Tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tantos millones de personas pasadas a cuchillo y la parte más rica y más hermosa del mundo destrozada en beneficio del comercio de la perla y de la pimienta. Michel de Montaigne1
El epígrafe arriba citado recoge el imaginario más arraigado en relación con la conquista de América: aquel que vincula la expansión hispana con la búsqueda indiscriminada de riquezas. Sin duda, un lugar común dentro de la historiografía que versa sobre la conquista de América -aún después del germinal siglo XVI en el que vivió Montaigne2 ha sido asociar esta etapa al saqueo progresivo de las sociedades prehispánicas, proceso que -según esta misma visión- trajo aparejadas la destrucción de la cultura indígena y el exterminio de sus pueblos. Masacres, barbarie, ajusticiamientos y la desaparición inmisericorde de unas "pacíficas culturas"3, se suman aquí, bajo el supuesto impulso de un "Dorado" quimérico que se mantenía como constante en la cabeza del conquistador.
La pluma de personajes como Bartolomé de las Casas, sumada a la de los panegiristas de la leyenda negra antihispánica, impulsada en Inglaterra y los Países Bajos durante los siglos xvii y xviii (Villaverde y Castilla Urbano, 2016, pp. 54-59), dio forma a esta idea, repetida posteriormente por los historiadores de ambos continentes4. Pero ¿Fue realmente la sed de oro lo que movió a los conquistadores? ¿Fue el enriquecimiento el único motor que dio fuerza a los peninsulares para atravesar valles, ríos y montañas en medio de una topografía totalmente desconocida? Estas cuestiones cobran relevancia dentro de la conmemoración del quinto centenario de la conquista de América, efemérides que pone nuevamente sobre la mesa el debate en torno a lo bueno y lo malo del avance hispánico sobre el Nuevo Mundo. Al margen de esta polaridad, cuya pretensión es la de endilgar etiquetas al pasado, el presente artículo busca establecer una visión de la conquista fundada en el restablecimiento de su horizonte de producción original. Las cuestiones arriba planteadas, al ser respondidas, no desde el paradigma epistemológico del historiador, sino más bien desde el del conquistador, permiten revelar elementos propios de la mentalidad del siglo xvi que distan totalmente de los tópicos contemporáneos aplicados a la conquista, tales como "genocidio", "codicia" o "exterminio"5.
Siguiendo este derrotero, nuestro estudio se centrará en el análisis de la probanza de méritos y servicios de Gonzalo Jiménez de Quesada, documento producto del proceso instaurado por Melchor Pérez de Quesada -hermano del conquistador- en julio de 15766. La probanza, entendida como un informe de los méritos del conquistador tendiente hacia un reconocimiento traducible en títulos, cargos y prebendas por parte del rey7, se presenta como una fuente de incalculable valor en lo tocante a la posición del conquistador y sus anhelos de obtención de riqueza o poder. A pesar de que la Probanza ha sido tradicionalmente leída de forma literal, dando vida así al mito del "puñado de europeos" que luego de pasar trabajos conquistan grandes imperios8, en nuestro caso nos alejaremos de esta premisa. En oposición a la lectura literal, analizaremos aquí la relación de méritos de Quesada como un documento retórico tendiente a alcanzar privilegios, y enmarcado dentro de una cultura en la que las relaciones entre el rey y sus súbditos se fundaba en el mecenazgo9. La probanza de Jiménez de Quesada permitirá evidenciar entonces que, más allá del oro y el enriquecimiento, los conquistadores buscaban alcanzar un estatus señorial en el Nuevo Mundo, necesidad establecida bajo el viejo paradigma del orden feudo-vasallático medieval.
Para dar cuenta de esto hemos dividido nuestro texto en tres partes: la primera se centrará en el papel del oro como mito y realidad en la conquista del Nuevo Reino de Granada, lectura que -desde una óptica revisionista- nos permitirá cuestionar la idea de una "tierra áurea" saqueada totalmente por las huestes de Gonzalo Jiménez de Quesada. Siguiendo este orden de ideas, destinaremos la segunda parte a analizar las pretensiones señoriales del fundador de Bogotá, aspiraciones que, por encima del enriquecimiento per se, tendían hacia el establecimiento de un sistema de corte feudal en las tierras recién conquistadas. Finalmente, daremos cuenta del impacto producido por las aspiraciones señoriales de los conquistadores en la monarquía hispana. El fenómeno conduciría al marginamiento de personajes como Jiménez de Quesada, sometidos en el ocaso de sus vidas a disposiciones del rey y sus emisarios que minaban toda pretensión señorial.
La idea de modernidad relacionada a la gesta conquistadora10 se desdibuja aquí bajo el peso de la propia idea de mundo del conquistador, pensamiento asentado sobre los imaginarios y las estructuras propias de la cultura bajo medieval. La conquista surge entonces como un proceso de expansión y globalización nutrido por previas experiencias, tanto europeas como amerindias, las cuales darán forma a un Nuevo Mundo que pendulará -al menos en su origen- entre lo medieval y lo moderno. Tanto lo uno como lo otro, constituirán el crisol de la mentalidad conquistadora, concepción del mundo que impuso al avance sobre América un objetivo: cosechar señoríos para alcanzar ese poder que a los conquistadores les era vedado en su patria.
La América imaginada: el oro y sus quimeras en el Nuevo Reino de Granada
El mes de abril de 1536 -según lo anotado en el conocido Epítome de la Conquista del Nuevo Reino de Granada- el mariscal Gonzalo Jiménez de Quesada partió de la ciudad de Santa Marta a "descubrir el rrio grande arriba". En su travesía lo acompañaban seiscientos soldados divididos en ocho compañías de infantería, a los que se sumaban cien jinetes y algunos bergantines que avanzaban por el río "para que fuesen vandeando y dando ayuda al dicho licenciado que yba por tierra" (Millán, 2001, p. 105). Contrario a lo que se pudiera creer, esta copiosa hueste, como muchas de las que avanzaron sobre el Nuevo Mundo en medio de la conquista, no era un ejército regular, sino más bien un conjunto de mesnadas agrupadas bajo la orientación de uno o varios capitanes11. El avance de Jiménez de Quesada en 1536 se situó entonces como uno de los últimos ejercicios de invasión típicamente medievales efectuados en la temprana modernidad. Cabe recordar aquí que, desde tiempos de los Reyes Católicos, la monarquía española había prescindido paulatinamente del uso de los señores y sus peones para el ejercicio de la guerra. Bajo esta premisa, los reyes constituyeron ejércitos regulares de infantes formados y pagos, estructura que el mismo Fernando de Aragón puso en práctica en su conflicto italiano12.
El caso de América era muy diferente. La novedad que representó el Nuevo Mundo, sumada a la falta de claridad alrededor de lo que se podía hallar en las llamadas Indias Occidentales, movió a los reyes a entregar la exploración a particulares, quienes debían costear las expediciones -entregando una participación a la Corona- además de organizar sus huestes (Colmenares, 1997, pp. 1-5). La aplicación del modelo expedicionario bajomedieval, asentado en la capitanía de señores, distinguiría claramente lo ocurrido en América, frente a las incursiones desarrolladas en pos de la reconquista del reino Nazarí de Granada alcanzada en los albores de 1492. Contrario a lo ocurrido en el sur de la península, donde tanto el enemigo -el musulmán- como el territorio eran conocidos, en América todo era novedad, desde el paisaje hasta sus habitantes, a quienes no les cabía la connotación de infieles, sino más bien la de "bárbaros" y paganos a los que se les podía evangelizar y aculturar, o esclavizar y dominar a través de la guerra (Ladero,1994, p. 100).
