Introducción
En su célebre trabajo Los patios interiores de la democracia, Norbert Lechner supo afirmar que si la revolución fue el eje articulador de la discusión intelectual en América Latina en la década del "60, en los años "80 el tema central fue la democracia1. Esta afirmación sirvió de base a trabajos que pretendieron profundizar sobre el tránsito de la revolución a la democracia e inspiraron nuestras propias reflexiones2. Siguiendo a Lechner, nuestro interés está puesto en explorar los debates que dieron forma a ese tránsito y que moldearon lo que en otros trabajos se ha denominado el lenguaje político de los años ochenta del siglo XX en América Latina y especialmente en el Cono Sur3.
En este sentido, se pretende comprender los años de la transición como contextos de debates y laboratorios de ideas en los que varios sentidos de la democracia estuvieron en disputa y lograron estabilizarse -de modos precarios y contingentes atravesados por la temporalidad- en el lenguaje político de esos años. Como sostiene Elias Palti, el lenguaje político no es un conjunto de ideas o conceptos, y por ello no basta con analizar los cambios en los sentidos de las categorías, sino que, al ser un modo de producir esas ideas y conceptos, es necesario «penetrar la lógica de las articulaciones»4. Es así que entender los debates de los años ochenta como un lenguaje político permite trascender los discursos para adentrarse en las lógicas argumentales que los hacen posibles. Si seguimos su argumento y convenimos que «los lenguajes políticos son formaciones conceptuales plenamente históricas, absolutamente contingentes y singulares»5, podemos afirmar la relevancia de explorar el discurso político ideológico de la transición con esta perspectiva.
Para adentrarnos en la lógica de las articulaciones es que asumimos una propuesta que se centra en el carácter discutible, contingente y precario de todo discurso y que lleve a interrogar por el suelo discursivo que posibilita y restringe lo que puede ser pensado y dicho en una época determinada. De este modo es posible dar cuenta de los cambios que operaron en las formaciones discursivas y que hicieron que los actores asumieran determinadas ideas como estructuradoras de sentido y no otras.
Bajo estas premisas, en estas páginas se analiza el debate intelectual en torno a la transición a la democracia en Uruguay entre 1980 y 1989. En un primer momento se presta especial atención al modo en el que el proceso de redemocratización fue caracterizado por políticos, intelectuales y académicos, y que lecturas recurrentes y hegemónicas, desde la historia y la ciencia política, se instalaron en esos años. En segundo lugar, se explora sobre qué tipo de entramados de sentidos e imaginarios se estructuró. Por último, se plantea una mirada crítica que pretende problematizar las implicancias de esta interpretación y ofrecer pistas para futuros trabajos.
Adelantando un poco el argumento, la democracia normativa o institucional se impuso como modelo deseable en el Uruguay de los ochenta y tendió a construir a la «democracia por venir» como una democracia que, haciendo gala de la tradición institucionalista y de la excepcionalidad del país, se retrotraía al pasado. En esos modelos, apostando a una mirada continuista, el futuro posdictatorial se replegó sobre un pasado conocido y predecible. Nos interesa cuestionar esta mirada y desnaturalizar el encadenamiento automático entre pasado, presente y futuro que esta perspectiva supone. Creemos que la misma, más allá de sus aciertos o errores, al paso que refuerza el carácter excepcional del Uruguay, genera problemas para comprender y pensar el cambio, la contingencia y la indeterminabilidad -entendidos como características inherentes de las democracias de la transición-y no permite conectar esta experiencia con las de Argentina o Chile desde una mirada que no sea normativa o ideal. Así se busca revisitar los años de la vuelta a la democracia en Uruguay con nuevas preguntas, que puedan iluminar aristas poco exploradas del proceso, a la vez que poner en diálogo la experiencia uruguaya con las transiciones de la región en clave de circulación e intercambio de ideas e intelectuales.
1. La transición democrática uruguaya
La literatura de los años ochenta tendió a fechar el proceso de transición a la democracia en Uruguay, entre el triunfo del NO en el plebiscito de 1980 y el triunfo del voto amarillo, que consagró la ley de caducidad en el plebiscito de 19896. Algunas perspectivas, como la de Gerardo Caetano y José Rilla identificaron el inicio del proceso de transición con las elecciones de 1984 y se refirieron al período anterior como «dictadura transicional»7. Más allá de estos matices, la misma fue caracterizada como una transición «pactada» en la que los acuerdos, negociaciones y concertaciones construyeron el camino de la democratización8. Entre los pactos del Uruguay de los ochenta pueden mencionarse: el acuerdo denominado la Convergencia Democrática en 19809 -entre actores opositores a la dictadura-, el pacto del Parque Hotel en abril de 1983 y el Pacto del Club Naval10, entre representantes partidarios y militares, o las concertaciones como la CONAPRO11, entre distintos sectores de la sociedad.
