Introducción
La entrega del informe final (IF) de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) del Perú en agosto de 2003 abrió un camino de democratización social al permitir que diversos actores de la sociedad civil enunciaran públicamente sus demandas. Así, crecieron y se multiplicaron las organizaciones de víctimas del conflicto armado -especialmente en Ayacucho, departamento que concentró la mayor cantidad de muertos y desaparecidos reportados a la CVR (más del 40%) (CVR 2004, 21)- que exigieron la búsqueda de sus desaparecidos, la judicialización de sus causas y reparaciones, y disculpas públicas por parte del Estado peruano. En 2023 se cumplen veinte años del IF, ante lo cual es importante preguntarse por las trayectorias y aportes de estas asociaciones al proceso de democratización y construcción de políticas de reparaciones1 en el Perú del posconflicto, a la vez que se indaga sobre las limitaciones en su actoría política en las dos últimas décadas. Más aún cuando no hay un consenso sobre lo ocurrido, es decir, las memorias de los involucrados no permiten la reconciliación (Ríos 2019 y 2020; Ulfe e Ilizarbe 2019), y los actores del fujimorismo y los militares siguen presentes en el debate público -con alta visibilidad y en puestos de poder- (Granados 2021), mientras que las víctimas y sus organizaciones carecen de la misma influencia política.
A pesar del poco apoyo político de la CVR y las críticas que ha recibido, el IF se ha convertido en una “carpa” de memoria (Stern 2000, 14) para los distintos actores involucrados en la defensa de los derechos humanos. Es decir, organizaciones de víctimas, activistas de derechos humanos, intelectuales, artistas e incluso sus críticos y opositores entretejen sus propias memorias alrededor de la narrativa propuesta por la CVR, suscribiéndola, corrigiéndola o negándola (Silva 2018), pues el IF “instaló oficialmente el lenguaje de la memoria que ya habitaba la esfera pública peruana” (Ulfe e Ilizarbe 2019, 138). La CVR materializó una ventana de oportunidad para que las víctimas y los sobrevivientes de la violencia política -históricamente relegados por su condición étnica, social, geográfica y de género- tuvieran un espacio para dar sus testimonios2 y presentaran sus demandas al Estado. Esto supuso hablar en público, presentarse frente al Estado, las autoridades, los burócratas, grupos ciudadanos y la sociedad en general, y narrar sus verdades sobre cómo vivieron el conflicto armado (Laplante 2007; Denegri y Hibbett 2016; Macher 2018). Pero, de otro lado, también exigió una escucha atenta de quienes ignoraban -o querían ignorar- lo sucedido, especialmente en Lima y en los circuitos de poder (Degregori 2014, 128).
El testimonio llevó a romper con el miedo y la desconfianza que se habían instalado durante las décadas de los ochenta y los noventa (Theidon 2004, 2013), para así iniciar un largo proceso de empoderamiento de sujetos antes silenciados, estigmatizados y relegados (Laplante 2007) por medio de la escucha y, eventualmente, el diálogo de memorias (Simpson 2007). Empero, esto no constituye una continua mejoría, sino también retrocesos y estancamientos. Por ejemplo, Laplante y Theidon (2007) encontraron que las audiencias de la CVR generaron expectativas de cambio respecto a la situación de olvido del Estado, las cuales aún hoy no se cumplen3. Igualmente, Yezer (2008) visibiliza las resistencias locales hacia la CVR, debido a la historia comunitaria de recelo y sospecha hacia las “fuerzas del orden” y los grupos terroristas (La Serna 2012) -a causa de lo que Burt (2016) llamó la política del miedo-, y porque sus testimonios no fueron transmitidos en las audiencias televisadas. La desconfianza en el Estado tiene una historia local basada en una violencia estructural.
Si bien estas críticas se mantienen, actualmente el Estado peruano implementa políticas de reparación para tratar de cumplir estas demandas, mientras busca resarcir la situación de desprotección y violencia a la que en algunos casos conminó a su población. Con esto no negamos que estas políticas están tardando, son complicadas en su accesibilidad y selectivas en sus beneficiarios, y hasta son definidas como políticas de desarrollo, sin el componente de reparación (Macher 2007 y 2014; Barrenechea 2010; Bebbington, Bielich y Scurrah 2011; Ramírez 2017 y 2018; Ramírez y Scott 2019; Guillerot 2019; Jave 2021; Ulfe y Málaga 2021). Sin embargo, se debe resaltar que, a pesar de la historia de exclusión, hoy las víctimas y sus organizaciones no solo demandan o reciben políticas, sino que buscan mantenerse cercanas a algunas instancias estatales -Defensoría del Pueblo, Ministerio de Justicia, Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN) y sus oficinas regionales, y gobiernos locales- ante las que buscan incidir en las políticas y trabajar conjuntamente para facilitar su implementación. Así, en este artículo se apuesta por desagregar al Estado y entenderlo en su multiplicidad (e incluso contradicción con otras agencias poco receptivas a estas demandas).
La relación entre el Estado y las víctimas no carece de problemas; en efecto, puede ser hasta conflictiva y mantenerse recelo en ambas direcciones. No obstante, enfatizamos el tejido de conexiones que las organizaciones de víctimas ayacuchanas han elaborado con ciertas dependencias estatales sensibilizadas y encargadas de las reparaciones (Alayza 2017a y 2017b), a modo de coaliciones promotoras -redes de actores de diversos ámbitos con ideas similares (Sabatier 1998)-, para exigirlas. Tal es el vínculo que algunos líderes trabajan como burócratas, en lugar de mantenerse al margen (o en contra) del Estado y buscar soluciones privadas4. Hay una apuesta en algunas organizaciones de víctimas ayacuchanas por trabajar junto al (y dentro del) Estado central peruano y subnacional ayacuchano -al menos en contextos delimitados y con ciertas oficinas-. Estas coaliciones se mantienen relativamente estables a pesar de los cambios de Gobierno o las coyunturas políticas. Es más, en estas coyunturas las coaliciones se actualizan o replantean su proceder, lo que genera que los dirigentes evolucionen en su accionar, estrategias y alianzas.
