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Fronteras de la Historia

versão impressa ISSN 2027-4688versão On-line ISSN 2539-4711

Front. hist. vol.29 no.1 Bogotá jan./jun. 2024  Epub 01-Jan-2024

https://doi.org/10.22380/20274688.2479 

Sección general

Relaciones desafiantes, anhelos efímeros. Mujeres de origen africano y prácticas mágicas en el puerto de Campeche, 1639

Challenging Relationships, Fleeting Desires. Women of African Origin and Magical Practices in the Port of Campeche, 1639

Carlos Roberto Gutiérrez Peraza*  1
http://orcid.org/0000-0002-4823-9315

*Universidad Nacional Autónoma de México. licgutierrez18mx@gmail.com • https://orcid.org/0000-0002-4823-9315


Resumen

El artículo analiza la hechicería y su impacto en mujeres de origen africano, población frecuentemente denunciada por ejercer este tipo de prácticas. Al tomar como base una denuncia inquisitorial seguida en contra de dos mulatas, en el puerto de Campeche, durante la primera mitad del siglo XVII, se indaga sobre la cotidianidad de estas prácticas en la sociedad, circunstancia que propició el involucramiento y la vinculación de diversos sectores sociales. Asimismo, se estudia cómo para algunas mulatas ello representó un medio eficaz para obtener -aunque fuese de forma transitoria- ciertas ventajas, como la fama, el prestigio e incluso una retribución económica.

Palabras clave: africanos; hechicería; superstición; inquisición; siglo XVIII.

Abstract

The article analyzes sorcery and its impact on women of African origin, a sector frequently denounced for engaging in these types of practices. Based on an inquisitorial complaint made against two mulatto women in the port of Campeche during the first half of the 17th century, this study investigates the daily life of these practices in society, which led to the involvement and linkage of various social sectors. Likewise, it explores how, for some mulatto women, this represented an effective means to obtain, albeit temporarily, certain advantages, such as fame, prestige, and even economic retribution.

Keywords: Africans; sorcery; superstition; inquisition; 18th century

Introducción

Los vínculos entre las personas de origen africano y las prácticas mágicas son ciertamente cercanos y patentes2. Ya Solange Alberro, en su estudio pionero para la Nueva España, destacaba su importancia al señalar que una buena parte de la documentación inquisitorial hacía referencia a los africanos y sus descendientes, de manera que ocupan un lugar sobresaliente en los expedientes “en los que el origen étnico de los individuos se encuentra precisado” (455). Pese a tal argumentación, no ha sido sino hasta las últimas décadas que se ha empezado a hacer investigaciones que abordan esta problemática como eje medular, pues, como señala Rosas, en buena medida, los estudios inquisitoriales se han abocado a analizar a los grupos sociales sin distinción de estamentos, por lo cual destacan las causas seguidas al grupo de origen español, o en su defecto se centran en la diversa gama de los delitos juzgados; es decir, ha sobresalido el delito en detrimento del examen de sus nexos con los grupos sociales (536).

En este tenor, una temática que ha cobrado relevancia en los últimos años se ha centrado en las mujeres de origen africano y su papel en torno a las prácticas mágicas. Estudios recientes (Cárdenas; Bristol; Roselló; Villa-Flores) han desvelado los mecanismos utilizados por esta población para inmiscuirse en prácticas como la hechicería y la brujería, con la finalidad de sobrellevar su situación de incertidumbre y marginación en una sociedad que muchas veces careció de herramientas jurídicas o legítimas para sortear tales vicisitudes, y cómo por medio de ellas pudo resistir o negociar con el grupo dominante y así hallar ciertos espacios de poder.

A pesar de los aportes contenidos en estos trabajos, lo cierto es que una buena parte de ellos ha orientado su análisis a acontecimientos que tuvieron lugar en ciudades, puertos o villas con una creciente actividad económica o demográfica, por lo cual han dejado de lado otras regiones o espacios aparentemente menos importantes, como lo fue el puerto de Campeche. Este último, dicho sea de paso, fungió como puerta de entrada a la gobernación de Yucatán, por lo que seguramente desempeñó un papel relevante en el comercio -legal o ilegal- tanto de insumos como de esclavos provenientes del África Central, España y diversos puntos del Caribe a lo largo del siglo XVII, de tal manera que se convirtió en un lugar propicio para la interacción de personas de diverso origen, así como para el intercambio de conocimientos y recursos mágicos.

En el presente artículo se examina una denuncia interpuesta ante el comisario inquisitorial del puerto de Campeche, en el año de 1639. En ella, una mujer de origen español acusó a dos mulatas, Juana Delgado y María de Salas, de brujas, encantadoras y hechiceras (AGN, I, vol. 388, 1639, ff. 412-417). En este sentido, nuestra intención no será simplemente analizar la transgresión, sino ir más allá e intentar revelar cuáles fueron las motivaciones o los estímulos, tanto de la denunciante como de las denunciadas, para involucrarse en este tipo de actividades, perseguidas y castigadas por el Santo Oficio.

