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Ideas y Valores
versão impressa ISSN 0120-0062
Ideas y Valores vol.61 no.spe149 Bogotá ago. 2012
MONEDA Y ESENCIA.
UNA REFLEXIÓN SOBRE ECONOMÍA
Y METAFÍSICA EN LA REPÚBLICA
DE PLATÓN
Currency and Essence
A Reflection on Economy and Metaphysics
in Plato's Republic
ALFONSO FLÓREZ
Pontificia Universidad Javeriana - Colombia
alflorez@javeriana.edu.co
Artículo recibido: 15 de enero del 2011; aceptado: 17 de abril del 2012.
RESUMEN
Se indaga la relación que se da en la República entre los dos significados de ousia: como propiedad en el sentido de posesiones y riqueza, o en el sentido de esencia o sustancia. Aparte de las relaciones económicas asociadas al préstamo, al intercambio y al interés, se examina la función que, respecto de la ousia, cumple la moneda en la economía como recurso para disociar la riqueza de las posesiones, con lo cual logra un nivel de universalidad y equivalencia equiparable al del propio ser.
Palabras clave: Platón, República, economía, moneda, ousia.
ABSTRACT
The article inquires into the relation established in the Republic between the two meanings of ousia: property in the sense of possessions and wealth, and essence or substance. Besides the economic relations associated with loans, exchange, and interest, the paper examines the role of currency in the economy, with respect to ousia, as a means of dissociating wealth from possessions, thus achieving a degree of universality comparable to that of being itself.
Keywords: Plato, Republic, economy, currency, ousia.
Las siguientes reflexiones parten de una primera constatación respecto del diálogo que Sócrates nos presenta en la República,1 y es que, después de la primera página, todo él tuvo lugar en una casa y en una noche. Ya esta situación local y temporal del diálogo obliga al lector a tomar una primera decisión interpretativa, que en este caso, como ya puede haberse anticipado, se decanta por el lugar. Para comenzar, hay que señalar que aquella casa se encuentra en el Pireo, el puerto de Atenas y emporio comercial de la ciudad. El dueño de aquella casa, Polemarco (328b), pertenece a una de las familias más ricas de Atenas, y, sin duda, la más rica entre los metecos (cf. Nails 251), es decir, los extranjeros establecidos en Atenas, pero sin derechos de ciudadanía. Polemarco es hijo de Céfalo, un hombre de avanzada edad, que en una vida de duro trabajo, y después de los derroches de su padre, logró recobrar la fortuna familiar a un nivel comparable al que había tenido con su abuelo. La riqueza de la casa de Céfalo no proviene, pues, principalmente de la herencia, ni de vínculos familiares, sino de la producción y comercio de escudos (cf. Id. 84). En el tiempo en que lo encontramos en el diálogo, Céfalo ya se ha retirado de los negocios, habiendo transmitido a Polemarco la conducción de la hacienda familiar. Este Céfalo es el primer interlocutor de Sócrates en relación con el tema de la justicia, tópico nuclear del diálogo, que, en el umbral de la muerte, a él se le presenta sobre todo en la forma de piedad con los dioses y satisfacción a cualquier hombre al que le debiera algo, siendo conveniente la riqueza para una y otra situación. Así, pues, el diálogo fundamental sobre la justicia tiene lugar en la casa (οἶκος) de una de las familias más ricas del Ática, por lo cual no sorprende que ya muy pronto el asunto en consideración se plantee a propósito del dinero. En efecto, a la pregunta de Sócrates de cuál sea el mayor bien de que ha gozado por poseer una gran fortuna, Céfalo responderá que gracias a ella no le debe ni sacrificios a un dios ni dinero a un hombre, lo que él equipara con la práctica de la justicia, por lo cual puede vivir sus últimos días en una dulce esperanza y sin temor del Hades. A decir verdad, esta convicción le basta a Céfalo, por lo que no se aviene a continuar la indagación con Sócrates sobre la corrección de la opinión que acaba de expresar, y habiéndole hecho entrega de la interlocución a su hijo Polemarco, se marcha a ofrecer sus sacrificios (331d), como es apenas natural.
