de los virreyes, oidores y fiscales, escribanos de cámara y relatores «puedan tratar y contratar» en sus respectivos distritos93. Buscando corregir las desviaciones introducidas por sus ministros, el rey avaló los argumentos expuestos desde el Perú y ordenó que, dependiendo de las características y requisitos del oficio o ministerio,
[en] todos los dichos oficios, provisiones, y encomiendas sean antepuestos y proveídos los naturales de las dichas mis Indias, hijos y nietos de los conquistadores de ellas, personas idóneas de virtud, méritos, y servicios [...] Y lo mismo sea y se entienda en favor de los pobladores, naturales y originarios de los reinos y provincias de las dichas mis Indias, nacidos en ellas en los cuales, como hijos patrimoniales deben y han de ser antepuestos a todos los demás en quien no concurren estas calidades y requisitos [...]94.
Además, el monarca prohibió a virreyes y demás magistrados que provean oficios o encomiendas entres criados y parientes suyos o de sus esposas dentro del cuarto grado de consanguineidad. Esta prohibición incluía tanto a aquellos que los habían acompañado desde la península, como a quienes fueron «de una provincia a otra en [su] compañía y debajo de [su] amparo y familiaridad». Con esto el rey esperaba corregir la distorsión del sistema de distribución de mercedes generada por la corrupción de sus representantes en el reino, y que «los naturales de las dichas mis Indias y personas de virtud y partes se animen y consuelen y no sean defraudados de sus servicios».
Por el lenguaje y los temas que aborda, la cédula de diciembre de 1619 también parece corresponder a una carta enviada meses antes por el cabildo de Lima. En 20 de abril de ese año, los limeños pidieron a la corona que los nombrados como ministros o autoridades de gobierno sean personas de letras no casadas ni con parientes95. Adicionalmente, el cabildo indicaba que «conviene mucho elegir forma conveniente para que se ejecute aquí lo que [en España] se proveyere [...] por cédulas», porque, aunque llegaban noticias de órdenes destinadas a solucionar problemas, quienes las recibían las ocultaban y nadie remedie esto96. Presumiblementeatendiendo a esta recomendación, la corona mandó que en las audiencias indianas todas sus cédulas fueran leídas apenas abiertas «hallándose presente los ministros y oficiales y las demás personas de fuera que quisieren» de modo que «la justicia florezca y el buen gobierno se conserve y [...] cesen las vejaciones y molestias e injusticias»97.
Ni la corona ni los indianos pretendían despojar a los virreyes de sus potestades sino encausarlas. Enmendando la cédula de 1619, en marzo de 1623 el rey expidió otra que excluía de la prohibición a «los que fueren hijos y nietos de pobladores y conquistadores», es decir, beneméritos98. El problema, por lo tanto, no era que los virreyes distribuyeran oficios y rentas según una lógica clientelar, sino que en este reparto no se incluyera a los beneméritos y otros naturales de las Indias; sin embargo, este mandato tuvo poco efecto real y tampoco logró frenar a los virreyes del Perú. Los limeños siguieron enviando cartas y memoriales de denuncia y reivindicación por décadas, y la corona respondiendo a ellos con cédulas favorables.
La formulación de cómo y por qué lo que afectaba a los vasallos perjudicaban directamente al rey fue el resultado del intercambio permanente de los grupos e individuos indianos con la corona, materializado en el envío de denuncias y recomendaciones desde Indias, y de cédulas y leyes desde España. En aparente correlación con la cédula real de diciembre de 1619 y con lo escrito desde Lima, el novohispano Bartolomé Tapia dijo en 1621 que los alcaldes mayores y jueces de la ciudad de indios de Tlaxcala abusaban de «los pobres» (indios en este caso) y afectaban a la corona, cuando repartían pipas de vino a más del doble de su valor sin pagar los impuestos correspondientes al precio de venta99. Estos funcionarios, dice Tapia, justificaban su actuar diciendo que «los oficios no se los dan de balde». Esta declaración, junto con lo expuesto por la corona y los limeños permite deducir que ese criterio lo compartía la mayoría de los funcionarios corruptos en Indias, lo que implica que las prácticas corruptas hayan sido conscientes y voluntarias.
