1. Introducción
La ciudad de Córdoba, fundada en 1573, constituyó uno de los emplazamientos españoles más tardíos de la región del Tucumán. Su situación geográfica marcó buena parte del derrotero de sus primeras décadas: la propia elección de su ubicación, por el conquistador Geronimo Luis de Cabrera, apuntó a situar a la nueva ciudad dentro de una «cadena» de fundaciones que permitiese una comunicación segura entre el Alto Perú y el Río de la Plata para el tránsito tanto de personas como de bienes, y en particular, de la plata potosina hacia la salida atlántica. En las sucesivas décadas y superada una serie de obstáculos, se organizó la ocupación del espacio rural desde la traza urbana. La aludida situación geográfica contribuyó a que Córdoba se constituyese como punto de enlace de caminos regionales y, no obstante a contar apenas con unos 60 vecinos hacia 1622,2 el flujo de personas de distinta condición sociojurídica y procedencia fue incesante: migrantes españoles y portugueses que se desplazaban por las ciudades del virreinato, pero también esclavos que desde finales del siglo XVI fueron introducidos en la jurisdicción, sumados a la presencia de los habitantes originarios del territorio3. Los oficiales de la curación, entre muchos otros, participaron de esa dinámica y Córdoba estuvo incluida en sus itinerarios.
El presente artículo tiene por objeto de estudio parte del efecto de la circulación de los saberes médicos en una región específica del Virreinato del Perú, entre finales del siglo XVI y la primera mitad del XVII: la jurisdicción de la ciudad de Córdoba en el sur de la gobernación del Tucumán, jurisdicción que comprendía tanto a la traza como a sectores de la campaña próxima4. Para ello se abordarán distintos ámbitos de curación indagando en las personas que los recorrieron, hasta donde lo permita la documentación consultada.
La «historia de la medicina» en América en los siglos de dominio español y portugués estuvo durante largos años alejada de la agenda de los historiadores, siendo en cambio interés de médicos inquietos por historizar su propiaprofesión5 -se destaca para la Córdoba de la época el trabajo del médico y político Félix Garzón Maceda publicado a comienzos del siglo XX6-. Más recientemente, el estudio de los saberes médicos en el pasado ha recibido una renovada atención en la historiografía con trabajos que propugnan una actualización de la agenda de investigación sobre la «medicina colonial» en distintas regiones7. Estas líneas son herederas de las reflexiones elaboradas desde la clásica «historia de las ideas» hasta la más reciente historia social del conocimiento, contando con los muy significativos aportes de la historia social de la salud y la enfermedad8.
Si bien, en palabras de Peter Burke, «la historia social debe interesarse por todo aquello que en la sociedad pasa por conocimiento»9, se ha considerado imprescindible para el caso de estudio hacer una clarificación adicional en torno a los saberes médicos en cuanto tales, en la cual se presentan dos niveles de reflexión. El primero, es el de los conocimientos en general; el segundo, el de los saberes médicos, entendidos como unos entre otros tantos dentro de aquel campo. Una aproximación epistemológicamente más aperturista en el primer nivel (en la línea de la propuesta por Burke), pero restrictiva en el segundo, podría resultar perjudicial para el estudio de los efectos de la circulación de los saberes, puesto que si se redujese el saber médico exclusivamente a su circulación universitaria o erudita se echaría a perder la apertura del primer nivel produciendo como resultado la exclusión de aspectos significativos de la experiencia social. Para evitar ese error, la circulación del saber médico ha de ser concebida como un proceso multiescalar y abierto a la participación tanto de licenciados como de empíricos.
De acuerdo con Kapil Raj, estudiar la circulación de los saberes desde una perspectiva crítica implica reconstruir los contextos locales en los que tuvieron lugar los flujos particulares10. Este autor sostiene que la «propiedad circulatoria del conocimiento»11 se realiza en entornos sociohistóricos donde se reconocen tanto posibilidades como límites, es decir, donde se cumplen ciertas condiciones que favorecen y/o restringen las posibilidades de circulación12. En esa línea de reflexión, indagar en el resultado de la circulación de los saberes médicos en un ámbito como el de la Córdoba del período delimitado requiere establecer precisiones con respecto a las prácticas médicas y a los practicantes que actuaron en aquélla situación. Además, nuevamente citando a Raj, «la "circulación" sugiere un flujo más abierto» -en comparación con los enfoques tradicionales de la historia de la ciencia, o de la difusión de las ideas científicas- donde todos los involucrados en los procesos de construcción situada de los saberes tienen una cuota de agencia13.
Lasreferenciasdocumentalesalusivasaprácticasmédicas y espacios de curación han sido localizadas principalmente en procesos judiciales inéditos resguardados en el Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba -Fondo Tribunales de Justicia- y en las Actas del Cabildo local, publicadas con el nombre de Archivo Municipal de Córdoba14. El abordaje ha procurado seguir las propuestas del microanálisis histórico, entendiendo que es necesaria una «suspensión del juicio» (expresión empleada por Edoardo Grendi) para rastrear las conexiones entre fenómenos sociales a partir de una situación local dada15, considerando datos «de base»16. Esto sería especialmente provechoso a la hora de abordar temas que han sido con frecuencia presentados desde miradas de larga duración que privilegiaron la homogeneización de procesos desplegados a nivel macro, como es el caso de los enfoques tradicionales sobre el saber médico en el pasado.