Este fenómeno, cercano al de la conquista de las Canarias, traería consigo una consecuencia definitiva en el rumbo que tomaría la conquista: las mesnadas, al no hallarse integradas por soldados regulares pagos, dependerían del reparto del botín hallado en las nuevas tierras. Tal como había ocurrido con las Cruzadas o las guerras libradas en Castilla y Aragón durante la baja Edad Media y la temprana modernidad, el enriquecimiento de los caudillos de las huestes -aquellos que habían financiado la campaña- y sus soldados, se hallaba sujeto al expolio continuo de los pueblos sometidos (O' Callaghan, 2003, pp. 124-176).
Embebido en este contexto y espoleado por el gobernador de Santa Marta Pedro Fernández de Lugo, Jiménez de Quesada decidió emprender camino hacia el interior del territorio siguiendo el curso del río Magdalena. Agotadas las sepulturas del área costera de la recién fundada Santa Marta con pocas recompensas, Fernández de Lugo decidió emplear sus fuerzas en la exploración de las tierras del sur, motivado principalmente por las noticias de riqueza provenientes de la hueste de Francisco Pizarro. El conquistador trujillano había enviado a Sevilla en 1534 cuatro naves cargadas de oro, plata y piedras preciosas procedentes del Perú13. La noticia, difundida por los escritos de Cristóbal de Mena y Gonzalo Fernández de Oviedo, llegó a oídos de todos los conquistadores, convirtiéndose en el aliciente que necesitaban para emprender la exploración de la entraña continental (Coello, 2002, p. 39).
En la búsqueda de un camino alterno hacia el Perú, el gobernador de Santa Marta vio entonces una nueva oportunidad de riqueza. Quizá por eso en las instrucciones otorgadas a Gonzalo Jiménez de Quesada el primero de abril de 1536, hizo énfasis en aspectos relacionados con el hallazgo y el repartimiento de riquezas. Enmarcado en la lógica de la incursión medieval, el documento señalaba la manera en que Jiménez debía solicitar el oro y las joyas a los indios, así como lo que debía hacer si estos se negaban a entregarlo, y las acciones relacionadas con el reparto del botín (Mejía, 2012, pp. 32-33). Las instrucciones dadas por Fernández de Lugo a Jiménez de Quesada se asentaban sobre el "justo derecho" que tenían los conquistadores de arrebatar el oro a los indígenas, por ser estos bárbaros, idólatras e infieles14. Tal juicio, fundado en la filosofía aristotélica que aun reinaba en la Europa del siglo XVI, no solo autorizó el accionar de las diferentes huestes conquistadoras, sino que también fortaleció las esperanzas sobre las cuales el gobernador Fernández de Lugo cifró su expedición.
Finalmente, la hueste comandada por Jiménez de Quesada, guiada siempre por las noticias de riqueza, alcanzó las tierras dominadas por los muiscas, donde rescataría -muchas veces por la fuerza- un cuantioso botín. Oro y esmeraldas, principalmente15, fueron recabados por los conquistadores de santuarios, sepulturas y caciques forzados. Sin embargo, el sueño del "Dorado", anidado durante siglos en la mente de los europeos, estaba muy lejos de ser una realidad.
Cabe recordar aquí que expedicionarios como Fernández de Lugo o Jiménez de Quesada habían crecido en una España empobrecida, cuyas carencias sirvieron de suelo fértil para la proliferación de múltiples leyendas sobre la existencia de tierras donde la abundancia era infinita. El hombre peninsular promedio, habituado a labrar un campo duro y muchas veces estéril, se acostumbró a vivir en un mundo de fantasía en el que la rudeza de la cotidianidad se alivianaba con las ideas de lejanas tierras abundantes en alimentos (como el país de Cucaña), o en oro (como el país de Ofir, el Brazil o la Antilla)16. Esas tierras legendarias, descritas en narraciones ficticias consideradas entonces como verdad, llenaban una geografía planetaria cuyo conocimiento se cifraba en la fantasía y las pocas narraciones de quienes se habían aventurado -desde el siglo XIII- a traspasar los límites de lo conocido. Aquí la pluma de tempranos viajeros como Odorico de Pordenone, Giovanni di Pian Carpino o Marco Polo, se sumaban a una incipiente cartografía asentada sobre las tradiciones griega y cristiana, conjunto en el que lo onírico, lo simbólico y lo real se entremezclaban17.
Conquistadores como Gonzalo Jiménez de Quesada, inmersos en estas ideas, una vez que llegan al Nuevo Mundo adecuaron lo desconocido al propio "universo simbólico"18, proceso de sustitución en el que el oro se convertiría en una fijación. En un estudio pionero centrado en el mito áureo y su expresión dentro de la conquista de América, Manuel Fernandis Torres ya daba cuenta de este fenómeno, evidenciando que Cristóbal Colón sería el encargado de engendrar, quizá como fórmula para apuntalar los privilegios obtenidos con los Reyes Católicos, un sueño dorado que desde 1492 marcaría el compás de la expansión ibérica sobre las Antillas y tierra firme (Ferrandis, 1933, pp. 68-69). Poco después de iniciada la conquista de las islas caribeñas, las historias sobre grandes yacimientos de oro se acrecentarían, pues corrieron de boca en boca alentando a las huestes a intensificar sus búsquedas. El hallazgo de tumbas y adoratorios llenaba progresivamente las expectativas de los conquistadores, guiados ahora por los rumores de tierras lejanas donde el preciado metal manaba de la tierra. Las expediciones de Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa o Rodrigo de Bastidas ofrecerán los primeros testimonios del hallazgo de oro y perlas, encuentros que se sumaban a los de parajes deslumbrantes en los que -según los conquistadores- las mujeres vestían de oro o los indios pescaban el metal en los ríos (Ferrandis, 1933, pp. 98-101). Aquí la realidad comenzó a teñirse de leyenda.
Sin embargo, la fiebre desatada por el oro antillano y los hallazgos de metal propios del litoral Caribe, cedería progresivamente dando paso al desmoronamiento del sueño, en medio de un contexto en el que el oro brillaba, pero por su ausencia Expedicionarios como Jiménez de Quesada poco a poco descubrieron que las historias tantas veces leídas o escuchadas no eran más que leyendas, superadas por una realidad en la que las dificultades eran siempre mayores que las ganancias. Si bien es cierto que la expedición capitaneada por Jiménez reportó inicialmente abundantes ganancias en oro, dichas cuantías disminuyeron paulatinamente y nunca llegaron a cubrir los gastos de la hueste, ni mucho menos los sueños que albergaban los conquistadores en relación con las posibles riquezas ocultas en las desconocidas tierras.