Los infractores se consideraban exentos del cumplimiento de la ley, pues quien les había otorgado el oficio esperaba que la transgredan. Solo la Corona podía proveer una solución, pues «siendo estos [individuos] criados del virrey ¿adónde han de ir a pedir justicia [los vasallos] sino ante el rey nuestro señor?». El mismo monarca era víctima de los criados de los virreyes que «[...] roban no cumpliendo con las reales cédulas, [... diciendo que estas] no sirven más que para pregonarlas y no cumplirlas»100. Ya fuera para imponer su autoridad, asegurar el cumplimiento de las leyes y el imperio de la justicia, proteger su real hacienda, o para salvaguardar los intereses de los naturales de las Indias -sobre todo los de los más vulnerables-, el monarca debía combatir los excesos y las desviaciones en la distribución de mercedes. Si no era por su obligación como señor natural, el interés en cuidar sus arcas debía moverlo a actuar.
Las denuncias vistas hasta aquí muestran que, no obstante lo que los funcionarios corruptos creían, un grupo de indianos veían en su actuar premeditado un problema que era urgente resolver ya que incluso la justicia punitiva (aquella que castigaba delitos y crímenes) había dejado de administrarse correctamente. La interacción entre la corona y sus vasallos indianos generó una suerte de consenso respecto de las consecuencias de la corrupción de los representantes del rey. Para 1621 ya no era tolerable que las autoridades de gobierno se corrompan o lo avalen. Leídos en conjunto, los documentos indianos y las cédulas reales demuestran, por un lado, la diferencia entre exceso y delito, y por el otro, que el clientelismo había dejado de aceptarse como justificación para prácticas ilícitas101. Corona e indianos desarrollaron una percepción compartida de qué corrupción y cuáles sus consecuencias, y a utilizar un mismo lenguaje y argumentos para criticarla y combatirla.
El clientelismo vicerregio se volvía un problema estructural cuando transgredía los límites de lo permisible y perjudicaba el bien común, ya fuera menoscabando los derechos, privilegios o intereses de los vasallos; entorpeciendo la administración de justicia, o afectando el servicio al rey. Esto desvirtuaba los sistemas de justicia distributiva y conmutativa, que eran la base del orden político y social a todo nivel: local, del reino, e imperial. Los vasallos no solo dejaban de recibir lo que merecían por sus servicios, sino que tampoco los que les correspondía y les era propio. Problemas y críticas similares se expresaban también en la península, muestra tanto de las reales dimensiones del problema, como de las reacciones y percepción de los afectados102. Pese a los esfuerzos de la corona y los vasallos e instituciones indianos, los virreyes continuaron llegando a sus puestos con séquitos enormes y repartiendo entre ellos los oficios que correspondían a los grupos locales103. Por un lapso de alrededor de cincuenta años (1619-1670) los americanos siguieron enviando decenas de memoriales y tratados en defensa de los naturales del reino, abogando por el derecho que tenían sobre «las prelacías, dignidades, canonjías y otros beneficios eclesiásticos y oficios seculares», así como sobre las encomiendas y otras rentas que la corona concedía104.
Como las prácticas clientelistas o los excesos de los virreyes no eran fáciles de revertir, en 1662 Felipe IV promulgó una cédula en la que volvía a enfatizar que «no elegir para los oficios personas de experiencia, celo y cristiandad» había generado perjuicios al gobierno de las provincias de las Indias105. Clara evidencia de la brecha que podía separar la promulgación de una ley de su ejecución, el documento ordena que cumplan con lo provisto por la cédula de diciembre de 1619 y no den oficios de gobierno, justicia, ni hacienda a sus parientes, criados y allegados. «La conservación de [las Indias] y el amparo y alivio de [sus] habitadores» dependía de que hubiera «buenos ministros» en todos los puestos. Debido a que esto no se había cumplido, el rey advirtió categóricamente a sus representantes que cualquier contravención a su cédula sería incluida en las residencias de los infractores, y se les castigaría «con tal demostración y severidad que sirva de ejemplo a otros».
