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CS

versão impressa ISSN 2011-0324

CS  no.42 Cali jan./abr. 2024  Epub 27-Fev-2024

https://doi.org/10.18046/recs.i42.04 

Artículos

Muerte violenta, duelo y escritura en Cómo maté a mi padre de Sara Jaramillo Klinkert*

Violent Death, Mourning and Writing in How I Killed My Father by Sara Jaramillo Klinkert

Victoria Eugenia Díaz-Facio LinceI 
http://orcid.org/0000-0002-2566-9822

Mario Alberto Ruiz-OsorioII 
http://orcid.org/0000-0002-8551-0311

I. Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Doctora en Humanidades de la Universidad EAFIT (Colombia). Psicóloga y Magíster en Ciencias Sociales de la Universidad de Antioquia (Colombia). Profesora titular del Departamento de Psicología de la Universidad de Antioquia y miembro del Grupo de Investigación Psicología, Sociedad y Subjetividades GIPSYS de la misma universidad. Correo electrónico: victoria.diaz@udea.edu.co, https://orcid.org/0000-0002-2566-9822

II. Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Magíster en Psicología Aplicada al Campo de la Salud de la Universidad de Colima (México). Psicólogo de la Universidad de Antioquia y especialista en Psicología Clínica con Énfasis en Salud Mental de la Universidad Pontificia Bolivariana (Colombia). Profesor del Departamento de Psicología de la Universidad de Antioquia y miembro del Grupo de Investigación Psicología, Sociedad y Subjetividades GIPSYS de la misma universidad. Correo electrónico: mario.ruiz@udea.edu.co, https://orcid.org/0000-0002-8551-0311


Resumen:

El objetivo del estudio fue comprender cómo se representa la experiencia del duelo en memorias literarias sobre pérdidas disruptivas marcadas por la violencia y explorar la función de la escritura en la elaboración de dicho duelo. A partir de la interpretación de Cómo maté a mi padre de Sara Jaramillo Klinkert, este artículo se enfoca en el duelo por homicidio. El método utilizado fue biográfico-narrativo, con enfoque hermenéutico y estrategias de investigación documental. Los resultados muestran la complejidad de un duelo que marcó la infancia de la autora con la disrupción de esta muerte, la confrontación con la destructividad del semejante, la conciencia de la vulnerabilidad, y la fractura de los referentes previos. Se concluye que la escritura media en el proceso de duelo al movilizar el trabajo narrativo del pasado herido, rescatar al padre del olvido forzado y reubicar el vínculo en el ámbito de la memoria escrita.

Palabras clave: duelo; disrupción; homicidio; escritura

Abstract:

This study aimed to understand how mourning is represented in literary memoirs on disruptive losses marked by violence and to explore the role writing plays in the grieving process. Based on the interpretation of Sara Jaramillo Klinkert’s memoir How I Killed My Father, this article focuses on mourning after a homicide. The employed method was biographical-narrative, with a hermeneutic approach, and documentary research strategies. Results show the complexity of the mourning that marked the author’s childhood because of the disruptiveness of death, the confrontation with the destructiveness of another person, the awareness of vulnerability, and the fracture of previous referents. It is concluded that writing mediates the grieving process by mobilizing the narrative work of the wounded past, rescuing the father from forced oblivion, and relocating the bond in the realm of written memory.

Keywords: Mourning; Disruption; Homicide; Writing

Introducción

En su estudio sobre la historia de la muerte, Philippe Ariès (1982: 83) planteó que, desde principios del siglo XX, la actitud de Occidente frente a la finitud sufrió una transformación: la previa familiaridad que hacía que el moribundo y su familia enfrentaran el final con cierta resignación pasiva y confianza mística, se cambió por un angustiado rechazo de la muerte. Es el tiempo de “la muerte prohibida”, derivada del cuestionamiento que la racionalidad moderna hizo de la certeza de la vida ultraterrena y de las lógicas de una sociedad industrializada donde, como afirmó Alizade (1996: 28), “priman los valores narcisistas de felicidad, poder, lucro”.

Como consecuencia de ello, en el tiempo actual se produce el ocultamiento de todo lo que es metáfora de la muerte: la vejez, el dolor, el duelo, la enfermedad incurable; las marcas de ser mortal “que aproximan vertiginosamente al sujeto a la idea de su finitud a través de experiencias o vivencias directas que lo ponen en contacto con su estado viviente de ser perecedero” (Alizade, 1996: 36). Además, se revelan diversas formas de desmentida de la condición mortal, las cuales van de la mano de la exaltación que, en esta época, se hace de todo lo que parece oponerse a ella. Paradójicamente, los alcances de esta transformación han fracasado en la búsqueda de la felicidad, pues el borramiento de la muerte y el duelo del escenario social, y la simplificación o desaparición de los soportes culturales para enfrentarlos han condenado al silencio la expresión del sufrimiento ineludible que conlleva la pérdida de lo amado.

En medio de esta precariedad con la que la modernidad enfrenta el duelo, cada quien busca formas para afrontarlo. Particularmente, este ha sido fuente para la creación artística con la que los sujetos trabajan simbólicamente el dolor de la desvinculación, transgrediendo así el ordenamiento de la época que los condena al silencio y al sufrimiento solitario. Al respecto, Santner (2011)propuso que las distintas formas de expresión creativa pueden aportar a la elaboración del duelo al trabajar la muerte por medio del recuerdo, en un proceso que va tejiendo una red que recubre con nuevos significados el vacío y conduce al doliente a una nueva relación con lo perdido.

En esta línea, la escritura autobiográfica cobró fuerza desde mediados del siglo XX como un artificio para narrar un dolor acallado socialmente. En particular, el género de las memorias de disrupción y duelo empezó a proliferar en la escena literaria occidental, en contextos de posguerra y posdictadura, cuando escritores sobrevivientes empezaron a relatar los horrores sufridos en un esfuerzo por nombrar y ordenar narrativamente sus vivencias y aportar a la memoria social.

Abonado el terreno por la escritura autobiográfica sobre la guerra, las últimas cinco décadas han visto un auge de la publicación de memorias de duelo que conciernen al ámbito privado, relatos en los que, franqueando el pudor de escribir sobre su sufrimiento, los autores narran reflexivamente la historia de pérdidas íntimas y construyen sentidos sobre ellas (Gilmore, 2001; Levi, 2008; Sigler, 2014).

La proliferación de memorias de disrupción y duelo ha llevado al interés por estudiar estas obras que franquean el límite entre lo privado y lo público. En esta línea, se encuentran trabajos que se preguntan por las posibilidades y los límites de la representación simbólica de eventos disruptivos e indagan sobre la paradoja que implica la imposibilidad de aprehender plenamente estas experiencias por medio del lenguaje, y la simultánea necesidad de este para dar cuenta de ellas. Con esta paradoja en el trasfondo, se cuestionan por las diversas formas de representación que los narradores construyen para simbolizar aque- llo que ha roto sus vidas; sobre la función de la escritura frente a la disrupción, el trauma y el duelo; y sobre el lugar de esta práctica en la construcción de la memoria social (Arfuch, 2018; Argüello-Guzmán, 2022; Avelar, 2000; Avieson; Giles; Sue, 2019; Caruth, 2021; Díaz-Facio Lince, 2019; Kristeva, 1997; La Capra, 1998; Malecka, 2023; Sigler, 2014).

