El 28 de octubre de 2021, Mark Elliot Zuckerberg presentó al mundo el proyecto tecnológico Metaverso y cómo lo construiremos juntos (The Metaverse and how we’ll build it together), que combina el diseño y la dimensión virtual inmersiva para optimizar las experiencias de interacción social; Metaverso hace visibles los adelantos de las tecnologías de la información y la comunicación y las formas como los seres humanos entramos en con-tacto en nuestro tiempo. Dicho proyecto puede funcionar como metáfora y ejemplo de las transformaciones que se dan a ritmo de vértigo, acontecimientos de una época mutante que obligan a pensar, a abordar la utopía como algo inherente a la ética, en la que desplegamos todo tipo de prácticas de entrenamiento para hacer de nuestro mundo una esfera cada vez más habitable pues, en realidad, no existe ningún otro mundo para descubrir.
En esa utopía pensamos el futuro abierto en el que destacamos dos puntos en tensión: por un lado, la formación-educación que encarna lo imposible y, por otro, la tecnología que encarna la posibilidad o no de algo. En otras palabras, estamos abocados a las incertidumbres, a lo acontecimental, a los agenciamientos de las culturas y de lo social en los que, podríamos decir con Spinoza, nadie puede decir hasta dónde puede llegar el cuerpo humano. Siguiendo a Zuckerberk, diremos que la pregunta puede ser la misma, es decir, cómo lo construiremos juntos; sin embargo, para pensar y a la vez transformar nuestro mundo, siempre con el propósito de reafirmar la vida, los planos en los que nos movamos pueden marcar una diferencia, pues seguramente se reconozcan otras metodologías, saberes, apuestas políticas, en las que se instaure una ontología de la diversidad y una política de la diferencia para reafirmar el deseo en el plano de lo social, en la que emerjan todo tipo de potencias, especialmente, aquellas que han sido dominadas, marginadas y calladas.
Habitar este mundo de transformaciones genera incertidumbres, angustias o, mejor, siempre habrá temor y temblor. Dependiendo del plano desde donde se mire, encontramos a quienes lamentan el fin de la historia, los que denuncian que en este mundo escarpado y abierto se han perdido o refundido las referencias y los límites; también es frecuente la queja frente al desmoronamiento de la palabra, el discurso y la metáfora que conllevan, también, al abandono y pérdida de valores; se habla del fracaso del humanismo y se anuncia el posthumanismo y, a la vez, desde una postura ilustrada (cf. Pinker, 2018) con la fe ciega en la ciencia se anuncian fórmulas que permiten prolongar la vida. En las esferas de los espacios educativos, se habla de la inestabilidad de niños, jóvenes y adultos, se denuncia la pérdida de autoridad y la queja iterativa de que no se ama la palabra, que no se lee y no se escribe. Desde nuestra postura, diremos que tampoco escuchamos, ya que habitamos el mundo en una especie de sordera, en un embotamiento que no deja pensar, no deja escuchar la resonancia de la caracola. En fin, es una época en la que se habla de avances y retrocesos, de mundos claros y brumosos, pero, especialmente, de retos y desafíos inmensos que debemos encarar y en los que cuentan tanto los pesimistas como los optimistas, pues esta es una tarea de todos.
Por lo anterior, quizá sea necesario aglutinar en una serie discursiva el pensar-conocimiento-educación-tecnología, para encarar las transformaciones a las que estamos abocados y, sobre todo, para encontrar líneas de fuga que permitan, como ya se indicó, reafirmar la vida y, a la vez, ganar conciencia de lo que acontece. Frente a los cambios, transformaciones, incertidumbres, angustias y temores, la respuesta será encontrar caminos creativos y propositivos para hacer más habitable el mundo. La educación, sin duda, tiene mucho por hacer y contribuir para alcanzar las transformaciones que potencien la vida, pues los sentimientos de pérdida y derrotismo deben ser mirados críticamente para no decaer, para no caer en los abismos que denuncian todo tipo de nostalgias. Es un tiempo en el que no podemos estar en la externalidad del mundo o en las fronteras del mundo; es necesario que los seres vivientes estemos en medio de, dentro del mundo, coconstruyendo juntos.