Lo interesante es apuntar que académicos y políticos, incluida la izquierda, afirmaron que esta «predisposición negociadora por parte de todos los actores era la única garantía de un tránsito pacífico a la democracia»12; y también que esa misma actitud de consenso sobre el pacto, se legitimaba en la tradición democrática uruguaya.
Por poner algunos ejemplos, para Rilla el plebiscito de 1980 permitió corroborar que la tradicional práctica de dirimir los conflictos en las urnas se actualizaba también y paradójicamente en el régimen militar. Engarzando este hecho a la tradición uruguaya, que hundía sus raíces en el pasado y ponía en el centro la legitimidad electoral, afirmaba que los militares no solo eligieron las urnas para medir su proyecto fundacional sino que acataron los resultados13. Para Caetano ese plebiscito «ratificó la vigencia de un viejo principio en la cultura política de los uruguayos: la de que los pleitos fundamentales debían dirimirse en las urnas»14. Con respecto a la izquierda y su revalorización del acuerdo, Rodney Arismendi, desde los editoriales de la revista Estudios del Partido Comunista, afirmaba que «el pluralismo forma parte de las mejores tradiciones de la vida uruguaya» y que el pueblo uruguayo era «fiel a su historia democrática, a las ideas artiguistas»15. En estudios más recientes Jaime Yaffé y Adolfo Garcé sostuvieron que el propio Frente Amplio, después del plebiscito, cambió su discurso combativo y logró instalar, a pesar de algunos cuestionamientos, una posición negociadora y concertacionista que lo legitimó como interlocutor válido en las conversaciones secretas, que se conocieron como el Pacto del Club Naval y que se convirtieron en la antesala de la recuperación democrática16.
Ahora bien, con el retorno a la institucionalidad democrática, dos argumentos se impusieron en el debate político-intelectual. Por un lado, el de la democracia como la identidad nacional uruguaya, es decir la idea de que el origen de la «uruguayanidad» era indisociable al de la democracia. Y por el otro, la idea de que el sistema de partidos, era el único garante de la misma. En lo que sigue, desarrollaremos estos argumentos.
El flamante Presidente Julio María Sanguinetti dijo en el Parlamento al asumir:
[...] para nosotros los Uruguayos la democracia es una verdad de destino, es un destino irrenunciable, es algo que se asume o no se asume y que si no se asume es el riesgo de la falsificación, y si se asume es el único modo de poder decir que se es ciudadano de esta República, de esta República que antes de ser un estado que antes de tener una frontera, que antes de tener un pabellón nacional, ya era una democracia. (...) Para nosotros la democracia entonces, no es un sistema político, es nuestro país mismo, es nuestra razón de ser, es nuestra filosofía de vida, es nuestra razón de existir, es el sentido de nuestra lucha y a ella volcaremos todo nuestro esfuerzo. [...]17.
Sanguinetti hacía propia esta apuesta al «futuro pasado» que, en tanto constante en los discursos de los años ochenta, hacía de la recuperación un camino posible18. La imagen de que Uruguay podía rescatar su pasado funcionó como una marca importante que acentuaba su carácter excepcional y la existencia de una esencia, de un ser nacional que como hito fundante podía y debía ser repuesto. De este modo, la continuidad del pasado en el presente aparecía en varios trabajos de la época alimentando la idea de que de esa misma tradición podían extraerse lecciones para garantizar la consolidación democrática19. Es así que las narraciones dominantes después de 1985 tuvieron, al decir de Álvaro Rico, menos que ver con la utopía «y más con la retropía: el pasado de "oro" como horizonte de futuro»20.
En marzo de 1986 se realizó en Maryland un encuentro de uruguayos para discutir el proceso de redemocratización en ese país. Entre los artistas e intelectuales convocados fue común la reflexión acerca de la continuidad del pasado en el presente; del pasado previo al golpe militar que, al no estar contaminado por la dictadura, podía ser recuperado en tiempo presente21. Para Edy Kaufman, el proceso transicional se había dado en etapas, muy en sintonía con la perspectiva etapista de la politología en auge, y «la vuelta a la democracia» se inscribía en una tradición partidaria uruguaya en la que el presente (de desacuerdos entre el Partido Colorado y el Blanco, y de coaliciones protagonizadas por el Frente Amplio) se explicaba en la tradición de coaliciones en Uruguay y en la incapacidad de unión de los tradicionales partidos22. Para Martín Weinstein, la crisis no habría sido desatada por el golpe militar sino que databa desde fines de los años '60 cuando Uruguay perdió su civilismo junto a su bienestar económico, causas que desencadenaron la crisis política y la violencia, y por ello una lectura de ese pasado era importante en el presente democrático que se inauguraba23. En ese encuentro las voces del politólogo Juan Rial y de la socióloga Carina Perelli fueron las más incisivas24. Si bien no generaron discrepancias, plantearon una lectura crítica con respecto al pasado, que también se hacía presente.