A partir de dicho marco, esta investigación se interesó por avanzar en el estudio de la escritura autobiográfica sobre pérdidas disruptivas marcadas por la violencia. Una de sus líneas fijó su atención en memorias de duelo escritas por dolientes afectados por el asesinato de un ser amado. Así, se buscó conocer el impacto que tiene para un doliente una pérdida violenta que rompe el mundo conocido y lo confronta con la maldad de otros semejantes que transgreden la vida, la seguridad y las certidumbres (Gerlein-Echeverri, 2020; Milman et al., 2017).

El interés por estudiar este tema, en particular en obras escritas en el contexto colombiano, se sustenta en que, a pesar de la alta incidencia de este tipo de muerte en el país1 y de las múltiples afectaciones psicosociales que causa, los dolientes y la sociedad suelen guardar silencio. Un silencio forzado, producto del invasivo dolor que provoca esta pérdida, del estigma social que señala a las víctimas como responsables directas o indirectas del asesinato, del escaso apoyo social y el miedo por las posibles retaliaciones. El velo que recubre estas pérdidas de las que poco se quiere o se puede decir provoca duelos complejos que se manifiestan de diversas formas que pugnan por expresar lo acallado forzosamente. Ante un duelo silenciado socialmente, y poco estudiado por las disciplinas humanas, este trabajo se valió de memorias de afectados por un homicidio para comprender las particularidades de su experiencia y las lógicas de su elaboración. Se exploró cómo los narradores se esfuerzan por nombrar sus vivencias disruptivas y convertirlas, por medio de rodeos literarios, en la experiencia narrada de sus duelos. También, por la función que estas narraciones tienen en los trabajos de duelo y de la memoria, labores ambas con las que los dolientes enfrentan y dan sentido al pasado, y buscan la reconstrucción de sus vidas heridas.

Duelo y disrupción fueron los dos referentes conceptuales para el estudio. Con respecto al primero, se adoptó una versión comprensiva, apoyada en teorías psicoanalíticas y psicológicas (Freud, 1981; Klass; Silverman; Nickman, 2014; Nasio, 1997; Neimeyer, 2007; Parkes, 2002; Rando, 2018). De acuerdo con esto, se asume el duelo como un proceso que detona ante la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente, caracterizado por “un doloroso estado de ánimo, el desinterés por el mundo exterior, la incapacidad de elegir un nuevo objeto de amor, y el alejamiento de toda actividad que no se relacione con la memoria del ser querido” (Freud, 1981: 2052). El duelo exige una labor psíquica lenta y dolorosa, que oscila entre la realidad de la pérdida y su negación; entre el llamado a la vida que convoca al doliente a la aceptación de lo perdido y el dolor invasivo que lo invita a anclarse en este; entre la desorganización de los referentes con los que interpreta la existencia y su reorganización en unos nuevos anclajes vitales que fortalecen la transformación del vínculo y de la identidad. Como experiencia singular, está mediado por el tipo de vínculo con el objeto, el modo cómo se produce la pérdida, la subjetividad y las redes de apoyo social (Worden, 1997).

Entendiendo estos mediadores del duelo, se encontró que las pérdidas de las que se ocupa esta investigación comparten una característica común: la irrupción de una pérdida inesperada que produce una fractura en la vida del sujeto. Para entender esto, se integró la categoría de la disrupción (Benyakar, 2003; 2016), que deriva etimológicamente del latín disrumpo que significa destrozar, destruir, instaurar discontinuidad. Es la implosión repentina de un hecho abrupto del mundo externo en el mundo interno que altera su equilibrio. Lo disruptivo tiene el potencial de alterar la capacidad integradora del yo y complejizar los procesos de elaboración pues puede provocar vivencias traumáticas o duelos complejos.

Metodología

En el marco de un diseño de investigación cualitativa, se propuso un estudio biográfico narrativo sobre memorias de duelo por pérdidas disruptivas marcadas por la violencia. Se usaron técnicas de investigación documental para seleccionar narrativas escritas por autores colombianos entre 2005 y 2020, y disponibles en el circuito editorial. Se trabajó el enfoque hermenéutico, basado en la capacidad humana de interpretar distintas formas de producción simbólica que dan cuenta de la experiencia subjetiva y cultural. Al respecto, Ricœur (2004) sostuvo que lo que se interpreta es la proposición de mundo propuesta por el autor en su obra y en la que el lector proyecta nuevas posibilidades del ser. Se asumió que es la interpretación de la obra misma, no la exploración psicobiográfica del autor, la que aporta los sentidos posibles sobre la experiencia del duelo.

Tras el rastreo documental, se hizo un primer acercamiento descriptivo de seis memorias que tratan sobre un duelo por homicidio (ver Cuadro 1). Se pasó luego al trabajo hermenéutico de una de ellas: Cómo maté a mi padre de Sara Jaramillo Klinkert (2020), pues se consideró la más propicia para responder a profundidad las preguntas de la investigación. A partir de la dialéctica entre explicar y comprender, propia de la hermenéutica ricœuriana, esta obra permitió aprehender y desplegar los sentidos sobre el duelo por el homicidio de un padre amado.

Cuadro • 1 Resultado de rastreo de memorias 

Título de la memoria Autor y fecha de publicación Vínculo de la persona asesinada con el autor
El olvido que seremos Héctor Abad-Faciolince, 2006 Padre
Mi viaje al infierno María Jimena Duzán, 2015 Hermana
Desde el fondo del mar María Carolina Hoyos-Turbay, 2019 Madre
Cómo maté a mi padre Sara Jaramillo-Klinkert, 2020 Padre
Mi vida y el palacio Helena Urán-Bidegain, 2020 Padre
Lo que no borró el desierto Diana López-Zuleta, 2020 Padre

Fuente: elaboración propia.

La primera lectura descriptiva mostró que, en el marco de una experiencia común, el asesinato de un amado por la violencia social y política colombiana, los estilos narrativos, la intención comunicativa y la hondura de la representación del duelo son diferentes. Abad-Faciolince (2006) configuró su relato a la manera de una novela familiar, a la que subyace el propósito de trabajar y fortalecer la memoria del padre en el ámbito íntimo y social. Duzán (2015) y López-Zuleta (2020) privilegiaron el estilo periodístico que revisa minuciosamente los eventos y actores que condujeron al asesinato, y tienen la intención de denunciar públicamente a los responsables. El propósito de Hoyos-Turbay (2019) fue proveer al lector, con el ejemplo de su propia experiencia, de una suerte de carta de navegación para un duelo de este orden; esto marca un estilo entre intimista y pedagógico de su memoria. Jaramillo-Klinkert (2020) y Urán-Bidegain (2020) trabajaron con un estilo reflexivo que da cuenta de la experiencia de dos niñas que sufrieron tempranamente el homicidio de sus padres y debieron enfrentar, a lo largo de sus vidas, los destrozos del mundo conocido y la difícil tarea de reconstruirse contando con sus heridas. Ambas son memorias que logran representar, con finura literaria, la experiencia de sus pérdidas y permiten al lector adentrarse con sensibilidad en el mundo particular de dos vidas marcadas por la muerte violenta.

Entre estas, se encontró que Urán-Bidegain (2020) priorizó la intención de denunciar el asesinato y la desaparición forzada de su padre por parte de los militares en la retoma del Palacio de Justicia de Colombia en 1985, y de aportar a la memoria social sobre este acontecimiento trágico en la historia del país. La memoria de Jaramillo-Klinkert (2020), por su parte, fue la que más se acercó al objetivo de este estudio gracias a su perspectiva intimista y su riqueza estilística y simbólica que, entremezclando las voces de la niña y la adulta, y trasegando por distintas experiencias temporales, separadas crudamente por la muerte, logra transmitir la complejidad del duelo por el homicidio del padre y dar claramente cuenta de la función que la autora atribuye a la escritura en su proceso de duelo.

