Introducción
Los estudios sobre desastres naturales en América Latina, durante el período moderno temprano, se han incrementado en las últimas décadas. Esto se debe a que cada vez son más los investigadores que entienden el período posdestrucción como un laboratorio que permite examinar y evaluar aquellos patrones sociales, económicos y político de las sociedades afectadas, que suelen ser imperceptibles bajo circunstancias ordinarias (Alexander, 1997; Isenberg, 2006; Barton, 1969; Kern, 2010; Sorkin, 1982; Hirshleifer, 1987). Es la disrupción ocasionada en las sociedades humanas lo que convierte a estos eventos naturales en desastres. Por ello, el estudio de estos eventos conlleva a entender qué elementos específicos de estas sociedades afectan su vulnerabilidad e impactan su capacidad de respuesta frente a tales eventos (Olson & Gawronski, 2013; Espinosa Cortés, 2005; Palacios Roa, 2012).
A diferencia de otros desastres naturales, los terremotos no pueden prevenirse con mucha antelación, como ocurre, por ejemplo, con los huracanes. Los terremotos, además, se caracterizan por una magnitud intensa o violenta, ocurrencia repentina y frecuencia irregular. Sobre todo, de acuerdo con su intensidad, su efecto puede extenderse geográficamente, causando gran impacto material y emocional en las comunidades impactadas. En consecuencia, como señala Richard Olson (2000), los desastres tienden a convertirse en crisis políticas debido al creciente número y a la complejidad de demandas que la población afectada reclama al sistema político que la gobierna (p. 267). Afectadas por los desastres, las poblaciones demandan complejas respuestas de los gobernantes, tales como hacerse cargo de los heridos y los fallecidos, así como restablecer los servicios básicos (Sjoberg, 1962, p. 363; Seitz, 1982, p. 553). Estas son actividades que requieren mucha coordinación y manejo de recursos, que ponen a prueba la capacidad del gobierno en curso.
La Ciudad de Los Reyes o Lima, capital del moderno Estado peruano y del virreinato del Perú, bajo el gobierno de la monarquía española, se ubica sobre el llamado "Cinturón de Fuego del Pacífico", franja que se extiende alrededor del océano Pacífico, donde se concentra la mayor actividad telúrica y volcánica de todo el mundo (Lomnitz, 1974, p. 175; Urbina Carrasco, Gorigoitia, et al, 2016; p. 659). En la sección que se extiende a lo largo de Sudamérica confluyen las placas tectónicas de Nazca y la de América del Sur. Es esta confluencia que produce la configuración sismológica y fisonómica de la región andina, caracterizada por cadenas de altas montañas que corren a la par de un angosto desierto costero. Las fuentes de agua provenientes del altiplano forman muchos fértiles valles que atraviesan los áridos desiertos de la costa. Es sobre esta configuración geográfica que Lima se desarrolló, con varias ocurrencias telúricas que se reportaron desde las primeras crónicas dejadas por los conquistadores.
El terremoto del 20 de octubre 1687 es considerado el segundo más intenso que golpeó la ciudad de Lima durante el período colonial. A diferencia del terremoto de 1746, que concentra la mayor parte de estudios sobre terremotos dentro de la historiografía peruana, el de 1687 permite analizar un período de gobierno diferente (Pérez Mallaína, 2001; Walker 2002, 2004, 2008; Sánchez, 2003, 2005). Hacia fines del siglo XVII, la monarquía española estaba aún bajo el gobierno de los Austrias. Si bien recientes contribuciones han llevado a desestimar la tradicional definición de decadencia asociada a este período, este trabajo demuestra que las autoridades coloniales tuvieron la capacidad de hacer frente a la destrucción de la capital virreinal, echando mano de la flexibilidad y espacio de negociación que el sistema político les brindaba1. Estos oficiales reales implementaron medidas de corto y mediano plazo que permitieron reorganizar la administración de la ciudad y poner en marcha su reconstrucción. La respuesta expedita y organizada del gobierno colonial, liderado por el virrey, demuestra su capacidad para reaccionar eficazmente ante circunstancias extraordinarias. En este sentido, observamos que los terremotos y otros desastres naturales supusieron retos a las autoridades coloniales de Lima para evaluar su competencia al momento de cumplir con sus funciones.
Hay que tomar en cuenta que dentro de la cosmovisión occidental, importada a los Andes, las catástrofes, ya sean naturales o provocadas por el hombre, eran interpretadas como manifestaciones del poder divino. Este entendimiento sobrenatural de los desastres conllevó a que estas sociedades modernas tempranas se inmergieran en actividades de índole espiritual tras estos eventos (Walker, 2009, p. 22; Hanska, 2002, p. 128). No obstante, como lo demuestra este caso, dichos desastres requirieron que las autoridades adoptaran medidas prácticas para satis facer las necesidades básicas de la población de Lima y hacer frente a su reconstrucción. El análisis de estas tareas de reconstrucción, iniciadas poco después del terremoto, revela la capacidad de los oficiales reales en Lima para maniobrar condiciones críticas y hacer frente a un exiguo erario, sin desencadenar en un caos político y económico.