A partir de este interrogante, en las siguientes páginas pretendemos indagar sobre los efectos que se derivan de la vinculación entre las acusadas y la transgresión, como lo son la activa participación de las mujeres -particularmente las de origen africano- en la ejecución de prácticas mágicas como la hechicería, así como los beneficios o provechos que pudieron llegar a experimentar a raíz de su involucramiento, y que en ciertos casos les ayudarían a inmiscuirse en los sectores privilegiados, así como a afianzar su prestigio y protagonismo frente al grupo dominante.

La acusación contra Juana Delgado y María de Salas

En marzo de 1639 dos mulatas, una llamada Juana Delgado y la otra, María de Salas, fueron denunciadas ante el comisario del Santo Oficio de Campeche, por brujas, hechiceras y embusteras. La denunciante resultó ser una mujer de origen español llamada Margarita de los Ángeles, esposa del mercader Pedro de Ontiveros, quien refirió que a causa de la desesperación que la apresaba, “por padecer esta muchas penalidades y disgustos nacidos de la mala condición y celos impertinentes de dicho su marido” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 412), decidió recurrir a una mulata, vecina del barrio del hospital llamada Juana Delgado, a quien según la denunciante todos en la villa tenían por bruja y encantadora.

Tras haberla llamado en varias ocasiones, doña Margarita finalmente pudo contarle todos sus pesares, y le pidió de manera especial “le diese algo para que su marido tuviese paz con ella y dejase los mal fundados celos que della tenía” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 412). La mulata aceptó ayudarla, no sin antes hacer gran alarde de su capacidad y disposición para resolver este tipo de problemas, y a tal efecto le requirió que “le enviase un poco de cacao para que hiciese unos panecillos que diese al dicho su marido a beber en chocolate” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 413).

Pasaron algunos días, hasta que una noche la mulata se apersonó a las puertas de la casa de doña Margarita, y esta vez llevaba unos panes que ella misma había elaborado. Las instrucciones fueron simples: darle al marido tres panecillos, dosis suficiente para amansarlo. Sin embargo, el remedio no dio el resultado esperado, debido a que la denunciante no siguió las instrucciones en detalle, pues, según comentó, solo había proporcionado dos de los tres panes requeridos. Al enterarse de esta situación, la mulata se presentó nuevamente ante doña Margarita, a quien reprehendió por haber tirado el último de los panecillos, circunstancia a la que atribuyó la ineficacia del remedio. Aun así, le ofreció nuevamente sus servicios, y se comprometió a enviarle unas rosas “encantadas o hechizadas para que se las pusiera a su marido debajo de las almohadas cuando se fuese a acostar” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 413).

Días después doña Margarita recibió las rosas prometidas, esta vez siguiendo al pie de la letra las instrucciones de la mulata, aunque, como sucedió con los panes, el remedio no surtió efecto alguno. Por esta razón, “las quitó y arrojó por ahí”, y se dio cuenta de que “todo era embuste” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 414).

Finalmente, al enterarse de lo sucedido, la mulata se presentó de nueva cuenta ante doña Margarita, a quien dijo que, a pesar de los malos resultados de sus remedios, si así lo deseaba, por “menos de un peso haría que el dicho su marido se aquietase y tuviera buena condición y viviese en paz con ella” (AGN, I, vol. 388, 1639, ff. 414-415); solo que en esta ocasión la denunciante se negó a escucharla, la echó de su casa y nunca más volvió a tratarla.

Pese a todo, Juana Delgado no sería la única hechicera-encantadora a la que doña Margarita recurriría para tratar de solucionar sus problemas maritales, ya que en la misma denuncia refirió haber solicitado los favores de otra mulata llamada María de Salas, quien también residía en el puerto, en el barrio de San Román.

Según la denunciante, esta mulata -a diferencia de Juana Delgado- tenía gran fama de bruja en toda la villa. Incluso, se decía que por esta razón había sido desterrada de Cartagena. Al parecer, esta misma suerte le había seguido al puerto, de donde también habría sido expulsada, solo que en virtud de los malos temporales no había podido ser embarcada hacia su destino final. Estos contratiempos forzaron a las autoridades del puerto a solicitarle a doña Margarita hacerse cargo de la mulata, únicamente mientras el clima mejoraba, petición que en primera instancia rechazó, aunque debido a la insistencia más tarde aceptaría.

Pasaron los días y fue el caso que, en medio de una conversación, de las varias que tenía con la mulata, esta le contó abiertamente sobre sus problemas con la justicia y señaló que “solo la perseguían por hacer bien a personas afligidas” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 415). De la misma forma, doña Margarita le contó los suyos y le preguntó además si podría hacer algo para gozar de tranquilidad con su marido, a lo que la mulata respondió que con facilidad y gusto lo haría por ella, para lo cual solicitó únicamente un listón de la denunciante, el cual devolvería unos días más tarde con la instrucción de que “siempre que se acostase con el dicho su marido se lo pusiese entre el cabello de su cabeza” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 416). Este remedio, al parecer, no tuvo los efectos esperados y, por orden de su confesor, “lo arrojó y echó de sí” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 416).