Resultados

“Esto dijéronme: Tu padre ha muerto”

En 1991, en el auge de la violencia social que sufrió la ciudad de Medellín a causa del narcotráfico, un sicario asesinó al padre de Sara Jaramillo-Klinkert cuando ella tenía 11 años. Casi 30 años después, en 2020, ella publica su memoria Cómo maté a mi padre en la que reconstruye su historia familiar haciendo énfasis en el contraste entre dos tiempos: el antes y el después del asesinato, separados por el evento disruptivo. Sin seguir una línea cronológica, los primeros capítulos muestran la cruda violencia que atravesaba la ciudad por esos días y se detienen, especialmente, en el día trágico del asesinato del padre que partió en dos la vida familiar.

A partir de allí, la narración se dedica a establecer el contraste entre los dos tiempos configurando el de antes con las trazas de la experiencia idílica de una infancia feliz, marcada por el amor irrestricto de su padre y por la experiencia cotidiana de libertad; para concentrarse luego en el tiempo posterior y en las huellas de la pérdida en el duelo de la familia y de sus miembros. Por un lado, en el de la madre, que se resguardó tras la coraza del pragmatismo para poder criar a cinco niños en soledad; por otro, en el de cada uno de los hijos, inundados de rabia, miedo y orfandad, que tuvieron que vérselas, cada cual a su manera, con el abismo insondable dejado por la muerte.

Jaramillo-Klinkert escribe para ordenar esas huellas dispersas ahondadas por el silencio y el esfuerzo del olvido con el que la familia decidió trasegar su duelo; y, sobre todo, con la intención de matar al padre con las letras; de nombrar las palabras evitadas por años para poder tomar distancia de la sombra que marcó su vida y sus elecciones; para, a la manera de un ritual fúnebre, separarlo del mundo de los vivos y reubicarlo en ámbito de la memoria.

Introduce su memoria con un epígrafe, un fragmento del poema Elegía a la muerte de mi padre, del autor venezolano Ramón Palomares (2018: 24), que dice:

Esto dijéronme:

Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo.

Ábrele los ojos por última vez

y huélelo y tócalo por última vez.

Con la terrible mano tuya recórrelo

y huélelo como siguiendo el rastro de su muerte y entreábrele los ojos por si pudieras

mirar adonde ahora se encuentra.

Como paratexto de la obra, este fragmento sirve para introducir el trabajo interpretativo que se presenta en este apartado. Genette (2001) indicó que los paratextos son distintas formas de producción discursiva situadas en el umbral de una obra, en una zona de transición entre el interior y el exterior de esta, que amplían las posibilidades de comprenderla, pues la ubican en un contexto social, histórico o subjetivo que enmarca su producción y recepción. Los epígrafes, particularmente, tienen distintas funciones no explícitas: operan como signo de una época, un género o una tendencia literaria; y pueden esclarecer el título de la obra o suscitar un efecto de garantía indirecta mediado por la identidad del epigrafiado. La función más canónica es operar como una especie de comentario anticipado del texto que precisa o destaca su significación, puede ser directo o enigmático, y abre un sentido de la obra que el lector despliega con su interpretación.

En consonancia con esto, el epígrafe de esta memoria cumple con dos funciones. La primera es enmarcar el texto en el campo de otros semejantes, escritos autobiográficos narrativos o líricos que versan sobre la muerte del padre del escritor. En el caso de Palomares, se trata de un poema funerario, elegía de lamentación con la que el autor honra la memoria del progenitor y se duele por su pérdida. La segunda es abrir la línea de significación que atraviesa la obra, referida a la experiencia del hijo doliente que se confronta con la noticia de la muerte del padre, y que, ante el carácter definitivo de la pérdida, debe esforzarse, a través de los sentidos o de la escritura, por grabar su esencia y develar el misterio sobre su destino post mortem.

Esta línea resuena en toda la memoria en la que la autora va desentrañando la historia del asesinato del padre y de los difíciles caminos que debió recorrer para reubicarlo con la mediación de la escritura. Una diferencia, sin embargo, aflora entre el poema de Palomares y la memoria de Jaramillo-Klinkert. Si en el primero no se explican las causas y cualidades de la pérdida, su carácter súbito o anunciado, violento o natural, la segunda enfrenta de lleno al lector con una muerte violenta cuyo carácter disruptivo atraviesa la experiencia vital de la narradora y marca su relato con las huellas particulares de esta pérdida.

Desde el primer párrafo, se dejan ver algunas de las marcas del duelo por homicidio mediante recursos literarios que nombran una vivencia difícil de narrar de manera directa:

Me han disparado muchas veces, pero nunca me muero. Me despierto cada vez que la bala va a impactarme. Me pregunto qué pasará el día que no me despierte. Tal vez muera de verdad. Tal vez no. Las cosas que no pueden saberse por adelantado. Yo, por ejemplo, no sabía que iban a matar a mi padre. Ningún niño cree que algo así pueda pasar. Pero pasa. Todavía me cuesta creer que apenas treinta y cinco gramos de acero y un gramo de pólvora hayan podido acabar con una familia. Doy fe de ello. Acabaron con la mía. (Jaramillo-Klinkert, 2020: 13)

La primera marca del duelo narrado se refiere al carácter disruptivo de este tipo de muerte por tres de sus cualidades: lo intempestivo, lo violento y la confrontación con la destructividad de un semejante, que rompen los referentes previos de la vida y arrojan a la niña a un mundo incierto. La segunda se refiere a la fractura que la muerte violenta provocó en todas las dimensiones de su vida, lo que complejizó el duelo por la vivencia de múltiples pérdidas simultáneas y la profunda conciencia de la vulnerabilidad. La tercera marca alude al destrozo del mundo que marcó la vida familiar con un antes y un después, y confrontó a cada uno de sus miembros con el abismo sin fondo provocado por la muerte.

En los siguientes apartados se desarrollarán estas tres marcas del duelo narrado; y, para terminar, el último apartado se dedica a los sentidos que Jaramillo-Klinkert atribuye a la escritura de su memoria.

“Todavía me cuesta creer”. Muerte violenta y disruptividad

La irrupción súbita y violenta de la muerte dificulta su asimilación y provoca un efecto de incomprensión que puede durar por años por su carácter disruptivo. Desde el principio, la autora hace énfasis en la extrañeza causada por lo imprevisible de esta muerte, más porque el impacto lo recibió una niña que afianzaba sus certezas en la regularidad cotidiana de la vida familiar. Una menor que no anticipaba la posibilidad de perder a su padre desangrado a causa de una bala. Pero lo inesperado ocurrió, la muerte se impuso súbitamente de la mano de un sicario y confrontó a Sara, la niña, con un escenario desconocido, un mundo desgarrado y amenazante que ya no supo interpretar.

El impacto que causa el carácter súbito de la muerte se entiende si se contrasta con una muerte que se anuncie previamente, y que puede permitir a los dolientes emprender un duelo anticipado en el que la realidad de la pérdida se integra poco a poco y trasciende el dato racional de que todos hemos de morir. Tras la muerte anunciada, el dolor de la pérdida no es menor, pero tiene una cualidad distinta porque la separación y sus efectos se avizoran previamente. En contraste, la muerte imprevista sorprende al doliente sin los mecanismos psíquicos que lo preparen para la ruptura, y lo deja inundado de los efectos de una noticia que trastorna los referentes que dotan de cierta estabilidad y predictibilidad al mundo.

