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CS

versão impressa ISSN 2011-0324

CS  no.42 Cali jan./abr. 2024  Epub 01-Mar-2024

https://doi.org/10.18046/recs.i42.05 

Artículos

Lomalinda: enclave de un proyecto moderno-colonial. Notas sobre el Instituto Lingüístico de Verano en Colombia *

Lomalinda: Enclave of a Modern/Colonial Project. Notes on the Instituto Lingüístico de Verano in Colombia

I. Universidad Surcolombiana, Neiva, Colombia. Antropólogo de la Universidad del Cauca (Colombia). Ph.D. en Ciencias Humanas con mención en Estudios Sociales y Culturales de la Universidad Nacional de Catamarca (Argentina). Sus campos de interés abarcan temas de investigación en antropología, arqueología y patrimonio. Correo electrónico: luis.franco@usco.edu.co, https://orcid.org/0000-0003-2447-7519


Resumen:

Desde la década de 1950 hasta la década de 1990, el Instituto Lingüístico de Verano (ILV) hizo presencia en Colombia. Trabajó en el adoctrinamiento de comunidades indígenas a partir de la realización de la traducción del Nuevo Testamento a sus lenguas. Este artículo presenta un acercamiento al accionar del ILV en el país e intenta delinear sus relaciones con la institucionalidad del Estado colombiano y con el establecimiento de la antropología en el país. En esta línea, a partir de un acercamiento documental y etnográfico se logra trazar la trayectoria histórica del ILV y se enmarca a su proyecto como un proyecto moderno-colonial. Dentro de los resultados, se plantea que la relación del ILV con la antropología colombiana fue de carácter tangencial, y se remitió a la confluencia de intereses en materia de políticas indigenistas y a cierto posicionamiento crítico de algunos antropólogos.

Palabras clave: Instituto Lingüístico de Verano; antropología; indigenismo; Colombia; proyectos moderno-coloniales

Abstract:

From the 1950s to the 1990s, the Instituto Lingüístico de Verano (ILV) was present in Colombia. It worked on the indoctrination of indigenous communities by translating the New Testament into their languages. This article presents an approach to the actions of the ILV in the country and attempts to outline its relationships with the institutional framework of the Colombian State and with the establishment of anthropology in the country. In this line, based on a documentary and ethnographic approach, the historical trajectory of the ILV is traced and its project is framed as a modern-colonial project. Among the results, it is proposed that the relationship between the ILV and Colombian anthropology was tangential in nature and was referred to the confluence of interests in indigenous policies and to a critical positioning of some anthropologists.

Keywords: Instituto Lingüístico de Verano; Anthropology; Indigenism; Colombia; Modern-Colonial Projects

Introducción

El objetivo de este artículo es realizar un primer acercamiento a la historia del Instituto Lingüístico de Verano (ILV) en Colombia y analizar su labor como proyecto moderno-colonial, encargado de rehacer los horizontes culturales de las comunidades indígenas a partir del adoctrinamiento religioso y de procesos de disciplinamiento que involucraban violencias epistémicas y simbólicas, y que se ejercían con la anuencia de importantes sectores de la vida académica e institucional de la sociedad colombiana. Trabajos como los de Bastian (1997), Cabrera (2007) y Beltrán (2011) abordan la influencia de la presencia de misiones protestantes en las comunidades indígenas desde la perspectiva del cambio social. En los últimos años se han publicado estudios significativos sobre las misiones en Colombia durante el siglo XX como el libro Sal de la Tierra compilado por Carlos Páramo en el 2018, y el número 89 del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República publicado en el 2015.

No obstante, no hay trabajos dedicados al impacto del ILV en las comunidades donde actuó. Su presencia en Colombia contribuyó a acentuar las relaciones de dominación de tipo colonial de grupos autocalificados superiores para civilizar o desarrollar tanto a los humanos como a los no-humanos (fundidos en uno por el pensamiento disciplinario durante la mayor parte de la historia) en la región de los Llanos Orientales de Colombia. El entramado político y el soporte institucional que se generó alrededor del ILV no estuvo por fuera de esas relaciones coloniales bastante afincadas en la región, y contribuyó al proceso de desintegración comunitaria de muchos de los grupos indígenas en los que actuaba. Este proceso, sin duda, fue de arruinamiento (Stoller, 2008), y dejó sus huellas en el espacio específico de Lomalinda. Su particularidad es que tiene facetas tanto constructivas como destructivas al rehacer los horizontes socioculturales en los contextos donde se llevó a cabo (Stoller, 2008).

A lo largo del texto se irá evidenciando que la relación del ILV con la antropología colombiana fue más de carácter tangencial y se remitió, por un lado, a las relaciones de su director con el antropólogo Gregorio Hernández de Alba, y a la confluencia de intereses en materia de políticas indigenistas; y por otro, a un tímido posicionamiento crítico por parte de algunos antropólogos frente a las labores de este instituto en el país. Podrían pensarse, como aportes a la antropología en Colombia, sus numerosas publicaciones sobre lenguas indígenas y un par de volúmenes sobre la cultura material de las comunidades donde hizo presencia, sin embargo, estos trabajos fueron marginales en las discusiones disciplinarias. También es cierto que si se mira la relación ILV y antropología en un contexto más amplio, desde el trabajo lingüístico de Kenneth L. Pike (1962), misionero del ILV, se acuñaron las categorías emic/etic, las cuales, desde su adecuación al análisis cultural y no exclusivamente lingüístico, han atravesado la reflexión antropológica sobre las bases del trabajo etnográfico, a pesar de que los contenidos a los que hicieron referencia ya se encontraban presentes en la obra del antropólogo y lingüista Edward Sapir (Harris, 1996).

Seguramente, esta es una de las cosas a las que se refirió Carlos Páramo cuando afirmó que “los antropólogos le debemos mucho a los misioneros y la deuda es tan profunda como incómoda de honrar” (2018: 18). Sin duda, hay que continuar indagando por las implicaciones de esta relación en Colombia, y lo que intento en este texto es delinear algunas de ellas; sobre todo las que están vinculadas con la política del indigenismo y con personajes de la antropología y el Estado colombiano.

En este sentido, subrayo que dichas implicancias del proyecto moderno-colonial del ILV se hicieron evidentes a nivel institucional, cultural y material; y menciono brevemente el aspecto material ya que este proyecto se consolidó a partir de la materialización de un lugar, a manera de enclave colonial, que permitió la articulación de las diferentes labores del ILV en el país. Este punto fue el que me permitió entrar en contacto con la historia del ILV (Franco, 2023).

El lugar al que hago alusión es Lomalinda. Se encuentra ubicado en el municipio de Puerto Lleras, en el departamento del Meta, y hace parte de la región de los Llanos Orientales de Colombia. Los terrenos de Lomalinda, nombre dado por el director del ILV, William Cameroum Tonwnsed, pertenecían al general Armando Urrego, quien los donó al Estado para que fueran entregadas en comodato al ILV a principios de la década de 1960. Una vez en posesión de dichos terrenos, el ILV inició la construcción de casas, oficinas, bodegas, una iglesia, un centro de estudio, infraestructura de comunicaciones, vías, edificios para escuelas, una pista de aterrizaje, redes eléctricas, comedores, casas de huéspedes, canchas de futbol americano, de tenis, baloncesto y futbol. La construcción de este enclave significó una completa transformación del paisaje que materializó el proyecto de intervención orientado a la evangelización y transformación cultural de las comunidades indígenas colombianas.

De ahí que este artículo proponga entender el proyecto misionero del ILV como uno moderno-colonial, muy en la línea con aquellos procesos de arruinamiento trabajados por Stoller (2008) que están orientados a la transformación de los horizontes sociales, políticos, económicos y simbólicos de aquel o aquellos pueblos o comunidades sobre los cuales se despliega; y que, a su vez, se los puede entender como dispositivos disciplinarios que buscan fijar al sujeto indígena en el marco de unas relaciones de poder y control especificas (Foucault, 1984).