A pesar de lo ocurrido, algún tiempo después, la denunciante volvería a recurrir a la mulata María de Salas, quien esta vez prometió mandarle unos polvos y unas hierbas para que con ellos sahumase una camisa de su marido, “y con dicha agua rociase juntamente la cama y sábanas en que esta declarante y el dicho su marido habían de dormir” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 417). Nuevamente, el remedio no dio los resultados esperados; empero, la mulata no desistió, pues continuó enviando una serie de ingredientes, consistentes principalmente en raíces, que debían ser hervidas en agua y mezcladas en chocolate, para posteriormente dársela a beber al cónyuge de la denunciante. Sin embargo, al igual que los anteriores remedios, este no surtió efecto alguno, por lo que finalmente doña Margarita desistió en sus pretensiones y tuvo a ambas mulatas por embusteras y engañadoras, por lo que dejó de tratarlas de manera definitiva.

Casos como el anterior se presentaron con frecuencia en la sociedad novohispana, principalmente entre mujeres, a quienes se les vinculó de manera directa con prácticas de corte mágico, tales como la hechicería y la brujería. En este contexto, al hacer una búsqueda más minuciosa en los archivos inquisitoriales, advertimos el lugar privilegiado que ocuparon las mujeres de origen africano en su ejecución. Tan solo en el puerto de Campeche, de los catorce casos relativos a este tipo de conductas registrados durante el siglo XVII, en diez de ellos aparecen involucradas mujeres de origen africano, ya sea de manera directa o como intermediarias (Brito; Civeira; Gutiérrez).

Así mismo, estos acontecimientos reflejan perfectamente la aparente rigidez de las jerarquías sociales en la Nueva España; una mujer española que llamaba a dos mulatas para que le ayudaran a solucionar sus problemas maritales. Sin embargo, al hacer un análisis más detenido, vemos cómo las mulatas Juana Delgado y María de Salas no estaban en una posición inferior en relación con doña Margarita, quien en varias ocasiones recurrió a ellas, las escuchó y siguió las instrucciones que le daban, confió en ellas y hasta cierto punto las respetó.

En este contexto surgen algunos cuestionamientos que merecen ser analizados y que por tanto serán el hilo conductor de este texto: ¿por qué recurrió doña Margarita a dos mulatas, supuestamente inferiores a ella debido a su calidad, para que la auxiliaran en un asunto tan delicado e íntimo? ¿Qué oportunidades brindaban estas prácticas a las mujeres de origen africano? ¿Por qué terminaron siendo denunciadas ante el Santo Oficio? Para tratar de responder estas interrogantes, realizamos los siguientes apuntes.

Prácticas mágicas: cotidianidad y vínculos sociales

En primer lugar, consideramos de suma importancia señalar el relevante papel que ocuparon las prácticas mágicas o supersticiosas en la sociedad colonial, ya que, sin lugar a duda, formaron parte sustancial de la vida diaria de las personas, pese a las condenas y los procesos judiciales. Muchos recurrían a ellas con la esperanza de poder dar solución a sus afecciones o problemas cotidianos, tales como: curar una enfermedad, garantizar el éxito en relaciones amorosas, vengarse de algún adversario, conocer sobre la ubicación de alguna persona u objeto o, como en este caso, solucionar algún conflicto marital. Justamente como apunta Scheffler, su ejecución, en gran medida, se basaba en la percepción de que “el mundo se encuentra regido por innumerables fuerzas sobrenaturales que deben ser honradas o alejadas mediante rituales adecuados, con el objeto de favorecer la vida humana, mediante ritos individuales o colectivos siempre dirigidos por el especialista” (16).

Como aconteció en España y en el resto de sus territorios de ultramar, estas prácticas fueron adoptadas y ejercidas por todos los grupos sociales, pues formaban parte de la herencia cultural peninsular, es decir, llevaban una larga tradición en Europa, y al momento del contacto fueron trasladadas a los nuevos territorios, donde sobre todo la hechicería adquirió rasgos singulares, según la región o el sitio en que se ejerciera. Así, estas nociones “mágicas y de contacto con las fuerzas ocultas, generalmente malignas, que tenían gran popularidad y arraigo entre los europeos del siglo XVI, pasaron a la Nueva España después de la Conquista y se unieron con otros conceptos de lo oculto y lo sobrenatural propios de los naturales” (Scheffler 15).

Este fue el caso de la hechicería, considerada una práctica con la que se buscaba incidir en la realidad por medio de un vehículo o filtros de distinta naturaleza, tales como amuletos, oraciones, conjuros, plantas, hierbas y animales (Quiñones Flores 10). Si bien en el discurso católico se le tuvo por conducta supersticiosa, no siempre estuvo relacionada con la invocación del demonio. Así, en gran medida, para la Iglesia y la Inquisición “la hechicería sería solo un intento por dominar a la naturaleza para producir resultados benéficos o maléficos y, al no renegar de Dios, no se podría considerar como herejía” (Guerrero, “Perspectivas” 69).