Este trastorno de los referentes es mayor si, a lo intempestivo, se suma la segunda cualidad del homicidio: su carácter violento, que añade complejidad al duelo porque involucra la destructividad de un semejante, deja al doliente inundado con los imaginarios del cuerpo sufriente y obstaculiza la ritualización funeraria. Lo primero, la confrontación con la potencia mortífera de otro humano, dificulta la asimilación del evento porque cuestiona los supuestos sobre las causas aceptadas de la muerte y provoca una profunda sensación de vulnerabilidad. En el párrafo citado previamente, la autora representa su dificultad para asumir tal destructividad cuando elude nombrar a los asesinos y, en cambio, personaliza los componentes de la bala, 35 gramos de acero y un gramo de pólvora, a los que atribuye las cualidades mortíferas que solo portan los humanos.

Pero este desplazamiento narrativo hacia los objetos se vuelve insostenible, pues la violencia se impuso en la vida familiar y destruyó lo más amado. Esto derrumbó el alejamiento protector que en los humanos suele mantener la muerte en la distancia, y se devolvió como conciencia invasiva de la vulnerabilidad de la vida, lo que tiñó el duelo con la angustia como respuesta ante la amenaza de una nueva pérdida. El encuentro con el actor violento se tornó más disruptivo en el contexto de impunidad del Medellín de la historia donde la justicia falla en su tarea de establecer la verdad y juzgar al responsable:

Silencio, siempre ha habido no más que silencio. Ni la Policía, ni la Fiscalía, ni los investigadores que no dejaron cremar el cuerpo, por si necesitaban desenterrarlo en busca de pistas, emitieron ni una sola palabra. No hubo capturados ni sospechosos ni investigación; solo silencio, hasta que el cuerpo de nuestro padre se deshizo de tanto esperar bajo tierra. (…) Se pudrió dentro de su ataúd esperando la justicia que tanto había ejercido mientras estuvo vivo. (Jaramillo-Klinkert, 2020: 243)

La falta de la mediación simbólica de la justicia contra lo real de la violencia dejó a la familia sumida por años en elucubraciones imaginarias, pues faltaban las palabras que les ayudaran a ordenar la vivencia caótica o, cuando menos, a integrar lo ininteligible en la nueva trama de la vida. Además, la ausencia de sanción para los victimarios acrecentó en la narradora la conciencia de vulnerabilidad, pues la dejó a merced de la omnipotencia del victimario y de la desesperanza frente a un sistema inoperante al cual el padre abogado dedicó gran parte de su vida.

Otra circunstancia que puede complejizar el duelo por un homicidio es el encuentro directo o imaginado con el cuerpo asesinado que confronta a los dolientes con la crudeza de la fragilidad humana, los inunda con preguntas sin respuesta por el sufrimiento del amado, por lo que, hipotéticamente, pudieron haber prevenido, por las posibilidades de vengarse o de buscar justicia. A pesar de no haber visto al padre muerto, Jaramillo-Klinkert (2020: 245) alude en varios apartados a la imagen que fue reconstruyendo, con las palabras de otros, del momento en que recibió el disparo y quedó tirado sobre la acera “ahogándose en el mismo charco de sangre que emanaba, imparable, de su arteria femoral”. La alusión reiterada a la sangre muestra la persistencia de una imagen que la inunda y que intenta ordenar con las palabras narradas, a pesar de constatar que el sentido resulta esquivo cuando de vivencias de horror puro se trata.

A lo anterior, se suma la tercera circunstancia que hace difícil este duelo: los obstáculos que esta muerte pone a la ritualización funeraria. Aunque la familia pudo celebrar algunos rituales tradicionales, producto del contexto violento se chocó con algunas trabas para realizar otras prácticas que pudieron haberles ayudado a afrontar la separación, dotándola del piso simbólico y restaurando la dignidad arrebatada por el asesinato. Esto sucedió, por ejemplo, cuando se les impidió cremar el cuerpo, apelando a las normas judiciales que lo prohíben en este tipo de muertes; y cuando, tras un tiempo de ir los domingos al cementerio a visitar, limpiar y adornar la tumba, como una forma de simbolizar los cuidados que ya no podían proveer al padre, recibieron una advertencia amenazante de que no era seguro volver. Esta proscripción dificultó el tránsito progresivo, mediado por el rito, hacia los nuevos lugares impuestos por la pérdida, y los forzó violentamente a una nueva separación.

Todas estas circunstancias amplificaron el efecto disruptivo porque pusieron en cuestión el mundo presuntivo que daba por cierta la presencia del padre. La ruptura de los referentes previos hizo más difícil integrar la realidad de la pérdida, lo que implicó que la narradora se resistiera durante años a una ausencia que pervivía con la marca de lo absurdo, y provocó un efecto de incomprensión representado en la afirmación de que todavía, cuando narra casi 30 años después del asesinato del padre, le cuesta creer en lo que pasó.

En línea con lo anterior, es necesario hacer una precisión con respecto al carácter súbito de la muerte violenta en un contexto donde el conflicto armado y la violencia social han naturalizado la práctica homicida. Jaramillo-Klinkert (2020: 16) muestra cómo en el contexto de Medellín, en los años noventa, la sensación de amenaza era una vivencia cotidiana para quienes habitaban un lugar donde diariamente “explotaban bombas, mataban gente y no había nada más peligroso que tener que parar en un semáforo y que una moto quedara a tu lado”. Una ciudad donde la infancia estuvo marcada por la aprehensión materializada en imágenes de la televisión, en simulacros escolares para casos de explosiones, en la espera angustiosa de la llamada del familiar, en el terror a las motos y a sus conductores. Estas amenazas se hicieron tangibles cuando el padre empezó a tener conductas extrañas, ensimismamientos, cambios de rutas y horarios, y cuando, en un paseo familiar, dos sicarios los persiguieron, apuntándoles con sus armas, en un primer intento de homicidio.

A pesar de todas estas advertencias que parecieran anticipar la muerte, el asesinato cayó por sorpresa para la familia. No pudo ser de otra forma, pues, usualmente, quienes habitan en un contexto violento deben erigir mecanismos de protección que les ayudan a vivir sin paralizarse por la amenaza. Así, aunque se naturaliza la muerte violenta y se asume que diariamente morirán asesinados muchos o pocos habitantes, se producen formas de alejamiento que desplazan la amenaza hacia otros que son vistos como diferentes -por su oficio, raza, género, condición social-, justificando o banalizando sus muertes, o protegiendo imaginariamente a los cercanos con las estrategias del pensamiento mágico. Pero cuando la muerte violenta llega, la amenaza se hace cierta, las estrategias defensivas se derrumban y el sobreviviente se enfrenta a una pérdida no anticipada que tiene el impacto disruptivo de una muerte súbita.

“Acostumbrarse a la idea de un padre muerto”. Muerte violenta y duelo infantil

Cuando el sobreviviente del asesinato del padre es un niño, se añaden otros matices al duelo. En el relato, uno de ellos tiene que ver con la dificultad de los adultos para informar y acompañar a Sara, lo que radica en la creencia de que los menores no tienen los mecanismos suficientes para afrontar la muerte de un ser querido, y en la supuesta protección que se les brinda con el silencio. Una protección vuelta sobre sí, pues, al callar, el adulto se salva de nombrar una muerte indeseada y de enfrentarse a la propia vulnerabilidad que, como en espejo, se refleja en el dolor del infante.

