Introducción
La Ilustración fue un paradigma cultural que, buscando la “iluminación” de la humanidad a través de la razón, fomentó una cultura y un modo de pensar que privilegiaban el empirismo y el conocimiento científico como las únicas fuentes válidas del saber. La sociología es un producto de esa cultura. Así, la primera generación de científicos sociales (August Comte, Karl Marx, Émile Durkheim, Max Weber) consideraron que, en vez de ofrecer puntos de vista científicamente analizados y empíricamente comprobados, las religiones se basaban en la imposición autoritaria de creencias irracionales. Lo religioso era una falsa respuesta a los problemas humanos; en el mejor de los casos, un narcótico para el dolor de las masas oprimidas. Debido a esa tensión histórica, las ciencias sociales se interesaron principalmente por los aspectos institucionales y dogmáticos de lo religioso, y criticaron el autoritarismo institucional y la irracionalidad de la fe.
La Ilustración fue también un proyecto político. Los mismos actores sociales que promovían la Ilustración y la libertad humana en Europa estaban involucrados en la expansión colonial europea en África, Asia y el Caribe. La sociología, la antropología y la historia fueron parte del aparato ideológico colonial y aportaron una forma de mirar a las sociedades desde una perspectiva occidental que fue impuesta como norma (Go 2016). El colonialismo del siglo XIX dio forma a las ciencias sociales. El imaginario social de la Ilustración era el único modelo posible de la vida civilizada. El progreso, comprendido como el desarrollo científico y tecnológico, era la nueva y verdadera religión (Morello 2020). Las luces de la razón cegaron a las ciencias sociales. El proyecto político condicionó al proyecto intelectual.
Las fuentes que esa primera generación de intelectuales europeos manejó sobre la religión fuera de Europa eran de segunda mano; en su mayoría, nunca realizaron trabajos de campo fuera del continente y dependieron de la información que recibían a través de cartas y crónicas. Estos documentos no eran neutrales: muchos fueron producidos por misioneros protestantes en los enclaves coloniales que trabajaban para el aparato colonial (McAuley 2019). Sin embargo, dichos autores, usando esos documentos, establecieron las categorías binarias que todavía utilizamos al estudiar temas religiosos en América Latina, como material/espiritual, sagrado/profano y formas “modernas” o “elementales” de la religión (Engelke 2011).
El aparato conceptual de las ciencias sociales fue creado para comprender las transformaciones que la modernidad provocó en la religiosidad europea. Por eso, uno de los principales desafíos para entender la religiosidad latinoamericana ha sido el uso de categorías que no fueron diseñadas teniendo en mente nuestra realidad religiosa. La ventaja de continuar con el uso de estas categorías es que esto permite un diálogo científico entre el centro (nor-Atlántico) y las periferias (otras regiones del mundo). La limitación es que esas herramientas, al ignorar particularidades culturales e históricas distintas a las europeas, velan aspectos de la experiencia religiosa humana.
Teniendo en cuenta las condiciones de producción de tales categorías, en este número especial queremos problematizar la investigación de lo religioso desde las ciencias sociales en América Latina. Reconociendo las contribuciones desde otros campos disciplinarios (como la antropología y la historia), nos interesa repasar estas cuestiones desde la sociología. Para esta convocatoria recibimos 33 artículos, enviamos 13 a revisar, 30 pares evaluadores hicieron correcciones y, basándonos en sus sugerencias, aceptamos 7. Estos artículos, creemos, contribuyen al debate aquí planteado, discutiendo y criticando la propuesta, aportando nuevos datos y expandiendo la forma de abordar el campo de estudio.
Lo religioso en América Latina ha sido objeto de estudio de la historia, la antropología, la filosofía, la ciencia política, el derecho, entre otras disciplinas. Es imposible en una introducción pretender cubrir esas contribuciones. En esta señalamos, brevemente, aportes y limitaciones de los principales paradigmas vigentes en el estudio sociológico de lo religioso, analizados desde las autoras y los autores de la sociología de la religión latinoamericana, para finalizar proponiendo la categoría de religiosidad vivida como una aproximación válida para estudiar lo religioso en América Latina.
Paradigmas y aproximaciones en discusión
Entendemos que uno de los principales desafíos de la sociología de la religión desde sus comienzos ha sido el de entender la articulación entre modernidad y religión. Una dificultad ha sido la falta de un consenso preciso sobre qué es religión, tanto por la complejidad del fenómeno como por la invisibilización de prácticas religiosas no occidentales.
La idea de “modernidad”, aunque discutida, ha sido más consensuada. En general, en las ciencias sociales se hace referencia a la separación de funciones sociales, con especialización de las esferas de valor (una racionalización que crea ámbitos propios para la economía, la política, la ciencia y la religión, cada espacio con sus reglas y autoridades propias, con autonomía de las otras esferas); la expansión de dinámicas de la economía capitalista (mercantilismo, industrialización, globalización); y la expansión de derechos humanos (civiles, políticos, sociales, sexuales, medioambientales, etc.). Todo ello en el marco de Estados nacionales.
Esta dinámica se inició, en nuestra región, con las guerras de Independencia a comienzos del siglo XIX. A pesar de que América Latina experimentó la modernidad de una forma distinta de la de Europa o Estados Unidos, las mencionadas dinámicas culturales están presentes. La modernidad llegó a nuestras costas como una fuerza cultural hegemónica, muchas veces impuesta por el poder militar o económico, subestimando a las culturas locales como primitivas, bárbaras y oscurantistas. De ahí que las sociedades latinoamericanas tengan una relación diferente con estos procesos de modernización a la de otras sociedades, ya que distintas experiencias de modernidad generan formas variadas de articulación entre religión y modernidad (Casanova 1994; Garrard-Burnett, Freston y Dove 2016; Morello 2015; Ravagli Cardona 2013; Semán 1994).