El poder del discurso
La participación de los indianos en la construcción de las nociones de corrupción y de lo corrupto no pasó sólo por denunciar lo que ocurría a nivel de la distribución de cargos, sino defender otros derechos y principios políticos fundamentales -normalmente asociados con los sistemas democráticos contemporáneos-, como el derecho a elegir. Desde la segunda mitad del siglo XVI varios virreyes trataron de intervenir en las elecciones del Cabildo de Lima. Por esta razón, Felipe II indicó al conde del Villar en 1589 que los virreyes debían dejar «hacer los cabildos y elegir los alcaldes ordinarios cada año, libremente»106. Pese a ello, en 1606, el Cabildo de Lima tuvo que volver a protestar107. Ya el marqués de Cañete los había despojado de la capacidad de elegir al alcalde ordinario del Callao, pero el virrey Luis de Velasco interfirió en la elección de los dos alcaldes ordinarios de Lima. Villar y Velasco fueron los gobernantes que más se opusieron a la existencia de alcaldes ordinarios por considerar que daban demasiado poder a las élites locales y reducía en extremo el suyo al no dejarles vía de control sobre la institución y la ciudad108. En adelante, cuando tras períodos de acatamiento la brecha entre la ley y su aplicación se abría, los cabildantes reaccionaron ante las transgresiones de sus fueros y jurisdicción arremetiendo con todos los medios a su disposición para poner límites a los excesos de los virreyes109.
Cuando el príncipe de Esquilache no permitió que el regidor más antiguo cuente los votos, ni que el escribano del cabildo dé fe de la elección, según mandaba la ley, los limeños nuevamente se pusieron en pie de lucha. En 1620, tres años después de haber expuesto al rey los inconvenientes de que no se eligiera libremente alcaldes ordinarios y demás oficios concejiles en las ciudades y pueblos del Perú, y de que la corona pidiera explicaciones a Esquilache, el Cabildo lo volvió a denunciar porque no estaba respetando sus fueros, entre ellos, «de poder hacer elecciones con libertad», «como vuestra majestad tiene ordenado por cédulas y sobrecartas»110. El Consejo de Indias respondió al reclamo dándoles la razón, diciendo que «las elecciones, que se hagan libremente y que se despache cédula ordinaria sobre ello [...]». Como había quedado dicho en 1607, el virrey solo debía presenciar las elecciones para garantizar el orden, representar al poder real, y darles validez, no para tener parte en el proceso. No obstante, al proteger las prerrogativas de los cabildos este tipo de medidas también delimitó las potestades de los virreyes.
En 20 de mayo de 1633, el Cabildo limeño acusó al virrey conde de Chinchón por interferir en su proceso electoral. Negándose a reconocer a los alcaldes ordinarios elegidos por el Cabildo, el virrey impugnó la elección e impuso la permanencia de los del año anterior111. Protestar significó a los regidores una multa de doscientos pesos para cada uno y el destierro dos de ellos. En su reclamo al rey los limeños argumentaron que fue el «cabildo en quien el pueblo confirió toda su potestad, que [lo ocurrido] es perjuicio de los oficios, ocasión de menosprecio y valor, y de muchos disgustos». El Cabildo defendió sus intereses y privilegios corporativos enarbolando los principios republicanos de representación popular. El actuar ilegal del virrey no solo perjudicaba a la corona por la depreciación de los oficios municipales, también contravenía un principio de la tradición política hispánica porque era el cabildo quien hablaba por la república, por el pueblo112. La institución tendría que volver a protestar varias veces más a lo largo de los años, hasta conseguir que, en 26 de agosto de 1693, el Consejo promulgue una cédula prohibiendo que los virreyes intervengan en sus elecciones y que en cada elección se lea la Recopilación de Leyes de Indias (1681)113.
La legislación formulada a partir del discurso de corrupción, excesos, buen gobierno, y bien común refleja la percepción que tuvo el rey de sus vasallos indianos y la relación que estableció con ellos. En 1645 el Consejo de Indias elevó al rey una consulta indicando que «en conformidad de las órdenes que están dadas a favor de los hijos y nietos de conquistadores de las Indias se han propuesto y propondrán a Su Majestad los beneméritos»114. El rey había tomado en sus manos el nombramiento de los beneméritos en oficios, rentas, y beneficios de Indias. Con esto no solo buscaba subsanar el problema que los virreyes creaban, sino que reconocía la capacidad de los naturales de las Indias para el desempeño de oficios de hacienda, justicia, gobierno y de la iglesia.
