La melancolía como condición vital: una precisión de términos
Hablar de "aporía" en el marco de algún padecimiento del existir, en este caso, de la melancolía, puede tener dos sentidos. El primero refiere a que se albergan determinadas dificultades de comprensión en aquello que a lo largo de estas discusiones sea llamado "melancolía". Hablar de la melancolía como una aporía señalaría que nos hallamos ante un fenómeno de difícil aprehensión teórica y que mediante estas reflexiones se le intentará aclarar. Mas, este sentido de "aporía" resulta secundario. Ciertamente, desde su origen griego, "aporía peri ti" refiere a un confrontarse con una "controversia" que de algún modo debe ser superada. Sin embargo, su sentido verbal, esto es, "aporéo", también alude a un sentirse respecto de aquel "algo" (ti) problemático. En este segundo sentido, "aporéo" ya no se centra en el "ti" en cuanto tal, sino en aquel que lo confronta. Se trata acá de un "hallarse confuso o perplejo", de un "encontrarse en medio de dudas", en el que aquel que se confronta con lo problemático se sume en una situación de impotencia, carente de auxilio. Justamente en este sentido, hablar de la melancolía como aporía parece decir algo propio de ella, más allá de destacar su complejidad epistémica.
Así, nuestra intención será esbozar algunas reflexiones acerca de aquella aporía que alberga la melancolía, aquella que permanece quizás en lo más íntimo de su manifestación. Una tal que ya se deja entrever en un aspecto de ella misma y que puede resultar ser su más propio núcleo aporético: su típico ensimismamiento. En efecto, de aquel del que se pueda decir que es un melancólico no tardamos en reconocer un característico "estar vuelto a sí". Ya Aristóteles señalaba: "Pues es cierto que en ocasiones se ponen tristes, salvajes o taciturnos; mientras que, por el contrario, algunos se quedan en silencio total, en especial aquellos melancólicos que están locos (ekstatikoí)" (2007 85). Cabría precisar, empero, que aquel "estar loco" señalado en la traducción debe ser entendido como un estado de incontinencia, en el cual, como se dice en Ética a Nicómaco, el individuo sería "semejante a los que se emborrachan rápidamente y con poco vino o con menos que la mayoría" (cf. Aristóteles 2012 220). En otras palabras, el melancólico pareciera ser aquel que, poseído por fuerzas que le exceden, se sumiría en su "silencio total". De la misma manera, se identifica a la melancolía con una profunda búsqueda de soledad. En medio de la realidad cosmovisional de la temprana época Moderna, y tomando a Demócrito como la figura griega que encarnaría la melancolía, Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía (1621), dice que este era "un hombrecillo anciano y fatigoso, muy melancólico por naturaleza, receloso de compañía en sus últimos días y muy dado a la soledad" (25).
En la actualidad, sin embargo, el cuadro general que implica un estado melancólico se ha reducido violentamente. Muchos de los episodios que bien podían formar parte de una condición melancólica han ido desprendiéndose para ser integrados a otros trastornos del alma, como la manía, o a determinados cuadros psicóticos, que bien pueden corresponder a cuadros esquizofrénicos, en los que la melancolía puede estar ausente. Mas, pese a su restricción, aquello que sigue apareciendo como distintivo es aquel ensimismamiento al que prestaremos atención. En efecto, en el contexto de la psicología clínica actual, la melancolía se incluye en el así denominado "trastorno depresivo" y hace parte de los "trastornos del estado de ánimo" (cf. Vázquez et al. 418). Bajo el título "características melancólicas", el DSM-V subraya que se trata de "una disminución importante del interés o el placer por todas o casi todas las actividades la mayor parte del día, casi todos los días" y de una "falta de reactividad a estímulos generalmente placenteros" (cf. American Psychiatric Association-APA 151). Justamente, ambas características aluden a aquel ensimismamiento del melancólico, y destacan ahora su pérdida de apertura al mundo y su falta de respuesta a este.
Así, en el DSM-V se habla, en efecto, de "características melancólicas" que en casos como el trastorno de depresión mayor o la distimia son presentados como criterios diagnósticos significativos (cf. APA). Sin embargo, lo interesante es que con ello lo melancólico no pareciera sino ser concebido como una propiedad que junto a otras compone un cuadro psicológico más amplio. Cosa muy distinta ocurría en el mundo griego o en la época Moderna, cuando la melancolía -lo veíamos en Aristóteles o en Robert Burton- era entendida como una condición vital que comprendía la totalidad de un existir. Ciertamente, lo que entonces era llamado "melancolía" podía adolecer de imprecisiones, y quizás podía incluir episodios que actualmente le resultarían ajenos, pero su reducción a un espectro de meras características no hace sino empobrecer aquello que bien podríamos entender como una condición vital y, lo que es más grave aún, parece solo anular la pregunta por ella.
No obstante, en otra tradición psicológica se puede advertir que la melancolía sí ha sido tomada como un cuadro vital amplio. Ausente el término en el DSM-V, en psicología se ha entendido a la melancolía también como "depresión endógena". Es cierto que esa "endogeneidad" predicada a los trastornos del alma designa un disfuncionamiento o "alteración interna del organismo" (cf. Berlanga 29). Sin embargo, bien podemos advertir, junto a psiquiatras como Medard Boss (1962 195), que la concepción tradicional del ser humano -entendido como una dimensión orgánica que porta una dimensión mental- llevó a vincular lo endógeno con los procesos fisiológicos, en cuanto estos serían los responsables de la generación o "producción" de la actividad espiritual, y, por ende, los que darían cuenta de las causas de los trastornos psicológicos. Empero, así como Boss, los psiquiatras que integraron a sus reflexiones los planteamientos de la fenomenología advirtieron la urgencia de una reformulación de tal concepción de lo humano, en vistas a una mejor comprensión de su sufrimiento. Así, Tellenbach entendió la "endogeneidad" orientada más bien al existir mismo del individuo melancólico. Lo "interno" del ser humano, en su caso, deja de vincularse con "lo orgánico" y pasa a ser concebido como aquello que da sentido al despliegue de la existencia, es decir, a su propia posición en el mundo: a su ethos radical. A partir de Heidegger, Tellenbach entiende "endógeno" como "las maneras de ser en las cuales se muestra el ser arrojado" (49). En este caso "endogeneidad" atiende, por tanto, a la configuración íntima del despliegue del existir, lo cual implica, a la vez, el despliegue de su mundo y el modo como cada existente particular se deja vivir en él y por él. Es lo que Henri Maldiney, comentando al mismo Tellenbach, aclara: "las fluctuaciones del endon son el ritmo de sus intercambios recíprocos, metabólicos en cierto modo, con el mundo" (75).
Precisamente, este concepto de "endogeneidad" nos sitúa en el centro de nuestras discusiones. Dirigiendo la atención al existir humano, sugiere que la melancolía se puede albergar en el seno mismo de un particular modo de relación con su mundo. Y, junto a ello, nos conduce a preguntar si acaso esa disminución de interés por las actividades vitales o esa falta de respuesta frente a lo placentero, no brindan quizás la oportunidad de comprender esta particular condición vital. Por ello, y a pesar de que siga siendo vigente el término "depresión endógena o melancólica" en la psiquiatría, a continuación optaremos por hablar de melancolía, sumándonos a la advertencia de autores como Binswanger (351 y ss.) y Tellenbach (174), quienes intentaran desvincular este cuadro existencial de una eventual "disfuncionalidad orgánica", concebida, por cierto, en términos mecánicos (cf. Berlanga 28), y que la reduciría a una mera disminución de las funcionalidades físicas en el individuo.