Con la voz de la pequeña que fue, la autora representa esto con la imagen de “la niña invisible” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 29), experiencia que empezó cuando su cuidadora recibió por teléfono la noticia del atentado y solo contestó: “¿Y cómo está? (…) Tres palabras que obtuvieron respuesta, aunque ella no quiso decírmela” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 26). La mujer guardó silencio, dando tumbos revoloteó torpemente por la casa buscando la ropa para vestir al muerto. Las señales eran muchas y la niña las captó angustiada: suplicó, exigió llorando explicaciones, pero solo recibió silencio y evitación; la mirada adulta la traspasó como si la noticia no nombrada la hiciese invisible. En adelante, todo le confirmó la impresión de no ser vista por los adultos ya que, ante sus ojos interrogadores, decenas de personas congregadas donde la abuela desviaron la mirada e intercambiaron palabras a media voz. Nadie se atrevió a poner nombre a las señales difusas del entorno, al destrozo del mundo que la autora representa con metáforas de la naturaleza, frecuentes en el relato para desplegar los sentidos sobre el impacto de la disrupción.

Lo que fuera que hubiera pasado, había sido más devastador que un huracán, capaz de congregar todo lo que se le atraviese con el ímpetu de su remolino y de zarandearlo con furia hasta devolverlo a la tierra hecho añicos. (Jaramillo-Klinkert, 2020: 35)

La alusión al remolino muestra el efecto inicial que tuvo esta muerte de congregar a los sobrevivientes que buscaron, por un lado, hallar en otras personas las respuestas frente a lo incomprensible; y, por el otro, defenderse con la unión de los vivos de la desestructuración global causada por la violencia. Pero, tras la reunión forzada por este remolino, la imagen del huracán evidencia cómo la violencia terminó por disgregar a los sobrevivientes y destruir los lazos de cohesión ya que, con el tiempo, los dolientes fueron recluyendo su dolor en la soledad y el silencio, mientras que muchos otros, presentes el primer día, se distanciaron de la familia y retornaron a su cotidianidad, aferrados a la esperanza de que la violencia siguiera habitando en casa ajena.

La niña quedó presa del desasosiego angustioso por un saber intuitivo al que le faltaban palabras, y que se puso en el cuerpo que suele hablar de lo no dicho. Con los “pies de cemento” y “los dedos blancos y magullados” de apretar la bolsa con el traje del padre, llegó por fin donde la madre quien, al mirarla a los ojos, rompió finalmente el “hechizo de invisibilidad” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 35) y la confrontó con su realidad rota. Para narrar este momento, la autora bordea con nuevas metáforas la vivencia de perder de tajo los cimientos que la sostenían:

Cuando vi las piernas blancas y pecosas de mi madre me aferré a ellas con fuerza, sin saber que esas piernas eran el borde del abismo al que tendría que asomarme. Aún no sabía que, al soltarlas, jamás volvería a ser la misma. (…) La mamá se agachó para ponerse a mi altura y me miró a los ojos (…) Yo la miré a los suyos y supe que el remolino también la había devorado y devuelto rota en mil pedazos, que tomaría tiempo recoger y reparar. Y así, mirándonos, me dijo que el papá se había ido para el cielo. Aquella tarde, una parte de mí se fue al abismo, murió para poder acompañar a mi padre en ese viaje sin retorno. (Jaramillo-Klinkert, 2020: 35-36)

Con la noticia de la muerte del padre emergieron otras pérdidas simultáneas entre las que se destacan tres en este fragmento: la primera, la madre como pilar seguro al que aferrarse y que tendría que lidiar con sus propios destrozos. La segunda, la presencia física y segura del padre, reemplazada por la vivencia insondable representada con la imagen del abismo. La tercera, la parte de ella misma que murió con el padre, la de la niña que tuvo que crecer en un segundo al perder la despreocupada vida infantil, la de la doliente que hubiera preferido morir con el padre en vez de renunciar a él.

La aceptación de estas pérdidas, en especial la de la presencia física del padre, tuvo un devenir oscilante en el que la niña se asomaba por instantes a la realidad, para voltear la cara de nuevo hacia la negación como mecanismo de protección contra la muerte. Esta fluctuación fue particularmente intensa porque la violencia dificultó el cierre o, como dice Jaramillo-Klinkert (2020: 38), porque “Toda partida sin adiós es inconclusa”. Da cuenta del debate entre la realidad y la negación, configurando una experiencia temporal oscilante que recoge en el capítulo “Diez segundos” (2020: 43). Una experiencia brevísima de felicidad que se repitió por unos días al despertar y en la que olvidaba que el padre estaba muerto. Diez segundos que anhelaba retener, pero que chocaban cada día con lo ineludible, en un entorno cargado de gemidos, silencios y ausencias que esfumaban su “minúsculo y feliz instante de inconsciencia” (2020: 47).

Esto porque la realidad de la muerte tardó en consolidarse, tras el corte abrupto del vínculo que ella intentaba retener en experiencias fantasiosas de reencuentro. La experiencia temporal efímera se volvió la única posibilidad de reencontrar a “un papá que duraba diez segundos. Diez segundos que no podían extenderse ni meterse en el nochero ni congelarse ni agarrarse entre el puño” (2020: 48). Buscaba así atrapar a un padre evanescente, inmerso en el flujo de un tiempo imposible de congelar, un padre fantasma que la narradora identifica con la esencia del tiempo efímero: “Diez segundos que eran todo y eran nada. Eso era mi padre” (2020: 48).

Acostumbrarse a la idea de un padre asesinado es un proceso lento que implica llevar a cuestas por años las huellas de la violencia. Una de estas, central en el relato, es la conciencia invasiva de la vulnerabilidad que se expresó en la niña de varias maneras: la primera es el terror nocturno que empezó tras la muerte del padre y que apareció como una fuerte sensación de amenaza, sin un objeto tangible en el que ubicar un peligro difuso, “tan grande, tan abstracto que ni siquiera tenía nombre” (2020: 107), y que se representa con las figuras repetidas de monstruos, demonios y espíritus que condensan la vivencia de terror e indefensión: “la noche era un monstruo, quería tragarme entera” (2020: 108), “un monstruo hambriento, capaz de tragarse el sol” (2020: 110). Era un terror que la enfrentó con la ambivalencia de su duelo pues, a pesar de que anhelaba recuperar mágicamente a su padre, le suplicaba que no regresara en la forma de un espíritu dañino.

Para paliar su angustia, anhelaba dormir en la cama de su madre, pero se resistía a ello porque sabía que ocupar el espacio del padre implicaría “admitir su partida, perder toda esperanza de su regreso” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 109). La angustia pervivió entonces como defensa ante la pérdida definitiva, pero, a pesar de su reticencia, finalmente terminó yaciendo allí, al lado de su madre, como una ofrenda de salvación que esta le brindó una noche aciaga en la que la angustia se confundió con el asma y el aire no llegaba a sus pulmones. Cuando aceptó ocupar ese espacio, captó que había perdido al padre de forma definitiva: “esa misma noche (…) supe que el papá no iba a volver, que lo único definitivo de mi vida era su ausencia” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 116). Fue en ese momento cuando la angustia cedió el espacio al dolor del duelo con la asunción plena de la ausencia.

Otra marca de la vulnerabilidad apareció en los sueños reiterados de que a ella le disparaban. Sueños que la devolvían no solo al disparo que terminó con la vida de su padre, sino a los días previos cuando, en un primer intento de matarlo, fue ella la que se confrontó con el agujero oscuro del arma del sicario: “Vi ese hueco oscuro y hondo por donde salen las balas, el mismo que siempre veo en mis sueños. Era tan pequeño que me parecía imposible que pudiera tragar vidas y, sin embargo, allí estaba, intentando tragarse las nuestras” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 21). De nuevo, para dar cuenta del horror, o justamente por la imposibilidad para nombrarlo directamente, la autora personaliza el objeto al que atribuía la potencia de absorber y destruir la vida familiar; y muestra cómo en sueños volvía a confrontarse una y otra vez con el arma, con el momento del disparo, con la certidumbre onírica de estar al borde de la muerte; certidumbre aterradora que la empujaba a despertar cada vez, justo antes de que la bala impactara su cuerpo.