Siguiendo los lineamientos antedichos, en el presente artículo se sostendrá que, en los espacios de curación distinguibles en la jurisdicción cordobesa del período delimitado, la etiología humoral hegemónica articuló conocimientos de procedencia más bien erudita con otros que formaban parte del saber-hacer de cada oficial adquiridos mediante la práctica directa, y que de tal modo, un conjunto heterogéneo de practicantes recurrió a un repertorio de saberes, que se conformó al cabo de un proceso localizado de circulación de conocimientos. Se presentará dicho conjunto en primer lugar, para pasar luego a abordar los espacios de la curación y, finalmente, el repertorio de saberes que en ellos se conformó.
2. Los practicantes del oficio17
La práctica, es decir, la «actual execucion, conforme a las reglas, de algun arte o facultad, »18 implicaba, para la persona que la llevase a cabo, el acceso a la posibilidad de construir un saber particular que incrementaba su corpus de experiencias. Si bien la disponibilidad y observación de las aludidas «reglas» era una circunstancia limitante para las posibilidades de acceder al desarrollo de alguna práctica, en la América española esto podía resultar de alguna manera atenuado: puntualmente en el caso de los oficiales de la curación, la laxitud de los controles impuesta por la vastedad de los espacios y las urgencias de las personas por obtener alguna atención a sus padecimientos, abrían diversas posibilidades a los interesados en acceder al saber-hacer de la curación. Además, el nivel de formación de los oficiales en general resulta particularmente difícil de establecer, considerando que usualmente arribaban a las distintas regiones habiendo recorrido un camino propio de adquisición de destrezas, las que pretendían desarrollar en sus nuevas residencias19. La flexibilidad constatada en las denominaciones empleadas para designar a los practicantes de la curación (barberos, cirujanos, entendidos en medicina, etc.) no contribuye a clarificar este punto.
La diferenciación entre «latinistas» y «romancistas», muy acudida en la época, aludía a dos distintos trayectos de formación20. Mientras los «romancistas» adquirían sus saberes principalmente a través de la práctica cotidiana, los «latinistas» tenían acceso a los textos clásicos -escritos en latín-. Dentro de los «romancistas» quedaba comprendido un amplio espectro de empíricos e idóneos, inferiores a los «latinistas». De esa manera, en 1598 alguien en Córdoba podía comparar a dos practicantes remarcando «la ventaxa» de uno sobre otro «como persona de çierta espiriencia y estudio y latinidad y titulos que lo confirman de todo lo qual carese» el segundo de ellos, «porque no entiende latin de donde se berifica no aver estudiado (...) la facultad de que se xata» (léase «se jacta»)21. Dentro de los practicantes identificados para la Córdoba de la época, la gran mayoría eran individuos que se presentaban como idóneos, sin haber sido examinados formalmente, y con esta idoneidad pretendieron (y en muchos casos lograron) ejercer su oficio sin impedimento alguno, siendo contratados por la élite local que no hacía distinciones entre graduados y no graduados22.
Es de suponer que ellos adquirieron sus competencias de manera análoga a los practicantes de otros oficios: en ocasiones aprendiendo de alguien que hizo las veces de su maestro y luego mejorando sus capacidades en la propia práctica cotidiana23. Así lo afirmaba el teniente de gobernador Antonio de Aguilar Vellicia en 1598, al sostener que en Córdoba «no acuden suruxanos ni medicos a cuya caussa usan y an ussado con esta necesidad algunas personas de curar enfermos (...) solo por lo que an bisto y oydo tratar a algunas personas de espiriencia»24.
Esto fue advertido por las autoridades locales en más de una ocasión. Con el cambio de siglo, el Cabildo impulsó las primeras medidas de control del ejercicio de la medicina de las que se tienen registro en la ciudad25. En marzo de 1603 los capitulares expresaban que los barberos, entre otros oficiales, actuaban «sin saber si son esaminados o no», por lo cual fijaron un plazo de ocho días para que «todos los officiales de esta ciudad» comparecieran para exhibir sus autorizaciones, o bien para ser examinados en el acto26. No obstante, el plazo establecido se cumplió sin la presentación de oficial alguno. Poco después, el 15 de noviembre de 1604, la autoridad local dejaba asentado nuevamente que varias personas curaban «de medicina y cirujia y son rrigorosos en la paga llebando mas cantidad de la que se les debiera dar cuando fuesen graduados de medicos»27.