La actitud de la corona respecto de la distribución de oficios en Indias y las potestades de los virreyes se hizo más severa con el tiempo. En 1673, la reina Mariana de Austria (gobernando por su hijo Carlos II) recibió una carta a título del cabildo de Lima suplicándole que prohíba a los virreyes recién nombrados llevar «más familia que aquella que necesitan»115. A pesar del tiempo transcurrido, nada en la denuncia era nuevo. Continuaban la alteración del sistema de justicia distributiva y la distorsión de los principios de la cultura del don, lo que perjudicaba a los vasallos indianos, y afectaba a la corona política y económicamente. A nivel político, la imagen del rey estaba empañada por los excesos de sus representantes y clientes de estos. En lo económico, la corrupción de los funcionarios de la Real Hacienda y el Tribunal de Cuentas impedía la fiscalización y abría las puertas al fraude fiscal. La respuesta de la corona llegó entre 1678 y 1679 tras décadas de denuncias e intentos por contener el accionar de los virreyes, el rey Carlos II retiró a sus representantes en el Perú y la Nueva España la facultad de nombrar corregidores y alcaldes mayores, y oficios militares. Él monopolizaría tal atribución116; sin embargo, la medida no perduró. En 1680 el rey restituyó a sus alter ego la capacidad de nombrar esos funcionarios y de proveer un número limitado de estos oficios entre los miembros de su séquito117.
Si bien el cambio de decisión de la corona destaca la centralidad de los mecanismos de la gracia en el contexto de las cortes virreinales indianas, este también debe verse como una estrategia política orientada a la solución de un problema que por décadas había estragado el bien común y obstruido el buen gobierno118. Fue el mecanismo más efectivo para controlar la corrupción del clientelismo vicerregio sin perjudicar la autoridad e imagen de los virreyes. Finalmente, cabe preguntarse si tras este cambio no medió también la intervención de los mismos Indianos que, más que privar a los virreyes de su privilegio, querían recibir las mercedes que por derecho les correspondía. Si lidiar con los virreyes era difícil, negociar directamente con la corona no era más fácil, considerando lo oneroso de un traslado a la península o de contratar a un agente en la corte real.
Tres reyes, varios validos, una junta de gobernación, y al menos dos generaciones de virreyes, oidores, ministros del Consejo de Indias, concejales de cabildos indianos, y de vasallos protagonizaron el cambio de la cultura política en el mundo hispánico. Este cambio se observa en el establecimiento de los principios legales y políticos de lo que suponía el correcto ejercicio de un oficio público, en este caso, el del virrey. Aunque los principios del don y la economía de la gracia siguieron siendo pilares fundamentales para las relaciones sociales y políticas, la importancia del respeto y obediencia de la ley, y la consiguiente limitación de la liberalidad de las autoridades, pasaron a considerarse imprescindibles para garantizar el bien común y buen gobierno119. El cambio destaca el poder político que tuvo el discurso de corrupción y excesos que formularon los indianos a lo largo del XVII. Ya haya sido para proteger el derecho a elegir de las ciudades o para defender la prelación -entendida como derecho- de los beneméritos y naturales de las Indias para ocupar puestos en el Nuevo Mundo, la idea de que la protección de ambos principios constituía actos de justicia y su contravención, de corrupción, fue incorporada por la corona, y plasmada en legislación que reformó lo que en la práctica podía hacer un virrey.
3. Conclusiones
A lo largo del siglo XVII, la monarquía hispánica presenció el florecimiento de una ingente producción intelectual americana dentro y fuera del continente. Historias, tratados políticos, científicos y religiosos han sido empleados para estudiar la evolución de la conciencia o identidad criolla, definida también como patriotismo criollo120. Mientras estos se producían, el Cabildo de Lima, como otras corporaciones indianas, envió decenas de papeles en los que pedía mercedes luego de haber contribuido con donativos a la corona, denunciaba excesos, planteaba problemas, proponía soluciones, y defendía los derechos de los naturales del reino. El hecho de que los especialistas contemporáneos hayan centrado su atención en la producción impresa ha hecho que se pase por alto las reflexiones y teorizaciones políticas, jurídicas, y económicas contenidas en los documentos. Estos son reflejo del pensamiento y ejercicio intelectual de sus autores, y de su contexto político, social y cultural. En ellos se lucha por el lugar que los naturales (criollos, indios, y demás) debían ocupar en la monarquía, se teoriza y discuten problemas en la estructura política y social del reino, y se reflexiona acerca del rol de lo local-indiano en lo global-imperial. No obstante, pese al valor que estos materiales tienen, en pocas ocasiones se les analiza como intentos por reformar la estructura política, operativo-institucional, o económica del imperio, a pesar de que lo fueron121.
