“La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en las entrañas otra nueva. Es, por sí misma, una potencia económica”.Karl Marx, El capital
Introducción: Foucault, Marx y los marxismos
Foucault no fue un pensador marxista; únicamente durante un breve período de tiempo en su juventud militó en el Partido Comunista Francés (PCF) y, excepto en su primera obra -Maladie mentale et personnalité-, a lo largo de toda su vida problematizó y rechazó algunos preceptos centrales de esta tradición. Sin embargo, tampoco fue un pensador antimarxista. Así, más allá de ciertos exabruptos y condenas altisonantes (2012a [1977], 63-64) -que podemos relacionar con el contexto político e intelectual de la época-, el diálogo que Foucault establece con Marx y los marxismos resulta tan fundamental para comprender su trayectoria que ha sido considerado como una de las continuidades que aseguran su unidad (Balibar 1990, 49).
En este sentido, y a pesar de las críticas dirigidas contra ciertos extremos del análisis de Marx, el respeto que Foucault muestra habitualmente por este -a quien confesará citar sin comillas como un físico cita a Einstein o Newton (2014a [1975], 609), y en cuya obra encontrará un antecedente de su analítica del poder (2014b [1976], 892)- contrasta con los implacables ataques dirigidos contra aquellas corrientes intelectuales y políticas que con cierto desdén definió como “comunistología” (2014a [1975], 609) o “marxismo blando” (2014c [1972], 469). Estas -que podemos identificar con la interpretación estaliniana de la III Internacional (Poulantzas 1978, 160; Moreno Pestaña 2009, 158)-, a juicio de Foucault, habrían “clausurado el uso que se puede hacer de Marx y […] encorsetado en el interior de una tradición puramente académica” (2014c [1972], 470). De este modo, va a incidir habitualmente -incluso en intervenciones tardías- en la necesidad no de rechazar su herencia intelectual, sino de liberarla del corsé de la lectura oficial: “Lo que deseo […] no es realmente la no falsificación, la restitución de un verdadero Marx, sino, sin duda alguna, el alivio y la liberación de Marx de la dogmática del partido que le ha encerrado, transmitido y enarbolado durante mucho tiempo” (Foucault 2014d [1982], 974).
Esta relación entre Foucault, Marx y los marxismos cobra una especial relevancia en el contexto del análisis disciplinario que el francés desarrolla en la primera mitad de la década de 1970. En este sentido, ya en los años inmediatamente posteriores a su aparición, la gran obra de este período -Vigilar y castigar, publicada en 1975- fue interpretada desde ciertas posiciones marxistas como un trabajo que no rechazaba, sino que podía enriquecer sus análisis (Poulantzas 1978, 73-74). Décadas después, la aparición de toda una serie de textos de la época y, especialmente, del curso dictado en el Collège de France entre 1972 y 1973 -La sociedad punitiva- ha permitido despejar cualquier duda al respecto, evidenciando que las tesis más innovadoras de Vigilar y castigar “sólo pudieron ser conquistadas con la ayuda de instrumentos y conceptos clara y distintivamente marxistas” (Legrand 2004, 43). Así, como ha apuntado Stuart Elden, en La sociedad punitiva encontramos a Foucault “en su versión más marxista, comprometiéndose con el trabajo del materialismo histórico con una profundidad y generosidad que no se encuentran en otros escritos” (2015, 166).
Esta interpretación, sin embargo, ha sido objeto de determinadas críticas desde el marxismo, que han tratado de mostrar no solo la distancia que separaría a Foucault de Marx, sino la incompatibilidad de sus análisis y de los proyectos políticos que surgirían de ambos. Frente a tales críticas, defenderemos la tesis de que la genealogía foucaultiana de la modernidad solo se entiende cabalmente si consideramos que las disciplinas constituyen la contrapartida necesaria del desarrollo del modo de producción capitalista, y que su extensión está, por lo tanto, indefectiblemente ligada tanto a este como a la lucha de clases que lo atraviesa.
Trataremos de mostrar, con ello, que los análisis de Foucault sobre el funcionamiento de las disciplinas no solo se hallan vinculados con los de Marx acerca del modo de producción capitalista, sino que describen dos series que forman parte de un mismo proceso: el del nacimiento de la modernidad capitalista-disciplinaria. Este trabajo puede entenderse, pues, como una invitación a cuestionar ciertas críticas a Foucault y a tomar en consideración la propuesta de Jacques Bidet (2006, 184) de “buscar en Foucault ʻlo que falta en Marxʼ” -a la que debemos añadir la de buscar en Marx y los marxismos aquello que falta en Foucault-.
Relaciones de poder y lógica del capital: el marco teórico de la discusión
Es conocido que la trayectoria intelectual de Michel Foucault experimentó un desplazamiento significativo en el final de la década de 1960. Tras su mencionado paso por el PCF -habitual en el microcosmos de la École normale supérieure en los años cincuenta (Sirinelli 1986)-, Foucault se aleja de la política militante para refugiarse en lo que él mismo describirá años después como un “escepticismo especulativo” (1994a [1978], 78) que encontraría, finalmente, su límite en la experiencia del 68. Foucault, que en ese momento vivía en Túnez, no participa en las revueltas francesas de mayo y junio -acontecimiento clave para toda su generación-. Sin embargo, en el país norteafricano apoya activamente las protestas estudiantiles que sacudían la universidad participando en un movimiento marcado por la dureza de la represión. Este encuentro con una lucha que implica un sacrificio total le impacta de tal manera que él mismo lo describirá como “una verdadera experiencia política” (1994a [1978], 78) -en contraposición con su militancia en la célula de la École normale supérieure-.
En octubre de 1968, tras ser atacado por la policía (Macey 1995, 268) y haber recibido amenazas gubernamentales, Foucault regresa a Francia. Allí, ciertas disposiciones arraigadas en su biografía, unidas a la experiencia tunecina y a la relectura de Marx y de otros marxistas -como Rosa Luxemburgo, Trotsky, Althusser o los textos del Black Power-, hacen que Foucault pueda situarse sin dificultad en el nuevo horizonte abierto por el 68.