Para otra aproximación hacia las modulaciones particulares con las cuales se pensaba el proceso de formación en el oficio médico, puede ser de utilidad la referencia a una convocatoria realizada por el Cabildo de Córdoba en 1669. A pesar de que tal fecha excede el marco temporal delimitado, es relevante detenerse en este episodio, pues en él puede apreciarse el uso de dos categorías que refieren a la formación de los oficiales vinculados a la restauración de la salud en la época. En esa oportunidad, el Cabildo convocó a dos personas que practicaban la medicina en la ciudad: Juan Fernández de León y Juan Roman Picolomi. Ambos fueron interpelados por el Cabildo acerca de sus capacidades en los siguientes términos: «que cada uno dijese como sabe curar si es de siensia o speriensia»28. Esta escisión era menos tajante de lo que podía parecer, puesto que Fernandez de Leon sorteó la interpelación afirmando que «el curar es de siensia y esperiensia porque bino de la ciudad de Spaña (¡sic!) con el arte de curar en un navio con todas las midisinas que es publico trajo a esta ciudad (...) y saber leer y escribir y tener libros de medicina»29. Esta persona no explicitó ser licenciada en medicina; es probable que no lo haya sido; sin embargo, al estar alfabetizado y poseer libros y medicamentos pudo elaborar un argumento en su favor en el marco y en los términos que el cuerpo capitular estaba planteando, reuniendo «siensia» y «esperiencia» en un único camino de formación como oficial. Ello sugiere el carácter híbrido del proceso de formación de los cirujanos y barberos. Lo que podría aparecer como una transgresión entre ciencia y experiencia se reveló en el caso de Fernández de Leon como una mera continuidad en su trayectoria de formación.
Este conjunto de oficiales, en su mayoría carentes de formación universitaria, desarrolló sus tareas dentro de la traza de la ciudad en una serie de espacios entre los cuales se distinguían las tiendas, las casas de morada de los vecinos y el único hospital local. Fuera de la traza, en la zona de campaña también se registró su actuación en circunstancias puntuales.
3. Los espacios de la curación
En general, los oficiales de distintos ramos establecían sus tiendas en torno a la Plaza Mayor30. En octubre de 1598, el gobernador Pedro de Mercado de Peñalosa manifestó que en la ciudad había escasos oficiales, y por ello ordenó que todos los de «qualesquier oficio que sean (...) estén y asistan en esta ciudad con tienda pública de sus oficios tiempo de un año y no salgan de esta ciudad»31, pues muchos de ellos solo pasaban por Córdoba de camino hacia otras regiones.
Podían instalar su tienda en su propia morada, en caso de que tuvieran una, o bien recurrir al arrendamiento de una habitación de la vivienda de algún vecino que diera a la calle, como en el caso del barbero Antonio Rodríguez quien en el año 1633 adeudaba a Hernando Tinoco una suma de 80 pesos por el alquiler de una de las nueve tiendas que este vecino tenía32. Por su parte, Martín de Fonseca instaló su tienda en una parte de su propia casa33. Cuando en 1604 se le imponían ciertas limitaciones a este último barbero, se explicitaba que trabajaba «en su tienda», donde recibía tanto a españoles como a indios. En la misma oportunidad se hablaba de «muchas» personas que curaban en la ciudad sin ningún reparo ni control, generando una situación caótica que el ayuntamiento intentaba solucionar. Como parte de ese intento, se fijaban montos máximos permitidos de cobro: «de sangrar un español y hazerle la barba en su casa medio peso y de sangrar un yndio o mestizo o esclabo o hazer barba en su tienda dos rreales»34. Esto sugiere que las tiendas eran espacios en los cuales tenían lugar tanto las prácticas médicas como la barbería propiamente dicha, a diferencia de los espacios domésticos donde se atendía más específicamente a la curación; sin embargo, no existía diferenciación reconocida entre esta y el ámbito de la estética como esferas autónomas de saberes35, sino que solamente se producía una separación espacial en virtud de la cual cuando la persona tenía la posibilidad de acercarse a la tienda del barbero para que este la atendiera así lo hacía. Cabe también remarcar que la disposición del Cabildo, más que establecer un lineamiento futuro, convalidaba hechos que se producían de antemano sin su intervención.
Los vecinos de mejor posición podían contratar a una persona para que se ocupase de la atención de la familia por un tiempo prefijado, por ejemplo, el caso del mencionado Fonseca, quien entre 1616 y 1619 se concertó con García de Vera Mujica para curar a las personas de su casa durante todo ese lapso por una suma total de 51 pesos36. La élite local acudía a estos oficiales también para la atención de las enfermedades de sus indios de servicio, como se expresó en 1598, al afirmarse respecto de los de la casa de Pablo de Guzmán que «viene aquí a curarlas el médico»37. Además, existen indicios que sugieren que algunos vecinos se valían de los servicios de cirujanos o barberos que residían en sus propias viviendas38.
Por otra parte, el único hospital existente en la ciudad durante el período fue el denominado Hospital de Santa Eulalia. El 7 de diciembre de 1573, apenas cinco meses y un día después de la fundación de Córdoba, Gerónimo Luis de Cabrera se refirió al hospital como una entidad nominalmente existente cuando asignó «para el ospital desta dicha [ciu]dad de Cordova de la advocaçion de Santa Eulalla otro [ped]aco de tierra» de 700 por 2000 pies39. A partir de 1576 se nombró anualmente un encargado con el título de «mayordomo» para su administración.