No sucedería lo mismo con la brujería. Esta revistió sus propias complejidades, por tratarse de un fenómeno conocido y ferozmente perseguido en Europa. Además, contaba con elementos y manuales específicos encaminados a identificarla con facilidad y a castigarla con severidad (Kramer y Sprenger; Ciruelo; Castañeda). Los tratados de la época la concibieron como una superstición que conllevaba el pacto y la cohabitación con el demonio (elemento no esencial en la hechicería), y en la que revestía una especial relevancia el sujeto que la realizaba, quien recibió el nombre de bruja o brujo. Así, su figura estuvo rodeada de ciertas atribuciones, como la potestad de volar, así como el carácter grupal, maléfico y nocturno de sus ceremonias (Morales 302). Además, la mujer, al igual que en la hechicería, desempeñaría un rol primordial, debido a su presunta flaqueza y debilidad, que la hacían propicia a ser seducida por el demonio. Como se puede observar, se trataba de una práctica definida y hasta cierto punto estereotipada. Cabe señalar que, en el imaginario cotidiano novohispano no existió una conceptualización tan precisa, puesto que hablar de brujería representó cierta confusión o vaguedad, principalmente por parte de los denunciantes y los testigos, quienes en sus dichos solían confundirla, y la relacionaban con otras conductas ligadas a la hechicería u otras supersticiones.

Pese a todo, estas prácticas -en especial la hechicería- parecían encontrarse fuertemente arraigadas en la población, por lo que recurrir a ellas fue habitual en el obispado yucateco, como en el resto de la Nueva España. Por esta razón, tuvieron un papel preeminente en la construcción de vínculos entre los diversos grupos sociales, ya que fungieron como un medio de contacto idóneo entre ellos, al punto de contribuir “en la producción y solución de conflictos y en todo el engranaje de control y autorregulación social propio de las sociedades de Antiguo Régimen” (Vasallo 838). De igual forma, obraron como “intermediarias en las relaciones sociales, puesto que permitieron contextos de interrelación entre los grupos sociales y entre los individuos” (Ceballos, Hechicería 127). Como apunta Scheffler, en varios puntos de la Nueva España, hombres y mujeres, principalmente de origen español, recurrieron con regularidad a los naturales con el fin de solucionar sus problemas y aflicciones, y “de esta forma comenzaron a conocer ritos y ceremonias efectuadas por los indios como entre los esclavos de origen africano, encontrando en ellas algunas similitudes con la magia europea” (16).

Al respecto, autoras como Quezada y Alberro han señalado cómo mediante las prácticas mágicas -hechicería y curandería, principalmente- se concretó el acercamiento entre los diversos grupos sociales. La primera expone, en el caso de los curanderos, de qué manera, en gran medida, el origen del conocimiento terapéutico fue indígena; sin embargo, entre los especialistas y los ejecutantes había sobre todo mestizos y mulatos, y en menor proporción, africanos y españoles. Finalmente, cabe destacar que los enfermos o solicitantes fueron en su mayoría de origen español, lo que demuestra, según la autora, que con independencia del proceso social que se examine, “el beneficio es siempre para el grupo en el poder” (Quezada 121). Por su parte, Alberro matiza esta vinculación, por medio de un diagrama predominante en la operación del proceso mágico en la Nueva España, al señalar el rol de los naturales “como proveedores de las sustancias y procedimientos necesarios, los cuales eran recibidos por las españolas a través de la mujer negra o mulata” (475).

Como precisa Vasallo, estos vínculos ayudaron a la edificación “de una red clandestina entre varios sectores sociales, la cual, en una sociedad aparentemente rígida en su estructura como lo fue la colonial, ofrecía a ciertos individuos -como las mujeres de origen africano- la posibilidad de torcer las reglas del juego” (852), y de esta forma integrarse o buscar cierto prestigio y reconocimiento social, aunque, como ya se ha mencionado, esta situación no era bien vista por las autoridades, puesto que infringía el orden social establecido (Lewis 71). Por tanto, prácticas como la brujería y la hechicería constituyeron una herramienta para que los grupos marginales contrarrestaran las desventajas propias de su posición social.

Concretamente, la hechicería contribuyó a la formación y edificación de nexos y redes de conocimiento, aprendizaje y sociabilidad entre personas de distinto origen (Menchaca 82). Al mismo tiempo, al margen de estas prácticas se produjeron relaciones de poder, con frecuencia utilizadas por indios, africanos y demás grupos para hacer frente al orden social establecido por la Corona española. Así, en muchas ocasiones el grupo dominante llegaba a sospechar e incluso a temer a los oprimidos, a quienes achacaba su involucramiento en este tipo de prácticas ilícitas y reprobadas3.

Por otra parte, cabe señalar que, a pesar de que la hechicería fue ejercida por miembros de todos los grupos sociales, las mujeres -en especial de origen africano- figuraron de manera destacada en su ejecución, cuestión que no debe extrañar, si se considera que por lo general, al igual que las blasfemias, estas prácticas estuvieron comúnmente asociadas con la “desesperación social y las malas condiciones de vida, propias de los mestizos, españoles pobres y personas de origen africano” (García de León 578). De hecho, en el caso novohispano, la mayor parte de los condenados por estos delitos fueron mujeres, las más de las veces pertenecientes a los sectores marginales u oprimidos de la sociedad (García-Molina 58). Esta circunstancia dio como resultado la construcción de una imagen común de la hechicera. Para Teodoro Hampe, esta correspondió a la de una mujer “joven, de origen mestizo, mulata o negra, analfabeta y pobre de condición económica, que ejercía sus adivinaciones y conjuros por encargo de gentes también incultas, que se ubican en los sectores marginales de la sociedad urbana” (17).

