Desde sus albores en el pensamiento mítico, la historia de las ideas ha hipostasiado la razón con el objeto de dominar la naturaleza y, como ilustra la figura de Ulises cuando impone a sus compañeros que tapen sus oídos para evitar el canto de las sirenas, ha descartado por principio todo aquello que escapa a sus ambiciosas prerrogativas (Cfr. Adorno y Horkheimer, 2007). Bajo esta perspectiva, la tendencia mayoritaria de los intelectuales ha sido encuadrar la pregunta por el ser humano en el marco de grandes narraciones donde la historia viene definida en términos providenciales, de modo que si muchos fenómenos nos parecen irracionales y arbitrarios es porque no comprendemos el sentido inherente a su progreso irreversible; en el fondo, la historia se rige por un plano racional y todo lo que ocurre obedece a cierto telos, por lo que la razón siempre termina triunfando sobre todas las contradicciones, tal y como proclama la archiconocida fórmula de Hegel en su Filosofía del derecho: “todo lo real es racional, todo lo racional es real”.2
Sin embargo, la realidad ha desmentido tajantemente semejantes expectativas, y el supuesto triunfo de la razón no trajo consigo un mejoramiento general de la existencia basado en el desarrollo de los diversos saberes (Iluminismo), ni hemos potenciado nuestra espiritualidad hasta identificarnos con la humanidad (Hegel), ni nos hemos desembarazado de nuestras cadenas materiales (Marx), sino más bien todo lo contrario. De hecho, la filosofía del siglo xx nos advierte, en el afán por dilucidar los cambios experimentados en relación con nuestro modo de producción, con nosotros mismos y la vida en general, que un inquietante desierto avanza en la profundidad de la cultura, una penuria espiritual que expande su influencia subrepticiamente. En efecto, la autonomía prometida por los grandes metarrelatos tiene un envés preconsciente, a saber, un sujeto abstracto e impersonal que maneja los hilos de nuestra existencia de forma invisible, moldeando un ser humano cada vez más comprometido con su impulso íntimo hacia la expansión continua; como consecuencia, las desalentadoras palabras de Nietzsche en Así habló Zaratustra, bajo el título “De la virtud empequeñecedora”, no han hecho sino aumentar su dramatismo:
[Zaratustra] quería enterarse de lo que entretanto había ocurrido con el hombre: si se había vuelto más grande o más pequeño. Y en una ocasión vio una fila de casas nuevas; entonces se maravilló y dijo: ¿Qué significan esas casas? ¡En verdad, ningún alma grande las ha colocado ahí como símbolo de sí misma! ¿Las sacó acaso un niño idiota de su caja de juguetes? […] Y esas habitaciones y cuartos: ¿Pueden salir y entrar ahí varones? […] Y Zaratustra se detuvo y reflexionó. Finalmente dijo turbado: “¡Todo se ha vuelto más pequeño!”. (Nietzsche, 1980, p. 237)
La pregunta por la cultura
Para entender su ocaso, se impone considerar en primer lugar qué entendemos por cultura, es decir, ¿cuál es el ser de lo cultural? En primera instancia, hablar de lo real en perspectiva ontológica es hacerlo, como enseña Heidegger bajo la luz arrojada por los presocráticos, de la physis, ese “sustrato natural” de la historia que impera sobre todas las cosas, “sede hospitalaria”, “horizonte unitario” y “fuente de creación” directiva y autónoma que posibilita todo lo que es en tanto que es; en palabras del filósofo alemán:
La fuerza imperante que brota [la physis] es aparecer: ella lleva al presentar. [...] Basados en la peculiar conexión esencial de physis y alétheia los griegos podían decir: el ente es, en cuanto ente, verdadero. [...] Esto quiere decir: lo que se muestra imperando está en lo desocultado. [...] La verdad en tanto estado de des-ocultamiento no es un añadido al ser. La verdad pertenece a la esencialización del ser. Ser ente implica: presentarse, aparecer manifestándose, ofrecerse, exponer algo. (Heidegger, 1980, pp. 139-140; Cfr. Sánchez, 2004, pp. 133-137)
De aquí se sigue un presupuesto inevitable del pensamiento, a saber, “que lo ente y el ser siempre sean descubiertos a partir de la diferencia y en ella” (Heidegger, 1988, p. 137), por razón de lo cual la realidad, stricto sensu y contra la fe cientificista preponderante en la academia,3 es irreductible a cierta estructura ordenada y estable, regida por reglas nomológicas. En el empeño por erradicar el pensamiento mitológico de la faz del conocimiento, la revolución científica desencadenada en el siglo xv ha terminado creando, efectivamente, uno de los mayores mitos de nuestro tiempo; y es que la naturaleza cuantificable de la ciencia empírica (natura naturata) no es más que la expresión superficial del impetus autocreador de la physis (natura naturans), en lo que constituye una potencia inasimilable, por lo demás, a un fundamento primero o telos, pues procede por caósmosis, exceso de potencia y riqueza vital: “una generación caosmótica es el devenir auto-transfigurador de plexos problemáticos, es decir, de relaciones diferenciales entre dinamismos heterogéneos, de cuyo caos emerge un orden siempre auto-alterante y regido por una regla proteica, naciente a cada paso” (Sáez, 2015, p. 15).