La materialización del espacio disciplinario (Foucault, 1984) de Lomalinda en el que se consolidó este proyecto, el enclave-dispositivo, devino en un proceso de arruinación tanto física como cultural, y las ruinas fueron el detonante de las indagaciones por el ILV. Aquí sigo a Gnecco (2019) en su reflexión y resalto, al igual que él, la liminaridad de la ruina en tanto que está en medio de dos tiempos históricos, pasado y presente, evocando “lo que dicen haber sido” (Gnecco, 2019: 21). Si se quiere, esta fue mi estrategia metodológica en el acercamiento a la historia del ILV: desandar la historia de las ruinas y de las edificaciones presentes en Lomalinda. Para indagar sobre lo que dicen haber sido esas ruinas ahí presentes sigo intentando conectarlas con el flujo de su historia y con quienes lo movilizaron. Por tanto, para conocer las facetas y los cambios históricos ocurridos a partir de la instalación del ILV en los Llanos Orientales de Colombia y sus impactos sociales y culturales, requerí un trabajo historiográfico para acercarme a las especificidades sobre la entrada y consolidación de este instituto y a algunos aspectos centrales sobre las cuatro décadas que estuvo en el país. Asimismo, el trabajo etnográfico alimentó muchas de las reflexiones aquí presentadas.

Momentos preconvenio ILV-Estado colombiano

David Stoll (1985: 243) narró que los primeros antecedentes entre Colombia y el ILV se empezaron a gestar en el año 1951 cuando William Cameroum Tonwnsed, fundador y director del ILV, conoció al expresidente colombiano Alberto Lleras Camargo en Chicago, por entonces secretario general de la Organización de Estados Americanos. En 1959, durante la segunda presidencia de Lleras Camargo, Tonwsend entró en contacto con el antropólogo Gregorio Hernández de Alba quien, desde 1958, era el encargado de la división de Asuntos Indígenas adscrita al Ministerio de Gobierno. El contexto social y político reinante en Colombia durante los años previos al encuentro entre el Gobierno de Lleras Camargo, William C. Townsend y Hernández de Alba, no favoreció los intereses de ingresar al país por parte del ILV, tal como ya lo había hecho en México en 1935, Perú en 1945, y Ecuador y Guatemala en 1952.

La década de 1950 en Colombia estuvo caracterizada principalmente por el periodo conocido como La Violencia (1948-1957), que vería el fortalecimiento de la Iglesia católica a través de la firma del Convenio de misiones en 1953, el cual actualizaba y fortalecía el concordato firmado con la Santa Sede en 1886 que le entregaba a la Iglesia católica la potestad en tres cuartas partes del territorio nacional, asegurándole tanto la educación como el adoctrinamiento de los indígenas que vivían en esos territorios. Sumado a lo anterior, en este periodo se consolidó el pensamiento indigenista que había empezado a gestarse públicamente con la creación del Instituto Indigenista Colombiano en 1941 por Hernández de Alba y Antonio García. Así, la hegemonía conservadora, el fortalecimiento de la Iglesia católica, las discusiones sobre el indigenismo y las distintas visiones para la solución del problema indígena en el país fueron factores importantes que retardaron la llegada del ILV.

La política indígena de Estado había estado basada en la idea de la asimilación a la sociedad nacional a través de su conversión en ciudadanos, tal y como lo señalaba la vigente Ley 89 (1890), la cual determinaba “la manera como deben ser gobernados los salvajes que se reduzcan a la vida civilizada”. Esta ley, además de buscar la disolución de los resguardos indígenas en un periodo de 50 años, afirmó el papel de la Iglesia católica en la conducción de los indígenas hacía la vida en sociedad. Por tanto, el trabajo de asimilación requería cubrir dos frentes, uno liderado por la Legislación General de la República dirigido a aquellos indios civilizados (básicamente los de la región andina), y llevado a cabo por el aparato institucional del Estado; y otro en manos de la Iglesia, orientado a la tutela de los indios salvajes que ocupaban los territorios de misiones constituidos a partir de los Convenios de misiones de 1903 y 1928, actualizados en 1953. En el escenario de los Gobiernos conservadores de la década de 1950, la Iglesia católica detentaba un poder superlativo que le permitía ejercer como barrera para el ingreso al país de misiones religiosas no adscritas al catolicismo. Este fue otro de los elementos que retardó el ingreso del ILV.

Pese a las condiciones sociales y políticas del país, se venía gestando desde la década de 1930 un movimiento que fue clave para el ingreso del ILV a Colombia a finales de 1950. Se trataba del movimiento indigenista cuya institucionalización, no solo en Colombia sino en América Latina, durante las décadas de 1930 a 1950, favoreció dicho ingreso en los países del continente (Drumond, 2004: 152). El indigenismo, en general, ha sido un movimiento moderno con objetivos modernizadores sobre la población indígena y liderada por no indígenas.

En Colombia, uno de los primeros antecedentes en la formación de un movimiento indigenista ocurrió en el campo de las artes, en cabeza del artista Rómulo Rozo quien formó el grupo Bachué, el cual se interesó en la reivindicación del legado indígena. Este movimiento evolucionó con la adscripción de personas provenientes de distintos espacios de la sociedad colombiana. Se resalta la incorporación de Gregorio Hernández de Alba y de Antonio García, quienes serían los fundadores del Instituto Indigenista Colombiano (IIC) en 1941. El IIC se gestó a partir del Primer Congreso Indigenista Interamericano llevado a cabo en Pátzcuaro (México) un año antes y tuvo un carácter más beligerante y ligado a los lineamientos de la investigación aplicada (Pineda, 1979). En este sentido, uno de los fines consignado en sus estatutos pretendía “determinar los medios de incorporación efectiva y racional de los grupos indígenas a la vida política, económica y cultural de la nación, en planes de conjunto o en proyectos individuales” (García, 1947: 1).

Para el mismo año, también se fundó el Instituto Etnológico Nacional (IEN), filial de la Escuela Normal Superior y origen de la institucionalización de la antropología en Colombia. La inauguración de estas dos instituciones, el IIC y el IEN, marcó los derroteros sobre la antropología, el indigenismo y el problema indígena en Colombia. En palabras de Roberto Pineda (1979: 3), en el IIC “la problemática del indio es de orden social” y, por tanto, “la acción indigenista debe buscar el cambio radical de la estructura agraria y política del país”. Esta actitud reclamó una posición más beligerante y articulada con los lineamientos de la investigación aplicada, mientras que en el IEN la acción se circunscribía “a lo meramente científico académico”, a partir de “una concepción culturalista de la sociedad” que quedó “constreñida en una visión burguesa del cambio cultural” (Pineda, 1979: 3). El IEN estuvo centrado en las actividades de docencia, investigación, publicación, conservación y exhibición de monumentos y piezas arqueológicas (Friedemann, 1987: 146); por su parte, el IIC orientó sus intereses, los cuales partían desde plataformas políticas diferentes, para tratar de incidir en las políticas gubernamentales sobre la cuestión indígena en Colombia. Tal es el caso de dos de las figuras fundadoras del movimiento como lo fueron Hernández de Alba y Antonio García, quienes fueron separando sus caminos debido a las diferencias políticas desde las cuales pensaban el indigenismo y la manera en que este debía implementarse en el país. Aunque compartían la defensa de los territorios indígenas ante las diversas intenciones de disolver los resguardos. Algo muy acorde con la lucha indígena -particularmente de comunidades de la región andina del Cauca y del Tolima-, que despertó desde los años veinte y llevó a que se conformaran alianzas significativas entre movimientos obreros, sindicales e intelectuales.

El indigenismo en Colombia, según Correa (2007), se debatió entre diferentes corrientes de pensamiento (Langebaek; Robledo, 2014). Las hubo de tintes marxistas y liberales. Ambas pretendieron aliviar la situación del indígena en el marco de las relaciones de explotación, sin embargo, las estrategias para mejorar su situación variaron de acuerdo con las formas de pensamiento. Por un lado, la corriente ligada al marxismo asoció la participación del indio en el progreso de la sociedad a partir del reconocimiento de una lucha de clases al lado de otras comunidades como las campesinas. Las acciones debían estar vinculadas al partido y la posición se vislumbró como una suerte de antagonismo al Estado. Por el otro, la corriente liberal planteó la solución e incorporación del indio en la sociedad nacional a partir de cierto paternalismo estatal, es decir, ya no desde un antagonismo frente a este, sino de la construcción de una política indigenista estatal que fomentara su incorporación a la sociedad nacional convirtiéndolo en propietario individual. Esta idea liberal tuvo su sustento jurídico en el proyecto de la disolución de los resguardos estipulada desde 1890 y ejecutada a través de la Ley 200 (1936) sobre reforma agraria y el Decreto 918 (1944) que ordenó disolver los resguardos indígenas del departamento del Cauca.