La primera referencia a un lugar físico aparece en octubre de 1588 al fallecer el regidor Francisco Blasques, habiendo éste expresado su voluntad de legar su vivienda al Cabildo para que en ella funcionase el hospital de la ciudad. Las condiciones del lugar eran muy precarias y, posiblemente por estas razones, el 8 de abril de 1616 el Cabildo decidió arrendar una edificación para su funcionamiento40. Empero, dos años después se retornó al edificio original, pues el arrendado «se llovia»41. Tal precariedad se extendería en el tiempo. Simón Duarte expresaba en su testamento, redactado en 1620 mientras convalecía en el lugar, que su voluntad era que la cama «en que ahora estoy, que es una cuja de poco valor (...) se quede en este Hospital», de lo cual se entiende que Duarte había llevado su propia cama: todo un indicio de las precarias condiciones de existencia de la institución42.
A partir de 1613 existió la iniciativa de convocar a la ciudad a religiosos de la orden de San Juan de Dios, para que se ocupasen de la administración y atención del establecimiento43. En 1618 dicha orden recibió la autorización del gobernador y del obispo del Tucumán para fundar un nuevo establecimiento de atención de la salud en Córdoba44. El primer escollo surgió cuando desde la sede potosina de la orden se informó que la práctica era que estos sacerdotes se hicieran cargo como «señores ausolutos de las rrentas y hazienda del dicho ospital sin estar sujetos a dar quenta alguna dellos», potestad que el Cabildo guardaba para sí45. El segundo fue la falta de recursos, puesto que «la hazienda que tiene oy el ospital de Santa Olalla no es suficiente para hazer fundacion»46. De tal manera que esa iniciativa quedó frustrada.
No obstante, el hospital siguió funcionando dentro de sus posibilidades. Así, en septiembre de 1623 Manuel Barbosa actuando como «medico del ospital desta ciudad» se presentó ante el alcalde ordinario Phelipe de Soria en el marco de un proceso judicial que había desembocado en la incautación de ocho barriles de almendras dulces de Castilla por parte de dicha autoridad. En la oportunidad Barbosa expuso que «en el dicho ospital ay muchos enfermos españoles [e] yndios» y que «no ay con que se les pueda hazer un refriguerio de almendradas»47. Barbosa señaló que «las an mucho menester» por los «beneficios i medicamentos que se suelen hazer con ellas»48.
Varios años después, en 1635, en una descripción circunstancial se consignaron algunos detalles acerca del edificio y sus condiciones de funcionamiento, tales como la disponibilidad de esclavos para el servicio del hospital y la existencia de una cocina y una «enfermería», de la que no se tienen más precisiones. Aunque no se mencionó la presencia de algún licenciado, barbero o cirujano dedicado a su atención, es de suponer que el lugar funcionaba de alguna manera y continuaba recibiendo personas. En 1645 se ordenó al mayordomo Luis de Abreu de Albornoz la provisión de camas limpias y se le reiteraba el pedido de la rendición de las cuentas del hospital49. Este episodio refleja de qué manera los mayordomos cumplían pobremente su rol, situación que era advertida por los cabildantes, aunque sin establecer ninguna sanción para el administrador.
Así, el hospital llegó a mediados del siglo XVII siendo en gran medida una promesa incumplida, con condiciones muy precarias de funcionamiento que iban desde el mal estado edilicio hasta la carencia de mobiliario básico para la atención de los enfermos. En tanto, a los barberos y a los licenciados contratados por el Cabildo se les impusieron reiteradamente exigencias que los obligaban a aportar sus propios recursos: atendiendo sin cobrar o aportando ellos mismos la materia prima de los medicamentos y preparados50. Esto último se vincula directamente con el discurso capitular que postulaba como beneficiarios de la atención -pretendidos o efectivos- a los «pobres», colectivo anónimo que apareció de manera reiterada en las actas referidas a la administración del hospital. Dicho colectivo fue presentado invariablemente ocupando un rol pasivo, como supuesto beneficiario de ciertas medidas impuestas por la autoridad local en general, y en particular en el caso de acciones tendientes a controlar el mundo de la curación. Puede apreciarse hasta qué punto estas alusiones quedaban meramente en el terreno de lo aparente a partir del acta del 2 de enero de 1588: en ella se hablaba de dar de comer a los pobres que llegaran al hospital apenas un renglón después de haber indicado que ni siquiera se disponía de un edificio que albergase a la institución51. Las reiteradas referencias a los «pobres enfermos» terminaban por figurarlos como si fueran una sola y la misma cosa, por caso en marzo de 1590 cuando el teniente de gobernador disponía que se repartiesen dieciocho carneros propiedad del hospital «entre pobres y necesitados y enfermos que obiere en esta dicha ciudad»52.