En este sentido, frente a quienes pretenden que su obra hubiera influido en el movimiento de Mayo -tesis defendida, entre otros, por Luc Ferry y Alain Renaut (1988) -, consideramos que son las nuevas formas de experimentación política y el cuestionamiento de las categorías tradicionales los que permiten a Foucault inaugurar una nueva etapa intelectual y biográfica, como él mismo confesará años después (1994a [1978], 81).1 Así, su pensamiento, como ha señalado Pablo Lópiz, “será uno de los que con mayor fortuna se vea trastocado por los acontecimientos, uno de los que mejor recoja en su seno las turbulencias que se suceden, uno de los que mejor responderá a los nuevos retos que el renovado horizonte histórico-político exige” (2010, 183-184).
Situado en tal horizonte, Foucault toma la cuestión del poder como su objeto de estudio prioritario. En consonancia con la intuición maquiaveliana, va a partir de una definición relacional del poder en la que este se concibe como un ejercicio y no como el objeto de una posesión. Tal análisis trata de atender a la especificidad e irreductibilidad de las relaciones de poder y, en consecuencia, se opondrá a las aproximaciones tradicionales que las presentan como un epifenómeno derivado de determinadas disposiciones económicas o jurídicas (Foucault 2012d [1976], 88-93). En consecuencia, Foucault va a plantear que el poder desborda al aparato jurídico y estatal y que no es el reflejo superestructural de determinadas condiciones materiales ni tampoco, por tanto, de la preciada posesión de una clase que ejerce un dominio incontestable sobre otra. En lugar de estos esquemas, va a aparecer una red de relaciones múltiples y reversibles que, aunque instituyan determinadas estrategias dominantes, siempre se hallan abiertas. Pertrechado con estos rudimentos analíticos e integrado en el nuevo espacio sociopolítico de la izquierda radical francesa -especialmente a través de su militancia en el Groupe d’information sur les prisons (GIP)-, Foucault desarrolla, en la primera mitad de los años setenta, una genealogía de la modernidad centrada en el análisis de los mecanismos de sujeción microfísicos que acompañan el desarrollo de lo que identificó como un poder disciplinario.
Como se ha apuntado, este acercamiento ha sido objeto de ciertas críticas desde el ámbito marxista. En tal sentido, en lo que respecta a la analítica del poder, se ha señalado que, aunque Foucault incida a menudo en la imbricación entre poder y producción, no determina de qué tipo es esta y, especialmente, no tiene en cuenta que las relaciones establecidas por la división social del trabajo en una economía capitalista “consisten ya en relaciones de poder” (Poulantzas 1978, 161). En definitiva, el análisis foucaultiano se mostraría, bajo esta perspectiva, incapaz de concebir “las relaciones de producción en sí mismas como un inmenso e invisible poder de constitución de sujetos” (Fernández Liria 1992, 103).
Tal y como señalan estos autores, no cabe duda de que la organización capitalista de la producción instaura determinadas relaciones de poder, pero esto, a nuestro juicio, ni refuta la crítica foucaultiana al “economicismo” ni contradice su genealogía de las disciplinas. De hecho, como reconoce el propio Carlos Fernández Liria (1992, 103), Foucault no niega la intersección entre poder y desposesión, sino que rechaza que esta relación sea de determinación unidireccional: las relaciones de explotación no constituyen su estructura última ni de ellas deriva toda forma de poder. Así, la genealogía de las disciplinas muestra claramente que el acercamiento foucaultiano atiende a la especificidad del vínculo entre relaciones de poder y explotación. En este sentido, la propia definición de la disciplina como una tecnología de poder que “aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos de utilidad económica) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos de obediencia política)” (Foucault 2012b [1975], 160) da muestra de esa preocupación por la doble dimensión -económica y política- de lo que podemos identificar como el salto tecnológico de la modernidad. Lo que en ningún caso cabe en este modelo es la determinación económica de las relaciones de poder: “las redes de la dominación y los circuitos de la explotación se interfieren, se superponen y se refuerzan, pero no coinciden” (Foucault 2014e [1977], 618).
La principal dificultad que subyace a algunas críticas procedentes del marxismo consiste en que, aunque acepten que las relaciones de poder poseen una “autonomía relativa”, finalmente no pueden evitar caer en alguna forma de determinismo económico. En este sentido, la tensión que el cuestionamiento foucaultiano del economicismo traslada al planteamiento de Carlos Fernández Liria es tal que, por momentos, parece llegar a cuestionar su propio punto de partida. Así ocurre cuando señala: “Los intereses de la producción no son, en efecto, la ʻratioʼ de cualquier autoridad. Son uno de los espacios en los que se disponen diversas autoridades y el problema de Foucault es haber ignorado el enorme poder de determinación que tal espacio origina en todos los ejercicios de poder” (Fernández Liria 1992, 69). El problema de este argumento es que si pretende, efectivamente, distanciarse del análisis foucaultiano de las disciplinas, debe entender esta “determinación” en un sentido fuerte, es decir, como la ratio del poder, aunque sea “en última instancia”; pero si lo hace en un sentido laxo -como parece desprenderse del texto- se aproxima tanto a él que pierde toda su fuerza crítica: ¡el propio Foucault aceptaría que la autonomía del poder es solo relativa!
La aportación clave de la analítica foucaultiana, en este sentido, consiste justamente en identificar el campo del poder y liberarlo del esquema determinista que lo subordina a las esferas económica o jurídica. Pero esto no implica, como parece concluir Fernández Liria, la defensa de algo parecido a una “autonomía de lo político”. Por el contrario, Foucault establece en este período una relación tan estrecha entre poder y explotación que va a llegar a plantear que los mecanismos del poder disciplinario forman parte constitutiva del modo de producción capitalista (2016 [1972-1973], 254). El poder no está determinado por la infraestructura económica, pero tampoco es autónomo respecto de las formas sociales de desposesión.
Disciplina y capitalismo: impugnación de la genealogía foucaultiana
A partir de esta crítica dirigida desde determinadas posiciones marxistas, toda la genealogía foucaultiana de la modernidad va a caer bajo la sospecha de haber obviado la importancia de las nuevas relaciones de producción en las transformaciones sociales de los siglos XVIII y XIX. En consecuencia, tales autores entienden que el análisis disciplinario podría describir la mecánica de ciertos dispositivos e instituciones, pero no de aquello que determina el desarrollo de la sociedad capitalista. Fernández Liria será, de nuevo, categórico al respecto: el trabajo foucaultiano “describe minuciosamente algo que jamás sabrá lo que es” (1992, 145), ya que el “secreto” de la sujeción de los cuerpos al aparato productivo no se puede descifrar en la historia del poder disciplinario, sino en la de “la expropiación de las condiciones sociales de trabajo, asunto sobre el que Foucault suele guardar un desquiciante silencio” (1992, 94 [cursivas del original]). La idea que subyace a esta crítica es que la extensión de las relaciones de producción capitalistas determina la aparición de unas instituciones y unos dispositivos disciplinarios que cumplirían, respecto a aquellas, una función puramente instrumental: “La disciplina surgió como el cauce absolutamente ajeno al capital con el que la realidad social entera logró acomodarse a los nuevos lugares de existencia por él determinados” (Fernández Liria 1992, 108-109).