Desde esta perspectiva, la cultura puede definirse como el estrato más reciente de la physis autocreadora, frente a la tendencia de considerar la naturaleza en términos de objeto frente al cual mediarnos (Cfr. Sáez, 2015, pp. 76-84). En cuanto corporalidad material y pensante simultáneamente, el hombre puede definirse, según Merleau-Ponty, como “ser-salvaje” (être brut), en la medida en que in-corpora una potencia germinadora indomable, por razón de la cual posee la capacidad de crear reglas sin reglas. Pues bien, a nuestro juicio, cabe extrapolar la misma reflexión del pensador francés a la totalidad de nuestro universo simbólico, de tal manera que, como el ser humano de carne y hueso, la cultura no solo comprende hechos cuantitativos, costumbres y valoraciones, sino que también es una physis, o sea, generadora salvaje de acontecimientos, emergencia irreglable de sentido y fuerza intensiva en aras de un crecimiento expansivo ad infinitum.4
Diagnóstico de la crisis: “agenesia”
Vistas así las cosas, si la cultura es una physis potenciadora de una autocreación proteica e infinita, la crisis que atravesamos se cifra en la incapacidad de nuestro subsuelo sociocultural para crearse a sí mismo en aras de su devenir intensivo hacia la sobre-vida. De aquí el término “agenesia”, que incorpora la raíz grecolatina gen (formar, engendrar). La crisis radica en el agotamiento y la esterilidad, es la in-potencia misma a la hora de concebir y crear; en palabras de Luis Sáez:
El ocaso de Occidente se cifra en la auto-descomposición misma de su génesis auto-transfiguradora. [...] Consiste [...] en la disolución interna de la potencia genética que le asiste y, por tanto, en su desaparición, en su fuga, mediante la cual se ausenta de sí mismo y se dirige hacia la noche de la in-potencia. (Sáez, 2015, p. 180)
Como avanzamos más arriba, las intensidades vinculadas disyuntivamente que constituyen la profundidad ontológica (genésica) de la cultura, esto es, “cursos de acontecimientos irrepresentables, [pero] no por ello místicamente inasibles: flujos comprensibles, [...] visiones en movimiento del mundo, corrientes valorativas, caudales de estilos y modos de vida, cauces trabados por hábitos, costumbres, anhelos, temores, etc.” (Sáez, 2016, p. 241), no siguen un movimiento arbitrario, sino que engendran constantemente, por razón de su afección recíproca, nuevas disposiciones reticulares, organizaciones tangibles y estructuras representables que encarnan semejante tensión problemática a nivel óntico (genérico):
Por su tendencia a la exuberancia existencial, [lo cultural] contiene en su finitud la aspiración inmanente a un infinito autotransformador, pues el devenir no cesa de inyectar en ella alteraciones al hilo de la problematicidad que va encontrando [...]. [En este sentido, la cultura se define como] el plexo sociopolítico en el que su invisible autotrascendimiento infinito es remansado, contenido prudencialmente en ciertos límites. (Sáez, 2016, p. 241)
Así pues, tenemos que la unidad discorde de las fuerzas que conforman la génesis (motor de la vida creciente) hace nacer desde sí, en virtud de sus diferencias de potencial y de sus correspondientes tensiones internas, una nueva singularidad rizomática; de tal suerte que todo régimen sociopolítico autoorganizador, los poderes fácticos y los procesos específicos que lo modulan estriban en la dimensión genésico-virtual de la cultura donde hunden sus raíces y se desarrollan (aunque no son directamente deducibles de ese fondo, lo ponen de manifiesto en la praxis histórico-vital, como figuras coherentes con la dynamis que le caracteriza).
Este proceso de génesis no debe ser entendido como una “disolución” en una sentencia resolutiva, pues el magma de flujos en profundidad no es carencial; constituye, más bien, una conformación material macrofísica en el rostro “genérico” de la génesis, del mismo modo que la fuerza del viento se materializa o, si se prefiere, se corporeiza en el oleaje del mar. Dicha “solución genérica” es relativa porque mantiene viva y proteica la vibración del campo problemático en la insistencia de una duración (Cfr. Sáez, 2015, pp. 188-189).
Por otra parte, es importante caer en la cuenta de que la génesis no tiene alfa ni omega. Como han explicado Deleuze y Guattari, un rizoma de fuerzas en relación no es lo mismo que un kosmos (es decir, un orden absoluto, centrado y uniforme); bien pensado, carece de centro estable, es contingente y abierto, ya que se autoaltera por el juego recíproco de las relaciones en el devenir que le es propio. Pero en la medida en que crea, en su desplazamiento constante, un orden impredecible, tampoco podemos decir que sea un caos. Se trata, en realidad, de un híbrido entre ambos, un “caosmos” generado en la relación diferencial misma de las fuerzas en vigor y regido por una regla in status nascendi, emergente en el conjunto de las relaciones y actuante en cada una de las modalidades nacientes (Cfr. Deleuze y Guattari, 1988, pp. 9-32; Sáez, 2016, pp. 243-244).
Ahora bien, por su parte, las diversas modulaciones de la génesis cultural favorecen profusamente, a su vez, cambios creativos que alcanzan su eco en la durabilidad intensiva de la cultura.54 Como enseña Simondon, el plano sociopolítico al que nos referimos debe ser entendido en términos de “transducción”, no ya en el sentido de una “intersubjetividad” sino de una “transubjetividad”: en aras de su individuación, los sujetos individuales deben transferirse emocionalmente su “problematicidad presingular”, de modo que los afectos se interpenetran formando un movimiento colectivo autotransformador y autoalterante (Cfr. Simondon, 2009; Sáez, 2016, p. 244). En la tensión entre lo “genésico” y lo “genérico” asistimos, por tato, a una afección recíproca que produce diferencias, por mor de su entrecruzamiento, en ambos rostros de la génesis (Cfr. Sáez, 2015, pp. 146-162).6
Pues bien, como veremos en el desarrollo del trabajo, la crisis de Occidente se sigue del desfase entre los planos genésico y genérico de la cultura, según el cual nos mostramos impotentes para concebir y alumbrar un mundo vital y sociopolítico capaz de soportar el exceso de potencia que atraviesa la physis autocreadora y otorgarle, de esta forma, una encarnación a la altura de lo que requiere. Efectivamente, nuestra época experimenta un desbordamiento rebosante de las problemáticas que subyacen a su sustrato cultural respecto a la “medida resolutiva” vigente hasta ahora. Cuando esto ocurre, la esfera sociopolítica deja de constituirse como una contención transitoria y prudente de la potencia excéntrica del “ser-en-la-cultura”, de tal suerte que la existencia queda clausurada por una oscura “ley de desarrollo” cuyas fuerzas ciegas, autonomizadas de su voluntad y vinculadas maquinalmente encierran en una “centricidad” cerrada su vocación transindividual de intensificar el autotrascendimiento infinito, generador y creativo donde se cifra su riqueza espiritual: “se diría que [los individuos] ya no viven sino que son vividos por ritmos autonomizados y yacentes en el magma social” (Sáez, 2016, p. 233; Cfr. Hardt y Negri, 2002, pp. 363-365). De manera que asistimos a una paradoja inaudita, a saber, la vuelta contra-genética de sus propios procesos dinamizadores, la aniquilación total de su pujanza creativa, la desintegración de su problematicidad inherente:
Es una paulatina conversión de los complejos problematizantes de intensidades (en relación diferencial y tensionalmente productivos) en conglomerados de fuerzas cuya relación diferencial está gobernada por la destrucción de tensiones. La potencia motriz del caosmos naciente se transfigura en una paradójica potencia de-potenciadora. (Sáez, 2015, p. 217)7
Así pues, Occidente se abisma en la enfermedad. Pero si bien, más allá de sus procesos materiales, afecta radicalmente al fondo telúrico de la cultura, la “agenesia” occidental -esa génesis del devenir, que aporéticamente devora sus propias potenciastambién extiende su nocivo influjo a la experiencia más inmediata. Contemplado desde sí, no se trata de un fenómeno mórbido, sino de un agente patógeno con alcance transindividual,8 un caldo de cultivo de numerosas patologías de civilización bajo el signo de las cuales las relaciones de poder se tornan asimétricas indefinidamente, el margen de libertad es extremadamente restringido y, para más escarnio, abortamos todo atisbo de crecimiento cualitativo hacia una existencia más plena en la misma medida en que buscamos promoverlo desesperadamente, en aras de un amplio abanico de comportamientos colectivos cuyo sentido radica esencialmente en “llenar el vacío” al abrigo del mercado, ese “nuevo Ídolo” (Nietzsche), obturando la salud civilizatoria.