En 1616 el Cabildo definió de manera explícita a los destinatarios de la atención del hospital: «todo jenero de españoles varones y mugeres pobres de solenydad enfermos» con «licencia por scrito de anbos alcaldes hordinarios o qualquier destos», y también «todo jenero de yndios del serbizio de las casas de los bezinos y moradores de la ciudad» a cambio de cuatro pesos de limosna que debía pagar quien estuviese a cargo de esos indios. Los indios forasteros serían curados gratuitamente, «de balde». También se estipulaba que los españoles e indios forasteros que murieran en el hospital «los an de enterrar de pobres de balde como hasta aqui se a acostumbrado»53. Las personas que llegaban al hospital eran, entonces, estos individuos que no disponían de una red de contención de lazos sociales mínima y que no gozaban de la posibilidad de acudir a la atención de un médico en sus aposentos, posadas o casas de morada.
También acudían al hospital los estantes o residentes de otra ciudad que circunstancialmente se encontraban en Córdoba, como el vecino porteño Juan Guerrero quien falleció el 5 de febrero de 1627 en el hospital54. En todos los casos se trataba de personas de pocos o ningunos lazos en la ciudad, de las cuales podría decirse que se encontraban pobremente integradas en razón de diferentes circunstancias, en tanto los vecinos de mejor posición acudían a los otros ámbitos ya referidos.
4. El repertorio de saberes
Giovanni Levi se ha detenido a analizar las interpretaciones que se formulan acerca de cuestiones de salud y enfermedad en el pasado desde las situaciones de las sociedades contemporáneas, afirmando acertadamente que ellas «tienden a proponer una visión evolucionista (...) insensible al problema de una percepción diferente y no lineal»55. Ante semejante panorama, Levi propone una distinción analítica entre las etiologías naturalistas y personalistas, para proceder luego a la articulación de ambas en el momento de la elaboración de explicaciones históricas. Las etiologías naturalistas se caracterizan por explicar la aparición de las enfermedades en función de la alteración de un equilibrio natural interno al propio cuerpo. En cambio, las personalistas las imputan a la acción de mecanismos externos que agreden a la persona, ya sean estos naturales o sobrenaturales (en particular, divinos). En este último caso, la agresión externa al cuerpo es interpretada como intencional y las más de las veces como un castigo a las acciones humanas.
En la práctica no cabe hablar de una sucesión cronológica entre las etiologías, sino que ambas coexisten -incluso en el presente- contribuyendo a la elaboración de diversas interpretaciones en distintos momentos históricos acerca del origen de los padecimientos del cuerpo. De acuerdo con Levi, «es la ampliación y la reducción del abanico de causas reconocidas como posibles generadoras de la enfermedad la que produce la actitud de los hombres hacia la posibilidad de intervención y de curación»56 y, por lo mismo, también marca el grado de confianza que una persona puede llegar a tener para con un practicante de los saberes médicos.
Los saberes que contribuían al desarrollo de prácticas curativas de los cuerpos en el Antiguo Régimen hispanoamericano eran sumamente heterogéneos. Muy lejos aún de la consolidación del monopolio del saber por parte de la medicina científica57, coexistieron los conocimientos de los médicos graduados o titulados con la religión, la hechicería, el saber doméstico y un sinfín de creencias en el poder de lo sobrenatural58. Al respecto, no puede ignorarse el aporte de saberes de las comunidades originarias de América59.
Los mismos conocimientos podían llegar al practicante por vías diversas: la observación y el aprendizaje a partir de un maestro experimentado, las más de las veces -tal como reparaban las autoridades locales-, pero también a través de la lectura de libros de medicina, presentes por ejemplo en la biblioteca del vecino Manuel de Fonseca Contreras60, o en las manos del cirujano Bernardo Gomes de Vera, residente en Córdoba durante varios años61. Estas procedencias, potencialmente conflictivas entre sí, debido a la convivencia y/o el solapamiento de diferentes preceptos, reconocieron un elemento articulador: la llamada teoría humoral, formulada por tratadistas de la Antigüedad (Hipócrates, y en particular Galeno)62. Esta conformaba una particular etiología naturalista que postulaba la existencia de cuatro sustancias en el interior de los cuerpos, llamadas humores: la bilis negra, la bilis amarilla, la flema y la sangre63. La alteración del equilibrio normal entre dichas sustancias era entendida como el origen de las enfermedades. En el caso de Córdoba, más que a una distinción clara entre esas cuatro sustancias, las alusiones referían a la sangre, por un lado, y a «los humores» como un conjunto difuso, por el otro64.