En esta introducción queremos revisar esa articulación fundante de la sociología de la religión: ¿cómo entender la tensión entre modernidad y religión en América Latina? ¿Cuál es el alcance y cuáles son las limitaciones de los principales paradigmas y aproximaciones?
Paradigmas institucionalistas: la teoría de la secularización y el mercado religioso
Estas dos aproximaciones, si bien difieren entre sí en términos de los efectos que tiene la modernidad sobre la religión, centran el estudio de lo religioso en las instituciones religiosas. El paradigma hegemónico en las ciencias sociales, al intentar explicar el rol de la religión en el mundo contemporáneo, ha sido la teoría de la secularización (Berger 2014; Bruce 2011). Esta sostiene, básicamente, que “a más modernidad, menos religión”. Según Mardones (1996), existen dos énfasis principales en esta tesis: el primero, en su versión más dura, pronosticaba el declive y la posterior desaparición de la religión; el segundo, un poco menos drástico, puso el énfasis en la pérdida de relevancia social de lo religioso en las sociedades modernas. Más allá de estos matices, esta teoría se asienta sobre el presupuesto de la incompatibilidad entre religión y modernidad como un hecho empírico (Berger 2014).
La teoría de la secularización asume la experiencia histórica europea de religión y modernidad como un modelo universal. Como aquella primera generación de sociólogos estaba involucrada fundamentalmente en disputas contra las iglesias, entendió lo religioso en los términos fijados por las instituciones religiosas. Así, esta perspectiva se ha ocupado, principalmente, de la vitalidad de dichas instituciones y la forma de medirla. Para esta escuela, lo que cuenta como religión, práctica religiosa y membresía es lo que el cristianismo del Atlántico Norte entendía como tales a finales del siglo XIX: el aspecto intelectual de la fe, la asistencia al templo como práctica privilegiada y la membresía exclusiva (Hervieu-Léger 1999; Semán 2001). Esta perspectiva, valiosa en aquel contexto, deja sin estudiar muchas de las formas en que los latinoamericanos contemporáneos se relacionan con los poderes suprahumanos en su vida cotidiana(Morello 2019b; Semán 1994 y 2001).
En Europa hasta el siglo XIX pertenecer a una iglesia era, básicamente, ser ciudadano de un Estado o al menos de una región. En Estados Unidos la membresía es una práctica: la persona se registra en una sinagoga o mezquita y se compromete a colaborar con las actividades de esa comunidad. Siguiendo la idea de membresía exclusiva, algunos académicos asumen que una persona practica una religión claramente diferenciable del resto. Estudian las demandas que las instituciones exigen de sus miembros, pero no necesariamente las respuestas concretas de las personas corrientes (Hervieu-Leger 1997; Parker 2006). Esta perspectiva es problemática cuando se trata de entender la religiosidad diaria de los latinoamericanos que no responde a estos patrones: muchos creyentes rinden culto en rituales católicos a deidades populares o cantantes pop; o veneran al dios cristiano con rituales y prácticas de los pueblos originarios (Semán 2001). Y como estas respuestas concretas no encajan dentro de los patrones de membresía exclusiva, se las descalifica como “religiosidad popular”; un tipo de religiosidad de segunda clase, ignorada tanto por algunos líderes religiosos como por ciertos académicos.
El mismo inconveniente surge con los análisis sobre vitalidad religiosa que miden la asistencia al templo como práctica religiosa privilegiada. Menos asistencia indicaría menos vitalidad. La asistencia semanal dominical es una forma de medir establecida en Gran Bretaña en 1851, cuando el Parlamento británico encargó un Censo Nacional de Servicios Religiosos (Religous Worship) que, dicho sea de paso, nunca repitió (Brown 2001; Bruce 2011). La encuestadora Gallup retomó ese indicador en Estados Unidos en 1947 y lo empezó a incorporar a sus encuestas en América Latina en la década de los ochenta.
Esta forma de medir es problemática en América Latina donde, desde tiempos coloniales, la oferta de misas dominicales ha sido irregular (Lynch 2012). En muchas zonas de América Latina la implantación de la Iglesia católica fue débil y tardía, con un clero escaso y disperso en el total del territorio nacional (Da Costa 2011; Romero 2017; Fernandes 2022). La América Latina del siglo XIX no era Gran Bretaña, donde se tomaba por sentada la presencia de ministros religiosos en los templos, funcionarios del Estado nacional. En Latinoamérica, las guerras de Independencia habían dejado a las iglesias sin sacerdotes ni obispos, con relaciones rotas con el Vaticano y en tensión con los nuevos Estados nacionales por casi setenta años (Di Stefano y Zanatta 2009). Más aún, la asistencia semanal al templo no es un requisito en religiones como en el judaísmo, el islam, las religiosidades afro (santería, vudú, umbanda, candomblé) o las tradiciones de los pueblos originarios (Fernandes 2022). La asistencia a servicios semanales, entonces, no parece ser un método apropiado para medir la vitalidad religiosa latinoamericana (Romero 2017).
Para nosotros el problema central es que la teoría de la secularización no explica por qué lo religioso no ha disminuido en el continente americano. Según el estudio del Pew Research Center (2014), en 1910 el 95% de la población creía en Dios y se identificaban como miembros de alguna institución religiosa: un siglo más tarde, este porcentaje es del 92%, diferencia que queda dentro del rango de un error marginal en el análisis estadístico. Si bien distintas encuestas señalan que hay menos catolicismo en la región, no puede afirmarse que haya menos religión. Más aún, el crecimiento del pentecostalismo ha significado una intensificación religiosa (más asistencia al templo, más rituales, más involucramiento). El crecimiento de los no afiliados tampoco ha sido el crecimiento de los no creyentes. Ateos y agnósticos siguen siendo alrededor del 5% de la población continental (Da Costa et al. 2021). A pesar de la modernización experimentada, la consecuencia de “menos religión” no parece ser tan clara para América Latina. Allí, y quizás también en otras partes del mundo, la modernización ha transformado la religión más que privatizarla o suprimirla. El artículo “Lived religion y fenomenología de la religión: el caso latinoamericano”, de Lidia Rodríguez Fernández, Juan Luis de León Azcárate, Vicente Vide Rodríguez, Luzio Uriarte González e Iziar Basterretxea, en este número, amplía y profundiza esta discusión.