Fisionomía de la crisis: el nuevo rostro del capitalismo
Para mostrar el sentido de nuestra hipótesis y probar su alcance en la existencia, es de recibo comenzar examinando el concepto de “soberanía” en perspectiva histórica (Cfr. Hardt y Negri, 2002, pp. 67-170), a la luz del vínculo existente entre crisis civilizatoria y poderes sociopolíticos que acabamos de exponer. La formación del principio de soberanía comprende varias fases. Tras su largo sometimiento al ente divino, Occidente realiza entre los siglos xiii y xvi un descubrimiento sin precedentes, a saber, el plano de inmanencia. Desde entonces, los poderes de la creación pertenecen a este mundo, comenzando una guerra sin cuartel entre las fuerzas creativas que lo conforman y cierta instancia trascendente que busca nivelarlas con el afán de perpetuar el statu quo.9
Desde la perspectiva de su inmanencia, el poder no pivota ya sobre un punto privilegiado de soberanía del cual emergen formas derivadas; no se trata de una distribución descendiente, ya sea democrática o anárquica. En realidad, el poder radica en un campo múltiple y móvil de potencias cuyos agenciamientos e hibridaciones generan, por desigualdad, estados de poder eventuales, locales e inconsistentes (Cfr. Foucault, 1997, p. 292; 1996, pp. 95-140, 110-111); más precisamente, el “poder” consiste en:
La multiplicidad de relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales. (Foucault, 1998, pp. 112-113)
En resumen, el poder arranca en procesos infinitesimales con un carácter táctico o estratégico, posee su propia trayectoria y, solamente a posteriori, es colonizado y transformado por formas (inestables) de dominación global (Cfr. Foucault, 1993, pp. 124, 144-145). Por su parte, el nacimiento del Estado moderno resuelve parcialmente la crisis desencadenada entre el plano de inmanencia y su homólogo trascendente, en la medida en que mediatiza el conjunto de fuerzas inmanentes; se trata de la “soberanía capitalista”, forma de trascendencia debilitada que termina con toda instancia absoluta en la vida del ser humano, a cambio de sobredeterminar la relación del sujeto con lo universal. Tras el advenimiento de la “nación” como nueva forma del Estado monárquico, el orden disciplinario del ciudadano (activo) ocupa el lugar del orden feudal del súbdito (pasivo); finalmente, el concepto de “pueblo” sustituye al de “nación”, concediendo una identidad y una base natural al Estado.
Si bien ha fundamentado su poder en la producción de alteridad, que supone el colonialismo, el esplendor de la soberanía moderna se cifra en el New Deal, esto es, la política intervencionista promovida por Roosevelt entre 1933 y 1938 para contrarrestar, mediante una dinamización de la economía basada en la reforma de los mercados financieros, los efectos de la Gran Depresión sobre los estratos más pobres de la población estadounidense. En efecto, la política intervencionista del malogrado presidente trajo consigo la forma más elevada de gobierno disciplinario (“sociedad-fábrica”), donde el Estado no solo se define en función de su papel mediador, sino que también constituye la piedra angular del desarrollo por cuanto garantiza altos salarios y fuerte consumo, a costa de fagocitar la sociedad civil en su interior.
Sin embargo, a pesar de obtener un éxito rotundo en el plano social,10 la difusión planetaria de regímenes disciplinarios bajo la égida del New Deal encerraba deseos renovados de liberación en nombre de una nueva subjetividad, como ponen de manifiesto las luchas desencadenadas a finales de los sesenta (Cfr. Hardt y Negri, 2002). Se trata, no obstante, de una revolución castrada desde el inicio pues, como sabemos por Marx, la fuerza y expansión del sistema capitalista se basa, precisamente, en la trayectoria interna de los conflictos que es capaz de resolver.11 En lugar de perder su vigencia (como sostiene la mayor parte de los críticos de la “mundialización”), la soberanía política adquiere entonces una nueva fisionomía donde el sistema capitalista realiza una suerte de consumación final, cumpliendo de una vez por todas el ambicioso proyecto de asimilar poder económico y poder político en un mundo histórico unificado por la estructura que determina la producción y la comunicación.12 Pero por mucho que aumente la libertad de mercado, lo cierto es que, en el contexto del control gubernamental, el “sistema” todavía alcanza su eco en la vida cotidiana como antaño, es decir, a base de sumisión, alienación y consumo. Para contrarrestar la amenaza que representa la autoorganización caosmótica y desde sí del pueblo, el Capital mantuvo fundamentalmente la misma línea reactiva que ha caracterizado su evolución histórica desde siempre, en virtud de la cual se alimentaba de las formas sociales y productivas concebidas por el proletariado. No obstante, dado que los nuevos movimientos sociales atesoraban un potencial económico sin precedentes, apostó por transformar la composición del proletariado absorbiendo sus nuevas prácticas, con lo cual tuvo lugar un cambio de paradigma del fordismo al posfordismo (Cfr. Hardt y Negri, 2002, pp. 246-250).
Se trata, desde esta perspectiva, de penetrar e invadir el “mundo de la vida” (Lebenswelt) hasta subsumirlo por completo, con el objeto de conducir nuestros cuerpos y mentes hacia un estado de alienación autónoma, de modo que cada individuo deviene, por un lado, en sujeto (subordinado a un poder soberano) y, por otro, en agente de producción y consumo (Cfr. Hardt y Negri, 2002, p. 295). La construcción de subjetividad abandona, desde este prisma, su tradicional base institucional para convertirse, al hilo de la ideología del capital de empresa y del mercado mundial, en un complejo proceso fluido de generación y corrupción, integración universal, diferenciación (reconocimiento) y gestión de las diferencias, sin necesidad de imponer un dispositivo social coherente (Cfr. Hardt y Negri, 2002, pp. 187-189). En definitiva, el poder del Capital no se funda, como quieren los guardianes de la democracia representativa, en un mecanismo contractual; bien pensado, se trata de una máquina biopolítica pues, bajo su signo, la vida se encuentra destinada a trabajar para la producción y viceversa (Cfr. Hardt y Negri, 2002, p. 45).
