En memoria de Mauricio Fredes (m. 27 de diciembre de 2019)
Introducción
El 27 de diciembre de 2019, en pleno centro de Santiago de Chile, falleció Mauricio Fredes durante las multitudinarias jornadas de protestas contra el Gobierno de Sebastián Piñera. Rápidamente, la muerte de este joven manifestante fue atribuida a la brutal represión desplegada por la policía militarizada chilena. Los testigos del incidente señalaron que Mauricio Fredes, de 33 años, había caído a una fosa de más de dos metros de profundidad cuando buscaba sortear las arremetidas policiales. La autopsia realizada por el Servicio Médico Legal arrojó que el deceso se debió a una asfixia por sumersión, esto luego de que los carros policiales -encargados de dispersar a la multitud- llenaran de agua la fosa en la cual Mauricio se encontraba herido.
Esa misma noche, la muerte de Mauricio fue comunicada en los noticiarios y rápidamente viralizada en las redes sociales. Al día siguiente, cientos de personas concurrieron al lugar para ofrecer sus respetos y homenajear al joven fallecido. Espontáneamente y sobre la misma fosa en la que cayera Mauricio Fredes, las personas allí reunidas comenzaron a construir una animita. Erigida a un costado de la principal arteria capitalina, esta animita se convertiría con el paso de los días en un lugar de peregrinación, al cual los manifestantes concurrían a saludar, depositar objetos, dejar mensajes, cantar o simplemente reclinarse y guardar silencio.
Las animitas son artefactos propios de una práctica religioso-popular presente en Chile y otros lugares del mundo andino. Son construidas en el lugar donde alguien encuentra la muerte, lejos de su hogar y de la compañía de los suyos, y son asociadas generalmente a decesos trágicos, sangrientos o violentos (Parker 1992; Salas Astrain 1992; Plath 2012; Lira 1999, 2002 y 2016; Ojeda Ledesma y Torres 2011; Guerrero Jiménez 2012; Bahamondes 2002 y 2014; Benavente 2011). En Chile, la fuerza de esta práctica queda de manifiesto en plazas, calles o carreteras del país, donde se construyen animitas para recordar a quien falleciera de forma inesperada -al igual que ocurrió luego de la muerte de Mauricio Fredes-.
Sin embargo, la animita de Mauricio Fredes presenta algunos rasgos distintivos que desde un principio llamaron nuestra atención y que, en parte, motivaron la realización de este estudio. Un primer elemento está relacionado con sus hacedores, en tanto la construcción no se limitó -como suele ocurrir- a lo que familiares o cercanos podían hacer, sino que este proceso involucró a un colectivo mayor y muchas veces anónimo. Un segundo elemento refiere al lugar en el que se emplazó la animita, esto es, en pleno centro de la capital, donde su aparición constituye una interrupción de la normalidad política. Finalmente, un tercer elemento se asocia a un contexto social marcado por extensas jornadas de protesta que propiciaron que las personas accedieran masivamente a la animita de Mauricio Fredes y pudieran participar de las dinámicas que en torno a ella tenían lugar.
Con base en observaciones iniciales sobre la construcción de la animita de Mauricio Fredes y en las interacciones que presenciamos durante los días que siguieron a su muerte, surge la pregunta de si las animitas son meras imágenes mortuorias destinadas a demarcar el sitio de la muerte de una persona o si más bien estas son experimentadas por sus hacedores y practicantes como un cuerpo vivo y presente. También, y a la luz de la expansión y persistencia de la animita de Mauricio Fredes, aparece la pregunta de si las animitas pueden exceder los límites de las prácticas religiosas populares y adquirir un ímpetu político cimentado en la memoria, reflexión escasamente considerada por la literatura especializada en lo que respecta a estas imágenes mortuorias.
Dada la naturaleza de estos interrogantes, se desarrolló un estudio situado desde un enfoque etnográfico, en el cual la observación participante fungió como la principal herramienta para la producción de los datos. Así, siguiendo a Jociles Rubio (2018), entendemos que, bajo esta técnica, observar refiere a la producción y al registro sistemático (en el diario de campo) de datos sobre las prácticas sociales mientras estas acontecen. De este modo, durante el trabajo de campo en Santiago de Chile -en lo que se ha conocido como el estallido social chileno de 2019- se procuró registrar las múltiples observaciones que se realizaron, dando cuenta del entorno físico y emotivo, los objetos implicados, la secuencia de las acciones, el comportamiento de los participantes, y los gestos y movimientos de las personas que interactuaban con la animita de Mauricio Fredes. El objetivo, por tanto, fue proveer al estudio de descripciones minuciosas de la práctica de la animita y de los actores involucrados en ella.
Ambos autores observaron libremente los situaciones, actores y momentos que consideraron de mayor interés. Luego, se analizaron y discutieron las notas de campo, y se integraron las respectivas descripciones en tres categorías analíticas: a) la forma de la animita y los objetos alojados en ella; b) el escenario, las emociones y las interacciones asociadas a la práctica de la animita1; y c) los cambios experimentados por esta en el periodo en el que se desarrolló el estudio.