Si bien las distintas corrientes de pensamiento frente al indigenismo coexistieron y generaron importantes discusiones (Langebaek, 2009), la corriente liberal representada por Gregorio Hernández de Alba, entre otros, terminó consolidándose como política de Estado con la creación de la Sección de Resguardos Indígenas dentro del Departamento de Recursos Naturales del Ministerio de Agricultura en el año de 1958. Esta sección fue trasladada en 1960 al Ministerio de Gobierno y rebautizada como División de Asuntos Indígenas. Para este momento, Hernández de Alba ya se había distanciado de la corriente indigenista liderada por Antonio García (Correa, 2007).

En su labor al frente de la Sección de Resguardos Indígenas, y después en la División de Asuntos Indígenas, Hernández de Alba procuró plasmar desde esa institución una política oficial nueva que preparara “la ejecución inmediata de programas de mejoramiento, tecnificación e incorporación del indio a una vida colombiana mejor que la empírica, miserable e inquieta vida que en general tienen los indios” (Hernández de Alba, como se citó en Perry, 2006: 93). Así, entre estas instituciones se consolidó el objetivo de alcanzar “el mejoramiento social y la incorporación efectiva de los grupos indígenas marginados de la vida activa y del progreso nacional” (Jimeno, como se citó en Perry, 2006: 93); objetivo de particular valor en el entrecruzamiento de los intereses de la política indigenista colombiana con los del ILV. Particularmente, porque implicó el despliegue de diversas acciones desde diferentes campos de conocimiento para intervenir la realidad de las comunidades indígenas. En este contexto, se formaron enfermeras, parteras, maestros auxiliares, etc.

En la misma línea, Perry (2006: 94) señaló que era a esto a lo que se refirió Hernández de Alba cuando habló de “líderes nativos de cambio”, “indígenas preparados para trabajar en sus comunidades para que, en tiempo oportuno, sustituyeran a los expertos internacionales y se crearan centros análogos del programa en otras regiones” (Hernández de Alba como se citó en Perry, 2006: 94). En este punto, es posible equiparar los líderes nativos de cambio, referidos por Hernández de Alba, con “el núcleo de creyentes” mencionado años después por el presidente de la organización de Traductores Wycliffe de la Biblia, George Cowan: “Nosotros no consideramos que el trabajo de nuestros miembros en algún idioma esté completo hasta que algunos del grupo local sean capaces de leer la Palabra escrita y exista un núcleo de creyentes que pueda continuar por su cuenta” (Cowan, como se citó en Stoll, 1985: 34. Énfasis propio).

El mismo interés fue compartido en la discusión sobre una antropología aplicada que se había generado un tiempo atrás en el IIC, señalando aspectos sobre el papel que debía desempeñar esta disciplina en su relacionamiento con las comunidades. Al respecto, Blanca Ochoa señaló:

En el Instituto Indigenista se hablaba de Antropología Aplicada. Esa era una influencia que venía de Mariátegui. Nosotros leíamos mucho la Revista Amauta; los pocos números que se podían conseguir, y los Siete Ensayos de Mariátegui (…) Concebíamos la aculturación como un hecho positivo. Estábamos en un error, pero era el momento que vivíamos. Encontrábamos que aculturar al indígena era algo muy importante y bueno (…) Nosotros lo concebíamos como llevarles instrumentos técnicos y en agricultura, en cacería (…) Claro que concebíamos y defendíamos la enseñanza bilingüe, defendíamos la conservación de la lengua indígena (…) El error principal (pensábamos) era la llevada de los elementos occidentales sin un estudio previo, ni cómo se llevaba. Nos precipitaba el afán de frenar la influencia de la Iglesia Católica (…) Influencia que fue desastrosa por la labor de los capuchinos (Padre Castellví - Sibundoy) (Haciendas; indígena = siervo trabajador). Por eso apoyábamos en ese momento la entrada de los grupos protestantes, y eso llevó a apoyar la entrada del Instituto Lingüístico de Verano. (Ochoa, como se citó en Pineda, 1984: 239)

Jimena Perry (2006) ha señalado que Hernández de Alba, a pesar de que era católico, no estuvo de acuerdo con los métodos de enseñanza de las misiones católicas y creía que las escuelas establecidas por misioneros eran de poco rendimiento. Así lo dejó ver en una carta de 1958 dirigida al ministro de Educación Daniel Henao-Henao:

Dije en el reportaje aludido que la única gestión en pro de los indígenas la hacen hoy las misiones religiosas, que han establecido escuelas de poco rendimiento, y los mismos misioneros a quienes he tenido ocasión de ver trabajar en malos climas y adversas circunstancias, me lo han mostrado así. Uno hubo, en Guajira que se dolía de no haber logrado en treinta años fundar un pueblo ni hacer perdurable en los nativos la enseñanza global que se les daba; y este y casos similares se deben, a mi parecer, al hecho de que el Estado no ha reforzado las misiones religiosas con misiones técnicas en la interpretación de las culturas, en lo sanitario y en lo económico. (Henao-Henao, como se citó en Perry, 2006: 84-85)

En 1958 el Gobierno liberal de Lleras Camargo inició una serie de reformas progresistas que incluyó los planteamientos liberales sobre el problema indígena y la necesidad de convertirlos en ciudadanos no solo haciendo de ellos sujetos desterritorializados, sino incorporándolos a las relaciones de la economía de mercado. Para esto, era necesario, al menos en los territorios de misiones, disminuir el poder que la Iglesia tenía sobre las comunidades (Uribe, 2017) y dar paso a procesos e instituciones modernizadoras. En este marco, se empezaron a consolidar los acercamientos del ILV en el país, todo sobre la base de que era una institución científica que prestaría un servicio que, en el momento, las instituciones nacionales no estaban en capacidad de ofrecer. Por tanto, su labor se vio con buenos ojos tanto por el trabajo lingüístico que desempeñaría con las comunidades indígenas como por el soporte al desarrollo de algunos sectores de la antropología del país.

El contexto de entrada del ILV a Colombia

El convenio entre el ILV y el Estado colombiano se firmó el 5 de mayo de 1962 y facultó al instituto para desarrollar trabajos con grupos indígenas del territorio colombiano con los siguientes objetivos:

a) El estudio profundo de cada lengua, con el análisis adecuado de su sistema fonético y morfológico, y una recopilación comprensiva y útil de su vocabulario; b) un estudio comparativo de las lenguas aborígenes entre sí y la relación con los demás idiomas, del mundo para su correspondiente catalogación; c) la grabación de cintas en cada idioma o dialecto, de las cuales se facilitará copia a la División de Asuntos Indígenas; d) la recopilación de toda clase de datos antropológicos culturales y la confección de documentos fotográficos sobre aspectos raciales, vestido y vivienda, enseres, mobiliario, instrumentos, industrias y diversos aspectos de la vida indígena, cuyas finalidades sean fundamentalmente de orden práctico para la mejor comprensión de cada cultura, y la deducción de las campañas necesarias para el mejoramiento global y la incorporación de cada grupo estudiado, a más altos y útiles niveles de vida. (Ministerio de Gobierno, 1976: 9)

Además de estos objetivos, el convenio contuvo compromisos entre el Estado colombiano y el ILV entre los cuales se destacaron por parte de este último: servicio de intérpretes, organización de cursos de capacitación lingüística, elaboración de cartillas bilingües, traducción de textos a lenguas indígenas necesarios para el ILV y la Dirección de Asuntos Indígenas (DAI) y, en especial, el fomento del mejoramiento social, económico, cívico, moral y sanitario de los indígenas. Así mismo, se estableció la colaboración del ILV con la DAI y el IIC para la presentación de exposiciones de objetos y conferencias de filología.