La tercera marca de la vulnerabilidad, sin mecanismos de distanciamiento que se derrumbaron tras el asesinato, se expresó en el miedo constante de perder a otros amados, particularmente a la madre. Esta pérdida potencial se tornó “pensamiento obsesivo” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 49) que llenaba el día y la noche de fantasías terroríficas, cuyo contenido era la muerte de la madre, y a las que le seguían acciones que buscaban reasegurar su supervivencia: “A menudo soñaba que la mamá también se moría y me despertaba tan aterrorizada que atravesaba corriendo los interminables corredores en donde acechaban las sombras de los helechos, para ir hasta su cuarto y comprobar que estaba viva” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 49). La amenaza se tornó angustia para la niña consciente de la fragilidad de la vida, quien asumió que, a pesar de los destrozos de la madre, ella era el único anclaje en un mundo destruido.

“Cinco flores arrancadas de raíz”. La fractura del mundo familiar

La experiencia de habitar en un mundo roto es otro eje central en la memoria, pues todo el relato está marcado por un antes y un después de la muerte, evento que fracturó por completo la vida conocida. En varios capítulos Jaramillo-Klinkert se dedica a configurar la experiencia del tiempo de antes: su infancia asilvestrada y libre en la finca familiar donde “abrazaba una vida simple y llena de belleza” (2020: 67); el vínculo profundamente amoroso y complaciente con el padre quien, al ser ella la única mujer entre cinco hermanos, “se derretía por darme gusto” y la miraba “como si no hubiera nada más que mirar y yo me perdía en sus ojos, en sus risas y en sus muecas” (2020: 18); y la vida familiar predecible, aunque caótica, tras el nacimiento de los trillizos.

Como estrategia narrativa para enfatizar el quiebre de la vida de antes, estos capítulos terminan con un fragmento que marca el destrozo del escenario idílico de la infancia y muestra cómo la familia fue arrojada a la experiencia dolorosa y confusa del después. Un ejemplo de ello es el capítulo sobre el tiempo feliz de libertad que vivió gracias al olvido de sus padres de inscribirla en el colegio, y que termina marcando el contraste con el tiempo del después, cuando sus hermanos menores tuvieron que crecer sin la presencia del padre:

A los trillizos sí se acordaron de meterlos a la guardería. Más por tener un momento de paz en casa que por otra cosa. (…) Al cabo de un tiempo ya estaban haciendo sus propias planas: yo amo a papá. Papá me ama. (…) Aprendieron a escribir, pero no alcanzaron a saber lo que se siente al tener a un papá al cual amar. (Jaramillo-Klinkert, 2020: 75)

Además de marcar el contraste entre el antes y del después, esta cita evidencia otro asunto importante de la fractura de la vida familiar, referido al impacto de la muerte en los trillizos, hermanos menores que, en el transcurso del relato, vemos en varias facetas: la de los pequeños que no pudieron “entender lo que estaba pasando” el día del homicidio (Jaramillo-Klinkert, 2020: 34); la de los niños que crecieron un poco a la deriva en la que los dejó la orfandad; la de los jóvenes que enfrentaron, cada cual a su manera, la huella incomprensible de un padre asesinado; y la del particular y complejo rostro de Pablo, uno de los tres, quien se precipitó hacia la autodestrucción, en una búsqueda mortífera por llenar el vacío que dejó el padre, agujero que en el relato retorna metafóricamente como abismo para enfatizar al efecto de profundidad peligrosa que dejó esta muerte en los dolientes. En este sentido, dice la autora que, para Pablo, “Nada era suficiente (…) Sus intentos por llenar un abismo sin fondo lo llevaron a las drogas. Ese abismo al que se asomaba constantemente tenía el nombre de nuestro padre” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 228).

Para aludir a otras huellas inasibles de la muerte violenta, Jaramillo-Klinkert utiliza otras metáforas con las que bordea los sentidos sobre su vivencia. Son recurrentes las alusiones a elementos de la naturaleza, como las flores y las plantas, que pone siempre en estados opuestos, sin cortarlas o cortadas, vivas o marchitas. En últimas, las usa como símbolos de la vida -“Prefiero las plantas sembradas porque son la promesa de que habrá un mañana. Son una declaración de vida” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 58)-; o de la muerte -“El olor de las flores cortadas dentro de un recipiente con agua es algo que no soporto. Huele a cementerio. Huele a casa de muerto. Huele a tristeza. Las flores no se hicieron para ser cortadas” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 58)-.

También, son frecuentes las metáforas referidas al cuerpo y a las sensaciones físicas con las que intenta volver tangible lo inaprehensible del dolor. Ambos referentes metafóricos se reúnen en esta cita que alude a los efectos del asesinato en los hermanos: “Fuimos cinco flores arrancadas de raíz. Nadie sabía dónde sembrarnos ni qué hacer con nosotros. Ni todas las chucherías del mundo juntas habrían podido llenar el vacío que se nos hizo en el estómago” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 57).

Este fragmento muestra varios sentidos acerca del impacto de la muerte en el duelo familiar. Alude, primero, a cómo cinco niños, símbolo de vida -flores no cortadas-, fueron desarraigados súbitamente del mundo conocido, de la seguridad de crecer con ambos padres en un entorno vital. Enfatiza, indirectamente, en la participación de un tercero que ejecutó la acción de arrancar, un desenraizamiento que no fue progresivo ni natural, sino violento y súbito como la muerte del padre. Muestra cómo, tras el corte imprevisto, los cinco niños quedaron a la deriva pues el impacto de esta muerte en los adultos, particularmente en la madre que se escudó tras “su mejor coraza” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 59) para sortear su propio duelo, los dejó sin un lugar seguro y fértil para afianzar su infancia; los hizo “crecer en un día” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 129) sin las transiciones lentas que median el paso a la vida adulta. Los arrojó a un mundo en el que cada uno intentaría vérselas por años, a la manera silenciosa y solitaria del duelo que eligieron llevar, con la ausencia, el miedo, la falta de respuestas, la rabia, y su revés, la autodestrucción.

Finalmente, con la metáfora corporal, la cita deja ver el efecto que tuvo el asesinato de enfrentar a los niños con una falta inmensa, etérea, que la autora intenta localizar en el cuerpo con la vana pretensión de hacerla tangible para llenarla con algo material. Pero ella misma reconoce la futilidad de este intento cuando recuerda que, inundada por un dolor difuso tras el asesinato, la madre le pidió que señalara el punto exacto que le dolía; entonces, constató la imposibilidad de “encontrar ese lugar impreciso, donde habitan las cosas que no pueden señalarse” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 43), donde habita el dolor de amar que termina tiñendo con su sombra la experiencia global de la familia.