Esta concepción daba base a las prácticas médicas más frecuentes por entonces en la jurisdicción: las sangrías, es decir, las incisiones sobre alguna vena para la extracción de cierta cantidad de sangre, y las ventosas, la colocación de vasos calientes sobre alguna parte del cuerpo en el entendimiento de que ello podía «atraher con violencia los humores á lo exterior»65, las cuales podían ser secas (sin producir heridas) o sajadas -también dicho sarjadas- (cuando sí las producían). Las referencias documentales halladas para el caso de Córdoba evidencian la presencia dominante de esta teoría en la conformación del repertorio disponible de conocimientos. En una carta de pago expedida por un barbero en 1615 se especificaba que trató a los tres hijos de Juana de Bustamante, a raíz de una postema66, de heridas en una mano y de llagas en la garganta, respectivamente. Acudió en todos los casos a la realización de sangrías, recibiendo por su labor un total de 16 pesos67. Las sangrías no sólo tenían una función restauradora de la salud, sino que también eran consideradas como preventivas de las enfermedades, al anticiparse a algún posible desequilibrio de los humores. La extracción o evacuación pretendidamente perentoria de los males que podría tener el cuerpo en su interior era una práctica harto difundida; este entendimiento también justificaba la frecuente prescripción de purgas68.
En algunas ocasiones incluso la referencia a «sangrías y ventosas» pasaba por sinécdoque de las prácticas médicas en su conjunto. Por ejemplo, en 1643 se requería que «declare Juan Pereira cirujano y barbero las sangrias y bentosas que echo y hiço (sic)»69; ese mismo año Antonio Nuñes Castaño cobraba seis pesos por la realización de «sangrias e ventosas» sin otra referencia alguna a las prácticas realizadas ni empleando una denominación general para el oficio (no se señalaba como barbero ni como cirujano)70; y en 1650 Juan de los Santos de Acevedo era contratado por el Cabildo para «acudir a todo lo que se ofreciere a dicho Hospital: sangrar y echar ventosas»71.
El conjunto de saberes puede además ser apreciado con un repaso por los artefactos del oficio, puesto que éstos también fueron partícipes de la construcción del conocimiento72. Los artefactos73 empleados fueron enumerados en los testamentos disponibles de cirujanos o barberos y, en ocasiones, en algunas rendiciones de gastos realizados en las curaciones. En el testamento de Juan Martin, de septiembre de 1578, se refirió que este cirujano poseía «un estuche de plata con sus heramientas nabaxa y piedra de barvero»74. Esta descripción fue ampliada al fallecer Martin y realizarse el inventario de sus bienes, cuando el contenido del estuche fue precisado: «dos l[an]çetas una pinça y un escarvador y una planchilla y un escarnador de muelas y una piedra pequeñita de amolar»75. En tanto, el barbero Pedro Fernández Salazar, en su testamento de 1624, declaraba poseer «tres navaxas y dos tijeras y un espexo», «otras tijeras y un peyne de tortuga», «nueve lancetas y herramientas de sacar muelas y una bazia»76.
En el conjunto de artefactos empleados coexistían los destinados tanto a las labores de la barbería como de la cirugía. Las lancetas eran unos instrumentos afilados de acero de forma delgada que se utilizaban para realizar sangrías77, que aparecían en las enumeraciones junto a los peines y tijeras. En el caso de Pedro Fernández Salazar, se aprecia en la misma enumeración la sucesión de un instrumento para sacar sangre, de otros para extraer muelas y de uno propio de la barbería. Dentro de este conjunto de artefactos, la mayoría puede agruparse en torno a dos prácticas. Mientras el escarnador, las lancetas y las pinzas remiten a la acción de sacar (una muela, la sangre), las tijeras, navajas y piedras para afilar remiten a su vez a la acción de cortar (la piel, la barba). El artefacto remite a la acción, en este caso, a la práctica médica en sí. A su vez, el conjunto de prácticas así figurado conformaba un repertorio de aplicaciones de ciertos saberes.
Dos casos, de 1598 y de 1643, ilustrarán esa dinámica entre artefactos, prácticas y saberes. En 1598, el barbero Jironimo de Miranda anticipaba que cuando se contratase eventualmente a cierto médico «lo primero que abia de mandar el dicho llicençiado era que sangrase»78, dando por seguro que esa sería la primera acción indicada, aunque también narraba cómo luego ese médico procedió, además de tomar el pulso a los enfermos, a recoger su orina en una basinilla e indicar la preparación y administración de «lamedores», es decir, una suerte de jarabe espeso elaborado con agua y azúcar que debía ingerirse a lamidas79.
En tanto, a comienzos de 1643 el «chirurgiano» Francisco Lopes rendía cuenta de los gastos realizados en las curaciones de Baltazar de Amorin Barboza y sus esclavos, quienes padecían «callenturas malignas»80. En esa oportunidad dicho cirujano les administró purgas, jarabes, ayudas y sudores81. Además, les indicó la preparación de alimentos específicos («comidas covinientes») tales como almendradas, mazamorras y carne de carnero. El cuidado en la variedad y selección de los alimentos, administrados con moderación, era considerado positivo para la salud82.
Las dos situaciones reseñadas permiten avizorar que, además de las prácticas circunscriptas a «sacar» y «cortar» se encontraban aplicaciones de ciertos saberes circulantes que estuvieron disponibles tanto para un licenciado como para un no licenciado: el primero, más enfocado en la recuperación de antiguos preceptos, tales como la toma del pulso y la recolección de la orina, mientras que el segundo, centrado en la elaboración de preparados caseros y la administración de alimentos ponderados por sus potenciales curativos.