Así, en lo que viene, quisiéramos preguntar en qué consiste esta condición vital que llamamos "melancolía". Nos proponemos examinar cuál movimiento ocurre en el existir humano que finalmente lo sume en aquel ensimismamiento doloroso que le es tan propio. Una reflexión sobre este movimiento nos conducirá a detectar problemáticas en torno a ella que finalmente contribuyan a centrar nuestras discusiones en el propio sí mismo del melancólico. A nuestro juicio, aquel ensimismamiento que deja al melancólico para sí puede acusar aquel movimiento íntimo de la melancolía que quisiéramos describir como una condición vital que se despliega al modo de una aporía, es decir, de un particular "hallarse sin salida". Entonces bien, el primer paso de estas reflexiones consistirá en caracterizar de manera más concreta al individuo melancólico y, con ello, se intentará abrir paso a aquella aporía de su ensimismamiento sobre la cual nos proponemos discutir.
El retraimiento melancólico: el problema de la ruptura con el "mundo"
Optar por entender la melancolía desde su característico ensimismamiento implica una tarea central como es la de despejar determinadas problemáticas respecto de su interpretación, en vistas a preparar un acceso a su movimiento vital. Ciertamente, la psiquiatría ha registrado rasgos típicos del melancólico que resultan sugerentes. Sería propio en las depresiones endógenas determinados síntomas como "construcciones de ideas depresivas delirantes, o impulsos depresivos o fenómenos de despersonalización, o la pérdida de sentimientos, o división de la personalidad, [...] o agitación o simplemente inhibiciones desequilibradas emocionalmente" (cf. Von Gebsattel 365). Maldiney, por su parte, destaca aspectos de la tonalidad afectiva (Stimmung) del melancólico: "fatiga, lasitud, monotonía, arrepentimiento, resignación, indiferencia, sentimiento de insignificancia, inapetencia total, apatía" (67). En casos extremos, el melancólico puede sumirse en estados catatónicos, en un así llamado "estupor melancólico" (Berlanga 30) o "estupor depresivo" (Fuchs 2005 109), en el cual se manifiesta una inmovilidad física prácticamente total. El melancólico, en palabras de Tilomas Fuchs, puede "volverse cercano a un cadáver, al cuerpo muerto" (ibd.), lo que este llamará "corporrealización" (corporealisation). Junto a este cuadro destaca, entonces, una pérdida total de acceso al mundo, dada la creciente incapacidad de experimentar sensaciones placenteras, entendidas como un "sentimiento de no tener sentimientos" o "anhedonia" (cf. Berlanga 29-30; Straus 349). Los sentidos del melancólico pierden, por tanto, su viveza, como lo muestra la disminución de las sensaciones táctiles, la insipidez del color, la amortiguación de los sonidos, como si este escuchara de lejos. En palabras de Fuchs: "mientras más profunda la depresión, más desfallecen las cualidades del entorno" (2014 406).
Sin embargo, si se atienden las advertencias explícitas del mismo Maldiney (71) o de psiquiatras como Alfred Kraus (104), debemos cuidarnos de no reducir la melancolía a un mero conjunto de síntomas. Como decíamos, ella puede ser entendida como una condición vital y, como tal, podría implicar un modo general de relación con su mundo. Justamente, las aludidas carencia de interés y la disminución de receptividad parecen ser aquellos momentos que permiten entender a la melancolía de esta manera. El melancólico, podríamos decir, es aquel que paulatinamente se retrae y, mientras esto ocurre, se sume en un "vacío vital" que lo desespera. Así, ya podemos distinguir uno de sus momentos característicos: su eventual pérdida de mundo.
Obligado, en efecto, a retraerse de las cosas que le rodean y de los otros, el melancólico pareciera sumirse en la infeliz desesperanza que lo aprisiona y que puede terminar por hundirlo. Se puede agregar que la "vida sana" es tal que requiere de un mundo para proyectar su devenir. Si se asume, pues, que existir siempre ha de ser un factum, es decir, una necesaria relación con el "mundo exterior", lo sufriente de la melancolía pareciera radicar precisamente en aquella carencia de lo que le es propio a la "vida sana", a saber, su necesario estar junto a las cosas y a los otros, pues con ellos, se dice, el individuo puede hallar la ocasión de su plena realización (cf. Rovaletti 68). Veamos esto con mayor detención.
Las consideraciones psiquiátricas enraizadas en la fenomenología han intentado dar cuenta de aquel movimiento existencial que subyacería a este retraimiento melancólico que finalmente le arrebataría del mundo. Erwin Straus, por su parte, esboza el núcleo de tal movimiento en términos temporales. Este advierte sobre un tiempo "inmanente", distinto de su toma de conciencia temática, según la cual podemos distinguir fases temporales como "ayer", "hoy" o "mañana". Se trata, más bien, del tiempo en cuanto "despliegue temporal" (Zeitentfaltung) (cf. Straus 342), es decir, del acaecer temporal, atemático, del existir humano. En la medida en que dicho tiempo inmanente permanece "ininterrumpido, brinda la posibilidad del desarrollo personal, y junto a ello se da el futuro como un incidir anticipado" (ibd.). Mas, la eventual interrupción del paso al futuro implicaría aquella "disonancia" emocional (Verstimmung) propia del melancólico. Así, Straus entenderá el núcleo problemático de la melancolía como una "inhibición" (Hemmung) del despliegue temporal, el cual dejaría a la vida sin relación con un futuro (343).
Ya se puede apreciar, desde lo anterior, cómo es que pasado y presente experimentarían, a su vez, una modificación radical que traería como consecuencia el profundo dolor del melancólico. Por su parte, el pasado se mostraría como un determinante absoluto e inmodificable para su vida presente. "Mientras más clausurado se encuentre el futuro para el depresivo, más intensamente se siente él sometido y sujeto por lo pasado" (cf. Straus 347). Asimismo, el presente, el lugar de las resoluciones cotidianas, se vacía y palidece. Y, por último, el futuro temático pasa a ser entendido como una amenaza, como un fatal destino al fracaso (id. 350). La melancolía puede ser descrita, entonces, como aquella imposibilidad del acontecimiento de la vida dirigida al futuro que traería como consecuencia aquella patológica desconexión del melancólico con su mundo. Compartiendo esta tesis, Fuchs actualmente puede sostener: "Una desesperada desincronización entre lo individual y el entorno es característico de la depresión" (2005 115), lo que destaca aquel desacople entre el acaecer temporal del individuo y su circunstancia.
Careciendo, entonces bien, de este movimiento vital hacia el futuro, no pareciera poder manifestarse en el melancólico otra cosa que un retraimiento fundamental respecto del mundo, teñido, por cierto, de la más desesperada insensibilidad. Esta es, pues, la ganancia de la interpretación temporal. Los diversos síntomas melancólicos que puedan ser sumados en una lista, muestran ahora una íntima relación: "Lo que afirmamos [...] es que la sintomaticidad de la melancolía, por ejemplo, inhibición, impulso, delirio, [...] es el signo de una modificación en el acontecer fundamental de la personalidad que se temporiza" (cf. Von Gebsattel 361). Las consideraciones temporales se presentan, así, como un intento sistemático de aprehender a la melancolía como una condición vital unitaria. Entendida desde una impotencia de proyecto al futuro, la tesis temporal parece brindar una explicación coherente del doloroso retraimiento que el melancólico acusa respecto de su mundo presente. Y, sin embargo, cabría preguntar en este punto si lo desesperante de la melancolía, su más propio dolor, radicaría, en efecto, en tal "pérdida de mundo".