No obstante, la idea que ha elevado a Colombia como "país del Dorado" se ha instaurado en la sociedad, fortaleciendo de paso la visión de una conquista dominada por el saqueo. Lo cierto, en cuanto a este imaginario se refiere, es que las cuantías extraídas por los conquistadores en la Nueva Granada fueron muy inferiores a las producidas por las conquistas del Perú o México. Mientras que en el Perú la expedición de Francisco Pizarro recaudó un botín que ascendió -según las cifras entregadas por John Michael Francis- a 1.159.865 pesos de oro fino, en el Nuevo Reino de Granada Jiménez de Quesada solo alcanzó 191.234 pesos19, es decir, una sexta parte de lo "rescatado" por Pizarro (Francis, 2007, p. 86). Aunque la cantidad obtenida por Jiménez no es despreciable, sí la deja al margen de las demás conquistas americanas. A ojos de la corte de Carlos V la conquista del Reino de Nueva Granada se presentó como una minucia, frente al tesoro de Perú o la Nueva España, donde solo en veracruz se rescataron poco menos de 100.000 pesos de oro. A esta cifra Hernán Cortés sumaría un cuantioso "tesoro", con el que logró deslumbrar no solo al rey, sino también a toda Castilla (Martínez, 1992, pp. 77-81).
A pesar de estas reveladoras cifras, muchos autores defienden aun hoy la tesis de un desproporcionado saqueo anidado en la extrema codicia del conquistador. En un artículo recientemente publicado, por ejemplo, el politólogo Roger Pita Pico sostiene que "de todas las colonias americanas el Nuevo Reino de Granada fue la que más suministró oro a la metrópoli" (Pita, 2016, p.10), aseveración que no solo es imprecisa20, sino que tiende a reforzar el sólido imaginario -perpetuado por la historiografía- que ve a la conquista como un saqueo y al conquistador como un codicioso hombre que se enriqueció a costa del oro indígena. El imaginario al que hacemos referencia deriva fundamentalmente de la lectura localista que ha pervivido dentro de nuestra historiografía. Los estudios relacionados con la economía colonial neogranadina, aunque han aportado significativos datos, han omitido la configuración de un análisis de lo económico establecido dentro del amplio marco de la estructura imperial hispánica, órgano sobre el que ha prevalecido - de forma anacrónica- la lectura de corte nacional21. Cabe recordar que el Nuevo Reino de Granada no debe leerse de forma aislada frente al contexto económico imperial, ya que este es el que permite dimensionar lo que significaron realmente dichos territorios en términos de explotación aurífera. Una lectura general de la economía global puede derribar, o por lo menos matizar, el ideario historiográfico que ve al conquistador como un saqueador que sólo se interesó en profanar tumbas y templos con la única finalidad de acumular oro.
Al margen de esta pintoresca idea, la conquista de la Nueva Granada -en cuanto a la búsqueda de riqueza- se nos presenta como una experiencia dominada por unas expectativas que, con el pasar del tiempo, se desmoronaron. A pesar de que Gonzalo Jiménez se encontró con un cuantioso botín inicial en la altiplanicie Muisca -unos 140.000 pesos de oro saqueados en las cercanías de las actuales Tunja y Bogotá que "pagaron" sus esfuerzos (Francis, 2007, p. xv)- esta cuantía disminuiría hasta desaparecer totalmente. No obstante, mientras esto ocurría, los conquistadores seguían persiguiendo quimeras áureas, guiados por rumores como los del supuesto "tesoro" oculto y custodiado, primero por Tisquesusa y luego por Sagipa (Mejía, 2012, pp. 48-49). Aunque tales riquezas nunca fueron halladas, Gonzalo Jiménez de Quesada mantuvo su afán de oro incluso tras varias exploraciones dirigidas a encontrar el "Dorado", aun cuando el ingreso al país de los muiscas ya había representado una odisea. Según las declaraciones presentadas el 11 de julio de 1576 por Juan Tafur -soldado en las conquistas de Santa Marta, Nombre de Dios y Panamá, además de encomendero de Pasca (Rodríguez, 2003, p. 54)-, enmarcadas dentro del proceso de probanza de méritos del conquistador, la campaña del Nuevo Reino trajo consigo múltiples trabajos y peligros:
Llegar a este reino tardaron mucho tiempo a causa de los muchos trabajos que tuvieron en la jornada porque de setecientos y cincuenta hombres que salieron en todos para este descubrimiento llegaron a este reino solos los demás que fueron ciento y sesenta y seis [...] los demás quedaron muertos y ahogados en el camino y de hambres y otros peligros. (probanza, 1576, fol. 547r)
A pesar de que la "probanza" no debe ser leída más que como "verdad discursiva", en la medida en que su finalidad -como documento destinado a "convencer al rey"- "obligaba a sus autores a engrandecer sus propias hazañas" (Restall, 2004, p. 38), permite evidenciar el empecinamiento de Jiménez en la búsqueda y el encuentro del "Dorado". El legendario lugar, vinculado a las fábulas medievales que hablaban de ciudades hechas de oro, o en las que se hallaban grandes tesoros22, había resurgido en América de la mano de Francisco Pizarro y Sebastián de Belalcázar, quienes -al parecer- escucharon por primera vez la leyenda que hablaba de un cacique que se bañaba en oro dentro de una laguna (Ferrandis, 1933, pp. 158-164 y Rodríguez, 2003, pp. 24-25). El mito, probablemente parte de la tradición cultural de los grupos indígenas que habitaban los Andes entre las actuales Bogotá y Quito, llegó a oídos de Gonzalo Jiménez de Quesada, quien -a la par de hombres como Ambrosio Alfinger, Nicolás de Federmán o Francisco de Orellana-23 se empecinó en la búsqueda del mítico lugar. De hecho, siguiendo la declaración del mismo Juan Tafur, Quesada mantuvo sus ambiciones y emprendió en la década de 1560 una nueva expedición en pos del "descubrimiento del dorado", la cual se presentó como un total fracaso. Según Tafur:
Abra siete años poco mas o menos que se le encargó el descubrimiento del dorado y gobernador de allí para lo cual este testigo le vido salir con cantidad de gente bien pertrechada y aderezada que no se pudo dejar de gastar mucha cantidad de pesos de oro en ello en la cual dicha jornada después de aber andado en ella tres años poco mas o menos salio perdido abiendo tenido en ella grandes e ynormes trabajos según este testigo a entendido porque saco muy poca gente muy perdidos y con mucha pobreza y enfermos. (Probanza, 1576, fol. 548r)
La pérdida de hombres y caudales no fue óbice para que el ya envejecido Jiménez de Quesada abandonara sus sueños. El hermano del conquistador, Melchor de Quesada, daría cuenta de esto exponiendo ante el rey, por medio de la probanza, los peligros afrontados por Gonzalo Jiménez, aun viejo y tullido, con tal de servir a la Corona a partir de la localización de nuevas riquezas. Según la declaración efectuada por Melchor de Quesada en 1576:
Considere vuestra altesa que a quarenta y tres años continuos que mi hermano no ha dejado de servir vuestra merced tanto y que vejez con tener ni pobreza ni enfermedades no han sido parte para impedirle que lo deje de continuar pues estando tullido sin poderse menear sino en silla de en brazos de hombres se ha de llevar y de esta manera se pone en los mayores peligros y afrentas y dificultades [...]. (Probanza, 1576, fol. 538v)
Si tomamos el relato de Melchor de Quesada como verídico, podríamos afirmar que Gonzalo Jiménez de Quesada, tan solo tres años antes de morir, pobre, viejo y enfermo, aun porfiaba -o al menos eso quería demostrar- por conquistar tierras y servir con las riquezas obtenidas a la Corona. Surgen entonces dos preguntas: si el conquistador terminó sus días en medio de una pobreza acarreada -como la de muchos conquistadores- por una vida de lujos y derroche24, esperando además una respuesta del rey que nunca llegaría, ¿por qué se afianzó la idea de la codicia y la riqueza desmedida del conquistador? Y más allá de esto: ¿Qué finalidad tenía, a pesar de las penurias y trabajos, intentar pacificar y conseguir oro en tierras inhóspitas donde era casi seguro que no se hallaría excesiva riqueza?