En su trabajo Rial afirmaba que ciertos mitos «fundamentales, fundacionales» habían expresado el imaginario social que ordenó el tiempo y el espacio de los uruguayos. «Llegar a inventar este Uruguay, a tener estas imágenes, fue el resultado de medio siglo de una acción real...»25. Y pasó a referirse a los mitos que habían construido ese Uruguay feliz. Rial mencionó como primer mito el de la medianía, para obtener seguridad, al de la diferencia -tanto con los europeos como con los latinoamericanos- que hacía a la uruguayanidad; en tercer lugar al mito del consenso, asociado al respeto a las leyes y las reglas de juego que cimentó el régimen democrático y por último el mito del país de ciudadanos cultos. Junto a estos mitos se habían creado otros que denominó mitos naifs y que cristalizaron en slogans populares: «como el Uruguay no hay», «país modelo», la «Atenas del Plata» o la «Suiza de América».
Si bien para mediados de los años cincuenta la realidad distó mucho de estos mitos, los mismos tendieron a perdurar aún hasta los años dictatoriales en los que aunque los militares fragmentaron esos mitos no lograron quebrar el imaginario social imperante. Con la recuperación democrática dice Rial que por lo menos dos viejos mitos, con nuevas connotaciones, se mantenían: el mito del Uruguay democrático, sustentado en un ideal de consenso, y el de la «uruguayidad» como necesidad de ser «nosotros». De algún modo Rial mostraba cómo frente al temor que generaban las rupturas en relación al imaginario social, había una necesidad de recrear los mitos aunque fuese de modo artificioso y por ello se preguntaba: «¿Será posible volver a crear un imaginario social hegemónico para esta sociedad uruguaya donde tantos cambios han ocurrido, pero donde tanto se intenta ocultarlos?»26. En la misma línea Carina Perelli sostuvo que la memoria también podía ser pensada como un mito fundacional, «mito que se actualiza simultáneamente en el constante recrearse de las identidades y en la posesión o apropiación de pasado, futuro por el pensamiento presente»27. En este sentido, como parte de la lucha política Perelli decía que toda sociedad debiera cuestionar los sentidos y develar los usos de esa memoria en el presente, y esto no era lo que, según la socióloga, sucedía en Uruguay. Si bien había un pasado que se hacía presente, esta presencia se vislumbrada de un modo acrítico.
Mientras el encuentro de Maryland puede ser leído como una grilla de los temas que se fueron tematizando dentro y fuera del país, la revista Cuadernos del Claeh fue otro importante espacio en el que especialistas de diversas disciplinas se dieron cita en el Uruguay. Editada por el Centro Latinoamericano de Economía Humana (CLAEH), en 1976 inició su segunda etapa en la que colaboraron muchos de los investigadores del Centro. En los Cuadernos se publicó el emblemático artículo de José Rilla, Gerardo Caetano y Romeo Pérez: «La partidocracia Uruguaya». En ese trabajo los autores enfatizaron la centralidad de los partidos en la vida política uruguaya, y no dudaron de hacer de esa presencia una marca distintiva de la tradición política uruguaya, entendida como democrática y poco proclive al autoritarismo, en relación al resto de América Latina28. El argumento relacionaba la fuerte centralidad de los partidos en la historia política de Uruguay, con su «proclividad a la permanencia y a la continuidad»29. De algún modo lo que enunciaban, en pleno contexto de «la vuelta a la democracia», era la tendencia continuista de la política uruguaya que pensaba el «cambio compatible con la continuidad». Esa lectura le otorgaba cierta previsibilidad al proceso que se iniciaba en el Uruguay de los años ochenta al ubicar el presente posdictatorial en un continuum. Otro argumento que también se hizo presente en ese artículo afirmaba que la crisis política era el resultado de la crisis partidaria; las irrupciones dictatoriales eran explicadas porque los partidos entraron en crisis y no pudieron dar respuesta a las demandas sociales y cumplir con su rol articulador. Entonces, si el problema había sido político y era responsabilidad de los partidos políticos, la solución también podía serlo. Dicho en otros términos: la reaparición de los partidos en la escena nacional significaba un paso en la resolución de aquellos conflictos.