Orientarnos en lo que sea esta "pérdida de mundo", empero, no implica indagar en la validez de la interpretación temporal aquí esbozada, sino ante todo examinar ese retraimiento respecto del mundo que ella expone como el ámbito del sufrimiento melancólico. Por lo pronto, aquí será necesaria una precisión terminológica. Reservaremos "retraimiento" para esa relación privada de mundo que efectivamente le pertenece a la melancolía, para distinguirla de "ensimismamiento", aquel término que será utilizado más adelante como índice para señalar su movimiento fundamental. "Retraimiento" será acá entendido, por ende, como aquella relación privativa respecto del mundo "exterior" y que se muestra cuando el melancólico interrumpe su relación con las cosas y con los otros. Ha sido, a nuestro juicio, la distinción heide-ggeriana entre la angustia (Angst) y el miedo (Furcht) la que ha abierto sugerentes discusiones en psiquiatría en este respecto, cuyo examen podría aclarar en qué medida aquel retraimiento puede ser pensado como el eventual centro problemático de la melancolía.
Sin ser este el espacio para su exposición acabada, es importante, sin embargo, identificar algunos aspectos centrales en la mencionada distinción heideggeriana. Como se sabe, angustia y miedo serían dos fenómenos radicalmente diferentes. En cuanto al miedo, le sería propia una relación con el "ente intramundano" que no pertenecería a la angustia. En efecto, mientras que el miedo "teme por algo mundano", por "algo" en cuanto "amenazante", en la angustia, dice Heidegger, "el ente intramundano no es relevante", "el mundo tiene el carácter de la completa insignificatividad" (2001 186). Por tanto, mientras que el miedo tiene un "objeto" e implica una caída (Verfallen) al mismo, esto es, un estar junto al mundo circundante, la angustia se angustiaría más bien por la posibilidad misma del aparecimiento de todo ente intramundano, sin caer junto a él. De esta manera, ella sería un movimiento del Dasein al modo de un regreso a sí mismo como posibilidad, y, por ello, en ella el existir puede hallar la ocasión de rearticularse, es decir, de ganar su propiedad.
Acá se advierten dos tesis que es preciso destacar. Por una parte, se trata de la eventual relación con el mundo propia del miedo y su suspensión en la angustia. Por otra, se trata de aquel regreso a sí que implica la misma angustia, como posibilidad de apropiación. Ambas tesis pueden brindar una guía para la comprensión de la melancolía, sin embargo, se alberga en ellas el peligro de encerrar su angustioso malestar en una inadecuada dicotomía. Cabría preguntar, pues, ¿cuál sería la naturaleza propia de la angustia melancólica? ¿Es ella interpretable desde el "miedo" y, por ende, puede ser entendida como una relación caída en el mundo, o su retraimiento sugiere más bien que se trata de un regreso a sí en el cual el existir tendría la ocasión de su apropiación?
Justamente, esto es lo que no ha sido sencillo responder en estas reflexiones psiquiátricas. Por su parte, la destacada "endogeneidad" de la depresión melancólica ha dado pie para entenderla en una "autonomía de factores externos putativamente causales" (cf. Berlanga 29). La melancolía, en este sentido, no sería un malestar por "algo", no se vincularía a factores "exógenos" (cf. Tellenbach 60), sino que pareciera manifestarse desde la intimidad del individuo. Esto explicaría por qué el melancólico muchas veces se muestra incapaz de detectar el origen de su desesperación (id. 65). En este contexto, bien podría pensarse que la angustia propia de la melancolía, "careciendo de objeto", esto es, al presentar un retraimiento respecto del mundo, pareciera no corresponder a las descripciones heideggerianas del miedo. Al mostrarse, pues, como clausura de la relación con las cosas y con los otros, la angustia melancólica no podría ser entendida como caída junto al ente intramundano. Por tanto, esta clausura del mundo llevaría a entender que el padecimiento de la angustia melancólica estribaría precisamente en esta privación, en cuanto el existir sería arrebatado de su posibilidad de despliegue fáctico. La clausura del mundo, podríamos decir, dejaría al Dasein en una angustiosa incapacidad de ser lo que ha de ser. Psiquiatras como Medard Boss (1983 220) y Gion Condrau (38), a partir de la angustia heideggeriana, pueden describir la melancolía según lo que podríamos llamar un doloroso estrechamiento del mundo o un angustioso "no-poder-ser-más". Así, ambos asumen que la desesperación melancólica radicaría en aquella patológica privación de mundo que impediría la sana realización del existir junto a las cosas que le circundan y a los otros. En suma, al ser el mundo el lugar necesario de despliegue de la vida individual, el melancólico sufriría y desesperaría, condenado en su retraimiento.
Orientada a los planteamientos de Heidegger, la discusión sobre la angustia melancólica deja entender, por tanto, que una relación privativa con un "algo" sería aquella instancia que relega al existir en un profundo vacío existencial. Y, sin embargo, dicha afirmación no parece ser definitiva. Es cierto que la angustia melancólica presenta una carencia de objeto. Así lo sugieren los ataques de angustia, que irrumpen repentinamente en el individuo sin ser necesariamente provocados "por algo". Sin embargo, que dicha angustia sea aquella que pueda tener como consecuencia una "elección de sí mismo" en cuanto posibilidad, en los términos propuestos por Heidegger, parece estar muy lejos del caso: "Esta consecuencia -advierte Binswanger- está cerrada, como enseña la experiencia, para el melancólico" (382). En efecto, la angustia melancólica es una tal que, distando mucho de volverse una instancia de apropiación del existir, puede llevar al melancólico más bien a ideas fijas de suicidio y a su efectiva realización.
Psiquiatras como el mismo Binswanger o Blankenburg han objetado la posibilidad de pensar la melancolía desde la angustia heideggeriana. Y, en este esfuerzo, aparece una distinción respecto de la misma angustia que nos interesaría destacar. Mientras una, distingue Binswanger (383), sería una angustia del existir (Daseinsangst), la otra sería más bien una angustia de la vida (Lebensangst). En otras palabras, mientras la angustia heideggeriana implica ser una confrontación del existir consigo en cuanto posibilidad, la angustia de la vida viene a ser, ante todo, un problema con el más "puro estar vivo" (reines Am-Lebensein) (ibd.). Una distinción que Blankenburg (63), por su parte, expresará al modo de un angustioso "poder decidirse", propio de una angustia existencial, y un angustioso "deber ser sí mismo", perteneciente a la angustia vital de la melancolía. Dicha distinción es central para nuestras discusiones. Por lo pronto, ella sugiere que entender la angustia melancólica desde la angustia heideggeriana no parece sino ocultar una sutileza intrínseca a ella que es necesario ahora delimitar.