Es claro que pensar el lenguaje, la comunicación, los medios y la tecnología en el ámbito educativo es una tarea compleja y necesaria; describir sus efectos y hacer visibles los engranajes de un mundo marcado por el colonialismo-desorden de lo digital (cf. Pons, 2013), por las tecnologías convergentes para mejorar el desempeño humano que conocemos a través del acrónimo NBIC [nanotecnología, biotecnología, información, ciencia cognitiva] (cf. Roco y Bainbridge, 2003), seguramente nos permitan pensar y avanzar analíticamente en las lógicas y problemáticas del capitalismo de la vigilancia (cf. Zuboff, 2020)1, de los mercados, de la revolución industrial que, como es sabido, vincula la inteligencia artificial (IA) con los algoritmos y el Big Data que, al decir de Cathy O’Neil (2017), nos instala o “vivimos en la edad del algoritmo. Las decisiones que afectan a nuestras vidas no están hechas por humanos, sino por modelos matemáticos” (p. 57); también vincula desde el internet de las cosas hasta la ciencia ficción. Desde esta mirada es acuciante seguir afianzando un proyecto educativo cultural que sea capaz de asumir responsablemente el uso de las tecnologías en esta densidad de lo social.
Lo digital, las tecnologías convergentes que, como ya se indicó, mutan el mundo a ritmo de vértigo, tienen alcances y consecuencias para la vida, en el orden ontológico (nuevas formas de existencia), epistemológico (emergencia de nuevos saberes), político (comprensión y conciencia de nuestro mundo hoy), ético (pensar los límites, pues la ética no solamente significa cumplir la reglas de una sociedad y de una cultura, también significa ir más allá, adoptar formas de vida no experimentadas), estético, espiritual, histórico y económico. En fin, lo digital y las tecnologías tienen alcances e implicaciones en las formas como nos instalamos en el mundo, como nos comunicamos, como interactuamos, como sentimos y amamos, pues “la sociedad contemporánea está, en realidad, fascinada hasta el punto de la obsesión por todo lo nuevo. Persigue el cambio con una fe maniática en sus beneficiosos efectos secundarios. Desbarata el tejido social mismo y los modos de intercambio e interacción establecidos por la cultura industrial” (Braidotti, 2009, p. 16).
Adoptamos, entonces, en Enunciación una postura no apocalíptica y sí afirmativa de todo este panorama, que algunos teóricos han denominado “posthumanismo [que] suscita, al mismo tiempo, entusiasmo y ansiedad” (cf. Braidotti, 2015, p. 12). Comprendemos que este siglo de la velocidad, de las tecnologías de la información, de las biotecnologías y la globalización cultural (Sloterdijk, 2008, p. 28), al transformar lo social, también transforman la representación que tenemos de lo humano; sabemos que hay fascinaciones y peligros; sin embargo, desde nuestra mirada afirmativa extendemos una invitación política a insistir y persistir sobre las posibilidades, por ejemplo, que tenemos en el ciberespacio, como facilitador de “una comunicación no mediática a gran escala que, a nuestro juicio, constituye un avance decisivo hacia nuevas formas más evolucionadas de inteligencia colectiva” (Levy, 1999, p. 90) y, que desde allí es posible pensar lo social, sus prácticas, en particular las prácticas educativas, a la luz de estos cambios y tensiones. Con esto se avanzará en la instauración de una ecología de los medios que ponga en convergencia lo digital y la vida, pues lo digital y la comunicación abarca un sinnúmero de procesos, acciones y devenires humanos, desde las “relaciones entre los medios y la economía hasta las transformaciones perceptivas y cognitivas que sufren los sujetos a partir de su exposición a las tecnologías de la comunicación” (Scolari, 2015, p. 18).
Podemos, por ejemplo, transitar por los bordes de la comunicación política; la comprensión y producción de todo tipo de textos o nuevas literacidades, multiliteracidades y multimodalidades; compartir y producir de múltiples formas, imágenes, videos, sonidos, textos continuos y discontinuos para fortalecer la cultura participativa, para circulación y producción de discursos, de sentidos, sinsentidos; pues “si la primera generación de hipertextos transfirió poder del autor al lector, ahora los nuevos formatos participativos están socializando la producción y el consumo de contenidos” (Scolari, 2008, p. 289). Si escuchamos la resonancia de las palabras de Hölderlin cuando indicó que “todo no es más que ritmo; el destino del hombre es un solo ritmo celeste, como toda obra de arte es un ritmo único” (Hölderlin, 2008, pp. 18-19), diremos que la tarea es encontrar el ritmo, ser capaces de construir nuestro propio destino y no que otros lo hagan por nosotros, es decir, ver en nuestro presente una potencia enorme en la cibercultura y en la hipermedialidad y tener ganas de querer hacer las cosas bien, para encarar el fantasma de lo digital y para responder a la pregunta de “cómo lo construiremos juntos”.