Otro intento “institucional” de pensar la relación entre modernidad y religión proviene de investigadores que estudian la situación religiosa en Estados Unidos. Esta perspectiva surge por la propia historia religiosa norteamericana, la cual desafiaba la teoría de la secularización porque a mayor modernidad no había menos religión, sino una mayor vitalidad religiosa. Por eso, desde la perspectiva de la secularización, Estados Unidos se considera una “excepción” a la regla. En la década de los noventa, sociólogos norteamericanos como Roger Finke, Rodney Stark y Stephen Warner dejaron de pensar a Estados Unidos como excepción religiosa y buscaron un nuevo paradigma para entender mejor el escenario de alta modernización con alta religiosidad.
Así surgió la perspectiva del mercado religioso, basada en la teoría de la opción racional (rational choice), que explica la vitalidad de las religiones en relación con el tipo de mercado religioso (monopólico o abierto) en el que operan las iglesias (Chestnut 2003; Finke y Stark 1992; Warner 1993; Williams, Vásquez y Steigenga 2009). La clave para entender el punto de vista de este modelo es el desestablecimiento de las iglesias de Estados Unidos (Chestnut 2003; Warner 1993), es decir, que no hay una religión oficial sostenida por el Estado (como es el caso en el Reino Unido, Holanda y algunos países escandinavos). La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos desestableció las iglesias a nivel nacional y eso generó dos dinámicas: protección para la libertad de religión individual y falta de apoyo estatal para cualquier institución específica. Se creó así un mercado religioso abierto (Finke y Stark 1992).
Este paradigma asume que las personas se acercan a las religiones buscando la salvación; y que las religiones compiten por tener más feligreses, ya que su futuro depende de la capacidad de reclutamiento y retención, no del apoyo estatal. Este modelo considera que el sistema religioso funciona en forma similar a la economía secular: los mercados religiosos que son abiertos (no hay una religión de Estado) tienen múltiples proveedores (iglesias) que ofrecen diferentes productos (religiones) a los consumidores que buscan la salvación eterna. Debido a que los consumidores invierten en lo que para ellos es razonable, las organizaciones se adaptan y compiten por sus preferencias (Finke y Stark 1992). Para este paradigma, la modernidad norteamericana creó un mercado que a la larga expandió la oferta religiosa porque obligó a las organizaciones a adaptarse para sobrevivir, al incentivarlas a mantenerse activas.
Si el lema de la secularización era “a más modernidad, menos religión”, el de esta perspectiva podría ser “a más modernidad, más mercado y más religiosidad”. Dicha explicación resalta elementos que estaban ausentes en la teoría de la secularización, tales como la diferenciación entre sociedades religiosas monopolísticas y abiertas (pluralistas), la dinámica de mercado mayoría/minoría y los distintos modos en que una sociedad regula de hecho el mercado religioso (Frigerio y Wynarczyk 2008). Veronique Lecaros y Jair Rolleri, en su artículo para este número especial, dialogan críticamente con este modelo y la aproximación de la religiosidad vivida al estudiar el liderazgo religioso en dos congregaciones peruanas. Así, muestran las posibilidades de algunas contribuciones del modelo de mercado para el contexto latinoamericano.
Nuestra crítica más importante es que este modelo teórico se funda en una situación institucional que es propia de los Estados Unidos. A diferencia de este país, en América Latina las instituciones religiosas no se han desestablecido en el sentido norteamericano del término (como “denominaciones” o “congregaciones”); y si bien la Iglesia católica mantiene su estatus de “oficial”, “histórica” o de facto “nacional”, tampoco existe en la región una “religión establecida”, como es el caso en muchos países de Europa Occidental donde los jefes de Estado son también líderes de las iglesias nacionales.
Basado en la escuela de la rational choice, el modelo del mercado religioso enfatiza principalmente aspectos racionales de la opción religiosa, en muchos casos desconociendo componentes materiales, corporales, emocionales y sociales que, entendemos, son parte fundamental de las religiosidades latinoamericanas (Ameigeiras 2008; Blancarte 2007; Parker 2006; Romero 2017). El modelo ignora el contexto cultural en el cual se elige un tipo de práctica religiosa (Morello 2015) y excluye de su mirada las prácticas religiosas populares, un elemento clave en la experiencia religiosa latinoamericana (Garrard-Burnett, Freston y Dove 2016; Hagopian 2008; Sanchis 1997).
Otra crítica importante es que este modelo no ha prestado atención a la variedad de actores dentro del catolicismo latinoamericano. Gill (1998) y Neuhouser (1989), por ejemplo, supusieron que, atendiendo a la jerarquía, estaban viendo todo el catolicismo. Sin embargo, a pesar de que los católicos son integrantes de una misma confesión, en la práctica son muy diversos y no necesitan romper con la tradición para encontrar una experiencia de religiosidad diferente (Fernandes 2022; Pereira Arena y Brusoni 2017).