Ese angustioso "deber ser sí mismo" propio de una crisis vital indica que el auténtico dolor del melancólico no parece radicar propiamente en la mencionada elección de sí mismo, sino en la obligación de tener que seguir viviendo. En efecto, la melancolía más bien parece ser un movimiento en contra de su propia facticidad, mas no debido a su privación, sino a causa de su más efectiva positividad. Esto es: porque el existir se despliega en su vivir fáctico, parece sufrir y desesperar. Muchas veces el sufrimiento del ser humano no radica precisamente en que la vida se le pueda interrumpir, confrontándole, por ejemplo, con su muerte, de modo que en tal confrontación con la última de sus posibilidades este se viera llamado a una rearticulación para recuperar su relación perdida con el mundo. Tal posibilidad de apropiación existencial es algo muy distinto a lo que ocurre en el retraimiento melancólico. Entender la angustia melancólica como posibilidad de apropiación, habiendo sufrido la anulación de su relación con las cosas y los otros, implica suponer en el melancólico un anhelo por tal relación y, por lo tanto, se sobreentendería que este, al igual que el individuo "corriente", finalmente sí quiere vivir y, no pudiendo, se desespera. Sin embargo, el melancólico parece sufrir porque esa vida que él es no llega a interrumpirse nunca. Esto es lo que Blankenburg, objetando a Heidegger, puede expresar diciendo: "el miedo ante el continuar en vida puede ser mayor que aquel ante la muerte" (62).
Así, el diálogo de la psiquiatría con los planteamientos heideggerianos nos muestra lo sutil que puede resultar ser la melancolía. Por una parte, podemos decir que, pese a no mostrar una relación con "algo", esto es, ni con las cosas del mundo ni con los otros, la angustia melancólica, sin embargo, no podría ser entendida como un retraimiento radical respecto del mundo, y, por lo mismo, no puede significar necesariamente que esta no sea un modo de caída. Ese doloroso "tener que seguir viviendo" melancólico muestra que sigue perteneciéndole a él una relación "mundana". Precisamente, afirmamos, es su vida en el mundo, esto es, entre las cosas y con los otros, lo que le atormenta de facto. Dicho de otro modo: no es el hecho de no poder acceder a ellos, sino el hecho de persistir en tal relación lo que forma parte de la desesperación melancólica. Pero, a su vez, ese retraimiento implica algo más. La propia psiquiatría ha destacado en el melancólico una decidida tendencia al autorreproche en la forma de intensos y persistentes delirios de culpa (cf. Tellenbach 165). Justamente, esta singular autorrelación bien podría indicar un retraimiento propio de la melancolía que mantiene al melancólico "vuelto a sí". Pero, advirtiendo ahora que no toda "vuelta a sí" implicaría necesariamente una confrontación con las propias posibilidades, la melancolía pareciera enseñar que dicho movimiento más bien puede ser caracterizado como una cierta clausura en torno a un sí mismo que termina por ser una condena.
Entonces, podemos decir que la angustia de la melancolía sigue siendo, en términos heideggerianos, "mundana", pero lo que a ella le atormenta es su positiva relación caída en el mundo. Y, por ello, no se puede pensar que radique fundamentalmente en una ruptura desesperante con el mundo, producto de una dolorosa inhibición de su avance al futuro, pues esto implicaría suponer que el melancólico anhela profundamente esa relación, cuando lo que quiere es definitivamente anularla. Esto nos lleva a afirmar que aquel retraimiento melancólico, esto es, la privación del mundo de las cosas y de los otros, no puede ser el ámbito primario del dolor melancólico, no puede ser el punto de su quiebre vital, sino que dicho retraimiento debe ser entendido como una consecuencia de otro movimiento que acaece en él y que expresamos, por lo pronto, como un "volverse a sí que clausura y se vuelve una condena".
Por tanto, según lo discutido, cabría preguntar, ¿dónde se encuentra el melancólico cuando se halla retraído del mundo exterior, aunque lejos también de la posibilidad de elección de sí mismo? ¿Es acaso en un desesperante vacío? Es cierto que desde la dicotomía entre un caer junto al mundo y un retraerse del mismo en un movimiento de elección apropiadora de sí no parece ser posible responder a tal pregunta; sin embargo, a nuestro juicio, los planteamientos del mismo Heidegger pueden ayudar a solucionar esta dificultad. Para ello, debemos advertir que hasta ahora se ha identificado peligrosamente el concepto heideggeriano de "mundo" con "mundo exterior". Empero, "mundo" va más allá de "las cosas" y los "otros", en el sentido de lo que se encuentra "fuera de los límites" del yo. Heidegger advierte: "a la constitución de ser del Dasein le pertenece la caída. Inmediata y regularmente el Dasein está perdido en su mundo" (2001 221), y con ello se puede entender que "mundo" es todo aquello "junto a lo cual" el existir cae fácticamente. Ahora bien, si desde el mismo Heidegger podemos distinguir entre "mundo circundante" (Umwelt), "co-mundo" o "mundo común" (Mitwelt) y "mundo del sí mismo" (Selbstwelt) (1995 11), se advierte que hasta ahora las discusiones se han centrado en los dos primeros, y resta indagar aún qué ocurre con la melancolía y su relación con aquel "mundo" que ya no corresponde a lo que tradicionalmente se entiende por "mundo exterior". Nos referimos a aquel junto al cual el existir de igual manera puede permanecer, a saber, ese yo mismo (Ich-selbst) fáctico con el cual este también se relaciona. ¿No podemos pensar, pues, respecto de la melancolía, en una estar junto a... caído, pero ya no referido al mundo circundante y a los otros, sino al sí mismo?. Quizás ese sí mismo en torno al cual el melancólico se encierra desde su autorreproche puede también sugerir una relación "mundana" en la que él puede caer. Esto es, pues, lo interesante de la melancolía, a saber, que ella nos da ocasión de examinar una caída muy particular, aquella que, en efecto, siempre muestra el melancólico: un constante "estar dirigido a sí mismo" en sus dolores. Por ende, indagar en la melancolía implicaría dejar de entenderla desde la privación de su retraimiento, i.e., implicaría dejar de asumir que el "mundo circundante" y el "mundo del otro" son los únicos mundos en los que el existir puede hallarse fácticamente y sin los cuales este quedaría relegado al vacío, para examinar si acaso el ser melancólico no exhibe una relación más bien positiva y que sería aquella del melancólico consigo mismo. Se trataría de un modo de caída, por cierto, que pertenecería también al existir y que tiene la particular consecuencia de dejarlo preso en el propio sí mismo. A nuestro juicio, interrogar a la melancolía en estos términos puede llevarnos a pensar en la aporía de su ensimismamiento.1
La melancolía en cuanto problema "consigo mismo"
Pues bien, una relación de autorreproche propia del melancólico parecía indicarnos que, junto a su retraimiento respecto de las cosas y de los otros, en él hay un movimiento a sí mismo que parece absorberlo. Decíamos, en este sentido, que en la melancolía parecía presentarse un "volverse a sí que clausura y se vuelve una condena". En lo que sigue será necesario examinar, entonces, cuál es el sentido propio de este movimiento y si acaso en él el melancólico efectivamente se halla "dirigido a algo" y, por ende, si la melancolía podría entenderse como una particular caída. Para ello, quizás las caracterizaciones de Tellenbach puedan brindar un punto de inicio conveniente para nuestras reflexiones.
El así llamado "typus melancholicus", según Tellenbach, presenta rasgos típicos de su personalidad. Este es ordenado, planificado, con una fuerte conciencia del deber respecto de sus ocupaciones como de los otros. Se destaca también su lealtad y fidelidad para con sus amigos y parejas, así como un serio reconocimiento y respeto de la autoridad y de las jerarquías. Se puede hablar de su responsabilidad en el ámbito laboral y de una tendencia a constituir una familia de orden patriarcal, en la que este sea el que asume las responsabilidades domésticas (cf. Tellenbach 66 y ss.). Pero, como también lo destaca Tellenbach, es recurrente oír de él afirmaciones como: "[e]l trabajo es mi objetivo -y lo que yo hago debe ser limpio y meticuloso" (70) o "el trabajo no acaba nunca" (71), por lo que se detecta en él un característico afán de perfeccionamiento.