Durante el trabajo de campo, además, se hizo un registro fotográfico de la animita, de su entorno y de las interacciones que allí se produjeron. Así, las fotografías que acompañan este escrito tienen como función reforzar la realidad experimentada. En este sentido, como sostiene Castro Ramírez (2018), la fotografía configura un “presente etnográfico” que da cuenta de un “así es” o un “así era”, y revela la presencia de los investigadores en el campo, en una suerte de un “allí estuve”. Así, y siguiendo a Hermansen y Fernández (2020) estos registros fotográficos cuentan lo que sucedió en el lugar, lo que se observó estando allí, y lo proyectan en el tiempo, haciéndolo permanente. Es importante destacar que el uso de fotografías en el marco de los estudios etnográficos se ha convertido en un importante recurso para comprender los procesos de interacción en los que concurren diversas emociones y múltiples interacciones que no pueden capturarse completamente a través de la palabra escrita. De esta forma, la fotografía aparece como una herramienta útil para poder significar e interpretar la corporalidad que, como afirman Aguilar y Soto (2013, 12), constituye “una fuente inagotable de indicios sobre intenciones posibles y sentidos por construir en la relación fugaz e inevitable con otros”.
El uso de la fotografía también posibilitó documentar acciones que ocurrían simultáneamente en el espacio público, y se obtuvieron imágenes que posteriormente fueron escogidas e interpretadas conjuntamente por los autores de este escrito2. Así, se asume que la fotografía “siempre es interpretación, nunca solamente un registro. Aporta información sobre una realidad parcial, seleccionada y organizada estética e ideológicamente” (Bonetto 2016, 80). Con esto, tal como sostiene De la Torre (2019), en nuestro trabajo la fotografía es utilizada para generar dos mensajes: uno sin códigos, que busca dar testimonio de la realidad, y otro con códigos, que da cuenta de un encuadre específico de dicha realidad.
Con relación al uso de las fotografías en este estudio, es importante señalar que, dado que la animita fue construida muy próxima al principal foco de las protestas en Santiago de Chile (la Plaza Dignidad, como fuera bautizada la otrora Plaza Italia), se tuvo la precaución de incluir solo aquellas imágenes que no implicaran ningún problema para la seguridad de los manifestantes. Esto, al considerar el escenario de revuelta social y los innumerables relatos de violaciones a los derechos humanos llevadas a cabo por agentes policiales durante las extensas jornadas de protesta.
De esta forma, la investigación se nutrió de las notas de campo y de las fotografías registradas entre el 3 de enero y el 6 de marzo de 2020. En total fueron dieciséis días en los cuales los autores participamos directa o indirectamente de la práctica de la animita3. Sin perjuicio de esto y luego de que las condiciones sanitarias lo permitieran, asistimos esporádicamente a constatar el estado y la evolución de la animita de Mauricio Fredes.
El artículo se estructura de la siguiente manera. El segundo apartado, enseguida de esta introducción, expone el origen y las características de las animitas como práctica religioso-popular presente en Chile y el mundo andino. El tercero presenta los principales hallazgos del trabajo de campo; describe el entorno, las expresiones que se desarrollan en el lugar donde se emplaza la animita de Mauricio Fredes y los objetos que componen esta instalación, para luego analizar las interacciones que mantienen con ella sus practicantes, y explicar las transformaciones que experimentó la animita como parte de su ciclo vital. En el cuarto apartado se reflexiona sobre las fuerzas que se ponen en juego para que una animita, en particular la de Mauricio Fredes, pueda persistir o sea borrada u olvidada. Finalmente, a partir del trabajo de campo y de las interpretaciones de nuestros registros, en el quinto y último apartado se discute sobre si efectivamente esta animita es experimentada como un cuerpo vivo por sus practicantes y hacedores o si únicamente constituye una demarcación que señala el lugar de una muerte.
La animita y la mala muerte
Esparcidas principalmente a lo largo de Chile, en el sur de Perú, en Bolivia y en el norte de Argentina, las animitas son cenotafios populares en los que se materializa la “misericordia del pueblo” con las víctimas de la “mala muerte” (Plath 2012), una muerte violenta e inesperada ocurrida en el espacio público y que, en el imaginario cultural, produce un cambio en la naturaleza del espacio. La sangre derramada establece una disrupción en la continuidad profana con la presencia de un “alma en pena” (Lira 2009), situación que se traduce en un peligro para la comunidad o para quienes, sin saber, pasan por allí. Esta idea se halla documentada como parte de las creencias indígenas del norte de Chile; Readi Garrido da cuenta del temor que tenían los miembros de estas culturas a los lugares en los que había ocurrido una desgracia, ya que estos “quedaban cargados con una energía fuerte, que emanaban fuerzas peligrosas y malignas” (2016, 21)4. De este modo, la animita se presenta como el esfuerzo de una comunidad que busca apaciguar el alma que ha quedado errante a causa de una tragedia; le da paz y calma (Lira 2009), un lugar para interactuar con los vivos, y constituye una advertencia para quienes transitan por su entorno, al señalar que allí se encuentra una presencia que debe ser tratada con respeto y consideración.