Tras esta introducción "económica" del tema de la justicia, su examen hará constante referencia a la riqueza o a los bienes (χρήματα), a la fortuna o a la propiedad (οὐσία), al dinero (ἀργύριον, πλοῦτος), al oro (χρυσός) y a la plata (ἀργύριον). Así Polemarco, el heredero de Céfalo, pronto se ve llevado por el interrogatorio de Sócrates a reconocer la utilidad de la justicia para los contratos (συμβόλαια), que, por supuesto, involucran asuntos de dinero (333b), y el dinero será más útil cuando se deposite (παρακαταθέσθαι) y se mantenga a salvo (333c). En esto, Polemarco no hace sino responder como el comerciante que es, y aunque este tipo de depósitos (παρακαταθήκη) no necesariamente son de tipo bancario, sí conllevan la idea de propiedad o dinero que se entrega al cuidado de una persona o institución, que, por su parte, tiene la obligación absoluta de devolver lo depositado cuando así se lo solicite el depositante (cf. Cohen 111). En todo caso, en el intercambio entre Sócrates y Polemarco queda claro que el depósito puede ser de dinero o de oro (ἀργυρίῳ ἢ χρυσίῳ), por lo que la réplica de Sócrates de que la justicia es útil para el dinero cuando el dinero es inútil (333c-d), por estar depositado, se entiende, es aceptada por un Polemarco distraído en este momento del contexto financiero de los depósitos de oro o de dinero. Más adelante se verá que Sócrates no cae en este tipo de distracciones. Cuando el sofista Trasímaco -exasperado por la mutua deferencia con la que Sócrates y Polemarco adelantan el examen de la justicia- interrumpe para rebatir sus opiniones, pronto llega el momento en que la discusión no avanzará un paso más mientras él no reciba el pago correspondiente a la enseñanza que le ofrece a Sócrates, monto que los demás asistentes se ofrecen a pagar, dada su conocida pobreza (337d). El diálogo subsiguiente, que avanza entre el sarcasmo del sofista y la ironía del filósofo, alcanza un punto decisivo cuando en el recurso a los fines propios de cada arte, lo que impide que uno sea intercambiable con cualquier otro, Sócrates hace intervenir el arte del asalariado (μισθωτική), para enseguida mostrar que las demás artes, como la medicina o la construcción, han de perseguir no sólo sus fines propios sino los fines de aquel otro arte del asalariado, so pena de que, sin ganancia, el ejercicio de las demás artes no aproveche para nada (346a-e). De aquí Sócrates deduce que el verdadero gobernante, contrario a lo que piensa Trasímaco, no obtiene ningún provecho por gobernar, pues le es desventajoso, por lo que nadie gobernaría si no recibiese a cambio dinero o alguna otra recompensa (μισθός) (347a). El punto que interesa hacer notar aquí es el modo como se usa la ganancia monetaria como un arte propio que, empero, en su carácter abstracto puede y debe ir unido a las demás artes, sin por ello alterarlas en su esencia.