Detengámonos sobre la primera cuestión. Uno de los problemas recurrentes de la historiografía centrada en el periodo de Conquista ha sido el de la fiabilidad de las fuentes. El historiador -como lo han señalado Alfonso Mendiola (1995 y 2003) y Jaime Borja (2002)- ha tendido a leer las crónicas de conquista y las probanzas de mérito como documentos establecidos desde el paradigma de verdad propio del mundo contemporáneo, omitiendo así que dichos documentos pertenecen a una realidad muy diferente de la nuestra. Probanzas, crónicas y documentos propios del contexto de la conquista deben ser interpeladas, no desde el paradigma de "fuente" establecido en el siglo xix, sino más bien a partir de la reconstrucción del horizonte de expectativas que los produjo. La realidad que transmiten estos documentos es, en este sentido, construida a través de un lenguaje en el que tanto la "pobreza" y los "trabajos" del conquistador como las ingentes cantidades de oro obtenidas, emergen como verdades retóricas 25 dirigidas a convencer al rey de los "servicios" prestados a la Corona.
Aquí, una crónica como la de Bernal Díaz del Castillo26 no dista mucho de la probanza presentada por Melchor de Quesada en defensa de los méritos y servicios de su hermano. En ambos casos lo que guía la pluma no es la búsqueda de la verdad, sino más bien la necesidad de demostrar proezas susceptibles de ser recompensadas. Muchos conquistadores espoleados por las leyendas de tierras plagadas de riqueza idearon, dentro de este marco, historias maravillosas con el fin de que les fueran autorizadas nuevas expediciones. Otros, envueltos en riñas, desacatos o por haber actuado a nombre propio y sin permiso de la Corona, terminaron inventando paraísos, esgrimidos como fórmula para no perder lo poco que habían conseguido. Este es el caso de vasco Núñez de Balboa. Consciente de su desacato y de las constantes quejas que llegaban a Castilla sobre su proceder en las nuevas tierras, el descubridor del océano Pacífico decidió enviar un largo memorial al rey demostrándole sus hallazgos en las Indias. Según el conquistador, las tierras por él descubiertas eran las más fructíferas en metales y joyas. Allí -siguiendo su narración- se encontraban "granos de oro como lentejas", las perlas abundaban y se hallaban parajes en los que todo era riqueza27.
El conquistador extremeño, que no solo buscaba librarse de un juicio por desacato sino también reclamar para sí la gobernación de las tierras descubiertas, estableció -siguiendo lo planteado por Bethany Aram- una narración ficticia sobre sus hallazgos, en la que las cantidades de oro y perlas se incrementaban con el único fin de deslumbrar al monarca28. A pesar de esto, el teatro establecido por Balboa se desmoronaría en 1514 con la llegada de Pedrarias Dávila. El gobernador nombrado por Carlos V pondría en evidencia la cruda realidad del Darién americano: tierras anegadas, indios belicosos, problemas para el asiento y unas cuantías de metales y perlas que para lo único que servían era para llenar el pomposo nombre con el que Balboa había bautizado aquella tierra: Castilla de Oro (Aram, 2008, pp. 141-142).
Lo ocurrido con Balboa, más allá de ser un caso atípico, se repetirá con otros conquistadores de la Nueva Granada. Cada uno de ellos, buscando salvaguardar su empresa, dará forma a una leyenda áurea inscrita en cartas, crónicas y probanzas que, leídas por el historiador como "fuente de verdad", darían vida a nuestra visión de la conquista. Si bien es cierto que la cuantiosa extracción de metales de América se sitúa como un hecho innegable, la observación detenida de cada uno de los procesos de exploración introduce diferentes matices que permiten cuestionar la idea, aun corriente, de un "Dorado" saqueado sin dilación por los europeos. La expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada es una prueba de ello.
La intención de defender el hallazgo de la Nueva Granada como una fuente de riquezas, planteada por Jiménez de Quesada en su probanza de méritos, queda atestiguada en las palabras de Pedro de Lazebo Sotelo, secretario del conquistador y reemplazo del mismo en la tenencia de la encomienda de Suesca (Rodríguez, 2003, p. 58). Lazebo, exaltando la obra de Jiménez , lo presenta como el descubridor de un reino "que es tan rico como los demás, por la mucha riqueza que este reino ha dado a su magestad y las muchas piedras esmeraldas que en el se han descubierto de tanto valor y prescio" (Probanza, 1576, fol. 550v). El discurso, tendiente aquí hacia la comparación con la conquista de "otros reinos", no se corresponde con la verdad, en la medida en que el oro y la riqueza de la Nueva Granada no era equiparable -como ya lo hemos visto- a lo aportado por el Perú o la Nueva España. Si esto era así, centrémonos ahora sobre el segundo interrogante antes formulado: ¿Qué finalidad tenía, a pesar de las penurias y trabajos, intentar pacificar y conseguir oro en tierras inhóspitas donde era casi seguro que no se hallaría excesiva riqueza? En la medida en que Jiménez de Quesada había llegado a su vejez sin consolidar el dorado sueño que lo había impulsado desde Santa Marta, debía haber algo más que el oro en las motivaciones de su probanza. La respuesta es entonces que el conquistador, más que oro, buscaba títulos, tierras y mando.
Jiménez de Quesada, un "señor" para el Nuevo Mundo
La idea comúnmente aceptada de que los conquistadores surcaron el océano con el único fin de saquear a los pueblos amerindios ha desviado la atención del historiador, llevándolo a omitir elementos que complejizan la interpretación de lo sucedido tras el choque entre los dos mundos efectuado a lo largo del siglo xvi. La conquista, si bien estableció un saqueo producto del ya mencionado carácter medieval de la conformación de las huestes que llegaron al Nuevo Mundo, se planteó -fundamentalmente- como un escenario propicio para que los "hijosdalgo" que arribaban como capitanes de hueste -o sus soldados- intentaran hacerse a privilegios propios de la alta nobleza castellana. Esto se hace evidente al leer probanzas como las de Gonzalo Jiménez de Quesada en la que, por encima del oro, se manifiesta la constante súplica de mercedes traducibles en el otorgamiento de títulos, tierras, encomiendas y cargos de poder. Prueba de lo anterior es que el mismo Jiménez de Quesada, luego de repartir el botín entre su hueste, decidió asentarse en la tierra de los muiscas, dando vida en abril de 1539 a un poblado -futura Santafé de Bogotá- que le permitiría, no solo proteger lo conquistado, sino también encaminarse a España buscando regresar al Nuevo Mundo ya no como soldado, sino como gobernador de las tierras obtenidas (Mejía, 2012, pp. 58-61). Las aspiraciones del conquistador, cifradas en la obtención de un título o mercedes derivadas de la conquista, quedaron registradas en las palabras del licenciado Ruy Pérez de Ribera, las de Antonio de Berrío y las de Melchor de Quesada29, apoderados de Gonzalo Jiménez de Quesada, investidos desde 1576 con poderes para solicitar "al Consejo de Indias o cualquier Consejo": "qualesquiera mercedes assi de propiedad de Yndios de encomienda como de vasallos y de rentas y acrecentamientos e asientos de cumplimientos de cualquier governacion tomadas o no tomadas las dichas capitulaciones con su magestad" (Probanza, 1576, fol. 540r).