El evento destructivo
El terremoto de 1687 fue en realidad una serie de movimiento telúricos que iniciaron en la madrugada del 10 de octubre. Según las descripciones disponibles, el primero de estos movimientos ocurrió alrededor de las 4 de la mañana, cuando la mayor parte de la población de Los Reyes estaba aún durmiendo2. El caos y la confusión se apoderaron de todos los habitantes, quienes trataron escapar de sus hogares en medio de la oscuridad. Si bien muchos pudieron huir ilesos, con solo la ropa que llevaban puesta, otros perecieron aplastados por las paredes y techos que colapsaron o quedaron atrapados bajo los escombros. Poco después, un segundo movimiento de similar intensidad volvió a alarmar a los limeños3.
Tras este segundo temblor, el desconcierto y el pavor de los pobladores se incrementaron, aunque lo peor estaba por venir. El polvo de los edificios colapsados nublaba aún más las calles, pero las personas que lograron escapar se negaban a retornar a sus viviendas a pesar del frío y la oscuridad. Luego de la conmoción inicial, los que habían escapado ilesos ayudaban a atender a los heridos y a rescatar a quienes permanecían atrapados bajo los escombros. Muchos otros habían corrido a refugiarse a los varios templos que había en la ciudad, buscando confesarse para obtener alivio espiritual y aplacar la ira divina. De pronto, un tercer terremoto, mucho más intenso que los anteriores, azotó nuevamente la capital virreinal. Fue este temblor el que terminó por destruir los edificios que aún permanecían en pie. Las pérdidas materiales fueron incalculables, pues la mayor parte de las edificaciones en la ciudad quedó inhabitable. Las propiedades eclesiásticas en especial sufrieron mucho daño. Aun más trágico fue que la mayoría de las iglesias se derrumbó sobre aquellos que habían llegado a ellas buscando refugió y asistencia espiritual (Sifuentes, 2004, p. 111).
Estos movimientos telúricos también causaron gran destrucción en el puerto del Callo, el principal en la Mar del Sur, ubicado a un par de leguas (13 kilómetros aproximadamente) de distancia a Lima. Los múltiples daños materiales ocurridos en el puerto fueron pocos comparados con los que habrían de venir unas horas después, cuando un tsunami golpeó gran parte del litoral, inundó el puerto y destruyó los asentamientos colindantes. Así, por ejemplo, Pitipiti al norte, y los de Quilcay, al sur, pueblos de indios pescadores, fueron devastados (Álvarez Ponce, 2014, p. 44)4.
Cuando por fin amaneció, los habitantes de Lima pudieron visualizar la magnitud de la destrucción ocurrida. Muchos cuerpos inertes aún permanecían bajo los escombros de las viviendas caídas, incluyendo los de religiosos y monjas que quedaron atrapados en sus claustros. De todas las propiedades pertenecientes a las instituciones religiosas, que fueron entre las más afectadas, solo la Capilla del Sagrario, ubicada junto al palacio arzobispal, permaneció en pie. Sin embargo, tenía tantas grietas y estaba tan maltrecha que nadie se atrevía a entrar en ella (Mendiburu, 1934, p. 102; Fernández Montaño, 1688)5. El palacio virreinal, hogar del virrey y sede de la corte virreinal y de varias ramas de su administración, quedó completamente destruido. Los portales de la Plaza Mayor también quedaron en ruinas. En comparación con estas pérdidas del Gobierno civil y eclesiástico, las propiedades privadas sufrieron menos daños, aunque representarían gastos importantes para los particulares.
A pesar de que las propiedades de estos últimos resistieron el impacto de los temblores, sus moradores se negaron a permanecer en ellas. Estaban temerosos de regresar a ellas, pues creían que se derrumbarían en cualquier momento. Por ello, la gran mayoría de limeños buscaron lugares alternativos para refugiarse, prefiriendo espacios abiertos para construir viviendas temporales con los residuos que habían quedado de los derrumbes, o con materiales sencillos, como caña y paja.
Incluso los frailes y monjas tuvieron que abandonar sus claustros para refugiarse en jardines, plazas y solares desocupados. Por ejemplo, los frailes de San Agustín y Santo Domingo tuvieron que vivir en la finca llamada Chacarilla6. Algunas de las órdenes religiosas más afortunadas pudieron construir lugares de residencia temporales en terrenos dentro de sus propios terrenos y propiedades. Los miembros de la élite también pudieron reubicarse en espacios abiertos dentro de su propia propiedad, aunque además debieron de albergar a personas de todas las condiciones sociales que llegaban buscando refugio. La huerta San Jacinto, propiedad de Antonio Jiménez, por ejemplo, fue ocupada por diversos tipos de viviendas temporales (ranchos, pabellones y barracas) construidas por quienes llegaron a guarecerse en ella. Fue tan dilatado el tiempo que estos huéspedes temporales se quedaron que incluso construyeron una escuela para niños y dos capillas, las cuales eran atendidas constantemente por sacerdotes. En la huerta El Cuero, propiedad de don Juan de Aliaga, muchas familias erigieron varias habitaciones entre los árboles. Este patio también tenía una capilla propia con su sacerdote. Tras abandonar sus viviendas, la población de Lima ocupó cada espacio disponible. Los más desafortunados tuvieron que acomodarse donde pudieron, como lo hicieron las beatas de Santa Rosa de Santa María, que no consiguieron nada mejor que un muladar (Fernández de Montaño, 1688).