Ahora bien, es probable que las crisis melancólicas no aparezcan cuando el orden y la planificación se mantengan estables. Pero cuando estos se ven interrumpidos, el melancólico parece quedar expuesto a sus eventuales crisis. Así, por ejemplo, la paulatina pérdida de la visión de una mujer cuyo desempeño laboral y doméstico destacaba por su extrema meticulosidad, se presenta como el contexto en el cual se desata una profunda depresión melancólica. "Yo soy demasiado exacta -dice ella-; para ello requiero de demasiado tiempo, así ha sido siempre y me resultaba vergonzoso" (cf. Tellenbach 73). Tras la pérdida de la visión, comenzaría a sumirse en intensos estados de angustia, acompañados de sentimientos de impotencia que la llevarían a intentos serios de suicidio. El caso es sugerente. Por lo pronto, podríamos decir que existe en el melancólico una tendencia a quedar sobreexigido por la cotidianidad. Este se sume en un intenso sentimiento de obstaculización (id. 59) a la luz del cual toda circunstancia nueva, todo desafío, por pequeño que sea, le puede resultar amenazante e insuperable. El melancólico quedaría preso, utilizando la expresión de Tellenbach, en un desesperante "no-poder-actuar-más" (156).
Tales descripciones sugieren, entonces, que la ocupación cotidiana del melancólico no parece estar dirigida principalmente a la tarea misma por realizar. Cuando se quiere hacer o resolver algo, la praxis permanece en "aquello" que debe ser resuelto, esto es, en el mundo. Sin embargo, es esto lo que no parece ocurrir en la cotidianeidad del melancólico. Este más bien parece hallarse en relación con sus propias capacidades respecto de la resolución de sus tareas. Es lo que llevará, por ejemplo, a un funcionario a ser internado debido a una severa crisis de culpa, pues, pese a lo meticuloso en su oficio, es objetado por un error que terminará por anularle todas las certezas ganadas durante sus años de experiencia (cf. Tellenbach 84). En efecto, una relación culpable respecto de sus capacidades propias es lo que parece sumir al melancólico en un tipo de desesperación muy particular. Una desesperación culposa que, por lo demás, se halla también en su relación con los otros.
El melancólico se muestra como una persona que muchas veces no tiene reparos en expresar a sus pares lo que piensa. Y, como Tellenbach sugiere, esto no tendría relación con su honestidad, sino con un intento implícito de no tener deudas impagas con sus pares (63). Se trata de una culpa que en este caso se vuelve moral y que, por ejemplo, conduce a una mujer a ser internada por una intensa depresión, tras no poder soportar la culpa de haber sido infiel a su marido (id. 166). Asimismo, en la cotidianidad, el melancólico muestra una tendencia a asumir la tarea de los otros, bajo el entendido: "debo hacerlo todo yo, pues los otros lo harán mal". Nuevamente Tellenbach destaca acá un intento por parte del melancólico de saldar las propias culpas (57). En suma, la melancolía muestra una culpa de fondo que en sus episodios críticos ciertamente puede presentarse como el contexto para desatar impulsos obsesivos de control, delirios de cavilación, delirios de culpa, de ruina y de empobrecimiento de sí y del mundo (id. 80) y puede acentuarse en estados de profundo cansancio e impotencia (cf. Straus 347) que derivan en episodios de desrealización y despersonalización, o en aquel estupor melancólico que relega al individuo a la indisponibilidad total de su cuerpo (cf. Maldiney 78).
Este ya es un primer acercamiento a aquel carácter primario de la relación que la melancolía tiene consigo. En la relación melancólica con el mundo, como vemos, dominaría una culpa que guiaría y brindaría sentido a cada relación fáctica en la que el individuo se encuentre. Una culpa, podríamos decir, que hace manifiesto que ahí donde el melancólico habita no es precisamente en la anulación de su "mundo exterior". La culpa melancólica muestra, en efecto, que ahí donde se encuentra el melancólico es ante todo consigo mismo, ya sea reprochando sus capacidades, reprochando su conducta frente a los otros, reprochándose, en último término, a sí mismo. El psiquiatra Alfred Kraus, sugiriendo entender la culpa melancólica principalmente como una amenazante "pérdida de identidad" (111), destaca la necesidad de poner atención en ese sí mismo melancólico que ahora se hace manifiesto:
Porque es, empero, el sí mismo el que produce no sólo la actual, sino también la unidad biográfica, es decir, no sólo el complejo sincrónico, sino también el diacrónico, esto es otra advertencia aún no atendida acerca de la perturbación del sí mismo en la melancolía. (id. 108)
Esta advertencia, a nuestro juicio, muestra la necesidad de interrogar por aquel sí mismo melancólico. Pues, si un culposo autorreproche y una confrontación severa con las propias capacidades aparecen como rasgos fundamentales de la melancolía, entonces, ahora se advierte que aquella pérdida de interés frente a las actividades vitales y la pérdida de respuesta frente a lo placentero que acusaban su retraimiento no son sino consecuencias de que el melancólico se mantendría persistentemente consigo mismo. Podemos decir, entonces, que el problema del melancólico no es un problema con el mundo circundante o con el de los otros. Su retraimiento se le vuelve problemático, ante todo, porque el melancólico tiene un problema consigo mismo.
Pero ¿cuáles son los rasgos propios de esta relación consigo? Freud, por ejemplo, afirma que el característico desinterés del melancólico por su mundo no sería sino la consecuencia de un "trabajo interior que devora su yo" (326). En efecto, delimitando los rasgos típicos de la melancolía desde su analogía con el duelo, esto es, con esa tristeza en la que se sume aquel que ha perdido algo o a alguien, Freud (324-325) subraya en la melancolía una muy distintiva "perturbación del sentimiento de sí" o un "gran empobrecimiento del yo". Sería el propio yo del melancólico el que se convertiría en el objeto de la más severa recriminación y del más obcecado enjuiciamiento (id. 327).
El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión y castigo. Se humilla ante todos los demás y conmisera a cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona tan indigna. (Cf. Freud 325)
La melancolía acusa, de esta manera, una persistente permanencia en el yo, un aferrarse insistentemente a él desde una particular satisfacción por el castigo. En términos del mismo Freud, la autorrelación melancólica presentaría, ante todo, una "satisfacción de tendencias sádicas y de tendencias al odio" (330) respecto del propio yo.
Sin embargo, más allá del marco conceptual desde el cual Freud pueda explicar esta particular autorrelación melancólica, sus discusiones se vuelven decisivas, en cuanto nos advierten sobre aquel afán destructivo dominante en ella. Y, justamente, esto brinda la posibilidad de distinguir definitivamente la naturaleza de aquella vuelta a sí melancólica de la que le es propia a la angustia existencial heideggeriana. Esta última, en efecto, dándose como la ocasión de una rearticulación del existir en sus posibilidades, no parece sino suponer, en último término, una efectiva aceptación del sí mismo. De dicha aceptación, la melancolía se encuentra radicalmente lejos. Su vuelta a sí es ante todo una tendencia que persiste en denigrar al yo y que puede conducir al melancólico, decíamos, al suicidio. Por tanto, la melancolía enseña que puede pertenecer al existir una muy particular vuelta a sí que, al no buscar su apropiación, más bien quiere permanecer junto a ese sí mismo para anularlo, y que puede persistir en ese afán hasta que termine por concretar tal anulación.