En los libros segundo a cuarto, esto es, en la construcción de la ciudad en el discurso, se imponen restricciones sobre la riqueza y sobre la propiedad como un medio determinante para el logro de la ciudad y del alma justas. En este momento no puedo entrar en el detalle de la propuesta, pero para ilustrarla bastará hacer referencia al mito de los metales y de los terrígenas, que en medio de grandes vacilaciones Sócrates presenta hacia el final del tercer libro (414d-415c). El propósito de este mito es persuadir a los habitantes de la ciudad de que todos ellos son hijos de la tierra, y hermanos, por ende, entre sí. Sin embargo, para las diferentes clases de hombres los dioses han determinado su formación a partir de diferentes minerales, así: los guardianes son de oro; los auxiliares son de plata; y los labradores y artesanos son de bronce y hierro. Dada esta composición, a los guardianes y auxiliares, formados como están de oro y plata, les resultará de todo punto innecesario el recurso al oro y la plata de género mortal, pues con ello no harán sino contaminar su alma, que por el trato con la moneda acuñada (νόμισμα) se hará proclive a lo impío (416e-417a). A los miembros de estas clases les queda vedado, pues, todo contacto con los metales preciosos. Por el contrario, a los miembros de la tercera clase les estará permitida la posesión de tierras propias, casas y moneda acuñada, pues sólo así podrán desempeñar sus tareas de administradores y labriegos (οἰκονόμοι μὲν καὶ γεωργοί) (417a). Así, pues, aunque la ciudad propuesta no puede prescindir de la posesión de bienes y del intercambio monetario, estas funciones se asignan con todo cuidado a sólo una de las clases que la conforman. Que la ciudad así constituida se halla en un precario equilibrio que no puede durar (546a), lo muestra el proceso de degeneración que la arrastra de la aristocracia a la tiranía, pasando por la timocracia, la oligarquía y la democracia. Para este tránsito es determinante la codicia de riquezas, el amor desmedido y clandestino por el oro y la plata, la combinación de derroche y ambición (548a-c). Estas ansias, ocultas en el hombre timocrático, son manifiestas en el oligárquico, que conforma un régimen donde mandan los ricos (550d), donde la emulación en el gasto es la ley (550e), y el honor se confunde con la riqueza (551a). La especulación financiera de los oligarcas -préstamos con hipotecas (εἰσδανείζοντες) (555c); altos rendimientos (τόκους πολλαπλασίους) (555e)- lleva a la ruina a la mayoría, que se rebela e impone el régimen de la democracia (557a). Una vez que el exceso de libertad de la democracia ha dado origen a la tiranía, el tirano recurrirá a cualquier fuente de financiación para mantenerse en el poder, sean los tesoros de los templos, sean los bienes paternos; gracias a ello podrá incluso, por un tiempo, reducir los tributos (568d-e); sin embargo, dado que, en últimas, no puede contar con ninguna lealtad, el tirano se perderá a sí mismo y devendrá el mayor esclavo de toda la ciudad (579d). En fin, dada la doble condición de necesarias y peligrosas que las riquezas y el dinero guardan para la vida individual y social, no sorprende que en la conclusión de este examen el hombre sensato busque guardar un ordenado equilibrio en relación con los bienes, manteniéndose alejado por igual tanto del exceso como de la escasez de fortuna, ajustando en conformidad la ganancia y el gasto de su propiedad (591e). Con este rápido repaso de los principales hitos respecto del dinero, he querido bosquejar una temática que tiende a pasarse por alto en muchas lecturas de la obra y que sirve como contexto parcial para los siguientes análisis.
Antes de ir a ello, es preciso completar estas referencias particulares con la constatación más general de que el diálogo en su conjunto puede entenderse también con la figura del préstamo y la restitución. En efecto, en el libro décimo, pocas páginas antes de la grandiosa conclusión del diálogo que constituye el mito de Er, Sócrates les reclama a Glaucón y a Adimanto que le devuelvan (ἀποδώσετέ) lo que le pidieron prestado (ἐδανείσασθε) en la discusión (612c). En un primer momento no parece que a Glaucón le quede claro de qué se trata, pero Sócrates se encarga de recordarle que en gracia de la argumentación él les concedió que el justo pareciera ser injusto y el injusto, justo (612c), a lo que Glaucón asiente con presteza, reconociendo la deuda. ¿En qué momento se hizo este préstamo? Aunque no puede hacerse referencia a una alusión exacta, es plausible pensar que Sócrates se refiere a los discursos de Glaucón y de Adimanto en el libro segundo, donde ellos quieren mostrar que quien obra en la injusticia recibe mayores beneficios que quien lo hace en la justicia, y no sólo eso, sino que este último incluso es perseguido, torturado y asesinado por mantener su posición. A partir de allí, le ruegan a Sócrates que defienda la justicia sin remitirse para nada a los beneficios que de ella se siguen, sino que muestre que por sí misma es preferible a la injusticia. Los dos hermanos, y en cierto sentido también los lectores, se enteran, ya casi al final del diálogo que el proceder de Sócrates se ampara en este préstamo que ahora debe restituirse. Aparte de lo logrado hasta ahora, es decir, mostrar que de la justicia en sí misma se sigue el mayor bien para el alma en sí misma (612b), la restitución consiste en afirmar que también es buena la apariencia de justicia, para que ella pueda mostrarse en conformidad con lo que es ante los dioses y ante los hombres. Es claro que esta coincidencia entre el ser y el aparecer sienta las bases para la presentación del mito final -donde las almas se presentan al juicio como lo que son- y ofrece el cierre justo del diálogo.