Para llevar a cabo sus labores, el ILV podía “operar aviones en las regiones de difícil acceso”, “radios transmisores y receptores para mantener contacto con sus lingüistas en el campo, con sus aviones y con su oficina en Bogotá” (Ministerio de Gobierno, 1976: 10-11). Tales acciones o servicios estarían disponibles para el Gobierno nacional y, en algunos casos, para las comunidades. Igualmente, se señaló que el ILV respetaría las prerrogativas de la Iglesia católica de acuerdo con los términos del Convenio de misiones vigente. Por parte del Estado colombiano, los compromisos se orientaron a ofrecerle una oficina en Bogotá, realizar las gestiones para la migración de sus miembros, dotarlo de los terrenos necesarios para sus labores en los lugares acordados, gestionar permisos para adquirir o importar radioemisores, radioreceptores, aviones y demás transportes para sus investigadores y el uso de aeródromos sin costo alguno, y mediar con las misiones católicas para que el ILV pudiera adelantar sus investigaciones.

Finalmente, sobre la duración del convenio se señaló que el mismo:

podrá ser reformado o ampliado en cualquier tiempo por acuerdo de ambas partes y regirá desde la fecha hasta que terminen las investigaciones lingüísticas especificadas o hasta que el Gobierno Colombiano de por terminado el convenio, previa notificación expresada en un lapso no menor de un año. (Ministerio de Gobierno, 1976: 12)

Dicho convenio previó el desarrollo de la investigación académica y lingüística en las lenguas indígenas de Colombia en un momento en que la investigación de este tipo estaba poco desarrollada en el país. Ante esto, se puede suponer que el Gobierno colombiano y las personas que se relacionaban con el ILV no conocían su faceta como misioneros o que la desestimaron privilegiando la académica. Para principios de la década de 1960, el ILV conservaba una buena imagen ante los Gobiernos del continente y no se conocía al detalle su quehacer evangelizador. Como sucedió en otros países, la intención de fortalecer los estudios lingüísticos sobre lenguas indígenas se compaginó a la perfección con lo ofrecido por el ILV (Drumond, 2004).

No debemos dejar de considerar que el ingreso del ILV, como ya se señaló, también estuvo sujeto a la pretensión de disminuir la influencia de la Iglesia católica sobre las poblaciones indígenas en los territorios de misiones. Hernández de Alba, quien se distanció del manejo que la Iglesia católica le dio al proceso de evangelización, fue uno de los partidarios de las labores del ILV en el país. En este sentido, el antropólogo Roberto Pineda (1979: 11) señaló que “la estrategia de Hernández de Alba era apoyarse en grupos misioneros minoritarios del país, objeto también de una dura persecución clerical, para erosionar la influencia misional católica”. Aún no es claro si a finales de la década de 1950 y principios de la de 1960, Gregorio Hernández de Alba era conocedor de las labores y pretensiones misioneras del ILV, lo que podría atribuírsele a la muy bien elaborada identidad dual (Stoll, 1985) que mantenía ante las instituciones. El mismo Pineda (1979) indicó que Hernández de Alba no previó el enorme pulpo que era en realidad el ILV; su nefasto impacto sobre las comunidades indígenas, y su parapeto para muchas otras actividades.

La década de 1960 atestiguó la consolidación del indigenismo de Estado en cabeza de Hernández de Alba al mando de la División de Asuntos Indígenas. A su vez, la antropología colombiana entró en su periodo de tecnocratización, en palabras de Friedemman (1987), con los planes de reforma agraria y educativa promovidos por la Alianza para el Progreso y con la posterior aparición de carreras profesionales en antropología en las universidades del país. La Alianza para el Progreso fue un programa de ayuda propuesto por el Gobierno estadounidense de Jhon F. Kennedy para toda América Latina que buscó generar condiciones para el desarrollo y la estabilidad política en la región. Este programa fue muy impulsado por el presidente Lleras Camargo bajo el propósito continental anticomunista que resultaba prioritario, dada la amenaza que representó el triunfo de la Revolución Cubana (Rojas, 2010). Entre sus intenciones se encontraban las de servir como contraofensiva frente a la efervescencia de diversos movimientos socialistas, comunistas, anarquistas y estudiantiles en el marco de la Guerra Fría; y de impulsar los procesos de desarrollo y modernización en el continente. Así, en este contexto, se supieron articular intereses tanto académicos como institucionales.

El ILV, en su faceta académica-pública, logró ser lo bastante convincente para garantizarse un espacio en el desarrollo de la discusión y del conocimiento de las lenguas indígenas y sobre la producción de corpus etnográficos de muchas comunidades a las que la antropología no había accedido hasta el momento. William C. Townsend sostuvo, para el caso mexicano, que el ILV entró en ese país como lingüista y no como misionero (Drumond, 2004), reconfirmando que era la faceta académica la que les permitió participar de los debates y en los avances disciplinarios de la lingüística y la antropología. Esta misma expresión es aplicable para la instalación del ILV en Colombia (como en todos los otros países de América Latina donde hizo presencia).

De acuerdo con lo anterior, si el indigenismo de Estado en el contexto político fue uno de los factores clave para el ingreso del ILV en los países de América Latina, la lingüística, el estudio y descripción de las lenguas indígenas, el debate sobre la educación bilingüe y las versiones de una antropología aplicada marcaron el contexto práctico donde el ILV se ganó inicialmente la confianza tanto de las instituciones gubernamentales como de la academia. La acción en torno a la alfabetización de los pueblos indígenas ofrecida por este confluyó con la idea de la integración del indio en los diferentes países del continente. Su labor misionera no era un tema de discusión y el ILV la mantuvo bajo la recamara.

ILV: estrategias y promesas

Antes de fundar el ILV, William Cameron Townsend era vendedor de biblias y en su trasegar por Guatemala se encontró con la limitación de llevar la palabra del Nuevo Testamento a las comunidades indígenas de ese país. En este sentido, y tal como señaló Stoll (1985), se vio abrumado por cientos de tribus sin Biblia. Ante esto, organizó un campamento de verano en 1934 para capacitar a los misioneros en lingüística descriptiva para poder traducir el Nuevo Testamento a las lenguas indígenas. Este campamento se nombró Wycliffe, haciendo honor a John Wycliffe, primer traductor de la Biblia al inglés; fruto de este se fundó el ILV en 1936. Ante el desconcierto de muchos fieles norteamericanos sobre la institución creada y su posible desviación de sus objetivos evangélicos, Townsend fundó en 1942 los Traductores Wycliffe de la Biblia (TWB) (Stoll, 1985). De esta manera, se conformó la identidad dual con una división del trabajo clara en la que el ILV era la institución presentada ante Gobiernos del denominado tercer mundo como rama instructora y operativa, y la TWB ejercía como sostén ideológico encargado de gestionar recursos dentro de los Estados Unidos.

De acuerdo con esto, la mejor manera de presentarse ante los Gobiernos era bajo la imagen de académicos lingüistas expertos que podrían aportar al conocimiento de las lenguas indígenas y contribuir al desarrollo de los estudios lingüísticos en cada uno de los países donde hacían presencia. Tal situación era bien vista, inicialmente, por los antropólogos, quienes la entendieron una posibilidad de aumentar los conocimientos no solo sobre las lenguas indígenas sino sobre la cultura de las comunidades en general. Así, y en el caso de la División de Asuntos Indígenas, en cabeza de Hernández de Alba, se creyó que la labor del ILV era una buena forma de recuperar las lenguas indígenas y enseñarlas. Además, que la buscada asimilación de los pueblos indígenas coincidió con los intereses del ILV, y que sus estrategias no violentas, no imponían “prácticas diferentes a las de su cultura, costumbres y tradiciones (Perry, 2006: 97-98). Robert Jaulin (2022) resaltó en su libro La paz blanca, en diversas ocasiones, la complacencia de Hernández de Alba con el accionar del ILV, ya que posibilitaba la integración de los indígenas al progreso y a la vida nacional.