Y, sin embargo, la anterior no es la principal diferencia entra la vuelta a sí del melancólico y la de la angustia heideggeriana. Es necesario destacar, además, que esta última no tiene relación alguna con un yo temático, como sí ocurre en el caso de la melancolía. La apropiación heideggeriana es una recuperación de las posibilidades que acaece en un movimiento atemático del existir, incidiendo en la facticidad misma del Dasein. Por ello, su vuelta a sí no es una caída, pues el Dasein se apropia como posibilidad de las condiciones fundamentales del aparecimiento del mundo, antes de arrojarse a este. No obstante, la melancolía sí se muestra como una vuelta a un yo temático, a un yo "objeto", y, en este sentido, podríamos afirmar que ella es, por lo pronto, un problema consigo mismo. Por ello, la melancolía sí puede ser considerada como un positivo permanecer caído junto a algo y, por ende, sí puede ser entendida como una relación mundana. Mas ahora ese mundo en el que ella habita no parece ser sino ese yo ya "hecho tema" y junto al cual el melancólico permanecería para menospreciarlo.
La melancolía enseñaría, en definitiva, una particular caída del existir. Se trata de una permanencia, de un habitar con un "yo deplorable", junto al cual el existir cae, quedando presa de este. Así, la melancolía radicaría en un confinamiento en un "mundo" muy particular. Respecto de su característico retraimiento podemos decir: no es que lo que llamamos "mundo exterior" (las cosas y los otros) se restrinja y que dicha restricción coarte la libertad del existir melancólico, dejándolo padecer el sufrimiento de su pérdida. Lo que ocurriría es que, al ser la melancolía un modo de caída que radica en un vivir condenado junto a ese sí mismo, entonces el mundo circundante y el mundo del otro perderían protagonismo, esto es, se volverían secundarios para esta particular manera de desplegar la existencia. Es así, en definitiva, como podríamos sostener que la melancolía es una "clausura en torno a sí mismo que termina por ser una condena", es decir, se trataría de una caída en el yo temático, cuyo modo de caer radica en un persistente afán de permanecer clausurada junto a él, ávida de su anulación.
Mas ¿se ha llegado al centro mismo de su aporía con estas reflexiones? ¿Basta caracterizar el ensimismamiento melancólico como un problema consigo mismo, es decir, como una relación anulante de aquello junto a lo cual el melancólico no solo vive, sino en torno al cual se encierra: su yo temático? A nuestro juicio, la discusión no puede acabar aquí. Al determinar a la melancolía como un problema consigo mismo, solo se ha hecho patente su relación con el "mundo" en el que ella cae, el yo, mas no se ha explicitado el sentido de su apertura. Esto es, por cierto, lo que Binswanger reprochará a los postulados temporales de Erwin Straus. En los términos husserlianos que aquel emplea, Straus, con sus consideraciones temporales, permanecería aún en una indagación de la experiencia de "objetos intencionales" (cf. Binswanger 356), vale decir, en la "esfera mundana" (id. 370). Precisamente, en tal "esfera mundana" -en la cual el melancólico se encuentra reprochando a su yo- podemos hablar de la melancolía como un "problema consigo mismo". Mas no tratándose del "objeto" con el cual el melancólico tiene problemas, sino ante todo de la apertura en la que él habita y a la luz de la cual se le presenta ese sí mismo, entonces, podemos decir que la melancolía quizás no solo sea un problema consigo mismo, sino ante todo una aporía en el sí mismo. Esta es la vía que a continuación quisiéramos recorrer en vistas a discutir cómo la melancolía es ella misma una aporía, y cómo, en cuanto tal, ella es al modo de un desesperado "hallarse sin salidas".
Melancolía en cuanto aporía en el sí mismo
Pues bien, ya hemos advertido que a la melancolía le pertenece, en principio, un retraimiento respecto de las cosas y de los otros. Mas, luego, observábamos que dicho retraimiento no es sino la consecuencia de un movimiento aún más central en ella. Hablábamos de una vuelta del melancólico a sí mismo, entendida como una caída que se clausura junto a un yo reprochable. Desde ahí, caracterizábamos a la melancolía como un "problema consigo mismo". Y, de este modo, advertíamos que, en cuanto caída, era necesario indagar ahora en el modo mismo de apertura que posibilitaría la aparición de ese sí mismo y que prescribiría, a su vez, la posibilidad de caer junto a él al modo de su afanoso reproche.
Lo anterior, empero, nos lleva a otra precisión. Digámoslo así: entender la melancolía como un "problema consigo mismo" no ha implicado sino indagar en la relación del melancólico con algo distinto a él, es decir, con algo "otro". En efecto, se ha abordado la melancolía tanto en su relación con el mundo circundante, con el otro, como con un yo reprochable. Y en tales casos se advierte que la relación melancólica ya se encuentra teñida de un profundo sufrimiento. Si esto es así, cabría preguntar: ¿cuál es el fondo de ese movimiento melancólico que tiene como consecuencia el despliegue de esta tan dolorosa relación? Dicha pregunta no es nada fácil de responder. Ella implica sumergirse en el más íntimo núcleo de esta condición vital, y esto es precisamente lo que intentaremos hacer.
Para ello quisiéramos servirnos de una obra en la que, a nuestro juicio, la naturaleza del sufrimiento ha sido entendida en su íntima profundidad. Nos referimos a La enfermedad mortal, de S0ren Kierkegaard. En ella creemos hallar un posible acceso al más doloroso núcleo de la melancolía y aquellos índices para comprender que esta es, en su intimidad, un hallarse sin salidas, sin auxilio. Mas nos atreveremos a pensar la melancolía desde Kierkegaard dejando en suspenso la profunda cristiandad de su pensamiento. Ciertamente, su intento es entender a la misma desesperación en su más alto grado de conciencia como pecado, desde aquella categoría que él denomina "ante Dios" (cf. Kierkegaard 108). La enfermedad mortal puede brindar a nuestras discusiones ayuda, ante todo, en aquellas observaciones que tan lúcidamente logran captar la condición del propio desesperado. Así, desde ellas quisiéramos caracterizar aquella aporía que exhibe la melancolía como un desesperado movimiento que esta posee hacia sí misma.
Afirmamos, pues, que la melancolía esconde en el seno de su despliegue un movimiento desesperado. Y ahora podemos entender que dicha desesperación no radica en la relación con lo otro, esto es, ni en aquella respecto del "mundo exterior", ni en la referida a un yo temático. Mal entenderíamos el existir humano, en efecto, si solo se atiende a su relación "desde él hacia lo otro", pues restaría aún observar que dicha relación es siempre una relación hacia sí. Acá se hace presente la diferencia entre la melancolía como un "problema consigo mismo" y como una "aporía en el sí mismo". Mientras lo primero señala la relación hacia algo otro, lo segundo indica que esa relación fáctica ya está ella misma vuelta a sí. Y precisamente esa autorrelación es lo que Kierkegaard llama propiamente "yo": "una relación que se relaciona consigo misma y que en tanto se relaciona consigo misma está relacionándose con otro" (33 y ss.). Dicha advertencia es central para entender que la desesperación del melancólico no se alberga primariamente en ese yo temático que él castiga, sino en aquella relación consigo que constantemente le deja vivir junto a este. Así, es posible distinguir dos sí mismo. Por una parte, aquel "temático" y, por otra, aquel que ante todo permite su presencia temática, a saber, esa autorrelación perteneciente a la relación con aquello. Se trata en este último caso del más íntimo sí mismo del existir, del más íntimo núcleo de su despliegue. Lo que afirmamos, por tanto, es que en el caso del melancólico ese sí mismo en cuanto movimiento "a sí" se despliega al modo de la desesperación. En ese "a sí mismo" de toda relación a lo otro nos hallamos en el endon de la melancolía, en su despliegue "desde dentro". Entenderemos, entonces, el carácter mismo de dicha autorrelación melancólica como un desesperado ensimismamiento.