En ese mismo número de los Cuadernos del Claeh, José Luis Castagnola y María del Rosario Beisso reforzaban la idea de la centralidad de lo político en la vida uruguaya a partir de la tesis de que los partidos se habían conformado al mismo tiempo que la sociedad nacional, y por ende eran indisociables de ella. Por ello advertían que la relevancia simbólica de la institucionalidad democrática descansaba en el autoreconocimiento por parte de los ciudadanos de su pertenencia a la comunidad nacional. En sus palabras:
Es posible considerar que los partidos políticos, en tanto objetos de las lealtades de los "sujetos ciudadanos" tienen el carácter de actores y garantes del pacto social fundante para el imaginario social; en esta medida operan también como representantes de la continuidad social. Los partidos (recuérdese que dos de ellos son coetáneos del estado nacional) representan a la sociedad y ordenan el tiempo social en función de la sucesión electoral, que permite la renovación de aquel pacto30.
De este modo, no solo los partidos estaban en el origen del Estado Nacional sino de las identidades de los uruguayos. Lo que permite reforzar la idea tanto de la vigencia de los mitos fundantes, a los que hacen alusión Rial y Perelli, como a la necesidad, como apuntan Castagola y Beisso, de reactualizar el pacto fundacional pero sin modificar el esquema partidario original31. En este contexto decían que la redemocratización podía tener un carácter refundacional en la medida que tenía «la posibilidad de plantear modificaciones al cuadro anterior, aunque sin alterar su lógica básica. Una modificación posible seria, precisamente, la incorporación de la izquierda política al status de actor garante del pacto político fundante»32. De este modo la novedad que supuso el Frente Amplio en el sistema bipartidista, era incorporada al análisis en lo que podría ser «un cambio compatible con la continuidad» y se lo asimilaba al esquema partidario original.
En palabras de Panizza y Pérez Riera en su influyente libro Estado y Sociedad:
Las características del estado uruguayo, su relación con el sistema de partidos y el tipo de vínculos que establece con la sociedad civil no hacen prever rupturas profundas en las formas de organización estatal. Ello no significa que no se han de producir ciertos cambios, sino que estos cambios se darán probablemente por un proceso de agregación/ desagregación de tipo transformista que ha sido, como se ha visto, una característica histórica constante de la formación política uruguaya33.
En este análisis, en el que los cambios aparecían contenidos dentro de las mismas estructuras, se aportaba claridad para la comprensión de los sucesos de esos años y se disipaban incertidumbres, no obstante, se obturaban también cualquier interpretación que cuestionara esos mismos cimientos sobre los que se erigían las verdades de los ochenta. En otras palabras, cualquier elemento nuevo, desestabilizador o disruptivo era incorporado al análisis de un modo «disciplinado» y de ese modo, neutralizado.
Estos trabajos exploraron los años ochenta ratificando ciertas ideas como la singularidad del Uruguay y su tradición democrática, y aunque no estuviese en su espíritu, terminaron construyendo una mirada particular sobre el Uruguay que difícilmente podría procesar la crisis o el cambio. Si para Rilla, esa evocación del pasado en el trazado de un linaje imperturbable hasta el presente se sostenía en que más allá de la crisis «el país no ha querido abandonar su propio modelo y no ha soportado la idea de dejar de ser igual a sí mismo»34, su afirmación nos parece revela un problema al que los trabajos de la época no dieron una respuesta, tampoco tendieron a ratificar.
A fines de los ochenta Henry Finch, quien en múltiples oportunidades había reflexionado sobre la crisis de Uruguay, escribió en las páginas de Cuadernos de Marcha, que Uruguay debía encarar medidas radicales para enfrentar la próxima década, pero que sus estructuras «dificultaban una visión clara de sus problemas»35, y que su sistema político no estaba preparado para el cambio. Afirmaba de un modo provocador que los partidos políticos tradicionales se habían identificado con la expresión legítima y exclusiva de la democracia nacional, y por ello eran anacrónicos para enfrentar los desafíos del nuevo siglo. Y vaticinaba, «Si Uruguay no está destinado a precipitarse de nuevo en el abismo, la democracia del consenso debe ser reemplazada por la democracia del disenso». Para ello hay que «persuadir a los perdedores en el juego político, que las medidas que deben aceptar -aunque no las compartan- son correctas», y que «las estructuras del juego permiten opciones alternativas a considerar y desarrollar»36.
Resulta interesante que cuando el argumento parece querer afirmar los peligros de que en pos del consenso se supriman los disensos y se anule la posibilidad de expresar el desacuerdo o el conflicto, Finch reduce esta disputa al tablero político de una democracia institucional capaz de procesar las diferencias. Lo que termina afirmando a pesar de la crítica al pasado, es la necesidad de readaptar el sistema a los nuevos tiempos pero sin cuestionar su rol protagónico37. Pero también se desprende de su argumento que si frente a una crisis estructural parecieran plantearse cambios estructurales, que él mismo reconoce como casi imposibles, entonces el diagnóstico termina celebrando el no cambio, mientras que los pequeños cambios, los matices o torsiones, que podrían, de un modo más gradual y dinámico dar lugar a las transformaciones, no se tienen en cuenta.