Las peticiones de "qualesquiera mercedes", reiteradas a lo largo de la probanza por los diferentes testigos que participan en esta causa, más allá de considerarse como el mecanismo para acrecentar una supuesta fortuna ya alcanzada, deben leerse como el fruto de una mentalidad en la que el poder y la honra eran superiores a la riqueza. El oro -o las riquezas- en este sentido, solo son funcionales en la medida en que pueden servir como camino para alcanzar títulos, vasallos, y una condición "nobiliaria" igual, o por lo menos similar, a la gozada por la nobleza castellana. Cabe señalar aquí que sujetos como Gonzalo Jiménez de Quesada - así como los demás conquistadores que surcaron el Atlántico- crecieron en medio de una sociedad fuertemente jerarquizada, en la que los señores, dueños de la tierra y las riquezas, se ubicaban como el eslabón que mediaba entre la realeza - el rey y su corte- y el pueblo llano. Aunque la historiografía ha tendido a subrayar el desmonte de la estructura señorial castellana con el avenimiento en 1475 del reinado de Isabel de Castilla y su esposo Fernando de Aragón, es claro que dicha transformación fue lenta, y solo se consolidó a partir de las reformas llevadas a cabo por los borbones en el tardío siglo XVIII30. Si bien es cierto que el reinado de Isabel fortaleció el poder de la Corona en detrimento de las estructuras señoriales consolidadas en el reinado de su hermanastro y antecesor Enrique IV (Edwards, 2001, pp. 13-34), también lo es el hecho de que su reinado terminó afianzándose a partir del pacto con algunos de dichos señores. En este orden de ideas el gobierno de los católicos se situó -como señala John Elliott- como el motor de "una sociedad medieval renovada" (Elliott, 2002, p. 114), estructura articulada a partir de fundamentos tradicionales bajomedievales, ensamblados con elementos innovadores que se podrían denominar como "modernos".
La expansión transatlántica, mediada por este contexto, estuvo forjada entonces por hombres que veían en las nuevas tierras, no solo la oportunidad de enriquecerse, sino también la coyuntura más adecuada para ascender socialmente, cambiando su posición de "subditos" por la de "vasallos" del rey. La diferencia, aunque parece mínima, descansaba sobre la misma estructura señorial perpetuada en la península a lo largo de la Edad Media y vigente aún en tiempos de los reyes Católicos y los primeros Habsburgo. Según este criterio subdito era todo aquel que nacía sujeto a la potestad del rey -el pueblo-, mientras que vasallo se consideraba a toda persona que tenía merecimientos, por su servicio a la Corona, para establecer un pacto directo con el monarca. La alianza, sellada con títulos y prebendas, les aseguraba a los nobles señores la pertenencia a la "familia simbólica del rey", estatus que finalmente los diferenciaba del pueblo llano y los convertía en parte del escaño señorial (Rivero, 2011, p. 135). Los conquistadores, en el momento de su partida, más allá de ser considerados en algunos casos hidalgos, es decir, "la persona de sangre, casa y solar conocido"31, seguían siendo tenidos por súbditos del rey, y, por ende, como inferiores a la nobleza.
Las historias de las grandes familias castellanas (los Pacheco, los Mendoza, los Alva) -esos denominados como "grandes de España"-32, habían nutrido en medio de este escenario de segregación social las ambiciones de campesinos y soldados, muchos de los cuales luego cruzarían el océano viendo en ello el posible cumplimiento de sus sueños. Gracias a esto es común observar en las probanzas la constante defensa de los "servicios prestados al rey" por el conquistador, aspecto que solo es comprensible dentro del horizonte social antes mencionado. Como señala Jorge Gamboa siguiendo las ideas de James Lockhart:
La aspiración de la mayoría de los inmigrantes era lograr una buena posición social o retornar a España. No eran aventureros errantes que vagaban por siempre de un lugar a otro. Si lograban obtener una buena encomienda, ya tenían garantizado un lugar destacado dentro de la naciente sociedad colonial. Solo continuaban su camino en busca de nuevas conquistas y riquezas si había posibilidades muy fuertes de mejorar la posición ya adquirida. (Gamboa, 2002, p. 16)
Al leer la retórica de la probanza en el marco del horizonte de expectativas de quien la produce, se hace evidente que lo que se esconde en ella -más allá del afán de riqueza- es la búsqueda de ascenso social a la que apunta Gamboa. En el caso de Jiménez de Quesada, su hermano Melchor es enfático al destacar los múltiples servicios brindados por el conquistador al rey. Siguiendo las palabras consignadas en la probanza:
[...] El dicho adelantado Ximenez de Quesada [llevó] ocho compañías de infantería en que hubo quatrocientos ynfantes y ciento de a caballo y por aver de ser su biaxe y descubrimiento por el rio grande de la magdalena arriba en bergantines que mando hacer llevo otros doscientos hombres que por todos fueron setecientos esto a su costa y de sus soldados sin que su Magestad ayudase para ello con cosa alguna y con este ejercito camino la tierra dentro año y medio pasando grandes infortunios peligros y trabajos y con el ardiente zelo del servicio de su Magestad todos los allanaba y con deseo de acrecentar su corona y estado y fueron tales y tan excesivos los trabajos que de setecientos hombres que sacó de Santa Marta no quedaron bivos cuando llego al Nuevo reino de granada que descubrió conquisto y gano y pobló el dicho adelantado. (Probanza, 1576, fol. 538r, la negrilla no es propia del original citado)
El infortunio y los grandes trabajos acometidos con el único fin de "servir a su Magestad" y "acrecentar su Corona y estado", se sitúan aquí como un mecanismo retórico tendiente a respaldar las diferentes peticiones incluidas en la probanza. La disposición de los argumentos, así como la exaltación de la obra del conquistador buscan "persuadir" al consejo del rey para que le conceda "mercedes". Por esta razón, luego de realzar los servicios, la narración deriva en la petición de recompensas:
[A] este descubrimiento del rreino se le da el primer lugar de desventuras espantosas y de trabajos nunca vistos y de otras calamidades nunca pensadas en la imaginación de los hombres indianos y después de conquistado e poblado el dicho rreyno yo acudi a españa a suplicar a Vuestra Magestad por la gratificación de un servicio semejante pretensión mia fue siempre la que será hasta postrer boqueada de la vida. Si en este entermedio no fuere gratificado que pues a los marqueses del Valle [se refiere a Hernán Cortés] y Pizarro que el uno descubrió la nueva España y el otro el pirú se le avian dado cada veyntemill vasallos con jurisdicción y cada sesentamil ducados de rrenta: cuya renta aya mas crescido en mucho mas numero que este que ami rata por cantidad se me diese ochomil vasallos de la misma manera y veinte mil ducados de renta. (Probanza, 1576, fol. 542r)
Estas palabras del propio Gonzalo Jiménez de Quesada evidencian su afán de ser gratificado mediante rentas y vasallos, demandas que sustenta a partir de la comparación con las conquistas de la Nueva España y el Perú. Jiménez, proclamado en su probanza como "el tercero capitan del descubrimiento de estas indias porque después del descubrimiento de la nueva España de Hernando Cortés y después del de don Francisco Pizarro que descubrió el Pirú fue el tercero descubrimiento el deste Nuevo Reino" (Probanza, 1576, fol. 548r),33 se basó en la comparación para exigir rentas, vasallos y el título de gobernador en "qualquier gobernación", aludiendo además a su extrema pobreza. La precaria situación monetaria del conquistador se convierte así en otro de los ingredientes retóricos de su probanza, circunstancia esgrimida, aun a pesar de los indios y las rentas que le habían sido concedidas previamente por el rey. Siguiendo el documento, a Jiménez de Quesada el emperador Carlos V ya le había otorgado el título de "adelantado del Nuevo Reino de Granada", al cual se le asociaban "tres mil pesos de renta". A la cuantía se le sumaba además la encomienda de Suesca y "ciertos yndios que habían sacado en tierra caliente que fue lo último que se le dio" (Probanza, 1576, fols. 552r y v). A pesar de esto Pedro Mora del Pulgar, otro de los testigos presentados por Jiménez de Quesada, señaló el 9 de junio de 1576 que el conquistador:
[Está] muy empeñado y adeudado y no tiene bienes muebles ni raíces ni este testigo se los conoce, ni aun casa en que vivir sino muchas deudas en mas cantidad de cuarenta mil ducados cedidos la mayor parte de las del gasto de las dichas jornadas y descubrimientos. (Probanza, 1576, fol. 552v)
La pobreza del conquistador, instaurada como verdad retórica en la probanza, tiende a la ratificación no solo de las peticiones ya mencionadas, sino también de la perpetuación de las mismas, en favor de sus hermanos y herederos. De esta forma Pedro Mora del Pulgar argumenta que "su magestad descargando su rreal conciencia le debe de hacer esta merced de la perpetuidad que el dicho adelantado pretende con mayor renta de la que tiene y la jurisdicción de los vasallos que pide" (Probanza, 1576, fol. 553r). Las palabras dejan en evidencia la intención claramente "señorial" de Jiménez de Quesada, materializada tanto en la petición de títulos y vasallos, como en el ruego de la perpetuación de los mismos, solicitud fundada en el hecho de que a Cortés y Pizarro ya se les había asignado "perpetuidad con jurisdicción y vasallos" (Probanza, 1576, fol. 550v).