El análisis de la opinión pública ha permitido ver que hacia fines del siglo XVII el concepto de corrupción alcanzó una connotación bastante cercana a la actual, siendo definido como el conjunto de malas prácticas y actos ilegales, particularmente en el desempeño de una función pública122. Esta evolución refleja el desarrollo de la conciencia de que la corruptela/ corrupción tenía consecuencias sociales, económicas, políticas y judiciales que afectaban a la totalidad del cuerpo político. Juristas-teóricos como Juan de Solórzano Pereira, y víctimas como los miembros de los cabildos seculares de Lima o Potosí, estuvieron detrás del desarrollo de un lenguaje de corrupción complejo, preciso, y legalista, no limitado al vocablo corrupción y sus derivados. Aunque los conceptos 'soborno' o 'cohecho' seguían siendo referente, a ellos se unieron otros tales como colusión, parcialidad, robo, hurto, latrocinio y codicia. Ellos pasaron a constituir el vocabulario de corrupción y, por ende, de la cultura política y legal indiana de este período, cada vez menos tolerante de los excesos y abusos de funcionarios123.
Pensar la corrupción no fue solo un ejercicio deliberativo, sino que tuvo también un poder reformador. Las cédulas analizadas prueban el impacto que tuvieron los argumentos y el discurso de las corporaciones y los individuos de Indias en la formulación de la ley y políticas de gobierno. El discurso de corrupción, excesos, buen gobierno, y bien común también influyó en la regulación de las funciones del virrey (y otras autoridades e instituciones) y sus potestades, como pasó con la preeminencia de distribuir oficios -repartir gracia-, y distribuir justicia (distributiva y conmutativa). No obstante, la defensa que los regidores de Lima hicieron de su derecho a elegir libremente y sin interferencias a los funcionarios de su institución muestra también la distancia que había entre la ley y su cumplimiento.
En el mundo hispánico, el término 'justicia' no se circunscribía a lo judicial. La corrupción de la justicia suponía la distorsión de cualquiera de sus tres vertientes (conmutativa, distributiva, y vindicativa). En el siglo XVII se percibió y concibió como corrupción todo vicio en la administración de justicia, tanto en su sentido judicial (civil-conmutativa y penal-vindicativa) como en el gubernamental (asociada a la distribución de gracia). Gobernar implicaba actuar con justicia, lo que significaba, de un lado garantizar que cada uno reciba lo que le correspondía (justicia conmutativa), y, del otro, premiar y dar a cada persona lo que merecía por sus servicios, capacidades y virtudes (justicia distributiva). Los vicios en el gobierno, ocasionadas por parcialidad, colusión, soborno, o búsqueda de beneficio particular en detrimento de la república y el servicio al rey fueron percibidas y conceptualizadas en Indias como corrupción. La legitimidad de la corona provenía de su capacidad de distribuir justicia entre sus vasallos, es decir, de garantizar el orden y la paz entre ellos y así, alcanzar el bien común. Si los canales que garantizaban la distribución de justicia fallaban -tanto como consecuencia de un conflicto de intereses o del soborno-, el sistema que mantenía en permanente legitimación al régimen corría el riesgo de colapsar.
El discurso indiano de corrupción no solo pretendía hacer de los naturales de Indias los nuevos clientes de los virreyes, sino sostener que eran ellos los verdaderos merecedores de los puestos de gobierno, justicia, y hacienda, y de la iglesia. Ellos no solo debían ser los receptores naturales de cargos y rentas por haber nacido en Indias y ser descendientes de conquistadores, pacificadores y primeros pobladores, sino porque conocían la tierra, vivían en ella, entendían sus problemas, limitaciones y particularidades, y, además, se educaban en sus Universidades. Se consideraban merecedores de los cargos públicos y rentas por ser los primeros interesados en el desarrollo y la multiplicación de las riquezas de sus reinos. Esta revisión de la noción de mérito los llevó también a replantear cómo debía administrarse la justicia distributiva, cambios que, como se puede ver por la legislación y las políticas adoptadas a la corona, el monarca avaló.