Si, como ya afirmamos, las miradas sobre el Uruguay de los ochenta tendieron a reconocer la estabilidad como una característica del sistema de partidos positiva para la consolidación de la democracia y la gobernabilidad, no hubo una reflexión sobre las potencialidades del conflicto. En otras palabras, políticos e intelectuales terminaron por imponer un modelo de democracia institucionalista que, en pos del consenso disciplinó el desacuerdo y el antagonismo. Y que hizo del cambio una apelación retórica que no tenía posibilidades de realización ni en el discurso ni en la práctica política.
En esta línea resulta sintomático que a fin de la década en una publicación que se proponía discutir el Uruguay del 2000 se realice una torsión en la que, si bien se afirma la desesperanza hacia el futuro, se dice que la misma no descansa tanto en la «la inercia de la sociedad» sino en «el peso de los fracasos»38. Se afirma que las innovaciones que se intentaron fracasaron y por ello una vuelta al pasado inmutable se presentaba de un modo tranquilizador.
Así no escudriñamos el mañana, ni lo preparamos. Más bien, nos volvemos hacia el ayer: la gran ilusión del período que preparó el retorno a la formalidad democrática consistió, para muchos, en imaginar una vuelta al pasado, a un pasado seguramente idealizado a partir del recuerdo embellecido de aquel otro Uruguay que floreció entre mediados de los cuarenta y los cincuenta39.
Mientras el libro convocaba a pensar el largo plazo, afirmaba las dificultades del mismo ratificando el peso de ese pasado idealizado al que nos venimos refiriendo. De algún modo el optimismo sobre el presente que se había instalado con la democratización, en buena medida referenciado en el pasado, a fines de los ochenta se traducía en la dificultad de imaginar un futuro compartido, mostrando algunas de las debilidades de una democracia que excediera lo meramente formal e institucional. Es así que al optimismo inicial le siguió el pesimismo como dos caras de la misma moneda.
2. La historia y la ciencia política en la interpretación de los años de la transición
Recapitulemos: en esos años ochenta hubo un consenso tanto político como intelectual sobre la democracia que se instalaba. A los fines de este trabajo, no se discutió, como en otras latitudes, el carácter ni ético ni normativo de la democracia, la tensión entre su pretensión institucional y el desarrollo social y económico, la construcción de un proyecto comunitario o cuánto del pasado podía articularse en el presente y de qué modo. En su lugar se instaló una mirada hegemónica que tendió a afirmar que la recuperación democrática, con la vigencia del Estado de derecho, los partidos políticos y las instituciones garantizaría la efectividad del proceso que se iniciaba. Recién en la década siguiente algunas voces críticas se hicieron escuchar y tendieron a cuestionar la interpretación que, en el diálogo de la historia política y la ciencia política, se había construido como clave interpretativa del pasado y del proceso de democratización.
Este diálogo particular entre las ciencias sociales y la historia se remonta a los años setenta cuando a partir de la intervención militar sociólogos, economistas e historiadores, fueron expulsados de la Universidad y fundaron o integraron centros de investigación privados en el Uruguay. Entre ellos vale la pena destacar que en 1975 se creó el Centro de Investigaciones Económicas (CINVE), que más allá de los economistas alojó a los historiadores José Pedro Barran y Benjamín Nahum. En ese mismo año, Carlos Filgueira fundó el Centro de Investigaciones y Estudios Sociales del Uruguay (CIESU) que mientras enfatizaba el trabajo en sociología y dio acogida a Luis Eduardo González, Carlos Real de Azúa -identificados con el inicio de la ciencia política en el país- e historiadores como Juan Rial y Carina Perelli. En 1977 se creó el Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Desarrollo (CIEDUR) que tuvo una línea de investigación en Historia a cuyo frente operó Raúl Jacob y albergó, entre otros, a investigadores como Gerónimo de Sierra que volvían del exilio. Si bien el Centro Latinoamericano de Economía Humana (CLAEH) fue fundado en 1957, tuvo un renovado auge en 1974. Y a partir de 1979 dio cabida al Programa de Investigaciones en Historia bajo la orientación de Carlos Zubillaga. Se nuclearon en el CLAEH especialistas en distintas disciplinas como Gerardo Caetano, Pablo Mieres, Horacio Martorelli, Carlos Pareja, Romeo Pérez Antón, José Rilla y el mencionado Carlos Zubillaga. Ya en los ochenta se creó el Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (CEIU), en 1985; y bajo el auspicio de Jorge Lanzaro, entre 1985 y 1989, el Instituto de Ciencia Política en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.