El “nihilismo” de la creatividad y sus implicaciones patológicas
Dado que examinar los múltiples procedimientos implementados por el nuevo capitalismo para perpetuar su dominio rebasaría los límites del presente trabajo, centraremos nuestra atención en uno de los mecanismos más decisivos al respecto, a saber, la producción de un “vacío ontológico” sobre nuestra creatividad, entendida como una potencia invisible (a nivel genésico) que se encarna en modus operandi concretos (en el nivel genérico). Efectivamente, el poder creativo se erige en la fuerza productiva fundamental para la eclosión del capitalismo globalizado, donde no importa tanto la producción material del trabajador propiamente dicha (en el sentido del concepto marxista de “clase”) sino más bien su capacidad de presentarse en calidad de portador de capacidades inmateriales de producción.
Bajo nuestro punto de vista, el Capital fagocita nuestras potencias creativas en virtud del giro que viene experimentando: de la rutina a la flexibilidad y a la reestructuración del tiempo, que constituye su corolario (Cfr. Sennett, 2000, pp. 13-65).13 De tal manera que, por oposición a su sentido original en la lengua inglesa -a saber, la capacidad del árbol para ceder y recuperarse(Cfr. Sennett, 2000, p. 47), las prácticas de la flexibilidad son las mismas que, a la altura del presente, doblegan al hombre de manera irreversible.
Tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, el lugar de trabajo se caracterizaba por un orden eminentemente fordista, en el sentido de que todo tenía un lugar determinado y nadie dudaba sobre su función.14 No obstante, las garantías del “Estado del bienestar”, la protección entusiasmada de los sindicatos y la existencia de una estructura burocrática rígida (lo que Weber denomina “jaula de hierro”) mejoraron sensiblemente la calidad de vida de los obreros que trabajaban para la Ford Motor Company durante los años 1910-1914 en Highland Park, hasta entonces sometida a la estricta gestión tayloriana del tiempo/movimiento para maximizar la eficiencia del trabajo.15 Afortunadamente, la disciplina militar del capitalismo moderno y su despiadada “racionalidad de ingeniería” fueron relegadas al ostracismo, toda vez que la denominada Escuela de Relaciones Humanas demostró que el buen o mal trato recibido por los empleados es directamente proporcional a la productividad de su trabajo, y así el tiempo rutinario se convirtió en arena política para la reivindicación de los trabajadores.16 Sin embargo, gran parte de las economías avanzadas continuaban favoreciendo la misma experiencia lineal del tiempo, las aspiraciones del hombre seguían delimitadas por su clase social, los empleos apenas presentaban cambios en lo cotidiano y los logros eran acumulativos, basados en la tenacidad del esfuerzo.
Esta atmósfera de relativa estabilidad apenas tuvo continuidad ya que las incertidumbres de la nueva economía exigen modos innovadores de organizar el tiempo (especialmente, el tiempo de trabajo), por razón de los cuales tiene lugar una auténtica revolución de la estructura institucional. Contemplada en perspectiva histórica, la transformación del lugar de trabajo hunde sus raíces en el empeño de Adam Smith por asimilar las virtudes empresariales a la flexibilidad y el cambio (Cfr. Sennett, 2000, p. 39), elaboradas posteriormente por J. S. Mill en términos de improvisación del comerciante-artista, que debe interpretar su papel en un mercado peligroso y desafiante, entendido como teatro de la vida (Cfr. Sennett, 2000, p. 48). Como advierte Bruckner, una sociedad de mercado se define fundamentalmente como “un ajuste minucioso de la oferta y la demanda, y cuanto más personalizada sea la oferta, adaptada a los gustos de cada uno, más valor tiene” (Bruckner, 2003, p. 142). Pues bien, la creciente facilidad para orientar el mercado al consumidor (Cfr. Champy, 1995, pp. 39-40)1716 y la avidez de cambio (“capital impaciente”, en términos del economista B. Harrison) para obtener rendimiento de forma inmediata se traducen en un dinamismo vertiginoso del mercado, de tal suerte que hacer siempre lo mismo resulta disfuncional en una economía cuyo leitmotiv se resume en el lema “nada a largo plazo”, donde “los conceptos comerciales, el diseño de los productos, el espionaje de los competidores, el equipo de capital y toda clase de conocimientos tienen unos periodos de vida verdaderos mucho más breves” (Kotter, 1995, pp. 81, 159).
De aquí se sigue la mayor seña de identidad del sistema de poder que subyace a las nuevas formas de flexibilidad, a saber, la especialización flexible de la producción. Ante la necesidad perentoria de satisfacer los caprichos de la demanda en un contexto marcado por el “canibalismo” empresarial, las empresas llevan a cabo una “estrategia de innovación permanente” en función de la cual ofrecen cada vez más variedad de productos en el menor tiempo posible (Cfr. Piore y Sabel, 1984, p. 17),18 de modo que aparecen y desaparecen arbitrariamente, se fusionan o forman una joint venture para compartir riesgos. En cualquier caso, no muestran ningún apego duradero por aquello que producen, hasta el extremo de destruirlo todo si así lo exige el momento inmediato; se trata de cambios decisivos e irrevocables en virtud de los cuales pasado y presente devienen discontinuos en el plano institucional, pero también en la experiencia de los trabajadores. Por expresarlo lapidariamente, el paradigma de la flexibilidad decreta la muerte del capitalismo organizado (Cfr. Lash y Urry, 1987, pp. 196-231).19
En tal disposición de los términos, las nuevas prácticas de dirección de empresas abandonan la tradicional estructura piramidal y aligeran la burocracia para organizarse en forma de red con el objeto de ser más horizontales, flexibles y abiertas a la reinvención radical: “en la red, la unión entre nódulos es más flexible; se puede separar una parte (en teoría, al menos) sin destruir a las demás. El sistema es fragmentario, y en ello reside la oportunidad de intervenir. Su misma incoherencia invita a revisarlo” (Sennett, 2000, p. 49). La disposición reticular de las empresas se constituye con múltiples ramificaciones (teóricamente) autónomas, insertas en “proyectos” que demandan la participación creativa de diversos “operadores auto-organizados en equipos”, esto es, “directores” de pequeñas células en las que desarrollan su actividad a modo de “animadores”, “inspiradores” y “catalizadores” (Cfr. Boltanski y Chiapello, 2002). En cuanto redes, las empresas deben llegar a ser, al abrigo de las nuevas tecnologías, “un archipiélago de actividades interrelacionadas” (Powell y Smith-Doerr, 1994, p. 381) donde toda producción tiende, con base en el debate abierto y el trabajo en equipo, a la producción de servicios -informatización(Cfr. Hardt y Negri, 2002, p. 266).