Pese a esta imagen estereotipada, se pueden constatar casos de mujeres pertenecientes a sectores privilegiados que llegaron a ejercer la hechicería como oficio, aunque lo habitual era que la aprendieran y ejercieran a nivel de aficionadas, en beneficio propio o de alguna conocida que ocasionalmente acudía a ellas a desahogar sus problemas y aflicciones (Sánchez 212). De igual forma, es importante destacar la relevancia del grupo poblacional femenino a la hora de requerir los servicios de las hechiceras, a quienes acudían principalmente por recomendación de amigas cercanas o familiares, para que ejecutaran y les enseñaran hechizos que pudieran atenuar sus aflicciones y problemas, sobre todo de índole sentimental.

Fama, prestigio y retribución económica

Expuesto este breve panorama, resulta interesante cuestionarse cuáles fueron las motivaciones de doña Margarita para haber recurrido a dos hechiceras mulatas, cuando en el puerto seguramente existió un gran número de naturales, y en menor medida de españoles, inmiscuidos en las prácticas hechiceriles4. En principio, podemos señalar que la mayor parte de las personas -en especial las mujeres- solicitaba los servicios de hechiceras porque realmente creía en sus poderes y destrezas, y pasaba por alto cualquier duda o cuestionamiento sobre su capacidad y resultados inmediatos. Del mismo modo, la proclividad por los negros y mulatos no resultaba para nada casual. Además, desempeñaría un papel central la concepción que los españoles tenían de los africanos y sus descendientes, ya que,

al ser considerados como poco refinados, irracionales y cercanos a la naturaleza, aunada a la idea de que estaban más en sintonía con el mundo natural y con el terreno de lo sobrenatural, seguramente contribuyó a que la sociedad colonial en general creyera que los negros, mulatos e indios tenían habilidades extraordinarias. (Ceballos, “La inquisición” 21)

En el caso específico de las mujeres de origen africano, estas fueron además consideradas desestabilizadoras del orden social y moral que se trataba de implantar. En este contexto, como señala Velázquez, “las apreciaciones sobre su conducta y sus formas de ser se convirtieron en prejuicios o percepciones que poco tuvieron que ver con la realidad y su aporte a la conformación cultural de la Nueva España” (233).

Ahora bien, hubo otros factores que incidieron de manera decisiva en la reputación de estas mulatas, que se pueden distinguir con claridad en el caso expuesto y serán una constante en los procesos seguidos por el tribunal novohispano contra estas personas. El primero tiene que ver con la fama y el prestigio que adquirían las mujeres de origen africano, al ejecutar e involucrase en estas prácticas. Por lo general, en cualquier ciudad, villa o puerto novohispano había personas dedicadas a ejercer la hechicería o la curandería, unas con mayor renombre que otras, a raíz de la confianza que adquirían entre la población por sus éxitos en el manejo y el diagnóstico de los presuntos males.

Al respecto, basta señalar que tanto doña Margarita como los testigos que depusieron en contra de las mulatas tenían pleno conocimiento de las actividades que ambas practicaban, en particular las relacionadas con la hechicería amorosa, por las que eran mayormente reconocidas y recurridas en la villa.

En el caso particular de María de Salas, las declarantes señalaron unánimemente tenerla por bruja, además con una larga trayectoria, ya que su actividad se remontaba a sus días en Cartagena. Esta condición, tal y como manifestaron sus acusadoras, era conocida en todo el puerto. Por tanto, con independencia de si sus hechizos o remedios surtían o no los efectos deseados, lo cierto es que se había edificado en torno a ella una fuerte imagen de bruja y hechicera, la cual seguramente se fue consolidando de forma paulatina, al grado de contribuir directamente a que fuera cada vez más reconocida y solicitada en el puerto. Así lo señalaba doña Melchora de los Reyes, testigo en el caso, para quien la mulata, “según la pública voz y opinión, venía desterrada de la ciudad de Cartagena por bruja, y estando con esta mala fama oyó decir a algunas personas que un Alcalde Ordinario desta villa la había desterrado della, además de ser tenida en esta villa por bruja, y así lo había oído decir a muchas personas” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 415).

Lo mismo sucedió con Juana Delgado, a quien la misma testigo acusó de “saber encantar o disponer rosas o flores para atraer a los hombres a su amor lascivo y depravada voluntad”, y que lo había hecho muchas veces para otras mujeres, al grado de llegar a ofrecerle sus servicios para encantar a un hombre, cuestión que rechazó, “porque lo tuvo por malo, ni supo en que forma ni con que pacto las encantaba” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 415).