No obstante, la década de 1960 transcurrió sin que los aportes y progresos enunciados en el convenio se hicieran realidad (Correal; Cardona; Chaves; Ferrufino, 1972; Stoll, 1985). El trabajo del ILV se realizó prácticamente sin ninguna supervisión; las entidades del Gobierno tuvieron un desentendimiento de su trabajo durante todos esos años y sus únicos contactos eran los que se daban en el Ministerio de Defensa donde el ILV tenía dos oficinas. No hubo seguimiento a actividades en campo ni visitas a la base del instituto en Lomalinda. El ILV se dedicó a sus labores con gran libertad.

Dichas labores comenzaban con el contacto y la instalación de dos misioneros lingüistas, los cuales estaban instruidos en cursos de descripción formal de lenguas ágrafas y con algunos conocimientos antropológicos. Una vez instalados, los misioneros empezaban a recolectar información de la lengua y, en ese proceso, buscaban ganarse la confianza de la comunidad. Muchas veces asistían a las comunidades en temas de atención médica y medicamentos, imposibles de obtener de otra manera dado que estaban por fuera del sistema de salud estatal. Así mismo, generaban procesos de cambio económico promoviendo relaciones de mercado e introduciendo animales domésticos que no se conocían, lo que daba paso a procedimientos complejos de reconfiguración cultural. Los informantes les proveían la estructura para traducir el Nuevo Testamento a la lengua de la comunidad. Si bien el ILV negó desde el principio la intención de convertir a los indígenas al protestantismo evangélico, se sobreentendía que la traducción de la Biblia era una forma de intenso estudio de esta (Stoll, 1985) y de propiciar voluntariamente el abandono de la cultura propia para acoger el camino de la palabra de Dios.

De igual forma, se empleó la estrategia de llevar a los informantes a la base en Lomalinda donde se avanzaba en el estudio de la lengua y en las traducciones. En estas estadías, también se impartían cursos de asistencia médica, capacitación técnica en temas de agricultura y trabajos manuales como carpintería y modistería. Para estas acciones se contó con el espacio de otra hacienda vecina, propiedad igualmente del ILV, llamada Bonaire. Se esperaba que al regresar a sus hogares los informantes convertidos organizaran congregaciones bajo la supervisión del traductor (Stoll, 1985), siendo así los mismos indígenas los agentes de autotransformación impuesta por los misioneros del ILV.

Lo anterior nos permite recordar lo señalado por Michel Foucault (1984) que indicó que, quien está sometido a un campo de visibilidad, reproduce por su cuenta las coacciones del poder, siendo así el agente de su propio sometimiento. Al respecto, Stoll (1985: 264) sostuvo que “desde principios de los setenta hasta 1980, más de mil indígenas fueron llevados a Lomalinda, entrenados por seis semanas en nuevos métodos agrícolas, y devueltos a casa con nuevos animales domésticos bajo el brazo”.

Sumado a esto, se incluyó la autonegación de las prácticas indígenas por quienes pasaban tiempo en la hacienda al enseñarles lo equivocadas que eran y ligarlas con prácticas paganas. En este contexto, el adoctrinamiento protestante fue denunciado por el adoctrinamiento convencional de la Iglesia católica, la cual veía con recelo cómo el Estado acababa con el monopolio sobre la población indígena en los territorios de misiones. Paralelamente, se empezaron a escuchar voces de distintos líderes indígenas de las comunidades en donde hacia presencia el ILV señalando la pérdida cultural de sus tradiciones. Muy rápidamente, a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, esta discusión tomó mayores dimensiones involucrando a sectores de la opinión pública, a la academia y a sectores políticos de izquierda.

Los setenta. Conciencia minoritaria, conveniencia estatal

En el año de 1970 ocurrió un evento que puso en escena nacional al ILV, desencadenando diversas críticas a su labor misionera que permitieron develar elementos de su naturaleza vedados hasta el momento. El Ejército y la Policía invadieron la zona de San Rafael de Planas en el municipio de Puerto Gaitán, Meta, y territorio del grupo indígena sikuani guahibo. La acción militar tuvo por objeto aplacar la rebelión de un grupo encabezado por Rafael Jaramillo Ulloa, exinspector de Policía, líder y colaborador de los indígenas. Según relató Alejandro Reyes Posada (“La rebelión indígena de Planas”, 2016; Reyes-Posada, 2018), director de la División de Asuntos Indígenas para ese momento, Jaramillo Ulloa había creado una cooperativa en 1968 en la que participaban indígenas guahibo, para comerciar artesanías y palma de cumare en Villavicencio y llevar alimentos a precios justos para la zona de Planas. Tanto colonos como comerciantes locales estuvieron en contra de la cooperativa y hostigaron sus actividades. Ante tal situación, Jaramillo y los indígenas organizaron un grupo pequeño para defenderse, contaban con sus arcos y flechas y con dos o tres escopetas. En una de sus acciones ingresaron al predio de un colono y “mataron a flechazos a once de sus habitantes” (“La rebelión indígena de Planas”, 2016).

Esta situación generó la alarma de que se estaba gestando una guerrilla indígena y los colonos empezaron a reclamar la intervención del Ejército, el cual se movilizó a la zona y, una vez llegó, encontró los caseríos vacíos, sin rastro de Jaramillo y los indígenas. Según Reyes-Posada (“La rebelión indígena de Planas”, 2016), días antes de la ocupación militar, Sofía Müller, una misionera estadounidense de Nuevas Tribus extendió la orden de abandonar los poblados y refugiarse en la selva. Durante varios días el Ejército buscó el paradero de los indígenas hasta que empezó a encontrarlos a las afueras del pueblo. El relato de Juan Gossaín, en el periódico El Espectador, describió el hecho de la siguiente manera:

Todo comenzó un día en que los colonos mandaron al presidente Lleras una carta alarmista, diciéndole que se le iba a incendiar el Llano y que si él podría permitir que surgiera la violencia, que ya los guerrilleros se estaban tomando toda esa región. Y el Presidente Lleras, alarmado, dio órdenes al ejército de que sofocara cualquier brote de violencia. Los militares exageraron su celo, y en vez de recuperar la confianza del indio, la fueron perdiendo por completo poco a poco. Un comandante bárbaro oyó hablar alguna vez de los CAPITANES indígenas y creyó que se trataba de capitanes en el sentido militar de la expresión, cuando en verdad un capitán es como el alcalde, el jefe, de los pueblos y las concentraciones aborígenes. Cinco o seis capitanes fueron asesinados por el ejército. Otros tantos indios inofensivos, que habían escapado a la selva por físico miedo e incertidumbre, fueron apresados, torturados y sacrificados por los militares Lo digo sin ninguna vacilación, porque los resultados finales del drama de Planas así los confirman: el indio tenía motivos justos y razonables para temerle al ejército. (Gossaín, como se citó en Gómez, 1989: 100)

Alejandro Reyes Posada recordó que los indígenas denunciaron los atropellos y los asesinatos al padre Ignacio González (católico), colaborador de los indígenas y quien informó a las demás organizaciones misioneras que estaban reunidas en un congreso en Villavicencio (Alejandro Reyes, comunicación personal, 15.05.2020). Esta denuncia fue amplificada por el cura Gustavo Pérez Ramírez alcanzando un importante eco nacional e internacional. Este suceso de represión contra los indígenas ocurrido en Planas no fue el primero en la región, pero sí tuvo la particularidad de ser el único con la participación directa del Estado colombiano. Desde finales del siglo XIX, cuando se intensificaron las relaciones de contacto entre colonos e indígenas, las acciones de violencia, desplazamiento y exterminio contra estos últimos se convirtieron en una constante regional (Gómez, 1989). Por tanto, la acción cometida por el Ejército, en acuerdo con elites civiles, hizo parte de la “dinámica de los conflictos interétnicos inherentes al avance colonizador en la región de los Llanos Orientales de Colombia”, dinámica en la que el caso Planas era un “ejemplo más del proceso general de desplazamiento y de exterminio indígena a partir de la presión colonizadora” (Gómez, 1989: 98).