En tanto fenómeno religioso y popular, la animita tiene su origen en los procesos de sincretismo ocurridos durante la Colonia. Las creencias de los conquistadores españoles y su estética barroca se impusieron por la espada en el mundo andino, y fueron penetradas y resignificadas por las propias prácticas y creencias de los Andes, lo que dio como resultado una multiplicidad de formas nuevas y propias que perviven hasta hoy. Las primeras animitas fueron el resultado de las “interacciones sociales e ideológicas de las sociedades indígenas e hispanas durante la colonia” (Galdames Rosas, Choque Mariño y Díaz Araya 2016, 528): el riwutu pasó a ser un intermediario entre Dios y los creyentes, mientras las apachetas fueron coronadas con cruces para ser veneradas en los límites de la fe católica.
Al día de hoy, en el escenario propio de la modernidad y su hegemonía sobre lo visible, la animita persiste como una práctica religiosa arraigada en el complejo entramado de los imaginarios y la memoria; puede transformar una carretera, una acera, un puente e, incluso, un vertedero en un “templo”5, lugar que se actualiza una y otra vez. Por otro lado, y como veremos en el análisis de la animita de Mauricio Fredes, la práctica de la animita se asocia a una serie de percepciones sensoriales y expresiones corporales que caracterizan la religiosidad propia de nuestra región:
La devoción de imágenes, la utilización de amuletos, el agradecimiento a través de ofrendas y exvotos, la sanación a través de rituales, hierbas y rezos, entre otras muchas prácticas, reflejan el habitar de un mundo poblado por activas fuerzas sobrenaturales. Entre aquellas, la emergencia de los santos populares, es decir, sujetos que tras una muerte violenta han sido “animitizados” o canonizados popularmente, representa uno de los fenómenos de más larga data y visibilidad en Latinoamérica y nuestro país. (Marín Alarcón 2021, 150)
Ahora bien, dada la naturaleza de las animitas, no existen lugares reservados para ellas, es decir, su instalación no se puede planificar, ya que ellas aparecen en donde ocurre la tragedia. No existe una institución que controle esta práctica ni que prescriba instrucciones para su realización. La esencia de la animita, señalan Ojeda Ledesma y Torres (2011, 76), se halla en sus devotos: “[ellos/as] son sus diseñadores, sus constructores, sus cuidadores, sus restauradores”, y son la mímesis y la oralidad los medios por los cuales la animita se reproduce y se actualiza. Son la comunidad, amigos o parientes de la persona fallecida quienes reservan el espacio por medio de una animita. Habitualmente estas personas la construyen y la cuidan: encienden velas, llevan flores o depositan objetos que eran del gusto de la persona mientras vivía. También, junto a las animitas sus hacedores y practicantes charlan con ellas, les cuentan de sus temores, les piden protección y en ocasiones comparten comidas o bebidas.
Esto lleva a intentar responder a la pregunta sobre qué caracteriza a una animita. Un primer rasgo es su diversidad. En Chile se llama animita a artefactos de forma, tamaño y materialidades muy diversos (Ojeda Ledesma 2011). Pese a esto, la investigación realizada por Ojeda Ledesma y Torres (2011) -luego de mapear y documentar más de 5.000 animitas- logró establecer una serie de categorías (orgánicas, modernas, sociales, monumentales, entre otras) y agruparlas bajo el concepto de arquetipos6.
Así, de acuerdo con sus formas, las animitas pueden ser cruces en las calzadas, pequeñas casitas junto a un precipicio, altares a los pies de un árbol o grutas en una carretera. También sus tamaños varían drásticamente, ya que existen animitas muy pequeñas que no sobrepasan los 40 centímetros de diámetro y otras que, por las dimensiones que alcanzan, resultan ser verdaderos santuarios. En cuanto a su materialidad, algunas están adornadas con flores frescas, velas y todo tipo de exvotos, mientras que otras lucen solitarias y a punto de desaparecer. Pese a su gran diversidad, todas las animitas ofrecen datos sensibles que permiten a quienes están inmersos en la cultura religioso-popular de Chile reconocerlas como tales y no como otra cosa.
Una segunda característica es que las animitas están en permanente transformación. Esto ha llevado a algunos autores a pensarlas como imágenes con un “vacío intencionalmente inconcluso” (Ojeda Ledesma y Torres 2011, 74) o bien como “dibujos con bordes difusos” (Contreras Valdovinos 2012). En efecto, de ellas se puede conocer cómo comienzan, pero jamás cómo van a terminar, pues cada una registra experiencias, memorias, vivencias y corporalidades propias de una comunidad. Al igual que ocurre con las vidas de sus hacedores, nadie puede predecir cómo será la vida de una animita ni tampoco cómo será su desenlace. Si bien es posible reconocer el momento en que se demarca su espacio, ser testigos de la instalación de los primeros materiales y advertir la forma que toma por primera vez, nadie puede saber si se mantendrá dentro de estos lindes o si crecerá hasta desbordarlos; menos aún, si será considerará milagrosa7 por sus devotos, si será venerada por largo tiempo o si pronto quedará en el olvido.