Cabría preguntarse ¿de qué forma los dirigentes de las organizaciones de víctimas ayacuchanas han atravesado cambios en su actoría política desde la época del conflicto armado hasta la actualidad?; ¿cuáles son los cambios en las formas políticas, estrategias y demandas que le hacen al Estado?; y, en última instancia, ¿cómo estos cambios inciden en las maneras de relacionarse con el Estado? A partir de estos interrogantes se plantea que estas organizaciones han experimentado un recambio generacional en sus dirigentes, lo que ha producido diferencias en los recursos disponibles frente a la cohorte anterior (mayor educación, manejo del español, entre otras). Asimismo, los liderazgos históricos y nuevos han ganado capacidades organizacionales -según su trayectoria y experiencias de incidencia política- y han aprendido a entretejer una coalición prorreparaciones con diferentes actores -ONG, iglesias, cooperación internacional, algunas agencias estatales en sus múltiples niveles de gobierno y funcionarios- para promover sus políticas de reparación y memoria. En este proceso de incidencia han desarrollado nuevos modos de relacionarse con el Estado sin la intermediación de las ONG: se dejó de verlo como distante, y empezó a ser entendido como una instancia de trabajo conjunto y de cabildeo, a la vez que se asumían puestos burocráticos para promover sus políticas. Esto no significa, no obstante, que la desconfianza hubiera desaparecido.
Con relación a la metodología, se empleó un enfoque cualitativo basado en un trabajo de campo llevado a cabo por los autores en Ayacucho con organizaciones de desplazados (Alayza en 2015), observación participante en reuniones de la Asociación Centro Loyola - Ayacucho con dirigentes de víctimas (ambos autores entre 2018 y 2019), y funciones de asesoría y activismo en el Movimiento Ciudadano Para Que No Se Repita (Alayza entre 2003 y 2016). A partir de la experiencia, las reflexiones de campo y la revisión de literatura se realizaron cinco entrevistas semiestructuradas por teléfono en abril de 2020, debido al confinamiento por la pandemia por covid-19 que impidió continuar el trabajo de campo presencial, y a la escasa conectividad a internet de los entrevistados durante la cuarentena, que ocasionó que entrevistas pactadas de manera presencial no pudieran hacerse. Los/as entrevistados/as son actores/as clave de las asociaciones: dos dirigentes históricas de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep), un joven líder de la Coordinadora Regional de Organizaciones de Afectados por la Violencia Política (Coravip), una dirigente emergente de la Asociación de Desplazados Internos Víctimas de la Violencia Política (Afadivpa) y una exdirectora de ONG (Centro Loyola). Estas personas fueron seleccionadas por la diversidad de sus trayectorias históricas de lucha, cohortes generacionales y su activo involucramiento en las reparaciones.
Conviene precisar una limitación de este estudio, pues al centrarse en el punto de vista de las organizaciones de víctimas deja por fuera las perspectivas de los funcionarios públicos dentro de estas coaliciones prorreparaciones, lo que queda como una agenda de investigación pendiente. En las siguientes secciones se presenta una aplicación de la teoría de las coaliciones promotoras al subsistema de política pública de reparaciones en el Perú. Luego, abordamos la construcción de la coalición prorreparaciones en dos generaciones de organizaciones de víctimas; nos centramos en evidenciar las diferencias en capacidades organizativas de estas asociaciones, dependiendo del tiempo y las experiencias de incidencia política. Finalmente, consideramos el cambio en su aproximación al Estado, desde una posición externa de vigilancia y colaboración hasta una de trabajo dentro de instancias gubernamentales locales.
Coaliciones promotoras y reparaciones en el Perú del posconflicto
Los actores que impulsan las políticas de reparación y memoria tienen poca influencia en el Estado y limitada visibilidad en la política nacional, por lo que recurren a múltiples estrategias, como la formación de alianzas y redes de memoria. Estos emprendedores de memoria (Jelin 2002, 51) necesitan agruparse con otros actores sociales y estatales para lograr sus objetivos. De esta manera, resulta pertinente emplear el marco teórico de las coaliciones promotoras -advocacy coalition framework- (Sabatier 1998) para dar cuenta de las coordinaciones de las organizaciones de víctimas entre sí, así como con las ONG, las iglesias, el Estado en sus diferentes niveles (nacional, regional y local) y la cooperación internacional. Este balance de la coalición prorreparaciones evidencia los cambios en la agencia que han atravesado las dirigencias de las organizaciones de víctimas ayacuchanas.
Según esta teoría, los actores se agrupan en coaliciones alrededor de valores e ideas similares (memorias) y buscan insertarlas o frenarlas en el subsistema de la política, proponiendo cambios en la política pública (Sabatier y Jenkins-Smith 1999; Martinón 2007; Gómez 2012). Se enfatiza la pluralidad de actores involucrados en el ciclo de la política pública: periodistas, burócratas, investigadores, ONG, artistas, políticos, organizaciones de la sociedad civil, redes transnacionales y la cooperación internacional (Keck y Sikkink 1998; Sabatier 1998). Esta aproximación permite desagregar y estudiar al Estado como un conjunto de partes (no monolítico), compuesto por algunas oficinas más sensibilizadas y comprometidas que otras.