El desorden que sucedió a los temblores en los siguientes días y semanas fue enorme. Las calles estaban cubiertas de escombros y los cadáveres empezaron a emanar un olor fétido. Las autoridades coloniales enfrentaron complicados retos para gobernar y controlar una población tan dispersa, puesto que los asentamientos temporales se esparcían incluso en las afueras de la ciudad. Esta dispersión de la población obstaculizó en gran manera la provisión de alimentos por las vías tradicionales. Por ello, la escasez y el hambre pasaron a formar parte de la vida cotidiana de la mayor parte de los limeños durante algunos meses después del sismo. La precaria condición de las viviendas temporales tampoco ofrecía protección contra las noches frías ni el calor del día, creando un ambiente propicio para la aparición de enfermedades.
Al describir el sentimiento generalizado de la población, el sacerdote dominico fray Domingo Álvarez (1687) dijo: "Hoy [Lima] llora miserable, [en] su ruina, toda su grandeza y edificios arrasados por la tierra"7. La situación de la ciudad era notablemente crítica. La destrucción general de la capital virreinal acentuaba la desposesión de su población. Pero no había tiempo para lamentarse. Las actividades de limpieza, reordenamiento y reconstrucción en la ciudad exigieron un trabajo arduo y agotador. La población necesitaba provisiones de alimentos básicos y agua para sobrevivir. Todas estas tareas representaron una prueba para la capacidad organizativa del gobierno colonial. La reconstrucción de Lima fue una enorme empresa que requirió del ingenio y organización de las autoridades coloniales.
Respuestas inmediatas de la administración colonial
El inesperado caos y destrucción sufridos conllevó a que la población de Lima requiriera asistencia espiritual y material tras el terremoto. Si bien el entramado administrativo en la capital virreinal era extenso, con muchos ministros pertenecientes a las diferentes ramas de gobierno que se albergaban en ella, fueron el virrey y los miembros del cabildo quienes rápidamente se organizaron para atender las necesidades materiales más inmediatas. En los meses que siguieron al desastre natural el virrey Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, convocó a los cabildantes, con quienes reactivó la administración de la ciudad, y coordinó su posterior reconstrucción. Para ello, el duque de la Palata se negó a dejar el centro de acción y decidió permanecer en una cabaña que se acondicionó en la Plaza Mayor para él y su familia. En una carta dirigida al rey, el virrey recordaba: "No quería alejarme del centro de la ciudad, ya que me parecía que sería un gran dolor para todos, ver que su virrey se aparta de ellos; y de mucho inconveniente cualquier distancia por las prontas y extraordinarias acciones con las que gobierno porque no hay tribunales..."8. Pese al improvisado estado de su nueva morada, el duque consideraba que esta le brindaba un lugar estratégico y céntrico para el desempeño de sus funciones.
La destrucción del palacio del virrey significó que su corte y las distintas dependencias del gobierno perdieran su espacio tradicional para discutir asuntos gubernamentales. Las reuniones de la audiencia real se suspendieron durante varios meses hasta que pudieron ocupar algunas cámaras temporales en la Plaza Mayor. Sin embargo, el virrey no suspendió las labores de la administración colonial y el cabildo trabajo diligentemente bajo sus órdenes. Sus miembros jugaron un papel importante durante el período de reconstrucción.
El virrey nombró a dos alcaldes adicionales para que asistieran a los dos oficiales que tradicionalmente ocupaban esos puestos en el consejo de la ciudad. El propósito de esta medida era que con el mayor número de alcaldes, estos pudieran implementar mejor las órdenes del cabildo y coordinar mejor la distribución de alimentos y recursos básicos a la población que se había reubicado en la ciudad y sus alrededores. El duque nombró, además, siete comisarios para que, junto con un alarife, evaluaran el estado de los edificios ubicados en las calles principales. De modo que se demoliesen aquellas estructuras que pudieran colapsar. También fijó el salario de alarifes, barretones y peones para evitar que estos trabajadores de construcción elevaran sus salarios, puesto que esto afectaría a los propietarios que tenían que asumir los gastos de reconstrucción de sus propiedades9.
La supervisión del aprovisionamiento de alimentos, así como el ordenamiento y limpiezas de la ciudad, eran tareas ordinarias del cabildo. Si bien los muchos escombros y la dispersión de la población dificultaban el desempeño de tales responsabilidades, la cercana vigilancia del virrey motivó a los cabildantes a esforzarse en cumplirlas. Por ello, estos se esforzaron en controlar el suministro de productos básicos como la carne, el trigo y el sebo. En general, los administradores reales comenzaron a supervisar con más cuidado las transacciones de bienes y servicios.