Al leer esto con detenimiento, las palabras "perpetuidad", "jurisdicción" y "vasallos", se sitúan como las bases del sistema feudal, establecido a partir de la tenencia heredable de una tierra o feudo al que se asignaban vasallos34. Aunque en América la encomienda nunca se vinculó a la tierra, como si ocurría con el feudo señorial, esto no fue óbice para que los conquistadores pretendieran el establecimiento de feudos en el Nuevo Mundo. La encomienda permitió a los conquistadores dejar de lado la aventura y la búsqueda de oro, para establecerse en las provincias y los nacientes centros urbanos bajo el manto de seguridad que les ofrecían las rentas derivadas del trabajo indígena. Sobre esta base -como señala Jorge Gamboa- los conquistadores lograron constituir un círculo cerrado en el que el poder político, social y económico se esgrimía bajo la premisa de haber sido "los primeros conquistadores" (Gamboa, 2002, p. 21). El fenómeno derivaría en una pretendida feudalización de la encomienda, impulsada a partir del afán de los conquistadores por controlar tierra, indios y poder.
La conducta de Jiménez de Quesada fue -en este sentido- tan solo una más dentro del cúmulo que engendró la conquista a lo largo del siglo XVI. En la Nueva Granada, por ejemplo, Hernando de Rojas, vecino de Tunja y miembro de la hueste de Sebastián de Belalcázar, alegaba en 1567, no solo haber servido al rey "en las partes de Ungria y Alemania y los campos y exercitos de su magestad imperial contra el Gran Turco", sino también en "compañía de Sebastián de Benalcazar en Cartagena, Urabá, Quito y Popayán" donde prestó sus servicios para "pacificar, poblar y sustentar las dichas provincias" (Probanza, 1567, fols. 68r y v). Estos "trabajos", realizados por Rojas "con su persona, armas y caballo", se sumaban a la defensa de la Corona "quando los tiranos Gonzalo Pizarro e Alvaro de Oyón y Lope de Aguirre se alzaron y rrebelaron contra el servicio de su magestad en ciertas provincias cercanas de este rreyno" (Probanza, 1567, 69v). La lealtad y los servicios al monarca son esgrimidos en repetidas ocasiones en la probanza de Rojas -al igual que en la de Quesada- con el único fin de alcanzar títulos y encomiendas. Rojas, a pesar de tener asignadas ya dos encomiendas, solicita al rey el acrecentamiento de las mismas, así como rentas o una gobernación que le permitan vivir de acuerdo a su rango, debido a que "ha padecido y padece mucho trabajo por su grandísima pobreza y necesidad por tenerlo como tiene quatro hijos legítimos demás de los naturales y el sustento de todos ellos depende del dicho Hernando de Rojas" (Probanza, 1567, fol. 118r).
Las acciones de este tipo se repiten una y otra vez como parte de un fenómeno en el que capitanes y soldados, por igual, atestaron los tribunales con demandas de rentas y privilegios35. Aunado a esto, conquistadores como Jiménez de Quesada - como eco de la clase señorial castellana- buscaron hacerse a todo tipo de prerrogativas de cuño bajomedieval o feudal. Blasones, acceso a órdenes de caballería36, y títulos nobiliarios comenzaron a ser codiciados, dando forma a una avalancha de solicitudes que mantuvo en jaque a los consejeros del rey quienes, en su mayoría, rechazaban las peticiones. En el caso de Gonzalo Jiménez de Quesada es reiterativa dentro de su probanza la referencia al título de "Marqués del Valle de Oaxaca" concedido por Carlos V en 1529 a Hernán Cortés (Chevalier, 1951, pp. 48-61). La insistencia del conquistador tiene que ver con la pretensión de obtener un título similar. Adicionalmente, Jiménez de Quesada, al igual que muchos de los soldados que integraban las huestes conquistadoras37, solicitó al emperador permiso para portar un blasón de armas, licencia que le fue otorgada en 1547 como premio por sus servicios. El escudo, diseñado por el propio interesado, no solo destacaba en sus cuartiles el rango militar del adelantado como capitán y conquistador, sino que también daba cuenta de sus hazañas en el Nuevo Mundo. Las montañas, el mar y las esmeraldas insertas como símbolos dentro del escudo, subrayaban lo alcanzado por Jiménez de Quesada, brindándole un aire de nobleza a su persona y sus propios esfuerzos (Friede, 1953, s. p.).
Concesiones de este tipo evidencian el estatus nobiliario al que aspiraba el conquistador, aún por encima de la riqueza, pretensión que al final sería minada por la propia Corona. La idea de la codicia aurífera palidece aquí bajo la luz de un horizonte de expectativas que iba mucho más allá de la riqueza momentánea. Esta se situaba como una pieza más de un entramado dirigido a afianzar una posición señorial que emulara la de los "grandes de España". Ser señor en las nuevas tierras y perpetuar su señorío fue la verdadera "codicia" que impulsó a Jiménez de Quesada, un anhelo perseguido por años que, finalmente, jamás llegaría a materializarse.
El ocaso del conquistador: entre el oro y la ruina
Siguiendo los datos aportados por sus biógrafos, Gonzalo Jiménez de Quesada murió en Mariquita en 1579, vencido no solo por la malaria, sino también por el evidente olvido del rey y la corte española. Murió mientras perseguía el Dorado, un anhelo que, al igual que sus peticiones al monarca español, jamás abandonaría38. Sus últimos años de vida, así como el proceso asociado a su probanza de méritos, estuvieron dominados por la situación marginal a la que se vieron reducidos los conquistadores luego de que la Corona entendió como un peligro las pretensiones señoriales que se cernían sobre el Nuevo Mundo.