Los integrantes de las coaliciones comparten un mínimo de ideas-memorias que se mantienen relativamente estables, lo cual se logra con el transcurrir del tiempo y por un conflicto sostenido con opositores (Gómez 2012); estas explican la aparición, reformulación o estabilidad de ciertas políticas públicas (Sabatier y Jenkins-Smith 1999) y la formación de las coaliciones en el Perú del posconflicto. En el país coexisten dos grandes “carpas” de memoria: la memoria salvadora (fujimorista) que presenta al expresidente Fujimori como pacificador, sin darles importancia a las violaciones a los derechos humanos que cometió; y la memoria para la reconciliación, sistematizada por la CVR, que busca justicia y reparaciones para los crímenes cometidos (Degregori 2015). Conviene reconocer que además hay memorias sueltas (Stern 2000, 12) que no están dotadas de un significado social mayor, como las de los excombatientes tanto de las fuerzas del orden como de los grupos alzados en armas (Granados 2021; Zúñiga 2022).
Conviene resaltar que la actoría de las organizaciones de víctimas no tiene solamente un cálculo costo-beneficio, sino que está impregnada de memorias íntimas que las dotan de cierta identificación: los sujetos víctimas. Incorporando el discurso de la CVR, las víctimas basan sus acciones en valores y memorias compartidas, que parten de asumir su condición de víctimas para buscar justicia, y que se reparen los daños personal y colectivamente sufridos. Empero, este no es un proceso sencillo ni delimitado, sino profundamente disputado alrededor de quiénes son víctimas, quiénes son más (o menos) víctimas que otras, qué tipo de afectación poseen, ante quiénes se performan como víctimas, quiénes quedan excluidos o, incluso, si es que se apropian de la “etiqueta” de víctima. Todas estas variaciones inciden en el reconocimiento estatal y en las reparaciones disponibles (Theidon 2004 y 2013; Robin 2015; Ramírez 2017; De Vivanco 2018; Ramírez y Scott 2019; Guillerot 2019; Tejero 2020; Rivera y Velásquez 2021; Ulfe y Málaga 2021; Zúñiga 2022). Mediante esta identificación se rastrea un núcleo de la coalición entre los miembros de las organizaciones, quienes construyen subjetividades con las que salen a hacer política.
Sin embargo, las memorias también las comparten sectores de la sociedad en general, donde las coaliciones encuentran aliados en diferentes instancias. Estos van cambiando -sumándose o retirándose- de acuerdo a las coyunturas políticas (cambios de Gobierno, proyectos de ley relacionados, etc.). Así, las coaliciones tienden a ser estables porque se basan en memorias y valores compartidos, pero admiten cierta variabilidad al permitir su apertura a actores antes desinteresados (u opositores), debido a una estrategia más convocante del núcleo de la coalición que resulta atrayente (Silva 2018 y 2020; Velarde 2021).
Tejer alianzas para exigir reparaciones: capacidades y limitaciones organizativas en dos generaciones de asociaciones ayacuchanas
Con el paso de los años, los dirigentes de las organizaciones de víctimas han transformado sus formas de relacionarse con el Estado: durante el conflicto armado exigían la búsqueda de sus desaparecidos frente a un Estado sordo, sin contar con conexiones con otras instituciones sociales; actualmente forman coaliciones, colaboran y participan en las sedes regionales de instancias gubernamentales dedicadas a las reparaciones. Han pasado cuarenta años desde el inicio de la violencia y los/as antiguos/as dirigentes han aprendido a relacionarse e incidir en el Estado sin intermediación de las ONG; en algunos casos ha habido un recambio generacional y los/as hijos/as han asumido el liderazgo de las asociaciones, e incluso han creado nuevas.
Existen dos generaciones de organizaciones de víctimas, según la fecha y el contexto político de aparición (Barrenechea 2010, 19). Primero está la más antigua, Anfasep5, de 1983, conformada por mujeres andinas que buscaban a sus familiares desaparecidos durante la violencia política y el gobierno de Fernando Belaúnde (1980-1985), cuando se cometieron la mayor cantidad de asesinatos y desapariciones. Anfasep nació en un contexto de hostigamiento por parte de los Gobiernos, que incluso llevó a que sus activistas fueran estigmatizadas como “madres de terroristas”, a pesar de contar con el apoyo de la sociedad civil nacional e internacional (Crisóstomo 2014). Inicialmente, las iglesias y sus agencias de acción social -nacional e internacional6- dieron patrocinio legal, redes y financiamiento a las ONG que apoyaron a estas asociaciones, aunque algunas veces cayeron en el paternalismo (Willer 2004).
En un segundo momento, surgió una multiplicidad de asociaciones de afectados en el contexto abierto por la transición democrática, luego de la CVR (2001-2003) y de la Ley 28592, que creó el Plan Integral de Reparaciones (PIR) en julio de 2005 (Congreso de la República de Perú 2005). Entre las organizaciones ayacuchanas resaltan la Juventud-Anfasep7, fundada en 2002, la coordinadora regional Coravip-Ayacucho8, fundada en 2003, y la Coordinadora Nacional de las Organizaciones de Víctimas y Afectados por la Violencia Política de Perú (Conavip)9, fundada en 2004. Luego surgieron organizaciones de desplazados como Afadivpa10 y otras bajo el incentivo de gobiernos locales para implementar las reparaciones11. Estas nuevas asociaciones están conformadas por hijos de víctimas con estudios superiores y se enfocan más en las reparaciones (Barrenechea 2010; Manky y Muñoz-Nájar 2014). Todas estas nuevas asociaciones se vieron beneficiadas por el apoyo de ONG e iglesias -especialmente para su formación-, pero en forma decreciente debido a los flujos en la cooperación internacional, lo que obligó a buscar otras estrategias.