En este suceso, se señaló la participación del ILV a través del apoyo logístico al Ejército colombiano con sus aviones y aparatos de comunicación. Este “había entrado a colaborar con el gobierno en la acción cívica para pacificar presuntas guerrillas indígenas”, señaló Gossaín (1978). Esta versión que apareció en la prensa la reprodujeron Hart (1976) y Stoll (1985). A partir de su supuesta participación en este evento, el ILV reconfiguró su papel en la colonización indígena de la región y se inscribió con más fuerza en un proceso de colonización territorial, que venía desarrollándose desde cuatro siglos atrás, y abrió una caja de pandora que, a pesar de las maniobras políticas de sus dirigentes, sustentadas en sus relaciones con el poder burocrático del Gobierno, no logró cerrar. Ante esta noticia se empezó a formar la idea de que las actividades del ILV en el país eran contrarias a los intereses nacionales y opuestas a los intereses indígenas. Sin embargo, el mismo Stoll (1985) reseñó que el ILV negó cualquier participación en la represión de Planas. Así mismo, Alejandro Reyes Posada, encargado de la División de Asuntos Indígenas en 1970, confirmó la versión del ILV en estas palabras:

En Planas la misionera más famosa e influyente fue Sofía Müller, de Nuevas Tribus, que previno a los guahibo contra la incursión del Ejército, que se desplegó para perseguir a Rafael Jaramillo Ulloa, y les ordenó huir hacia las matas de monte para que las tropas no los encontraran. No recuerdo que los del ILV hubieran tenido participación alguna en el conflicto, y si la hubiera habido, no hubiera sido a favor de los militares sino de los indígenas. (Alejandro Reyes Posada, comunicación personal, 15.05.2020)

Posterior al suceso de Planas, el Gobierno colombiano creó una comisión conformada por antropólogos del Instituto Colombiano de Antropología para visitar Lomalinda y elaborar una evaluación y un dictamen sobre las labores del ILV (Correal et al., 1972). Este informe se conocería en el año de 1972 y sería el primer producto elaborado por antropólogos que pondría en cuestión la pertinencia y la labor del ILV en el país, ya que señalaba el proselitismo religioso y lo inadecuado que era que el Estado delegara el mejoramiento moral de las comunidades indígenas a una institución extranjera. Un aspecto importante fue que se empezó a revelar la identidad dual del ILV al hacer visible su labor misionera y su pretensión de convertir a los indígenas al cristianismo. Al parecer, y esto es algo sobre lo que se sigue investigando, dicha identidad operaba solo a nivel de los ojos institucionales dado que, a partir de conversaciones y relatos de quienes interactuaban con los integrantes del ILV, la labor misionera era clara desde el primer momento de su llegada.

Se debe resaltar aquí el carácter abierto que se atribuyó al ILV en Lomalinda donde tenían infraestructura para las personas que desearan visitarlos. En este sentido, volvemos a retomar a Foucault, al comprender el espacio de Lomalinda como un dispositivo disciplinario, el cual “será accesible al gran comité del tribunal del mundo” (1984: 210). El informe también reconoció el incumplimiento en muchos aspectos del convenio entre el ILV y el Estado colombiano, y recomendó que la labor del ILV fuera reemplazada por personal colombiano en un periodo de 4 años, y que si continuaba sus labores proselitistas se le terminara el convenio (Correal et al., 1972).

Años después, surgió una serie de pronunciamientos en contra del ILV. Por ejemplo, la Prefectura Apostólica de Mitú en la editorial de octubre de su periódico Vaupés al día, criticó la política indigenista del Gobierno y rechazó la “política extranjerizada y en favor de uno de los agentes -el Instituto Lingüístico de Verano- de la potencia más colonizadora del mundo” (García, 1976: 103). Si bien el descontento de la Iglesia venía desde el mismo momento de la entrada del ILV al país, por el tema del control sobre la población indígena en los territorios de misiones, se incluyeron unos elementos que articularon ya no solamente una crítica entre órdenes religiosas, sino una posición de carácter político y cultural al dirigir la atención hacia el imperialismo y el colonialismo.

Rechazamos por tanto, para la solución del problema indígena remedios importados y sobre todo de quienes han exterminado en su propio país a los indígenas; rechazamos todo tipo de imperialismo, o imposición de un grupo sobre otro, y optamos por una política nacionalista en el sentido de defensa y desarrollo de los valores culturales propios de los grupos marginados, especialmente de los grupos indígenas. (García, 1976: 105)

¿Despertar social y académico?

La oposición al imperialismo de los Estados Unidos y al colonialismo en general tomó un nuevo aire desde la década de 1960, y a partir de 1970 se le sumó el rechazo al indigenismo de Estado por parte de las organizaciones indígenas. Estos fueron los años en que emergió una reivindicación de lo propio en toda Latinoamérica y, dentro de ese proceso, la antropología del continente empezó a cuestionarse su vínculo con el colonialismo reflejando un debate que ya empezaba a tornarse global.

El contexto colombiano no fue ajeno a esta situación. Las primeras revisiones históricas de la antropología en el país señalaron que, en este periodo, se presentó más que un cambio cuantitativo en el número de antropólogos graduados en el país (Uribe, 2017), una orientación hacia el compromiso social con las comunidades estudiadas. En este momento se vivió también la transición o reemplazo de los pioneros de la antropología en Colombia y la disminución de la influencia de la etnología francesa (derivada de Paul Rivet) para dar cabida a otras corrientes de pensamiento como el estructuralismo y el marxismo (Uribe, 2005). Friedemann (1987) denominó a este periodo como el de crítica y conflicto en el que las experiencias de terreno empezaron a mostrarles a los científicos sociales la necesidad de tomar partido frente a los cambios que se gestaban alrededor de las comunidades en las que trabajaban.

Esta autora hizo un señalamiento fundamental sobre la situación de las comunidades indígenas al decir que en Colombia existían mecanismos encaminados a la destrucción de modos de vivir y de pensar de los indígenas, y que continuaban registrándose instancias de destrucción física. Reichel-Dolmatoff (2008) ya había hecho un señalamiento similar en 1969. Friedemann (1981) lo sostuvo en una discusión sobre el indigenismo en Colombia en la que, a su vez, distinguió tres niveles: el indigenismo paternalista, el indigenismo conductor de poder y el indigenismo autóctono. Los dos primeros representados por la Iglesia, las misiones evangélicas y las distintas instituciones del Estado; y el último por las nacientes organizaciones indígenas. Es importante resaltar que las acciones de esas comunidades indígenas se ejercieron “frente a un esquema de un indigenismo que paradójicamente es de anti-indianidad” (Friedemann, 1981: 53). La posición oficial, la del indigenismo conductor de poder, la del Instituto Colombiano de Antropología, permaneció al margen del presente y del futuro de los indígenas colombianos a partir de una posición neutral que los desvinculó de estas comunidades (Friedemann, 1981).

En este contexto se presentaron el análisis y la distinción propuestas por Uribe y Restrepo (2012) entre un enfoque objetivo en contraste con uno militante. En un sentido similar, Jimeno (2007: 18) señaló que durante las décadas de 1960 y 1970 las diferencias en la práctica de la antropología en el país adoptaron un matiz diferente en tanto que algunos antropólogos “mantuvieron un marcado recelo crítico ante las políticas oficiales y sostuvieron una posición de denuncia sobre la situación indígena” apoyando “abiertamente a los movimientos y las organizaciones indígenas cuando se conformaron”; mientras que otros -Jimeno incluyó a Gregorio Hernández de Alba- “hicieron toldo común con una corriente desarrollista dentro del aparato estatal colombiano y participaron en la formulación de planes institucionales orientados a ‘asimilar’ a los indígenas al resto de la población”.

Durante la primera mitad de la década de los setenta, la discusión sobre las actividades del ILV fue muy activa. Los argumentos variaron desde las amenazas a la seguridad nacional (Matallana, 1976), pasando por la poca relevancia de su trabajo en el campo lingüístico, el inventario y la extracción de recursos naturales de zonas estratégicas del país, el sometimiento de las comunidades indígenas ante ideologías extranjeras haciendo de ellas islas ingobernables sin la mediación del ILV y el aniquilamiento cultural (Friedemann, 1987). Todo esto para lograr que el ILV saliera del país y que su convenio no fuera renovado.