Una tercera característica de las animitas es que son depositarias del respeto de las comunidades donde se emplazan, lo que incluso se proyecta más allá de la pertenencia misma a esa comunidad. Dicho respeto se funda en la creencia de que, de manera proporcional a las atenciones que recibe, será su capacidad de atender a quienes recurren a ella. Así, la relación entre una animita y sus devotos es recíproca (González Franzani 2021). Esta relación de reciprocidad, heredada de las culturas de los Andes, funciona como “un cordón umbilical que nutre a las personas por él vinculadas, ya que existe un constante y múltiple ir y venir entre los individuos relacionados por intercambios recíprocos” (Mayer 1974, 39)8.
En la práctica, la concepción de reciprocidad que aloja la animita y el temor sacro que despierta muchas veces inhibe los intentos de desmantelar estas instalaciones, y su protección es incluso parte del debate político-institucional9. De esta manera, en Chile no es de esperar que los objetos de una animita se tomen resueltamente, pues estos inspiran un cierto temor sacro. Más allá de que alguien adhiera o no a la creencia en animitas u otras formas de lo que occidentalmente llamamos lo “sobrenatural”, las animitas exigen un tratamiento respetuoso, aun cuando estén en ruinas.
Una cuarta característica es que cada animita es distinta de las demás, es decir, una experiencia única, ya que, como sostiene Ojeda Ledesma (2013, 55), “a pesar de tener patrones formales similares, resultan ser siempre diferentes, además de que cada una se esfuerza en distinguirse de otras. Es decir, a pesar de su enorme cantidad, en Chile es muy difícil encontrar una que sea igual a otra”. Más aún, se podría agregar que una animita nunca cesa de ser diferente de sí misma, pues en su continuo devenir se actualizan las formas que en ella se encuentran en potencia.
Así, en tanto formas libres e indeterminadas, las animitas ponen en crisis la racionalidad del Estado y las prácticas institucionalizadas, normadas y estandarizadas vinculadas a la ocupación y el ordenamiento del espacio (Ojeda Ledesma 2011). También pueden ser consideradas imágenes de resistencia cultural y política que instituyen sentidos, y contravienen aquellos modelados y hegemónicos. Las animitas resisten, asimismo, a todo discurso de autoría o artisticidad; son del tipo de imágenes que producen malestar por su “vulgaridad orgánica” y ponen en crisis el “modelo estético del arte, fomentado por las academias, la crítica normativa y el modelo positivista de la historia” (Didi-Huberman [1998] 2013, 11-12).
La animita de Mauricio Fredes
Mauricio Fredes murió a causa de la brutal represión desplegada por la policía militarizada chilena durante las protestas de diciembre de 2019. De las personas que se manifestaban ese día, cualquiera podría haber tenido el destino de Mauricio. Él se hizo visible entre los miles de incontados (Rancière 2010), es decir, entre aquellos que no aparecen en las cuentas de los Gobiernos, y su imagen fue reivindicada como la de un combatiente que dio su vida por una causa mayor. La animita fue construida y alimentada por cientos de personas que llegaron día a día a ofrecerle sus respetos, pero, al mismo tiempo, a continuar con su lucha.
Sumándose a otros monumentos insurrectos (Márquez y Hoppe Guiñez 2021, 200), la animita de Mauricio Fredes pasó a ser parte del paisaje de la protesta y desde su aparición logró desestabilizar el orden hegemónico de la ciudad. Al respecto, Márquez et al. (2020, 115) señalan que “[t]oda manifestación, sea a través de la puesta en escena de materialidades humanas (cuerpos) como no humanas (objetos) en un determinado lugar, abre la posibilidad de resquebrajar los significados dominantes. Lo clave es comprender cómo la injerencia en el lugar público transforma su sentido original”.
Así, el lugar donde Mauricio Fredes murió, rápidamente se convirtió en un espacio de reunión y peregrinación, al cual los manifestantes llegaban a saludar, cantar, entregar algún objeto u observar de manera silenciosa y contemplativa. Si bien la muerte de Mauricio Fredes se sumó a otras muertes en las que agentes policiales y militares habían participado directamente, esta ocurrió en la principal arteria capitalina y epicentro de las protestas contra el Gobierno de Sebastián Piñera, lo que permitió que miles de personas pudieran acceder y participar de las acciones que se desarrollaron en torno a la instalación que demarcaba el lugar de su muerte.