Recogiendo buena parte de las críticas presentadas desde el marxismo, y en consonancia con las tesis de Fernández Liria, Mauro Benente va a incidir en esta distancia que supuestamente separa a la disciplina y el capitalismo. Así, entiende también que para Foucault el nexo entre ambas dimensiones no puede ser más que instrumental, ya que el capitalismo ni ha “inventado” las disciplinas ni puede explicar su “emergencia” y su “funcionamiento” (Benente 2017, 94). Benente fundamenta esta tesis en una constatación histórica: las disciplinas pueden desarrollarse en contextos no capitalistas. Su argumento remite entonces, por un lado, al origen precapitalista de ciertas técnicas disciplinarias como el encierro monástico y, por otro, a su posible transferencia a sociedades no regidas por la lógica del capital -como el propio Foucault señala que sucede en la URSS (1994b [1976], 65)-.2
A la luz de tales consideraciones, Benente concluye que “Foucault no estaría dispuesto a aceptar que fue la burguesía la que inventó las disciplinas, ni mucho menos que su funcionamiento se explique solamente por la necesidad de extraer plusvalor o plustrabajo” (2017, 94). En este sentido, el acoplamiento de las disciplinas al naciente modo de producción en los siglos XVIII y XIX únicamente podría dar cuenta de su generalización, su organización “en una especie de figura global”, y su captura por parte de los mecanismos estatales (Benente 2017, 95). En consecuencia, se entiende que la disciplina pudo haber resultado útil al desarrollo del capitalismo, pero entre ambos no se establece “un vínculo necesario, puesto que las disciplinas también funcionan en modos de producción no capitalistas” (Benente 2017, 93). Aproximándose así a las tesis defendidas por el sociólogo británico Bob Fine (1993), Benente va a plantear que el análisis foucaultiano permite descifrar, al menos en parte, el funcionamiento del taylorismo o de la sociedad industrial -aparato de producción-, pero no del capitalismo -modo de producción-.
En este punto, sin embargo, la argumentación de Benente se enfrenta con ciertos problemas cuando se dirige a las fuentes. Así, incluso obviando el curso dictado en el Collège de France en 1973 y centrándose en otros escritos de la época como Vigilar y castigar, La voluntad de saber o “La verdad y las formas jurídicas”, los textos que rescata hacen posible una lectura inversa de la relación entre capitalismo y disciplina. En este sentido, llama especialmente la atención un fragmento de La voluntad de saber citado por Benente y que interpretamos de un modo exactamente opuesto al que este autor propone:
Ese biopoder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos. […] El ajuste entre la acumulación de los hombres y la del capital, la articulación entre el crecimiento de los grupos humanos y la expansión de las fuerzas productivas y la repartición diferencial de la ganancia, en parte fueron posibles gracias al ejercicio del biopoder en sus formas y procedimientos múltiples. La invasión del cuerpo viviente, su valorización y la gestión distributiva de sus fuerzas fueron en ese momento indispensables. (Foucault 2012d [1976], 133)
La literalidad de este fragmento deja poco lugar a las dudas: el biopoder -que en esta obra incluye la microfísica del poder disciplinaria y la “mesofísica” biopolítica (Castro-Gómez 2007)- no constituye únicamente su apoyo instrumental, sino “un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo” (Foucault 2012d [1976], 133). La relación que este planteamiento establece entre ambas dimensiones es de necesidad mutua: no habría sido posible la extensión de las disciplinas sin su acoplamiento a la dinámica de extracción de valor capitalista, ni el desarrollo del nuevo modo de producción sin la sujeción que estas hacen posible, es decir, sin la conversión de la vida en fuerza productiva.
Finalmente, impelido por los propios textos a aceptar que esa conexión entre capital y disciplina es más que circunstancial, Benente afinará su tesis señalando que el hecho de que la economía capitalista haya planteado la “necesidad de un Estado disciplinario, correlativo al Estado industrial” (Foucault 1994c [1972], 454) no constituye una razón suficiente “para afirmar que el capitalismo explica tanto la emergencia cuanto el funcionamiento de las disciplinas” (Benente 2017, 93). Con ello, el cuestionamiento se desplaza de la vinculación a la causalidad y se incide en que las disciplinas no han surgido ex nihilo por obra del capitalismo -extremo que, como veremos, el propio Foucault señala-.
Así, atendiendo a la relación que se establece en “La verdad y las formas jurídicas” entre la constitución de las fuerzas productivas y el desarrollo del poder disciplinario -“para que haya plusvalía, es preciso que haya subpoder” (Foucault 2014f [1973], 561)-, Benente modulará de nuevo su argumento. Señalará, entonces, que Foucault en realidad habría invertido la fórmula economicista situando las disciplinas como condición de posibilidad de la emergencia del capitalismo. Desde esta perspectiva, como ha propuesto también Ferhat Taylan, se entiende que el capitalismo solo habría podido desarrollarse gracias a su acoplamiento con una serie de instituciones disciplinarias que, sin embargo, “preceden históricamente a las fases más intensas de acumulación del capital en el siglo XVIII, ya que se ponen en marcha antes, desde los siglos XV y XVI, en el momento en que estas tecnologías disciplinarias son intensificadas en la Iglesia o el ejército” (Taylan 2015, 22).