Así entendido, el nuevo modo de producción comprende dos grandes modelos: la economía de servicios (Estados Unidos de América), en la que se despliega el servicio financiero, y el modeloinfo-industrial (Alemania, Japón), donde el proceso de informatización se suma a la producción industrial existente. Pues bien, en ambos casos la economía es dominada tendencialmente por el “trabajo inmaterial” (es decir, por la provisión de servicios y el manejo de la información). En los albores de los noventa, el fenómeno de la “puntocommanía” cumplía aparentemente la promesa realizada por la new economy de recibir altas retribuciones y participar en el devenir del sistema por medio del trabajo cognitivo; de hecho, numerosos autoempresarios y microcapitalistas de riesgo hallaron en el mercado bursátil los medios adecuados para invertir su creatividad en crear empresas. Sin embargo, tan pronto como consumaron su alianza con el grupo dominante de la old economy, los grandes monopolios del entertainment y la publicidad sometieron definitivamente las competencias intelectuales del espíritu emprendedor al proceso de producción de valor, en una suerte de “intelectualidad de masas” (Paolo Virno) atravesada por la subordinación flexible. En definitiva, la incipiente clase virtual de las “puntocom” se ha revelado finalmente como “cognitariado”, esto es, el proletariado portador del saber (fractalizado y celularizado), donde hunde sus raíces la sociedad industrial avanzada (Cfr. Berardi, 2005, pp. 62-63).20
Entre las características básicas del “trabajo inmaterial” cabe destacar la homogeneización (el ordenador constituye una herramienta universal)21 y la dimensión afectiva de la interacción y el contacto humano, toda vez que las tecnologías digitales posibilitan la conexión de fragmentos individuales de trabajo cognitivo en una esfera rizomática de expansión ilimitada llamada “ciberespacio”, punto de intersección de las infinitas relaciones posibles entre nuestras mentes y los dispositivos electrónicos; en palabras de Berardi: “ciberespacio es la productividad infinita de la inteligencia general, del general intellect, de la red. Cuando un número inmenso de puntos entra en conexión sin centro ni jerarquía tenemos una producción infinita de signos, de mercancías intelectuales, de semiomercancías y de información” (Berardi, 2005, p. 67).
De tal suerte que la productividad se define por la intermediación cooperativa de múltiples redes lingüísticas, comunicativas y emotivas, una cooperación abstracta en la medida en que la producción se descentraliza en una red horizontal de empresas cuya posición oscila incesantemente (Cfr. Sennett, 2000, p. 277).2221 No obstante, a pesar de lo que pueda parecer a simple vista, tales dinamismos son huérfanos de la potencia “transductiva” de la que habla Simondon, en el sentido de que no son relaciones diferenciales (recíprocamente afectantes). Lejos de propiciar una vinculación proteica y enriquecedora, es de recibo reconocer que las relaciones en nuestro mundo (en general), y en la esfera del trabajo (en particular), se convierten en “acoplantes”, esto es, en nexos rígidos que se disponen maquinalmente en una sola dirección. Erigidos como modos de vida, los procesos ciegos del nuevo capitalismo se entretejen en “acopladuras” inerciales, configurando una retícula de emparejamientos que son encajados como piezas por dispositivos de “transacción” que se comportan como algoritmos funcionales. En este contexto, los individuos se ven despojados de la plasticidad necesaria para testificar su afán autotransformador, “se vuelven hacia sí” y niegan toda vibración endógena capaz de transmutarles en el encuentro. Convertidas en nexos desde fuera (es decir, motivadas por intenciones meramente estratégicas y operativas, en lugar de por la afección recíproca), sus relaciones no permiten ya una “transducción” inmanente, sino meros acuerdos y compromisos externos (Cfr. Sáez, 2016, pp. 244-245).
Si bien es cierto que los hechos que caen bajo las formas modernas de flexibilidad son bien conocidos, las consecuencias personales de la transformación científico-técnica de la producción suelen pasar inadvertidas a los ojos de nuestros contemporáneos. En primer lugar, la especialización flexible sustituye la cadena de montaje de la era fordista por islotes de producción especializada donde la innovación juega un papel fundamental, en la medida en que los trabajadores deben cambiar de tarea casi diariamente a tenor de la veleidad del mercado (Cfr. Morales, 1994, p. 6). Por otra parte, la sucesión de tareas que implica lo que hemos denominado “especialización flexible de la producción” acarrea inexorablemente cambios constantes de personal. Además, las técnicas de reinvención institucional o reeingineering se hallan delimitadas desde el principio y su principal consecuencia es el recorte de puestos de trabajo, con la única finalidad de hacer más con menos (Cfr.Hammer y Champy, 1993, p. 48).23 Así pues, como ilustra la erosión progresiva de la carrera tradicional, caracterizada por el desarrollo de las mismas cualificaciones en una o dos instituciones como máximo, el capitalismo del corto plazo nos condena a vagar en el tiempo erráticamente, en el vaivén de las circunstancias, a la deriva.24
Con todo, la masificación del trabajo intelectual alcanza su eco siniestro, para más escarnio, en la dignidad del hombre. Según las consideraciones más elementales de Ser y Tiempo, el hombre es “ser-en-el-mundo” (Cfr. Heidegger, 1994, pp. 66-67), en el sentido de que habita (y no meramente está, como el agua en el vaso) un mundo concreto de significados con el que se encuentra familiarizado, se halla “arrojado” (Geworfen) en su espesura de tal manera que su modo de ser está condicionado por cierta precomprensión, esto es, un factum inicial no fundado por el agente, presupuesto e indisponible que le toma de rehén: “la ‘esencia’ del ‘ser ahí’ está en su existencia. [...] El ‘ser ahí’ es mío en cada caso, a su vez, en uno u otro modo de ser. Se ha decidido ya siempre de alguna manera en qué modo es el ‘ser-ahí’ mío en cada caso” (Heidegger, 1994, p. 54).25
Ahora bien, así como pertenecemos céntricamente (fundidos en su interior, in-cursos en su subsistencia) a un mundo sociocultural, también nos encontramos ineluctablemente expósitos, lanzados hacia sus confines. Como enseña Heidegger, el “nihilismo propio” implica el carácter abismal del ser (Ab-grund), según el cual se sostiene, por así decirlo, sobre la nada: “el ser es fondo y abismo, carente de fundamento porque toda fundamentación tendría que deponer al ser hasta hacerlo ente. En la medida en que el ser es fundar no tiene fundamento” (Heidegger, 1991, pp. 175-176). En consonancia con la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, Heidegger postula que no existen premisas previas ni un telos delimitado del acontecimiento de ser; en efecto, las reglas que rigen supuestamente lo real no constituyen sino la expresión del horizonte abierto en el movimiento de su emergencia, por lo que siempre se hallan in statu nascendi.