El entorno y la demarcación del lugar de la muerte
A menos de 300 metros de la animita erigida para honrar a Mauricio Fredes, los manifestantes intentaron que la policía militarizada no avanzara con sus carros lanza-agua10. Cada cierto tiempo, el gas lacrimógeno los obligaba a retroceder, pero entre gritos y lanzamiento de proyectiles los manifestantes volvían a bloquear la calle con improvisadas barricadas (imagen 1). Al ritmo de golpes en metales -rejas de los comercios, señales de tránsito y letreros publicitarios- que simulaban el ruido de cacerolas11, los manifestantes se agrupaban en las calles del centro capitalino. Este caótico escenario contrasta con el que se experimentaba alrededor de la animita, ya que allí el ambiente era un poco más tranquilo y permitía observar diversas demostraciones de afecto y congoja. A primera vista, resaltaba un mural que demarca el lugar del deceso de Mauricio y donde se lee la siguiente frase: “Las voces que silenciaron vivirán en el viento, y cuando aceche el terror, el viento susurrará. Sigue adelante” (imagen 2).
Escenario y expresividad
El entorno de la animita en ocasiones adquiría un carácter festivo, con expresiones artísticas, de cantos y bailes; y en otras, más reflexivo y de recogimiento. Desde el lenguaje dramatúrgico de Goffman ([1959] 1997), podemos entender que este cenotafio popular opera como un escenario donde son desarrolladas múltiples performances que influyen en la actuación del público asistente. Así, muchas veces, quienes en un momento dado se comportaban como audiencias pasivas en otro pasaban a ser agentes que actuaban e interactuaban con los demás asistentes de acuerdo al estado de ánimo que prevalecía en el lugar. En este marco, Delgado (2017) advierte que los estados anímicos que emergen en las movilizaciones no deben ser analizados a partir de los individuos -como si estos fueran seres autónomos y libres-, sino a partir del colectivo que los produce. De esta manera, sostiene que el análisis emocional
debería centrarse en un personaje colectivo que no responde a las mismas lógicas ni a las mismas dinámicas de las personas individuales de que se compone […] [ya que] tiene cualidades propias como agente de acción social y es susceptible de experimentar estados de ánimo, desencadenar reacciones y llevar a cabo iniciativas, muchas de ellas adoptadas sobre la marcha, en el sentido más literal de la expresión. (2017, 15-16)
De hecho, alrededor de la animita, el estado de ánimo se creaba y se recreaba permanentemente. Cuando la actuación de algún participante adquiría sentido para los demás asistentes, se disparaban nuevas emociones que inundaban el lugar y podían llegar a reemplazar a las que hasta ese momento predominaban. Así, a un instante de silencio o de recogimiento le podían seguir unos momentos festivos, en los cuales los practicantes de la animita cantaban, bailaban, tocaban instrumentos musicales y movían banderas, tal como se aprecia en la imagen 3. Esto no significa que las emociones fueran homogéneas entre los participantes, pues en torno a la animita podían coexistir distintas formas de manifestarlas, de modo que mientras algunas personas expresaban su tristeza, otras declaraban su deseo de combatir y gritaban consignas para recordar al “hermano caído” y en repudio a la violencia policial.
Materialidad
El lugar donde se situaba la animita de Fredes era visitado masivamente durante las jornadas de protestas. Aunque la rotación de personas era permanente, había momentos en que la animita estaba completamente rodeada. Para poder verla, era necesario esperar a que quienes estaban más cerca se retiraran del lugar. Los asistentes demarcaban el espacio de la muerte de Mauricio Fredes al dejar todo tipo de exvotos sobre la acera, dándole así forma a la animita (imagen 4)12. Algunos de estos objetos cobran sentido en el contexto político del país: guantes y cascos utilizados para enfrentarse a la represión policial, bidones con agua con los cuales se suele apagar las bombas lacrimógenas, extintores para nublar la visibilidad de los carros policiales, cartuchos de gases lacrimógenos disparados por la policía, y placas de metal utilizadas por los manifestantes para protegerse de los perdigones que la policía militarizada chilena lanza indiscriminadamente.
Aunque este tipo de objetos prevalecía en la animita de Fredes, también había otros, que posiblemente tenían un significado especial para familiares o personas cercanas, tales como gorras, ropas, calcomanías y herramientas de trabajo. Otros exvotos eran de carácter decorativo, por ejemplo, globos, plantas y flores, que contrastan con aquellos objetos asociados al contexto de la lucha callejera. También se advirtieron algunos exvotos cuyos significados no fue posible interpretar ni descifrar, pues no están asociados al contexto, ni a los gustos o a la historia de vida de quien partió inesperadamente, sino que derivan de los sentimientos más íntimos de los practicantes. Así, estos objetos -especialmente significativos para quienes practican la animita- constituyen una ofrenda con la cual se espera obtener su favor.
Las interacciones
La creencia en una acción recíproca es lo que le da fuerza a una práctica religioso-popular como la animita. Tal como se muestra en este estudio, esta creencia motiva a los practicantes a ofrecer obsequios a la animita y a interactuar con ella, ya sea hablándole, depositando alimentos o simplemente tocándola. En las notas de campo recogidas el 31 de enero de 2020 registramos las siguientes escenas:
Algunas personas al acercarse a la animita le hablan en voz baja. Otras se acercan para dejar flores o papeles con mensajes. Todas ellas, antes de aproximarse a la animita, realizaron algún gesto de respeto. Cuando un asistente se separaba del grupo que [generalmente] rodea la animita y se aproxima a ella, se inclinaba o adoptaban una posición más solemne. (Imágenes 5 y 6).