En estos centros se reunieron los intelectuales a los que nos referimos en estas páginas y que fueron construyendo, aunque con matices y diferencias, buena parte de la interpretación dominante del pasado y del presente posdictatorial. Como señala Carlos Zubillaga, los historiadores que permanecieron en el país y pertenecían a las dos primeras generaciones de la Nueva Historia, se sumaron a estos centros privados de investigación. Mientras en los setenta elaboraron una «comprensión del pasado que habilitara cierta prognosis»40, en los años posdictatoriales y fundamentalmente en los programas de Historia y de Ciencias Políticas del CLAEH, centraron sus preocupaciones «en torno a las disidencias del tradicionalismo político, a la conceptualización del batllismo y a la naturaleza y concreción del pluralismo político en Uruguay»41.
En el Instituto de Ciencia Política también se gestó una profunda revisión de la visión crítica de la política uruguaya. En primer lugar, como afirma Adolfo Garcé, se desmontó la mirada negativa del sistema electoral y se propuso una relectura de la historia de las instituciones políticas y de los partidos. En segundo lugar, se cuestionó la reflexión sobre el bloqueo y se la sustituyó por el elogio a la lógica gradualista42. Buscando reinterpretar el pasado reciente para revertir la tendencia crítica hacia los partidos políticos, la lectura sobre la amortiguación planteada por Carlos Real de Azúa fue central para los investigadores43.
En su texto de 1973 pero publicado en 1984 «Uruguay ¿una sociedad amortiguada?», Real de Azúa, aún reconociendo que algunos de los amortiguadores podían haberse roto con los sucesos de junio, se refirió al modo particular y excepcional del funcionamiento de la democracia uruguaya para procesar los conflictos.
La opinión de que en el Uruguay los conflictos sociales y políticos no llegan a la explosión, de que toda tensión se "compone" o "compromete", al final, en un acuerdo, la propensión "irénica" o anticatastrófica que parecerían tener los antagonismos uruguayos, no es ciertamente una concepción del presente, puesto que más bien militan a contrariarla muchas representaciones actuales del país. Como veremos, en cambio, no deja de tener ilustres y corroborativos modelos en nuestro pasado, es además de pertenecer a nivel de "supuesto" -esto es, de modo difuso- a todo un patrimonio clásico de certidumbres colectivas, no del todo, aún disipado44.
Esta característica de sociedad amortiguada y amortiguadora es la que le permite afirmar a Real de Azúa la continuidad y permanencia de ciertas características, la presencia de constantes e invariables. Y esta lectura sobre el pasado reciente fue, como afirmamos anteriormente, una marca muy potente en la interpretación que se fue construyendo sobre la redemocratización. Real de Azúa encarnaba en su persona el cruce entre la historia y la ciencia política, y en este mismo cruce interdisciplinario se construyó la perspectiva hegemónica de la década del ochenta que entrando al siglo XXI fue criticada y también defendida.
Álvaro Rico fue una de las primeras voces que cuestionó el modo en que en la postdictadura se reinstalaba «con toda su fuerza en el relato de la "excepcionalidad" del Uruguay, mientras el Estado y los partidos políticos emergían «como protagonistas y adalides de la transición y de la consolidación democrática», la sociedad «meritocrática» e «hiperintegrada», la partidocracia y el estadocentrismo, el sistema político racional, consensual y tolerante45. El corolario de esta interpretación era para Rico la «restauración del paradigma liberal estadocéntrico-partidocrático»46, con las consecuencias negativas que el mismo tendría en la política uruguaya.
Esta crítica a la perspectiva politológica tuvo un mayor despliegue en la revista Brecha y llevó a Adolfo Garcé a sumarse al debate47. Garcé sostuvo que Rico los había acusado de haber construido un relato autocomplaciente y conformista de la política uruguaya, funcional al poder y sin autocrítica. Si bien reconocía la falta de autocrítica, no obstante defendió la interpretación que llevaron adelante politólogos e historiadores. Afirmó que en su momento buscaron revisar a fondo el pasado reciente para revertir la tendencia crítica y negativa hacia los partidos políticos (propia de las generaciones anteriores que los consideraban partidos sin programas ni ideas, clientelistas y electoralistas) y recuperar así tanto el pluralismo como el consensualismo como marcas de la historia política uruguaya. En este mismo medio sus dichos recibieron una respuesta directa por parte de Rico en la que afirmaba que «la ciencia política colaboró a justificar y reproducir el status quo»48. El paradigma partidocrático, la visión ideológica liberal y los enfoques pluralistas y funcionalistas pasaron a ser lecturas exclusivas que, para Rico, tendieron a reafirmar la visión dominante e imperante que ratificaba el relato del carácter excepcional del Uruguay. En 2005 afinó este argumento para decir que la excepcionalidad no solo cumple una función identitaria, «sino que se transforma también en el fundamento de legitimación del poder»49.