Las primeras organizaciones: experiencia en la exigencia de derechos e inicio del trabajo con el Estado
Tras los veinte años de la entrega del IF, las víctimas han presionado, hecho cabildeo, participado en la elaboración e implementación de políticas públicas, así como incursionado en funciones burocráticas y de representación popular. En este proceso, el recambio generacional, la experiencia en la gestión de reparaciones de la mano de actores estatales y la “independización” de las ONG (Jave 2020) son centrales para comprender los cambios y continuidades en su agencia. Por ejemplo,
el propósito de Anfasep es la verdad y justicia para los familiares. Muchas mujeres se desplazaron de las comunidades hacia la ciudad con varios niños; como no tenían dónde darles de comer, formaron con Mamá Angélica [fundadora de Anfasep] un comedor comunal, hacían colecta de comida y les preparaban comida. (Juana Carrión, Anfasep, 1.o de abril de 2020)
De las asociaciones estudiadas, Anfasep es la única que operó durante el autoritarismo fujimorista de la década de los noventa. Más allá de la subsistencia básica de mujeres desplazadas con hijos pequeños -ante lo cual crearon un comedor popular para agenciarse una solución comunal al hambre (Crisóstomo 2018), que se convirtió en el primer espacio de formación política (Manky y Muñoz-Nájar 2014)-, el objetivo principal fue la búsqueda de verdad y justicia para sus desaparecidos. Desde 1996, a pesar de la represión y la hostilidad del Gobierno de Fujimori (Guillerot 2007, 40), las socias se desplazaban a la capital para reclamar atención a sus denuncias y exigir la formación de una comisión de la verdad que investigara los hechos (Adelina García, Anfasep, 21 de abril de 2020), de modo que asumieron un papel protagónico a favor de los derechos humanos. Sin embargo, su agencia era aún reactiva y de exigencia de rendición de cuentas al Estado.
Después de la transición democrática, la liberalización del sistema político permitió que sus demandas fueran escuchadas. El presidente de transición Valentín Paniagua (2000-2001) creó una Comisión de la Verdad en 2001, cuyo mandato fue extendido por el siguiente presidente, Alejandro Toledo (2001-2006), que activó redes de financiamiento internacional en justicia transicional (Alemania, Suecia, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional [Usaid, por sus siglas en inglés], entre otros). En las recomendaciones finales del IF se planteó la implementación de reparaciones que se volvieron política pública con la Ley 28592. En este proceso, la sociedad civil limeña (ONG, iglesias, Para Que No Se Repita y Coordinadora Nacional de Derechos Humanos) y la Defensoría del Pueblo generaron espacios -en el Estado y la sociedad- para la participación de las víctimas. Así, los líderes de la recién creada Conavip (2004) colaboraron -aunque siendo críticos del Gobierno, lo que complicó la discusión y legislación de dicha ley (Jave 2020)-, encarnando la coalición prorreparaciones. Conforme a los acontecimientos políticos, surgió una nueva agenda:
Luego con el tiempo surgió la reparación. Mama Angélica no tanto hablaba sobre reparaciones, más o menos se comenzó a pedir en el 2005, 2006. Se pensaba que los familiares iban a encontrar con vida; hasta esa fecha poco se pensó en exigirle reparaciones al Estado. A partir de la CVR, ahí sí ya se pasó a exigir las reparaciones. […] Por ejemplo, para la reparación económica hemos viajado a Lima, no solo Anfasep, con otras organizaciones, Conavip; hacíamos marchas pacíficas. García no quería vernos, nos decía que sí estaban haciendo. Un 30 de agosto del 2010 fuimos a Lima de catorce regiones, tomamos la Plaza Mayor y ahí recién García firmó el Decreto 051; con cuántas marchas hemos reclamado, cuántos viajes hemos hecho, siempre encabezadas por Anfasep. (Adelina García, Anfasep, 21 de abril de 2020)
A partir del marco de la CVR y la ley PIR, las asociadas de Anfasep comenzaron a referirse a las reparaciones y exigían que se cumplieran; ante su estancamiento durante el gobierno de Alan García (2006-2011), empezaron a convocar marchas de protesta. Frente a la incidencia de la coalición, el Estado comenzó a implementar las reparaciones colectivas y postergó las individuales; las organizaciones lo aceptaron, a pesar de tener diferencias -con lo que demostraron cierto pragmatismo-, pues era un avance. Entretanto, se produjo un recambio generacional: los niños que antes comían en el comedor de Anfasep ahora eran jóvenes que se organizaron en la Juventud-Anfasep, crearon nuevas asociaciones y dirigían el movimiento regional o nacional (Juana Carrión, Anfasep, 1.º de abril de 2020). Dentro de Anfasep misma se renovaron los liderazgos, de modo que se dejaron atrás los rasgos autoritarios y la poca inclusión de jóvenes en la junta directiva (Crisóstomo 2014; Jave 2020). Así, Adelina García y sus colegas vicepresidentas asumieron un liderazgo colectivo con el propósito de legitimarse dentro de la organización, lo que a su vez les permitió relacionarse mejor con actores estatales y sociales (Jave 2020).