En una zona de la campaña cordobesa, el pueblo de Quilpo, en 1597 se dejaba asentada la compra de distintos productos (cardenillo, albayalde, solimán) cuyo costo ascendió en total a 24 pesos, «para curar los indios enfermos e indias» víctimas del sarampión83. En este caso se trataba respectivamente de derivados del cobre, del plomo y del azogue (nombre que también recibía el mercurio), que podían emplearse para la elaboración de líquidos para lavar el rostro y las manos84. Al año siguiente, al parecer en Quilpo el ángulo de la terapéutica había cambiado. Prevaleció la administración de alimentos a los enfermos, y así lo atestiguaron los gastos de 1598: azúcar, diacitrón85, alfeñiques86, azafrán «para los ojos» y vinagre «para gargarismos»87. Nuevamente se aprecia la conformación de un cuerpo de saberes heterogéneo, donde cierta alimentación recomendada y un conjunto de preparados de llamativos ingredientes ocupaban un lugar importante.
Un panorama del conjunto de preparados que se utilizaban y recomendaban por sus potenciales curativos fue brindado por el Cabildo cordobés a comienzos de 1619. Por entonces las autoridades habían depositado grandes expectativas en el arribo a la ciudad de sacerdotes de la orden de San Juan de Dios en calidad de administradores del hospital, proyecto que no llegó a concretarse. Expresión inequívoca de esas expectativas fue el dictado apresurado de un conjunto de disposiciones y declaraciones de intenciones respecto al desenvolvimiento de dicha institución en manos de sus esperados nuevos administradores. Una de ellas indicaba que estos sacerdotes deberían asumir la «obligation (...) de tener hordinariamente botillerias de todas medizinas de purgas xarabes enplastos ynguentes (sic) y todo lo necesario para curar los dichos pobres y açucar y conservas y otras cosas necesarias para los enfermos»88. No era extraño que esos «emplastos» o «ungüentos» fueran elaborados a partir de una gran diversidad de insumos, que podían ir desde la grasa animal o el estiércol hasta derivados de minerales como el plomo o el mercurio89. Ello sumado a la preparación de ciertas comidas remite, en principio, a un tipo de saber que tenía menos que ver con los claustros universitarios que con el ámbito doméstico (e incluso, tal vez, con el saber de los nativos americanos, aunque no se han hallado evidencias documentales al respecto para el caso de estudio).
Lo antedicho parece sugerir que en la región de Córdoba se estaba produciendo un cambio al nivel de los regímenes alimentarios recomendados (pautas generales de administración de alimentos para el cuidado y restauración de la salud, tal como los caracteriza Georges Vigarello) que asumía la forma de una convivencia entre distintos sabores. Mientras entre los siglos XIII y XV en Europa se practicaba el consumo de alimentos condimentados con especias que les brindaran sabores fuertes, en América la difusión del azúcar, a partir de la conquista, contribuyó a que los sabores suaves y dulces ganaran en importancia, hasta eventualmente convertirse en ejes de un nuevo régimen alimentario, como se aprecia en el caso cordobés. Muy diversos jarabes azucarados y compotas eran preparados de manera doméstica, consumidos y recomendados primero en tierras americanas, para llegar a ser a lo largo del siglo XVII muy apreciados por las élites europeas, incluso como signo de prestigio social90.
Además de la importante presencia de la teoría humoral y del recurso a ciertos alimentos puede apreciarse la alusión a factores medioambientales como parte de las interpretaciones más generalizadas sobre las causas de las enfermedades. El sacerdote Lizarraga en 1605 decía que «el viento Norte en todas estas partes, en Tucumán y Chile, es pestilencial, porque como es de su natural muy frio, en corriendo son estas enfermedades con nosotros», en tanto que los testigos de un pleito de 1598 insistían en el clima frío de la ciudad, como factor decisivo en los padecimientos de unos esclavos enfermos91. Aunque ocupaban un papel secundario frente a las explicaciones que presentaban a la enfermedad individual y a la «peste» generalizada como castigo a los pecados92, factores como los arriba señalados también eran considerados. En efecto, la medicina escolástica reconocía dentro de las explicaciones de los padecimientos además de los «afectos del alma» a otros factores tales como el aire, la alimentación, la fatiga o el sueño93. Así en 1616 el procurador general del Cabildo, Alonso de la Camara, lamentaba la deficiente provisión de agua a la ciudad por ser «de grande perjuicio para sanos y enfermos por que en todas las mas enfermedades son nezesarias legunbres que faltan faltando el agua»94. En la misma oportunidad de la Camara sostenía que la falta del líquido elemento podía redundar en una mala higiene de las casas de morada de los vecinos, que podría llegar a resentir su salud95.