Desde esta óptica, la copertenencia entre el ser y la nada no solo funda el espacio y el tiempo, también constituye la condición de posibilidad de la libertad. No se trata, evidentemente, de la simple capacidad de elegir o de una libertad ilimitada. Como se sigue del “nihilismo propio”, el ser humano es constitutivamente forastero, es decir, no posee interioridad (una “naturaleza” anterior a su actualización existencial, en el sentido de la metafísica tradicional) o, mejor dicho, su interioridad coincide con su exterioridad, de tal suerte que puede autotrascenderse constantemente, como ser abierto e indeterminado, en pos de su anhelo o vocación de ser. Es más, la libertad humana constituye, así entendida, una responsabilidad de sí. En nuestra condición de lanzados a un poder-ser, tenemos el deber constitutivo de hacernos a nosotros mismos, de manera que la vida parece ser un problema casi ingenieril, donde se trata de aprovechar las oportunidades que el mundo nos brinda para vencer las dificultades que se oponen a la realización de nuestro programa; de aquí se sigue cierta tensión y un carácter trágico: por un lado, el hombre se juega su ser en su hacer-por-ser, o sea, en su ser le va su ser; por otro lado, no hemos decidido vivir por voluntad propia, la vida es un hecho inapelable (Cfr. García, 2013, pp. 50-52).
Vistas las cosas así, tenemos que el ser humano se conforma de una unidad discorde entre dos condiciones diversas y, aparentemente, contradictorias. Son la centricidad y la excentricidad, cuyo vínculo tensional nos determina a seguir un camino donde morando, paradójicamente, no hay morada:
El ser humano es esa brecha, entre una tierra a la que pertenece y que está desintegrándose y otra tierra que ad-viene pero que no es todavía, como un hiato entre dos nadas. Es ese tránsito, ese intersticio, entre o intermedio, de estar en ciernes o en estado naciente, en la tensión entre radicación y erradicación, habitar y des-habitar, tener lo propio de una pertenencia y estar en proceso de ex-propiación. En su arraigo parte ya una línea de fuga hacia lo extranjero y extraño. (Sáez, 2015, pp. 38-39)
Si somos erráticos, en definitiva, no es por razón de nuestra desorientación vital, como piensa Ortega, sino porque somos seres-no-radicados-en-la-radicación, estamos in-cursos en el transcurso de nuestra vida.
Llegados a este punto, es importante reparar en el hecho de que el afán por hacernos en la existencia que late en el seno de nuestra condición errática se traduce necesariamente, como atestigua el pathos intempestivo por alcanzar la inmortalidad, en una expedición infinita (Cfr. Sáez, 2015, pp. 268-277).Ya sea mediante la acción gloriosa (en el caso de la religión homérica) o bien por la inmersión en el ser (como en la filosofía), el hombre siempre ha experimentado, por razón de su deseo de ser, un impulso imparable por des-centrar toda hacienda donde encuentra cobijo; lejos de obedecer a un objetivo concreto y delimitado, dicho énfasis persigue un imposible necesario o promesa infinita, sin figura ni rostro; en palabras de Luis Sáez: “la nueva Tierra del hombre a la que impele su excentricidad no es un final, sino un sinfín que escapa a todo confín” (Sáez, 2015, p. 271).
Ahora bien, el sinfín que codiciamos no consiste en un arquetipo trascendente y eterno, en el sentido de las Ideas platónicas. La infinitud que atraviesa lo finito humano es ejemplar, en la medida en que lo eleva a una altura en relación con la cual se experimenta como un ejemplo. En este sentido, la responsabilidad ontológico-existencial que designa el envés necesario de la libertad humana se revela como “imperativo de elevación excéntrica”, ese código ético con el único precepto de “estar a la altura de sí mismo”. En efecto, hablar del infinito ejemplar es hacerlo de una excelencia que nos pertenece, un valor inmanente cuyo significado se cifra en las gestas singulares e irrepetibles que lo encarnan; no obstante, lo excelente invisible implica asimismo un exceso indeterminable en virtud del cual nos desborda inevitablemente, de manera que la aspiración a ejemplarizarlo se traduce en un salir-de-sí delirante, sin arribo.
Pues bien, en la medida en que se apropian de nuestras energías creativas, los mecanismos ciegos del Capital nos impiden convertirnos en ejemplo de algo excelente, hasta el punto de que lo infinito ejemplar nos pasa completamente desapercibido, arruinando de este modo el carácter proyecto que alienta nuestra alma. Por desgracia, la fuerza excéntrica que alienta la autotrascendencia ha sido domesticada en una finitud inocua, desgajada de su naturaleza inventiva en beneficio de lo que Agamben denomina “nuda vida”, esto es, la vida desprovista de toda cualificación (expuesta a la muerte), que constituye la materia prima de la política (Cfr. Agamben, 2003, p. 212). Es el triunfo del hombre-anécdota como ejemplo de nada, mero ser-de-hechos inmerso en un mundo-de-hechos, sobre el hombre-ejemplificador, modo viviente de una ejemplaridad más allá de sí, por la cual se desvive (Cfr. Sáez, 2015, pp. 277-278).
Con todo, la pérdida del infinito ejemplar trae consigo consecuencias que rebasan la perspectiva individual, entre las cuales destaca la orfandad de la cultura y su correspondiente ofuscación:
La cultura yace hoy abandonada por el ser humano, [...] alojada paradójicamente por la ausencia humana o, lo que es lo mismo, desalojada mediante la presencia, en su mismo seno interno, de esa ausencia, una ausencia activa en la medida en que destruye. Pierde así su brío autogenerador y se ve reducida a una nada vacía, improductiva. (Sáez, 2015, p. 195)
Pues además de expresar la altura que sobrevolamos, la tensión irresoluble y trágica que vincula lo infinito ejemplar y la finitud del ejemplo también señala la profundidad que habitamos topológicamente, ya que la dimensión genésico-virtual de la physis autocreadora coincide con la excelencia desbordante en su empeño inagotable por materializarse en la dimensión genérico-efectiva; de tal suerte que, análogamente al infinito ejemplar, exige plasmar en superficie un modus operandi “a la profundidad de sí mismo”.