Más allá de una disputa que pudo ser leída como entre disciplinas, es posible reconocer que la discusión fue mucho más allá de una lectura errada sobre el pasado, ya que siempre las interpretaciones hacen un uso del pasado en tiempo presente, y se trasladó a las implicancias de los corolarios de esas lecturas. Mientras para Garcé esto ponía en evidencia la necesidad de reactualizar la agenda por parte de la ciencia política y discutir qué le faltaba a la democracia, para Rico obligaba a volver sobre los años dictatoriales que habían sido poco explorados y pensados también como excepcionales. Considero que esta disputa evidencia no solo lo que fue abiertamente tematizado u olvidado en esos años, sino la dificultad de plantear un debate que pudiera cuestionar los principios, aporéticos y paradojales, sobre los que se erigía la democracia uruguaya. Como sostiene Pierre Rosanvallón, la historia de la democracia es la atención «al trabajo de sus antinomias, análisis de sus límites y sus puntos de equilibrio, examen de las decepciones y los desarraigos que suscita»50. Es por ello que un trabajo que busque ahondar en el carácter problemático de la democracia debe centrarse en sus aporías, en lo inacabado, las fracturas, las tensiones, los límites y las negaciones que hacen a su suelo contradictorio y por ello discutible.
Ahora bien, en los últimos años, en un tono también crítico y académico Carlos Demasi revisitó el artículo de Rilla, Caetano y Pérez que comentamos más arriba. En el mismo, Demasi desarrolla varios argumentos pero, a los fines de este recorrido, recuperaremos la idea de que ese texto de los años 80' es un producto de su tiempo y que se construye con herramientas metodológicas que tienden a reforzar el largo plazo y, «la preferencia por los aspectos funcionales y estáticos en desmedro de los propiamente históricos y dinámicos»51. De ahí que afirme que el texto plantea un retorno a la realidad política «como siempre fue»52. Este argumento recuperaba lo que en otro trabajo Demasi había cuestionado sobre cierta historiografía que afirmaba la invariabilidad de los partidos políticos. Sosteniendo cómo en esas reconstrucciones se silenciaban los acontecimientos anómalos, llamaba a señalar las novedades sin incorporarlas como modalidades de lo ya existente, ni asumir como igual lo diferente53. En este sentido, Demasi no solo advertía sobre los problemas metodológicos sino cómo esa metodología había falseado la historia y que, podemos agregar, no incorporaba lo nuevo.
Además de coincidir con estas observaciones, la crítica puede hacerse extensiva a la mayoría de los trabajos a los que nos referimos en estas páginas, ya que la perspectiva continuista que se impuso en los años ochenta refuerza una lectura como la única posible. Es así que, si bien los diagnósticos explorados tendieron a ser una respuesta histórica para hacer más «controlable» ese futuro incierto que se avecinaba con la democratización, también es cierto que esas miradas congelaron los sentidos que sobre la democracia estaban o podían estar en disputa; cuestionar los sentidos de la democracia podía significar cuestionar al sistema en su conjunto y al futuro de Uruguay.
El modelo de la transición democrática construido por historiadores y politólogos, terminó siendo tal como sostiene Vizacovsky y Guber para el caso argentino tanto «un "modelo de" la realidad y un "modelo para" incidir en lo real»54. En este sentido es que este modelo no pudo y no quiso presentar en esos años, una perspectiva capaz de pensar un momento abierto y de replanteos como las transiciones a la democracia, desde una mirada que en vez de cerrar los debates los abriera a su incertidumbre problematizándolos. Si el contexto específico de la transición uruguaya en la que se reconocía que los militares no estaban derrotados dificultaba cualquier tipo de crítica que de algún modo no perjudicara los caminos de la redemocratización, es cierto que por más que obturó algunos debates necesarios sobre el tipo de democracia a construir, sobre el lugar del conflicto y el antagonismo, estas cuestiones tendieron a reaparecer. Si la política moderna supone no solo que los conflictos son irreductibles y no eliminables, sino que la democracia se ve obligada a lidiar con ellos, la pretensión de sutura que representó el pasado en estas interpretaciones, funcionó como un modo de suspender estos peligros en vez de enfrentarlos y los proyectó al futuro. Es así que los conflictos y disputas que se anularon en los ochenta bajo el imperio del consenso, reaparecieron, bajo diversas modalidades, en las sucesivas crisis políticas del siglo XXI.
3. Una propuesta y un cierre
La democracia del consenso se abrió camino en el Uruguay de los años ochenta, y logró estabilizarse en el discurso de políticos e intelectuales porque hizo de la restauración de la democracia un capítulo de una larga historia nacional. No era una democracia nueva, sino que hasta en los casos que esa revalorización supuso un aprendizaje político, la misma se referenció en el pasado. Si antes afirmamos que esta mirada tendía a acentuar el componente realista en pos de la pacificación y la salida de la dictadura, dos argumentos fueron centrales en los términos en los que se llevó a cabo la reflexión democrática: aquel que desde distintos espacios reafirmaba la centralidad de los partidos políticos en la vida democrática uruguaya; y el que enfatizaba la vigencia de los mitos fundacionales del Uruguay «democrático y civilista». Ambos argumentos se sostenían sobre un mismo suelo argumental que tendía a enfatizar la historia uruguaya como lineal, continuista, predecible y, fundamentalmente, excepcional. Y por ello se impuso la definición de la democracia de los ochenta como una democracia restauradora en la que el pasado se hacía presente y también futuro55.