En este sentido, las leyes nuevas de 1542 se situaron como el primer paso hacia el desmonte de las aspiraciones señoriales de los conquistadores. Más allá de las constantes denuncias relativas al maltrato de los indios, lo que en realidad terminó moviendo a emperador Carlos V a sancionar las nuevas leyes fue el creciente empoderamiento de los conquistadores, fenómeno vinculado además a conflictos de poder con la Iglesia indiana y los emisarios reales39. Como producto del cambio en el marco legal se ordenó que "ningún visorey, gobernador, audiencia, descubridor ni otra persona alguna" pudiera encomendar indios. Al mandato se sumaba la orden de que toda encomienda cesara a la muerte de su tenedor, disposición que minaba las aspiraciones de los conquistadores, tendientes a perpetuar en sus herederos el "poder señorial" que habían obtenido (Crespo, 2010, pp. 84-86). Esto se hace evidente en la probanza de Gonzalo Jiménez de Quesada, documento en el que, tras reconocer el "no tener hijos", se solicita:
[Que por justicia se reconozcan sus servicios en sus] muchos sobrinos pobres en quien desea se conserve el vestigio de tales y tan señalados servicios y que de la manera que en la corona real quedara incorporado el Nuevo Reyno de Granada y en las crónicas el nombre del adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada conquistador que aya en el mundo quien representando su memoria pueda decir este es el premio y merced que se le hizo al adelantado Ximenez de Quessada mi hermano y antecesor porque descubrió pobló y conquistó este nuevo reino de Granada por lo qual humildemente suplico a Vuestra Alteza que teniendo consideración a lo que he dicho y a otras muchas cosas que por no enfadar no refiero [justicia] los ojos de clemencia que suelen a la bejez del adelantado a la pobreza de sus parientes y a sus muchas deudas y a sus grandes y tan señalados servicios y representándoselos a su Majestad le favorezcan. (Probanza, 1576, fol. 538v)
Aquí, nuevamente, el oro o la riqueza quedan marginados frente a prebendas materializadas en títulos y encomiendas que, siguiendo el anhelo del conquistador, debían mantenerse en manos de sus herederos: en el caso de Jiménez de Quesada, sus hermanos y "sobrinos pobres". Sin embargo, el parecer de la Corona era otro: anular, a toda costa, el poder del conquistador. Como señala Daniel Crespo, "el temor regio de que en las Indias se reprodujese lo peor del sistema feudal como limitante de la autoridad real" quedó en evidencia cuando los virreyes y las audiencias implantaron las nuevas leyes enfrentándose a conquistadores que, como Francisco Pizarro en el Perú, acumulaban cargos y poder, restando significancia al carácter gubernativo de la monarquía hispana (Crespo, 2010, pp. 181-182).
En la Nueva Granada el caso no fue muy diferente y, aunque no alcanzó la dimensión de la rebelión organizada por los conquistadores en el Perú40, sí puso de manifiesto el malestar de los conquistadores, formalizado en los choques con la Real Audiencia. Siguiendo las palabras de Juan Rodríguez Freyle en su obra El Carnero, el oidor Melchor Pérez de Arteaga fue quien en Santafé leyó el auto de las leyes nuevas, para informarles a los conquistadores lo que el rey había decidido. Jiménez de Quesada, junto a otros como el capitán Alonso de Olalla, acudieron a la sala del acuerdo -despacho del presidente de la Audiencia- "con las espadas desnudas, las puntas en alto", profiriendo insultos en contra de María de Dondegardo, quien fungía como presidenta encargada en ausencia de su marido Andrés Díaz Venero de Leyva (Rodríguez, 2003 pp. 95-96). El evento, que no pasó a mayores, se hallaba vinculado a dos fenómenos: la puesta en marcha de las leyes nuevas y la erección definitiva de la Nueva Granada, en abril de 1550, como Real Audiencia. Ambos aspectos, separados por casi una década de diferencia, solo llegarían a materializarse en 1564 con la llegada de Andrés Díaz Venero de Leiva, investido como presidente de la Real Audiencia.
La llegada del funcionario elegido por Felipe II tuvo como finalidad, no solo la de ejercer plenas funciones gubernativas y judiciales, sino también la de fortalecer el dominio de la Corona sobre los territorios de ultramar (Aguilera, 1992, pp. 4-6). Este nuevo ingrediente complicaba aún más la situación de personajes como Jiménez de Quesada, asentados sobre un poder que poco a poco se desmoronaba. La probanza de méritos del conquistador es también esclarecedora en este sentido, al dar cuenta de la enemistad surgida entre Venero de Leyva y los conquistadores. Lo narrado en el documento demuestra que Venero impidió a Jiménez de Quesada ordenar expediciones por su cuenta, además de mermar las "rentas perpetuas" del conquistador, acción que lo llevó a múltiples querellas (Probanza, 1576, fol. 543r y v). Esto explica el hecho de que Jiménez de Quesada no hubiera escatimado palabras para dar cuenta de la supuesta inquina del presidente, al señalar que Venero de Leiva:
Arto azote a sido mio aunque no bastante según mis pecados que a salido el de su estudio venga a hazerme una guerra cruel aquí y en España tomando por título y color para ello el nombre de justicia contra aquel que casi que antes que el naciese a lo menos antes que le naciesen las barbas me avian salido ya canas en servicio de Vuestra Magestad. (Probanza, 1576, fol. 543v)
Ateniéndonos a lo narrado por Jiménez de Quesada, Venero de Leiva se convirtió en un enemigo de los conquistadores, a partir de una profunda crítica al sistema de gobierno que se había establecido en Indias. Para Venero -siguiendo lo señalado por la profesora Diana Bonett- la ambición de los conquistadores se sumaba a toda una serie de arbitrariedades, cobijadas bajo la "burlería con que se actuaba en la probanza de servicios". Para el presidente, el estado en que se hallaban las cosas en el Nuevo Reino de Granada ameritaba una transformación total (Bonnett, 2009, pp. 64-65). Como se puede observar la tensión de Venero hacia Jiménez de Quesada, más que con una animadversión personal, tuvo que ver con el giro político que la Corona española imprimió, desde la segunda mitad del siglo xvi, en el gobierno de las Indias Occidentales. Las pretensiones de los conquistadores, manifestadas en la ya mencionada avalancha de solicitudes señoriales, tendía hacia una feudalización de América. Como remedio a este problema, a Felipe II no le bastaron las "Leyes Nuevas" promulgadas por su padre, ni la revocatoria de ciertos títulos y mercedes -verbigracia el título de "Capitán General de la Nueva España y la Mar del Sur ostentado por Hernán Cortés" concedido en 1529 y revocado en 1536 (Crespo, 2010, pp. 150-151) -, por lo cual fortaleció el control de América a partir de su burocratización, cercando así a todo conquistador bajo el yugo de la Corona41. En consecuencia, Venero de Leyva "no le tenía buena voluntad" a Jiménez de Quesada ni a ningún conquistador, "según del mismo presidente lo entendía" Juan de Párraga, otro de los acompañantes del fundador de Bogotá que sirvió como testigo en su Probanza (Probanza, 1576, fol. 554r).