Al igual que con el caso europeo, el modelo teórico que explica la experiencia norteamericana no puede ser aplicado acríticamente en forma global. Sin embargo, esta forma norteamericana de medir la vitalidad religiosa está inserta en todas las encuestas mundiales de religión. Por ejemplo, Pew Research Center mide una variable de restricciones religiosas y la libertad de mercados religiosos. Otra pregunta típica que aparece en muchas encuestas trata sobre cuántas veces por semana una persona lee la Biblia, una práctica propia del evangelismo norteamericano. Al considerar el caso latinoamericano, este tipo de medición excluye, por ejemplo, a las tradiciones afrorreligiosas, como la santería, el candomblé y la umbanda, las cuales no tienen textos sagrados. El informe Pew (Pew Research Center 2014) pregunta (P 35) si un sacerdote o un pastor recientemente ha visitado el domicilio del respondiente. Tal como se plantea la pregunta, no incluye la visita de una monja católica, una misionera adventista o una mae umbanda, que son presencias mucho más frecuentes en algunas comunidades del continente (Suárez 2015). En este sentido, la experiencia religiosa norteamericana no es un criterio adecuado para definir qué cuenta como religión, y dónde y cuándo hay religión en América Latina (Bender et al. 2013).
Del constreñimiento institucional al paradigma de la individuación y la desinstitucionalización
En el otro extremo del espectro están los paradigmas que enfatizan los procesos de individuación y desinstitucionalización. Podríamos decir que estas miradas asumen que, “a más modernidad, más individuación y menos religión” (Callejo González 2010; Hervieu-Léger 2007; Mardones 1996; Mazusawa 2005; Sarrazín 2018).
Estas posiciones surgen como una revisión a la teoría de la secularización en el Viejo Continente. A finales de los noventa, José María Mardones (1996,124)describía la situación religiosa española como de una “fragmentación de la coherencia doctrinal” y de un marcado “sesgo individualizado de las creencias”. Estas dos dinámicas fueron criticadas por autoras que exploraron tanto el sesgo autonómico (Carozzi 1999) como la subjetivación, pero sin que esto implicara necesariamente una renuncia a la adscripción institucional (De la Torre y Gutiérrez Zúñiga 2008). Este cambio de mirada se sustenta, principalmente, tanto en la falta de aplicabilidad y ajuste de la teoría de la secularización como en el cuestionable peso dado hasta el momento al concepto de religión orientado hacia las iglesias. Christian Parker (2006), por ejemplo, planteó la necesidad de un nuevo enfoque “posoccidental” de la religión, dado que las categorías sociológicas occidentales clásicas presentan un sesgo eclesiocéntrico y resultan poco adecuadas para las formas que adoptan las religiosidades contemporáneas, caracterizadas por la “creatividad de la gente común” para introducir prácticas y rituales sincréticos al modo “hágalo usted mismo” (2006, 72).
Simultáneamente, el creciente pluralismo social, cultural y religioso; la expansión de la educación; el acceso a los medios de comunicación masiva y el internet son propuestos como parte de los factores que modifican las relaciones que las personas modernas tienen con lo suprahumano (Parker 2005), de modo que se transforma inevitablemente el vínculo que tienen con las instituciones religiosas y se hace aún más presente el “sesgo individualizado”. La tensión entre el sujeto y la institución ha sido uno de los elementos más visibles y trabajados en las últimas décadas (Mallimaci 2008). Desde esta perspectiva, la relación de la religión con la modernidad se entiende más como una recomposición que como un declive de lo religioso (Esquivel 2010), un campo religioso donde se desregula y donde las iglesias pierden autoridad (De la Torre 2013).
Desde este sesgo individualizado, los creyentes no son necesariamente miembros de una nueva religión, sino más bien buscadores espirituales (De la Torre y Gutiérrez Zúñiga 2008) que van configurando su propio camino en materia de práctica y creencias. Así, los individuos configuran sus propios itinerarios religiosos, “apropiándose de creencias de diversas procedencias y estructurando sus universos de sentido a la medida de ellos mismos y de acuerdo con sus necesidades materiales, espirituales, simbólicas” (Esquivel 2010, 63).
Al comenzar a correr la mirada de la religión constreñida a las instituciones, se llegó entonces a un nuevo consenso en la academia: más que desaparecer, la religión cambiaba de lugar y salía del control exclusivo de las iglesias. E incluso, al salir también por fuera de los márgenes del paradigma del mercado religioso, las iglesias ya no estarían “compitiendo” solo entre sí, sino también con otros actores que comienzan a posicionarse como agentes productores de lo sagrado (Pérez 2019).
Acompaña este viraje en la mirada la creciente utilización del concepto de espiritualidad, principalmente en la academia norteamericana, para enfatizar la dimensión subjetiva e individual de la experiencia (Hanegraaff, 2000; Woodhead 2010). Mientras Frigerio (2016) plantea dudas sobre el uso de la categoría espiritualidad, Lidia Rodríguez Fernández, Juan Luis de León Azcárate, Vicente Vide Rodríguez, Luzio Uriarte González e Iziar Basterretxea abren, en este número, la discusión del concepto de espiritualidad vivida para el contexto latinoamericano.
Estos trabajos ponen el foco en los procesos de subjetivación y desinstitucionalización (con distintos énfasis y grados), y resaltan el hecho de que los individuos modernos reconfiguren más libremente sus creencias religiosas. A este proceso se le ha descrito alternadamente en la academia como “religiosidad a la carta”, “menú creyente” o “bricolaje”, como parte de las metáforas de las “nuevas” formas subjetivas del creer (Algranti 2018). Los aportes más significativos de estos análisis han sido el reconocimiento de la autonomía del sujeto creyente y la dinamización de la discusión sobre el rol institucional en el campo religioso (Algranti, Mosqueira y Setton 2019).
Si bien la pérdida de legitimidad y control de las instituciones religiosas sobre la práctica de los creyentes es real (y afecta a instituciones sociales, políticas, económicas, sindicales y culturales), estas siguen influenciando la vida de millones de personas en América Latina. Las religiones brindan un marco interpretativo de la realidad y mantienen viva la memoria; las iglesias continúan siendo sitios importantes para la experiencia religiosa y proveen narrativas públicas que los creyentes adoptan en sus prácticas personales (Morello 2021b). Una característica del cambio religioso en América Latina es la recreación de nuevas creencias y prácticas religiosas que atraviesan a las iglesias tradicionales y hacen de estas instituciones transversalizadas (De la Torre 2002).