Ahora bien, en el pasaje de la obra que da pie al préstamo a que Sócrates se refiere, y que, por ende, narra Glaucón, cumple una función determinante el connotado mito del anillo de Giges (359d-360b). Este Giges era un pastor al servicio del rey de Lidia que una vez, mientras estaba en el campo, encontró una grieta abierta como consecuencia de una tormenta y de un terremoto. Él vio la grieta, se admiró y bajó a su interior. Allí descubrió, entre otras maravillas, un caballo de bronce, hueco, pero con unas pequeñas ventanas, por una de las cuales vio el cadáver de un hombre de gran talla, que sólo llevaba un anillo de oro en la mano. Él tomó el anillo y se marchó. Después, en la reunión mensual de todos los pastores con el rey, dio la casualidad que Giges, que portaba el anillo, giró el engaste hacia dentro, es decir, hacia la palma de la mano, y de inmediato dejó de ser visible para quienes lo rodeaban, que incluso se referían a él como alguien ausente. Admirado, giró el engaste hacia fuera y se hizo visible de nuevo. Tras comprobar con otros ensayos el poder del anillo, se las arregló para presentarse en el palacio del rey, donde sedujo a la esposa de este, con su ayuda atacó y mató al soberano y se apoderó del reino. Glaucón transmite la opinión común de que un hombre justo que portase un anillo tal no mantendría sus convicciones, sino que iría al mercado y allí tomaría lo que quisiese, entraría en las casas ajenas y dormiría con quien quisiera, mataría y liberaría personas a su arbitrio. Por el poder del anillo, el justo terminaría sin distinguirse del injusto. Aquí es donde se configura el préstamo cuya devolución Sócrates exigirá hacia el final de la obra.
Como se sabe, en Heródoto también se encuentra la historia del rey lidio Giges, a quien otros testimonios designan, además, como inventor de la moneda acuñada. Asimismo, los griegos asociaban a Giges con la tiranía, y tal como fue el acuñador arquetípico, fue también el tirano arquetípico. La propia palabra "tirano" (τύραννος) es de origen lidio (cf. Shell 31). Aunque la versión de Heródoto (I 8-12) es muy diferente de la que ha presentado Glaucón, vale la pena considerarla así sea a grandes rasgos, pues ayuda a precisar algunos elementos de la interpretación del mito tal como este aparece en la República. En Heródoto, Giges es un cortesano y confidente del rey Candaules, a quien este quiere hacer testigo de la belleza (εἶδος) de la reina. Giges, por supuesto, se resiste a ello, no sólo por ser un subordinado del rey, sino también porque los lidios tienen prohibiciones muy estrictas contra la desnudez. Que una mujer se despoje de su túnica equivale a que se despoje de su honor (αἰδώς). Violar la belleza (εἶδος) de una mujer es violar su honor (αἰδώς), pero por tratarse de la propia reina, que es del rey, principio del poder político, con esta violación no se viola una ley más sino la propia ley (νόμος). En consecuencia, Giges le implora al rey que no lo obligue a cometer actos ilegales (ἄνομον). Al final no puede eludir la orden del rey, que lo esconde en su recámara (οἴκημα) para que, cuando la reina entre y se desnude, él la pueda ver. Así se hace, sólo que la reina alcanza a ver a Giges cuando este sale de la habitación. Ella no dice nada, pero al otro día manda llamar a Giges y lo emplaza ante la disyuntiva: o mata al rey, se casa con ella y se apodera del reino, o es ejecutado en ese mismo momento por haber visto lo que no le estaba permitido ver. Giges elige lo primero, y el plan se consuma del mismo modo que la primera vez, esto es, escondiéndose en la recámara real, sólo que ahora el objetivo ha sido tomar la vida del rey. De esta forma, Giges opera un cambio en la ley (νόμος) de la casa reinante (οἶκος). Se ha producido una revolución "eco-nómica" (cf. Shell 39).