En lo cotidiano, muchas veces resulta incomprensible advertir en el melancólico un cierto regocijo por la tristeza, así como una extraña incomodidad frente a lo alegre. Resulta, en efecto, enigmática esa melancólica "sintonía con las tristes impresiones del mundo exterior" (Bollnow 39). Al melancólico se le reprocha una especie de aislamiento antojadizo y se le reprende su falta de comunicación. Mas, él no decide libremente su retraimiento, ni su caer junto a su yo para reprocharlo. Quizás sea ese "desesperado hermético" del que habla Kierkegaard el que advierta lo que acá ocurre, pues él,
ocupado con su relación de su propio yo consigo mismo, sigue viviendo, sucesivamente, unas horas que aunque no vividas de suyo para la eternidad, sin embargo tienen un poco que ver con ella. Lo peor del caso es que nuestro desesperado está estancado ahí. (89)
Y dicho estancamiento es central, pues señala una falta de dinamicidad característica de la melancolía. En efecto, ella parece resistirse a dar paso a otras emociones. Aún cuando se advierta que el aislamiento puede aminorar y que el melancólico pueda "volver" al exterior, esto no se debe a que la melancolía haya cedido en su fijación. El melancólico puede "decidir" aislarse o salir al exterior, mas esto ocurre en su propia inmovilidad. Dándole más salida o retrayéndolo del exterior para reprocharse, esa melancólica relación consigo parece insistir siempre en ser la guía y el límite de toda relación con lo otro.
Por ello, más que una decisión, el melancólico siente que el sufrimiento le sobreviene, que la melancolía viene a instalarse "desde fuera", dominando cada posible relación fáctica que pueda ejercer. Pero el melancólico no advierte que ese "peso" asfixiante no le viene "desde fuera". Así como quien sufre vértigo, dice Kierkegaard, cree entender su malestar como algo "que le hubiese caído a la cabeza", no advierte que "tal peso o presión no es en realidad nada externo, sino un reflejo invertido de la propia interioridad" (34). Es por ello que podemos decir que el melancólico no padece el peso de la melancolía desde fuera, sino, ante todo, en el mismo estancamiento desde el cual este vive en un mundo. Por tanto, esa pesantez melancólica refiere a su más íntimo sí mismo. Es esa vuelta a sí que domina cada relación con lo otro la que parece aprisionarle.
Pero ¿en qué radica, pues, aquel peso de la melancolía? Kierkegaard distingue entre la desesperación de "no querer ser sí mismo" y la de "querer ser sí mismo". Ahora bien, según lo discutido acerca de la diferencia entre una crisis existencial y una vital podemos decir que la desesperación melancólica debiera entenderse ante todo como un "no querer ser sí mismo", es decir, en palabras de Kierkegaard, "por contraste con la desesperación de la autoafirmación del yo" (78). En efecto, la melancolía se presenta como un cierto estado pasivo, más no del todo, pues ella sí parece tener un grado de autoconciencia. Lo veíamos en el culposo reproche que el melancólico hace de sus capacidades y que lo termina por inmovilizar. Pero quizás no sean propiamente las capacidades aquello con lo cual este se halla disconforme, sino con su propia debilidad para ejercerlas:
Aquí el mismo desesperado comprende que es una debilidad tomar tan a corazón lo temporal y también comprende que desesperar es una debilidad, [...] lo único que hace es hundirse todavía más en tal desesperación y gemir desesperadamente por su debilidad. (Kierkegaard 86)
Justamente, este parece ser aquel peso que se hace sentir en cada relación fáctica del melancólico: una desesperación por la propia debilidad. El melancólico, en efecto, puede creer que lo que le pesa es la constante amenaza del mundo exterior o la presencia horrorosa de su yo temático. Pero no advierte que la relación con ellos ya está articulada desde una pesadumbre de fondo, aquella que él mismo es en cuanto autorrelación y cuyo íntimo sentido radica en "no querer ser sí mismo", intolerante de su debilidad, es decir, de su propia fragilidad e impotencia. Así, viviendo junto a lo que se le presenta en su relación con lo otro, al melancólico le pasa inadvertido que esa particular autorrelación en su intimidad le permite vivir ahí, en el amenazante mundo exterior o junto a su yo reprochable, todos confrontándole con la intolerable fragilidad por la que él desespera en la intimidad de su ensimismamiento. Y el peso de tal ensimismamiento tiñe de amargura cada una de sus relaciones fácticas. Por eso, aunque este crea entristecer porque las cosas no le ocurren como él las hubiese deseado o se lamente al modo de un condicional "si yo hubiese hecho esto o aquello, no habría pasado tal o cual" (Binswanger 362), o culpe al mundo exterior o a su yo de la carga asfixiante que ellos resultan ser, no advierte, así Kierkegaard, que "la desesperación le carga por la espalda" (75), es decir, que la pesadumbre de su "mundo" no es sino una consecuencia de la pesadumbre de su sí mismo, aquel que se vuelve una cárcel cuyos "muros" no puede ver, porque tales muros son él mismo.
Así, entonces, se advierte que el existir melancólico, como todo existir, no vive junto a su íntima autorrelación, sino en lo que ella, a modo de luz, le presenta como su "mundo". Empero, lo que particulariza a esta vuelta a sí melancólica de otras posibilidades de volver a sí es su distintiva autoanulación. Y en este sentido la melancolía arroja al existir junto a cosas que ya no le importan y frente a las cuales este ya no puede responder, esto es, junto a los otros que le exigen pagar deudas y junto a su yo reprochable. Todos ellos solo pueden aparecer y concretar su presencia desde un ensimismado afán de anulación. Esto es lo nefasto de esta autorrelación melancólica que ahora entendemos como autoanulación. Mientras otros pueden entristecer, es decir, mientras pueden considerarse "como muerto[s] o como una sombra de sí mismo[s]" (cf. Kierkegaard 75) cuando no reciben del mundo lo que esperan, sí vuelven a vivir cuando lo reciben. Ellos, en efecto, son hombres "con vida" (ibd.), pues su relación con el mundo es autoafirmativa, y domina en ella un afán de restablecimiento. Por el contrario, en el melancólico no hay tal restablecimiento porque, lo que vive, lo hace desde su autoanulación. Esta es la razón por la cual el melancólico muchas veces no reconoce el motivo de su desesperación. Su malestar no es una reacción a lo otro. Más bien, su autorrelación autoanulante, anónima, atemática, le hace vivir así, instalándose como su ethos radical, como su auténtico endon, aquel -decimos- que configura una condición vital que desde dentro le mantiene sufriente y desesperado hacia lo "otro".