En el mismo sentido se pronunciaría la negra Francisca, esclava de doña Melchora de los Reyes, quien al referirse a Juana Delgado declaró que “era bien sabido en la villa que sabía hechizar rosas para atraer a los hombres a su amor lascivo” (AGN, I, vol. 388, 1639, f. 416). Como podemos observar, esta situación también deja entrever la flexibilidad en la estructura social campechana, ya que la acusada no solo gozaba de reconocimiento social y prestigio frente a los grupos dominantes, sino también entre los individuos de su misma condición, como lo fueron algunos negros y seguramente otros mulatos.

Como hemos mencionado, una buena parte de las denuncias por hechicería y brujería descansaron sobre los sectores marginales de la sociedad (minorías o grupos segregados), es decir,

personas que por su posición se convertían en fácil carnada de la maquinaria de orden social, ya que estaban expuestos a todas las miradas y, por su papel de intermediarios, expuestos a suscitar y estar en el centro de los conflictos, por ser personas visibles y conocidas por un gran número de individuos. (Ceballos, “La inquisición” 9)

Desde luego, esta proyección, algunas veces sin el más mínimo recato o cautela, hizo más plausible que cualquier error o falta a la moral y a la religión se considerara una transgresión al orden social establecido, y que por ende se denunciara ante la autoridad inquisitorial.

De hecho, prácticas como la brujería y la hechicería estuvieron estrechamente vinculadas con habladurías y rumores, aspectos que facilitaron la construcción de “redes de comunicación en las que se manifestaban temores e incertidumbres y en las que se expresaban de forma encubierta, o se eliminaban abiertamente, los desafíos contra las estructuras de poder existentes” (Villa-Flores 253). Además, se constituyeron en elementos indispensables para dar origen y posteriormente sustentar este tipo de acusaciones, sobre todo cuando dichas ideas estaban presentes en el imaginario colectivo de la comunidad (Stewart y Strathern 6). En consecuencia, no era de extrañar que la fama que tenían las mulatas María de Salas y Juana Delgado estuviera alimentada por los rumores que iban corriendo por el puerto y que aumentaban su popularidad frente a otras practicantes.

Por otra parte, el prestigio y la vinculación con otros grupos sociales no fueron los únicos beneficios que podían obtener las mujeres de origen africano al involucrarse en estas prácticas. La retribución económica también tuvo un papel significativo al momento de ofrecer sus servicios, ya que, para un grupo desprovisto de oportunidades, con muy pocas protecciones y nulos privilegios debido a su calidad, la hechicería -y en mayores proporciones el curanderismo- les ofreció la oportunidad de obtener ganancias y así, de alguna manera, garantizar su subsistencia5.

Fue el caso de la mulata Juana Delgado quien, además de pedir los ingredientes necesarios para preparar sus remedios -como el cacao-, también solicitaba dinero, con el que seguramente se mantenía, ya que en última instancia ofreció solucionar los problemas maritales de doña Margarita “por menos de un peso”, aunque esta al final lo rechazó.

Así, al factor económico le correspondió un papel importante a la hora de ejercer estas prácticas. En tal sentido, es menester señalar que, en la mayor parte de los casos, las mujeres denunciadas pertenecieron a los sectores más bajos de la población, y posiblemente se mantenían de su ejercicio, ya que se trataba en su mayoría de mujeres solas, solteras, abandonadas o viudas, “cuya misma vulnerabilidad parecía asentarse en la falta de control marital” (Aspell 92). Por tanto, la hechicería y en general las prácticas supersticiosas se convirtieron en un medio para asegurar sus necesidades inmediatas, gracias a la reputación que alcanzaban dentro de este campo, al situarse en medio de todos aquellos quienes recurrían a ellas para solucionar sus problemas materiales y sentimentales (Sánchez 215).

Por lo antes señalado, la retribución económica pudo haber sido la mejor recompensa que les brindaba su ejercicio, sobre todo en el caso de las hechiceras. Muchas de estas mujeres ejercían tales artes por las ganancias que obtenían, además de que captaban la confianza de sus clientes, lo que se traducía en autoridad y respeto (Bristol 50). De hecho, puede establecerse que, para una buena parte de las trasgresoras, la superstición era un medio importante para garantizar su subsistencia y cubrir sus necesidades básicas6. Sin embargo, todos estos beneficios quedaban supeditados a la “buena fama” o prestigio que tuviera el hechicero o hechicera, que se construía y abonaba de acuerdo con la efectividad de sus remedios o hechizos, ya que, para los hechiceros, “su legitimidad social se acrecentaba según la fama y popularidad que gozaban en la comunidad” (Aspell 40). Como señala Godinas al referirse a las artes adivinatorias, “mientras diera resultados, aunque prohibidas por el Santo Oficio, no parecía molestar en absoluto al público novohispano de los barrios populares” (69).

Ciertamente, para un hechicero era de vital importancia persuadir al público sobre sus grandes habilidades, destrezas y poderes únicos, con los que podría resolver cualquier tipo de problema o vicisitud, por más complejo que este fuera. “Esto es justamente el rol de la magia, el mito de creer y hacer creer que podía obtenerse todo cuanto se deseara” (Aspell 100). Tal circunstancia puede observarse con mayor claridad en los curanderos, cuya buena fama y renombre se ganaba gradualmente con cada paciente atendido; es decir, la fama y el prestigio se incrementaban de acuerdo con el éxito en el tratamiento y la recuperación del enfermo y, por el contrario, se perdía con el deterioro en la salud o incluso la muerte del paciente, situación por demás perjudicial pues, aparte de la pérdida de credibilidad frente a la sociedad, podría desembocar en una engorrosa acusación ante el Santo Oficio.