Mientras valoramos que este paradigma cuestiona las miradas excesivamente enfocadas en las instituciones y destaca el rol de los sujetos, nosotros preferimos hablar de autonomía y no de individuación. La religiosidad latinoamericana se caracteriza históricamente por ser el resultado de una negociación entre sujetos e instituciones (De la Torre 2013), una idea que exploraremos en detalle en el siguiente apartado. Además, hay que tener en consideración que, en un contexto de marginalización de amplios sectores de la sociedad -como sucede en América Latina hoy-, no todas las personas tienen los recursos materiales y simbólicos para acceder a las nuevas formas “desinstitucionalizadas” del creer (terapias alternativas, cursos energéticos o viajes iniciáticos) (Esquivel 2010). Centrarnos solo en estos procesos de subjetivación limita el estudio de la interacción entre religión y modernidad a sectores de clase media y alta, y excluye la religiosidad de sectores medios-bajos y bajos que constituyen dos tercios de la población continental.
Un paradigma entre lo individual y lo institucional: la religiosidad popular
Entre el énfasis puesto en las instituciones y los individuos, hay otros colegas que han buscado respuestas en las formas de religiosidad popular. Esta perspectiva interpreta la interacción religión/modernidad desde prácticas propias de la región y en general ha sido desarrollada por investigadores de América Latina (Ameigeiras 2008; De la Torre 2013; Fernández 2004; Álvarez Santaló, Buxó Rey y Rodríguez Becerra [1989] 2003).
Este paradigma presta atención a un amplio rango de prácticas que funden en una matriz católica espiritualidades de pueblos indígenas, tradiciones afro y de cultura popular. La religiosidad popular no se conforma con la narrativa de una institución “vaciada”. Destaca y reivindica la existencia de una instancia comunitaria ubicada entre el individuo y la organización oficial. La mayoría de quienes usan este concepto enfatizan el adjetivo popular, el componente antielitista y que se trata de un tipo de religión opuesto a la “oficial” (Ameigeiras 2008; Álvarez Santaló, Buxó Rey y Rodríguez Becerra [1989] 2003). Esta religiosidad sería la forma en la que los pobres se oponen a la cultura religiosa dominante (Fernández 2004); una respuesta religiosa “del pueblo” a los desafíos de la modernización impuesta por una élite religiosa que practica una religión más racionalizada, institucionalizada y moderna. Aquí, el resumen de la perspectiva es “a más modernidad, más resistencia; a menos religión de la élite, más religiosidad popular”.
La religiosidad popular destaca una característica moderna de lo religioso: la agencia del sujeto creyente. Los creyentes adaptan, recrean y reutilizan lo que las instituciones religiosas les brindan (De la Torre 2013). Es un paradigma que privilegia la creatividad de las personas religiosas y su capacidad de producir y reproducir la religión, en relación con, pero no necesariamente limitada por, las instituciones religiosas.
Este paradigma significa, sin duda, una profundización en la comprensión de la religiosidad latinoamericana. Sin embargo, en el lenguaje académico latinoamericano, popular es usado como adjetivo para describir al sustantivo catolicismo (De la Torre y Martín 2016). Por tanto, esta conceptualización tiende a omitir a pentecostales, otras minorías religiosas y a los no afiliados, quienes también forman parte fundamental del panorama de la diversidad religiosa del continente. Y si bien es cierto que algunos autores califican a los pentecostales como “protestantes populares” (Bastian 1986; Míguez 2002), el problema es que el pentecostalismo es una religión distinta y no una forma “popular” de practicar el luteranismo o el calvinismo. Al mismo tiempo, no todos los pentecostales son pobres (Carpio Ulloa 2022) y, cada vez más, el pentecostalismo está presente en niveles socioeconómicos altos, con participación en escenarios donde se discute poder económico y político. En el campo académico, el crecimiento de estudios sobre el mundo protestante y pentecostal es importante, y ha generado espacios académicos internacionales especializados, como la revista Protesta y Carisma (Masilla y Mosqueira 2021). Este paradigma también deja fuera de la investigación a los no afiliados -aquellos desinstitucionalizados que son el centro del modelo anterior- y que hoy constituyen un 10% de la población (Da Costa et al. 2021).
Otra crítica es que, como resultado de esta asociación de las élites con la religión “oficial”, algunos académicos tácitamente consideran que la religión popular es una forma “heterodoxa” y “sincrética” de religiosidad. Para algunos, la religiosidad popular sería más bien una clase de “práctica mágica” en vez de una “religión ética y racional”, como la que practicarían las élites. Esta etiqueta implica asumir que la religión practicada por las élites no está contaminada con otras tradiciones religiosas. Por este motivo, otros académicos rechazan la idea de ver la religiosidad popular como la corrupción de una ortodoxia y prefieren el término religión híbrida o mestiza, argumentando que el catolicismo siempre ha sido sincrético y no existe un catolicismo “puro” (Delgado 1993).
Así, puede decirse que la religión popular es una respuesta concreta desde América Latina entre la asimilación y la reacción a la modernidad, un entremedio (De la Torre 2013) entre la adaptación y la creatividad. Sin embargo, el paradigma no termina de incluir el panorama contemporáneo: la religiosidad latinoamericana hoy excede al catolicismo popular.