A pesar de las diferencias narrativas entre la historia de Heródoto y el mito de Glaucón, aquella permite identificar elementos esenciales del mito del anillo, que de otra manera podrían pasar desapercibidos. Así, Giges ve no sólo la grieta que ha abierto el terremoto, sino, allí dentro, muchas maravillas; ve también el cadáver desnudo de un hombre superior. Y se apodera de un tesoro que por ley le pertenece al rey. Este Giges obra con una determinación muy diferente del Giges de Heródoto. Su descubrimiento del poder del anillo lo lleva y lo trae entre lo visible (φανερός) y lo invisible (ἀφανής), como si ese poder fuese el correlato de su hybris visual. Gracias a él podrá apoderarse del gobierno y regir como un tirano. Ahora las referencias que Heródoto trae de Giges son fundamentales para determinar en qué consiste el poder del anillo de dotar de visibilidad o invisibilidad a su posesor. Los descubrimientos arqueológicos confirman que las primeras formas lidias y griegas de moneda acuñada (νόμισμα) fueron posibles gracias a que en Lidia había abundantes depósitos de electro (un mineral rico en plata y oro) (cf. Seaford 114). Asimismo, las primeras monedas reciben su autenticidad del sello real con que vienen estampadas, sello que en el caso de Giges puede identificarse con su anillo (cf. Id. 118). Entonces, la figura de Giges como acuñador de moneda ayuda a entender el poder que le otorga el anillo de pasar de lo visible a lo invisible como el poder de hacer de lo invisible principio de gobierno de lo visible, donde el gobierno no es sólo político -el gobierno del reino- sino también económico -el gobierno del mercado-, moral -el gobierno de las costumbres-, social -el gobierno de los individuos- y jurídico -el gobierno de las normas-. Interesa fijarse, pues, no tanto en la invisibilidad de Giges como tal, sino en las funciones que le permite dicha invisibilidad. El punto es que la moneda dota a su posesor de un poder invisible y omnímodo. Por eso, en la pluralidad de anillos con la que Glaucón concluye el mito (360b) puede identificarse la universalidad de la moneda, de la cual el soberano obra sólo como garante estatal de la acuñación. Sería, sin duda, pedirle demasiado al mito que a partir de él pudiesen elucidarse la totalidad de las notas propias de la moneda acuñada, empero, de lo dicho, y de forma tentativa, sí alcanzan a anticiparse características propias del dinero, como son su capacidad de cumplir funciones sociales, su aceptabilidad universal y su respaldo estatal.
El estudio de los pocos pasajes del diálogo donde se habla de la moneda acuñada (νόμισμα) permite añadir ciertas precisiones importantes a esta caracterización de la moneda. Encontramos así que, en la conformación de la ciudad, en orden a permitir las acciones de compra y venta en el mercado, es esencial establecer la moneda como medio de intercambio (νόμισμα σύμβολον τῆς ἀλλαγῆς) (371b), pero su uso le está vedado a las clases de guardianes y auxiliares, mientras que es propio de la clase de los artesanos y comerciantes (417a-b). De hecho, aparte de las disensiones que llega a causar en el cuerpo social la búsqueda de riquezas, aquí discriminadas como tierras, casas y moneda (γῆν τε ἰδίαν καὶ οἰκίας καὶ νομίσματα), esta última se presenta como la razón por la cual se han cometido mucho actos impíos. En este último respecto no puede dejar de pensarse en los actos que cometería quien tuviese la posesión irrestricta de un anillo como el de Giges. Ahora bien, aquí es decisivo reconocer que la posibilidad de cometer estos actos impíos deriva del poder universal que la moneda ha adquirido como medio de intercambio, gracias a lo cual su posesión otorga un poder ilimitado de dominio. De aquí se sigue una determinación fundamental de la moneda, adicional a su función como medio de intercambio, cual es la de servir como término de acumulación de riqueza (οὐσία), equivalente a la tierra y a las casas, esto es, a la propiedad inmueble. Por cierto, la moneda no abarca toda la riqueza diferente de la propiedad inmueble, pues allí se hallan comprendidos también bienes no inmuebles, como joyas, armaduras y tejidos, pero representa, sin duda, la forma preponderante de propiedad no inmueble, y con seguridad constituía una parte sustantiva de la riqueza de Céfalo y su familia que, como metecos, tenían prohibida la posesión de tierras.