No obstante, esta oposición de académicos y organizaciones indígenas, el Gobierno de turno respaldó al ILV renovando el convenio en 1972. Este instituto contó además con un apoyo fundamental, y que seguro jugó un papel preponderante en su permanencia en el país: el del Gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, esta situación profundizó las diferencias con las organizaciones sociales que veían esta influencia, tanto de Estados Unidos como del ILV, como una manera de perpetuar la dependencia y el colonialismo. Stoll (1985) se refirió a que el poder de Estados Unidos constituyó el paraguas del ILV y que el colonialismo interno -la explotación de los nativos por parte de sus propios compatriotas- fue su dorada oportunidad. Bajo ese paraguas, señaló Stoll (1985), el ILV intervino en el conflicto entre el colonizador y el colonizado a una escala épica, asegurando como fuente de su influencia la dependencia que generó en las comunidades.

Una década ambigua: empoderamiento indígena y continuidad de labores del ILV

La década de los ochenta comenzó para el ILV con un secuestro y posterior asesinato de uno de sus integrantes. Esta situación se presentó a raíz de la imagen negativa que despertaba en los grupos guerrilleros que operaban en los Llanos y en la capital del país. Dicha imagen se construyó, entre otras cosas, porque, según recordaron algunos trabajadores de Lomalinda, en sus inmediaciones había tropas del Ejército colombiano asentadas, a cuyos soldados y capitanes se les veía recorrer las calles de la ciudadela y ser favorecidos por los directivos del ILV en temas de traslados aéreos a Villavicencio o Bogotá.

El 17 de enero de 1981 el M-19, grupo guerrillero con una importante presencia urbana para esa época, secuestró a Chester Bitterman, uno de los miembros del ILV que estaba en las oficinas que tenía este instituto en la capital; y el 7 de marzo se conoció la noticia de su asesinato. El cuerpo de Bitterman se trasladó a Lomalinda donde fue sepultado. Un versículo de Corintios acompaña el lugar de su sepultura, rodeado de 14 tumbas más en el pequeño cementerio ubicado cerca a la parte sur del lago de Lomalinda: “Gracias a Dios que siempre nos lleva en el desfile victorioso de Cristo Jesús y que por medio de nosotros da a conocer su mensaje, el cual se esparce por todas partes como un aroma agradable” (Registro de campo, 09.04.2022).

El caso de este asesinato reposicionó al ILV como víctima de un conflicto armado que, a pesar de las innumerables acusaciones y rumores acerca de que era aliado del imperio, de ser informante de la CIA, de ocupar posiciones geoestratégicas en el territorio nacional, se declaraba totalmente inocente. Sus asuntos eran las lenguas indígenas y llevar a Cristo a las comunidades indígenas. También, a partir de ese evento, el ILV vio incrementadas sus donaciones obtenidas desde los Estados Unidos convenciéndose más de su labor evangelizadora (Stoll, 1985). Así, el trabajo en las casi 40 comunidades indígenas continuó su curso, los traslados de integrantes de esas comunidades al centro de estudios en Lomalinda siguieron programándose y las publicaciones realizadas por la imprenta del ILV sobre aspectos lingüísticos de las comunidades aumentaron. Mientras crecía una conciencia indígena en gran parte del país, las actividades del ILV proliferaron, podría decirse, de manera exitosa. Una ambigüedad que resulta de esta época se ve ejemplificada en la percepción que, por ejemplo, tienen algunos misak sobre el aporte al fortalecimiento de la identidad cultural realizado por el instituto, que tuvo una presencia importante en el municipio de Silvia, Cauca. Recordemos que los propios misak fueron uno de los pueblos que reivindicaron al movimiento indígena en el país y denunciaron la pérdida cultural a las que habían sido sometidos por las intervenciones de agentes externos a su cultura.

Los ochenta también fue una década en la que la antropología colombiana profundizó sus lazos con los movimientos sociales e indígena; y vio cómo se consolidaban las organizaciones indígenas en el país, sobre todo en la región andina (Caviedes, 2002). En estos años, muchos antropólogos se alinearon con dichos movimientos dentro de lo que Arocha (1984) llamó la antropología del debate y que Caviedes (2002) vinculó con la discusión sobre los colaboradores y solidarios.

De acuerdo con Friedemann (1987), también se generó una reflexión que condujo a la empresa de la recuperación de la antropología como una actividad académica que apuntaba a contribuir en la afirmación de la identidad cultural y el pensamiento pluralista en el país. En esta misma línea, Jimeno (2007: 24) señaló que, en los ochenta, “el escenario del compromiso se desplazó también, pues en vez de entenderlo como un lazo político y moral con comunidades locales se busca privilegiar discusiones en el plano político nacional y sobre las políticas públicas generales”. Friedemann, habiendo presenciado el contexto de la disciplina en esta década, no dudó en indicar que esa orientación hacia lo académico dio la “impresión de haber abandonado terrenos de la responsabilidad social como la defensa del derecho indio a su pensamiento religioso, frente a la persistencia del Instituto Lingüístico de Verano” (1987: 159).

En sintonía con esto último, es cierto que, al menos en lo rastreado hasta el momento, no se registran en la esfera pública enunciaciones o reacciones por parte de la antropología o de los antropólogos colombianos frente a las labores del ILV en el país. A partir de un fuerte apoyo gubernamental, este instituto ejerció sus labores durante toda la década de 1980 y la mitad de la década de 1990, hasta el día de su salida del país en 1995. Durante este tiempo supo moverse y aguantar las diversas problemáticas que surgieron dentro del contexto del conflicto armado colombiano.

Igualmente, durante este tiempo, pareció darse una disminución del reclamo académico por la presencia del ILV, al punto de hacerse casi inaudible en la literatura académica. Por tanto, en el marco de una década de empoderamiento indígena, el ILV continuó con sus labores en las comunidades del territorio nacional y Lomalinda siguió siendo su base de operaciones, desempeñando una labor central en el adoctrinamiento y transformación cultural de dichas comunidades.

¿Fin de la discusión?

El 3 de septiembre de 1995 Friedemann publicó una breve conversación con Ángela Gómez, quien fue la directora general de Integración y Desarrollo de la Comunidad (DIGIDEC) en el Ministerio de Gobierno durante la presidencia de Alfonso López Michelsen, y dejó su cargo el 7 de agosto de 1978 cuando ese Gobierno finalizó. La conversación trató sobre el contenido de dos cartas de Luis Roberto García Díaz Granados (asesor consejero del ministro de Gobierno) dirigidas a Forrest G. Zander, director en ese momento del ILV en Colombia, y fechadas una el 10 de julio y otra el 27 de julio de 1978. Estas cartas están incluidas en el texto de Nina. En una de ellas, la carta del 10 de julio de 1978 dirigida a Forrest Zander, Luis Roberto García mencionó una inminente desarticulación y posterior salida del ILV de Colombia:

Como sabemos entre los puntos ya acordados en el anteproyecto de Convenio que va a reemplazar al que está sub-yudice [sic] en espera de una decisión del Honorable Consejo de Estado, está previsto el desmonte gradual del Instituto Lingüístico de Verano para que el personal colombiano asuma sus funciones por cuenta de este Ministerio o de la entidad que se indique… Para los fines prácticos que se deriven de estas solicitudes les rogamos se pongan en contacto con la Directora General de Integración y Desarrollo de las Comunidad para que convengan el modus operandi a seguir en esta etapa entre el Instituto Lingüístico de Verano y el Gobierno Nacional. (García, como se citó en Friedemann, 1995: 154)

No obstante, una carta del 27 de julio del mismo año (1978) fue dirigida por el mismo Luis Roberto García al director del ILV, Forrest Zander, desestimando lo anunciado en la anterior carta: “En relación con su carta de julio 14, nos permitimos informales que queda sin valor nuestro Oficio ACMG-0629 [el del 10 de julio] y en consecuencia esa Institución podrá seguir desarrollando sus programas habituales”1 (García, como se citó en Friedemann, 1995: 155).