Estas imágenes nos hacen pensar en lo que Mauss (1979) denominó técnicas corporales, pues las personas que llegan hasta la animita de Mauricio Fredes ejecutan movimientos y adoptan una serie de posiciones corporales que componen el modo adecuado de presentar sus respetos y honrar la memoria de quien ha partido. Así, la postura de las manos y la cabeza, el acercamiento pausado, la inclinación del tronco y la flexión de rodillas son elementos que permiten reconocer valores compartidos por quienes se presentan frente a la animita y, a la vez, orientan a otros en la práctica de esta tradición religioso-popular. Como advierte Le Bretón (2010, 16), nuestra existencia “implica un ejercicio -sensorial, gestual, postural, mímico, etc.- socialmente codificado y virtualmente inteligible, en todas las circunstancias de la vida colectiva, en el seno de un mismo grupo”, y esto permite ver que la percepción del otro no es la del mero cuerpo, sino de un “ser-en-el-cuerpo con intenciones, cuyos actos o gestos están dirigidos a un fin y tienen un propósito” (Turner 1989, 81).
Según Segarra Crespo (1997, 276), el modo de acercarse, de contraer el cuerpo y de alojar objetos en la animita da cuenta de cómo la ofrenda es “‘encaminada’ hacia la esfera de lo sagrado a través de un tratamiento ritual”, a partir del cual los manifestantes se esfuerzan por descontextualizar la ofrenda de su referencia terrenal y situarla adecuadamente, alejándola y en ocasiones despojándola de su dimensión profana (Segarra Crespo 1997). Así, aun cuando los objetos alojados en la animita no tuvieran características que los hicieran particularmente especiales -pues más bien eran simples y de uso cotidiano-, la forma de tomarlos y acomodarlos junto a los otros objetos ya depositados, el tiempo destinado a estos movimientos y la postura adoptada por quienes presencian estas acciones los dotan de un valor singular.
Cuando se asocia la práctica de la animita a un acto ritual, se intenta advertir que tiene lugar una suerte de consagración que recae sobre los objetos en el momento en que estos son depositados en la animita. Esta consagración opera a través de una serie de actos simbólicos, altamente pautados, repetitivos y que son percibidos por los participantes como obligatorios, al tiempo que contienen sentimientos, gestos, palabras y convicciones (Delgado 2017). De esta manera, y siguiendo a Morello (2017), se puede decir que no existen objetos sagrados per se, sino que esa sacralidad se crea en el uso mismo que hacen los practicantes de la animita de los objetos que en ella depositan.
Ahora bien, los practicantes de la animita de Mauricio Fredes no solo colocan objetos en ella, sino también líquidos y alimentos, como cervezas y panes, que son los más recurrentes. Al ver a un joven inclinarse y dejar en la animita una cerveza, le preguntamos por qué lo hacía. Su respuesta fue inmediata y con voz segura: “Es para que nos dé fuerza y nos cuide en la lucha… para seguir peleando contra estos asesinos [refiriéndose a la policía militarizada chilena]” (hombre, 10 de enero de 2020).
En la frase de este joven se materializa la creencia popular que hace que la animita crezca y se expanda. Así, las interacciones que observamos entre los practicantes y la animita se alojan en la reciprocidad; la donación también implica ser favorecido por la animita. Además, en esta frase queda de manifiesto un cierto estatus de la animita, derivado de necesidades propias de los seres vivos, como son la alimentación y el abrigo. No obstante, algunas interacciones que observamos van más allá de atribuir necesidades orgánicas a la animita, pues se sostienen en la creencia de que este cenotafio posee necesidades propias de los seres humanos, como son la compañía, el respeto y el disfrute.
Crecimiento y cambios orgánicos
Al igual que la vida de sus practicantes, la vida de las animitas se da en un permanente “hacerse”. De hecho, también se ve enfrentada a eventos inesperados, violentos, de celebración o de disfrute, y su ciclo vital tiene momentos de compañía y de soledad -al igual que el de cualquier persona-. De este modo, la vida de las animitas no se desarrolla de forma aislada o independiente de la de otras formas de existencia; por el contrario, está estrechamente ligada a la vida de sus devotos: escucha ruegos y peticiones cuando estos transitan por momentos difíciles y celebra junto a ellos alguna festividad o momento especial. Lira (1999) da cuenta de cómo las animitas son adornadas con ofrendas alusivas a determinadas fiestas; así, por ejemplo, mientras en Navidad se arreglan con árboles y pesebres, en fiestas patrias son decoradas con banderas y guirnaldas.
De esta manera, la animita es entendida y experimentada como presencia de un “otro” que está estrechamente vinculada a los sucesos de la vida de sus practicantes, con quienes hay una relación de reciprocidad. La fuerza de esta creencia garantiza el bienestar y el crecimiento orgánico de la animita, la cual, paradójicamente, tiene como nacimiento la “trágica muerte”.