En este contexto, Roselló apunta, en el caso de las curanderas, cómo este personaje se concibió y edificó de acuerdo con “la satisfacción o la insatisfacción de las experiencias sociales que se tenía de estas mujeres”. Así, “cuando las curanderas cumplían con lo que la gente esperaba de ellas adquirían reconocimiento y respeto. Cuando no lo lograban, lo más seguro es que la mirada pública las transformara en brujas o hechiceras” (237).

En el caso que nos atañe, aparentemente los remedios proporcionados por las mulatas María de Salas y Juana Delgado no dieron los resultados esperados por doña Margarita. Por lo general, las hechiceras se servían de una gran cantidad de destrezas, acompañadas de diversos objetos, rituales y oraciones supersticiosas, muchas veces con trucos y promesas desmedidas (de ahí que no surtieran efecto varias de las bebidas o alimentos preparados), valiéndose de la desesperación y las necesidades de quienes solicitaban sus servicios, a quienes ofrecían la esperanza o ilusión de conseguir aquello que deseaban (Méndez 18). Así, la confianza y la autoridad que detentaron las mulatas, en una primera instancia, se basaron en fundamentos hasta cierto punto frágiles, condición que muy probablemente dio pie a que doña Margarita decidiera denunciarlas, no solo por tratarse de una conducta prohibida, sino porque, de cierta manera, se habían valido de ella para lograr sus fines y, por tanto, transgredido el orden social establecido. Por esta razón, al final terminaría tildándolas de embusteras y engañadoras.

Lamentablemente, el expediente no brinda mayores datos relacionados con las declaraciones y la postura de las mulatas, informaciones que permitirían conocer datos importantes acerca de sus vidas, aprendizajes y creencias. De hecho, es posible que las actuaciones llevadas ante el comisario campechano nunca hubieran llegado al tribunal, pues, como sucedió con un gran número de casos registrados en otras jurisdicciones novohispanas, es factible que no se hubieran recabado suficientes testimonios para sustentar la acusación e inculparlas, o simplemente no se considerara un caso relevante que mereciera mayor atención.

Por último, puede sugerir que, en la mayor parte de los casos relacionados con la hechicería y la brujería suscitados en la Nueva España, los acusados y las acusadas acabarían confesando que carecían de los poderes que les atribuían, y que su involucramiento en este tipo de prácticas obedecía a la necesidad de sustentarse con el dinero que recibían a cambio de los conjuros, hechizos y embustes, sin olvidar que con estas prácticas al menos lograban cierta notoriedad en la comunidad, al presumirse con poderes y habilidades para conseguir cosas extraordinarias7. Así, las relaciones desafiantes y los anhelos efímeros generaban, al fin y al cabo, sentimientos y deseos fugaces de poder y esperanza, que se desvanecían en el torbellino de la sociedad colonial, donde los sectores marginales resistían clandestinamente a un entorno de “condiciones y orden extraños e impuestos” (Méndez 18).

Consideraciones finales

En los apartados que anteceden nos propusimos dar cuenta de las singulares relaciones sociales que se llegaron a edificar entre individuos de diferentes calidades, así como de las repercusiones que podían experimentar los sectores marginados, como lo fueron las mujeres de origen africano, al inmiscuirse en la ejecución de prácticas como la hechicería.

Esta recurrencia del sector femenino estuvo fuertemente vinculada a la situación de sometimiento y vulnerabilidad en la que se encontraban algunas mujeres, y que buscaron revertir por medio de su involucramiento en las prácticas mágicas. Además, estuvo anclada a la necesidad de buscar protección y seguridad; es decir, podrían ser consideradas instrumentos o recursos aprovechados por los sectores más débiles para hacer frente a las vejaciones y las duras condiciones de vida a las que eran sometidos. En consecuencia, prácticas como la hechicería y la brujería representaron una alternativa para las mujeres que por lo general estaban bajo el dominio masculino. Justo como apunta Deeds, en ocasiones “las mujeres usaron la magia para protegerse o hacerse poderosas, inclusive algunas llegaban a hacer pactos con el diablo para alcanzar el dominio o la seguridad en sus relaciones con los hombres” (30).

Por lo anterior, la recurrencia del grupo poblacional femenino en este tipo de prácticas puede interpretarse como una muestra de las carencias propias del contexto en el que se desenvolvían las mujeres, pero también de los anhelos o deseos por cambiar su destino. Estas pretensiones, debido a su condición, serían muy difíciles de concretar por medios lícitos, pues, como menciona Aspell, “la hechicería femenina canalizó gran parte del comportamiento y los valores rechazados por la cultura y la moral dominantes, por las instituciones y la estructura social imperantes en la sociedad colonial” (94).