Ahora bien, si tal como repasamos en estas páginas todo el proceso transicional se interpretó bajo el paraguas del consenso y el acuerdo democrático, que a su vez se replegaba y referenciaba en un pasado mítico, incuestionado y, en muchos casos, esencializado, esa mirada no solo no permitió una lectura crítica sobre esos años o sus posibles debates, sino sobre el futuro de la democracia. Y esto es así porque tanto la ciencia política clásica como la historia política comparada tendieron a anular el conflicto y la contingencia en pos de una lectura más bien normativa y evolutiva, que privilegió el sentido institucional de la democracia. En otras palabras, lo que estos abordajes revelan es la dificultad de trabajar desde las perspectivas de la transitología con ese suelo precario y provisorio de sentidos que llevaba a la reactivación de pasados ejemplares, y tradiciones cívicas y pluralistas. Por ello esta lectura hegemónica en vez de abrir el espacio de la postdictadura al debate, mostrando que en esos años los sentidos sobre la política estaban o podían estar en discusión, tendió a cerrarlo evitando problematizaciones o cuestionamientos que, si lograron estabilizarse en esos años, mostraron sus fisuras en las décadas siguientes en las sucesivas crisis.
La interpretación dominante no permitió captar el carácter político -en el sentido lefortiano- de la democracia56, impidió comprender el cambio político, confundió constantes con continuidades generando un efecto de circularidad en el que todo lo nuevo ya estaba comprendido en las viejas estructuras, y aquello que no entraba en ese molde era considerado una anomalía y por eso no debía tomarse en cuenta. Es así como estas interpretaciones terminaron por anular cualquier posibilidad de explicar la transformación o el cambio social, y esto fue así porque no tuvieron en cuenta que por más que cierto discurso haya logrado hegemonizar una época, la propia democracia, por su carácter indeterminado, impide la estabilización permanente de sentidos afirmado una y otra vez el carácter precario y contingente de todo discurso.
En los últimos años varios investigadores han renovado los estudios sobre el pasado reciente y han ofrecido nuevas perspectivas críticas e interpretativas sobre los años dictatoriales; sin embargo, los años de la transición a la democracia desde una dimensión político-ideológica no han suscitado mayor atención. Una de las razones de esa ausencia puede descansar en lo cerrada, convincente y consensuada que fue la explicación sobre esos años y que, en nombre de la naciente democracia, no fomentó el debate sobre los sentidos políticos de la transición ni en los políticos ni en los intelectuales; sin embargo, como no existe un discurso total y sin fisuras, las sucesivas crisis de algún modo han evidenciado las flaquezas de esa «excepcionalidad uruguaya» desnudando las aporías constitutivas de toda democracia.
Como desafío para futuros trabajos creo que una perspectiva sobre los lenguajes políticos, tal como la que venimos desarrollando, que ponga en el centro del análisis, a partir de la reconstrucción de contextos político-intelectuales, al conflicto y la contingencia que se centre en los debates y las polémicas, y lo haga en clave transnacional está mejor preparada para captar las discusiones sobre los sentidos de la democracia57. Si bien la polémica no fue una característica del Uruguay de la transición a la democracia, un camino para romper con el mito del consenso y la excepcionalidad puede ser restituirle ese lugar incierto y problemático a la democracia a partir de una perspectiva global, que ponga al caso uruguayo en relación y diálogo con otras experiencias transicionales. En esta dirección se han movido algunos trabajos que reflexionaron sobre la violencia revolucionaria o la represión -en un registro latinoamericano o conosureño-58, no obstante las «transiciones a la democracia» no han sido exploradas desde esta perspectiva, y el comparativismo ha tendido a presentar la vinculación entre países solo de un modo normativo, especificando cuánto se alejaban o acercaban a un modelo ideal y deseable de democracia. Es así que una mirada atenta a la relación entre los países, a la circulación de ideas, de actores, pero también de instituciones supranacionales como las fundaciones o centros, puede ser un auspicioso punto de partida para conectar los debates nacionales bajo un paraguas transnacional. Recuperar el contexto intelectual con sus posibilidades y limitaciones, y apostar a una mirada transnacional para pensar las conexiones, los intercambios, y captar así las singularidades pero también las convergencias sobre el incierto proceso democrático es el camino que buscaremos profundizar en nuevas investigaciones.