El conjunto de situaciones aludidas lleva a apreciar que con el dominio de cierto repertorio de prácticas y de saberes que circulaban de manera informal una persona podía actuar como oficial de la medicina, con independencia de su trayecto de formación y de las limitaciones de sus conocimientos. En América se asistió de esa manera a una reactualización de la pugna que estaba ocurriendo en Europa entre los cirujanos y los barberos, cuyos campos de competencia convivieron de manera conflictiva aproximadamente entre los siglos XVI y XVIII96. Esta convivencia se evidenciaba en una serie de circunstancias. En primer lugar, tanto los barberos como los cirujanos perseguían un mismo objetivo: la restauración de la salud de los cuerpos; en segundo lugar, ambos desarrollaban las mismas prácticas; y en tercer lugar, compartían -en palabras de Christelle Rabier- «un discurso común que reposaba en el uso de instrumentos de alta tecnología y en la teoría humoral»97. A partir de estas coincidencias, acercamientos y proximidades podía darse el fenómeno en América, aludido por James Lockhart, de que incluso un no licenciado lograra «pasar por profesional»98, dado que compartían un mismo plano de prácticas y saberes circulantes, y los controles se implementaban de manera muy dispar.
Paralelamente a la práctica de estos oficiales existía un ámbito de medicina doméstica99, tanto urbana como rural, en que se conocía un tipo de saber médico muy ligado a la administración de ciertos alimentos tenidos por curativos. Se trataba, en suma, de saberes de procedencias heterogéneas que se correspondían con distintas escalas de lo social: así, un régimen alimentario particular podía ser evocado tanto al nivel doméstico como en la recomendación de algún tratado erudito de medicina100.
5. Palabras finales
A lo largo de los apartados precedentes se ha intentado abarcar un «plural mundo saturado de prácticas»101 en su especificidad, con diferentes senderos seguidos por la curación y sus practicantes, además de sus encuentros en torno a espacios y terapéuticas comunes. La reconstrucción de los efectos de la circulación del saber médico al micronivel de las personas y de los espacios constituyó una opción adoptada al efecto de evitar visiones demasiado evolucionistas y abstraídas de las realidades locales, lo cual a su vez implicó apartarse de las nociones según las cuales los de la época eran suertes de «pseudo-médicos» o «infra-médicos». Tal valoración solo surge al considerarlos exclusivamente como los antecesores necesarios de la ciencia médica moderna y del médico profesional de las sociedades contemporáneas (lo cual, se aclara, es muy distinto a prestar atención a las jerarquías reconocidas en el período histórico estudiado, por ejemplo la diferencia entre «latinistas» y «romancistas», o entre «licenciados» y «cirujanos» o «barberos»). De igual manera, los saberes de la época tampoco deberían resultar necesariamente «inauténticos» o «ilegítimos», tacha que se colige de una operación analítica análoga a la recién descrita: su comparación anacrónica con la medicina de siglos posteriores.
La recopilación de las informaciones «de base»102 ha permitido indagar en los saberes médicos en el caso cordobés del período sin someter su caracterización al juicio de un marco de larga duración que les reste su significatividad propia. De tal manera, pudo constatarse que la curación se insertaba en un entorno abierto a múltiples experiencias en el marco de la sociedad estudiada, que rebasaban los intentos de control emanados del Cabildo local, en una dinámica que terminaba acercando los cirujanos a los barberos y viceversa, y a los licenciados a todos ellos, quienes coincidían y se alternaban en una serie de espacios.
La atención en el hospital, cuando este contaba con posibilidades reales de funcionamiento, quedaba reservada a las personas de menores recursos, en tanto los más pudientes tenían la opción de recibir atención en sus propias casas. Las tiendas, el hospital y las casas de morada constituían espacios diferenciados, a los cuales los habitantes de la ciudad accedían en función de sus recursos económicos y relacionales pero que en conjunto lograban abarcar, en principio, a toda la comunidad incluyendo además a los indios de servicio, y también a los forasteros. Es de suponer que esos espacios se complementaron entre sí, particularmente en coyunturas críticas tales como las epidemias o «pestilencias».
El mismo oficial podía aparecer contratado por el hospital, atendiendo su propia tienda y/o actuando contratado por alguna familia de forma particular, como fue el caso de Martín de Fonseca, quien actuó en los tres ámbitos103. Los saberes médicos podían entonces fluir entre esos espacios, encarnándose en las mismas personas. Esto conduce al problema del ámbito doméstico como escenario de prácticas médicas, ámbito que ha sido clásicamente abordado como residual, extraordinario o excepcional, cuando los datos sugieren todo lo contrario: su centralidad en la localización, transmisión y puesta en práctica de los saberes de la curación.
En suma, en Córdoba y su jurisdicción durante el período considerado el carácter multiescalar de la circulación de los saberes médicos se manifestó en la conformación de un repertorio de conocimientos, donde la teoría humoral organizó la coexistencia de principios de origen erudito con un régimen alimentario doméstico, atento a las circunstancias de una ciudad distante de los puntos núcleo del Virreinato, de reciente establecimiento y en pleno proceso de consolidación.