El creciente control impuesto por los miembros del cabildo se refleja en la sanción que otorgaron al proveedor de la carne, Alonso Sánchez de Bustamante. En 1685, los cabildantes habían concedido a Bustamante el suministro exclusivo de carne a la ciudad por el período de seis años. A cambio de ello, Bustamante accedió a pagar 80 000 pesos de a ocho reales en seis cuotas, por un período de seis años. Esta suma de dinero se destinó a la construcción de la muralla de la ciudad, que fue el más grande proyecto que el gobierno emprendió antes del terremoto. Debido al mayor control sobre suministro de alimentos, el cabildo identificó que el proveedor estaba ofreciendo carne de baja calidad, "mala y delgada". Luego de algunas deliberaciones, las autoridades locales decidieron reducir el precio de venta de la carne que proveía Bustamante como sanción al proveedor y para compensar a los consumidores. De manera similar, las actividades de abastecimiento del proveedor de sebo, capitán Roque Falcón, fueron sometidos a control. Al corroborar que estaba distribuyendo sebo "muy líquido", los cabildantes le impusieron una multa de 4000 pesos, que se destinaron a costear la reparación de la cárcel real10. De modo que es evidente que el Cabildo incrementó con más cuidado el suministro en la ciudad.
Además del aprovisionamiento de los productos de primera necesidad, el cabildo también se ocupaba de vigilar el precio justo de servicios y bienes que fueran bastante requeridos, con el fin de evitar su especulación (Moore, 1954, p. 170). La escasez y la dificultad para abastecerse de ciertos productos conllevó al incremento de sus costos. Para evitar este incremento, los oficiales reales fijaron el precio del sebo en 5 pesos la arroba y el del trigo en 4 pesos 4 reales. También establecieron los precios de los materiales de construcción. Así, por ejemplo, se fijó el cahíz de cal en 12 pesos; el millar de ladrillos en 22 pesos; el millar de adobes grandes en 34 pesos, y el de adobes pequeños en 32 pesos11. El control de precio de estos productos fue esencial para permitir a los propietarios conseguir los productos y servicios que iban a requerir para reconstruir sus propiedades dañadas.
Por tanto, podemos reconocer que el cabildo se organizó efectivamente para cumplir con las responsabilidades que tenía a su cargo. Y que, además, el virrey no solo supervisó de cerca estas tareas, sino que fue capaz de coordinar con esta institución local para atender a las crecientes necesidades de la población, apenas pasó la conmoción inicial de los temblores. El mayor control y vigilancia de los cabildantes hacia los proveedores de alimentos demuestra su capacidad de organización y respuesta frente a las condiciones extraordinarias producidas por el terremoto. La estrecha supervisión del virrey sobre el ayuntamiento probablemente creó y promovió una actuación más constructiva. Sin embargo, en conjunto, el virrey y estos oficiales reales pudieron elaborar un plan organizado y eficaz para hacer frente a las crecientes demandas de la población tras el terremoto.
Los retos económicos de las labores de reconstrucción
El terremoto destruyó, entre muchos otros edificios, las principales representaciones del poder real: el palacio virreinal, las casas del Cabildo y la catedral12. La reparación de las primeras dos primeras edificaciones ocupó directamente a los oficiales reales, que debieron echar mano a los fondos de la tesorería real. El duque de la Palata era consciente de la precaria condición del erario real, que enfrentaba un déficit severo. Por ello, la reconstrucción de estos edificios representaba un desafío financiero. A pesar de la necesidad imperiosa de reconstruirlos, el virrey sabía que su principal responsabilidad era procurar los periódicos envíos de remesas a la metrópolis para apoyar las diversas empresas del rey. Si bien la administración fiscal del virreinato había mejorado durante el gobierno del duque de la Palata, la condición del erario aún era delicada13. Cuando hubo gastos inesperados y excesivos, el duque optó por solicitar aportes de las principales instituciones de la capital virreinal, como el Consulado y las órdenes religiosas. Sin embargo, en esta ocasión, el daño material en las propiedades afectaba a muchas de estas corporaciones, que debían enfrentar sus propios gastos. Por tanto, estas se veían limitadas en su capacidad de financiar otros proyectos de reconstrucción.
Aunque los costos de estos proyectos eran altísimos, el virrey estaba decidido a materializarlos. Reparar el palacio virreinal, así como otros edificios públicos, era fundamental para reconstruir la imagen del sistema político, puesto que eran símbolos del poder real. Alejandra Osorio (2008) observa que el urbanismo fue un elemento crucial necesario para dar poder a las élites gobernantes. En Lima, señala Osorio, el poder se concentraba en la Plaza Central y era el núcleo de la vida social, política y cultural urbana (p. 152). Por eso, era simbólicamente importante para la élite política el elaborar construcciones imponentes porque eran representaciones del poder real. Desafortunadamente, los gastos para llevar a cabo muchos y simultáneos proyectos de reconstrucción eran extremadamente onerosos para el tesoro real.
El virrey debía balancear los intereses del rey y los de sus súbditos coloniales, que usualmente resultaban ser contradictorios. Por un lado, tenía que procurar enviar la mayor cantidad de remesas posibles para atender las necesidades económicas de la monarquía, y por el otro, tenía que atender las necesidades materiales de la capital virreinal. El duque comprendía que al monarca le apremiaban otros intereses que no le permitían relevar económicamente a sus leales súbditos en Lima. Recordó en sus memorias:
Aunque en defensa y seguridad de la vida, el honor y la riqueza de tan buenos vasallos, Su Majestad empleará todos sus tesoros con gran alegría, no puedo ofrecerlos en la actualidad, porque los problemas de la Monarquía en las partes más cercanas al corazón [la península], necesitan toda la ayuda y asistencia de su Real Hacienda, sin desviarlos a otra parte (Lima). (Navarra y Rocafull, 1689)
Aunque la real hacienda tenía un balance negativo, los oficiales reales enviaban cuanto fuera posible. Este déficit era un evidente obstáculo para los planes de reconstrucción del virrey, quien debía buscar medios alternativos para costear los inesperados reparos a los daños producidos por el terremoto.