Matar al padre. Duelo y escritura

Con el tiempo, la ausencia del padre terminó por asentarse; la realidad se impuso por el peso inapelable de lo imposible de reversar, y el nunca más se convirtió en el corazón del duelo. Entonces la narradora, ya en su voz adulta, mira retrospectivamente su historia y reconoce que, de la mano del tiempo, el silencio y el duelo, terminó por acostumbrarse a una ausencia que acabó por difuminar al padre y lo convirtió en sombra distante, difusa, marcada por ciertos amagos del olvido. Sombra inaprehensible que solo volverá luego, en el relato, para reubicarse como padre muerto en las hojas de esta memoria:

Uno no acepta la ausencia, pero termina por acostumbrarse a ella. Con el tiempo, mi padre fue una sombra, un fantasma, un nombre y luego nada más que un recuerdo. Hace mucho que dejó de habitar esos diez segundos. Hace mucho que olvidé el tono de su voz. Cada vez hay más distancia entre nosotros y no puedo hacer nada por acortarla. Hoy está tan lejos que, a veces, me pregunto si de verdad existió. (Jaramillo-Klinkert, 2020: 50)

El trasegar del duelo la fue conduciendo a la reubicación del padre en el ámbito del recuerdo, movimiento temeroso porque estaba teñido por el olvido de las manifestaciones sensitivas de lo que fue el amado: su voz, su olor, sus rasgos, su existencia física que se tornó pregunta; por la transformación del vínculo que fue perdiendo la fuerza del intercambio cotidiano y quedó marcado por la distancia y la extrañeza. Entonces, si en la niñez el padre retornaba fantasiosamente para resistirse al olvido, ahora vuelve en los sueños para confirmar una lejanía insalvable ya que, en palabras de la autora, “Cuando sueño con él nunca me atrevo a abrazarlo, somos cada vez más extraños. A veces él no me reconoce o soy yo la que no está segura de sí es él o no” (Jaramillo-Klinkert, 2020: 50).

Pero no es solo esta reubicación propia del duelo la que nos deja ver el relato. Jaramillo-Klinkert (2020: 50) intuye que gran parte de este borramiento del padre obedeció a su esfuerzo por olvidarlo: “En todos estos años diría que alcanzó a huir de mi memoria porque hice tantos esfuerzos por olvidarlo que ahora, cuando me despierto, durante diez segundos tengo que esforzarme en recordar que alguna vez estuvo vivo”. Olvido impuesto que, de la mano del silencio familiar, intentó evitar el dolor provocado tanto por el desgarramiento inicial como por las evocaciones diarias sobre lo perdido. Pero, contrario a la intención de evitar el dolor de amar, el esfuerzo por olvidar terminó por afianzar a un padre fantasma que habitaba en un agujero sin palabras. Abismo con el nombre del muerto que insistió en la vida de cada uno de los hijos, particularmente de Pablo, que se arrojó a él para conocer al padre que no tuvo tiempo de amar, y de Sara, quien descubrió que buscaba inconscientemente parejas mayores para paliar el desamparo que anidó en ella desde los 11 años.

Pero llegó un día en que la narradora dejó de huir de sus demonios, pues constató la inutilidad de tal fuga al llevarlos dentro, y decidió contraponer al esfuerzo del olvido el trabajo de la memoria con la que empezó a cambiar la sombra por recuerdo. Así, como escuchando la guía de los últimos versos del epígrafe de Palomares, se enfrentó a lo acallado y se dedicó a recorrer con su letra la historia de la muerte del padre para seguir sus rastros en la historia familiar; para mirar de frente su fantasma, matarlo y luego reubicarlo, hecho memoria, en un nuevo lugar. El último capítulo devela entonces el sentido del título, Cómo maté a mi padre, cuando Jaramillo-Klinkert contrasta el asesinato real sufrido por el padre con la muerte simbólica que ella buscó darle, a través de la escritura, para nombrar lo que permaneció acallado por años:

Muérete ya, de una buena vez. Deja que tu fosa sean las hojas de este libro y que, en vez de cubrirte de tierra, lo haga con todas esas palabras que callamos. (…) Toma estas palabras, son como balas al aire. Sabes de sobra que una vez disparadas no pueden devolverse. Eres el blanco, deja que te impacten. No nos teñiremos de sangre sino de tinta. No habrá dolor sino liberación. Es una promesa. (Jaramillo-Klinkert, 2020: 251-252)

Lo mató para bordear con los símbolos el hueco que absorbió su vida; para liberarlo del mundo de las sombras y sus efectos en la existencia y el cuerpo de la doliente. De esta manera, la escritura se volvió arma, el libro se volvió fosa y, a manera de un ritual funerario, lo reubicó en un lugar separado del mundo de los vivos: el lugar de la memoria escrita, que la ayudó a poner límite al dolor y a reordenar su vida contando con la ausencia.

Discusión

Este apartado propone ahondar en algunos de los hallazgos sobre las particularidades del duelo por homicidio narrado por Sara Jaramillo-Klinkert, a partir de una lectura intertextual con estudios de referencia sobre el duelo, relativos a dos ejes centrales: cómo el carácter disruptivo de la muerte violenta marca hondamente la experiencia de duelo, especialmente cuando el impacto lo recibe una menor que cifra las certidumbres en la presencia estable de sus progenitores; y cómo la escritura autobiográfica media en la elaboración del duelo por homicidio al contribuir en la transformación del vínculo con el padre muerto y reubicarlo en el ámbito de la memoria escrita.

Con respecto al primer eje, se evidenció que la violencia de esta pérdida provocó profundas marcas relacionadas con la ruptura súbita del mundo infantil, la confrontación con la destructividad de un semejante, la inundación afectiva provocada por los imaginarios del cuerpo sufriente, y los obstáculos que el homicidio impuso a la ritualización funeraria. Para ahondar en la comprensión de estos hallazgos, es importante recordar que la forma particular como una muerte sucede ocupa un lugar central en el proceso de elaboración, entremezclada con otros mediadores como la naturaleza y la fuerza del apego con lo perdido, las características personales del doliente y los factores socioculturales. Particularmente, las marcas en el duelo son distintas si el vínculo se rompe de forma súbita, si la pérdida se percibe como evitable o si es el desenlace final de un proceso anticipado (Rando, 2018; Worden, 1997).

En este sentido, Nasio (1997: 73) enfatizó sobre el contraste entre una pérdida anunciada y una súbita cuando planteó que, aunque inmenso, el dolor provocado por la primera es representable porque ha sido nombrado antes de que ella suceda y se ha integrado al yo en un proceso de duelo anticipado. En cambio, cuando “la pérdida del otro amado es súbita e imprevisible, el dolor se impone sin miramientos y trastorna todas las referencias de espacio, de tiempo y de identidad. Es inconcebible porque el yo no puede asimilarlo”. Al respecto, se vio que esta dificultad para integrar la pérdida súbita provocó inicialmente fantasías efímeras de reencuentro, comunes en todo duelo, pero también una sensación de incredulidad y de incomprensión que marcó por años la experiencia narrada.

Se halló también cómo a la dificultad para asimilar la noticia de la muerte súbita se le sumó, en el proceso de duelo, la que impuso su carácter violento. En esta línea, Parkes (2002; 2021) propuso que las pérdidas derivadas de acciones violentas y aquellas en las que el doliente atribuye a otros o a sí mismo la responsabilidad de la muerte, suman factores de riesgo que pueden hacer más complejo el curso de la elaboración. En el caso de la muerte violenta, particularmente, porque la crudeza del acontecimiento, la transgresión de la voluntad del fallecido y la acción intencionada del perpetrador, cuestionan creencias básicas sobre la seguridad y la justicia del mundo, la confiabilidad en los humanos, la predictibilidad y la razonabilidad de los acontecimientos de la vida, y las causas aceptables de la muerte.