Por otro lado, como se ha señalado, por medio de sus actividades, mulatas como Juana Delgado y María de Salas pudieron inmiscuirse en diversos sectores sociales y convivir con individuos de diferente origen, y desafiaron la estructura social dominante en busca de importantes beneficios como el respeto, el prestigio, la fama y principalmente una retribución económica.

No obstante, recorrer este camino no fue tarea fácil. Por un lado, la fama y el prestigio se acrecentaban con la ejecución de hechizos aparentemente exitosos, y se iban alimentando por medio de la oralidad, es decir, gracias a rumores, habladurías y comentarios que circulaban por villas, pueblos y ciudades. Aunque también es cierto que ello resultaba ser un arma de doble filo, pues podría llegar a desempeñar un papel determinante para conducir a las mujeres ante el Santo Oficio. Por otro lado, la retribución económica fue uno de los mayores beneficios que recibieron las ejecutantes de prácticas como la hechicería, ya que por lo general se trataba de individuos que, debido a su calidad y condiciones sociales, contaban con medios limitados para su sustento. Por esta razón, al cobrar por sus servicios, ya fuera en especie o en dinero, aseguraban por lo menos sus necesidades más básicas, es decir, su propia subsistencia.

Para finalizar, consideramos que los casos de las mulatas Juana Delgado y María de Salas ponen en evidencia la flexibilidad en la estructura social novohispana. De esta manera, las mujeres de origen africano podían obtener algo de poder y hasta autoridad sobre el grupo dominante, aunque fuese de manera fugaz o efímera. De hecho, fue esta misma flexibilidad la que pudo haber motivado las acusaciones en su contra. En cierta medida, al presentar a las mulatas como hechiceras, brujas y embusteras, doña Margarita y los testigos que depusieron en su contra confiaban en que el Santo Oficio reestableciera de algún modo las relaciones sociales y jerárquicas, así como la autoridad que se suponía debían tener como españoles sobre los demás grupos sociales.

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2Al hablar de prácticas mágicas nos referimos a una categoría amplia, que engloba un conjunto de conductas y fenómenos, entre los que se encuentran contenidos la hechicería, la brujería y las demás supersticiones. Georgina Quiñones las define como “los sistemas de pensamiento y conocimiento que proporcionan distintas formas de acercarse al mundo, comprenderlo, explicarlo e intervenir en él, porque tienden puentes de comunicación entre los hombres, la naturaleza, los dioses y los demonios. Es decir, son sistemas simbólicos coherentes que cuentan con una lógica, tienen sus mecanismos de acción, sus propias reglas y su lenguaje simbólico que se expresa en los rituales, recetas y procedimientos” (9).

3Ciertamente, mediante el aparato inquisitorial, los sectores dominantes buscaron controlar, censurar y reprimir las prácticas culturales y religiosas de grupos que pudiesen causar inestabilidad o poner en peligro el orden social establecido (Bravo 25-26).

4Aunque no se tienen datos concretos sobre el número de habitantes, el puerto de Campeche contó con una población diversa, conformada en primer lugar por los naturales, que habitaron los pueblos de indios circundantes a la villa y ayudaban en labores tanto domésticas como productivas; por otro lado, en menor número, se encontraba el grupo de origen español, dedicado principalmente al comercio. En cuanto a los africanos y sus descendientes, estos se dedicaron a múltiples tareas, desde el servicio personal hasta la construcción de baluartes y murallas defensivas. Para los primeros años del siglo XVII, los datos proporcionados por Cook y Borah estiman en 350 individuos el número total de negros libres y mulatos (79-82). De otra parte, para 1618, García Bernal propone una cifra más elevada, de aproximadamente 2 000 negros y mulatos (157).

5Estudios recientes, como el de Silva Campo, dan muestra de cómo estas mujeres, además de obtener recursos económicos del ejercicio de la hechicería y demás prácticas supersticiosas, contribuyeron de manera sustancial al desarrollo de la economía local de los barrios o pueblos donde habitaban. Por otro lado, muchos de los bienes muebles e inmuebles confiscados por el Santo Oficio a raíz de los procesos incoados, y que posteriormente eran rematados, terminarían beneficiando a personas de diversos sectores sociales, quienes lograban aumentar sus patrimonios al adquirirlos a precios bajos y, en el caso de inmuebles, en ubicaciones privilegiadas, lo cual dinamizaba la actividad económica del lugar (Silva 197-213).

6Como apunta Diego Javier Luis, para algunas mujeres dedicadas a las artes adivinatorias, el lograr convertirse en autoridades o referentes espirituales representaba, sin lugar a duda, una magnifica inversión, “pues les garantizaba su subsistencia en una sociedad cada vez más orientada hacia una economía de corte monetarista” (401).

7Véase el estudio comparativo presentado por Guerrero Galván, donde se realiza un análisis de la actividad y de los criterios juzgadores de los tribunales inquisitoriales americanos.

1Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), México; maestro y doctor en Historia por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas, Unidad Peninsular), México. En la actualidad está adscrito al Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (CEPHCIS-UNAM) en el programa de becas posdoctorales.

Recibido: 13 de Septiembre de 2022; Aprobado: 09 de Diciembre de 2022

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