Disciplina, capital y genealogía: una vindicación del análisis foucaultiano
Esta lectura, que resulta sugerente porque permite descubrir determinadas tensiones y ambigüedades del planteamiento foucaultiano y profundizar en el diálogo más o menos explícito con el marxismo que lo acompaña, se enfrenta, sin embargo, a ciertos problemas. El más significativo de ellos remite, como se ha mencionado, al uso selectivo de las fuentes y, especialmente, a la injustificable ausencia de referencias al citado curso de 1972-1973.3 En este, Foucault despliega el análisis más preciso de la relación entre capitalismo y disciplina que encontraremos a lo largo de toda su obra, arrojando luz sobre algunos extremos problemáticos del argumento de Vigilar y castigar. Además, ese acercamiento crítico obvia, a nuestro juicio, algunas consideraciones metodológicas fundamentales. Así, atendiendo a estas dos cuestiones, trataremos de mostrar que se puede reconstruir una lectura diferente de la relación que Foucault establece en la primera mitad de la década de 1970 entre poder y desposesión en los siglos XVIII y XIX.
En este sentido, en primer lugar, es necesario señalar que la distinción entre disciplina y capitalismo sobre la base de los ejemplos propuestos por Benente -y otros más como el señalado en la nota 2 de este texto- no constituye una refutación de la tesis que se defiende en este trabajo. Contrariamente a lo que parece desprenderse de tal análisis, en la reconstrucción foucaultiana lo que define al poder disciplinario no es la simple agregación de una serie de técnicas de control heterogéneas y seculares, sino la forma social que aparece cuando estas alcanzan determinado “umbral tecnológico” (2012b [1975], 257), es decir, cuando se engarzan en una dinámica de dominación que podemos caracterizar como “hegemónica”. Este salto cualitativo, que hace posible la constitución de un determinado diagrama de poder, es definido como “hegemónico” por el propio Foucault en el primer volumen de su Historia de la sexualidad cuando señala que “Las grandes dominaciones son los efectos hegemónicos sostenidos continuamente por la intensidad de todos esos enfrentamientos” (2012d [1976], 91). El empleo de esta expresión -que evoca también la proximidad de algunas problemáticas foucaultianas con ciertas lecturas gramscianas (Lemke 2004, 24)- refleja un esfuerzo por evitar tanto la interpretación totalizadora del poder como aquella que lo considera como una multiplicidad de dominaciones incoherentes, y funciona, en este sentido, como sinónimo de la noción de diagrama sobre la que volveremos posteriormente.
Atendiendo a este enfoque, resulta obvio que su articulación con el capitalismo no puede explicar ni el surgimiento ni la forma de cada una de las técnicas disciplinarias, cuya emergencia, como advierte explícitamente en Vigilar y castigar, se remonta a siglos atrás (Foucault 2012b [1975], 173). Sin embargo, Foucault aclara que estas alcanzan ese umbral tecnológico únicamente cuando aparecen como instrumentos de control que permiten hacer frente a una serie de necesidades claramente determinadas por la naciente economía capitalista: la fijación de la población flotante -fruto del impulso demográfico y de las transformaciones de la propiedad agrícola- y el control de los riesgos generados por la nueva organización de la propiedad y la producción. Acumulación de hombres y de capital configuran, de este modo, dos procesos que vinculan inexorablemente las nuevas formas de extracción de valor -lógica del capital- y de control de los individuos y las multiplicidades -poder disciplinario-, como Foucault señala en Vigilar y castigar:
No habría sido posible resolver el problema de la acumulación de los hombres sin el crecimiento de un aparato de producción capaz, a la vez, de mantenerlos y de utilizarlos; inversamente, las técnicas que hacen útil la multiplicidad acumulativa de los hombres aceleran el movimiento de acumulación de capital. A un nivel menos general, las mutaciones tecnológicas del aparato de producción, la división del trabajo y la elaboración de los procedimientos disciplinarios han mantenido un conjunto de relaciones muy estrechas. Cada uno de los dos ha hecho al otro posible y necesario; cada uno de los dos ha servido de modelo al otro. (2012b [1975], 254)
El poder disciplinario es caracterizado, entonces, como la articulación de un conjunto de invenciones microfísicas, cuya función consiste en “hacer que crezca la magnitud útil de las multiplicidades haciendo decrecer los inconvenientes del poder” (Foucault 2012b [1975], 254). Surge así una forma de poder sobre el cuerpo que “no tiende únicamente al aumento de sus habilidades, ni tampoco a hacer más pesada su sujeción, sino a la formación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y viceversa” (Foucault 2012b [1975], 160). Esto no significa, sin embargo, que acumulación de hombres y de capital constituyan dos realidades estancas en la naciente modernidad capitalista, sino que son concebidas como dos dimensiones inseparables de los procesos de extracción de valor y disciplinamiento social que no solo resultan coincidentes, sino que se refuerzan, en tanto comparten el doble objetivo ya mencionado -aumento de la potencia económica, disminución de la potencia política- y la superficie de ejercicio de su poder -el cuerpo-.
A la luz de estas aseveraciones, Foucault concluye que “el crecimiento de una economía capitalista ha exigido la modalidad específica del poder disciplinario” (2012b [1975], 255). Esta perspectiva puede parecer compatible con el vínculo instrumental que describe Mauro Benente, pero, siguiendo el argumento desplegado en Vigilar y castigar, debemos concluir que su hegemonía, su engarce en una tecnología de dominación coherente y global, es decir, la aparición del diagrama disciplinario, fue posible únicamente en la medida en que las técnicas de poder que lo definen se articularon con la expansión del modo de producción capitalista. La relación que se establece entre los dos polos no es, por tanto, únicamente instrumental, sino de necesidad recíproca.
Por otro lado, aunque en la obra de 1975 Foucault explicita la dimensión económica de tal “utilidad”, esta se ve recubierta por cierta polisemia al caracterizar también la acción de instituciones no directamente productivas, como la escuela o el ejército. A la luz de trabajos anteriores, y sobre todo del curso de 1972-1973, podemos relacionar tal ambigüedad con el contexto político de la época y, en especial, con el proceso de “desmarxistización” que experimentó el campo intelectual francés y del que Foucault participó especialmente en la segunda mitad de la década (Moreno Pestaña 2011, 83). En este sentido, a pesar de que en Vigilar y castigar hay elementos suficientes para sustentar la existencia de un vínculo necesario entre capitalismo y disciplina, no podemos dejar de dar la razón a Stéphane Legrand cuando señala que esta obra está atravesada por determinadas tensiones que responden a un intento por “ocultar el referente marxista sobre cuya base fueron elaborados los principales conceptos del análisis político de Foucault” (2004, 28).4
En cualquier caso, como se ha apuntado, esta dimensión económica de la utilidad aparece de un modo más explícito en intervenciones anteriores a 1975. En estos trabajos Foucault va a identificar claramente el vínculo que une la coacción disciplinaria y la constitución de las fuerzas productivas requeridas por el capitalismo. Así, en La sociedad punitiva se señala que la función principal del poder disciplinario no es otra que “la constitución de una fuerza de trabajo” (2016 [1972-1973], 272), es decir, la fijación coactiva de los individuos al aparato productivo. En un ataque más dirigido a Hegel que a Marx -como ha señalado Sandro Chignola (2018, 61)-, Foucault va a incidir en la idea de que el nexo que vincula a los individuos al trabajo no es natural, sino sintético, político. Lejos de aparecer como la esencia concreta del ser humano, el trabajo aparece como resultado de todo un juego de coacciones por medio del cual la vida -que es “placer, discontinuidad, fiesta, descanso, necesidad, instantes, azar, violencia, etc.”- es transformada “en una fuerza de trabajo continua y continuamente ofrecida en el mercado” (Foucault 2016 [1972-1973], 268).