Ante la incertidumbre aún no descifrada hasta el presente sobre el cambio de postura frente a la desarticulación y salida del ILV, Friedemann preguntó a Ángela Gómez qué había pasado con el ILV para revertir esa situación. Esta última señaló:

Es que no logramos saber qué era lo que hacía el ILV. Sin embargo, desde el comienzo del gobierno del Presidente López, en octubre de 1975 y frente a las discrepancias originadas por la actividad del Instituto Lingüístico de Verano, él declaró…no se ve razón para que instituciones culturales que revisten mayor importancia a largo plazo estén en manos de extranjeros y…en este sentido se está preparando un equipo colombiano con elementos de las universidades de Cali, Medellín, y otros autónomos, para que participando en el Ministerio de Gobierno y el Ministerio de Educación, y el Instituto Caro y Cuervo se encargue de todo el problema lingüístico colombiano, distinto del castellano propiamente dicho. (Gómez, como se citó en Friedemman, 1995: 155-157)

Según Gómez, entre marzo y mayo de 1978 el Gobierno colombiano tuvo en su poder un informe presentado por el ministro de Educación Rafael Rivas Posada sobre las labores del ILV y las alternativas para reemplazarlo en el periodo de un año, montando programas lingüísticos, de salud y de comunicaciones en todas las áreas en las que el ILV actuaba. En el desarrollo de esa alternativa participaron la DIGIMEC, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto Colombiano de Antropología y Planeación Nacional. No obstante, cuando el ministro de Gobierno Araujo recibió la orden del presidente, al no estar al tanto de ese trabajo y de esa decisión, le señaló molesto a Luis Roberto García Díaz Granados que se había saltado el conducto regular. Frente a esto, Gómez indicó que:

el ministro dijo entonces mirando la carta -pues la voy a poner aquí para consultarla-. (Probablemente con el Dr. Cornelio Reyes exministro de Gobierno y protector del ILV). Fue entonces cuando vi al Ministro Araujo guardar la carta en su escritorio, señala Gómez. Y llegó el 7 de agosto. ¡Ya no estábamos en capacidad de hacer nada! (Gómez, como se citó en Friedemman, 1995: 156)

La misma Gómez sostuvo que “El nuevo gobierno llegó con unas prioridades diferentes” y consideraba ya en el año de 1995 que “es apenas conveniente que el ILV salga de Colombia conforme ya lo ha hecho de otros países. Y que los asuntos de los indígenas se manejen nacionalmente” (Gómez, como se citó en Friedemman, 1995: 156).

Efectivamente, el ILV se retiró de Colombia en 1995 aunque, para ser más precisos, lo que pasó es que abandonaron Lomalinda debido a los temas de seguridad para sus integrantes y se concentraron en las oficinas en Bogotá. Un año antes de su salida del país, uno de los misioneros fue secuestrado por la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) y dos misioneros de la organización Nuevas Tribus fueron asesinados. Como se ve, este retiro estuvo lejos de deberse a desencuentros con las autoridades locales y nacionales. Para mediados de la década de 1990, el apoyo institucional del Estado colombiano y de algunos representantes de la intelectualidad colombiana estuvo presente como al principio de sus operaciones en los años sesenta. En un pequeño folleto que resumió 35 años del ILV (1997) en Colombia encontramos declaraciones de reconocimiento, agradecimiento y apoyo del ministro de Cultura de la época, integrantes de la Cámara de Representantes, y de intelectuales como el mismo German Arciniegas. Por ejemplo, Oscar Andrés Correa, asesor de comunicaciones de la Cámara de Representantes, escribió:

Este es el reto: valorar el trabajo del ILV, apropiarnos de él pues para nosotros ha sido hecho, y no permitir que la llama encendida hace 35 años se extinga, sino por el contrario, que ilumine con mayor fuerza la proyección de nuestra identidad como pueblo. (ILV, 1997: 26)

Retirados de Lomalinda, inició el proceso de arruinación material del lugar, pues, podría decirse que la arruinación cultural había empezado décadas atrás. Aún se escuchan ecos y se ven presencias del ILV por Lomalinda; y, por tanto, queda por seguir explorando la pregunta ¿qué pasó con el ILV en Colombia?

A manera de conclusión

Las ruinas y las diferentes edificaciones en pie en Lomalinda, son las huellas de un proyecto que buscó afirmar la identidad sobre la diferencia, lo mismo sobre lo otro, la civilización sobre la barbarie. Algunas casas fueron conservadas en su totalidad, otras fueron ocupadas cuando se encontraban en medio del proceso de arruinamiento. Las personas que se asentaron en estas últimas recompusieron paredes, techos y puertas con materiales de construcción que denotan ejemplarmente estilos diferentes y diferencias en el acceso a los materiales con que fueron originalmente construidas: adecuación con ladrillo farol y hojas de zinc en lugar del ladrillo y de Eternit.

Así, las ruinas son las huellas de la presencia del ILV en esta región de los Llanos Orientales de Colombia y en el país en general. Pero antes de que las ruinas se convirtieran en tales, hacían parte de un proceso de transformación social, económica y cultural que involucró a diversas comunidades indígenas y que empezó a desarrollarse desde la segunda mitad del siglo XX, cuando inició la consolidación de la presencia del ILV en el país, que enmarqué dentro de los procesos de arruinación y sus facetas, tanto constructivas como destructivas, al rehacer los horizontes socioculturales en los que se materializaron (Stoller, 2008).

En este sentido, el ILV impactó al menos 42 comunidades indígenas durante los 34 años que duró su periodo de operaciones entre 1962 y 1996. En Lomalinda, de acuerdo con información del mismo instituto, hicieron presencia personas pertenecientes al menos a 40 grupos indígenas. Para principios de 1970 se contaba con actividades con los siguientes grupos indígenas: “Siona, Guahibo, Yucuna, Tucano, Desano, Cubeo, Guanano, Tunebo, Camsá, Guajiro, Muninamé, Paez, Guambiano, Cogui, Cuiba, Barasano, guayabero, Piapoco, Barano -norte-, Catío, Macú, Huitoto, Carapaná, Arhuaco, Malayo, Cuaiquer, Inga, Tatuyo, Coreguaje, Tuyuca, Macuna, Piratapuyo, Jupda y Chami” (ILV, 1972: 10); y para 1997 se mencionó la participación de 48 grupos (ILV, 1997: 10).

A diferencia del señor Oscar Andrés Correa, protagonista de la cita que cierra la sección anterior, considero que el reto que nos queda es conocer y dimensionar al detalle los diferentes impactos de las labores del ILV en las comunidades indígenas de Colombia y sus vínculos específicos con la institucionalidad del Estado colombiano y con la disciplina antropológica del país. Vimos cómo estos vínculos nos remitieron a relaciones político-académicas con personajes específicos, pero, hasta el momento, no nos permiten generar un juicio claro sobre las particularidades de la connivencia del proyecto del ILV y lo que este supuso para la antropología colombiana.

De igual manera, tendremos que ampliar la indagación sobre la percepción de los mismos indígenas que trabajaron con el ILV y que, a través de esta interacción, transformaron su horizonte cultural de creencias. Esto dificulta la problemática en tanto que, algunos de ellos, reconocen esas labores con gratitud y no las enmarcan como parte de proyectos coloniales. Comprender las ambigüedades de este tipo de proyectos moderno-coloniales implica continuar involucrando la historia, la antropología y la arqueología en una conversación sobre el mismo devenir histórico de las comunidades indígenas en Colombia.

Referencias

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* Este artículo se deriva del proyecto de investigación “Una arqueología del pasado reciente: el caso del Instituto Lingüístico de Verano en los Llanos Orientales de Colombia”. Fue financiado con recursos propios. La investigación tiene lugar desde enero de 2020 y continúa en la actualidad.

1 Esta carta señala la existencia de una respuesta de Forrest G. Zander al Ministerio de Gobierno. Hasta el momento no ha sido posible ubicarla.

Cómo citar: Franco, Luis Gerardo (2024). Lomalinda: enclave de un proyecto moderno-colonial. Notas sobre el Instituto Lingüístico de Verano en Colombia. Revista CS, 42, a05. https://doi.org/10.18046/recs.i42.05

Recibido: 05 de Julio de 2023; Aprobado: 31 de Octubre de 2023

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