Desde lo anterior podemos advertir, entonces, que en aquel endon de la melancolía se alberga silenciosa la sufriente paradoja del melancólico. Negando su yo temático y el mundo exterior, él no sólo cree que puede huir, al menos momentáneamente, de su dolor, sino que está convencido de que su auténtico deseo radica en escapar de ellos, entendiéndolos como la fuente de sus pesares. Pero al melancólico le pasa por alto que ha estado anhelando todo el tiempo algo distinto: él realmente no quiere huir de lo otro, lo que se oculta tras ese deseo es deshacerse de sí mismo, abandonar por fin la cárcel de su desesperado ensimismamiento. Pues, aunque busque la soledad o busque distracción en el mundo exterior, incluso aunque todo le resulte como espera, tarde o temprano su desesperación nuevamente saldrá a flote, porque su estar junto a lo otro ya nace de ese ensimismamiento que él mismo es. Y, de ese ensimismamiento desesperado y estancado jamás se podrá liberar: "Un hombre -dice Kierkegaard- no puede deshacerse de esa autorrelación; esto le sería tan imposible como deshacerse de su propio yo, cosa que por lo demás es idéntica a la primera, ya que el yo es la autorrelación" (37).
He ahí que podemos entender a la melancolía en su desesperación como una "enfermedad mortal", una tal que configura el núcleo mismo de esa autorrelación que hace vivir al melancólico en la eterna paradoja de una ensimismada autoanulación. En cuanto persistente autoanulación, el "tormento de la desesperación -decimos con Kierkegaard- es no poder morirse" (38). La desesperación melancólica, en efecto, es tan profunda, pues su movimiento a sí es fundamentalmente un hallarse "sin salida" de sí misma. En esto radica la dolorosa aporía del ensimismamiento melancólico, a saber, ella es una vuelta a sí que prescribe al melancólico vivir junto a lo otro, en un íntimo hallarse sin auxilio, pues no acaba nunca de anularse. Y su anulación jamás será efectiva, justamente porque ella solo es posible mientras la autorrelación misma se esté desplegando. En otras palabras, el íntimo ensimismamiento melancólico es ya un desesperar en cuanto es una relación autoanulante durante tanto tiempo como él sea esa relación. Por ello, el melancólico, oímos de Kierkegaard, "desespera con todo de que no pueda devorarse a sí mismo" (39). En efecto, el tormento del melancólico durará de por vida, porque su propio despliegue es la aporía de una autoanulación que no puede destruirse: "Y es natural -advierte Kierkegaard- que no pueda destruirse, ya que la desesperación ha puesto fuego a una cosa refractaria al fuego, a algo que no puede ser pasto de las llamas, es decir: al yo" (40).
Por esta vía observamos que esta paradójica autorrelación que solo es al autoanularse y que solo es en cuanto se autoanula, muestra lo siguiente: cuando el melancólico piensa en su suicidio, cuando piensa en la muerte como el descanso de su sufrimiento, no hace sino seguir prisionero de su aporético ensimismamiento. Digámoslo así: el melancólico piensa en dos alternativas: o, por una parte, sobrellevar la desesperante vida actual o, por otra, hallar descanso en la "muerte". Pero aquello que él no advierte es que la oposición en la que se encuentra no es esta, sino la de hallar la paz efectiva en la transformación de su sí mismo en una autorrelación liberadora, que finalmente le deje junto a un mundo "ligero". Pero como el melancólico, al igual que todo existir, vive primariamente junto a lo otro, siempre a la luz de esta anónima autorrelación, cree que el problema está en el mundo que ella le permite ver, sin advertir que, resentido con su "mundo tortuoso", mira, a la vez, con simpatía lo que también ella le presenta: la muerte como descanso. Y todo esto ocurre al interior de los límites de su aporético ensimismamiento. Las alternativas de una "nueva vida" siempre nacen desde él, porque tal ensimismamiento ya se ha fijado como los muros anónimos de su cárcel y, por lo tanto, toda solución "mundana" que el melancólico pueda dar a su vida, incluida su muerte, aparece en el horizonte de su profundo hallarse sin salidas, es decir, en su más sufriente aporía.
Así, entonces, en su estancado ensimismamiento autoanulante, la melancolía persiste como fondo continuo de lo que el melancólico entiende por su vida. La melancolía, podríamos decir, está siempre en acto, porque ese sí mismo que le da unidad a su vida se despliega al modo de tal aporía: la de hallarse sin salidas porque su anulación le es imposible. Pues aunque él desespere porque el orden y su planificación se han interrumpido, o delire en la culpa de haber fallado a otro, no significa que ese fuera el instante en el que él enfermó. A diferencia de la enfermedad del cuerpo, en la cual sí podemos decir que el individuo ha "comenzado" a enfermar cuando los síntomas aparecieron y del cual podemos decir, siguiendo a Kierkegaard, que tal sujeto "estaba antes sano y ahora está enfermo" (45), la manifestación explícita de las crisis de desesperación del melancólico no viene sino a confirmar, ante todo, que "tal sujeto ha sido un desesperado a lo largo de toda su vida anterior" (ibd). Y he ahí la endogeneidad de la melancolía, entendida ahora como una aporética condición vital. La melancolía es, pues, una posición total del existir en el mundo, cuya "postura" tiene el sentido de una imposible autoanulación. No se trata, por ende, de que el mundo sea un problema para el melancólico, aunque él, en efecto, así lo crea. La aporía se ha hallado siempre en su sí mismo.
De este modo, las depresiones dadas debido a la mudanza del hogar, por ejemplo, en la cual se manifiesta un desorden real del entorno, no se pueden explicar desde la mudanza misma. Las disposiciones del propio melancólico, dice Tellenbach, la vuelven una situación patológica (148). Así, lo endógeno de la melancolía jamás se interrumpe por causa de lo exterior, ni con la mudanza, ni con deslealtades, ni con la sobreexigencia en las tareas domésticas o laborales. "Se trata -dice el mismo Tellenbach- de dejar constancia de que el despliegue del en-don es interrumpible a través de constelaciones específicas" (161). El melancólico, en su más íntima articulación, ya ha estado dispuesto a sucumbir ante su propio peso y sufrir delirantemente la asfixia de su aporía viviendo en el mundo. ¿No es acaso lo que enseñan sus cuadros de despersonalización? Ellos parecen ser el testimonio de ese sí mismo asfixiante que, lo veíamos, al hacerle creer al melancólico que es algo externo, no es sino él mismo, en su intimidad. Distinta a la despersonalización esquizofrénica, en la cual es una subjetividad "otra" la que parece irrumpir en el individuo, la despersonalización del melancólico le hace sentir la irrupción de la más profunda impotencia (cf. Kraus 108). Y, si este es el caso, ¿no parece que es entonces cuando este, al sentir aquel peso aparentemente externo, no hace otra cosa que confrontarse con su propio sí mismo desesperado?
En fin, entender la melancolía como una desesperada autorrelación impotente de anularse puede llevar a plantear muchas otras preguntas. Nuestras discusiones, sin embargo, solo han pretendido entender cuál es la naturaleza de su endon, aquel que hemos delimitado como la aporía de su ensimismamiento y que nos ha hecho entender que ella, más allá de ser un "problema consigo mismo", es ante todo una "aporía en el sí mismo", pues se halla sin salida. Quizás podamos entender desde su aporético ensimismamiento que esta no sea, en último término, y como señalábamos al principio, una mera "característica" expresada al modo de una falta de interés y respuesta frente al mundo. Tales expresiones no aprehenden sino en su superficie lo que ocurre en las profundidades anónimas de su sí mismo. Mas, que al melancólico le pase inadvertido aquel movimiento íntimo y culpe a lo otro de su malestar solo puede confirmar que la desesperada autorrelación que él es y desde la que vive, es una tal que le domina porque siempre se ha tratado de él mismo, y es él, en última instancia, quien seguirá siendo la cárcel anónima de sí, y quien padecerá su propio peso, proponiéndose, en su desesperación, soluciones "mundanas", siempre estancadas en sus propios límites.