El efecto de lo anterior es que el doliente puede verse sumido por años en una ardua lucha para construir un sentido para la ausencia, esfuerzo que choca con el escollo del sinsentido alimentado por imágenes, pensamientos y afectos intrusivos sobre la muerte, el posible sufrimiento del amado, la indignidad de la despedida, el anhelo de justicia, y el empuje hacia la venganza (Gerlein, 2000; Milman et al., 2017). Como se vio en la narración, los dolientes pueden protegerse de estos contenidos intrusivos y del profundo malestar afectivo que provocan evitando los recuerdos del fallecido y silenciando todo lo que concierne a su muerte; este arduo esfuerzo por el olvido termina produciendo un efecto inverso al dificultar la transformación del vínculo con el muerto, a la que los duelos suelen conducir, y dejar el lazo teñido con el dolor persistente de una ausencia sin palabras (Klass, 2022; Klass et al., 2014; Milman et al., 2017).

Para afinar aún más el entendimiento del impacto de este tipo de pérdida, se planteó que esta forma de la muerte tiene las particularidades propias de los eventos disruptivos (Benyakar, 2003; 2016), que son acontecimientos que producen la implosión repentina del mundo externo en el interno, y tienen la potencialidad de alterar el proceso psíquico de tramitación de los estímulos, provocando vivencias traumáticas o procesos de elaboración difíciles que requieren integrar la disrupción en el reordenamiento de la vida.

En línea con lo anterior, la memoria de Jaramillo-Klinkert muestra justamente cómo el asesinato marcó su duelo con la disrupción, porque fue un evento que tuvo ciertas características con la potencialidad de producir este efecto: ocurrió de forma inesperada, interrumpió un proceso habitual para la existencia, afectó el sentimiento de confianza en los otros, contuvo rasgos novedosos no interpretables según los códigos que ofrece la cultura, amenazó la integridad física propia o de los seres significativos, y destruyó el hábitat cotidiano. Estas cualidades se concretan en la narración, ahondadas por la complejidad que comportó la vivencia infantil de una pérdida violenta, pues vemos que el asesinato del padre irrumpió súbitamente en la vida de la niña y produjo pérdidas múltiples, particularmente la de los pilares familiares que daban estabilidad a su vida. La violencia la arrojó a un mundo desconocido para el cual no tenía marcos de referencia previos, un mundo amenazante en el que la confianza en los otros fue canjeada por la persistente sensación de amenaza, y las certidumbres sobre la perennidad de los amados fueron remplazadas por la angustia primitiva que en los niños equipara la muerte de los progenitores con la propia destrucción (Fonnegra, 2009).

Las cualidades disruptivas de la muerte violenta hacen más difícil la labor del duelo que, según la propuesta constructivista narrativa (Neimeyer, 2007), implica el reordenamiento del mundo de significados y la creación de una nueva narrativa con la que el doliente atribuye sentido a la pérdida y reconstruye su historia. Así, el asesinato ahonda la distorsión del hilo narrativo que toda pérdida produce porque introduce cambios radicales en la trama de la vida pues arrebata de tajo a un personaje central de la historia, sacude las construcciones y certidumbres sobre el mundo y sobre el sí mismo, invalida el soporte sobre el cual se ha construido la identidad, e interroga la fluidez del tiempo entre el pasado, el presente y el futuro, marcando un corte abrupto entre el antes y el después de la muerte (Neimeyer, 2007).

Ahora, en relación con el segundo eje de esta discusión, se ve cómo esta distorsión del hilo narrativo dejó a la narradora intentando reconstruir por años la trama de su vida. Como parte de este intento recurrió, décadas después, a la escritura autobiográfica como una nueva forma de narrar su historia y de transformar el lazo con el padre. Para entender mejor el lugar de la escritura en esta transformación, es útil la referencia a la teoría de la continuación de los vínculos (Klass et al., 2014) que sostiene que la meta del duelo no es la desvinculación ni el olvido del ser perdido, sino la modulación de su representación interna en el mundo psíquico donde puede volverse un referente activo para el doliente. El propósito del duelo, desde esta perspectiva, es la construcción de una biografía conjunta que le permite a quien ha perdido integrar la memoria del muerto en la nueva historia. Distintas formas de continuación del vínculo son posibles como la conexión con objetos y lugares significativos; la representación de ser querido en otro lugar o dimensión por medio de la espiritualidad; la identificación con rasgos del muerto que se tornan parte de la identidad; y la conservación o construcción de recuerdos que mantienen activa su memoria.

En el relato, la transformación del lazo se concentra en reubicar al padre por medio de la escritura. Para ello, la autora lo rescata del olvido forzado, desde donde absorbía su vitalidad, y lo sitúa en el ámbito de la escritura. Este es un trabajo de memoria narrativa con la que los sujetos construyen sentidos sobre experiencias significativas del pasado, animados por impulsos afectivos como deseos o sufrimientos, que se unen a la necesidad de comunicarlas en un relato coherente (Jelin, 2001). Una labor escritural en la que fluyen simultáneamente los trabajos del duelo y de la memoria, entendiendo, con Ricœur (1999), que la función liberadora del primero se da en la medida en que opere de la mano del segundo, es decir, ambos laborando sobre el recuerdo del objeto perdido y todas sus evocaciones.

Conclusión

En la memoria de duelo Cómo maté a mi padre, Sara Jaramillo-Klinkert (2020) hace un trabajo de memoria narrativa, una labor sobre el recuerdo del padre asesinado en la que actualiza la tradición de las escrituras últimas, prácticas rituales que, como todo rito funerario, ayudan a los sobrevivientes a reordenar la vida subvertida por la muerte (Thomas, 1991). Este tipo de escritura otorga a los muertos un lugar en el lenguaje, mientras ordena el espacio del presente para los vivos. Con la letra, estos pueden honrar al difunto y preservar su memoria, mientras van tramitando los sentimientos ambivalentes causados por la pérdida, y reubicándose en un mundo que han de habitar sin el amado (De Certeau, 1999; Díaz-Facio Lince, 2019; Petrucci, 2013).

La escritura de este relato opera, entonces, como una especie de rito fúnebre que cumple con las finalidades de esta práctica cultural pues, por un lado, sirve al padre muerto porque dota de dignidad la despedida, lo trae de nuevo al presente para honrarlo con las palabras amorosas de la hija y lo sitúa, finalmente, en el espacio del lenguaje y del pasado. Por otro lado, contribuye al duelo de la hija porque le provee un espacio simbólico para trabajar su herida y sus recuerdos, e integrarlos en la nueva trama vital; porque le permite, sobre todo, tomar distancia del agujero negro en que se convirtió el dolor no narrado y transformarlo, letra a letra, en la memoria escrita de su duelo.

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* Artículo derivado de la investigación “Disrupción y duelo por violencia sociopolítica y suicidio en narrativas autobiográficas”. Grupo de investigación Psicología, Sociedad y Subjetividades GIPSYS de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia (Colombia). Línea de investigación El duelo, la Muerte y el Morir. Financiado por el Comité para el desarrollo de la investigación CODI de la Universidad de Antioquia, Acta 2020-31395. Investigación realizada entre mayo de 2020 y diciembre de 2022.

1 Según la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (2022) se estima que, en Colombia, desde 1985, más de 450 000 personas fueron asesinadas en el marco del conflicto armado. Pero el número de homicidios es aún mayor, pues esta cifra no cuenta con los datos de aquellos producidos en las décadas anteriores, en los distintos ciclos de violencia del país, o los que se presentaron por causas no relacionadas directamente con el conflicto.

Cómo citar: Díaz-Facio Lince, Victoria Eugenia; Ruiz-Osorio, Mario Alberto (2024). Muerte violenta, duelo y escritura en Cómo maté a mi padre de Sara Jaramillo Klinkert. Revista CS, 42, a04. https://doi.org/10.18046/recs.i42.04

Recibido: 22 de Mayo de 2023; Aprobado: 23 de Octubre de 2023

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