Así, pues, la riqueza puede clasificarse en dos formas, a saber, como riqueza manifiesta, inocultable (φανερὰ οὐσία), que es la propiedad inmueble, y como riqueza escondida, velada (ἀφανὴς οὐσία), que viene constituida sobre todo por la moneda. Aunque esto no excluye, por supuesto, que por consideraciones tributarias o de herencia no pueda ocultarse la propiedad de bienes inmuebles, a la vez que puede resultar inocultable la propiedad de bienes muebles y de moneda (cf. Gernet 357; Cohen 193), importa afirmar sobre todo el principio de esta dicotomía entre lo visible y lo invisible, que en su precariedad apunta a la diferencia fundamental entre el patrimonio real, cuyo núcleo lo constituye la casa (οἶκος), que incluye la familia y los bienes, y el patrimonio personal, que se identifica sobre todo con la moneda. La inestabilidad de esta distinción procede de la universalidad de la moneda, que gracias a préstamos sobre tierras -hipotecas- deviene el único patrón de medida de la riqueza. Se explica así que el poder que se sigue de la invisibilidad otorgada por el anillo de Giges no sea otro que el poder de la moneda, y más propiamente el poder del dinero, donde el paso de aquella a este se opera gracias a las actividades de los bancos (τράπεζαι), que llevan a un nivel mayor de abstracción el valor de la moneda como índice de riqueza.
Como ya se dijo, Sócrates entiende la constitución total de la obra bajo la figura del préstamo y la devolución, con lo cual se muestra que el diálogo obra aquello de que trata, es decir, la acción de la justicia, en este caso respecto de un préstamo. Ahora bien, el préstamo en cuestión tiene que ver con el ocultamiento de la apariencia, para discurrir tan sólo a partir de la esencia. Es como si los hermanos no quisiesen que el examen de la justicia se llevase a cabo por el recurso a su riqueza evidente, que debió entonces ocultarse, sino sólo por lo que ella es en sí misma. De allí resultó, sin embargo, que la práctica de la justicia siguió ofreciendo en sí misma el bien soberano para el alma en sí misma, por lo que ahora en la devolución cabe también reconocerles los premios, recompensas y dones (ἆθλά τε καὶ μισθοὶ καὶ δῶρα) que se siguen de su riqueza manifiesta (614a). Es justo que en la práctica de la justicia se afirmen tanto los bienes que proceden de sí misma, como los bienes que le reconoce la comunidad de los hombres, es decir, tanto lo invisible como lo visible, tanto el ser como el aparecer. De aquí se sigue que los principios metafísicos comprendidos en la práctica de la justicia se corresponden con los principios de la práctica económica, pues en ambas se reconocen dos órdenes de la riqueza, uno manifiesto y otro oculto, de los cuales el oculto terminará por regir al manifiesto. Valga añadir que los dos órdenes confluirían en una sociedad económicamente justa, es decir, en una sociedad donde la riqueza visible no se ocultara tras la riqueza invisible; en términos más directos, donde la propiedad real no fuera objeto de especulaciones financieras.