De este modo, se crea una deuda infinita en el dinamismo del mundo sociocultural que atraviesa la génesis autófaga de Occidente, por la cual nos entregamos a la vorágine de una redención, buscando compulsivamente suplir nuestras carencias en la vida del mercado.26 Y es que, a decir verdad, no podemos vivir sin autotrascendernos, aunque sea de un modo ficcional. En efecto, el hombre escapa a su clausura mediante una apertura fantasmática y una saturación petrificadora, al abrigo de modelos de diversa índole (funcionales, de identidad, escénicos, corporales, espaciales, lúdicos, etcétera) que ocupan el noble asidero del infinito ejemplar en nombre del entretenimiento procurado por los medios de comunicación, la proliferación de útiles recambiables y proezas de consumo, la avidez de novedades o la producción de desechos; parafraseando a Pedro Cerezo, “[s]u penuria (Not) es precisamente su ‘ausencia de penuria’ (Not-losigkeit), el encubrimiento de su propio vacío-de-ser en la exuberancia de lo disponible y lo ya dispuesto, y la invasión de lo nuevo y lo por llegar” (Cerezo, 1993, p. 78). Se trata, sin embargo, de un infinito apócrifo pues, por oposición a la ejemplaridad de lo excelente, el modelo está normalizado por definición, constituye un fin presentable y posee ciertas pautas estructurales. De hecho, existe todo un capitalismo del modelo que gestiona la generación de excelencia mientras promueve el consumo de heroicidad (Cfr. Sáez, 2015, pp. 282-283, 360-361).
La necedad como principal inductor de la crisis
Mientras que antaño la improvisación y el cambio solo tenían sentido con el objeto de sobrevivir a un desastre histórico, la novedad que introduce nuestro estado de cosas es que la incertidumbre se integra naturalmente en las prácticas cotidianas del capitalismo, sin catástrofe ni angustia (Cfr. Sennett, 2000, p. 30). De tal suerte que, en contraste con otros ocasos más visibles, nuestra civilización se muestra indiferente ante el avance del desierto, abandonando la vida cultural en manos de mecanismos deshumanizados. Es más, en la huida de su poder creativo, el ser humano se yergue orgulloso sobre lo que precisamente puede elevarlo, convencido ciegamente de que es el amo del planeta. Ahora bien, si el nuevo paradigma de la flexibilidad atenta de manera flagrante contra el ser humano, si nos priva de nuestro infinito ejemplar y si, lejos de elevarnos hasta la exuberancia de la vida, la compulsión por ficcionalizarlo nos hunde más profundamente en el desierto,27 la pregunta es: ¿cómo es posible nuestro sometimiento a la dictadura invisible del Capital? ¿Por qué entregamos todo nuestro ser con semejante indolencia a la organización del vacío?
Contra la moda intelectual que proclama solemnemente la muerte de las ideologías, la conducta flexible se erige, a pesar de todos los riesgos que comporta, en la ideología más pujante del presente y, como revela el sueño americano de movilidad social ascendente, la sociedad contemporánea se rebela contra la rutina. De aquí la elevación del espíritu emprendedor a la categoría de prototipo social, siempre abierto al cambio sin calcular las consecuencias, a asumir riesgos y cambiar de trabajo con frecuencia, por oposición a los “esclavos del tiempo” y demás prisioneros en la armadura burocrática de la rutina, a dejar que nos convirtamos en “comercializables” (Cfr. Sampson, 1995, p. 226-227) en menoscabo del servicio, el compromiso, la lealtad y otros valores “a largo plazo”; como dice Bruckner: “la conclusión lógica de la sociedad de mercado es la prostitución generalizada, la transformación del género humano en proveedores o clientes, en un ejército de manos que prodigan múltiples cuidados a pudientes apresurados” (2003, p. 143).
Desde esta perspectiva, el padre espiritual del nuevo capitalismo no es Adam Smith sino J. S. Mill, por cuanto la libertad del hombre se cifra, a su juicio, en la conducta abierta al cambio, adaptable y flexible (Cfr. Sennett, 2000, p. 48). Sirva como botón de muestra la figura de Rico, joven emprendedor y ejemplo de everyman ideal. En una entrevista concedida a Richard Sennett, el sujeto en cuestión recuerda sus numerosas mudanzas durante los últimos catorce años y, en lugar de culpar a la empresa cuyo recorte de plantilla arruinó su vida, admite que debió “hacer frente a una crisis y tomar una decisión [...]. Creé [cursivas añadidas] mis propias opciones. Asumo toda la responsabilidad por haberme mudado tantas veces” (Sennett, 2000, p. 27). Sin embargo, lo cierto es que Rico participa, en el fondo, de una “ilusión de autonomía”; por concurso de la flexibilidad, se encuentra constreñido a pensar que la fuerza de voluntad constituye la esencia de su libertad.
No nos pasa desapercibido que, aparentemente, hoy disponemos de un margen de libertad impensable cuando Ford industrializó el proceso de producción, promocionando los denominados “obreros especializados” en perjuicio de los “artesanos cualificados”. De hecho, uno de los principales argumentos a favor de la organización flexible del trabajo es que descentraliza el poder, como manifiesta el establecimiento progresivo del llamado “horario flexible”.28 El capitalismo recupera, ciertamente, algunas prácticas del sistema alemán del Tagwerk, donde los trabajadores recibían la paga, como sabemos por Marx, al final del día:
En dicho sistema, el trabajador podía adaptarse a las condiciones de su entorno haciendo distintos trabajos según lloviera o hiciera un día despejado, u organizando las tareas de acuerdo con las entregas de suministros. Ese trabajo tenía un ritmo, porque era el trabajador quien lo controlaba. (Sennett, 2000, p. 39; Cfr. Adam, 1990, pp. 112-113)
Sin embargo, tampoco podemos escapar al hecho de que semejante “autonomía” resulta engañosa. Y es que, si bien escapa al hastío de la rutina burocrática, el tiempo de la flexibilidad no termina con las restricciones; lejos de ofrecer la posibilidad de emanciparnos, la programación flexible del horario trae consigo por medios técnicos una estructura vertical, desigual y arbitraria de poder y control donde los trabajadores no controlan el proceso de trabajo real, sino simplemente su ubicación.29 En palabras de Sennett:
Los trabajadores cambian una forma de sumisión al poder (cara a cara) por otra que es electrónica. [...] La microgestión del tiempo sigue realizándose a paso acelerado, aunque [...] ha pasado del reloj a la pantalla del ordenador. El trabajo está descentralizado desde el punto de vista físico, pero el poder ejercido sobre los trabajadores es más directo. El teletrabajo es la última isla del nuevo régimen. (Sennett, 2000, pp. 60-61)
Más allá del lugar que ocupamos en la red, los nuevos sistemas de información dejan poco margen de maniobra y, como prueban la desagregación vertical o el delayering, la reorganización de empresas se caracteriza por la sobrecarga de dirección en las pequeñas células de trabajo que desarrollan múltiples tareas. Si bien permiten alcanzar los objetivos de producción de manera arbitraria, las jerarquías institucionales establecen con frecuencia objetivos inasumibles y, además, ejercen una presión desmesurada sobre sus fragmentos y nódulos para alcanzarlos. En contraste con la claridad de su vieja estructura piramidal, la red de relaciones que modulan las organizaciones flexibles se revelan, en resumen, como una “concentración sin centralización” que ejerce su dominio de forma intrincada, fuerte y amorfa (Cfr. Sennett, 2000, pp. 57-58; Harrison, 1994, p. 30).