Otro hito importante fue la promulgación de la Ley 30470 en junio de 2016 (Congreso de la República de Perú 2016), a finales del gobierno de Ollanta Humala (2011-2016), que refería a la búsqueda de personas desaparecidas durante el periodo de violencia. Esta ley se concretó -luego de varios intentos fallidos- gracias a la insistencia de la coalición prorreparaciones y al cambio de enfoque y estrategia comunicativa: se pasó de un modelo judicial a uno humanitario, lo que permitió ganar votos de congresistas que antes eran opositores y de la opinión pública. Esto evidencia la capacidad de adaptación, negociación y maduración de las organizaciones de víctimas (y de las ONG) para proponer una ley más convocante (Jave 2018; Velarde 2021). Las presidentas de Anfasep fueron voceras y, por primera vez, participaron en reuniones de coordinación (hasta con el presidente) para impulsar reparaciones:
En 2017, 2018, la ley [Decreto Legislativo n.º 1398] de Banco de Datos Genéticos, fuimos a palacio; él [expresidente Vizcarra] mismo promulgó la ley en nuestro delante. No sé si alcance el tiempo para reunirnos [de nuevo], pues el presidente ya se va pronto [fin del mandato en julio de 2021, no se preveía aún su vacancia en noviembre de 2020]. Trabajamos juntos con la Oficina de Desaparecidos, cada dos meses teníamos una mesa de trabajo [antes de la pandemia], nos informaban y también les dábamos nuestras propuestas. (Adelina García, Anfasep, 21 de abril de 2020)
Queremos resaltar que recién en los últimos años estos líderes han asumido y se les ha reconocido una mayor agencia en la elaboración de estas políticas. Ha sido un proceso largo y progresivo, en el que la implementación de reparaciones ha abierto una ventana de oportunidad para que puedan entrar, ya que los funcionarios aliados pidieron la participación de representantes de víctimas para validar, nutrir y retroalimentar el ciclo de la política pública.
Actualmente, Anfasep tiene un papel importante dentro de las reparaciones, pues su presidenta, Adelina García, es miembro desde abril de 2018 del Consejo de Reparaciones, institución encargada de elaborar el Registro Único de Víctimas que acredita a los beneficiarios. Esto no impide que las asociadas de Anfasep sigan exigiendo mejoras en la implementación del PIR; por ejemplo, consideran que 10.000 soles (aproximadamente USD 2.600) para cada afectado no es una reparación económica digna: “un detenido desaparecido tenía 4 o 6 hijos, tenía papá, mamá, y el dinero se debe dividir entre todos los familiares por lo que se propone aumentar el monto a 10 UIT [unidad impositiva tributaria, aproximadamente USD 11.000 para ese entonces]” (Juana Carrión, Anfasep, 1.º de abril de 2020). Además, demandan reparaciones en salud, salud mental, educación y vivienda (Adelina García, Anfasep, 21 de abril de 2020). La toma de conciencia de las diversas secuelas del conflicto armado interno en sus vidas llevó a que las socias de Anfasep aumentaran y diversificaran los reclamos que le hacen al Estado.
Desde la crisis económica de 2008, las ONG que colaboraban activamente con las víctimas vieron reducido el flujo de dinero de cooperación internacional, pues los donantes estructuraron sus operaciones hacia zonas del mundo en mayor precariedad que América Latina. Perú fue calificado como país de ingreso medio, por lo que en 2010 redujo su cooperación a casi la mitad de lo recibido en la década de los ochenta (Coeeci 2020, 19-20), y ha seguido menguando especialmente en temas de justicia transicional, y se han priorizado el medioambiente y los derechos de las mujeres (Bebbington, Bielich y Scurrah 2011; Anticona 2021). El financiamiento es un problema para las organizaciones; empero, la coalición prorreparaciones le ha permitido a Anfasep establecer alianzas para asegurar fondos, en gran parte debido a su situación privilegiada como organización histórica.
Recién creada, Anfasep solicitaba aportes individuales mínimos (un sol) a sus asociadas para el sostenimiento de las gestiones (trámites para denuncias o movilidades). No obstante, pronto aprendieron a trabajar con el apoyo económico de aliados; por ejemplo, Cáritas colaboraba con alimentos para el comedor (Jave 2020, 102-103). A medida que las donaciones aumentaban, recurrieron a ONG para gestionarlas: compraron un local, ayudadas por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos; construyeron el Museo de Anfasep, apoyadas por la cooperación alemana (Feldman 2012); participaron en el Santuario de la Memoria de La Hoyada (Huamanga, Ayacucho) junto a la coalición prorreparaciones para sacar adelante el proyecto (Jave 2017); y se gestionaron abogados para sus procesos judiciales -en la actualidad, caso Los Cabitos (1983-1990)-, con ayuda de la Cruz Roja Internacional, las ONG Aprodeh y Centro Loyola e instituciones académicas (Adelina García, Anfasep, 21 de abril de 2020; Juana Carrión, Anfasep, 1.º de abril de 2020). Ha sido un largo proceso de aprendizajes, alianzas y replanteamientos de su accionar frente al Estado y actores de la sociedad civil.