De este modo, Foucault, en una vuelta de tuerca del análisis marxista, entiende que el poder disciplinario no funciona como “una manera de prolongar las relaciones de producción, sino de constituirlas” (2016 [1972-1973], 254). Nos encontramos, entonces, ante un planteamiento que se distancia de toda explicación monocausal, identificando en su lugar un juego entre poder y producción que no contradice, sino que amplía el análisis marxista atendiendo a la necesidad permanente de producir y reproducir la fuerza de trabajo. Este esquema incide, además, en una circunstancia ya apuntada por Marx: que los medios de producción solo se convierten en capital “cuando concurren las condiciones necesarias para que funcionen como medios de explotación y avasallamiento del trabajador” (1973, 651 [cursivas del original]). El poder disciplinario aparece, así, no como condición trascendental o causa última del nacimiento del capitalismo, sino como una fuerza inmanente esencial para el proceso de proletarización (Mezzadra 2020, 61) que constituye y permite extender las relaciones de producción que lo definen. En consecuencia, la mencionada fórmula “para que haya plusvalía, es preciso que haya subpoder” (Foucault 2014f [1973], 561), presentada solo unos meses después del curso de 1972-1973, debe entenderse en este exacto sentido, y no como una señal de la prioridad lógica, ontológica o histórica de las sujeciones disciplinarias sobre la explotación capitalista.
Esta perspectiva se opone a la lectura economicista, pero también a aquellas interpretaciones -como las ya mencionadas de Benente o Taylan- que tratan de dar la vuelta al esquema marxista señalando que Foucault finalmente establecería una forma de determinación inversa. Sin embargo, tal lectura no resulta satisfactoria, porque el análisis histórico de Foucault deja claro que las disciplinas no habrían podido alcanzar el mencionado “umbral tecnológico” de no haberse articulado sobre las necesidades y la lógica del nuevo modo de producción. En este preciso sentido, entendemos que su imbricación es necesaria, aunque no se funde en una determinación unidireccional sino circular, tal y como señala expresamente en una intervención de 1976 en la Universidad de Bahía:
Esta mutación de la tecnología del poder forma parte del desarrollo del capitalismo. Forma parte de ese desarrollo en la medida en que, por un lado, el desarrollo del capitalismo es lo que ha hecho necesaria esta mutación tecnológica, pero, a su vez, esta mutación ha posibilitado el desarrollo del capitalismo; en pocas palabras, se trata de una implicación permanente de dos movimientos que están de alguna manera engranados el uno en el otro. (Foucault 2014b [1976], 904)
En este punto, atender a la metodología implicada en el acercamiento genealógico foucaultiano puede ayudarnos a esclarecer determinados extremos de esta relación. Al hacerlo, aparece, como piedra de toque de todo su análisis, la concepción -deudora tanto de Nietzsche como de Deleuze-5 de la historia como un campo de fuerzas abierto al azar e irreductible al esquema dialéctico. Una historia que “no busca ya comprender los acontecimientos a través de un juego de causas y efectos en la unidad informe de un gran devenir”, sino que trata de “establecer series distintas, entrecruzadas, a menudo divergentes, pero no autónomas, que permiten circunscribir el ʻlugarʼ del acontecimiento, los márgenes de su azar, las condiciones de su aparición” (Foucault 2005 [1970], 56). No se trata, con ello, de negar la existencia de causalidades históricas, sino de atender a “las causalidades complejas y las determinaciones recíprocas” (Foucault 2013 [1984], 191) para evidenciar el modo en que los acontecimientos articulan realidades heterogéneas. Así, el análisis genealógico se plantea como objetivo “restituir las condiciones de aparición de una singularidad a partir de múltiples elementos determinantes, de los que no aparece como el producto sino como el efecto” (Foucault 2006 [1978], 31). Desde esta perspectiva podemos entender que Foucault no concibe el poder como parte de una superestructura subordinada a la economía, pero tampoco como “una especie de instancia última que por debajo recorre el cuerpo social y lo determina” (Álvarez Yágüez 1995, 42).
La ya mencionada noción de diagrama -que el propio Foucault emplea en dos ocasiones en Vigilar y castigar (2012b [1975], 201 y 237-238)- puede ayudarnos a comprender esa lógica de la articulación entre poder y desposesión. Esta, siguiendo la definición de Deleuze, funciona como “una causa inmanente no unificante, coextensiva a todo el campo social” (1987, 63) y no establece, por tanto, una relación de identidad, sino de correlación y presunción recíproca entre causa y efecto. Las relaciones de poder aparecen, bajo esta perspectiva, “imbricadas en otros tipos de relación (de producción, de alianza, de familia, de sexualidad) donde juegan un papel a la vez condicionante y condicionado” (Foucault 1978a [1977], 170).