La aproximación desde de la religiosidad vivida
En este número temático de la Revista de Estudios Sociales discutimos la categoría de la religión vivida. El origen de este concepto suele estar asociado a Robert Orsi (1985) quien investigó las prácticas del catolicismo en Harlem, Nueva York, entre 1880 y 1950. Como el estudio de las prácticas religiosas en Estados Unidos no contaba con una categoría como religiosidad popular (en Norteamérica popular religiosity refiere a la cultura pop y alude a prácticas relacionadas con ovnis, Elvis Presley, etcétera), Orsi llama a las prácticas de los inmigrantes italianos en la fiesta patronal lived religion. Pero lo que entiende por religiosidad vivida es lo que colegas de América Latina habían estudiado como religiosidad popular (Ameigeiras 1994; Ameigeiras y Seibold 1998).
El siguiente hito fue el taller que organizó el historiador David D. Hall (y su resultado publicado en 1997) en la escuela de religión de Harvard en 1994, en el que invitó a pensar en la religión dinámicamente, en términos de prácticas vinculadas a contextos sociales específicos, y propuso el concepto religión vivida como punto de partida. En ese encuentro participó la sociología francesa Daniéle Hervieu-Léger, quien ha sido una interlocutora destacada de muchos estudiosos latinoamericanos.
En la sociología, algunas autoras empezaron a incorporar el término a comienzos del tercer milenio (Dillon 2003), a veces también como everyday (Ammerman 2006), hasta que Meredith McGuire (2008) lo usó como título de su libro. Ella y Nancy Ammerman (2014 y 2021) son los principales referentes de este cambio de mirada. Sus contribuciones articulan una serie de transformaciones en el campo de estudio del fenómeno religioso que, en las últimas tres décadas, ha comenzado a prestar atención en mayor medida al discurso y las narrativas, a los rituales y, especialmente, a las prácticas de la vida cotidiana de las personas comunes (Edgell 2012). En un momento en el que la sociología estaba enredada en la discusión sobre si el mundo moderno se estaba secularizando o no, las voces de los propios actores invitaron a atender a la forma en que se estaba viviendo la religión en la vida cotidiana (Ammerman 2014). La mayoría de quienes trabajamos la religión vivida en América Latina tomamos a estas autoras como interlocutoras.
En el español, el uso de la categoría religión vivida empezó en ámbitos religiosos. Según una consulta al Ngram Viewer de Google, comenzó a aparecer como una frase en libros y artículos (digitalizados y catalogados por Google Books) publicados en los años cuarenta. Los primeros que utilizaron este concepto fueron autores del campo de la teología católica, en textos en general preocupados por la brecha entre la religión institucional y la práctica de los sectores populares de la sociedad (Negre Rigol 1968). En América Latina apareció como una aclaración de la idea de religiosidad popular. Para Hallet (2002, 103), la religión popular es la “religiosidad vivida por las muchedumbres, sin preocupación por las voces dogmáticas”, haciendo referencia a la distancia entre lo propuesto por la institución y lo efectivamente practicado por los creyentes.
En 2014, en un número especial de la Latin American Reserach Review, Jeffrey Rubin, David Smilde y Benjamin Junge editaron una colección de artículos que trataron la religión vivida en Latinoamérica. Lo interesante de estos trabajos es que las investigaciones no tenían como principal objeto de estudio lo religioso, pero al explorar las zonas de crisis en la vida cotidiana (ciudadanía, inseguridad, medioambiente) los autores se encuentran con el tema. Citando a Daniel Levine (2012) , quien desde la década de los noventa viene trabajando en la intersección de las prácticas religiosas y políticas, Rubin, Smilde y Junge (2014) afirman que la religión se hace presente en las formas en las que las personas manejan la vida diaria.
Entre los estudios enrolados en la perspectiva de la religión vivida en el continente, destacamos los que exploraron en profundidad la vivencia cotidiana de los católicos latinoamericanos (Morello 2020; Rabbia y Gatica 2017; Romero, Pérez y Lecaros 2017; Pereira Arena y Brusoni 2017); los testimonios de salvación de los creyentes evangélicos convertidos (Da Costa et al. 2020); el lugar que ocupa el cuerpo en relación con las creencias a través de los tatuajes de los creyentes (Morello 2021a); las manifestaciones, trayectorias y prácticas de creyentes no afiliados (Lecaros 2017; Rabbia 2017) y no creyentes (Da Costa 2020); una perspectiva comparada con Europa a través de la exploración del catolicismo y el protestantismo desde América Latina y el sur de Europa (Roldán y Pérez 2020).
David Smilde y Hugo Pérez Hernáiz (2021) presentan la relevancia del concepto de religión vivida para comprender la religiosidad postsecular, y argumentan el desafío que implica para las sociedades seculares la articulación y la coexistencia con comunidades y prácticas religiosas que persisten pese a todo pronóstico; incluyen en la colección trabajos empíricos provenientes de América Latina y Asia (Johnson y Densley 2021; Rinaldo 2021).
Los estudios mencionados entienden por religión vivida las prácticas que realiza la gente común en situaciones de la vida cotidiana para conectarse con poderes suprahumanos. Estas son prácticas (y como tales incorporan corporalidad, materialidad, espacios y discursos) elegidas por los individuos (de un repertorio de prácticas religiosas de esa sociedad que no está limitado por sus confesiones) con autonomía (la autoridad religiosa no es necesariamente la que define qué está bien o mal) y creatividad (modificando y adaptando a sus circunstancias vitales).
La religiosidad vivida por los sujetos es desprolija, multifacética, ecléctica y se expresa en prácticas diversas en las que los creyentes involucran cuerpos y emociones. Muchas veces esas prácticas se originan en una tradición religiosa, pero son adaptadas, modificadas, recreadas y mezcladas por las personas (Ammerman 2014, 2021; McGuire 2008; Morello et al. 2017). Esta aproximación rescata los aspectos propios de la religiosidad latinoamericana que no siempre han quedado en evidencia cuando se aplicaron otras categorías científicas.