Organizaciones jóvenes: debilidad organizativa y exigencia de reparaciones
No todas las asociaciones tienen la misma capacidad organizativa ni las redes de contactos para ubicarse de igual forma dentro de la coalición. Las nuevas agrupaciones surgen por la reticencia de las organizaciones históricas para dar paso a líderes jóvenes. Estos nuevos liderazgos decidieron fundar la Juventud-Anfasep en 2002 al no encontrar un espacio y considerar que sus demandas -reparaciones económicas, vivienda y educación- eran postergadas dentro de Anfasep (Muñoz-Nájar 2012; Manky y Muñoz-Nájar 2014). Para entonces, las socias seguían enfocadas en sus objetivos históricos -búsqueda de la verdad y de sus desaparecidos-, por lo que estas nuevas demandas fueron vistas como demasiado innovadoras, ya que contradecían sus maneras tradicionales de actuar:
La Juventud se creó en 2002 porque cuando estás en casa no puedes modificar las cosas, cuando eres joven quieres hacer tus propias cosas, pero tu mamá no te permite; cuando estés en casa las órdenes yo las doy. Para apoyar de forma técnica, con otras ideas, y se las llevaban a la junta directiva de las mamás. Las mamás gestionan a su forma. Los jóvenes tenían ideas más innovadoras, más concretas. De los jóvenes salieron de la Juventud Anfasep, era el camino; primero ahí, luego a Coravip, a las dirigencias regionales. (Javier Tineo, Coravip, 1.º de abril de 2020)
Ahí yo vi cómo las mamás no querían dejar participar a los jóvenes, nos tenían relegados, a pesar de eso siempre luchamos para participar en las reuniones de Anfasep y siempre nos veían como rebeldes. Después tomé la decisión de apoyar la Conavip con Percy Huara. (Daniel Roca, marzo, 2013, citado en Jave 2020, 76)
El proceso de formación dirigencial es visto como un camino donde la Juventud-Anfasep es un paso necesario en la “independización del hogar familiar”; así se comprende que Javier Tineo, dirigente de segunda generación y exmiembro de la Juventud, terminara participando en Coravip y Conavip. Gracias a la ventana de oportunidad abierta por la CVR y la experiencia inicial de activismo, comenzaron a crearse más asociaciones, puesto que se percibía cierto recelo hacia Anfasep por intentar monopolizar la representación de las víctimas (Barrenechea 2010, 20).
Así surgió Coravip en 2003, como un intento por generar unidad dentro de las diferentes organizaciones de víctimas en Ayacucho y construir un frente común para exigir reparaciones para una segunda generación de afectados. Los nuevos dirigentes son ambiguos respecto a su afectación -no basan su identidad definiendo explícitamente al perpetrador-, lo que, en última instancia, busca formar coaliciones más convocantes (Muñoz-Nájar 2012; Manky y Muñoz-Nájar 2014). Esta es una estrategia para tender puentes entre víctimas civiles y víctimas militares/policiales, tarea en la cual el Centro Loyola y el movimiento Para Que No Se Repita han trabajado organizando escuelas de perdón y reconciliación, y círculos restaurativos (Carmen de los Ríos, Centro Loyola, 8 de abril de 2020). Por otro lado, el dinero para financiarse es un asunto importante, pues esta segunda generación de organizaciones creció en el contexto de recortes a fondos, cuando varias ONG se encontraban en liquidación, de modo que en la actualidad no hay mucho financiamiento para actividades (Javier Tineo, Coravip, 1.º de abril de 2020); a pesar de pertenecer a la coalición como Anfasep, carecen de sus conexiones y apoyos económicos. Empero, conviene reconocer que estas organizaciones se beneficiaron de los apoyos de ONG para su formación política -considérese la Escuela de Líderes del Instituto Bartolomé de las Casas (Lima), donde participaron Roca y Tineo-.
Por su parte, Conavip, fundada en 2004, se propuso ser la plataforma nacional de las organizaciones de víctimas, la cual inició con un liderazgo importante -dentro de la coalición- en la formulación de la ley PIR en 2005. Sin embargo, adolece de debilidad institucional, pues sus bases están en regiones y no siempre cuentan con recursos para movilizarse a la capital, donde se toman las decisiones; o porque hay dirigentes regionales que buscan mayor protagonismo, lo que impide la unidad. Un momento tenso se produjo cuando la primera presidenta renunció para formar una nueva plataforma (Coordinadora Nacional de Familiares Víctimas de Desapariciones Forzadas), ante lo cual se temió duplicación de funciones y amenazas a su viabilidad (Jave 2020, 111). Empero, en los últimos años ha trabajado activamente a favor de la Ley de Búsqueda de Personas Desparecidas de 2016 y el Decreto Legislativo n.o 1398 de 2018, que creó el Banco de Datos Genéticos para la Búsqueda de Personas Desaparecidas en el Perú, con lo que asumió protagonismo en la coalición. Si bien estas asociaciones de segunda generación pertenecen a la coalición, tienen menor coherencia interna, lo que dificulta su accionar y liderazgo en ella.
Las organizaciones de desplazados están conformadas por asociados aún bajo mucha precariedad, pues el desplazarse para huir de la violencia los obligó a dejar sus casas en el campo, donde tenían recursos y podían ingeniárselas para sobrevivir. Esta situación se mantiene actualmente, pues el Estado los excluye de las reparaciones individuales y los otros afectados los ven como “menos víctimas” (Ramírez 2017, 140). Conviene notar cómo algunas de estas organizaciones se han agenciado préstamos cooperativos -“banquitos”-, lo que les permite ayudar económicamente a las socias, comprar víveres o financiar actividades. Así, pese a sus debilidades (escasa participación, poca frecuencia de reuniones, bajo nivel educativo o limitada rotación de cargos porque no hay quienes quieran asumirlos), son espacios vitales de sociabilidad, apoyo mutuo (incluso económico) y comprensión del dolor común (Alayza y Crisóstomo 2015).