Si trasponemos tal definición a la cuestión que nos ocupa, podemos entender que cuando Foucault señala que la disciplina es condición de posibilidad del capitalismo no está indicando una prioridad histórica, política u ontológica, sino más bien una potencia, la de un encuentro que multiplica los efectos de las realidades heterogéneas que articula. Disciplina y capitalismo constituyen, así, series diferentes, fuerzas diversas que, sin embargo, están unidas en ese preciso momento por la necesidad histórica de la causa inmanente. Tal modelo nos permite comprender que el desarrollo del capitalismo -como hemos venido señalando desde el comienzo de este trabajo- no habría sido posible sin una aplicación coextensiva de las técnicas disciplinarias. La disciplina es, en este preciso sentido, condición de posibilidad del capitalismo, así como este es condición de posibilidad del desarrollo y la extensión de aquella. La articulación del poder disciplinario se puede entender, entonces, como un elemento constitutivo del proceso de subsunción formal del trabajo en el capital descrito por Marx en el inédito capítulo VI del Libro I de El capital (1997, 54-58), que permite introducir la lógica capitalista en el seno del antiguo modo de producción, trastocando tanto su dinámica interna como su función social. En consecuencia, desposesión y disciplina aparecen en el esquema foucaultiano como dos dimensiones de una organización social en la que, como señaló el historiador Jacques Leonard, “el orden es un medio para hacer trabajar, y el trabajo es un medio para hacer reinar el orden” (1982, 34).
Desde esta perspectiva, la genealogía foucaultiana de la modernidad permite ampliar las tradicionales lecturas marxistas al mostrar que las tareas de análisis y crítica no deben dirigirse únicamente sobre el foco del “capital”, sino que deben atender a “una hidra de dos cabezas” formada por el capital, pero también por la propia organización del poder (Bidet 2014, 85). Consecuentemente, la lucha de clases se reinscribe en ese espacio más amplio de la emancipación en el que tienen cabida otras luchas relacionadas pero no subordinadas al conflicto capital-trabajo, y que ciertas interpretaciones marxistas -entonces y ahora- desdeñan por ello.
Disciplina, lucha de clases y aparatos de Estado: el trasfondo político del conflicto
Como puede observarse, este análisis de las relaciones entre capitalismo y disciplina no remite a una discusión únicamente historiográfica, sino también a determinadas consideraciones políticas y estratégicas profundamente arraigadas en el pensamiento y la biografía de Foucault. Tal y como explicita el mencionado Bob Fine (1993), esta dimensión atraviesa también buena parte de las críticas al planteamiento foucaultiano. En este sentido, el trabajo del sociólogo británico resulta especialmente valioso porque plantea, sin ambages, el problema político que subyace a la denuncia teórica: la genealogía foucaultiana de la modernidad resulta intolerable para estos autores porque su descripción del poder disciplinario puede fundamentar una crítica dirigida también contra el proyecto y la estrategia socialistas. Atendiendo a este enfoque, Fine tratará de desvincular disciplina y capital para alcanzar una conclusión análoga a la de Fernández Liria: que el combate político de nuestro tiempo tiene que tomar como objetivo el capitalismo y no el funcionamiento de las disciplinas, ya que estas no tienen, por sí mismas, un contenido negativo.6
Para ello, Fine (1993) va a señalar ciertos extremos que considera problemáticos del argumento foucaultiano. Así, denuncia, en primer lugar, que su genealogía del moderno sistema punitivo acaba quedando atrapada por el formalismo que pretende criticar.7 Según este planteamiento, al abandonar la perspectiva de la lucha de clases el análisis disciplinario no podría dar cuenta de que la propia legalidad es de por sí desigual -antes, incluso, de la acción exterior de las disciplinas-. Tal dificultad, concluye Fine (1993, 125), empuja a Foucault a mantener una “actitud acrítica ante la ley” que intentaría compensar mediante “una aproximación a las disciplinas excesivamente crítica”.
En segundo lugar, además de en ese ardid del formalismo, Foucault habría caído en la trampa del discurso de los reformadores que afirmaba impugnar en Vigilar y castigar. Así, si bien habría acertado al desvincular las nuevas formas penales del humanismo que las reviste, se habría equivocado al identificar disciplina y racionalidad. De este modo, debido, de nuevo, a su rechazo del análisis marxista del capital, habría perdido de vista “el carácter social y de clase de las ʻmultiplicidadesʼ, del ʻcontrapoderʼ que brota de ellos, y la ʻutilidadʼ que en ellos se engendra” (Fine 1993, 131). Consecuentemente, su planteamiento quedaría atrapado en una “posición anárquica” desde la que solo cabe rechazar todo aquello que remita a una organización racional y útil de las multiplicidades: “No vemos en Foucault una revuelta contra una determinada forma de organización social, sino contra la organización racional como tal” (Fine 1993, 132). La genealogía del poder disciplinario aparece, entonces, como una crítica desproporcionada de la modernidad que obviaría el avance que suponen “la medicina, la educación, la psicología y también del ʻreformatorioʼ sobre las formas tradicionales de tortura” (Fine 1993, 125).
Fine -identificando de un modo poco matizado la posición de Foucault con la de los llamados “Nuevos filósofos”, a los que caracteriza como “foucaultianos” (1993, 120)- interpreta ese hipercriticismo como el síntoma de una reacción conservadora “que ve en el socialismo solamente una réplica de las formas de poder existentes en un mundo capitalista; que ve en la disciplina de los movimientos de la clase obrera sólo una réplica de la disciplina burguesa; que aloja un profundo pesimismo acerca de las posibilidades de transformación histórica” (1993, 141). Tras la crítica al análisis foucaultiano aparece, entonces, una triple reivindicación de la disciplina como: 1) condición de posibilidad de la revolución en el mundo capitalista, 2) elemento constitutivo del orden socialista y 3) principio rector de las formas organizadas de lucha contra el capitalismo. Así, frente a las formas de acción política desordenadas e irracionales que derivarían de la propuesta de Foucault, aparece una reivindicación del marxismo, en tanto este habría permitido el desarrollo por parte del movimiento obrero histórico de un programa en el que “no se trataba de repartir por todas partes bofetadas en la sociedad capitalista, sino de golpear exactamente aquello que la hacía capitalista” (Fernández Liria 1992, 26).
Sin embargo, esta crítica, que permite de nuevo problematizar ciertos extremos que pueden resultar ambiguos en la propuesta foucaultiana, está cargada también de imprecisiones y lecturas forzadas. En primer lugar, en relación con la cuestión de las clases sociales, resulta evidente que en la obra de Michel Foucault no encontramos nada parecido a una sociología de las clases -ni siquiera una definición precisa del propio concepto-. Por el contrario, cuando emplea tal categoría en esta época lo hace generalmente en un sentido lato, en buena medida influenciado, como han señalado Fernando Álvarez-Uría y Julia Varela (2014, 363), por el contexto izquierdista.8 Sin embargo, a la luz de sus publicaciones desde 1968 no puede decirse que Foucault desatienda la lucha de clases, sino que, muy al contrario, esta constituye un elemento esencial tanto en sus intervenciones políticas como en el desarrollo de sus análisis arqueogenealógicos. Sirva como muestra el permanente recurso a la lucha de clases como fenómeno central en la comprensión de las transformaciones de la justicia en la Grecia clásica (Foucault 2012g [1970-1971]) o de las revueltas medievales y el nacimiento del Estado moderno (Foucault 2015 [1971-1972]).