Ahora bien, vale preguntarnos ahora ¿qué papel tuvo el oro en este contexto? La escasez del metal, asociada a su búsqueda infructuosa, fue superada a partir de la década de 1540, cuando se dio el hallazgo de grandes yacimientos de plata. Como ha señalado John Elliott,gracias al descubrimiento de las minas de Potosí (en 1545) y Zacatecas (en 1546), la plata americana se convirtió rápidamente en uno de los bastiones económicos de la monarquía (Elliott, 2006, p. 154). Sobre este no solo descansaba el pago de las guerras y los compromisos en Europa, sino también el acceso a los diferentes préstamos que sostenían la maquinaria imperial. Las minas americanas representaban buena parte de la economía hispana y, por lo tanto, la Corona buscó siempre hacerse a su control. Sin embargo, la monarquía nunca pudo tener un dominio directo sobre las minas. Aun cuando la Corona impidió que los conquistadores pudieran tener dominio sobre el oro y la plata, su proceso productivo debió ser otorgado a particulares que cobraban por su trabajo para asegurar el porcentaje de metal que debía enviarse al rey (Elliott, 2006, pp. 154-155). Esta dinámica, que pervivió casi inmutable hasta el siglo xviii, traería consigo toda una serie de manifestaciones ajenas a la estructura de la Hacienda hispana. Contrabando y desfalcos se sumaron al fortalecimiento de unas nuevas élites mineras americanas que, bajo los rasgos de "economías locales", socavaron un control que nunca pudo ser completo por parte de la Corona española42.
Conquistadores como Jiménez de Quesada, Hernán Cortés o Francisco Pizarro, por su parte, murieron, o bien a manos de quienes disputaban sus privilegios -en el caso de Pizarro-, o bien a la espera de una resolución de la Corona frente a las prebendas que, como pago a sus servicios, solicitaban. Este fue el caso de Hernán Cortés o el mismo Gonzalo Jiménez de Quesada.
A modo de conclusión: Apostillas a una lectura crítica de las fuentes clásicas sobre la conquista del Nuevo Reino de Granada
Autores como Miguel Ladero Quesada, siguiendo la huella de otros historiadores como Luis Weckmann, han hecho énfasis en la pervivencia de las formas de ver el mundo y los valores propios de la Edad Media, dentro de la estructura socioeconómica propia de la temprana modernidad. Este fenómeno, desplazado hacia América como fruto del proceso de exploración y conquista, determinaría -como señala el mismo autor mencionado- una asimilación de las "nuevas realidades" a partir de códigos típicamente medievales (Ladero Quesada, 1994, pp. 132). La realidad feudal, moribunda pero aun no desaparecida, los ideales caballerescos y nobiliarios, y la búsqueda de ascenso social, se convirtieron así en "latencias" del conquistador; ideales a alcanzar en el Nuevo Mundo. Gonzalo Jiménez de Quesada era hijo de este contexto. Su nacimiento e infancia, desarrollada dentro del marco del ocaso del reinado de los Reyes Católicos y los primeros años del de Carlos V, determinó que el medio en el que creció estuviera dominado por las historias de la grandeza de la guerra de Granada y las añoranzas de una casta guerrera que había obtenido títulos y riqueza, esgrimiendo como únicos argumentos para tales mercedes su valor y su destreza con la espada en medio de la Reconquista. Las armas habían permitido a muchos cerrar la brecha entre pobreza y nobleza, gracias a las acciones desarrolladas en Granada, la Berbería africana y la Conquista Canaria (Ladero, 1994, pp. 105-107). Como antecedentes de la conquista de América, estas guerras sembraron en personajes como Gonzalo Jiménez la aspiración de dominar tierras y riquezas para ponerlas al servicio del rey, lo cual debía traducirse en mercedes, títulos y rentas, tales como las obtenidas por quienes lucharon en Canarias o las guerras bajo medievales hispanas.
Este contexto, claro para algunos historiadores, ha sido marginado por buena parte de los historiadores coloniales de nuestro país quienes, desde una perspectiva nacionalista, han deslindado totalmente lo colonial neogranadino del contexto global propio del Imperio español del que la Nueva Granada -como Reino- hizo parte. Estudios clásicos sobre el expolio aurífero como los de Hermes Tovar, que siguen citándose hoy como "fuentes de autoridad" en materia de conquista, son muestra de este fenómeno. Llama la atención aquí -sin negar el valor investigativo y heurístico que estos textos poseen- que dichos autores no vinculen el ethos del conquistador con el contexto propio de la España bajo medieval y de la temprana modernidad43, elemento que amerita una concienzuda revisión dirigida a introducir matices vinculados a una lectura global del fenómeno conquistador. Es dentro de este marco que el presente artículo busca hacer un aporte, reinsertando la historia de la conquista de la Nueva Granada colonial dentro del horizonte que la produjo, es decir el contexto sociocultural propio de la Castilla de los siglos xv y xvi.
Es este escenario, el del tránsito de lo medieval hacia lo moderno, el que permite cuestionar la idea de saqueo en medio de ese "rio tenue de oro que era la actual Colombia" (Tovar, 1997, p. 188). Frente a este panorama sugerimos - leyendo lo "colonial" en términos imperiales- que los conquistadores atravesaron el océano persiguiendo un "mito áureo" que nunca alcanzaron, pero que les sirvió como bien retórico para buscar hacerse señores del Nuevo Mundo. Probanzas como la de Jiménez de Quesada presentan grandes hazañas aparejadas siempre a inigualables tesoros, construcciones retóricas dirigidas a forjar algo mucho más valioso que el oro o la plata: el poder y la gloria. Las disputas finales de Jiménez de Quesada con la Real Audiencia son muestra de este anhelo, "una ilusión que se desvaneció" parcialmente cuando la monarquía tomó conciencia de que el poder de los conquistadores se cernía como peligro sobre el ánimo centralizador del Imperio español.
Vale mencionar aquí que a pesar de que la Corona, representada en hombres como Venero de Leiva, buscó desmoronar el poder de los conquistadores, su victoria solo pudo ser parcial. Esto puede ser explicado a partir de dos fenómenos: en primer lugar, muchos hijos, nietos y hasta bisnietos de conquistadores mantuvieron fuertes disputas con las autoridades coloniales, buscando no solo la restitución de títulos y encomiendas, sino también la concesión de mercedes en nombre de sus antepasados. De hecho, en Tunja y Santafé la encomienda pervivió hasta bien entrado el siglo XIX, momento en que para la mayoría de las regiones esta ya había desaparecido (Molino, 1976, pp. 54-60). En segundo lugar, muchos hijos y herederos de conquistadores y encomenderos, al ver sus posesiones y títulos amenazados, buscaron mantenerlos a través de su vinculación al entorno eclesiástico. Son diversos los casos de antiguos conquistadores, o parientes de estos, que mediante la ordenación sacerdotal se acogieron al fuero y la justicia eclesiástica para no perder títulos, encomiendas y rentas44. De esta manera, el legado de nobleza dejado por quienes surcaron el Atlántico persiguiendo sueños de hidalguía no se perdió del todo. Aun así, conquistadores como Jiménez de Quesada, que al igual que Ícaro soñaron alcanzar el sol, terminaron con sus alas derretidas para estrellarse con la única realidad posible: la de una monarquía que jamás permitiría a un súbdito hijo del pueblo convertirse en vasallo y, mucho menos, en señor.