El consenso es que la modernidad transforma lo religioso y por lo tanto necesitamos categorías que nos permitan aprehender esta transformación. La religiosidad vivida es un enfoque que posibilita explorar la vida cotidiana de las personas, buscando en ella los patrones de presencia (o ausencia) de lo religioso en su mundo social, utilizando los métodos y técnicas de recolección de datos ya disponibles para los investigadores sociales -desde los más clásicos, como las entrevistas en profundidad, las historias de vida y las etnografías, pasando por las técnicas de fotoelicitación y elicitación de objetos, hasta los más novedosos, como los estudios sobre prácticas en las redes sociales-. En este sentido, la religión vivida se presenta como un enfoque que atribuye importancia a los significados que los seres humanos dan a sus acciones en el marco de su mundo social.
Privilegiando las prácticas, esta aproximación sirve para indagar tanto en los sectores populares como en las élites, entre los afiliados y comprometidos con comunidades de fe, y también entre aquellos no afiliados que se declaran “espirituales” o “creyentes”. Explorar las prácticas cotidianas dirige entonces nuestra atención a lo narrativo, lo espaciotemporal, lo material (los objetos utilizados en la relación con lo sagrado), lo emocional (los sentimientos ligados a esas prácticas) y lo corporal (cómo el cuerpo humano es objeto de y media en las prácticas sagradas). Prestar atención a estas dimensiones es reconocer la humanidad presente en la religiosidad.
La aproximación de la religiosidad vivida pone foco en las prácticas narrativas (Ammerman 2021). Todos llegamos a ser quienes somos ubicándonos en las narrativas sociales existentes en nuestro mundo social (Somers 1995). Las historias que los sujetos cuentan despliegan elementos valiosos para comprender la creación de sentidos, la búsqueda de significados, así como las performances y los otros actores que forman parte de la religiosidad practicada por el sujeto.
El enfoque de la religiosidad vivida amplía la idea de lugares y tiempos sagrados. Esta aproximación permite explorar un rango mayor de espacios y momentos que son considerados sagrados, y abre la posibilidad no solo a los lugares considerados tradicionalmente como los “adecuados” (McGuire 2007), sino también a aquellos que no han sido lo suficientemente estudiados, como los hogares, las calles, el trabajo o los espacios de tránsito (Giménez Béliveau 2021; Pereira Arena y Brusoni 2017; Williams, Vásquez y Steigenga 2009).
En este número, Adelaida Ibarra Padilla y Andrés Felipe Ospina Enciso indagan el uso de imágenes tradicionales católicas desde la perspectiva de los cofrades de la Semana Santa en Tunja, Colombia, y muestran los matices que aparecen cuando la investigación se centra en las prácticas y las perspectivas de los sujetos que las realizan y no tanto en los mandatos institucionales. Por otro lado, la exploración en hogares en Tijuana, México, llevó a Lucero López Olivares y Olga Odger Ortiz a visibilizar la presencia del hinduismo en esa ciudad y las transformaciones que la práctica religiosa sufre al acompañar los procesos migratorios; y, luego, a desafiar las categorías binarias clásicas de la sociología de la religión.
En cuanto a los tiempos, a través de la exploración de las prácticas cotidianas, aparecen detalles sobre los momentos en que las personas conectan con lo suprahumano más allá de la asistencia semanal a los servicios religiosos. Los momentos cercanos al despertar o al dormir, de silencio producto de una pausa en el trabajo y los tiempos de crisis cuando la vida les pide a las personas “parar” son algunos de los diversos instantes de conexión que han aparecido en los estudios de religión vivida (Pereira Arena y Brusoni 2017).
Finalmente, las dimensiones corporales, materiales y emocionales aparecen, asimismo, como sitios importantes para la experiencia religiosa. McGuire (2008) cuestiona la falsa dicotomía entre espiritualidad y materialidad, argumentando que las ciencias sociales de la religión podrían transformarse si tomaran en serio la condición material de la experiencia humana. Lo mismo sucede con el aspecto emocional de la vida de las personas y cómo este aparece al narrar y experimentar lo religioso en su vida (Rabbia et al. 2019). En el artículo “Protesta y peregrinación en Santiago de Chile. El caso de la animita de Mauricio Fredes durante la revuelta chilena”, en este número, Sergio Urzúa-Martínez y Macarena González Fransani analizan estas dimensiones en las prácticas de las animitas en Santiago de Chile, cenotafios populares que materializan una relación afectiva con los difuntos, en espacios públicos, por fuera de las instituciones, pero no de la comunidad.
Los trabajos, en general, siguen destacando el rol de las comunidades religiosas. Al poner el foco sobre los no expertos, sobre las prácticas y sobre la expresión de la autonomía del creyente más allá de las tradiciones, la religiosidad vivida explora aspectos que clásicamente fueron dejados a un lado por una mirada que privilegió lo institucional (Ibarra 2021). No declaran difuntas a las instituciones tradicionales ni las dejan de lado (Ammerman 2021), pero intentan hacer justicia con las personas que se autodefinen como “no afiliadas” (aquellas que creen sin sentirse identificas con una confesión), “a mi manera” (quienes matizan constantemente su identidad religiosa), o con quienes se mueven en torno a instituciones religiosas no dominantes o poco estudiadas. Atentas al riesgo individualista del concepto de religiosidad vivida, Nahayeilli Juárez Huet, Reneé de la Torre y Cristina Gutiérrez Zúñiga, en su artículo de este número temático, discuten esta categoría basada en la experiencia mexicana y proponen religiosidades bisagra como alternativa.