A pesar de que, como ya se ha señalado en este trabajo, tal perspectiva se va desdibujando -con el abandono de ciertas categorías marxistas- hacia la mitad de los años setenta, entendemos que incluso en Vigilar y castigar encontramos elementos más que suficientes para concluir que la genealogía foucaultiana del poder disciplinario es también la historia de la lucha de clases que lo acompaña. Así, fenómenos como el ilegalismo, la resistencia popular a la nueva justicia penal, los discursos social y políticamente saturados de la naciente criminología o la propia acción de la prisión y su papel en el desarrollo del nuevo modo de producción se encuentran inequívocamente vinculados al conflicto de clases que “atraviesa” la emergencia de la modernidad capitalista (2012b [1975], 256-257).
Si quedaran dudas de ello, Foucault será aún más explícito en La sociedad punitiva, al desarrollar todo su análisis genealógico sobre el modelo de la “guerra civil”. Esta noción -fundamental para la izquierda radical francesa en los años posteriores a Mayo del 68-9 permite situar el nacimiento de la modernidad capitalista-disciplinaria en el marco de un conflicto abierto “de los ricos contra los pobres, los propietarios contra quienes no poseen nada, los patrones contra los proletarios” (Foucault 2016 [1972-1973], 40). Este esquema, que podría parecer muy próximo al de la lucha de clases, se va a distanciar explícitamente de él al rechazar la lógica mecanicista que, según Foucault, lo acompaña. La “guerra civil” no se entiende, entonces, ni como una lucha hobbesiana de todos contra todos ni como una lucha entre dos clases inexorablemente condenadas al enfrentamiento.
Sin embargo, este planteamiento -aunque cuestiona la conocida distinción entre “clase en sí” y “clase para sí”- no debe interpretarse simplemente como una crítica al marxismo. Por el contrario, Foucault se sitúa con ello en una posición muy próxima a la de autores como Edward Palmer Thompson -de cuyas investigaciones, según el testimonio de Daniel Defert recogido por Bernard Harcourt, Foucault poseía un “conocimiento profundo” (Foucault 2016 [1972-1973], 59 [nota 20])- o Pierre Bourdieu al defender que la clase social no se configura por la agregación automática de una cantidad de individuos definidos por su posición respecto de los medios de producción o del reparto de riquezas, sino que responde a una construcción histórica, política y cultural que surge en las prácticas de la lucha de clases y no preexiste a ella (Foucault 2016 [1972-1973], 46).10 Así, no resulta sorprendente que la historiadora Michelle Perrot -colaboradora de Foucault-, en referencia explícita a la obra de Thompson (2012), confesara que Vigilar y castigar le había ayudado “a comprender lo que podía ser la normalización en la sociedad industrial, a captar mejor lo que se ha denominado la formación de la clase obrera” (Dosse 2004, 290). En este sentido, consideramos que, como ha apuntado Sandro Mezzadra, “la noción foucaultiana de guerra civil refleja claramente las huellas del paradigma marxista de la lucha de clases” (2020, 61) permitiendo incluso ir más allá de este al incidir en la riqueza de los antagonismos que genera tal proceso (2020, 63).
Entendemos, por todo ello, que resulta problemático proyectar en Foucault un rechazo de la existencia de la lucha de clases que, incluso en intervenciones tardías, es difícil de encontrar en sus textos. Muy al contrario, en estos años llegará a declarar que resulta innegable que esta ha sido “el motor de la historia” (2012e [1978], 99) que, aunque no funcione como la ratio del poder, sí lo hace como garantía de inteligibilidad de algunas de sus grandes estrategias (1978a [1977], 171) e incluso, que el poder, entendido como una fuerza que atraviesa el cuerpo social, podría ser definido como “el conjunto de lo que puede llamarse lucha de clases” (2011 [1977], 7). Como el mismo Foucault aclara, nunca ha pretendido -ni siquiera en los momentos en que se muestra más crítico con el marxismo- rechazar la existencia de la lucha de clases, sino despojarla de su recubrimiento hegeliano para poder atender a lo que significa específicamente la “lucha” en el interior de tal fórmula. Nos encontramos, entonces, ante la reivindicación de Nietzsche frente a una dialéctica que se considera una forma de “pacificación, por el orden filosófico y quizá por el orden político, de ese discurso amargo y partisano de la guerra fundamental” (Foucault 2012f [1976], 57). De este modo, en convergencia con Emmanuel Renault (2015), no interpretamos este recurso a la noción de “guerra civil” como un signo de afinidad nietzscheana dirigido contra Marx, sino, en todo caso, contra la impregnación hegeliana de su pensamiento, ya que Foucault “no ignora que Marx habla de la lucha de clases como una guerra civil larvada susceptible siempre de transformarse en una guerra civil abierta” (2015, 205).
A la luz de su insistencia sobre esta cuestión, podemos concluir que el principal problema que plantea la genealogía foucaultiana de la modernidad para sus críticos no remite al supuesto olvido de la lucha de clases, sino a su rechazo de la pretensión, expuesta por Bob Fine, de “derivar las formas existentes del poder de la relación productiva de la sociedad capitalista” (1993, 116).