El motivo económico del diálogo no se reduce, sin embargo, a la restitución de lo prestado al ámbito de lo manifiesto. En efecto, el discurso central de la obra, que Sócrates elabora a instancias de Glaucón, él mismo lo caracteriza en términos de rendimiento (τόκος), pues, incapaz como se siente de hablar en ese momento del bien en sí y de ser comprendido por sus amigos, les ofrece más bien un vástago, un hijo del bien (ἔκγονός τε τοῦ ἀγαθοῦ). Al aceptar el ofrecimiento, Glaucón le hace notar a Sócrates que, de todos modos, después habrá de pagarles (ἀποτείσεις) la deuda de la descripción del padre. Sócrates ironiza sobre la posibilidad que tiene de pagar (ἀποδοῦναι) tal deuda y ellos de percibirla (κομίσασθαι), en vez de tenerse que contentar con los intereses (τόκους) como en el caso actual. Los anima, entonces, a tomar el interés y el hijo producido por el bien en sí (τὸν τόκον τε καὶ ἔκγονον αὐτοῦ τοῦ ἀγαθοῦ), no sin advertirles que cuiden que él no les vaya a pagar con moneda falsa (κίβδηλον) (506e-507a). A continuación, Sócrates presenta la primera de las tres poderosas imágenes que se hallan en el centro del diálogo, la imagen del sol, y aunque allí no habla de rendimiento o interés (τόκος), sí se refiere, por cierto, al sol como hijo del bien (τὸν τοῦ ἀγαθοῦ ἔκγονον), lo cual, dada la anterior equiparación entre interés e hijo (τὸν τόκον τε καὶ ἔκγονον), hace plausible pensar que con el mismo derecho habría podido Sócrates hablar aquí del rendimiento del capital que es el bien en sí, donde se habla de capital para recoger la forma preeminente de riqueza en que aquí está pensando Sócrates (509b: ἐπέκεινα τῆς οὐσίας). Ahora, si el bien en sí es el principio de la región inteligible (ἐν τῷ νοητῷ τόπῳ), de modo proporcional (ἀνάλογον) el sol lo es en la región visible (ἐν τῷ ὁρατῷ) (508b-c). Por eso la imagen que Sócrates presenta constituye parte de los intereses que produce el bien en sí. Aunque tiene todos los visos de ser falsa la versión que transmite Diógenes Laercio de Sócrates, como un prestamista que vivía de los intereses que agregaba al capital (cf. 2.5.3; 76), esta leyenda del filósofo-banquero adquiere un dramático matiz de veracidad cuando nos detenemos en estas páginas centrales del diálogo.
En la imagen de la línea se hace explícita esta correlación entre lo manifiesto y lo oculto, si bien bajo las formas de lo visible (ὁρατόν) y lo inteligible (νοητόν) (509d). Esta correlación de los dos ámbitos se da por el establecimiento de hipótesis (ὑποθέσεις) que permiten pasar de lo visible a lo inteligible, sea para desarrollar razonamientos a partir de las hipótesis, como en la geometría, sea para usarlas con el fin de alcanzar el principio no hipotético de todo, que es la tarea propia de la dialéctica. Sea como sea, sin el establecimiento de hipótesis el pensamiento no puede configurarse. Ahora bien, si esta imagen se aplica al propio proceder de Sócrates y sus amigos en esta sección, resultará que esa imagen, que se concebía en forma de interés monetario, en la medida en que les permite a los interlocutores aproximarse al bien en sí puede entenderse como un aporte al capital. El filósofo-banquero administra la riqueza que constituye el bien en sí mediante el préstamo de los intereses que rinde aquella sustancia, pero la finalidad de esos intereses es retornar al fondo inicial. No sorprende, pues, que al final del diálogo el filósofo-banquero se encuentre tan interesado en la devolución del préstamo que hizo. Hay otro aspecto económico de la imagen de la línea que no puede dejar de mencionarse en este momento. El establecimiento de las hipótesis tiene lugar en el ámbito de lo visible, de lo manifiesto, pero ello tiene un correlato en el ámbito de lo inteligible, de lo oculto. Quien se interesa sólo por el manejo de las tierras, una especie de geó-metra, se mantiene en el ámbito de las hipótesis, su
negocio son las hipotecas, mientras que el dialéctico termina por moverse al mundo del intercambio puro de la riqueza invisible, sin hipótesis, sin hipotecas, lo suyo es la pura especulación, podría decirse.