Yo me hice socia por necesidad de lograr algo, porque si no se organizaban no iban a lograr nada sin una organización y para eso la persona que encabezaba era la señora Yolanda [dirigente de Afadivpa]. Nos decía: cómo vamos a estar así sin ser reconocidos por el Estado, porque perdimos todo por ser desplazados, nuestra casa, nuestras chacras, animales, mejor nos reunimos. Empezamos solo como 5 personas, cuando estaba en mi casita vinieron unos jóvenes nos hizo como una encuesta que preguntaron de dónde soy, después de eso el Estado no ha venido nunca más por acá. (Integrante de la Asociación La Victoria, citado en Alayza y Crisóstomo 2015, 49)
De manera similar, las socias de Afadivpa desean progresar en la vida, pero carecen de los recursos para iniciar un negocio, por lo que su demanda principal son las reparaciones colectivas a las que pueden acceder. Su pertenencia a la coalición y el apoyo del Centro Loyola han sido cruciales para desarrollar su liderazgo y organización. La vulnerabilidad de las participantes, aunada a la formación reciente de sus organizaciones y poca expertise política, incide negativamente en el acceso a fondos y la formación de alianzas. Esto es particularmente preocupante en las asociaciones que han sido creadas para acceder a reparaciones, como La Victoria, que forma parte de Afadivpa y surgió gracias a que un funcionario del Ministerio de la Mujer -encargado de los desplazados internos- le entregó un listado de estos afectados a una víctima para que se organizaran entre ellos (Yolanda Baldeón, Afadivpa, 2 de abril de 2020). Los desplazados se encuentran en desventaja dentro de la coalición, pues no tienen visibilidad, carecen de organicidad y sus demandas no son centrales en la agenda del movimiento nacional de víctimas. Aun así, son conscientes de que para lograr sus objetivos necesitan de la coalición y sus redes de aliados, por lo que participan en Conavip (Ramírez 2018, 104).
En estos veinte años postransición, se ha ido conformando una coalición de organizaciones pioneras y de segunda generación donde estrechan lazos entre sí y generan aprendizajes comunes, lo cual trata de sortear las ausencias dejadas por ONG y agencias cooperantes. Si bien hay serias limitaciones de coordinación -muchas veces reducida a reuniones excepcionales entre Anfasep y Conavip (las más organizadas) que excluyen a los desplazados12- y pesan las jerarquías entre ellas, la coalición prorreparaciones es estable: Anfasep, Juventud-Anfasep, Conavip, Coravip, Afadivpa, Centro Loyola, el movimiento Para Que No Se Repita y, en general, el movimiento de derechos humanos local, las iglesias y funcionarios comprometidos.
El único proyecto que actualmente vincula a los desplazados con las demás organizaciones ayacuchanas es el Santuario de la Memoria de La Hoyada: “con otras organizaciones, en La Hoyada tenemos actividades, no están totalmente involucrados, pero sí nos acompañan a hacer la limpieza [del terreno]. La mayoría de jóvenes están allí, pero no tenemos acuerdos” (Juana Carrión, Anfasep, 1.o de abril de 2020). Este proyecto es liderado por Anfasep y Conavip -en el emblemático cuartel Los Cabitos- para hacer memoria de las presuntas detenciones arbitrarias y desapariciones forzosas por parte de los agentes estatales. Para lograr su construcción se articuló un tejido denso de aliados -ONG, funcionarios estatales, academia y cooperación internacional (Jave 2017)-; sin embargo, los desplazados no están tan informados ni involucrados en su planificación.
Otra forma de ver al Estado: líderes ayacuchanos como burócratas locales
Ahora que el Estado tiene políticas de reparaciones, las estrategias de los líderes han ido tornándose más cooperativas, pues son conscientes de que no pueden enfrentarse a congresistas o a funcionarios, sino que deben aliarse con ellos para sugerir sus propuestas (Juana Carrión, Anfasep, 1.º de abril de 2020). Han aprendido a comunicarse exitosamente en variadas instancias públicas multinivel como el Congreso o los municipios distritales. Entienden que necesitan actuar estratégicamente para incidir positivamente; si los políticos desconocen sus demandas, tratan de convencer a los técnicos; si siguen sin recibir atención, acuden a los medios; y, como última instancia, recurren a la movilización (Javier Tineo, Coravip, 1.º de abril de 2020), lo que demuestra una gradación de qué tan cooperativos o confrontacionales son con las agencias estatales.
Los líderes reconocen el juego político, por lo que cuentan con insiders -autoridades y funcionarios de la coalición con cierta sensibilidad y compromiso dentro del gobierno nacional y local-: “todo es decisión política; si conocen el tema, pueden hacer muchas cosas. Es voluntad del ministro; él define muchas cosas, jala presupuesto para trabajar, para apoyar el tema. Se le debe sensibilizar, pedir audiencias para darle a conocer” (Javier Tineo, Coravip, 1.º de abril de 2020). Esta perspectiva rompe con la imagen monocorde del Estado perpetrador, que “no hizo nada” por el bienestar de las personas (Alayza y Crisóstomo 2015, 32), que genera desconfianza y del cual no se espera nada (Jungbluth 2021, 117). Es más, si se considera la política local ayacuchana, existen vínculos históricos de las comunidades campesinas con el Estado. Al contrario de ciertas narrativas que las consideran alejadas del devenir nacional (Vargas Llosa, Castro Arenas y Guzmán Figueroa 1983; y la crítica de Mayer 2012), se encuentra que desde 1920 hay una “búsqueda de gobierno” (Del Pino 2017, 26). Si bien se reconocen la exclusión y el abandono, las comunidades exigen la protección estatal frente a los abusos del poder gamonal en el despojo de sus tierras (Del Pino 2017; Heilman 2010). Estos nexos pueden rastrearse hasta inicios de la República peruana (Méndez 2005) y evidencian un sentido de pertenencia a la nación, a partir del cual plantearon demandas.