Como ya se ha señalado, Foucault concibe el poder como una relación y no como un objeto de posesión, por lo que va a entender, en consecuencia, que este “no es el ʻprivilegioʼ adquirido o conservado de la clase dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas” (Foucault 2012b [1975], 36). Consecuentemente, la lucha de clases tiene cabida en tal planteamiento, pero no así la idea de un poder de clase que sería ejercido unidireccionalmente y de forma total por una clase sobre otra. No se niega la posible existencia de una “clase en el poder” cuyos intereses se impongan a través de algunos de los vectores de fuerza de una época, pero la red de poderes no responde únicamente a su voluntad, sino que es reversible, móvil y se encuentra siempre abierta. Posteriormente, Foucault desarrollará la distinción entre poder y dominación para marcar justamente la diferencia entre una red de relaciones de fuerza abierta y su bloqueo (2014j [1984]). Las relaciones de poder, desde esta perspectiva, aparecen como un fenómeno intencional pero no-subjetivo (Foucault 2012d [1976], 91), que parte de sujetos -individuales y colectivos- con determinados intereses y voluntades, pero cuyo resultado no puede ser previsto ni clausurado por ellos. El diagrama, entonces, constituye siempre una red abierta de relaciones en la que la relativa coagulación de determinadas estrategias de conjunto no implica el bloqueo de las relaciones de fuerza.
Este cuestionamiento de este “postulado de la propiedad” del poder implica una crítica de la noción de “aparato de Estado” que irá acompañada, también, de una apuesta política y estratégica clara. El poder, desde esta perspectiva, ni pertenece únicamente a una clase ni está restringido a la acción del Estado. Por tanto, las luchas contra aquello que lo hace intolerable no deben tener por único objetivo la toma de sus aparatos, sino que deben apuntar también a la transformación de los mecanismos micropolíticos que cercan la vida cotidiana -conclusión estrechamente vinculada con el clima político de los setenta y compartida en determinados ámbitos del marxismo-.11 De lo que se trata, entonces, es de atacar las manifestaciones de un poder insoportable allí donde este se presente, sin esperar al gran día de la revolución, ni desesperar buscando el “eslabón más débil” (Foucault 1978a [1977], 172-173). Con ello, Foucault se sitúa en las antípodas de la formulación que había presentado Louis Althusser en 1970, cuando señaló que “toda la lucha de clases política gira alrededor del Estado […], es decir, de la toma y la conservación del poder de Estado por una cierta clase o por una alianza de clases o fracciones de clases” (1995, 279).
De este modo, Foucault va a tratar de superar el debate izquierdista entre revolución y reforma poniendo en valor los nuevos sujetos y formas de lucha frente al papel subordinado que determinada ortodoxia marxista reservaba para ellos. Así, como él mismo admitió (Foucault 2014f [1973], 580), si algo lo aproxima al anarquismo no es el rechazo de toda forma de poder u organización racional -como plantean algunos de sus críticos-, sino el intento de pensar la estrategia política más allá de la toma del Estado, de la forma-partido y del proletariado como único sujeto revolucionario. Sobre estas consideraciones Foucault edificará una crítica implacable hacia el socialismo real, que será acusado -volviendo sobre una intuición ya presente en Las palabras y las cosas-12 de haber quedado atrapado en los valores burgueses decimonónicos que pretendía combatir, reproduciendo su conservadurismo en lo tocante a la moral cotidiana, al arte, la sexualidad o la familia (Foucault 2014h [1971], 377; 1978c [1971], 42). Así, el problema del socialismo, que únicamente habría podido transformar la organización de la propiedad, pero no las relaciones de poder que atraviesan lo social, consistiría en haber aprendido a soñar “a partir de los elementos de la víspera” (Foucault 1978c [1971], 38).
Conclusión
Lo que finalmente pone en juego el trabajo de Foucault no es solo una reconstrucción histórica, sino, como dijera Gilles Deleuze, “otra teoría, otra práctica de lucha, otra organización estratégica” (1987, 57). A lo largo de este artículo hemos tratado de mostrar que tal propósito no puede entenderse cabalmente si su diálogo con el marxismo se concibe como una disyuntiva radical que nos obligara a elegir entre un Foucault marxista y un Foucault antimarxista. En tal sentido, las reflexiones desarrolladas entre 1973 y 1975 constituyen un punto de apoyo imprescindible para discernir los contornos de una relación que desborda con mucho esa lógica.
La genealogía foucaultiana del poder disciplinario ilumina, desde esta perspectiva, una historia opacada en ciertas reconstrucciones del nacimiento de la modernidad: la de las sujeciones que acompañan y hacen posible el desarrollo del modo de producción capitalista. Así, si Marx atiende al proceso por el cual los obreros fueron “liberados” de su viejo vínculo con los medios de producción y forzados a aceptar las nuevas relaciones productivas (1973, 608), Foucault va a reconstruir la historia de “la conversión de los hombres en productores a través de mecanismos disciplinarios” (Taylan 2015, 23). En consecuencia, la descripción foucaultiana de los mecanismos de poder implicados en ese proceso histórico de proletarización que acompaña el nacimiento del capitalismo, puede leerse como una historia política de la acumulación originaria. La obra de Foucault aparece, entonces, como una oportunidad de profundizar en el trabajo de Marx y de ciertos marxismos.
Sin embargo, esta complejización de la genealogía de la modernidad capitalista no pretende agotar las explicaciones de su emergencia. Habría, sin duda, que ampliar la mirada si se pretende dar cuenta de un fenómeno tan complejo como este e integrar otras dimensiones a las que no hemos atendido y entre las que podemos señalar el surgimiento de determinadas formas de saber -cuestión central para el propio Foucault en Vigilar y castigar-, el desarrollo de ciertas innovaciones técnicas o la división sexual y colonial de la sociedad y la producción.
Además, este marco conceptual tampoco pretende agotar los análisis del capitalismo, especialmente si atendemos a sus formas contemporáneas, que el propio Foucault (2012c [1979]), como ya hemos señalado, y, posteriormente, Deleuze (2006) desvincularon de la moderna utopía de la sociedad disciplinaria. En tal sentido, el presente trabajo únicamente ha tratado de mostrar cómo la genealogía foucaultiana de las disciplinas dibuja un vínculo inextricable entre sujeción y desposesión en el momento del nacimiento del nuevo modo de producción. Esta tesis, sin embargo, permite cuestionar, como ha apuntado Sandro Mezzadra (2020), parte de los relatos construidos en los últimos años acerca del “Foucault neoliberal” (Zamora 2015; Lagasnerie 2015), ya que sobre ella -y sobre la lectura de los propios textos foucaultianos- se puede entender que los desplazamientos analíticos de la disciplina a la biopolítica y, posteriormente, a la gubernamentalidad responden no a una paulatina renuncia sino, en último extremo, a la constatación de una flexibilización simultánea de las formas de poder y explotación. Este extremo, en todo caso, deberá ser analizado en futuras investigaciones.