La tercera de las imágenes centrales e imagen culminante de la obra es la llamada alegoría de la caverna. Sin reiterar puntos ya tratados, que aquí podrían encontrar una ampliación iluminadora, valga avanzar la siguiente afirmación pedante, pero necesaria para el argumento que sigue. Sócrates le pide a Glaucón que vea -en la imaginación, se entiende- a seres humanos como si estuvieran en una vivienda subterránea en forma de caverna (καταγείῳ οἰκήσει σπηλαιώδει) (514a). En otras alusiones, Sócrates se refiere siempre a este lugar subterráneo en términos de vivienda, de casa, de habitación común (516c: οἰκήσεως; 517b: οἰκήσει; 520c: συνοίκησιν), mientras que el prisionero liberado va arriba, al amplio mundo natural. Cuando ya son varios los que viven allí en esa situación privilegiada, se afirma incluso que con la persuasión adecuada no se negarán a realizar los trabajos de la ciudad, es decir, a emprender el camino de bajada (520d). Es importante, entonces, que el nombre establecido de la alegoría de la caverna no desoriente acerca de su naturaleza doméstica, que podrá recibir como ciudad el gobierno adecuado sólo una vez que el prisionero liberado regrese de la región de arriba como filósofo gobernante. Este gobernante será el único rico de verdad (οἱ τῷ ὄντι πλούσιοι), aunque no en oro, sino en una vida buena y juiciosa (521a), como corresponde a quien ha hecho su vida en el mundo inteligible. De este modo, en la alegoría de la caverna se recoge el singular momento de la economía ateniense cuando el oîkos, la casa familiar, ha dejado de ser centro autosuficiente, productor de sus propios bienes de consumo. Entre finales del siglo V y comienzos del siglo IV se da un incremento de la producción que permite su comercialización a mayor escala, cósmica, podría decirse, con el consiguiente enriquecimiento monetario y la transformación de las relaciones sociales (cf. Cohen 6). El ámbito de lo manifiesto a la vista (ὄψεως φαινομένην) comienza a dejar paso al lugar inteligible (τὸν νοητὸν τόπον) (517b), sin que ello signifique que cese la comunicación entre ambas regiones; por el contrario, ahora se busca que el régimen de lo visible sea el mejor posible gracias a los aportes que recibe del régimen de lo invisible. En este orden de ideas, la importancia de la alegoría radica no tanto en la postulación de dos órdenes, cuanto en la correlación precisa que establece entre ellos.
En este último sentido puede señalarse que las notas de validez universal, de intercambiabilidad general, de carácter abstracto, de invisibilidad y de medida del valor que tiene la riqueza corresponden de modo eminente a la οὐσία que es la moneda, no ya la propiedad inmueble, y esta reflexión se ha adelantado a partir del convencimiento de que no podía ser casual ni responder a un mero accidente que en aquella οὐσία que constituye la esencia y el ser de la realidad pudieran identificarse notas análogas a las mencionadas, esto es, de validez universal, de intercambiabilidad general, de carácter abstracto, de invisibilidad y de medida del valor. Para esta consideración me ha parecido fundamental evitar tanto el amplio recurso a la metáfora, como la cerrada reducción a un determinismo económico. En efecto, sólo tomando conciencia de la unidad de la fuente que brota diversa en los campos de la economía y de la metafísica, podrán determinarse las tareas de una y otra. Podrá arribarse así a la formulación de un pensamiento que no haga como si lo económico no existiera; más aún, como si lo económico no estuviera en el frente de las preocupaciones de los seres humanos. Esta, sin duda, es una de las muchísimas enseñanzas que podemos derivar de la lectura de la República.
1 Para las referencias a la República me he basado, por lo general, en la edición bilingüe de Platón (2006). También consulté las ediciones de Plato (1991; 2007) y Eggers Lan. Para el texto griego tuve a la vista la edición Platonis, Rempublicam, editada por Slings.
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