La religiosidad vivida pretende observar y reconocer a los sujetos como creadores, generadores y productores de sentido religioso con agencia para intervenir en el campo religioso (Gutiérrez Zúñiga 2020; Morello 2019a). Lo religioso no se decide solamente en las instituciones. Los “clérigos” o los “profetas” (metáforas bourdieusanas) no son los únicos que ejercen la agencia en el campo. Si lo único que importan son las dinámicas institucionales, perdemos de vista lo que los sujetos hacen, incluso las formas en las que van transformando a las instituciones establecidas. Esta aproximación nos permite ver la negociación que los sujetos hacen con las tradiciones religiosas disponibles, en función de sus propias circunstancias y experiencias vitales. Muchos de los artículos de este número muestran esta negociación, en especial el de Luis Bahamnodes González y Nelson Marín Alarcón. Al analizar el consumo de productos religiosos en Santiago de Chile, muestran cómo los sujetos construyen sus sistemas de creencias con lo que tienen a mano, más allá de las restricciones teológicas establecidas por las tradiciones con las que se identifican. Desde la vida de los sujetos se amplifica el rango de prácticas, creencias y experiencias religiosas. En la vida cotidiana aparecen prácticas tradicionales (visitar el terreiro, celebrar el sabbath) y otras que no lo son (tatuajes, lavar cristales con agua de lluvia), o que no han sido tenidas en cuenta en las encuestas internacionales (encender velas, escuchar música, usar agua u otros objetos bendecidos).
Si bien es cierto que la idea de religión vivida se originó en la academia del Atlántico Norte, entendemos que el carácter empírico de esta aproximación la ha hecho pasar fronteras y plantear discusiones de alcance transnacional (Smilde y Pérez Hernáiz 2021). En parte, porque académicos latinoamericanos llevan varios años estudiando las experiencias y prácticas concretas de la vida cotidiana de los creyentes, rescatando aspectos que los propios sujetos creyentes consideraron religiosos y significativos en sus vidas, dejando en sus manos la definición de lo que consideraban como tal. En diversos trabajos de colegas del sur, encontramos que, a pesar de no enmarcarse explícitamente dentro de una aproximación como la religiosidad vivida, sí han abordado en múltiples ocasiones la recuperación de la experiencia religiosa desde la perspectiva de los sujetos.
Por ejemplo, el enfoque narrativo ha sido utilizado para comprender la religiosidad del sur global y mostrar su potencial para explorar las resistencias en la modernidad religiosa contemporánea (Wright 2015), su rol en las problemáticas sociales cuando son presentadas por instituciones religiosas en contextos políticos (Esquivel 2013), el papel que desempeñan en contextos de privación de la libertad y en términos de conversión (Manchado 2017 y 2021), o para comprender la construcción de las identidades religiosas (Stoll 2004).
En cuanto a lo material, lo corporal y lo emocional, podemos citar los trabajos que ponen el foco en la cultura material y emocional de los contextos rituales (Algranti 2018), el lugar que ocupan los cuerpos en las prácticas de los creyentes (Carini 2009; De la Torre 2021; Puglisi 2018), en la experiencia religiosa (Aguilar Ros 2021) y en las danzas tradicionales asociadas a ceremonias religiosas nativas (García Escobar 2015). Desde un enfoque de género, Leite (2017) analiza las repercusiones de la moral religiosa en la construcción del cuerpo y la sexualidad femenina, mientras Milsev Santana (2021) expone cómo los cuerpos se ven atravesados por los imaginarios y nociones sobre el género que tienen algunas comunidades religiosas.
Las emociones también han sido estudiadas desde su movilización por parte de comunidades religiosas como estrategia de acercamiento a los creyentes (Gutiérrez Vidrio y Reyna Ruiz 2015) o como aspectos centrales para indagar sobre la religiosidad contemporánea, y se muestra cómo algunas expresiones afectivas son comunes a las distintas tradiciones religiosas y las nuevas espiritualidades (Viotti 2017).
En cuanto a la dimensión espacial, Odgers Ortiz (2008) ha explorado la centralidad que tiene la religiosidad de los migrantes en términos de la construcción de espacios locales en las sociedades de destino, mientras que Suárez (2021) habla sobre la reconfiguración del aspecto espacial dada por las procesiones populares como la de la Virgen de Guanajuato en México, que resemantizan el espacio y dictan una nueva geografía religiosa en las calles. También los trabajos desde la geografía religiosa se han ocupado de la dimensión espacial que, en el marco de la pandemia por la COVID-19, reflejan la construcción de nuevas espacialidades para la práctica religiosa en condiciones de restricciones para habitar otros espacios (Flores 2020).
Entendemos que la academia latinoamericana viene trabajando en dos líneas -el interés en prácticas concretas y la dificultad de las categorías teóricas en uso- que apuntan tanto en la dirección de la aproximación de la religiosidad vivida como en la creación de un paradigma sociológico nuevo que permita dar cuenta de las particularidades religiosas del continente.
En definitiva, la aproximación de la religiosidad vivida nos permite explorar las prácticas religiosas en sus diferentes facetas y poner en diálogo las discusiones en América Latina con otros espacios intelectuales. La religiosidad vivida puede ser útil para pensar cómo se articulan modernidad y religión en otras zonas del planeta, en donde la teoría de la secularización y el resto de abordajes clásicos tienen límites serios para categorizar e interpretar la expresión religiosa concreta, con sus anclajes históricos, culturales, sociales y políticos.
Nuestro trabajo académico está basado en América Latina y poco conocemos de los estudios de sociología de la religión hechos en África o Asia. Especulamos que la categoría de religión vivida puede ser un buen comienzo para desarrollar un diálogo sur-sur, pero dadas nuestras limitaciones no nos atrevemos a afirmarlo. No es que aboguemos por un “excepcionalismo” latinoamericanista, sino que no queremos “universalizar” categorías que ignoran otras realidades culturales.
Comenzamos este artículo señalando que cada conocimiento tiene un contexto. Extendemos la invitación a pensar nuestras realidades en relación con nuestros contextos y en cómo estos se vinculan con la voz de los “no expertos” que desafían a pensar nuevas categorías para hablar de religión en la era moderna.