Durante el tiempo que duró el trabajo de campo de nuestra investigación, registramos múltiples transformaciones en la forma y el tamaño de la animita de Mauricio Fredes. Esto fue posible, por un lado, gracias a la presencia masiva de manifestantes que participaban de la animita y, por otro, debido a las acciones policiales que la desmantelaron en más de una oportunidad. Cada vez que la animita era destruida por la policía bajo el pretexto de “limpiar” el lugar, rápidamente sus hacedores y practicantes respondían depositando un mayor número de ofrendas, y reuniéndose para cantar o recitar poesía, ordenar los exvotos o pintar las paredes con algún mensaje alusivo. Con esto, las animitas refuerzan su indeterminación original en el libre ejercicio de los practicantes y devotos, lo que las pone en situación de ser un cuerpo simbólico sujeto a “fuerzas que las desorganizan y las reorganizan como otro cuerpo” (Ulm 2018, 31).
De hecho, la animita de Mauricio Fredes cambió permanentemente su aspecto; siempre fue posible observar alguna variación en su tamaño, en su forma o en los objetos que contenía (ver imágenes 7, 8 y 9). No tuvimos que esperar un largo periodo de tiempo para tener una impresión de cómo estaba siendo tratada, si recibía la atención que reclamaba o si era reconocida efectivamente como una animita por los asistentes a las manifestaciones (considerando toda la carga simbólica que esta práctica religioso-popular tiene en Chile).
¿Persistir o ser borrada?
Durante el trabajo de campo, pudimos observar cómo la animita de Mauricio Fredes se nutría de los diversos exvotos que los asistentes depositaban en ella. También registramos cómo su forma y tamaño variaban continuamente. Constatamos que su crecimiento y “bienestar” se relacionaban con la creencia reciprocitaria sostenida por sus devotos; y también que, gracias al cuidado diligente13 que estos le ofrecieron, fue posible que la animita experimentara un crecimiento orgánico y gozara de “buena salud”.
Pero no solo los cuidados que la animita recibió de sus practicantes influenciaron su vida, ya que, como hemos señalado, la vida de una animita es tan azarosa e impredecible como la vida de los mismos practicantes, al someterse a fuerzas que pueden ir en direcciones opuestas: unas que aportan a su crecimiento y desarrollo y otras que buscan su destrucción. De hecho, desde su instalación, la animita de Mauricio Fredes -al igual que ocurrió con cientos de manifestantes- sufrió numerosos actos de violencia por parte de agentes del Estado chileno. Podríamos decir que se trata de un hecho inédito, ya que, como lo hemos expuesto en este trabajo, la existencia de la animita descansa en la relación de reciprocidad con sus devotos y en el temor sacro que genera.
Después de sucesivos intentos, producto de la crisis sanitaria derivada de la COVID-19 y de la disminución de las protestas en el centro de la capital, la animita de Mauricio Fredes fue totalmente desmantelada y se borró todo rastro de ella: se retiraron los objetos, se pintaron los muros cercanos y se limpiaron las aceras. De este modo, al destruir la animita bajo el pretexto de la higienización de las calles, se llevó a cabo una serie de acciones represivas destinadas a silenciar las voces, desconectar la memoria y propiciar el olvido. En palabras de Scribano (2010, 129):
Las acciones represivas intentan que los dispositivos de regulación de las sensaciones no liguen ni reúnan las vivencias de la violencia con esos modos de hacerse cuerpo la memoria. Buscan, esas acciones, que el cuerpo piel “desconecte” las múltiples y contingentes maneras de “sentir” el terror para que el cuerpo subjetivo pierda capacidad reflexiva y el cuerpo social opaque sus recuerdos.
Se intentó, entonces, que en las calles no quedaran rastros de la animita de Mauricio Fredes. Esta acción de limpieza tenía como propósito librar de objetos indeseados, incorrectos e insumisos a la sociedad. Su objetivo iba más allá de la sanitización del lugar, pues consistió en eliminar una imagen a la que no le estaba permitido ser vista, ya que funcionaba como un recuerdo constante de la represión desplegada por el Estado chileno. Desde esta perspectiva, pese a que no es lo propio de las animitas oponerse a las instituciones, la de Mauricio Fredes se transformó en una imagen incómoda, pues dio presencia corpórea a una víctima de una “mala muerte” llevada a cabo por agentes del Estado.
Así, se puede sostener que durante la revuelta social chilena asistimos a un modo de violencia que no solo recayó sobre los cuerpos de las personas que protestaban, sino también sobre un cuerpo simbólico: la animita, que, de acuerdo a lo que pudimos registrar durante nuestro trabajo de campo, es sentida y experimentada como una presencia, a la vez que materializa una de las creencias más profundas y constitutivas de identidad presentes en Chile. Por lo mismo, la destrucción de la animita de Mauricio Fredes adquiere ribetes de un nuevo atentado contra la vida, una forma de vida cuya pérdida sí importa, que se entiende y es lamentada como tal y que, por lo mismo, exige ser llorada (Butler 2020).