Así, plantearon que el ir y venir de los clientes vicerregios era el origen de una economía extractiva (de saqueo de recursos y financiero) que cortaba la cadena de circulación de capital y perjudicaba a los grupos locales que se veían marginados del acceso a las fuentes de riqueza y recibían abusos y explotación. Según su visión, el verdadero crecimiento y el consiguiente beneficio del reino, la república, y la corona se alcanzaría a través de un sistema económico capitalista que basado en la producción, comercio, tributación y circulación de capital que dependía de que las riquezas del reino no fueran extraídas, ya fuera a través de la corrupción (saqueo de los virreyes y sus criados), como de dar rentas a quienes vivían fuera del reino. Si el capital y los bienes producidos en el territorio salían sin pasar por los distintos eslabones de la cadena económica (productores, comerciantes, consumidores) no solo la economía y grupos locales quedarían afectos, sino la corona misma.
Es preciso reconsiderar la afirmación de que Corona, vasallos y autoridades toleraron que magistrados y ministros usen sus cargos para sus intereses particulares y preguntarse el significado de «tolerancia»124. Las denuncias de los indianos y la legislación promulgada por la corona demuestran que durante el siglo XVII lo tolerable fue permanentemente redefinido y limitado. En esta etapa la corrupción pasó a englobar las prácticas por las que una función o institución de gobierno o justicia se utilizaba para beneficio particular (individual o gremial), en perjuicio de los intereses del rey y la república (es decir, del bien común), toda vez que transgredía los límites tolerados -y tolerables- de los sistemas de patronazgo y clientelismo.
Equiparar clientelismo con corrupción es, entonces, tan erróneo como negar el vínculo de causalidad que los unía. Si bien no todo lo ilícito tenía su origen en lazos clientelares, estos proporcionaban las condiciones ideales para el desarrollo de prácticas ilícitas e impunidad. Desde el temprano XVII se fue gestando la conciencia de que había actos y usos inherentemente ilícitos, como lo demuestra la oposición de los naturales del reino (beneméritos, indígenas, y otros hijos de la tierra) a los abusos y excesos de los funcionarios y sus redes. De las denuncias formuladas por Bartolomé Tapia en Nueva España, y por Simón Luis Lucio, Hernán Carrillo, y Joan de Belveder en el Perú, se desprende que hubo prácticas percibidas como reprobables no por desarrollarse dentro o a partir de una red clientelar, sino porque en sí mismas suponían faltas en el ejercicio de cargos públicos (corruptela), perjudicaban a la corona y dañaban al reino. Así, este artículo coincide con los hallazgos de Christoph Rosenmüller acerca de que la corona restringió ciertas prácticas clientelares de los virreyes debido a sus consecuencias y consideró a la corrupción como una violación de la justicia y de la ley125. No obstante, al haberse concentrado en el Perú, afina su temporalidad pues encuentra que esos procesos comenzaron varias décadas antes de lo por él sostenido, y ofrece mayores luces y matices sobre ellos al destacar el papel que los actores locales indianos desempeñaron en ellos.
Lo tolerable no se mantuvo invariable ni estático en el tiempo. A lo largo del siglo XVII las prácticas que en un principio se vieron como excesos que convenía limitar -pero no necesariamente sancionar- pasaron a percibirse como un problema grave y multidimensional a combatir y prevenir. Esta concepción de corrupción, plasmada en las cartas y memoriales enviadas a la corona tuvo un efecto directo, aunque paulatino, en la legislación de Indias, respaldando a los grupos locales y limitando ciertas potestades y prácticas del oficio del virrey e incluso de otros funcionarios de la corona. Es necesario recordar que la mayoría de las denuncias, reclamos, sugerencias, y peticiones analizadas en este trabajo son despersonalizadas. Incluso cuando acusan a personas específicas, estos textos buscaron reportar y reflexionar alrededor de problemas estructurales y sistémicos. El cambio en la cultura política hispánica implicó la formación de una base ideológica compartida por la corona y sus vasallos al otro lado del Atlántico, con la que construyeron criterios para establecer en qué medida un comportamiento que transgredía tanto estándares legales y morales como al bien común. Lo obrado por los indianos y las respuestas de la corona no fueron simples reacciones a coyunturas puntuales, sino intentos por pensar procesos y prevenir el futuro. Fue problematizar lo inmediato para resolver lo por venir.