Para afrontar estos gastos, evitando en lo posible el cargarlos sobre el tesoro real, las autoridades locales tuvieron que idear diversas estrategias. Estas pueden ser identificadas en la reconstrucción del palacio virreinal, las casas del cabildo, y de la alhóndiga, pues demuestran la capacidad de negociación y creatividad de los oficiales reales para llevar a cabo estos proyectos. Cada uno de ellos requirió específicas soluciones que fueron cuidadosamente coordinadas por las autoridades coloniales, para atender a gastos de reparación, evitando en lo posible cargárselos al tesoro real.
El Palacio de la Corte Virreinal
La reconstrucción del palacio virreinal fue de las tareas más costosas que los oficiales reales debieron hacer frente, pues el gasto de este proyecto recaía totalmente sobre el tesoro real que tanto procuraban resguardar. Por ello, el virrey debió buscar una fórmula que lo redujese al máximo. Consciente de la situación a la que se enfrentaba, el duque convocó a una "junta de tribunales", donde asistieron los principales ministros de la administración colonial14. Con esta reunión de emergencia, que fue la primera que convocó, el duque de la Palata intentaba convencer a los miembros de las varias ramas del gobierno para que aprobaran su plan de reconstrucción del palacio. Este proyecto no era tan sencillo de aceptar para los ministros reales, puesto que suponía demoler los altos del palacio para erigir uno nuevo con lo que pudiese rescatarse de la primera planta.
Con el fin de sustentar su propuesta, el virrey convocó a varios expertos en materia de construcción, para que con base en sus conocimientos y experiencia pudieran recomendar la mejor manera de reconstruir el palacio virreinal. Fray Manuel de Escobar, alarife, indicó que aún antes de los terremotos las paredes de los altos de palacio estaban en mala condición, y la madera del techo estaba muy carcomida por el tiempo que tenían15. El ayudante de ingeniero, Pedro de Asencio, confirmó el mal estado de los altos, y señalo que estos estaban tan dañados que podían caerse en cualquier momento, destruyendo lo que aún quedaba útil en la planta baja16. Todos los expertos interrogados sobre la materia fueron del parecer que los altos debían derrumbarse usando lo que podía salvarse de la planta baja y que se construyesen las cámaras que fueran necesarias para las diferentes dependencias de la administración.
Además de la morada del virrey, el palacio virreinal era la sede de varios tribunales y ramas de la administración colonial, como la Real Audiencia, la Caja Real, el Tribunal de Cuentas y más. Derrumbar los altos significaba reducir drásticamente el espacio útil que los oficiales reales iban a tener que compartir junto con la familia virreinal. Sin embargo, construir un nuevo palacio, con una sola planta, significaba una considerable rebaja en el coste que el tesoro real debería asumir. Escobar había estimado que el derribo de los altos y reconstruir el primer nivel costaría alrededor de 100 mil pesos, aunque este monto era mucho menor que los 160 mil pesos que supondría reconstruirse con los altos. A pesar de que el nuevo palacio tendría menos espacio para las diferentes ramas del gobierno, el virrey logró persuadir a los miembros de la junta especial para que aprobaran la reconstrucción del nuevo edificio del palacio17.
Una vez que las autoridades coloniales aprobaron el proyecto planteado por el virrey, los trabajos de construcción comenzaron de inmediato. El encargado de supervisar esta obra fue el fiscal de la Real Audiencia, don Juan González de Santiago (Jiménez, 2019, p. 234). La tarea era apremiante, pues la falta de oficinas y otros ambientes adecuados de reunión impidió que los administradores reales pudieran oficiar como de costumbre, lo cual significó un alto en las materias de gobierno. La urgencia en reconstruir el palacio se evidencia en que fue materia de la primera junta de tribunales que el virrey convocó. Aunque posteriormente dejaron de reunirse, el virrey continuó trabajando arduamente desde la Plaza Mayor, donde se retiró a vivir por varios meses con su familia. A penas se culminaron algunas cámaras en la nueva planta del palacio virreinal, el duque y su familia se trasladaron a ellas (Mendiburu, 1934, p. 103)18. Asimismo, conminó a los oficiales reales que retomaran sus actividades regulares en las habitaciones temporales que habían quedado vacantes en la plaza. Palata además utilizó su regreso al palacio virreinal como un excelente pretexto para ordenar que todos aquellos que aún estaban ocupando la plaza provisionalmente regresasen a sus moradas o buscaran donde reubicarse.
Reconstruir el palacio virreinal tenía más que un valor simbólico para la administración colonial, si bien cumplía este rol. Este edificio era la sede de la administración colonial y, como tal, su reconstrucción suponía reactivar esta. A pesar de su importancia, las autoridades coloniales entendían que debían reducir en lo posible los costos sobre el tesoro real, que estaba bastante quebrantado. Por ello, aunque tendrían que acomodarse en un palacio virreinal más pequeño, que además debían compartir con el virrey y su familia, los ministros de las diferentes ramas del gobierno consintieron el proyecto de reconstrucción del virrey, de construir un palacio de una sola planta, pues este era menos oneroso para el tesoro del rey.