Con el doctor Zevallos y Pérez Tello [exministros] se avanzó bastante, el viceministro Daniel Sánchez también. Las anteriores autoridades del Minjus [Ministerio de Justicia] no nos permitieron ingresar, recién con Pérez Tello nos dejaron conversar. Figallo nos visitó, pero no fuimos. Víctor Isla también vino, tenían voluntad, pero ahora últimamente en este nuevo Gobierno con Vizcarra y sus ministros, siempre hacían reuniones en el Minjus. No conozco al nuevo ministro de Justicia, pero sí al viceministro Sánchez; Gisella Vignolo también. (Juana Carrión, Anfasep, 1.o de abril de 2020)
Así, el Estado pasó a tener una cara cercana y accesible (la Defensoría del Pueblo y el Ministerio de Justicia): políticos y burócratas comprometidos que conforman la coalición, con quienes trabajan directamente y circulan entre estas instancias estatales. Esta coalición ha resultado bastante resistente a pesar de la rotación de políticos y funcionarios de alto nivel con los cambios de gobierno. Queda pendiente para futuras investigaciones estudiar a los funcionarios de estas agencias prorreparaciones y de búsqueda de desaparecidos que dotarían de cierta estabilidad a estas políticas.
Las organizaciones nacionales tienen mayor prioridad del Estado para ser atendidas, al contrario de sus contrapartes regionales o locales. Aun el hecho de ser provincianos retrasa sus demandas, pese a que se establecieron oficinas regionales de la CMAN para las reparaciones, lo que facilita la descentralización de trámites, pero no de decisiones (Javier Tineo, Coravip, 1.º de abril de 2020; Ulfe y Málaga 2021), y hace evidente el centralismo limeño. Sin embargo, las oficinas locales de la CMAN y de búsqueda de desaparecidos han significado una oportunidad para que los líderes con formación profesional (de la segunda generación) ganen los concursos públicos y asuman funciones burocráticas, de modo que se convierten en personas dentro del Estado en favor de la coalición. Por ejemplo, el abogado Yuber Alarcón trabajó como coordinador regional de la CMAN y Felimón Salvatierra -exdirigente de Coravip- como facilitador. Del mismo modo, el gobierno regional ayacuchano ha tenido líderes-burócratas como Percy Huayhua, fundador de Coravip y quien laboró en el Consejo Regional de Derechos Humanos (Henríquez 2013).
En los municipios locales, los miembros de estas asociaciones trabajan como personal del Registro Único de Víctimas. Esto tiene un impacto ambiguo: por un lado es beneficioso, pues permite asegurar el compromiso de la municipalidad, pero al mismo tiempo produce una doble lealtad en conflicto: la nueva identidad burocrática limita la capacidad de presión sobre las autoridades (Barrenechea 2010, 31). También se encuentra que los “sueldos fijos” los llevan a descuidar las labores dirigenciales por falta de tiempo, lo que en casos extremos genera la desactivación de las organizaciones por ser muy dependientes de sus líderes (Barrenechea 2010, 35). Conviene considerar que, en algunos casos, su trabajo dentro del Estado no siempre implica más incidencia, sino que podría debilitar a las asociaciones. Queda pendiente estudiar con mayor profundidad cómo el trabajo burocrático de los líderes tiene injerencia en las organizaciones, sus objetivos y la coalición; además de los dirigentes que se postulan a cargos de elección popular, como fue el caso de Daniel Roca, elegido alcalde provincial de Cangallo, Ayacucho (2019-2022).
Conclusiones
Veinte años después de la entrega del IF es pertinente hacer un balance de las trayectorias políticas de las organizaciones de víctimas ayacuchanas. Se encontró que los líderes y lideresas de las víctimas se han ganado un lugar en la sociedad y política peruanas, reconocido por sus simpatizantes y detractores. Inicialmente, estas organizaciones contaron con mayor apoyo de la sociedad civil y agencias de cooperación internacional; empero, el tiempo, un recambio generacional y la reducción del financiamiento para la justicia transicional obligaron a que actuaran políticamente por sí mismos, formando una coalición prorreparaciones, insertándose en las discusiones de políticas, articulándose con otras asociaciones y trabajando como funcionarios. Esto evidencia un tejido denso de aliados sociales y estatales donde los afectados ejercen una agencia importante, desplegando nuevas estrategias -producto de aprendizajes en su trabajo de incidencia- y formas de relacionarse con el Estado -en algunas instancias como el Ministerio de Justicia y la Defensoría del Pueblo-. Las coaliciones tienden a ser estables al estar basadas en memorias de justicia y reparación, pero admiten cierta variabilidad, pues permiten su apertura a actores antes desinteresados -u opositores- gracias a su interés en conseguir resultados; por ello llegan a asumir discursos más convocantes. Así, los miembros van cambiando de acuerdo a las coyunturas políticas como cambios de Gobierno, proyectos de ley relacionados, entre otras.
Estas organizaciones pasaron de exigir -desde afuera, en movilizaciones callejeras- la rendición de cuentas al Estado en los primeros años del presente siglo a ser las encargadas de canalizar e implementar -desde dentro, especialmente la segunda generación- las demandas de sectores históricamente olvidados que podrían no confiar en la institucionalidad política, pero que acuden a ciertos espacios estatales y los dotan de legitimidad. Así, su imagen de un Estado uniforme tomó matices, identificando instancias y funcionarios sensibles y convergentes con sus demandas dentro del aparato estatal, e interpretando los cambios políticos a su favor. Sin embargo, esto no niega que las organizaciones mantengan una mirada crítica y desconfiada del Estado, o que continúen las competencias y jerarquías entre las organizaciones de víctimas.
Por último, se plantea una agenda de investigación pendiente, pues este artículo no ha considerado la perspectiva de los funcionarios: aquellos comprometidos sin vinculación identitaria, pero también la incidencia de las funciones burocráticas (y la postulación a cargos de elección popular) de los líderes en sus organizaciones y la coalición prorreparaciones.