Con esto se pone de manifiesto un sentir en la práctica de la animita que desborda los relatos excluyentes de la modernidad tardía. Quizás la necesidad de hacer desaparecer la animita de Mauricio Fredes y borrar su huella no es sino un intento por exterminar simbólicamente toda forma de disidencia por parte de las élites dominantes. En este orden de ideas, cabe preguntarse si bajo la superficie de las prácticas populares (festivas, religiosas, entre otras) se ocultan fuerzas de identidad que, sin tener un sentido propiamente político (en términos tradicionales), vinculan a distintos agentes que se aglutinan y emergen en la historia con la fuerza de una comunidad a veces invisible.
De hecho, pese al actuar sistemático de fuerzas orientadas a hacer desaparecer la animita -y, con ello, generar las condiciones para el olvido de la violencia perpetrada por el Estado chileno durante la revuelta social-, luego de que las restricciones derivadas de la crisis sanitaria disminuyeran, las fuerzas creadoras14 hicieron reaparecer nuevamente la animita de Mauricio Fredes. Esta volvió a ser un lugar de encuentro para los manifestantes, donde, a partir de la misma práctica de la animita, su significado ha podido ser transmitido, comunicado y reconstruido (Banchs 2014).
A modo de cierre: la animita como cuerpo vivo
A partir del caso de la animita de Mauricio Fredes, en este artículo se planteó la pregunta de si los cenotafios populares son experimentados como un cuerpo vivo o si son meras demarcaciones del lugar de la muerte que recuerdan a la persona fallecida. La animita -al igual que otras imágenes mortuorias- cumple la función de representar la existencia de quien ha dejado un cuerpo y no puede hacerse presente, sino solo por medio de una imagen (Belting 2009). No obstante, a diferencia de otras imágenes circunscritas a cuerpos mediales inertes, las animitas poseen una autonomía que les permite hablar por sí mismas y relacionarse con sus hacedores en una dinámica de reciprocidad. Por esta razón no es posible pensarlas como vacíos intencionales o imágenes inconclusas, pues, como todo cuerpo, siempre están en proceso de transformación por obra del tiempo y su interacción con otros. Un cuerpo simbólico, como el que hemos analizado, tiene la cualidad de modificarse precisamente porque es experimentado como cuerpo vivo por la comunidad.
A partir del estudio de estas interacciones, se exploraron los significados sociales construidos en relación con este tipo de instalación. Específicamente, aquellos aspectos histórico-culturales que se anclan en el sentido común de los agentes sociales y devienen creencias compartidas por grupos y comunidades (Marková 2012). Esto nos lleva a pensar que efectivamente las animitas son presencias percibidas y sentidas de un “otro”, pues allí hay reconocimiento, respeto, intercambio y gratitud; y en cierto modo, restituyen y hacen próximo, para los cuerpos vivos, un cuerpo definitivamente ausente.
Se advirtió, asimismo, que la instalación de la animita en pleno centro de Santiago y el cuidado que esta recibió durante varias semanas revelan la existencia de una práctica religiosa fuertemente arraigada en la sociedad chilena y que se expresa con mayor intensidad en sectores sociales, culturales y económicamente subordinados. La animita ocupa, por lo mismo, un espacio importante dentro del campo religioso nacional y regional, y sobre todo pone de manifiesto que los lugares potencialmente religiosos o trascendentes pueden desbordar los límites de las instituciones y situarse en la experiencia cotidiana (Da Costa, Pereira Arena y Brusoni 2019). En este caso, quienes diariamente acudían a la animita, no lo hacían para adornar un monumento, sino para penetrar en un espacio de trascendencia y compartir con Mauricio Fredes sus dolores y esperanzas, expresarle su cariño, y decirle que ni su nombre será dejado en el olvido ni su rostro será borrado de la historia que escriben los pueblos. Bajo esa promesa, le pedían a Mauricio que siguiera presente, que los acompañara en la lucha, y que les brindara su protección y cuidado ante la violencia policial a la cual se exponían diariamente al salir a las calles a protestar.
De este modo, podemos decir que la fuerza de la animita, en tanto práctica religioso-popular, se expresó, por un lado, en su aparición en la principal arteria capitalina y en su persistencia frente a las fuerzas que buscaron desmantelarla; y, por otro, en las continuas interacciones que mantuvieron con ella sus hacedores y practicantes, y en los modos en que estos sentían y experimentaban dichos encuentros. Sin duda, la práctica de la animita tuvo un nuevo significado en el marco de una sociedad movilizada y una ciudad revuelta, pues desde la trágica muerte de Mauricio Fredes su animita fue nutrida por miles de personas que llegaron a depositar objetos, a interactuar con ella o a rehacerla cuando fue necesario. Así, esta tarea que suele recaer en familiares y amigos fue asumida persistentemente por un colectivo anónimo que vio en la animita no solo una instalación que debía ser adornada para recordar el lugar de la muerte, sino que la experimentó como un cuerpo presente, a través del cual Mauricio Fredes continuaba acompañando la lucha por la dignidad que el pueblo chileno había decidido librar.