Las casas del cabildo de la ciudad
El terremoto también causó graves estragos en las casas del cabildo, las cuales necesitaba de varias reparaciones que significarían gastos adicionales al tesoro del rey. Estos inmuebles comprendían las cámaras donde oficiaban sus miembros, así como la cárcel y la capilla de esta institución. Al ser un conjunto arquitectónico de la administración colonial, su reconstrucción se convirtió en otro de los principales proyectos promovidos por el virrey. Junto con los cabildantes, el duque de la Palata buscó fuentes alternativas para costear este proyecto con el menor coste posible para la tesorería real. El alcalde ordinario, el capitán don Diego Hurtado de Mendoza, y el escribano del cabildo, don Diego Fernández de Montaño, interrogaron a cuatro de los expertos en construcción que habían tasado el palacio virreinal para que hicieran lo mismo con las casas del cabildo. El maestro de fábrica, padre fray Diego Maroto, de la orden de Santo Domingo, señaló que el terremoto había dañado los altos del cabildo, así como varias celdas de la cárcel y parte de la capilla que estaban ubicadas en la planta baja. El daño en las estructuras era tal que los cabildantes no tenían donde reunirse. Maroto, así como los otros alarifes que evaluaron los daños, estimaba los costos de limpieza de escombros y reparación de las casas del Cabildo en 40 mil pesos19. Este era un monto bastante elevado para una institución como el cabildo que venía enfrentado graves problemas económicos desde mucho tiempo atrás. Si bien sus miembros tenían un estimado de los gastos de reparación, aún no tenían los fondos para cubrir dicha empresa.
La crítica condición de la tesorería del cabildo no era una novedad para las autoridades locales, e incluso el virrey había tratado de remediarla. Algunos años antes del terremoto, cuando asumió la administración del virreinato, el duque de la Palata descubrió la enorme deuda que el consejo municipal poseía por largo tiempo. Para cubrir el constante déficit entre sus gastos e ingresos, esta institución había recurrido a tomar préstamos de la Caja de Indios, tesorería constituida exclusivamente para los súbditos nativos del virreinato. Este fondo, que procedía de los tributos de los indígenas, era impuesto en censos cuyas rentas debían de beneficiar a los tributantes (Pérez Mallaína, 2016). La deuda que el cabildo había acumulado durante varias décadas préstamos excesivos e impagos, en muchas ocasiones, alcanzaba los 48 000 pesos. Adicionalmente, el municipio tenía otras obligaciones con el Tribunal del Santo Oficio y el gobierno superior, que incrementaban el saldo adeudado a más de 60 000 pesos. Palata se dio cuenta de que el cabildo difícilmente podría devolver tantos préstamos si su tesoro permanecía en un saldo negativo. Por ello, el virrey le otorgó nuevas fuentes de ingresos, con la finalidad de lograr aumentar sus fondos con 8000 pesos adicionales20. Con estas modificaciones se suponía que el ayuntamiento tendría en su tesorería un superávit suficiente para saldar sus deudas.
Desafortunadamente, el terremoto trajo abajo el plan de recuperación que el virrey había diseñado para la tesorería municipal. Mucho peor aún, pues además de la destrucción sufrida en la sede del cabildo, esta institución sufrió pérdidas materiales en sus propios (predios municipales) por un valor de alrededor 36 000 pesos (Moore, 1954, p.105). Ante los inesperados costos que reparar todas estas propiedades suponía, los cabildantes solicitaron al virrey que adjudicara como propios de la ciudad unas parcelas de tierras que estaban en el puerto del Callao, y los valles de Carabayllo y Chuquitanta21. Los oficiales coloniales argumentaron que estas tierras comunales, o ejidos, incluían pastizales que la ciudad poseía desde su fundación, por ello eran parcelas que nunca habían sido asignadas a ninguna institución o individuo. De modo que ninguna tercera persona se vería afectada si el virrey accedía a su solicitud. Para impulsar esta petición, los miembros del cabildo nombraron comisionados que evaluarían la cantidad de ingresos que estas propiedades podrían generar, de acuerdo con la cantidad de tierra, casas y madera disponible en ellas. Si bien el terremoto entorpeció el proyecto inicial de recuperación económica que el virrey diseñó para el cabildo, los miembros de esta institución buscaron alternativas para hacer frente a los nuevos gastos que se debían afrontar.