Convertidos en meros funcionarios de la lógica del beneficio y la acumulación de valor, los trabajadores no asumen ya libremente una opción ética o cognoscitiva, sino que se limitan a cumplir lo mejor posible con el cometido encomendado en su minúsculo radio de acción; en términos de Luis Sáez:
Se ajustan al orden establecido y extraen de él esa [...] gloria miserable consistente en cumplir con especial esmero y dedicación las expectativas que les ha impuesto exógenamente el mundo administrado, competitivo y vacío en el que medran. [...] La solución está asegurada de antemano, propalando así la confianza en sus procedimientos y la ridícula seguridad de la mera supervivencia. (Sáez, 2015, p. 385)
En la medida en que se comportan, digamos, como simples máquinas (esto es, el modelo de la máxima eficiencia según la técnica), solo son responsables de la perfección de sus acciones, independientemente del significado que tengan, las reglas que obedezcan y los objetivos que persigan.
Desde esta óptica, el régimen de la flexibilidad hunde sus raíces, sorprendentemente, en el nacionalsocialismo. Como advierte Hannah Arendt, los actos de Eichmann no obedecen a razones ideológicas o patológicas, sino a una ambición ilimitada por ascender profesionalmente, en virtud de la cual no duda en ejecutar los mandatos de sus superiores como un mero burócrata. Del mismo modo, cuando G. Anders pide explicaciones al piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, su respuesta es que, en realidad, solo trató de llevar a cabo las órdenes recibidas con la mayor precisión posible, sin percibir sus funestas consecuencias. Pues bien, la conducta requerida por el capitalismo flexible es la misma que ponen de manifiesto Eichmann o el piloto de Hiroshima, a saber, hacer bien el trabajo encomendado, cumplir con el deber y seguir consignas ciegamente, sin ninguna responsabilidad sobre sus efectos.30
Ahora bien, el agens principal que empuja a la virtus autocreativa de nuestra cultura a abandonarse en la impotencia no es una condición psicológica sino ontológica. Según Heidegger, la nada no se define en primera instancia como la negación lógica de lo ente, como mantiene la ciencia empírica; bien pensada, se trata de la experiencia (siempre latente en la vida cotidiana, pero emergente explícitamente en el modo de la angustia) de un radical extrañamiento ante el ente en su totalidad, expresado en la pregunta radical de la metafísica: “¿por qué hay ente y no más bien nada?” (Heidegger, 2000, p. 108).31 Bajo sus efectos, llegamos a admirar el mundo como aquello a lo que pertenecemos necesariamente y experimentamos lo que Heidegger denomina “maravilla de las maravillas”, o sea, que el ente es: “Se diría que la inmersión misma en el mundo hubiese perdido de pronto su encubierta evidencia, su obviedad, su apacible naturalidad. Ya no nos vincula y envuelve. O mejor: de hecho, lo hace, pero ahora estamos sorprendidos de que ello ocurra” (Sáez, 2015, p. 98).32
Pues bien, sumido profundamente en su particular sueño de libertad, el extrañamiento del hombre subsiste aletargado hasta el punto de que lo extraño, paradójicamente, ha dejado de extrañarnos; en efecto, la “ilusión de autonomía” preponderante arruina la vida autoextrañada y la condena a la ceguera inercial, de manera que “ha dado ya la espalda a la problematicidad del mundo subcutáneo de la vida-en-civilización, la ha abandonado y condenado a su ineludible marchitamiento” (Sáez, 2015, pp. 196-197). En este sentido, la necedad se constituye como el máximo inductor de la crisis, entendida como:
La incapacidad de ser afectado afincada en el ser humano en cuanto ser social y cultural a un tiempo. Como ruptura del nexo entre el discurrir explícito de la vida generada y el flujo implícito de la problematicidad genésica. [...] No se trata de que cada una discurra independientemente de la otra, sino de que van de la mano sin tocarse. [...] La crisis cultural no se reconoce a sí misma, no se toca, no se autoextraña. Se envanece. (Sáez, 2015, pp. 181, 194, 196; Cfr. Sáez, 2007b, p. 431 y ss.)
Así pues, si el hombre occidental ya no experimenta el impulso de transfigurarse es únicamente por desafección y apatía respecto a lo problemático yacente en el subsuelo cultural de su época, porque carece de la sensibilidad receptiva que caracteriza a la autoaprehensión despierta. Como no puede ser de otro modo, los “últimos hombres” viven en la cultura; pero lo hacen bajo la forma de la estupidez, completamente ajenos a su rhytmus fontanal, como en un sueño inadvertido. Y aunque existen numerosos seres humanos lúcidos en nuestra época, siempre terminan devorados fatídicamente por el movimiento inercial de la estupidez, ya sea por la seducción que les provoca o bien por el ostracismo al que les relega. A la altura del presente, la estulticia atraviesa la totalidad de la cultura y expande su influencia en la plenitud de su pujanza.
En definitiva, si nos encontramos en tiempos de penuria no es debido, al menos en un sentido radical, al aspecto cada vez más raquítico de la cultura o al progresivo ensimismamiento del hombre en la organización del vacío, al extraordinario incremento de la desigualdad o a la dominación intangible, pero lacerante, de los dueños del Capital. Bien pensado, el máximo peligro de nuestra época es que, finalmente, la problematicidad en cuanto tal desaparezca igual que lágrimas en la lluvia, es decir, que se esfume la posibilidad de experimentar el ocaso cultural que nos acecha y de elaborar en consecuencia una respuesta creativa capaz de redimir nuestra deuda infinita