Cuando el virrey recibió esta iniciativa de los cabildantes, la consideró beneficiosa para la real hacienda real, el cabildo y la población de Lima. Si bien podía acceder a la solicitud de los regidores de manera provisional, el virrey necesitaba justificar su decisión ante el monarca, quien era el único que podía hacer la concesión permanente. En una carta al rey, el duque de la Palata señaló que de acceder a lo propuesto por los miembros del cabildo, la tesorería real no tendría que cubrir directamente las reparaciones de las propiedades dañadas de esta institución, sino que esta tendría ingresos suficientes, provenientes de los alquileres de estas tierras, para reconstruir sus propiedades y pagar sus múltiples deudas. También indicó que la población de la capital virreinal se beneficiaría de la producción ganadera o agrícola que los arrendatarios de dichas tierras generarían, puesto que significaría un suministro adicional de provisiones básicas para la ciudad. El mal estado de la tesorería real motivó al virrey a implementar lo propuesto por los miembros del cabildo, pues con esta medida no solo ayudaría a esta institución local, sino que reduciría las cargas económicas de la hacienda real. Los regidores no solo ayudaron con la implementación de los planes propuestos por el virrey, sino también contribuyeron a desarrollar nuevos proyectos para obtener financiamiento adicional22. Las autoridades locales cuyas vidas e intereses estaban arraigados en sus propias ciudades probablemente eran más propensas a cooperar con los administradores del gobierno colonial cuando este beneficiaba a la ciudad. Siempre que percibieron la administración del virrey como justa y adecuada a sus intereses y necesidades, las autoridades locales apoyaron sus medidas y proyectos.
Mientras los miembros del cabildo negociaban con el virrey la concesión de las dichas tierras, debieron poner rápido y especial cuidado a la reconstrucción de la cárcel. Por medio de una misiva, el virrey les ordenó iniciar lo más pronto posible su reparación, indicando que el orden y la seguridad de la ciudad dependían de la custodia segura de los prisioneros23. Para cubrir con estos gastos inmediatos, los regidores asignaron a la reconstrucción de la cárcel lo colectado de las sanciones impuestas a todos aquellos infractores a las nuevas regulaciones impuestas, por el virrey y el cabildo. En otras palabras, reestablecer el orden en la ciudad fue financiado por el desorden. Un claro ejemplo es la reconstrucción de la cárcel de la ciudad, la cual se realizó con las multas cobradas a los proveedores de carne y sebo por distribuir productos de mala calidad, a los trabajadores de construcción que exigían salarios excesivos y a aquellos que vendían materiales de construcción sobrevalorados24. Los regidores, por lo tanto, no esperaron pasivamente a recibir soluciones económicas del virrey o el monarca, sino que ellos mismos buscaron de manera proactiva opciones para obtener los medios que tanto necesitaban para sus tareas de reconstrucción.
La Alhóndiga
Entre las propiedades que poseía el cabildo como propios, la alhóndiga o granero público era una de las que mayores ingresos le generaba. Además de los bienes muebles que administraba la ciudad, esta recibía ingresos de las concesiones otorgadas a los proveedores de carne, manteca, vino, aguardiente y otros servicios. Mientras estos rubros producían rentas entre 500 y 5000 pesos aproximadamente, los arrendamientos conjuntos de casas y tiendas producían alrededor de 2600 pesos anuales. Sin embargo, la alhóndiga sola generaba 1000 pesos. El terremoto. No obstante, había destruido la mayor parte de estos bienes inmuebles, que requerían de múltiples reparos para poder utilizarse25. Muchos inquilinos se oponían a continuar pagando por propiedades que estaban en mal estado, y otros buscaban negociar nuevos contratos de alquiler argumentando que debían asumir grandes e inesperados gastos de reparación.
La alhóndiga fue una de las propiedades más dañadas por el terremoto. Había quedado en tan mal estado que era necesario reedificarla, pero el gasto era bastante excesivo. Doña María Josefa de la Puente tenía la tenencia de esta propiedad en un censo de por vidas. Según esta figura legal, los beneficiaros poseían el bien inmueble por cierta cantidad de vidas, por lo cual la tenencia se pasaba de generación en generación hasta extinguirse la última vida. En el caso de la alhóndiga, esta se había impuesto por tres vidas y doña María Josefa gozaba de la tercera por el tiempo de sus días. Sin embargo, junto con su marido, don Juan de Soto, caballero de la orden militar de Alcántara, solicitó al cabildo que recibiera su renuncia al contrato de "por vidas" que tenía. Además, ofreció pagar 400 pesos de compensación por rescindir prematuramente el contrato. Doña María Josefa explicó a los cabildantes que al no tener los medios para reparar la alhóndiga, prefería desistir de su posesión para que ellos pudiesen arrendarla a quien estuviera en condiciones de correr con los gastos de reparación26. Los regidores, por tanto, decidieron aceptar la solicitud de dejación presentada por doña Josefa y su esposo para arrendar el granero a un nuevo inquilino que estuviera dispuesto a correr con su reconstrucción. Es decir, los cabildantes transferirían la carga económica de reparar la alhóndiga al nuevo inquilino, quien además tendría que pagar por el arrendamiento de ella.
Si bien los arrendatarios don Juan de Soto y doña María Josefa de la Puente pagaban 1000 cada año por la posesión de esta propiedad antes del terremoto, el municipio no pudo encontrar a nadie dispuesto a pagar más de 525 pesos, debido a las muchas reparaciones que necesitaba. Después de publicar el remate de la alhóndiga por varios días, a través de pregones en distintas partes de la ciudad, solo se presentaron tres postores, de los cuales don Pedro Pinero ofreció la mayor cantidad27. Además de presentar sus respectivos fiadores, Pinero debió demonstrar la utilidad que el cabildo obtendría al alquilarle el granero. Para ello, el postor presentó a varios maestros de construcción que dieron su parecer sobre la materia. El alarife Pedro Fernández de Valdez señaló que, habiendo sido administrador de los propios de la ciudad en años anteriores, conocía muy bien cuánto de renta generaba la alhóndiga, y que está constantemente requería de varios reparos en sus techos y paredes. Sin embargo, el terremoto la había arruinado de tal manera que costaría mucho repararla, más aún con los escasos medios que poseía el cabildo. Por ello proponía que se arrendase a alguien que pudiese correr con los reparos, sin interrumpir la renta que percibía el municipio28. Los otros alarifes y maestros carpinteros también concluyeron que era mejor arrendar el granero en la condición en que estaba, antes que invertir en restaurarlo. Las múltiples reparaciones que requería la alhóndiga postergarían demasiado un nuevo contrato de arrendamiento, además que sería el cabildo el que tendría que asumir el coste directo de estos gastos. Por lo tanto, arrendarlo a quien estuviese dispuesto a asumir su reconstrucción, eximiendo al cabildo de hacerlo, resultaba beneficioso.
Los cabildantes finalmente adoptaron las sugerencias de los expertos en la materia, puesto que esta medida traspasaría el coste de reparación del granero público a una tercera persona, un nuevo arrendatario. Finalmente, los miembros del cabildo decidieron alquilar la propiedad a Don Pedro Pinero, quien fue el que ofreció la mayor cantidad de arrendamiento en la subasta pública. Además de comprometerse a hacerse cargo de todos los reparos que la alhóndiga necesitase, Pinero aseguró que pagaría puntualmente los 550 pesos de arrendamiento que había ofrecido, sin pedir ninguna rebaja en el futuro, en ninguna circunstancia. El 9 de diciembre de 1687, apenas mes y medio después que el terremoto azoló la capital virreinal, Pinero asumió la tenencia del granero de la ciudad29. Es posible que el rol tan importante que tenía este edificio en la provisión diaria de productos de primera necesidad para la población motivó que las autoridades locales agilizaran los trámites para conseguir un nuevo arrendatario. Por medio de esta medida, el cabildo pudo evadir hacerse cargo de costos que terminarían por arruinar su lamentable situación económica.
Conclusión
El terremoto de 1687 puso a prueba a la administración colonial de Lima, debido a toda la destrucción material que produjo, alterando la vida cotidiana de su población y las actividades habituales de gobierno. Si bien las autoridades y súbditos coloniales de Lima interpretaron el terremoto como un evento sobrenatural, producido por obra divina, su reacción no fue pasiva, sino que activamente se dedicaron a hacer frente a las nuevas condiciones que vivían. Este estudio específicamente examinó la respuesta de los representantes reales que debieron ocuparse de atender las necesidades materiales de la capital virreinal y su gente.
El virrey duque de la Palata asumió un rol activo, junto a los miembros del cabildo, para reactivar la administración colonial y dar inicio a la reconstrucción de la ciudad. Las primeras medidas tomadas fueron aquellas que debían atender el suministro de productos de primera necesidad. Lejos del rol emblemático al que siempre se ha asociado al cabildo, este desempeñó un evidente rol práctico tras el terremoto. Si bien la provisión de alimentos, control de precios y orden público eran actividades comunes que el cabildo supervisaba, estas requirieron mayores esfuerzos por parte de los cabildantes debido al caos y desorden en que quedó la ciudad. A pesar de estas condiciones adversas, las autoridades coloniales se organizaron rápidamente para tomar medidas que pudieran atender a las necesidades de la población, que no solo requerían alimentos sino reconstruir sus propias viviendas y otras propiedades.
Los oficiales reales de Lima debieron, además, hacerse cargo de reconstruir aquellos edificios públicos que representaban la autoridad del rey. Si bien reconocían la urgencia de estos proyectos, las autoridades coloniales tenían que ser cuidadosos de cargar el tesoro real con gastos excesivos. La Real Hacienda tenía un crónico desbalance que convirtió la materialización de dichos proyectos en todo un reto. Por ello, el virrey tuvo que negociar con los ministros reales la construcción de un nuevo palacio, que si bien sería más pequeño, también sería menos costoso. Asimismo, los cabildantes buscaron ingeniosamente otras fuentes de ingresos para costear directamente la reconstrucción de sus casas y principales dependencias. El conseguir medios alternativos fue sumamente importante para el cabildo, cuyos propios habían resultado largamente dañados por el terremoto. Por este motivo, sus miembros debieron implementar estrategias adicionales para reconstruir estas propiedades sin asumir su coste directamente. El nuevo arrendamiento del granero público o alhóndiga es un claro ejemplo de cómo los cabildantes traspasaron el coste de su reparación a un nuevo inquilino que se comprometió a repararlo y a pagar la respectiva renta anual.
Por lo tanto, la administración colonial de Lima, representada por el virrey y el cabildo, tuvieron una efectiva respuesta a las críticas condiciones producidas por el terremoto de 1687. Si bien este evento de la naturaleza alteró drásticamente las condiciones de la ciudad y su gobierno, las autoridades locales se apresuraron a diseñar e implementar aquellas medidas que permitirían atender las necesidades materiales de la ciudad y su población. Su accionar claramente contrasta representaciones de incapacidad o ineptitud asociadas al gobierno del Carlos II a fines del XVII.